SOBRE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN LA ESPAÑA RECIENTE

September 9, 2017 | Autor: Luis Castro Berrojo | Categoría: Historia
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SOBRE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN LA ESPAÑA RECIENTE Luis Castro Historiador

(Con-ciencia social, nº 17. 2013)

RESUMEN Se analiza la historiografía sobre la violencia política en la España posterior al 18 de Julio de 1936, subrayando cómo su difícil progreso ha estado ligado al de su propia memoria histórica, afrontando las resistencias de la Dictadura y de la transición pactada. Después del recuento –aún en curso– de las víctimas mortales, encarcelados o depurados, se plantea ahora el estudio de formas más difusas y generales de esa violencia, así como su correcta contextualización, viendo todo ello como una tarea más en la agenda pendiente que la sociedad española tiene respecto de su pasado conflictivo. PALABRAS CLAVE: Guerra civil y franquismo, violencia política, memoria histórica, revisionismo histórico, concepto de víctima ABSTRACT We analyze the historiography of political violence in Spain after July 18, 1936, underlining how its difficult progress has been linked to its own historical memory, facing the resistence of the dictatorship and the political transition pact. After the counting –still ongoing- ok those killed, imprisoned or purged, we lay out now a study of more diffuse and general forms of such violence, as well as a proper contextualization, considering all this as another task in the pending agenda that Spanish society has about its trubled past.

KEYWORDS: Franquism, Political violence, Historical Memory, Historical Revisionism

1.- Historiografía y Memoria histórica 2.- Los combates por la historia 3.- Violencia y represión: aspectos cuantitativos y cualitativos 4.- Tareas pendientes REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1.- Historiografía y Memoria histórica La historiografía de la violencia política y la represión durante la Guerra Civil y el franquismo ha ido proliferando y haciéndose cada vez más compleja hasta hacerse inabarcable incluso para los especialistas. En parte, ello ha sido fruto de la emergencia del movimiento de memoria histórica a principios del siglo XXI (o, mejor, de su resurgimiento, pues ya apareció en los años de la transición), algo que ha puesto en primer plano a las víctimas de esas épocas. Sin duda es un asunto que trasciende lo académico y que señala la existencia de un conflicto no resuelto por la sociedad española. Pero aún queda camino por hacer. La predominancia del canon historiográfico franquista durante la Dictadura y su influencia posterior son en parte responsables de que los viejos tópicos aún hoy sean de curso corriente en algunos sectores sociales, lo cual es a la vez consecuencia y causa de una carencia de educación cívica democrática y algo que nos remite, una vez más, a las condiciones en que se produjo la transición.

Por lo general, el paso de sistemas autoritarios o dictatoriales a otros democráticos suele conllevar procesos de ajuste de cuentas con el pasado y políticas de reconocimiento y reparación de las víctimas de aquellos. Pero si se da el caso –como ocurrió en España en el periodo inmediato a la muerte de Franco (1975)– de que la relación de fuerzas entre los grupos de poder del antiguo régimen y los partidarios del cambio democrático es equilibrada, se impone una transición pactada que hace difícil o imposible una política democrática de la memoria histórica. La renovación de la clase política, en esas circunstancias, es limitada, pues perduran anclados en el poder los dirigentes del viejo estado, así como las élites económicas y la mayor parte del personal burocrático civil y militar. De este modo los cambios políticos tienen fuertes condicionantes, siendo el primero el veto a la revisión del pasado, que erosionaría las bases de poder e implicaría, como mínimo, una sanción moral pública a los responsables del antiguo régimen (Barahona de Brito et al., 2002, pp. 437 y ss.). Esta actitud de “punto final” o de trazo de “línea gruesa” sobre el pasado (según expresión de T. Mazowiezki, primer jefe de gobierno electo en la Polonia post-comunista, en 1989) ha sido más común de lo que se cree en las transiciones del siglo XX, y así se aprecia en casos como las dictaduras latinoamericanas (Argentina, Chile, Guatemala, etc), las comunistas (Polonia, Checoslovaquia, Hungría) o, incluso, la Alemania de 1945, cuando hubiera cabido un drástico escrutinio del pasado nazi, aún más completo que el que de hecho se dio. A pesar de las condenas del tribunal de Nuremberg, Enzensberger recuerda “los febles esfuerzos de los aliados por alcanzar la desnazificación (...) La amnesia era una afección muy extendida. La antigua actitud autoritaria seguía estando operativa y era algo extendidísimo”1. Pero, visto el asunto en perspectiva, se comprueba que las sociedades afectadas ni pueden ni deben dar la espalda a su pasado conflictivo, que de un modo u otro vuelve a manifestarse más adelante con sus exigencias. Las memorias colectivas de los vencidos o perseguidos son marginadas o

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Enzensberger, H. M. El imperio celeste. (2004), en GRANTA en español, nº 2.

prohibidas, pero no eliminadas, y se manifestarán tan pronto la sociedad alcance ciertas cotas de madurez democrática. De acuerdo con ese olvido tácito del pasado, durante la transición española no hubo una renovación de la historiografía sobre la violencia en la Guerra civil y el franquismo, por mucho que algunos autores señalen la avalancha de publicaciones sobre esos temas. Solo la ignorancia de la magnitud y el carácter del terror franquista explica que se impusiera el tópico del “todos fuimos culpables” como discurso oficial de la transición. El enfoque que ve la Guerra civil como conflicto fraticida donde unos y otros cometen parecidas atrocidades y tienen culpas análogas es congruente con la exigencia de una reconciliación nacional, de una amnistía para “ambos bandos” y un “echar al olvido” el pasado común. Ahora bien, tal como nosotros lo vemos y tomando la palabra a sus patrocinadores, este “gran relato” o “mito muy poderoso”, sería solo eso, una receta ideológica, no una visión historiográfica propiamente dicha, aunque se pretenda justificar para llevar a buen puerto la “capacidad de integración y la solidez de resultados” de la transición (Juliá, 1999, pp. 22 y 49). (En esta visión, machaconamente sostenida por S. Juliá y más o menos asumida por otros intelectuales, se usa un sentido soreliano del mito, que es visto como “conjunto de imágenes motrices” de las masas y “medio de actuar sobre el presente”). Pero si en la transición “todo el mundo vino a abrevar” a este discurso mítico – algo no muy obvio– este resulta hoy cada vez más irrisorio. El rodaje democrático induce en la ciudadanía conductas menos pecuarias y los mitos son debelados en busca de una memoria histórica más racional y más justa.

2.- Los combates por la historia Fruto del relativo desinterés por el estudio de la violencia es, por ejemplo, que en 1999 solo hubiera datos definitivos sobre víctimas mortales de la violencia franquista y republicana para 25 y 19 provincias, respectivamente (Juliá, 1999,

407). Y que se hubiera mantenido durante décadas el canon historiográfico neofranquista en ciertos sectores sociales y de la universidad, llegando incluso a contaminar la obra de la Academia de la Historia, algunas de cuyas entradas del Diccionario Biográfico Español (2011), si más no, vendrían a cuestionar la supuesta objetividad de la historia académica, que algunos autores enarbolan como ariete para desautorizar el valor testimonial de la memoria histórica. (Ese sería el caso, notoriamente, de S. Payne o Santos Juliá, quien dice que “...mientras la historia (...) actúa bajo la exigencia de totalidad y objetividad, la memoria pretende legitimar, rehabilitar, honrar o condenar y actúa siempre de una manera selectiva y subjetiva”) (Juliá, 2006, p. 17) Así, la historiografía vigente durante el “cuarentañismo” franquista aún hoy tiene sus epígonos en autores revisionistas (Pío Moa, César Vidal, Jiménez Losantos, José Mª Marco, etc.) y en profesores universitarios como Luis E. Togores, Bullón de Mendoza, Luis Suárez y otros, generalmente de universidades privadas confesionales2. Sus fuentes de autoridad no suelen ser otros profesores universitarios de la “corriente general”, sino más bien esa pléyade castrense de los hermanos Salas Larrazábal, Martínez Bande, Gárate Córdoba, Juan Priego (del Servicio Histórico Militar) o Rafael Casas de la Vega. Casi todos ellos habían acudido casi niños a la llamada del Movimiento y habían cubierto de gloria su hoja de servicios llegando a jefes o generales; y ya en la transición son ellos, junto con Ricardo de La Cierva, los que siguen campando victoriosos –con la espada y con la pluma– también en el terreno de la historia. Veamos por encima su discurso: aunque hablan de “la guerra de las dos Españas” es, sin embargo, “guerra de Liberación” el cliché más usado; y es así porque “había que liberar deprisa el suelo y los hombres, antes de que todo quedase enrojecido, destruido, sovietizado” (Gárate, 1976, anexo 9). Ya no es una “Cruzada”, aunque la Historia de la Cruzada (1940-42), la vieja obra de Arrarás, se considera casi como la Biblia y la historia que nos cuentan sigue siendo una de buenos y malos (los “nacionales” y “los rojos”), prácticamente Los citados son del CEU San Pablo de Madrid. Allí se celebró en 1999 el Congreso La Guerra civil Española. Sesenta años después, cuyas 60 ponencias fueron publicadas por la editorail Actas con el significativo título de “Revisión de la Guerra civil”. 2

ceñida a las campañas militares. Pocas veces se habla de los republicanos y ninguna de un sistema democrático, con todos los defectos que se quiera: solo de ”zona roja”, “aviones rojos”, “octubre rojo”... Pretenden debelar los numerosos “tópicos y mitos” sobre la guerra en el campo de la objetividad, pero más bien repiten un catálogo de clichés ya cocinados por el aparato de propaganda franquista en plena contienda: el “fracaso de la República” como causa profunda de la guerra; la quema de iglesias y la inhibición del gobierno ante ello; octubre del 34 como ensayo de revolución; la “revolución comunista” en ciernes y el asesinato de Calvo Sotelo como desencadenantes; la larga mano de Stalin dirigiendo la gestión de “los rojos”, la prudencia y buen hacer del Caudillo, etc. Este tipo de literatura aporta el repertorio de temas, el argumentario y, en una palabra, los “mitos” que (ahora como –según el DRAE– “persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen”), surgidos ya en plena guerra, van a perdurar hasta los revisionistas actuales con ligeros cambios de estilo. Obviamente, el pliego de cargos contra la II República tiene en algún caso visos de realidad, pero, sobrado de apriorismos y falto de contextualización y de abogado defensor, se hunde en la inconsistencia. El mito se hace dogma. No es el menor de los males causados por este relato maniqueo el hecho de que haya entretenido a buena parte de nuestros mejores historiadores en el combate de sus mensajes, dando a algunos de sus trabajos un sesgo en exceso polémico y comprometido. Alberto Reig Tapia fue el primero con su Ideología e

historia: sobre la represión franquista y la Guerra civil. (1986). Esperemos que Ángel Viñas (2012) sea el último, después de los Aróstegui, Espinosa o Moradiellos, con la obra colectiva En el combate por la historia. La república, la

Guerra civil, el franquismo. A estas alturas, tales afanes reiterativos en torno a cosas evidentes para la mayoría se revelan estériles para conseguir algún converso en el búnker neofranquista; como dice el refrán inglés, podemos llevar el caballo a la fuente, pero es imposible obligarle a beber si no quiere.

3.- Violencia y represión: aspectos cuantitativos y cualitativos Con respecto a la violencia política, lo primero fue la negación categórica de que hubiera un “terror blanco” en la España nacionalista (como se ve ya en pastoral del episcopado de 1937) y la atribución a los republicanos de todo tipo de atrocidades. En el primer año de la guerra estos ya habrían destruido 22.000 iglesias y miles de obras de arte y asesinado a 300.000 seglares y 6.000 sacerdotes (sin contar el clero regular). Justificado el “Movimiento” como “plebiscito armado” y mera reacción preventiva contra el plan destructivo del orden social y de la civilización cristiana, el derramamiento de sangre ocasionado por la guerra y la represión se vería como mal menor y, en todo caso, justo castigo divino por la vesania de la revolución. Los muertos en combate por Dios y por la Patria serían “héroes” o “mártires” y ellos y solo ellos merecerían el recuerdo oficial, tal como se organizó desde el mismo comienzo de la sublevación por medio de actos públicos, monumentos, cartelas, martirologios, etc. No cabía ahí ni por asomo memoria de las víctimas del terror franquista, como no fuera para advertencia y ejemplo de que su atroz destino sería el de cuantos quisieran en el futuro recoger la antorcha de la democratización y la modernización de España. Esa damnatio memoriae de los republicanos llegaba incluso, en muchos casos, a la prohibición del luto debido a las víctimas, razón por la cual todavía hoy estamos buscando restos humanos en fosas comunes para darles digna sepultura y poder consumar ese duelo tanto tiempo aplazado (Castro, L., 2008). Pero la opinión pública española, ya en los años setenta, empezó a conocer poco a poco la magnitud y el carácter del terror fascista. Ya Gerald Brenan daba una opinión que no hará sino confirmar la investigación posterior, suponiendo que la represión en zona rebelde sería doble o triple que en territorio republicano, con la particularidad de que “las autoridades republicanas eran fuertemente opuestas al terrorismo y pusieron fin al mismo tan pronto como les fue posible, mientras que del lado nacionalista eran los terroristas mismos,

falangistas y carlistas, los que tuvieron a

su cargo la organización de la

retaguardia” (Brenan, 1978, pp. 386-387. La primera edición de la obra es de 1943). Antes aún, en 1938, Ruiz Vilaplana había dado fe de “... la diferencia absoluta entre los actos lamentables acaecidos en zona “roja” en los primeros tiempos, cuando el Poder político traicionado se halló sin brazo coactivo y un pueblo atacado cruel e injustamente tuvo que salir a la calle defendiendo su existencia y, de otra parte, los actos vandálicos repetidos y constantes realizados por el Poder mismo en la zona de Franco como sistema de gobierno y de terror” (Ruiz Vilaplana, 2012). Si esta era la apreciación en la zona de Mola, algo muy semejante opinan para Andalucía Antonio Bahamonde, editor y delegado de prensa y propaganda de Queipo (Bahamonde, 2005, p. 65), así como Francisco Partaloa, fiscal del Tribunal Supremo huido de Madrid a Andalucía (Fraser, 2001, p. 377). Años después, las obras de Thomas y Jackson aportan algunos datos sobre víctimas de la violencia de la guerra y, aunque no daban el asunto por zanjado, aceptaban esos tres aspectos avanzados en obras anteriores como las mencionadas: el mucho mayor volumen de la represión franquista, que siguió después de la guerra; el distinto carácter de la violencia política en uno y otro lado y, en fin, la muy distinta actitud de las autoridades ante tal fenómeno. En 1977 los hermanos Salas Larrazábal creían ofrecer “datos definitivos” y “exactos” para zanjar el asunto: “los muertos de la Guerra Civil fueron 296.793”, ni uno más ni uno menos, si bien de ellos solo 271.444 serían españoles.3 De paso se afirma que si bien las bajas en combate fueron más entre los vencidos, la violencia política caía con mucho más peso del lado republicano. Y aunque la investigación posterior ha desmentido repetidamente estos datos –basados en la errónea premisa de que todas las muertes de la Guerra fueron anotadas en los registros civiles– el canon franquista lo sigue ignorando, a la vez que subraya y exagera la violencia de matriz republicana, incluso durante la época anterior al 18 de julio, con el fin de dar justificación al “Alzamiento”. Pero la investigación posterior pone en sus justos términos la 3

Salas Larrazábal, R. los muertos de la Guerra Civil fueron 296.79, (1977), artículo de la revista Nueva Historia , nº 1. Venía a ser un anticipo de su Pérdidas de Guerra, (1977) Barcelona, Planeta, que iba a publicar enseguida.

violencia de los meses del Frente Popular: Rafael Cruz documenta para ese periodo 262 víctimas mortales, de las que el 56 % serían jornaleros y obreros, siendo el 43 % causadas por las fuerzas de orden público y militares; número que no era mayor al de meses anteriores y que tendió a descender después de marzo. Cruz concluye que por graves que fueran los conflictos entonces no hubieran llevado por sí solos a la guerra (Cruz, 2006, pp. 167 y ss). Más recientemente, Paul Preston señala que “sigue sin ser posible presentar cifras definitivas del número total de muertes provocadas tras las líneas de batalla”, si bien admite como bastante precisas las de rebeldes ejecutados por los republicanos: 49.272. (Preston, 2011, pp. 23-24). El autor toma este dato de Espinosa Maestre, F. (ed.), (2011), donde figura el estudio de José Luis Ledesma, coautor del libro. La cifra provisional que aporta Espinosa de víctimas mortales del franquismo es de unas 130.000 para 1936-1945. Ahora bien: el estudio de la violencia política ha ido avanzando también en aspectos que podríamos llamar cualitativos: la delimitación más precisa del concepto, modalidades de violencia y de víctimas, contextualización (raíces históricas, agentes), estudio comparado con otros países, etc. En 1994, Julio Aróstegui señalaba la escasez de estos estudios en España, precisamente un país con una historia contemporánea convulsa y violenta donde las haya 4. Hoy el panorama es muy diferente, gracias a sus propios trabajos y los de autores como Rafael Cruz, Conxita Mir, González Calleja y otros. (Ver, p.e., González Calleja, 2011). La investigación establece ya la pertinencia del concepto de genocidio, una vez que “la historiografía y las iniciativas de familiares de víctimas fueron descubriendo ante la opinión pública la magnitud de la siembra de muerte que siguió al golpe militar”5. Según la Real Academia –que coincide prácticamente con Rafael Lemkin, padre del concepto– este sería el “exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad”, algo que se aplicaría propiamente al terror

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Aróstegui, J. (1994). Violencia, sociedad y política: la definición de la violencia. En Ayer, nº 13. Elorza, Antonio. (2007). De genocidios, holocaustos y exterminios. En HISPANIA NOVA, nº 7. Ver también Espinosa, F. (2002), Julio de 1936. Golpe militar y plan de exterminio. En Casanova, Julián. (2002), p. 59. 5

franquista, aunque habría que añadir su carácter de plan preconcebido, como lo prueba sin más la constatación de que en la mitad de España donde triunfó el golpe y no se presentó resistencia significativa al mismo hubo violencia y asesinatos selectivos desde el primer momento. Eso mismo también lo diferencia de las matanzas habidas en zona republicana (Paracuellos, v.g.), dado que en este caso, si bien obedecieron a decisiones conscientes, no eran algo previsto de antemano, sino sobrevenido “en la circunstancia excepcional de una capital a punto de caer en manos de los correligionarios de los presos asesinados” (Elorza, 2007, ibid.). Pero el estudio de la violencia política está transitando nuevas vías, más allá de las formas más conocidas de represión. Una orden del gobierno franquista de octubre de 1938 tipificaba estas al solicitar, para su zona, el “número de fusilados, desaparecidos, detenidos, destinados a batallones de trabajadores, desterrados, sancionados, huidos y asesinados”. Una primera constatación nos hace precisar y ampliar más el ámbito de la represión: cada uno de ellos tenía un entorno familiar que de inmediato sufría las consecuencias de la represión ejercida sobre su deudo, la cual ocasionaba un dolor y un desamparo que muchas veces eran vitalicios. Por ejemplo, para el caso estudiado por Ángel Iglesias en la comarca de El Rebollar (Salamanca), los 110 asesinados allí registrados –hasta ahora– dejaron más de 44 viudas (y un viudo) y más de cien huérfanos, sin contar padres, hermanos y otros familiares, algunos de los cuales fueron también represaliados. (Iglesias, 2007. La mayoría de esas muertes carecen de referencia escrita conocida). Ello nos invita a ponderar los efectos que la violencia y la implantación del Nuevo estado tuvieron en la mujer y en los niños. Y aunque estos casi nunca aparecen en una proporción importante entre lo que llamaríamos núcleo duro de la represión, sí que sufren el castigo y la ausencia de los varones y cabezas de familia, sin contar con el retroceso cívico y social que supuso para la mujer la reimplantación de las pautas patriarcales y la pérdida de la igualdad jurídica traída por la República (Castro, L., 2010). Además, Conxita Mir viene señalando el interés de una historia “desde abajo”, basada en el testimonio oral y en los expedientes de los juzgados ordinarios

para captar formas de violencia más difusas causadas por la censura, el control social y la represión de la posguerra, que, unidas a la situación general de hambre y miseria darían lugar al aumento de la delincuencia común, del contrabando y “estraperlo”, de la prostitución, del número de suicidios, de la morbilidad y mortalidad infantil y general, etc.6 . Por su parte, Michael Richards ha estudiado la política de autarquía y racionamiento no solo como enfoque económico, sino como “obra de destrucción cultural” continuadora de la propia guerra y medio de control y castigo para los vencidos (Richards, 1999). Otro ámbito de investigación y de polémica es el de las raíces o factores que llevaron a esa violencia. En síntesis, se pondera si tuvieron mayor peso los estructurales o socioeconómicos (problemática agraria, crisis, desempleo crónico-...) o los ideológicos y políticos (militarización y brutalización de la política, falta de cultura democrática...); y hasta qué punto lo ocurrido en España encaja en el ambiente general de entreguerras.7 Así pues, queda bastante por investigar y debatir en ese proteico campo de la violencia política y de sus resultantes sociales durante el franquismo. Sin olvidar que la propia guerra fue en sí misma un instrumento de represión y que la dictadura usó su recuerdo como amenaza permanente para cuantos quisieran alejarse de sus Principios Fundamentales. Desde ese punto de vista, toda la sociedad española, de un modo u otro, quedó afectada por la violencia y el control social durante casi cuatro décadas, lo cual “condicionó las actitudes colectivas, incluso después de la muerte de Franco, dando determinado sesgo de cautela y moderación a la transición democrática y propiciando una rápida desmotivación política” (Castro, 2006, p. 248).

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Mir, C. El sino de los vencidos: la represión franquista en la Cataluña rural de la posguerra. En Julián Casanova et al. (2002). 7 López Villaverde, A. L. Hace una exposición bien matizada en De puños, violencias y holocaustos. Una crítica. Vínculos de historia (2011), nº1. De paso señala que, superado el debate con el revisionismo, se suscita ahora otro en torno al concepto de “equiviolencia”, nueva formulación del “todos fueron culpables”. También Ricardo Robledo viene analizando este asunto. Ver, por ejemplo, Fernando del Rey Reguillo. Paisanos en lucha. Exclusión política y violencia en la Segunda República española, en Historia Agraria, nº 53, 2011, pp. 215-221.

4.- Tareas pendientes Una fundación alemana que visitó España en 2012 para evaluar la situación de la memoria histórica nos aporta una aceptable visión de conjunto. Después de cinco años constata que la Ley de Memoria histórica no ha sido cumplida del todo y le extraña la permanencia del Valle de los Caídos como mausoleo del dictador junto a “la ausencia de lugares de memoria en forma de monumentos públicos que sirvan para informar del pasado histórico”, siendo los pocos que existen simples placas o cartelas puestas por los familiares y las asociaciones de víctimas (Pelka, 2011). La fundación señala el gran logro de la mejora en el acceso a los archivos, juicio que solo se entiende desde un repaso muy superficial de la situación. Pues sin negar que haya habido alguna mejora, es una experiencia común para los investigadores detectar documentación destruida deliberadamente, fondos oficiales en manos de particulares (incluso los del propio Franco, hasta hace poco), legajos no inventariados o sustraídos a la consulta durante décadas (singularmente, los de los gobiernos civiles, que tuvieron un papel clave en la represión), etc.8. Es propio de los totalitarismos el imponer su dominio de la memoria, siendo el primer paso para lograrlo la desaparición de las huellas. De ahí si más no el necesario recurso al testimonio personal y a la memoria oral para documentar hechos que de otro modo quedarían en el olvido. Pues, como señala Ángel Iglesias, “si la información de los testimonios orales es raramente exacta en los detalles, casi nunca es falsa en lo fundamental”, siendo lo prioritario hallar la identidad y hacer un cómputo de los muertos por asesinato, sin olvidar a las personas de su entorno inmediato (Iglesias, 2007, p. 109). En ese punto la relación de la memoria con la historia no solo no debe ser conflictiva, sino mutuamente enriquecedora, dada la penuria de fuentes escritas; es más: sería imprescindible para el acercamiento a la verdad. Pero, más allá de eso, se plantea también la memoria histórica como concepto central para una nueva didáctica 8

en

la

formación

democrática,

Hemos abordado este asunto en Castro, 2008, pp. 294 y ss.

viendo

la

historia

como

un

“conocimiento público” y “baluarte de construcción y transmisión de las memorias colectivas” (así, en plural, pues se trata de una noción conflictiva y, de momento, no es posible una memoria colectiva consensuada o única) (Cuesta, 2011). Por lo demás, el conocimiento académico de la violencia no puede quedarse en mera “contabilidad macabra” si estamos hablando de restos humanos aún pendientes de honras fúnebres y de víctimas a las que aún quema un largo dolor oculto. Ejercer como arqueólogo, historiador, antropólogo o forense en una fosa común de la Guerra civil no es lo mismo que trabajar en Atapuerca. Queremos decir que el especialista antes que eso es un ciudadano y, antes aún, una persona. Y cuando se habla de “historiadores comprometidos” ello no debería verse como demérito, sino incluir a todos, si se supone tal compromiso como una vinculación con el buen oficio y una mínima asunción de los valores humanos y democráticos propios de una sociedad como la que tenemos. El conocimiento de la verdad histórica, sin silencios ni tabúes, es solo el primer elemento de la Memoria histórica de las víctimas de la Guerra civil y del franquismo, siendo los otros dos el reconocimiento y la reparación o justicia, algo que debe tener además una dimensión política e incluso institucional. En este sentido, quizá sea Cataluña la comunidad autónoma que ha ido más lejos, al integrar en la última reforma de su estatuto (2006), como uno más de los derechos cívicos, el de conocer y conservar la memoria histórica, creando el Memorial Democratic como institución encargada de desarrollarlo. Otras comunidades autónomas han aprobado distintas medidas legales, sin que a la fecha sea algo general ni percibido como suficiente por las asociaciones.

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Sobre la violencia política en la España reciente. Anexo: antecedentes en la época contemporánea9 Si hemos de valorar algunas aportaciones recientes de la historiografía acerca de la violencia política en la España del siglo XX, y más concretamente durante la Guerra civil y el franquismo, quizá convenga en primer lugar dar un rápido repaso a la historia contemporánea, inventariar sus episodios de VP y deslindar algunos conceptos en torno al carácter y alcance de esa violencia, su contextualización, la pertinencia o no de nociones como "genocidio" (u "holocausto" o "exterminio") y otros asuntos anexos. La multitud y variedad de hechos contemplados, así como la vastedad de la historiografía sobre ellos (por no hablar de las obras literarias, documentales audiovisuales, trabajos de investigación arqueológica o antropológica, etc.) nos limita a un planteamiento modesto en este trabajo: esbozar un enfoque general, un planteamiento sencillo sobre cuestiones de concepto y un análisis sumario de algunas de las obras más relevantes aparecidas en los últimos lustros. Desde luego, la violencia política no es un fenómeno exclusivo del siglo XX, pues se manifiesta como factor recurrente desde el mismo episodio inicial de la edad contemporánea: la invasión francesa de 1807 y la guerra de 1808-14. A partir de ahí, el recurso a la fuerza militar o la amenaza de su uso, la dura represión de disidentes y adversarios políticos y los casos de violencia social y anticlerical salpican toda la historia posterior, si bien con variable intensidad según las épocas. Dejando aparte las dos invasiones francesas (1807 y 1823), se registran no menos de cuarenta golpes militares desde el del general Elío – que repuso a Fernando VII como rey absoluto en 1814, anulando la legislación de Cádiz– y el de Primo de Rivera en 1923; tres guerras civiles (las carlistas,

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El trabajo anterior debió sufrir amplios recortes y síntesis para poder encajar en el espacio otorgado por CON-CIENCIA SOCIAL (obviamente a causa de la falta de sentido de la medida por parte del autor). En todo caso, nos permitimos reproducir aquí un apartado eliminado del trabajo, relativo a los antecedentes del uso de la violencia en la España contemporánea y al estudio del caso de Salamanca durante el Frente Popular.

para cuyos protagonistas la de 1936 era "la cuarta" )10 y un sinfín de huelgas sectoriales y locales y de motines urbanos o conflictos rurales de todo tipo, en especial a partir de mediados del siglo XIX. A todo ello, ya en el siglo XX, se suman las primeras huelgas generales (diciembre de 1916, agosto de 1917...), el llamado "trienio bolchevique" en Andalucía (1919-1921, coincidiendo aproximadamente con la época del pistolerismo en Cataluña), la Guerra civil de 1936-39, la guerrilla del maquis y los zarpazos terroristas de uno u otro signo más recientes. La vinculación de todas esas manifestaciones de violencia y conflictividad con el devenir político es evidente. Las dos restauraciones del absolutismo fernandino vienen acompañadas de feroz castigo a afrancesados y liberales. Y casi todos los cambios de gobierno del periodo 1833-1875 son consecuencia de uno o más de esos hechos violentos, a pesar de que en esos años imperaba teóricamente en España el régimen constitucional. A partir de la consideración de la historia de todo el siglo XIX, un Galdós dolorido y escéptico hace decir a uno de sus personajes a la altura cronológica del final del reinado de Isabel II (más concretamente, de 1866 con el fusilamiento de los sargentos sublevados en La Granja): Cosas de la vida son estas… Hoy les toca morir a estos, mañana a los otros. Es la Historia de España que va corriendo, corriendo… Es un río de sangre, como dice don Toro Godo… Sangre por el Orden, sangre por la Libertad. Las venas de nuestra Nación se están vaciando siempre; pero pronto vuelven a llenarse… Este pueblo heroico y mal comido saca su sangre de sus desgracias, del amor, del odio… y de las sopas de ajo. (Galdós. Episodios nacionales. La de los tristes destinos, 1)

Si la época de la Restauración (1875-1923) presume de la ausencia de militaradas y del turno pacífico como método civilizado para la alternancia en el poder, es entonces también cuando la tensión, el descontento y los conflictos sociales se agudizan, fruto de la presión demográfica y de una persistente

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Se puede sostener, y así se ha hecho en algún momento, que la Guerra de independencia fue una guerra civil en tanto que el movimiento popular antifrancés iba también contra los afrancesados, que recibieron luego un duro castigo. Esta represión, como la que Fernando VII ejerció sobre los liberales, anuncia el trato que recibirán los vencidos de guerras y cambios políticos posteriores.

situación de pobreza entre las capas populares. No reconociéndose el derecho de asociación hasta 1888 y enfocándose los conflictos laborales y las manifestaciones callejeras desde la óptica del orden público amenazado, el incipiente

movimiento

obrero

hubo

de

moverse

casi

siempre

en

la

clandestinidad o bajo estrictos controles gubernativos. En este contexto, la movilización obrera o popular fácilmente acababa en situaciones violentas, al carecer de vías legales de expresión, topándose muchas veces con los sablazos y mausers de la Guardia Civil –cuando no del mismo ejército en los frecuentes estados de excepción– cada vez que ocupaba las calles o adoptaba medidas de presión ante los patronos, los terratenientes o las autoridades. Tampoco la implantación del sufragio universal masculino en 1890 canalizó las expectativas populares, dados los mecanismos imperantes de distorsión electoral a través del "encasillado" y de la red caciquil que abarcaba hasta la aldea más alejada de España. En este sentido, es muy digno de reflexión el apunte de Josep Fontana cuando señala que hubo que esperar hasta 1933 para ver el primer cambio de gobierno fruto de una derrota electoral (los anteriores lo fueron de una decisión del rey, de un golpe militar o del acuerdo entre élites políticas); el segundo caso, en febrero de 1936, acabó con un nuevo pronunciamiento que derivó en la guerra del 36 (y el tercero se retrasó hasta 1982, tras el último intento de golpe militar de febrero de 1981)11. La implantación del anarquismo en zonas rurales andaluzas y en ciudades industriales de Cataluña a finales del siglo XIX implicó un alejamiento aún mayor del mundo político para amplias capas de trabajadores, con el agravante de que una tendencia del movimiento libertario optó por la "acción directa" o "propaganda por la acción" como medio de lucha contra el orden establecido. Así, en la última década del siglo XIX surge la diabólica espiral violenta que terminó con el asesinato del presidente del gobierno, Cánovas, en 189712. Como es sabido, el autor de esa muerte, anarquista italiano, pretendía vengarse de la brutal e indiscriminada represión que siguió a la muerte de doce personas (ninguna del cortejo de autoridades, como se pretendía) por el atentado en la 11

FONTANA, J. (2007). La época del liberalismo. Madrid: Marcial Pons, p. 225 Recordemos que ha habido cinco jefes de gobierno españoles asesinados en el ejercicio del cargo: Prim, Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero. 12

procesión del Corpus de 1896 en Barcelona. Este acto terrorista, a su vez, había querido ser una represalia contra las seis condenas a muerte por la bomba arrojada a la platea del Liceo (1893), causante de más de veinte muertos y muchos heridos; el anarquista Santiago Salvador, responsable de ello, se vengaba de este modo de la ejecución de su amigo Pallás, quien había intentado, sin éxito, acabar con la vida del general Martínez Campos en 1892. Pero el intento de Pallás, a su vez, era una represalia por la condena a muerte de dos periodistas anarquistas implicados en el motín de Jerez de enero de 1891, que provocó varias muertes y duras condenas… Destaca ahí ya la diabólica dinámica de acción-represión-acción que, tras un periodo de retroceso en los años posteriores al desastre del 98, revivió en el siglo XX, aunque en otros contextos y con otros protagonistas (particularmente en los años 19041909 y 1917-21, en los meses del Frente Popular y durante la larga época violenta de ETA). Queremos señalar con este rápido repaso a la historia contemporánea que, cuando llega el periodo de entreguerras del siglo XX (1918-1939), la sociedad española se halla más bien familiarizada con los métodos violentos para influir en la situación política, lo cual tiene que ver, entre otros factores, con dos ya señalados de pasada: la ausencia de pautas y costumbres democráticas o incluso de mera educación política a la hora de resolver los conflictos, dada la muy escasa representatividad del sistema político y, por otro lado, la profunda militarización del orden público y de los ámbitos de gobierno en general a lo largo de toda la época contemporánea hasta bien avanzado el siglo XX. Es este asunto bien documentado por Manuel Ballbé, cuyos análisis a veces no se tienen demasiado en cuenta al estudiar la la violencia social en España13. Con estos antecedentes, el país no escapa en absoluto a las dinámicas de radicalización política y de aumento crítico de la tensión y de la violencia social en el mencionado periodo de entreguerras. A los factores señalados se suman ahora dos crisis económicas de profundo calado (la de 1917 y la de 1929), con su correlato de descensos del nivel de vida y de paro o subempleo

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BALLBÉ, M. (1983). Orden público y militarismo en la España constitucional 1812-1983. Madrid: Alianza ed.

estructurales, así como las derivas hacia la brutalización de la política, que incluyen la consideración de la política como lucha social y la demonización del adversario, juego en el que no se excluye (o incluso se preconiza abiertamente, como hacen los fascismos) el uso de la fuerza y de la violencia14. Este último factor es consecuencia de la crisis de los sistemas liberales, de la polarización política hacia los extremos (comunismos y fascismos) y de las resistencia de parte las clases medias y altas a los cambios de todo tipo que implicaba el acceso de las masas populares a la esfera pública y política. Un factor adicional que impide contener el malestar social y la erosión del nivel de vida popular es el cierre progresivo de las puertas a la emigración en los “países nuevos” tras la I Guerra mundial. Esta había sido una válvula de escape a la presión demográfica desde finales del s. XIX, cuando el país se empieza a adentrar en la plena expansión poblacional. -----------------------------------------------------------------------------------Centrándonos ya en el periodo que nos concierne –la Guerra civil, sus prolegómenos y la implantación del Nuevo Estado franquista– advertimos que la violencia política adquiere un protagonismo decisivo y creciente. Hablamos en primer lugar de una violencia verbal, que recurre a la caricaturización y deslegitimación del adversario, proyectando en él designios destructivos y privándole de rasgos humanos y, más aún, nacionales. Con ello va también la facilidad con que se manejan la amenaza, el exabrupto o incluso el concepto de guerra civil, que se cuela como moneda de curso corriente en el discurso de muchos agentes políticos y en los medios de prensa. Es, más aún, una táctica de agitación y propaganda que se manifiesta en provocaciones, sabotajes y agresiones contra los adversarios y contra unas autoridades que supuestamente les tolerarían o incluso les favorecerían. Eduardo González Calleja ha venido estudiando esa "radicalización violenta de

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Ver MOSSE, G. (1990). Fallen soldiers. Reshaping the memory of the World wars. El autor se refiere a los países europeos contendientes en las guerras mundiales, pero entendemos que el enfoque puede aplicarse también a España. (Por otra parte, Mosse señala la Guerra civil española como ejemplo de brutalización de la política, particularmente entre los grupos derechistas y el ejército).

las derechas", especialmente durante la II República. Ya en el periodo del Frente Popular esa dinámica alcanzaría su máxima expresión en la actividad de Falange Española: La violencia falangista, en forma de provocación, legítima defensa o vindicta no cesó en ningún momento, pero la crudeza de la lucha se fue acentuando durante la primavera de 1936, hasta desembocar en un terrorismo sistemático y desestabilizador, que polarizaba en un sentido u otro a la opinión pública y servía como denuncia de la impotencia del régimen republicano y justificación de su necesario "relevo" por un gobierno autoritario...15

Tanto en este aspecto –la violencia como medio de acción política– como en el anterior –la agresividad verbal– y el que veremos a continuación –la violencia y la represión sistemáticas sobre los adversarios– los falangistas españoles seguían pautas experimentadas previamente por el fascismo italiano y el nazismo. Y no está de más señalar que, en algunos aspectos, intelectuales españoles de renombre como Ortega y Gasset (por no hablar del Maeztu maduro o de personajes como Jiménez Caballero) no andaban muy alejados del mundo conceptual y del estilo fascista, al menos en ciertos momentos. Sin que podamos detenernos a dar más detalles, creemos que no es difícil hallar loas a las minorías egregias con paralelas displicencias hacia "las masas", visiones organicistas del cuerpo social (donde el ejército es la "columna vertebral" de la nación16) y, en fin, clara apetencia por el modo de vida "peligroso" y el uso de la fuerza en el ámbito social y en las relaciones entre las naciones. Por su parte, las organizaciones obreras y de izquierda, en general, optaron en ese periodo por una estrategia de presión ante el gobierno por la aplicación del programa reformista del Frente Popular, la sustitución del personal político y administrativo de los ayuntamientos y ocasionales medidas de movilización obrera y campesina (ocupaciones de tierras, roturación de comunales), sin descartar la respuesta a las provocaciones de Ja extrema derecha. En todo

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GONZÁLEZ CALLEJA, E. (2011). Contrarrevolucionarios. Radicalización violenta de las derechas durante la II República, 1931-1936, Madrid: Alianza ed. 1616 Esta frase cliché, que aparece en la España invertebrada, entusiasmaba luego a los oficiales golpistas

caso, el control de los excesos de esta era visto como una exigencia planteada al estado: Las consignas de las organizaciones obreras hasta el estallido de la guerra serían el desarme y la detención de las bandas fascistas y de sus instigadores, la constante actitud de vigilancia ante las provocaciones y las presiones sobre el Gobierno para que sustituyera a las instituciones de orden público por guardias populares y depusiera a los "magistrados prevaricadores" que no sancionaban los crímenes derechistas17

Desde nuestro punto de vista, la actitud de movilización y de ocasional recurso a métodos violentos o ilegales por parte de las clases obreras (ocupaciones de fincas, reyertas, agresiones a adversarios, hurtos) era más consecuencia de la realidad estructural que de orientaciones políticas deliberadas. La situación de paro estructural y de malestar social ya preocupante en 1931, fue empeorando por efecto de la crisis general y, después de las elecciones de 1933, por la actitud beligerante de los patronos, en sintonía con las fuerzas derechistas, al oponerse a aplicar la legislación laboral y a negociar con los obreros sindicados (y más aún a contratarlos). Para colmo, los temporales ocasionaron inundaciones catastróficas en muchos pueblos y capitales del interior de España entre finales de 1935 y mediados de febrero de 1936. De nuestras investigaciones en archivos locales y provinciales de Burgos y Salamanca podemos deducir que en este tipo de provincias las condiciones de desempleo, miseria –e incluso hambre–, eran bastante generalizadas y, si bien originaron malestar y movilizaciones crecientes entre los jornaleros y campesinos pobres, no dieron lugar a graves episodios de violencia o sangrientos, salvo en aquellos contados casos en que mediaron elementos armados de extrema derecha, ya dispuestos a todo para “salvar a España”18. Pues esa misma situación socioeconómica, unida a cuestiones religiosas (laicismo republicano), hizo que buena parte de las clases medias urbanas y 17

GONZÁLEZ CALLEJA, E. Op. cit., p. 314 “España se encuentra en un estado de guerra civil (...). La elección es esta: o se combate para vencer o para morir con honra, o se accede a morir sin honra en una entrega cobarde. La FALANGE ESPAÑOLA de las JONS está movilizada para lo primero”. Extracto de la octavilla lanzada por las calles de Ciudad Rodrigo el 11 de mayo de 1936 por el mismo grupo de falangistas que al día siguiente disparó y dio muerte a Celedonio Gómez. (Archivo Histórico Provincial de Salamanca, Fondos Gobierno Civil. Legajo 272 sobre “altercados del orden público”) 18

rurales se radicalizaran políticamente hacia la extrema derecha y vieran con simpatía la perspectiva de un fin violento de la República y de un castigo “ejemplar” para los obreros que mantenían su actitud pertinaz de lucha laboral19. Pero la actitud comedida y mediadora de muchas

autoridades

–los

gobernadores civiles en especial– encontró un talante similar entre otros tantos líderes sindicales y de izquierda, que hacían compatible una firme actitud reivindicativa con una no menor tendencia a la negociación, siempre en la confianza de que el gobierno llevara adelante en el corto plazo las reformas prometidas. Baste señalar como ejemplo de esa actitud el congreso extraordinario del Comité de enlace de los sindicatos de Salamanca celebrado el 24 de mayo, en el cual se decide retirar el oficio que convocaba la huelga general en la ciudad para el día siguiente y exigía el traslado del delegado provincial de trabajo20. A pesar de todo, en los cinco meses previos a la sublevación del 18 de julio los conflictos sociales y la alteraciones del orden público fueron en aumento, teniendo una morfología muy variada: desde reiteradas manifestaciones y huelgas hasta ocupaciones de fincas particulares o predios comunales, pasando por agresiones, insultos y reyertas entre grupos de distinto tipo (patronos y obreros; huelguistas y esquiroles; izquierdistas y “fascistas”21, etc.) Aunque las movilizaciones se generalizaron entre los obreros agrícolas, como vemos, no faltaron tampoco entre las industrias, sector también afectado por la crisis; así, el alcalde de Béjar se queja, a primeros de mayo, de “la angustiosa situación por que atraviesa la vida industrial de nuestra ciudad, por estar cerradas varias fábricas sin motivo alguno”, agravándose la situación un mes

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CASTRO, L. (2006). Capital de la Cruzada, Burgos durante la Guerra civil, Barcelona: Crítica, caps. 2 y 6; CASTRO, L. (s.f.). Salamanca durante el Frente Popular. (Pendiente de publicación). 20 AHP de Salamanca, Fondos Gobierno Civil. Legº 274 sobre “asuntos de trabajo”. 21 El calificativo de “fascista” no tenía entonces la connotación peyorativa que podría tener hoy en medios conservadores, de modo que era de uso común en la época para referirse a ciertos grupos de extrema derecha, como la Falange, los legionarios del Dr. Albiñana o las Juventudes de Acción Popular, aunque hay que reconocer que no se tenía una idea demasiado precisa del fascismo (también llamado “faccismo”, “fachismo”, etc.

más tarde, cuando cerraron otras dos empresas textiles dejando sin trabajo a más de 200 operarios22. Por lo general, las huelgas –que preferían las fechas relacionadas con el inicio de la cosecha– eran concebidas como medio de presión para obligar a los patronos a contratar obreros y a respetar las bases de trabajo y la legislación laboral, siendo numerosas las denuncias de que se ignoraban los turnos de la oficina de colocación, los salarios convenidos en las bases, la ley de términos municipales (contratación de obreros foráneos), etc. Más allá de la actitud renuente de los patronos –también afectados por un estado depresivo del mercado cerealista– parece evidente que la presencia de un abultado ejército de reserva laboral era por sí solo factor más que suficiente para presionar a la baja los salarios y las condiciones de trabajo. La gran mayoría de estas huelgas tenían una duración de pocos días, aunque en algunos casos fueran recurrentes, y fueron bastantes aquellas que acabaron con algún tipo de acuerdo (reparto de parados entre patronos, turnos) gracias a la mediación de las autoridades (inspectores de trabajo, alcaldes, guardia civil). Así por ejemplo un alférez informaba al gobierno civil a primeros de junio de que había conseguido la tranquilidad en Garcihernández después de haber ido allí con cuatro guardias a petición del alcalde y habiendo hablado con los obreros “aconsejándoles no cometieran coacciones, que existiera la debida libertad en el trabajo y por último que se entrevistaran con patronos para ver forma de convenirse en tan pequeñas incidencias”23.

22 23

AHP de SAlamanca. Fondos Gobierno Civil. Legº 274 sobre “asuntos de trabajo” AHP de Salamanca. Fondos Gobierno Civil. Legajo 272 sobre “altercados del orden público”.

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