Sócrates y la ley ateniense (o las vicisitudes de lo justo en el Derecho)

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Descripción

SÓCRATES Y LA LEY ATENIENSE (O LAS VICISITUDES DE LO JUSTO EN EL DERECHO) Carlos SÁNCHEZ ECHEVARRÍA «Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos» [Apología, 30.d]

0.

Proemio

Por Robin WATERFIELD (2011) hace poco me enteré de que cierto abogado griego, de apellido Paradópulos, en las postrimerías de la década de 1920 solicitó ante una corte de Atenas la anulación del fallo contra Sócrates, pronunciado el año 399 a. C. Lamentablemente, no aportó mayores detalles, pues lo mencionó únicamente para resaltar la existencia de una suerte de remordimiento social contemporáneo y que a veces, en casos como este, se expresa de manera curiosa; tan sólo agregó que tal pretensión fue rechazada bajo el argumento de que para aquél momento ya no había «continuidad sustantiva» con respecto al Derecho antiguo1. Por más que busqué y busqué, nada más encontré; apenas pude descubrir que Paradópulos es un apellido bastante común en Grecia. No obstante, desde esa perspectiva jurídica que alimenta mi inquietud por el tema, pero con vocación filosófica, claro está, me he propuesto urdir una sucinta reflexión que se enfoque en las posibles razones que sustentan la creencia, ampliamente difundida, de que el fallo fue injusto, a pesar del contrapuesto y desconcertante parecer del célebre filósofo ateniense. Cabe advertir que es posible que la corte ateniense haya esquivado con alguna razón, de cuño procesalista, el tener que abordar el complicado e incómodo tema de la vinculación o separación de la moral y el Derecho. Ocurre que, por lo general, en los sistemas judiciales sobrios los jueces tienden a decantar su labor execrando todo tipo de demandas «académicas», i. e., aquellas que responden a una mera curiosidad intelectual, cuando no al interés de generar polémica o adquirir una burda notoriedad en la colectividad. Pero supongamos que la demanda de Paradópulos respondió a una seria y profunda convicción de que la sentencia del siglo IV a. C. fue injusta, puesto que «lo justo», en cuanto tal, no varía en función de las épocas ni mucho menos depende de las formas de organización política que haya tenido un pueblo. De tal modo que si, bajo esas premisas, aceptamos que el Derecho es un medio para realizar la Justicia, donde la ley y las decisiones de los tribunales no son sino eslabones de un mismo proceso cuyo fin es materializar «lo justo» en cada juicio,

Cfr. WATERFIELD, Robin. La muerte de Sócrates. Toda la verdad. Madrid: Editorial Gredos, 2011, pág. 20. 1

luego, sería inaceptable el argumento de la no «continuidad sustantiva»2. Aunado a que, con respecto a la democracia, el aludido fallo vendría siendo una genuina expresión del pueblo ateniense, es decir, nada menos que del principio activo de la nacionalidad griega. No se le pidió, pues, a la corte que rectificase la errática interpretación dada a una norma de sus antepasados áticos, ni mucho menos impuesta por otros pueblos (v. gr., Roma); ni aun perteneciente al período de los Treinta tiranos. Así las cosas, parafraseando –extravagantemente- a Kant, vamos a ver qué tal resultaría el juicio ante el tribunal de la razón, para lo cual escogí beber de dos fuentes platónicas trascendentales, cuales son Apología de Sócrates y Critón. 1.

Sócrates, mártir o enemigo del pueblo

1.1 A primera vista, pareciera fácil poder tomar partido acerca de la veracidad o falsedad de la acusación a Sócrates y, a partir de allí, considerar si su sentencia a muerte fue justa o injusta. Pero tal tarea de inmediato se torna sumamente compleja, pues, debido a condiciones ajenas a la valoración y demostración de los argumentos, la acusación se ve favorecida de manera desproporcionada. No hay actas procesales, una versión oficial, por decirlo de alguna manera; lo más cercano es aquello que escribieron sus contemporáneos. Y en nada lo favorece el hecho de que entre el bando de quienes lo amaban y eran sus discípulos, donde tenemos a Jenofonte y Platón, estos tengan contradicciones entre sí; mientras que en el extremo opuesto, donde se sitúa Aristófanes, fascinante y despiadado comediógrafo, tenemos que en su obra Las nubes hay una gran armonía con las acusaciones de Ánito, Meleto y Licón, pese a estar separados por unos veinticuatro años3. Dado lo anterior, sólo está claro que resulta imposible que haya existido una trinidad de Sócrates diferentes. Es más, todo se complica en mayor medida si consideramos que, en Platón, la imagen de Sócrates se va distanciando del personaje de sus primeras obras. Pero, aun cuando sería válido adoptar la postura de Bertrand RUSSEL (2013), quien se apartó de esa discusión por considerar que no hay elementos de juicio suficientes, a pesar de ello, en cumplimiento del propósito trazado en este

Si bien el término empleado por el Profesor WATERFIELD no es, al menos en castellano, jurídicamente técnico, ni tenía por qué haberlo sido, este vendría a significar que la corte separó irreconciliablemente los derechos antiguo y contemporáneo según su vigencia dentro de una determinada forma de Estado, dado que éstos habrían sido concebidos bajo valores y parámetros políticos diferentes y excluyentes entre sí. A ello haría alusión la referida sustantividad, por oposición a considerar que el criterio de la corte fue meramente nominal y etario. 3 En la Apología platónica, Sócrates se refiere a ellos como los «primeros» y los «últimos» acusadores. Por otra parte, puede considerarse que la formulación de los cargos en aquella época también sea un registro escrito. Según WATERFIELD (2011, pág. 34), Diógenes Laercio (s. III d. C.) asevera que en algún momento se tuvo ese documento, con base en el testimonio de otro historiador que no le era muy anterior –quien dijo haberlo tenido en sus manos-, y para ello cita su obra Vidas de los filósofos más ilustres, 2.40. 2

opúsculo se debe insistir en tratar de comprender por qué aún pudiese considerarse injusta la condena. 1.2 No cabe duda de que es el Sócrates platónico quien embelesa a los partidarios de su inocencia. Sin derramar una gota de sangre, el paroxismo, o bien, la catarsis que generan los diálogos Apología de Sócrates y Critón ha superado infinitamente la fuerza, persuasiva e impositiva, de los fundamentalismos religiosos; Platón es la envidia de moros, judíos y cristianos. Se trata, ciertamente, de un personaje tan lleno de virtud como extravagante y carismático; un Aquiles surgido en el campo de la filosofía, solo que, siendo mortal y no un semidiós como el héroe homérico, sin ambages, se concibe a sí mismo como un elegido4 sin miedo a la muerte. A decir de Sócrates, un hombre que esté dotado con un mínimo de virtud no teme morir por sus actos, sino que solamente examina al obrar si lo que hace es justo o injusto, tal como lo expresa en una de las más decididas y retadoras frases de Apología: «A mí la muerte… me importa un bledo,… en cambio, me preocupa absolutamente no realizar nada injusto e impío»5. Así pues, este paladín de la moral, que no se arrogaba ser sabio ni maestro, con su mayéutica y un arsenal desbordante de ironías, antes bien, enseñaba, si se quiere, lo que desde siempre ha sido lo más importante, esto es, que todo debe someterse al cuestionamiento de su real conocimiento. Por lo tanto, episteme, y no doxa, sería el camino hacia la virtud o lo bueno, hacia «lo justo». Naturalmente, con ello se granjeó el odio de sus conciudadanos; de todos ellos, ricos y pobres, sobretodo por todo aquel que creía saber algo y tuvo el infortunio de toparse con él y entablar una discusión al respecto. Así, por ejemplo, cierto político que parecía y creía ser sabio, pero no lo era, en plena calle y a la vista de todos quedó al descubierto y en ridículo6. Pero ahí no queda todo. Por si lo anterior fuera poco, debe sumarse a la molestia popular el hecho de que tras la mayéutica socrática haya estado de por medio la idea de que el dios, Apolo, sea el único sabio y que este, según le parecía a Sócrates, consideraba que «Es el más sabio, el que, de entre [todos], hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría». Y para completar el talante atípico, tan elevada sería su misión, de origen divino, además, que no le importaba estar sumido en la pobreza7. Con tal semblanza, Sócrates parecía encarnar no sólo a un no-ateniense, sino que peligrosamente se acercaba a la idea de ser un anti-ateniense. A la vista de sus Querefonte, no muy dotado de prudencia, según parece, es a quien curiosamente Platón escoge para que dé cuenta de ello mediante la anécdota del Oráculo de Delfos, según la cual escuchase de la Pitia que nadie era más sabio que Sócrates. Tal excentricidad era de mucho valor a lo largo y ancho de la Hélade, pues, tratándose de una revelación, con independencia de a quién haya sido, a un dios no le estaría dado mentir, no le sería «lícito» (cfr. Apología, 21.a). 5 Ibid., 32.d. 6 En su discurso apologético, Sócrates nos dice haber concluido que «este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio [Sócrates], así como, en efecto, no [sabe], tampoco [cree] saber» (cfr. Apología, 21.d), de donde tal parece que ha surgido el tantas veces a él atribuido sólo sé que no sé nada. 7 Cfr. Apología, 23.b – 23.c. 4

congéneres, esa actividad de someter todo a crítica, a la larga, significaba socavar las bases de su cultura. 1.3 El procedimiento se cumplió a cabalidad y, pese a lo arcaico, es sorprendente su similitud con los procesos judiciales de la modernidad8, los cuales responden al encumbramiento, muy posterior, de la libertad –en lo tocante a que no haya sanciones estatales sin un juicio en el que al acusado se le dé la oportunidad de defenderse- y los derechos humanos. Cabe entender, entonces, que el sistema legal ateniense, a menudo opacado por el Derecho romano, también en este aspecto influenció considerablemente en el posterior desarrollo de la cultura occidental. Resulta palmario el sentido de isonomía e isegoría, es decir, que todos los ciudadanos atenienses estaban regidos por las mismas leyes y en condiciones de igualdad, y que todos ellos tenían la misma oportunidad de expresarse en las decisiones políticas, sea al votar una ley o en el fallo de un jurado, por ejemplo. Y esta es la forma en que se manifestó la voluntad popular, en el contexto de una democracia directa e ilimitada. Podría decirse que en dos fases: en un primer momento, aprobando la ley que establece un delito, cual es la asébeia, o impiedad, y otro posterior, en el que se aplica en un caso particular, absolviendo o sancionando. Aunque en el caso de este delito, signado por el pragmatismo, la impiedad era una especie de cajón de sastre donde los atenienses encajaban a cuanto ciudadano les resultaba, por así decirlo, incómodo9; lo único que estaba claro era su finalidad conservadora. Los cargos en que se fundó la acusación de asébeia fueron negados uno a uno por el filósofo –mártir o enemigo del pueblo- ateniense: En primer lugar, acerca de que Sócrates no reconocía a los dioses en los que creía la ciudad, éste negó haberse ocupado de cosas celestes cuando en su discurso dijo: «informaos unos con otros de si alguno de vosotros me oyó jamás dialogar poco o mucho acerca de estos temas»10. Además, le dejó claro a Meleto que él no era, precisamente, Anaxágoras11, es decir, aquél que contrarió a sus contemporáneos diciendo que el Sol, a quien llamaban y –agrego yo que- siguen llamado Dios, en Robin WATERFIELD explica cómo hubo, de la manera que ocurre en nuestros días, aunque acompañado de dos testigos, una notificación de la acusación señalándole los cargos y una fecha de presentación ante el arconte rey, quien recibiría en esa oportunidad una copia del escrito de acusación. Luego, el arconte pautaría una audiencia preliminar, llamada anákrisis y presidida por él, donde se le formularían los cargos al acusado y este tendría la oportunidad de aceptarlos o negarlos. Llenados tales extremos de ley, y siendo que Sócrates negó los cargos en su contra, el arconte fijó la fecha de la audiencia de juicio, ocurrida en la primavera del 399 a. C. (cfr. WATERFIELD, Robin. La muerte de Sócrates. Toda la verdad. Madrid: Editorial Gredos, 2011, pág. 36-59). 9 Tal fue el caso de Aspasia, de desbordante excentricidad para la época y el lugar, pues era nada menos que mujer, de reconocida inteligencia, asesora política, maestra de retórica, hetaira y meteca. Aunque lo que en realidad la llevó a ser acusada de impiedad, su pecado, diríamos, fue ser la amada de Pericles y verse rodeada de polémicos políticos, como Alcibíades (cfr. Aspasia, la otra cara de Atenas, de Domingo Plácido Suárez /En/ DE LA VILLA, Jesús (ed.) (2004). Mujeres de la Antigüedad. Madrid: Alianza Editorial, pág. 85 y s.). 10 Cfr. Apología, 19.c. 11 Ibid., 27.e. 8

realidad era una roca incandescente. Por otra parte, en lo que atañe a que Sócrates introdujo nuevas divinidades, aclaró, sin mucho tacto, la verdad sea dicha, que no era un dios para la ciudad de lo que le habían oído hablar, sino algo que, aunque de origen divino, era albergado en su interior; una voz susurrante que, junto a él, desde niño le hablaba. Este, su daimon, únicamente lo disuadía, no lo incitaba. Y, dicho sea de paso, consciente de lo pérfidas que pueden llegar a ser las mayorías, lo disuadió de que ejerciera la política12. Finalmente, en lo que atañe a la corrupción de los jóvenes, éste, basado en la convicción moral de que se trataba de lo justo, arguyó que más bien eso era lo mejor que le había ocurrido a Atenas, y que si los jóvenes lo seguían era por una natural y, enhorabuena, creciente atracción. Al respecto, dijo: «los jóvenes que me acompañan espontáneamente… con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada» y «porque les gusta oírme examinar a los que creen ser sabios y no lo son»13. 2.

La democracia, la ley y lo justo: un nudo gordiano

La idea más generalizada del Derecho y, por antonomasia, acerca de las leyes, es que su finalidad consiste en realizar la Justicia. Pero, sin que esto deje del todo de ser un lugar común, en el decurso de la historia ello no siempre ha tenido la misma intensidad o preponderancia. Ha habido básicamente tres tendencias que le otorgan un mayor énfasis a ciertos aspectos que le dan sentido a una idea de Derecho dada. Estos son enfoques de carácter estructural, funcional y valorativo, los cuales hoy en día es posible distinguirlos luego de siglos de observación, todo lo cual, como es obvio, no estaba claro en el siglo de oro ateniense. Si bien su entramado político era sofisticado, el desarrollo del Derecho nunca llegó a niveles teorizantes, ni aun fue una preocupación, si se le compara con la Política; de hecho no había juristas propiamente dichos, en tanto que profesionales, sino a lo sumo rhétores y logógrafos. Un enfoque estructural conlleva a identificar al Derecho en las normas, lo cual da origen a una gama de corrientes normativistas, como el positivismo jurídico, y de ahí que aquello de dura lex, sed lex exprese su clara vocación interpretativa al pie de la letra. Bajo este criterio, es sumamente importante el concepto de validez, la cual viene dada por la adecuación a los cánones de producción normativa, en la cual se pueden dar, ciertamente, intensos debates de cuño moral y de apreciaciones teleológicas, pero que una vez dictada la norma esta se debe acatar y punto. Considerar posteriormente los otros aspectos sería desvirtuar el acuerdo político, la norma decidida, y con ello se estaría torciendo el derecho. De otra parte, tenemos que un enfoque funcional del Derecho acarrea que este se considere justificado en cuanto cumpla realmente sus finalidades y, para lo cual, sobre los jueces recae la obligación de decidir en función del cumplimiento de tales 12 13

Cfr. Apología, 31.d. Ibid., 23.c y 33.c, respectivamente.

propósitos. Ello así, el factor democrático que gobierna en los enfoques estructurales aquí se ve disminuido a favor de un grupo, en minúsculas ocasiones elegidos popularmente, compuesto de letrados que aplican las leyes bajo una presunción de erudición que los aproxima más a la aristocracia. El Derecho aquí es insuflado por corrientes sociológicas y ha dado origen a lo que se conoce como realismo jurídico. Finalmente, nos queda el enfoque valorativo del Derecho, con el cual se da origen a la más perdurable y extensa panoplia de iusnaturalismos. Es, pues, la adecuación de las normas jurídicas al derecho natural una condición sine qua non para ser consideradas derecho. Bajo esta concepción, las leyes deben acatarse si, y sólo si, se adaptan a un principio o valor moral que se identifica con lo justo. Sobre tal idea orbita la justificación moral de la desobediencia civil, entre otras, con independencia de si tales valores están plasmados o no en algún texto con carácter normativo 14. Pues bien, hasta aquí se ha mostrado un apretado resumen de la complejidad de lo justo en el Derecho pero, no obstante, luce bastante útil para optimizar el análisis de la aparente contradicción que, acerca de «lo justo», subyace en los argumentos de Sócrates en Apología y Critón, como en seguida se verá. 2.1 JUSTICIA. En Apología, Sócrates esgrimió sin tapujos que su actuar estuvo dotado de rectitud, pues respondió a una decisión que fue racionalmente adoptada por él y respaldada, además, por su Dios empático, que era Apolo, por lo cual tenía la plena certeza de que era «lo justo». Y es que su filosofía consistía en identificar episteme con areté, conocimiento y virtud. Hizo del conocimiento reflexivo de sus actos un valor determinante de lo que es justo y de aquello que no lo es, a tal punto que lo predica como oportuno y conveniente para su polis al espetarle a sus conciudadanos, no sin su acostumbrada impertinencia, que «todavía no [les había] surgido mayor bien en la ciudad que [su] servicio al dios»15. Se trataba, pues, de razones divinas y benévolas que, a su juicio, debían ser indeclinables, lo cual se evidencia cuando les dijo: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar»16. Y ello lo era a tal extremo que si lo absolvían –dijo- bajo la condición de que detenga su actividad filosófica, pues, sencillamente, no lo haría y, convencido de estar haciendo lo correcto, reincidiría, sea allí o allende17. Por otra parte, con respecto a lo justo en el actuar de sus juzgadores, Sócrates no vaciló en increparles que debían ser objetivos. Tal como al inicio les había advertido, no había preparado un hermoso y dramático discurso, a la manera que estaban habituados, sino que los exhortó a que «[pusieran] atención solamente a si El desarrollo de estas nociones, en los estudios jurídicos más actualizados y mostrados con la seriedad del caso, proviene de los campos de la Teoría General del Derecho y de la Filosofía del Derecho, lo cual puede ser consultado en las obras: ATIENZA, Manuel (2001). El sentido del Derecho. Madrid: Editorial Ariel, 336 pp. y PRIETO SANCHÍS, Luis (2005). Apuntes de Teoría del Derecho. Madrid: Editorial Trotta, 331 pp. 15 Cfr. Apología, 30.a. 16 Ibid., 29.d. 17 Ibid., 29.c – 29.d. 14

[decía] cosas justas o no. Este es el deber del juez, el del orador, decir la verdad»18, y que lo justo es informar y persuadir a los jueces, no suplicarles19. De no ser así, tan injusta sería la decisión que sería un mal mucho mayor que el propio castigo de la muerte, el destierro o el despojo de la ciudadanía20. Finalmente, en ese orden de ideas, luego del fallo Sócrates llamó jueces a los que votaron por su absolución, por cuanto «llamándoos jueces os llamo correctamente»21, dijo. 2.2 VALIDEZ. De cara a la democracia ateniense, en Apología se aprecia a Sócrates como un cabal ciudadano, pues no dudó ni siquiera por un instante en someterse al juicio; con determinación dijo: «que vaya esto por donde al dios le sea grato, debo obedecer a la ley y hacer mi defensa»22. Ello a pesar del escaso tiempo con que contó, sobre lo cual refunfuña, pero refiriéndose a que la persuasión del jurado en su contra llevaba forjándose al menos unos veinticuatro años 23 y, como bien manifestó, «en poco tiempo no es fácil librarse de grandes calumnias»24. Inclusive, a sabiendas de que otras veces el jurado había sentenciado en contrariedad con la ley, tal y como se los reprochase al recordarles la vez que –indebidamente- juzgaron en un mismo juicio a diez generales, pese a sus gallardas advertencias de aquél momento25. Ahora bien, ese parecer se ve con mayor intensidad en Critón, donde su concepto de acuerdo, de pacto, al desenvolverlo nos revela que posee una fuerza sobrehumana, hercúlea. Y el valor de lo acordado en sus andanzas dialécticas no es ni más ni menos que el que tuvo en los predios políticos. Su idea de pacto social la explica por medio de la célebre prosopopeya de las leyes. Critón, que es necio, le propone a Sócrates nada menos que huir. Como si en algo importara al maestro, le dice que «la mayoría no llegará a convencerse de que [él] mismo no [quiso] salir de [allí]»26 y que «la mayoría es capaz de producir no los males más pequeños sino, sino precisamente los mayores, si alguien ha incurrido en su odio»27. Pero en vez de mandarlo a paseo, con serenidad y ánimo didáctico, Sócrates sabiamente le responde que «no son capaces ni de lo uno ni de lo otro; pues, no siendo tampoco capaces de hacer a alguien sensato ni insensato, hacen lo que la casualidad les ofrece»28. Otro argumento que le arroja Critón es que no le parece justo que intente traicionarse a sí mismo cuando le es posible salvarse. «Te esfuerzas porque te suceda aquello por lo que trabajarían con afán y, de hecho, han trabajado tus enemigos

Ibid., 17.c. Ibid., 35.c. 20 Ibid., 30.d. 21 Ibid., 40.a. 22 Ibid., 19.a. 23 Se refería a sus «primeros» acusadores, representados por Aristófanes, quien lo satirizó en su comedia Las nubes. 24 Cfr. Apología, 37.b. 25 Ibid., 32.b. 26 Ibid., 44.c. 27 Cfr. Apología, 44.d. 28 Ibid. 18 19

deseando destruirte», le dice29, a lo que Sócrates, palabras más, palabras menos, le responde: «querido Critón, tu buena voluntad sería muy de estimar, si le acompañara algo de rectitud; si no, cuanto más intensa, tanto más penosa. Así pues, es necesario que reflexionemos si esto debe hacerse o no. Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor» (Critón, 46.b)… «los argumentos que yo he dicho en tiempo anterior no los puedo desmentir ahora porque me ha tocado esta suerte, más bien me parece ahora, en conjunto, de igual valor y respeto, y doy mucha importancia a los mismos argumentos de antes» (Critón, 46.c)… «a partir de lo acordado hay que examinar si es justo, o no lo es, el que yo intente salir de aquí sin soltarme de los atenienses» (Critón, 48.b).

Y es que, tal como habían acordado a lo largo de sus conversaciones, por lo visto no bien asimiladas por Critón, cometer injusticia vendría siendo malo y vergonzoso para el que la cometa, «luego de ningún modo se debe cometer injusticia»30. La pregunta retórica de Sócrates, pues sabe la respuesta, es que «Si [ellos se van de ahí] sin haber persuadido a la ciudad, ¿[hacen] daño a alguien y, precisamente, a quien menos se debe?31 Para él está muy claro que se trataría de la destruición de las leyes y toda la ciudad. Las leyes –explica que- le dirían lo siguiente: «¿no te hemos dado nosotras la vida y, por medio de nosotras, desposó tu padre a tu madre y te engendró?... ¿Acaso crees que los derechos son los mismos para ti y para nosotras, y es justo para ti responder haciéndonos, a tu vez, lo que nosotras intentamos hacerte? (Critón, 49.e)… «Te sería posible, en cambio, hacerlo con la patria y las leyes, de modo que si nos proponemos matarte, porque lo consideramos justo, por tu parte intentes, en la medida de tus fuerzas, destruirnos a nosotras, las leyes, y a la patria, y afirmes que al hacerlo obras justamente, tú, el que en verdad se preocupa por la virtud? (Critón, 51.a).

Nada más habiendo llegado a este punto, huelga decir que para Sócrates la patria sí que es querida. Para él, ella amerita más honores que los padres y es más venerable y digna de la mayor estimación de los dioses y hombres sensatos, del modo que ocurre cuando la patria los lleva a la guerra32. Al apegarse a sus leyes durante toda su vida, sin haber salido de los linderos atenienses más que por causas de defensa nacional, en condición de hoplita, eso no es otra cosa que un acuerdo tácito y de una magnitud tremenda. El grado de compromiso de Sócrates mejor se explica cuando, en su trance, las leyes continúan diciéndole: «Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no lo imponemos violentamente, sino que permitimos una opción entre dos, persuadirnos u obedecernos» (Critón, 52.a)»... «durante setenta años, en los que te fue posible ir a otra parte, sino te agradábamos o te parecía que los acuerdos no eran justos. Pero tú no has preferido a Lacedemonia ni a Creta, cuyas leyes afirmas continuamente que son buenas, ni a ninguna otra ciudad griega Cfr. Critón, 45.c. Ibid., 49.b. 31 Ibid., 50.a. 32 Ibid., 51.b. 29 30

ni bárbara» (Critón, 52.e), «si vas a una de las ciudades próximas, Tebas o Mégara, pues ambas tienen buenas leyes, llegarás como enemigo de su sistema político y todos los que se preocupan de sus ciudades te mirarán con suspicacia considerándote destructor de las leyes» (Critón, 53.b), «pero tal vez te vas a apartarte de estos lugares; te irás a Tesalia con los huéspedes de Critón. En efecto, allí hay mayor indisciplina y libertinaje, y quizás les guste oírte de qué manera tan graciosa es escapaste de la cárcel…» (Critón, 53.d).

2.3 EFICACIA. La labor de Sócrates por la cual fue condenado tenía una finalidad claramente definida, por cuanto, según nos dice en Apología (36.c): «No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien a cada uno en particular, según yo digo; iba allí, intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más sensato posible, ni que tampoco se preocupara de los asuntos de la ciudad antes que de la ciudad misma y de las demás cosas según esta misma idea».

Tanto así lo consideró justo que, sin reparos, propuso ser alimentado en el Pritaneo, «si hay que proponer en verdad según el merecimiento… con arreglo a lo justo»33. Y si lo hizo de la manera en que lo hizo, es decir, no valiéndose de los medios políticos que como ciudadano le correspondía, también podemos descubrir razones de carácter teleológico, cuando expresa lo siguiente: «Y no os irritéis conmigo porque digo la verdad. En efecto, no hay hombre que pueda conservar la vida si se opone notablemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir muchas cosas injustas e ilegales; por el contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente» (Apología, 32.a).

Por otra parte, en lo tocante a las consecuencias de aquel fallo, el convencimiento de su justo actuar es tal que, colocándose más bien en el rol de condenador, les indicó que se equivocaban si creían que «matando a la gente [iban] a impedir que se [les reprochase] que no [vivían] rectamente», dado que «[ese] medio de evitarlo ni es muy eficaz ni es muy honrado»34. Tal imprecación se condensa en una de sus frases lapidarias: «Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos»35. Y, finalmente, con vista a lo más desconcertante, que es la firme aceptación de su condena, negándose a escapar del cautiverio que antecedió a su muerte, también es posible vislumbrar motivos teleológicos en Critón, cuando las leyes le recuerdan que él mismo considera que sus hijos se criarán, mucho mejor que en Tesalia, en Atenas, siendo entonces desaconsejable que huya también por el hecho de que les privaría, con el destierro que les acarrearía, de semejante dicha36. Cfr. Apología, 36.d. Ibid., 39.d. 35 Ibid., 30.d. 36 Cfr. Critón, 54.a. 33 34

3.

Epílogo

Visto lo visto, se hace comprensible que la condena de Sócrates refleja el eterno problema de lo justo en el Derecho. Tras las aparentes contradicciones de Sócrates que encontramos en Apología y Critón, y con apoyo en la Filosofía del Derecho, ha quedado claro que cada contraste responde a enfoques o perspectivas desde donde se mire el problema de si la ley es justa o injusta. Fue un caso difícil, sin lugar a dudas, en el que desde diferentes flancos se apuntó hacia lo justo. Y desde el Derecho es posible que haya respuestas diferentes, de acuerdo con la época y los valores que imperen en un sistema político determinado, de lo que resultará el predominio del criterio de la Justicia, la validez o la eficacia de las normas en función de su aplicación y cumplimiento. Así las cosas, queda claro que la relación de Sócrates con la ley ateniense es un acuerdo inquebrantable con la democracia, donde la polis significó, en suma, una extensión de la vida de cada ciudadano, tábanos incluidos. Por aquel entonces Atenas era, pues, una nación colectivista y, como bien lo dijo el más grande filósofo de la historia, huir habría sido lo mismo que aniquilar al pueblo y sus leyes. Y si bien la misión que llevó a cabo era justa, esta justificaba suficientemente el morir por ella, mas no romper los acuerdos políticos con su patria (¡con que tener patria era cumplir las leyes!, interesante). Dicho esto último, no sin cierta amargura, por alguna razón creo tener una muy buena idea de cómo eran las cosas en Tesalia. Pero, en fin, si algo pudiese resumir lo que aquí se ha reflexionado, lo es esta frase del filósofo ateniense: «una vida sin examen no tiene objeto vivirla»37, acaso la más grande lección del maestro que decía no enseñar nada. – BIBLIOGRAFÍA ARISTÓFANES (1996). Las once comedias. Los arcanios, Los caballeros, Las nubes, Las avispas, La paz, Las aves, Lisístrata, Tesmoforias, Las ranas, La asamblea de mujeres, Pluto. México: Editorial Porrúa. ATIENZA, Manuel (2001). El sentido del Derecho. Madrid: Editorial Ariel. BOWRA, C. M. (1958). Historia de la literatura griega. México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. BOWRA, C. M. (2012). La Atenas de Pericles. Madrid: Alianza Editorial. COHEN, Robert (1985). Atenas, una democracia. Barcelona: Ediciones Orbis. DE LA VILLA, Jesús (ed.) (2004). Mujeres de la Antigüedad. Madrid: Alianza Editorial. DELGADO, Francisco (2014). Textos clásicos sobre la naturaleza de la función judicial. Caracas: Editorial Galipán.

37

Cfr. Apología, 38.a.

FASSÓ, Guido (1966). Historia de la Filosofía del Derecho. Madrid: Ediciones Pirámide. FINLEY, M. I. (2000). La Grecia antigua. Barcelona: Editorial Crítica. GARCÍA GUAL, Carlos (2006). Historia, novela y tragedia. Madrid: Alianza Editorial. MONTANELLI, Indro (2009). Historia de los griegos. Barcelona: Plaza & Janés Editores. PALAO HERRERO, Juan (2007). El sistema jurídico ático clásico. Madrid: Editorial Dykinson. PLATÓN (1985). Diálogos I. Apología. Critón. Eutifrón. Ion. Lisis. Cármides. Hipias Menor. Hipias Mayor. Laques. Protágoras. Madrid: Editorial Gredos. PLATÓN (2008). Critón. El político. Madrid: Alianza Editorial. PLATÓN (2011). Apología de Sócrates. Menón. Crátilo. Madrid: Alianza Editorial. PRIETO SANCHÍS, Luis (2005). Apuntes de Teoría del Derecho. Madrid: Editorial Trotta. RUSSEL, Bertrand (2013). Historia de la filosofía occidental. Tomo I. Barcelona: Espasa Libros. WATERFIELD, Robin (2011). La muerte de Sócrates. Toda la verdad. Madrid: Editorial Gredos.

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