Statu quo, y Perejil para el rey (2005)

June 28, 2017 | Autor: Alicia M. Canto | Categoría: Relaciones España Y Marruecos, Historia política de España siglo XXI
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STATU QUO, Y EL «PEREJIL» PARA EL REY (2005) Alicia M. Canto Universidad Autónoma de Madrid

Está visto que el mes de julio sólo nos trae problemas. Pero el del islote rocalloso de sólo 13 hectáreas enclavado en aguas jurisdiccionales marroquíes, que nadie conocía ni se molestaba en reivindicar o en ocupar, ha superado a todos los demás. Ha conseguido también poner de moda una locución latina como statu quo, usada con mejor o peor fortuna por casi todos, políticos y periodistas, pero ad nauseam, obviamente por no estar seguros acerca de con qué expresión nuestra sustituirla, o de su correcta transcripción al español. Esto siempre refuerza a los que deploramos el abandono de los estudios clásicos, y quizá no esté de más aclarar que statu quo es una abreviación de statuto in quo ante, esto es, «el estado en el que estaban las cosas». Pocas veces tenemos ocasión de ocupar titulares de primera plana en los periódicos franceses. El día 17 por la tarde, «Libération» veía así nuestro aparatoso y sin duda teatral despliegue: «Una armada contra un peñasco». Y, como ellos, también «Le Monde» encuadraba correctamente lo que podríamos denominar (si fuera algo épico) «la Perejilada» como sólo un incidente más en el marco de una cadena de ellos, que se suceden con Marruecos desde abril de 2001: «Pero este conflicto –que parece ridículo– por un pedazo de terreno se inscribe en realidad en un contexto de degradación de las relaciones entre Madrid y Rabat: llamada del embajador marroquí en octubre de 2001, no renovación del acuerdo pesquero, posición inamistosa de Madrid, según Rabat, sobre el Sahara Occidental, críticas españolas sobre la lucha de Marruecos contra la inmigración clandestina, considerada insuficiente, y apertura de las negociaciones agrícolas con la UE». El especialista en temas mediterráneos de Aix-en-Provence, JeanClaude Santucci, pone de relieve, en «Libération» del 18, que, tras todo ello, lo que arde en realidad no es el islote, sino el asunto, más grave para España, de la devolución a Marruecos de Ceuta y Melilla, que para este experto supone que «soplan los vientos de una descolonización inacabada». De ahí que él apruebe la reacción de España, incluso desproporcionada, porque se trata de detener los males mayores. Hubiera estado bien que también a nosotros el Gobierno nos lo hubiera explicado así de claro. No obstante la desinformación sobre el fondo, es obvio que la inmensa mayoría de los españoles están contentos con la exhibición de fuerza del Gobierno español. Por fin los que querían que a aquella niña de El Escorial se le quitara su derecho a llevar velo, y los demasiados que querrían (y quieren) «echar a todos estos moros a su tierra», se han visto compensados de sus frustraciones. Las fuerzas xenófobas han podido al fin sentir –y supongo que sin quererlo el gobierno– muy reforzadas sus posiciones. Los pocos que lo vemos con cierto escepticismo somos mirados con desconfianza, como antipatriotas, cuando simplemente nos gustaría saber, antes de envolvernos en la bandera, si ese trozo de tierra inhóspita a 200 m de la costa marroquí (que en su día el propio Gobierno español no permitió incluir en el Estatuto de Ceuta, como querían los ceutíes), forma o no parte de nuestra patria, y si la bandera que ahora ondea allí lo hace con más derecho que la que ondeaba antes de ayer. Porque sospechamos que no, y no oímos más que ambigüedades sobre ello. Creemos también que el honor patrio,

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como la sangre de los españoles, no pueden ser arriesgados en la cima de una peña perdida en el mar de otros. En todo caso, lo que estas líneas pretenden lamentar es que nuestros gobernantes no hayan optado por derroteros más imaginativos. El conflicto no hubiera llegado ni a existir si, a las dos o tres horas de tener conocimiento de la «invasión» del Perejil, el mismo día 11, se hubiera desplazado allí, sin alharacas y con la mayor discreción, a dos o tres patrulleras con efectivos de la Guardia Civil o de la Policía Nacional, y se hubiera procedido al desalojo pacífico y amistoso de los gendarmes marroquíes y de su bandera, alejándose todos a continuación y dejando el islote tan vacío, deshabitado y desprovisto de símbolos como antes estaba. De este modo nada hubiera trascendido, y todo hubiera quedado en un incidente menor en el ámbito de las labores ordinarias de vigilancia policial. Unas horas después de ello, y aprovechando la oportuna circunstancia de las nupcias de Mohamed VI, el Reino de España hubiera obsequiado como regalo de bodas al rey el peñasco en cuestión, alegando su ambigua soberanía. Ésta nos hubiera permitido cómodamente desprendernos (si es que teníamos de verdad el dominio legítimo sobre él, lo que la geopolítica y otros datos históricos contradicen) de un territorio misérrimo, reconocidamente inútil, incómodo para defender y carente de valor estratégico alguno (factores todos que han sido reconocidos en un momento u otro por diferentes autoridades españolas). Hubiéramos quedado muy bien por casi nada de inversión y, sobre todo, hubiéramos desactivado por completo el espectáculo internacional que Marruecos quería montar –y a fe que lo ha conseguido– contra España. Por el contrario, dejando pasar los días, y buscando nosotros mismos la internacionalización, hemos apelado innecesariamente a «los primos de Zumosol» (OTAN y UE) y hemos elevado, diplomática y hasta militarmente, la categoría de un asunto que estaba muy lejos de merecerlo. Nos hemos puesto en la mira de muchos países y, si se lee la prensa internacional, no precisamente para nuestro mayor prestigio. Ello sin contar con que Mohamed VI aún no se ha dirigido a su pueblo (no olvidemos el valor divino que el Islam atribuye al monarca), lo que tiene muy preocupados a los españoles que viven en Marruecos o pegados a Marruecos, ni que el 19 de julio será viernes, y no tenemos idea de cuál será el mensaje que los imanes transmitan ese día en las mezquitas a los creyentes, ni de cómo éstos van a reaccionar ante él. Demasiadas veces hay que recordar en España con nostalgia aquella pintada del 68: «La imaginación al poder». Como decían los viejos y sabios griegos, ésta «del Perejil», a la que ni siquiera su nombre ilustra, puede haber sido sólo una victoria pírrica.

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