Sobre lo que hacemos cuando decimos comprender al enemigo

August 29, 2017 | Autor: J. Errázuriz | Categoría: Conflict, Hermeneutics, Enmity
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Descripción

Sobre lo que hacemos cuando decimos comprender al enemigo

“[…] experimentar eso que llamamos admiración [o asombro, θαυμάζειν] es muy característico del filósofo. Este y no otro, efectivamente, es el origen de la filosofía” (Teeteto, 155d). Espero reflejar la opinión de la mayoría de entre ustedes al afirmar que podemos acordar, sin mayor dificultad, una cierta validez a esta célebre explicación platónica del origen del pensamiento crítico. Digo cierta validez, pues me parece necesario precisar lo siguiente: el asombro que motiva nuestra reflexión crítica, no encuentra siempre su origen en algo que suscita admiración ‒la traducción más próxima al término griego empleado por Platón, el cual remite a un sentimiento de valencia positiva. El asombro que motiva nuestra reflexión pertenece muchas veces al orden de lo que suscita desconcierto, turbación, etc. El escándalo es una actitud que pertenece a esta segunda clase de asombro, y que suele motivar la reflexión crítica. Aquél consiste en un desconcierto suscitado por dichos o acciones que van contra lo que es o lo que debiera ser el caso. El “contra-sentido”, por así decir, de tales dichos o acciones produce una indignación y una voluntad de corrección en quien se escandaliza, en la medida en que los contra-sentidos en cuestión se reiteran o pudieran hacerlo (el griego σκάνδαλον significa originalmente trampa; así, p. e., el discurso religioso adoptará la expresión para designar las acciones y dichos que incitan el pecado). En términos genéricos diremos que el tipo de escándalo que suscita la reflexión refiere al error cometido por alguien más. No ése inofensivo que es el error casual, sino aquél otro que es constante e incluso, por así decirlo, sistemático; un error que motiva, en pocas palabras, la propagación del error. Ya los presocráticos se referían, p. e., a la institución del pensamiento crítico en términos de una lucha contra el error. El imaginario occidental identifica no sólo la mera ignorancia sino también el error con las tinieblas, la oscuridad que sólo la luz del pensamiento puede vencer. Entre las numerosas definiciones posibles de la filosofía, aquella que la describe como lucha contra el error nos remite así a una dimensión polémica (¿a una vocación polémica?) de dicha disciplina. La filosofía no sería solamente una forma de filia, de amistad hacia la sabiduría, sino también una forma de antagonismo, de enemistad frente al error. Si algún sentido puede acordársele a esta definición, cabe preguntarse a continuación ¿sostiene la filosofía un antagonismo con entidades impersonales llamadas errores? ¿polemiza la filosofía con proposiciones falsas consideradas en sí mismas, es decir, en tanto 1

ellas son meramente/simplemente falsas? La respuesta a estas preguntas es claramente negativa. Toda proposición falsa es objeto de un error posible, pero ella no implica inmediatamente el error (la falsedad de una proposición es condición necesaria, mas no suficiente del error). Para que éste se produzca, la proposición falsa debe ser activada, por así decir, en términos discursivos, alguien debe animarla mediante una aserción. Con otras palabras: para que un error tenga lugar, alguien debe afirmar que una proposición que (nosotros, no él) consideramos falsa, es verdadera, es decir, que ella rinde efectivamente cuenta de lo que es el caso. El error consiste entonces en la afirmación sincera (si no, nos hallamos frente una forma de fraude) de la validez de una proposición que consideramos –a diferencia de quien la afirma– falsa. A pesar de la trivialidad de estas indicaciones, me permito insistir una vez más en ellas. Comprendida como actividad polémica, la filosofía no lucha contra la simple falsedad, que es una cualidad de meras proposiciones, consideradas en abstracción de toda situación discursiva. La filosofía lucha contra una actividad discursiva que llamamos errar (es decir, ella lucha contra el empleo de proposiciones que consideramos falsas como si éstas fueran verdaderas). Ahora bien, la lucha en cuestión consiste en el esfuerzo por neutralizar esta actividad y sus consecuencias, pero no por medios extraargumentativos (amenazas, empleo de fuerza, seducción retórica, etc.), sino apelando, como diría Jürgen Habermas, a la “coerción no coercitiva (den zwanglosen Zwang)” de las razones que muestran lo que efectivamente es el caso. Permítanme agregar la observación siguiente. Una lucha contra el error, comprendida en estos términos, tendrá solamente lugar ahí donde el error es “razonable”, es decir, en circunstancias donde quien afirma lo que es falso como si fuera verdadero cree poder ofrecer razones que justificarían su afirmación. Cuando quien yerra no pretende poder justificar su afirmación nos hallamos frente a un error no razonable, el cual exhibe en consecuencia un carácter in-ofensivo; se trata entonces de un error incapaz tanto de “propagarse” como de establecerse/institucionalizarse. Una lucha contra el error se producirá sólo donde el error se presenta como actual o potencialmente ofensivo, como capaz de tomar parte en la lucha mediante recursos que le permiten resistir ciertos golpes polémicos e insistir en su propia validez, incitando así a terceros a ofrecerle su acuerdo o su favor. Donde el error se deja abatir mediante una simple contra afirmación –y no sólo a nuestros ojos sino además a ojos de terceros e incluso de quien yerra– ninguna lucha tendrá lugar. La lucha se producirá sólo contra expresiones de una voluntad que busca hacer prevalecer el error, precisamente porque ella desea hacer prevalecer la verdad. He aquí una misteriosa simetría: el antagonista del filósofo coincide con éste a nivel de sus intenciones.

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Las reflexiones aquí propuestas intentan evacuar, o al menos atenuar, una interpretación común que se representa toda polémica filosófica en primera línea como una confrontación de ideas, de meros argumentos o de meras proposiciones, como si estos elementos fuesen ajenos a la circunstancia discursiva a la que ellos responden. Poner el acento en la circunstancia discursiva equivale a reaccionar contra la hipóstasis que disocia el error de la actividad de quien decimos que yerra y que disocia asimismo la lucha, la anulación del error de la actividad de quienes afirmamos corregir el error. Si insisto aquí, por ejemplo, en utilizar la tercera persona para referirme a quien es víctima del error y la primera persona para referirme a quienes enfrentamos el error, ello no responde en ningún caso a la expresión de un chauvinismo filosófico, por así decirlo, sino al deseo de insistir en el hecho de que todo enfrentamiento, toda lucha contra el error exhibe una estructura gramatical, una intencionalidad si se quiere, según la cual yo me enfrento al error de él o ella o al tuyo. Nótese lo siguiente: yo puedo reconocer haber cometido un error, mas yo no puedo enfrentarme a mi propio error en tanto error actual, lo que sería absurdo. El yo del error será siempre un yo pretérito, un yo cuyo comportamiento errático es neutralizado mediante mi actual reconocimiento del error del que era víctima. Yo puedo asimismo comprender que un tercero o que tú describas tu enfrentamiento a mi interpretación de las cosas en términos de una lucha contra mi error, pero no puedo en ningún caso aceptar la validez de tu descripción de nuestro enfrentamiento (salvo en el caso, repito, en que yo haya reconocido que era víctima del error). La noción de un enfrentamiento, de una lucha actual frente al error puede sólo tener validez en tanto empleada por la primera persona para referir su acción contra ti o contra un tercero. Mi interés al adoptar esta perspectiva de análisis es el de ofrecer algunos elementos para comprender aquello que nosotros hacemos cuando decimos enfrentarnos a tal o cual error, es decir, describir la estructura general de una lucha contra el error en tanto ella es una práctica, nuestra práctica más que un simple estado de cosas observable “desde el exterior”. Una vez expuesto este trasfondo metodológico, les propongo intentar describir la estructura de nuestro enfrentamiento a tal o cual error. Una acción contra el error puede adoptar al menos dos formas relativamente independientes entre sí. En lo que sigue, les propongo distinguir entre un primer momento bajo el nombre de exposición del error y un segundo que llamaré genealogía del error. Al emprender la exposición del error, procuramos mostrar o revelar si se quiere, que una proposición X, la cual es afirmada por alguien como verdadera, es en realidad falsa. Procuramos mostrar por qué el contenido de X no es el caso al exponer los elementos de juicio omitidos por la afirmación de la verdad de dicha proposición. 3

Practicamos por otro lado una genealogía del error al intentar presentar las condiciones que hacen posible que la proposición X sea afirmada por Perico los palotes como verdadera, siendo que ella es sin duda falsa. Nótese que al practicar la genealogía de tal error no intentamos dar con las condiciones de posibilidad del error en general, pues este tipo de razones (que apelan a nuestra finitud, la falibilidad de nuestras facultades cognitivas, etc.) no nos permiten explicar cómo es posible que respecto a un mismo asunto (el problema del lucro en la educación, por ejemplo) yo no sea víctima del error mientras que otro(s) sí lo sea(n). Las condiciones que nos interesan entonces no son las que explican la mera posibilidad de tal error sino su efectividad. Al practicar una genealogía del error presentamos ciertas condiciones que tocan no a todo quien es susceptible de error sino que afectan exclusivamente a alguien que no somos nosotros o a un grupo del que no formamos parte (actualmente). Ya profundizaremos en esta idea. Me interesa por el momento insistir en que la exposición y la genealogía son formas de acción contra el error relativamente independientes la una de la otra. Puedo por ejemplo intentar exponer, mostrar por qué es un error afirmar que X sin mencionar sin embargo una sola palabra sobre las condiciones que conducen a Perico a sostener dicho error. Por otro lado puedo reducir la exposición del error a su mínima expresión y explicar in extenso cómo es posible que tales y cuales personas sean víctimas de dicho error. Esta relativa independencia de ambos momentos permite un análisis autónomo de cada uno de ellos. En lo siguiente dejaré entre paréntesis el momento decisivo de un enfrentamiento al error, aquél de su exposición, para concentrarme en una descripción de la clase de argumentos mediante los que emprendemos la genealogía de tal o tal error. Sigo este derrotero ya que, por un lado, las prácticas argumentativas que exponen el error son intensamente estudiadas por la teoría de la argumentación en la medida en que ésta investiga las condiciones de validez formal y material de diversas clases de argumentos. Por otro lado, a nuestras prácticas genealógicas del error no se les presta, me parece, mayor atención, pese al impacto que, veremos, ellas pueden tener en nuestro comportamiento polémico. Quisiera defender la hipótesis que al emprender una genealogía de tal o tal error adoptamos una de tres estrategias argumentativas, las cuales remiten respectivamente (i) a la constitución, (ii) al estado o (iii) a la actitud o disposición de quien, decimos, es víctima del error. En lo siguiente intentaré ofrecer una descripción de cada una de estas estrategias. Comencemos, pues, por aquella en la que referimos a la constitución de quien consideramos víctima del error. Al adoptar esta primera estrategia genealógica apelamos a argumentos cuya forma es la siguiente: En relación a un problema dado (p. e. aquel de la disyuntiva de la enseñanza del creacionismo o de la teoría de la evolución en las escuelas), Perico es – 4

afirmamos– víctima del error pues no le es posible evitarlo en razón de su constitución. La constitución de Perico se encuentra afectada de una carencia, de una falencia estructural que le impide sistemáticamente captar el problema en cuestión en sus términos reales. Dicho problema se le aparece necesariamente desfigurado, parcial, etc. Dicho en pocas palabras, Perico es víctima del error a causa de su imbecilidad. Entiendo aquí esta palabra en su sentido etimológico: el latín imbecillus remite a la imagen de quien carece de bacillum, un pequeño bastón que servía de apoyo a los caminantes. Originalmente, la expresión latina refería a una falencia física constitutiva o inherente al individuo. El imbécil estaría afectado entonces por una in-capacidad (sin remedio) análoga a la del daltónico cuando se trata de distinguir o identificar ciertos colores. Resumamos: al adoptar la primera estrategia genealógica apelamos a la constitución deficiente de quien decimos víctima del error. (¿Descalificación pura y simple?) Ahora bien, al adoptar la segunda estrategia genealógica, a saber, aquella que remite al estado de quien es víctima del error, apelamos a argumentos cuya forma tipo es la siguiente: Respecto a la cuestión X (p. e.,) Perico es víctima del error por cuanto se encuentra en un estado (pasajero) que le impide percibir o comprender dicho problema sin distorsión. Aquí la cosa se torna un poco más compleja que en el caso de la primera estrategia, pues los estados deficientes a los que refiere el argumento pueden pertenecer a dos categorías. La primera es aquella de estados psicológicos o fisiológicos precarios que responden a pasiones u otras circunstancias que afectarían el acceso de Perico a las cosas. En este caso afirmamos p. ej. que el amor o el odio le impiden a Perico ver que tal persona no es en realidad como él piensa, o que los medicamentos o las drogas que Perico consume le impiden comprender las reales dimensiones de tal situación. La segunda categoría de estados deficientes a la que apelamos mediante esta estrategia es aquella de estadios de desarrollo cognitivo, o, por ponerlo en términos generales, aquella de capacidades de comprensión aún insuficientes para acceder al problema X sin distorsión. Estos estadios de desarrollo insuficiente los entendemos, ya sea desde un punto de vista biológico (mediante criterios, o bien ontogenéticos, o bien filogenéticos), ya sea desde un punto de vista histórico-cultural (mediante criterios historiográficos, sociológicos, económicos, etc.). En ambos casos, atribuimos el error de Perico a su ingenuidad, aunque la expresión refiere a algo distinto en cada uno. En un sentido biológico, decimos que Perico, aún adolescente, yerra por ingenuidad pues su aparato cognitivo no han alcanzado un pleno desarrollo fisiológico. En sentido histórico cultural decimos que Perico yerra por ingenuidad, pues ciertas condiciones históricas, sociológicas, etc. le impiden aún liberarse de un número de presupuestos que 5

motivan su error. (En buen chileno diríamos que Perico yerra porque se quedó pegado). Esta forma específica de genealogía del error es intensamente empleada en contextos polémicos de la ciencia en general y de la filosofía en particular. Decimos entonces, p. e., que Perico es ingenuo metodológicamente, que sus diagnósticos son ingenuos por cuanto responden a un paradigma crítico ya superado, etc. etc. La representación que sostiene esta forma de genealogía es una análoga a la representación hegeliana del tránsito del espíritu por los numerosos estadios de su progresivo desarrollo, cada uno de los cuales esconde el peligro que consiste en que sus verdades respectivas, que son parciales, sean representadas como la verdad total. Pero dejemos en este punto el análisis de la segunda estrategia genealógica para describir a continuación la tercera y última de ellas. Si en las dos primeras formas de genealogía el error de Perico parece no haber estado o no estar en sus manos, la tercera estrategia pondrá el acento en su responsabilidad (o falta de ella) como fuente del error. El argumento tipo que empleamos en este caso es el siguiente: en referencia a un problema dado (p. e., X), Perico cae en el error pues ha adoptado voluntariamente una conducta, una actitud o disposición que debía conducirlo necesariamente a omitir o deformar ciertos aspectos del problema en cuestión. El error de Perico aparece entonces como consecuencia no de una precariedad de sus capacidades de comprensión sino de su voluntad, es decir, de una toma de decisiones que permiten que el error se deslice, por ponerlo de algún modo. Dicho aún de otra forma, vemos en la de Perico una voluntad no suficientemente cuidadosa o atenta a la verdad. Un ejemplo paradigmático del uso de esta estrategia genealógica lo encontramos en las primeras líneas de “¿Qué es la ilustración?” de Emanuel Kant. El filósofo alemán identifica la pereza y la cobardía como el origen de ciertas actitudes acríticas (o no suficientemente críticas) que conducen tarde o temprano al error. Asimismo, la indiferencia, el descuido (que se traduce, decimos, en precipitación) y en general la no resistencia u oposición frente a ciertas inclinaciones pasionales han sido y son mencionadas como fuentes morales del error. Creo importante precisar que al emplear esta estrategia genealógica asumimos que él o los individuos de los que hablamos son conscientes del peligro que sus decisiones comportaban (pues en caso contrario no cabe hablar de responsabilidad), pero esta consciencia no puede ser equivalente a una elección explícita del error, lo que es absurdo. Quien adopta y favorece explícitamente el error, no lo adopta en cuanto tal, sino en cuanto medio para obtener fraudulentamente un objetivo. Quien esto hace no yerra, sino que engaña.

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Abandono en este punto la descripción de las tres formas que adopta toda genealogía del error para discutir brevemente el carácter problemático de cada una de estas estrategias. Las dos primeras –que remiten, respectivamente, a la imbecilidad y a la ingenuidad de perico– nos presentan la ocurrencia del error como un evento inevitable, ineludible para quien lo produce. El error es completamente inevitable para el imbécil pues ninguna ayuda, ningún cambio de circunstancias lo librarán del error, mientras que aquél es parcialmente inevitable para el ingenuo: sólo nuestra ayuda o un cambio de circunstancias podrá librarlo del error; pero por sí mismo, hic et nunc, le es imposible hacerlo. Ni el imbécil ni el ingenuo pueden sustraerse de las condiciones que los conducen al error. Las dos primeras estrategias presentan así la imagen de un error invencible, para utilizar una expresión del derecho penal y la teología católica. Al aplicar estas estrategias pareciéramos de este modo poner en práctica una cierta forma de caridad hermenéutica pues, aun cuando continuamos considerando que el error es de algún modo responsabilidad de quien lo produce, nuestra interpretación exculpa a Perico: caer en el error era de una forma u otra su destino (he couldn’t help it). La distinción que el idioma inglés opera entre el sujeto que es responsible y aquél que es liable (en alemán verantwortlich y haftbar) conviene a este contexto. Perico es filosóficamente liable por su error, pero no responsible en términos personales. Ahora bien, el precio de esta exculpa hermenéutica es la apertura de un abismo cognitivo entre quienes denunciamos el error y quién lo comete (pues somos libres de aquello que condiciona a Perico). Generamos mediante estas estrategias genealógicas una inconmensurabilidad entre nuestro acceso a las cosas, y aquél de quien yerra. El adagio hermenéutico "comprender es perdonar" pareciera así deslizarse peligrosamente hacia un "comprender es condescender". Digo "peligrosamente" pues la condescendencia para con uno (donde el otro actúa como si descendiera a mi nivel) es experimentada en primera persona como una violencia, una injusticia intolerable (que quiebra toda posibilidad de fraternidad). Ahora bien, la tercera estrategia genealógica (aquella que apela a una falta de integridad moral en quien yerra) pareciera remediar las dificultades que afectan a las dos primeras, ya que ella no establece un vacío epistemológico entre quienes denunciamos el error de Perico y este último personaje. En esta clase de argumentos tanto él como nosotros aparecemos gozando de la misma estatura epistemológica y en igualdad de condiciones frente a la posibilidad del error. Que el error se haya deslizado en el juicio de Perico y no en el nuestro se explica por medio de cierta infracción moral cometida por aquel personaje. Me parece sin embargo que, pese a las apariencias, esta estrategia reintroduce las dificultades que afectan a las dos primeras. La razón es bastante sencilla: la infracción moral se deja interpretar como 7

un error de la voluntad. Una genealogía de este error de segundo grado o moral replicará las modalidades que hemos descrito, es decir: una voluntad que conduce al error, lo hace, sea por presentar una constitución que le impide proceder de otro modo, sea por ser presa de un estado que le veda toda alternativa, sea por predisponerse ella voluntariamente a ser una voluntad errática. Y así al infinito. Mi intención al describir la condición problemática de las formas posibles de una genealogía del error no es la de ofrecer acto seguido una solución, la cual desconozco, sino más bien la de compartir con ustedes el desconcierto que el análisis de esta cuestión me produjo. Desconcierto ya que, por un lado, me parece no haber alternativa a las tres estrategias descritas y, por otro, considero que en muchas ocasiones no podemos eludir el gesto genealógico, no podemos dejar de intentar comprender a Perico mejor de lo que él se comprende a sí mismo. Pero la identificación del potencial de injusticia hermenéutica que dichas estrategias albergan debiese conducirnos, creo, a despotenciar en la medida de lo posible el empleo de ellas al conducir un enfrentamiento contra el error. El momento decisivo de una lucha contra el error es el de su exposición, no el de su genealogía. Al intentar exponer el error nos conducimos con la circunspección de quien sostiene una hipótesis y de quien procura convencer a su interlocutor de la equivocación en la que cae. Al emprender la exposición del error nos exponemos a la respuesta del otro, nos exponemos a la posibilidad de ser finalmente nosotros mismos los desengañados. En ello radica la justicia fundamental de la situación discursiva que llamamos discusión. Al emprender una genealogía abandonamos por otro lado toda circunspección pues nos referimos al error de Perico ya no como hipótesis sino como un factum para el cual debemos simplemente rastrear las causas. Nos retiramos además de toda exposición, de toda posibilidad de ser alcanzados por la respuesta de Perico ya que el argumento genealógico tiene como destinatario no a nuestro adversario, quien necesariamente se revelará frente a él, sino a la galería (si es que la hay) que observa nuestra confrontación. Al tratar el error como factum reforzamos retroactivamente la plausibilidad de nuestra postura frente a terceros, no frente a Perico. Algo hay de fraudulento en todo gesto genealógico, condición que nos debiese conducir a reducir a su mínima expresión esta modalidad del enfrentamiento contra nuestros antagonistas intelectuales (La descalificación puede ser un arte muy gentil).

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