Sobre los fundamentos del fundamentalismo.

July 3, 2017 | Autor: Pablo Alías Barrera | Categoría: Philosophy of Science, Faith Based Organizations, Religious Fundamentalism, Fundamentalism, Faith and Reason
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Descripción

SOBRE LOS FUNDAMENTOS DEL FUNDAMENTALISMO Pablo Alías Barrera1

Sin entrar en disquisiciones sobre el origen de la necesidad en la que lo religioso de lo sacro, sensu stricto- radica su existencia, podemos afirmar rotundamente que la ortodoxia de todo dogma y sistema de fe es en primer y último lugar su componente básico. A pesar de ser tachado de extremo, crédulo o fanático, el posicionamiento ideológico radical es el sustento de toda doctrina, si bien este ejerce más como testigo que como intermediario con respecto al sistema-mundo, ya que la praxis interpretativa radical sólo se da en situaciones coyunturales, de krisis: no es, pues, más que una contingencia ante un vacío -aunque su presencia lo niegue veladamente- de marcadores de certeza. Me aventuro sin más, y sin referirme a estudios antropológicos o de otro tipo útiles por el momento, a aseverar que un sistema de creencias, cualquiera sus formas, no puede sobrevivir sin sus respectivas ortodoxias. Éstas son las que sostienen la verdadera lucha, que va más allá de la superficial competición discursiva o, en la mayor parte de los casos, de la eliminación directa del hostis particular. Expliquémonos. Un dogma, en el sentido ontológico, es una interpretación radical de las fuerzas motrices que dirigen nuestro intelecto; y que se proyecta luego en el vasto universo circundante para luego retornar a lo concreto y filtrar, diseccionar y reproducir un determinado sistema de praxis. Sin aspavientos evolucionistas, pero sin ingenuidades idealistas. Es preciso observar este retorno detenidamente, ya que en cierta manera reside buena parte de la interpelación que convierte a un sujeto en ideológico. El fundamentalismo o, dicho de manera más explícita, sin ambages, el radicalismo -ya que avanza hasta la raíz del problema-, no sólo es tremendamente malinterpretado con dedo acusatorio por la moderación de los jerarcas de toda clase que lo cercan, sino 1

Alumno de la Universidad de Cádiz.

que, de nuevo sensu stricto, desconocemos dónde identificarlo. El fundamentalismo práctico no debe ser, contrariamente a lo que presentimos, una permanente agitación, rebelde sin causa, dirigida contra todo objetivo sospechoso y, en última instancia, a la inmersión del propio sujeto en una masa homogénea y ahistórica. Es difícil sintetizar las características de tal singularidad, pero en cualquier caso partimos de un axioma: un fundamentalista -fiel y razonable- no perdería el tiempo en discutir con otro fundamentalista. Esto puede parecer contradictorio con lo que líneas más arriba afirme: los radicales ideológicos son los que mantienen la verdadera lucha. Ahora bien, esta es una lucha de distancias y de resistencia. El fundamentalismo es apasionado y paciente, es el sepulturero que cava durante toda su vida los hoyos de sus familiares y amistades y que espera con ilusión que su descendencia le entierre a él. El fundamentalista es la base de la voluntad de voluntad de Poder, la fuerza que precede a la extensión de la Fe o la Razón. El ortodoxo, más allá de sus esfuerzos singulares y concretos en el plano de determinada ideología, cumple el rito del sacrificio para la subsiguiente resurrección2, esta vez de manera estructurada. Por ello el fundamentalismo, en su más estricta ascesis intelectual, no debe entenderse como dirigido primariamente contra sus enemigos. Toda creencia necesita de una convicción; toda convicción, de una interpretación reiterativa y conectada formalmente; toda interpretación necesita de un profundo egoísmo, ya que excluye otras interpretaciones en su universalismo. Un fundamentalista es un ideólogo egoísta, y como tal su objeto de deseo no puede ser el obstáculo a superar —los no convencidos-, sino lo que espera tras él. Me gustaría que fuera de una claridad meridiana que no me estoy refiriendo únicamente a fenómenos religiosos. La racionalidad y su brazo ejecutor, el cientificismo, son también unos marcadores de certeza que, por su magnitud, tampoco exigen una dialéctica de compresión con el individuo. La lógica científica interpela al sujeto moderno en tanto que posee pruebas; y esto bien puede ser constitutivo de verdad, ser cierto, mucho más que el fenómeno de la Fe religiosa. Pero en términos 2

Desde las cosmologías nórdicas —el asesinato del gigante Ymer—, egipcia imperial —el de Osiris— o la propia cristiana —asesinato en diferido de Jesús—, que dan sentido necesario a la debacle de sus últimos tiempo de vida—; hasta corrientes metodológicas o tesis científicas actuales: ¿cuántas son las escuelas, líneas y fundaciones de investigación que no se han creado hasta después de la muerte del/la autor/a, para preservar su autenticidad y legitimar un legado uniforme, pudiendo haberse hecho antes?

ideológicos, el excesivo raciocinio conlleva a corto plazo a una aséptica cortedad interpretativa de las masas. Si bien antes un civil no alcanzaba el grado de conexión con el Universo que poseía un chamán o un sacerdote, tampoco hoy confiamos hacerlo en el grado que un astrónomo o un cirujano. Y ninguno de los dos mencionados posee la misma implicación trascendental con que lo hacía el chamán o sacerdote, porque sus conocimientos son fragmentarios y contingentes. Ambos poseen conocimientos mucho más fiables, qué duda cabe: pero han perdido olfato, se han segregado de su oficio. Son meros técnicos que no se reconocen con lo trascendental de su labor puesta en conjunto con lo distintivamente humano, asunto que la religión ha mantenido como esencia, siendo paralela y coetáneamente elemento de cohesión y dominación social. A día de hoy, en nuestra cosmología post-política, la Ciencia sólo posee de éstos la dominación3. Esquivando sin sutilezas este punto de no-retorno, volvemos al párrafo anterior: el verdadero fundamentalista no se confronta directamente contra su obstáculo: persiste en su propia existencia hasta horadarlo, erosionarlo. Tiene una misión más alta, tanto el/la misionero/a como el/la científico/a. De aquí desprendemos el punto principal del conflicto: ¿hasta qué punto son útiles estas confrontaciones? Lo son en tanto que estimulan la propia existencia. Pensemos en los folletines sectarios que circulan en brazos de funcionarios de Dios, en desfiles nacionales con cientos de banderas, en proclamas de partido reivindicando la militancia activa, en congresos científicos donde se alaba a un personaje más que a su persona, etc. etc. Son todas ellas formas diversas de un mismo tipo de Fe: identitaria, y teleológica. Porque, en la raíz, todo ello es una sutil negación de la mortalidad y, como tal, el conflicto con el sistema-mundo hostil e incomprensible rehabilita el sentido de nuestra existencia. Esas tertulias de hora y media retransmitidas a millones de televisores sobre temáticas 3

No es este el espacio propicio para reflexionar sobre este tema, pero baste con algunas anotaciones: la Ciencia no proporciona los espacios simbólicos e identitarios para una colectividad. Al contrario, es un arma de jerarquización, bien sea por las condiciones materiales aptas para la adquisición del conocimiento o por el mismo objeto de estudio, que en el caso de las ciencias sociales es altamente explosivo (lee a Foucault al respecto). No es cierto el mito de que la Ciencia ha conectado mundos, ya que esto es obra del Capitalismo —-que se ha servido de la Ciencia—. Ésta, en sí misma, ha tenido un alcance nacional y elitista hasta entrada la Globalización, aunque ésta no englobe el mundo de las personas, sino el mundo de las cosas. Para que la pragmática científica deje ser eminentemente dominante y pase a ser un espacio de cohesión simbólico debe abandonar toda ingenuidad pseudo-democrática y señalar nítidamente el límite entre lo válido y lo especulativo, y hacerse valer como un significante donde podamos reconfortarnos metafísicamente, más allá de la problemática cotidianeidad. Esto, que por ahora sólo ha alcanzado puntos muy concretos de la geografía humana, es un tipo de Fe menos homicida que lo meramente religioso, pero mucho más trágica.

abstractas —¿Qué es ser demócrata? ¿Cómo es y adónde va nuestra nación? ¿Debemos o no abrir las fronteras?— no llevan a ninguna concreción racional, únicamente a reavivar la llama del conflicto para que recordemos que no estamos solos, ideológicamente hablando. Pero existe una lectura un tanto más perversa: atendiendo a los equilibrios emocionales freudianos, lo fundamental del conflicto con nuestro prójimo no es la eliminación física de éste, ni siquiera la deposición de sus armas. En esencia, en clave psicoanalítica, el ser humano no quiere realmente lo que desea. Atendiendo concretamente al asunto de los conflictos entre diversos sistemas de Fe, y volviendo sobre los pasos sobre la funcionalidad de la(s) Fe(s), el objetivo fundamental de la confrontación ideológica es, justamente, no vencer al enemigo. O al menos no totalmente. Se trata de que, en el debate, en vez de darnos la razón, sencillamente calle. No queremos que se rinda o que nos conceda la Verdad, queremos asegurarnos de que, al menos de cara a la galería, le hemos humillado. Esto es notablemente distinto a los objetivos del fundamentalista, que sí busca ser reconocido en su Verdad, aunque sea por el tribunal de la Historia. Pensemos en esas jornadas grandilocuentes donde enfrentan a un valiente obispo católico con algún científico de prestigio británico. A todos nos suenan. ¿De verdad esos debates tienen, en sí mismos, una función práctica de debate? Mediáticamente hablando sí, en tanto sean como un percutor, alimentando determinadas cuestiones y personajes y lucrando a sus mecenas. Pero intelectualmente no. Dudo mucho que esos debates debiliten la recia convicción de un fiel a la teoría evolutiva, que posee en su mano miles de investigaciones; o de un creyente en el maniqueísmo moral, que tiene en su mano un libro escrito por boca del mismísimo Dios. Esos debates se frecuentan por un público ya ideologizado previamente, que se recrea en la confrontación y encuentra en ellos sus propios argumentos. De nuevo lo interesante es la pulsión de conflicto, no el contenido, que puede ser en unos casos más veraces o razonables que otros. Y volviendo al imaginario freudiano, este interés por confrontarse con enemigos que aparentemente no dañan nuestra propia barrera ontológica es significante de inseguridad, envidia, confusión. Sentimos envidia cuando no sentimos nuestra doctrina con la misma intensidad que nuestro vecino. Tendemos a encararlo para demostrarle nuestra convicción, cuando el telón de fondo de

esos encuentros, desde las peleas familiares a los conflictos diplomáticos, no es más que una sesión de terapia colectiva. Nos demostramos que estamos seguros, que comprendemos nuestro propio mensaje. Por eso violentamos contra aquel que afirma lo mismo, o que no afirma nada. De ahí se deriva que denominemos ortodoxos, fanáticos o fundamentalistas a, por nombrar un arquetipo, los terroristas —de cualquier tipo—. Porque cuando arriesgan su vida o su libertad en pos de una convicción interpretamos que se nos violenta, que se nos cuestiona. Más allá de las catástrofes humanitarias, que han existido siempre y seguirán reverdeciendo, lo que nos escandaliza, por ejemplo, de los atentados en Occidente es que se nos cuestione a nosotros, porque son ellos, y no nosotros, los que luchan más denodadamente. Puede pasar allí, entre sablazos en la India, coches bomba en Siria, limpieza étnica en el Congo o, si se apura, en los barrios marginales de Detroit, que en la decente mentalidad burguesa sigue perteneciendo a ese Otro mundo, el Caos venido a menos. Pero no puede pasar aquí. Pero éstos no son fundamentalistas, justo al contrario. De nuevo erramos el tiro. Sería insultante para los íntegros radicales compararlos con esas legiones crédulas, faltas de consideración por el cultivo de su propia identidad. El terrorismo —el uso del terror—, más allá de la violencia directa, adopta otras formas: adopta la forma de número de escaños en el Parlamento Europeo, la forma de exclusión diplomática en cumbres internacionales o interculturales, la forma de discriminación legislativa en la inmensa mayor parte del planeta. También pueden ser comentarios tendenciosos en un noticiero o chistes explícitamente violentos por parte de un jugador deportivo. Todo ello constituyen muestras de una Fe, que ontológicamente incluye distinciones de mérito culturales, nacionales, étnicas, religiosas, etc. etc. Todo un aglomerado que reclama para sí mismo atención, que no cesa de repetirse que existe. Tanto la Ley de Inmigración como un comentario racista en una tertulia son formas ciegas de reivindicar la construcción de su propio Homo Sacer. Sólo el equilibrio de Poder discierne entre quienes son masacrados y quiénes elevados a la Historia, pero este conflicto sólo nace en primera instancia porque existe y se mantiene una inferioridad moral por ambas partes. El terrorista que se inmola reivindica la trascendencia espiritual, pero en su seno se carcome por la falta de sentido y superioridad. El terrorista es inseguro. De nuevo Freud: evidentemente el terrorismo

no va a destruir la civilización próximo-oriental, como decían claramente durante la Guerra de Irak. Pero sí puede crear unas condiciones de terror, de adrenalina política, que impidan disfrutarla. Cuando el Otro Mundo nos visita, nos sentimos aterrorizados porque nos sentimos cuestionados; de la otra parte, el terrorismo sólo un grito último de auxilio de alguien que mata porque no sabe si matarse inmediatamente después. El fundamentalismo no puede ir acompañado de la gran duda de la Existencia y la Forma. Exactas palabras pueden ir dirigidas a los empresarios racistas que visitan Centroamérica o al empeño academicista por eliminar corrientes discordantes con el discurso oficial: si de verdad fueran íntegras, internamente coherentes, potentes… no gastarían saliva ni balas. Sencillamente esperarían al transcurso de la Historia. El problema es, una vez más, que con total seguridad no estaremos vivos. Es la catástrofe de la Razón ser utilizada en camino de estos innobles propósitos, de aniquilación y descrédito. El intelecto es apto para su crecimiento en lugares sombríos y solitarios, ya que sólo soporta la luz en su madurez. Pero, visto de manera más amable, éste es un mecanismo de auto-identificación de las sociedades que ni puede ser evadido, ni superado -al menos no mientras reine el Caos en nuestro intelecto y no la Anarquía, casi parafraseando a Trotsky-. Omnes vulnerant, todos hieren. Postuma necat.

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