Sobre las consecuencias del ateísmo y un presunto tratado de ateología

September 21, 2017 | Autor: Antonio Esteban | Categoría: Ateísmo, Sociedad Atea
Share Embed


Descripción

Las consecuencias del ateísmo; sobre un tratado de ateología Los dioses arroban al hombre y son el falso hombro donde la cultura puede acongojar su llanto, el ídolo otorga además la fantasía del orden -y el caos incluído en él-, dando a un pueblo la unidad de su medida. Particularmente Dios -el “único y verdadero” dios-, da al cristiano la humildad como valor de su medida; bajo la esperanza de la trascendencia y vida eterna -serlo “todo”-, le invita a hacer de la vida una pequeña cosa y a amar las miniaturas y las minusvalías, lo que trae consigo el vuelco de la vida en un martirio y el posterior Gran Genocidio -dar muerte al coraje, la valentía, el honor, el conocimiento, la diversidad, el sexo, los animales, el cuerpo… todo. Dios, en su egoísta voluntad -e impotencia- de serlo todo y no hacer nada, llama a los cristianos a la destrucción -al fin de los tiempos; intoxicó a la alta cultura grecolatina simulando ser la “supremacía verdadera” y camuflándose en su cultura -hizo que el hombre se olvide de sí mismo y lo aferro a la nada que es Él. Sin embargo, quien niega a los dioses, quien se opone al genocidio a que invita el dios monoteísta, ¿es alguien que no tiene valor, que no tiene unidad de medida ni ideales, aún más, si es una comunidad, un pueblo, ese pueblo no ha de tener valor, ideales, cultura? Hasta la no-cultura es una prática cultural -pues como bien sabemos gracias a la antropología, el límite que divide la religión de la cultura es difuso, hasta el punto que hay quienes manifiestan que son lo mismo. ¿Qué consideraciones habría de tener presente un individuo y/o comunidad autodenominada atea para enfrentar la vida desarrollando su propia visión de mundo? El ateo, como consecuencia del renegar la divinidad y particularmente a Dios, trae nuevamente la reflexión al hombre, recupera el (sin)sentido de la tierra y da valor a la vida terrenal -la única de la que tenemos certeza empírica. Negando la supremacía de todo lo divino, entendemos que todo lo que nuestra cultura enferma entiende por solemne es una decadencia de la fuerza del ímpetu humano y mostramos desconfianza manifiesta ante todo lo que el mundo encuentra valioso -la duda prevalece al juicio. Por esta razón, ante el ojo egoísta de los otros -lapidario- tenemos la apariencia de inhumanos, “inmorales!” -se nos acusa. Frente a la indiscutible soledad a que la sociedad, pueril, nos condena, aquella clandestinidad en que los días de la vida pierden su sentido, tenemos aún la libertad y el coraje de reír a carcajadas y decir: “Si!.... es asi!... pues… que venga!” y con un puñado de tierra en la mano, mirando al cielo gritamos: “He aquí el sinsentido de la tierra! He aquí el hombre! la nada!”. Así hemos limpiado, en medio de una selvática noche, nuestro corazón, y estamos, como consecuencia necesaria desintoxicados de Dios. Bajo esta ética terrenal, se oculta una profunda pureza -de una clara ingenuidad en la sombra social: nuestro anhelo de un nuevo bienestar humano -mucho más humano que lo humano hasta éste entonces conocido-, como un juego de niños que no ven tan grande el abismo que les separa de los otros, ni tampoco les ocupa. La negación de Dios, siendo un acto de libertad -en tanto el ateo al decir “Dios no existe” esté deliberando-, es también densa en sus profunidades, pues nos enfrenta irrevocablemente a la más

aguda y obscura libertad, esa libertad de la que jamás el hombre puede escapar -por muy eficientes que sean los grilletes, siempre seré responsable de mi pensamiento y por tanto en mis manos atadas habrá un estrecho margen para tomar decisiones -aunque le cierre los ojos a tamaña responsabilidad y llene mi espíritu de excusas banales. Asumir que la divinidad es un mecanismo para escapar de la nada, para embalsamarla, y que no hay nada ultraterreno que justifique nuestra existencia -ni nuestros actos-, y que hay un vacío en nuestro corazón y en la cultura insondable, y, que por lo tanto, nunca seremos algo pleno, algo acabado -así como lo es un ave o una roca, que no pueden ser más que lo que son-, y comprender que allí, en el cuesco de nuestra infinita insuficiencia, se ubica nuestra libertad, la más grande de todas las responsabilidades; al tomar conciencia de las profundas raíces del vacío que constituye nuestro ser (haciéndose), nos encontramos completamente despojados de toda vestidura, desnudos en nuestro deambular por la tierra -este paraíso que nos abisma; es una condición que tiene mucho de originario y angustioso éxtasis ancestral -la realidad inherente a la superposición de las realidades. La nada, la insuficiencia, la vida misma, el abismo en que se fueron ahogando los primeros Homo Sapiens, hemos de amarlo como la verdad -que es el triunfo de la vida. Sin embargo, jamás hemos de olvidar, que en cualquier momento el día fatal ha de alcanzarnos, y así como amamos esta vida, conscientes cada día que es nuestra única oportunidad, y que Ahora es nuestra realización, éste presente insaciable y en devenir; enfrentaremos el día de nuestra muerte, con el coraje y la melancolía profunda de quien llegando a la recta final entiende lo próximo que está al fin de ser algo pleno: solo un cuerpo! el despojo inerte de alguien que vivió dignamente la libertad! Tan trágica condición aferrada a la vida humana, el núcleo de la mirada ateísta -la nada-, suele vincularse desafortunadamente al nihilismo -hasta inclusive entre nosotros los ateos-, y ciertamente que una primera lectura del mundo sin divinidad y trascendencia es desesperanzadora, mas, esto sólo es la superficie de un gran océano, pues en la profundidad de sus copas el ateísmo es el triunfo de la vida -inclusive frente a la muerte, tal como acabamos de ver. La no-trascendencia implica la afirmación de la contingencia del mundo; decir Sí al cambio, al día a día, al conocimiento, al presente -este instante infinitesimal y en movimiento perpétuo e indescifrable. Es el triunfo del hombre por sobre los azares del destino, por sobre el martirio de la promesa de la vida eterna cristiana, por sobre el bálsamo bienhechor de la reencarnación, y por sobre la nada después de la muerte -el oblivion. La aceptación del cambio y la variación inherente al devenir condicionaría la muerte del Ser -el más recurrente de todos los embalsamadores metafísicos. Y este es un punto en donde hemos de detenernos. ¿Es la muerte de Dios, el más grande gañán de toda la historia, el adebacle de la metafísica como rama de la filosofía? Ya veremos por qué al ateísmo no le resultaría tan fácil matar a estos dos grandes pájaros de un solo tiro. Y aunque hoy no cabe duda que más que puntería es un problema de lenguaje, es necesario explorar el terreno metafísico rigurosamente, ¡no vayamos a manchar nuestras manos con sangre en demasía! -y en relación a la filosofía, lo mismo, ya vamos notando poco a poco que todo escéptico no habría de renunciar a la madre del conocimiento empírico, ¿no? -por mucho que esto a veces signifique pisarte la cola -puesto la incongruencia se hace en este punto en extremo evidente,

cerrar los ojos aquí sería un acto de cobardía y de poco rigor científico, un verdadero atentado terrorista -aunque esto signifique eventualmente que para progresar, la ciencia, ha de abrir un pequeño surco a la emoción y las bastas puertas del conocimiento a la subjetividad. Pero ante este titánico dolor de cabeza, sólo me atreveré de adelantar lo siguiente: es cuestión de tiempo y lenguaje. En materia epistemológica, al negar al Absoluto, el conocimiento estaría anclado al curso de la historia, no se descubre sino se crea, y, al igual que el hombre, el conocimiento es un ente haciéndose y deshaciéndose como las olas. Pero si bajo el prisma del ateísmo no logro imaginar espiral alguno, ¿cuál sería el más álgido punto de la dialéctica entonces? Hemos visto que así como el ateo niega la divinidad y la trascendencia, su gran afirmación es el presente, tanto así que podemos incluso afirmar que el ateísmo es el presente -o el presente es ateo de otro modo. Dios siempre es un punto demasiado alejado y solemne, es a sus anchas como la muerte, el futuro, el pasado, o una silenciosa voz interior: la nada. Este Ahora moviéndose, bailando y saltando sin jamás detenerse, anula cualquier punto referencial absoluto e imperecedero -la proximidad relativa de dos cuerpos detiene el tiempo. En efecto, hemos de poner también en tela de juicio la causalidad de los eventos, pues poco nos falta ya para llegar a creer que “la naturaleza es principio de movimiento”. Si asumimos la linealidad monádica del tiempo y el presente como un ente hermético explicado por los eventos sucedidos en un pasado muerto y del que solo tenemos la memoria y un vago registro material de su paso por el Ahora, y, a su vez entendemos los aconteceres posteriores y desconocidos a este diferencial infinitesimal como augurios impulsados por el Ahora y las causas que anunciarán el devenir aún más lejano, estaríamos presumiendo supersticiones como la predestinación, “el mejor de los mundos posibles”, y el primer motor como argumento ontológico de la existencia. Es decir, a sabiendas que, no existe un creador del universo -hasta que nos lo creamos-, que el azar cuántico se superpone a la causalidad lineal, y que el tal dios cristiano ha muerto, nos negamos fehacientemente a toda escatología y consecuente excrementación apocalíptica de muertos vivientes marxocristianos. Como ya veníamos secretamente insinuando, estos postulados requieren a la postre una verdadera revolución epistemológica. El origen del saber científico que pareciera hoy ya nadie tener el valor de cuestionar, se forjó desde el Renacimiento hasta la Revolución Industrial, con los más grandes teólogos de la historia a la cabeza. En efecto, nadie digno de un texto de Historia hasta hoy, salvo un par de filósofos poco ortodoxos, negó la existencia de Dios y llevó el ateísmo hasta la más extremada consecuencia. Revolucionar la creación del saber científico podría ir de la mano, por ejemplo, con un profundo cuestionamiento de la creencia sobre el tiempo que hasta ahora tenemos tan asegurada -si bien la vox populi aún entiende el tiempo con un ser externo, absoluto e imperecedero -a modo de Newton-, la relatividad, tan popularizada en los círculos científicos, es hasta cierto punto un poco menos intuitiva con el tiempo-espacio como cuarta dimensión, pero aún presume el fluir y pareciera no tener correcta correspondencia con la realidad cuántica atemporal -ni menos con la machianidad gracias a la que se yergue-; en este sentido no menos osado sería forjar un único y gran modelo físico

sobre un espacio intempestivo, ¿qué significado tendría entonces el Big-Bang para nosotros?, ¿para qué reconstruir linealmente la Historia del Universo si así será que efectivamente el movimiento resulta ser otra ilusión? -son las primeras interrogantes que brotan de este cuestionamiento como una erupción volcánica -en efecto, es Plutón quién nos adentra a estos profundos terrenos -y a físicos escrupulosos como Julian Barbour. Así como un transversal cuestionamiento de lo que entendemos por Tiempo, otro ídolo que pareciera en esta época que corre venir cayendo a pedazos es el progreso de nuestra sociedad, ¿bajo qué parámetros podemos aseverar que efectivamente nos elevamos? A pesar del desarrollo tecnócrata, el sentimiento de la precariedad de la vida moderna se ha masificado, se conmemoran los tiempos pasados con nostalgia, con gran excitación se habla de la cultura clásica, o se investiga sobre las cosmogonías de exóticas culturas originarias y en extinción -o exstintas en el peor de los casos…. En fin, no hay que ir más lejos para percatarse que la piedra angular del problema de Dios -y el fascismo ortogonal mismo de nuestra sociedad y los sistemas de seguridad- es la Dialéctica. Efectivamente, la clave de una cosmogonía ateísta como una visión cultural del mundo, el punto neurálgico que hará que cualquier Sociedad Atea perdure en los tiempos, es el fusilamiento filosófico del colorido globo que hasta el día de hoy elevan a Hegel y Platón en los cielos. “La filosofía ha muerto” ha dicho desafortunadamente Hawking -quien como gran pensador es un excelso físico-, pero hemos visto hasta aquí, que dentro de las profundidades del ateísmo, ese mismo que Stephen promulga, aparecen necesariamente coletazos lectoespeculativos que requieren del renacer triunfal de la Filosofía y el florecimiento de una nueva exégesis del hombre y del mundo: el ateísmo como aproximación a una nueva época en la historia de la humanidad. Finalmente diré, y para dejar las puertas abiertas a nuevas reflexiones y ensayos: así como los ateos haciéndonos conscientes y reflexionando activamente sobre nuestra mortandad logramos vencerla, evitemos que el vacío irrespirable que deja la falta del narcótico religioso venza nuestra capacidad reflexiva y nuestro coraje para enfrentar los abismos -hasta inclusive aquellos donde creemos más firme pisar.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.