Sobre la historia y su producción en el cruce de las prácticas

July 24, 2017 | Autor: Luciano Alonso | Categoría: History, Historia y Memoria, Teoría de la Historia
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Descripción

Los archivos de la memoria Testimonios, historia y periodismo adriana falchini luciano alonso (compiladores)

índice

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introducción Adriana Falchini y Luciano Alonso

primera parte Enfoques, métodos y fuentes ˜ 25 ˜ Apuntes sobre la localidad de una memoria mediática Máximo Eseverri ˜ 39 ˜ Sobre la historia y su producción en el cruce de las prácticas Luciano Alonso ˜ 81 ˜ Documentos, archivos y poder. Reflexiones para una democratización necesaria Natalia Vega ˜ 109 ˜ Aportes y límites de las fuentes periodísticas para la producción de historia de la cultura popular. Consideraciones desde un análisis situado José Larker y Diana Bianco ˜ 153 ˜ Usos de la fotografía como documento histórico Andrea Raina

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segunda parte La prensa en la intersección de historia, memoria y política ˜ 173 ˜ Prensa y política en la Santa Fe del siglo XIX Cintia Mignone ˜ 203 ˜ La escritura periodística como documento y archivo. El caso de Francisco Urondo en Leoplán (1961–1965) Adriana Falchini ˜ 249 ˜ Discursos y modos de control social en época de dictadura. Santa Fe, 1976–1981 Julieta Citroni ˜ 273 ˜ La «ilusión democrática» a través del diario El Litoral, 1983–1987 María Virginia Pisarello ˜ 291 ˜ Periodismo y memoria: recursos para la investigación Santa Fe, 1976–1981 María Fernanda Rovea y Alejandra Cavaillé

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los autores

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Sobre la historia y su producción en el cruce de las prácticas ............. Luciano Alonso

La definición de las prácticas sociales que pueden ser llamadas «historia» Como es sabido, el vocablo «historia» tiene en las lenguas latinas la mala fortuna de referir a un modo de conocimiento sobre lo pasado y al mismo tiempo a la materia misma de ese conocimiento, es decir lo pasado en sí. Suponiendo que lo segundo es algo que adquiere sentido sólo a partir del presente y que una historia efectivamente ocurrida es tal no sólo porque tenga rastros identificables sino además porque se la considera (reconstruye, propone) desde un momento determinado, el problema principal de la definición es entonces el significado de la palabra en su primera acepción. Entonces, ¿a qué formas de conocimiento del pasado podemos llamar «historia»? Desde la perspectiva de un saber guiado por métodos y con recurso a fuentes controladas de información, para responder a la ya casi absurda pregunta acerca de «¿qué es la historia?» baste tal vez con remitirse al probablemente olvidado texto que con ese nombre publicó Edward Hallett Carr hace casi medio siglo.1 Más allá de

(1) CARR, E. H. ¿Qué es la historia?, Barcelona, Ariel, 1984.

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que lógicamente se haya generado una multitud de aportes en torno al estatuto epistemológico de la disciplina y que algunos de ellos superen en mucho las perspectivas del historiador inglés, éste estableció ya en 1961 una serie de tópicos que a su vez reconocían profundos debates de mucho tiempo atrás: la noción de que el «hecho histórico» no es algo que esté allí disponible sino que debe ser construido y cali-ficado como tal por el historiador, la crítica de la teleología y a la vez la afirmación de la idea de progreso, el mal llamado problema de la «objetividad» en la historia, las relaciones y distinciones entre análisis enfocados en la sociedad o en el individuo, los límites del conocimiento académico del pasado, la diferenciación del saber histórico respecto de la teología y de la literatura, la relación con otras disciplinas —desde la economía al psicoanálisis— o las variadas tendencias y campos que se abren a los historiadores. Quien desee conocer lo que se entiende por la historia en tanto disciplina científica puede encontrar todavía en el texto de Carr y en una multitud de escritos similares de otros autores las líneas directrices de una práctica —de un oficio, diríamos— que con razonables transformaciones ha sobrevivido a las sucesivas crisis institucionales y de sentido del último cuarto del siglo XX. El mismo reconocimiento que ya en ese libro clásico se realizaba acerca de la diferencia de formas de comprender a la historia académica por parte de profesionales altamente respetados, nos remite a una pluralidad de corrientes o enfoques posibles. Aunque ciertos modos de trabajo, construcción de objetos y matrices disciplinarias disminuyan su influencia o sean prácticamente reemplazados por otros, es difícil suponer que se presenten «cambios de paradigmas». Como ha sido adecuadamente destacado por autores como Roberto Follari, las ciencias sociales —y con ellas la disciplina histórica— no serían preparadigmáticas como en el modelo de Thomas Kuhn, sino propiamente a–paradigmáticas en tanto que en ellas no hay una comunidad científica que comparta plenamente supuestos teóricos, métodos, formas de investigación y prueba. En términos de Gérard Noiriel, no ha habido una crisis de la historia como disciplina, sino que desde su instituciona-

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lización académica han convivido posicionamientos teórico–filosóficos contrapuestos,2 con lo que podríamos avanzar la idea de que la crisis epistemológica es casi el modo de existencia de la disciplina. La multiplicidad de objetos y enfoques se corresponde con la amplitud de aspiraciones de «los historiadores» que, con el único requisito de considerar la variable temporal —aunque más no sea para decir que hay una «historia inmóvil» o para cultivar el anacronismo— practican (practicamos) una verdadera «todología», solamente superada en las sociedades occidentales contemporáneas por el periodismo. La complejidad de la historia se presenta como representación de la complejidad de lo social y prácticamente no hay territorio que pueda ser excluido de la pretensión de su historización. Y si hay una pluralidad de modos de hacer ciencia o de practicar el oficio, si proliferan las opciones teórico–metodológicas y los objetos de estudio, será muy difícil seguir sosteniendo una imagen de los «historiadores tradicionales» construida sobre un molde decimonónico como un espantajo contra el cual batallarían formas renovadas, o reemplazar la noción de lo «tradicional» poniendo en su lugar un cierto marxismo o a la Escuela de los Annales para proceder de similar manera. Cada corriente, escuela, línea o grupo crea su propia tradición, que además no puede ser pensada como un conjunto estático de prácticas, sino que, por el contrario, muta constantemente —sea o no el cambio perceptible para esos mismos agentes. Pero lo que el texto de Carr supone y lo que el planteo pragmatista de Noiriel deja en claro es que la distinción entre lo que puede ser llamado «historia» y lo que no, es algo que correspondería a los propios historiadores. Ausente un criterio general establecido desde fuera de la disciplina, son aquellos que la ejercen los que se arrogan el derecho a decir qué es. Problema nada inocente en las luchas por

(2) FOLLARI, Roberto «Sobre la existencia de paradigmas en las ciencias sociales», en Nueva Sociedad Nº 187, Caracas, septiembre/octubre 2003, en línea en http://www. nuso.org/upload/articulos/3145_1.pdf, consulta septiembre de 2011; NOIRIEL, Gérard Sobre la crisis de la historia, Madrid, Cátedra, 1997.

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la distribución de recursos económicos, honores o reconocimiento social que se dirimen a partir de esa definición, y que nos llevaría a preguntarnos quién le ha dado a determinados agentes individuales e institucionales la capacidad para establecer tal cosa —o dicho de otro modo, en qué lugar social se decidió el monopolio de un agente colectivo determinado sobre la definición de su propia práctica. La historia como disciplina —es decir, la historiografía— aparece a la mirada de quien trate de objetivarla como un campo disciplinario, subcampo, sección o facción de un campo académico más amplio. Sería plenamente pertinente reiterar aquí los planteos de Pierre Bourdieu respecto de las propiedades de los campos y de las reglas que rigen su funcionamiento. La identificación de quienes integran el campo por parte de los agentes dominantes y de sus obras como referencias válidas en las prácticas y estrategias desplegadas al interior del campo o en su intersección con otros espacios sociales, adquiere la característica de una locución performativa. La caracterización de un libro como historiografía y de su autor como historiador por los que ocupan las posiciones dominantes convierte a esa obra y a esa persona en eso mismo. Y por el contrario, quienes no gozan de ese reconocimiento deben luchar con más ahínco para obtener los bienes materiales y morales que se ponen en juego. En rigor no es sólo el saber hacer de un oficio el que determina la posición de los agentes en el campo o, en su caso, su consideración como ajenos al campo. El cumplimiento de reglas de erudición no alcanza a garantizar el reconocimiento de los pares cuando hay una tendencia de los esquemas de percepción de los «historiadores» a reconocer como impropias ciertas posiciones ético–políticas. Por caso, la sistemática negación de los trabajos de Osvaldo Bayer no puede tener que ver con su modo de trabajo —adquirido en una prestigiosa universidad alemana— sino más bien con su declarado anarquismo. Fueron llamativas las diferencias de tratamiento que Bayer recibió a mediados de los años 2000, cuando su obra adquirió una renovada actualidad, al punto que algunas universidades nacionales le otorgaron el grado de doctor honoris causa únicamente por su

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trayectoria en el campo de los derechos humanos, la literatura y el periodismo, mientras que otras sí incluían a su labor historiográfica. ¿Y cómo considerar, por otra parte, a esos intelectuales que cabalgan entre la historiografía y el periodismo, como Gregorio Selser, al precio de no ser conocidos ni por historiadores ni por periodistas? Pero desde la perspectiva de un espacio social más amplio, definido por posicionamientos relativos a diversos tipos de capital y principalmente a ciertas formas del capital cultural, se suele reconocer la cualidad de «historiador» a personas que no calificarían institucionalmente en las universidades, ni en las academias tradicionales, ni en lugares como el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Hay comunidades que reconocen a algunos de sus miembros como personas que hacen historia y más impersonalmente un público determinado que consume a partir de mecanismos de mercado lo que considera historia, aunque los agentes que pretenden arrogarse la autodelimitación del campo los desconozcan. Así, se destacan en el espacio social diversos grupos especializados en la producción de conocimiento sobre el pasado, con diferencias notables respecto del grado de profesionalización y del recurso a métodos considerados disciplinarmente apropiados. Muy arbitrariamente, podría identificarse, por un lado, un amplio y polimorfo conjunto de historiadores amateurs vinculados o no a instituciones diversas —cuando cabe, principalmente educativas— y de actores con otras adscripciones vinculados a una producción mercantilizada, cuyos intereses y modos de trabajo son muy diversos. Por el otro, un no menos complejo espacio de producción historiográfica reconocido como tal por su adscripción institucional, compuesto principalmente por historiadores u otros profesionales de las ciencias sociales insertos tanto en espacios académicos tradicionales como principalmente en el sistema universitario y científico–técnico. Esta distinción es abusiva porque las fronteras entre esos dos grandes conjuntos no son claras. Podríamos decir que no se trata de una inmadurez del campo, sino del hecho de que la forma de existencia de los campos supone posicionamientos más fluidos y menos

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estructuralmente delimitados que los que parece proponer el análisis al estilo de Bourdieu. No sólo se plantean problemas de reconocimiento y posicionamiento relativo, sino que algunos actores individuales o colectivos pueden participar de más de un espacio. Para citar un ejemplo muy conocido baste señalar que —como lo destacara Oscar Videla en un breve artículo que le valió la crítica de muchos compañeros académicos— un personaje tan integrado al ambiente mediático como Felipe Pigna se formó en rigor en un ámbito académico universitario y puede pretender transferir del mismo insumos determinados para una actividad mercantil que él entiende como divulgación.3 Por su parte, diversos profesionales vinculados a una izquierda partidaria más o menos tradicional cruzan sin duda esos dos grandes ámbitos, en tanto se desempeñan como docentes universitarios y poseen una experticia que los habilita para el trabajo disciplinar, pero al mismo tiempo presentan enfoques que muchas veces tienen que ver con la aplicación de un cierto «sentido común» más que con prevenciones metodológicas —aunque de seguro lo mismo puede decirse de muchos profesionales con imaginarios derechistas. Si la calificación de «historia» para las prácticas orientadas a la producción del conocimiento sobre el pasado es entonces variable, habrá que destacar que —tanto en lo que hace a aquellos agentes inscriptos en instituciones específicas como a los que participan de ámbitos de difusión comunitarios o mercantiles más laxos— en todos los casos la cuestión del reconocimiento por otros es lo que habilita a esa definición. Es pertinente entonces la aplicación de la noción de «capital simbólico» de Pierre Bourdieu, para referir a esos capitales culturales (y en gran parte relacionales y sociales, además de convertibles en capital económico) cuya posesión da lugar a la ubicación del agente como «historiador», poseedor de un saber hacer y en su caso de una profesión. La noción de capital simbólico refiere a la forma en que

(3) VIDELA, Oscar «Historiografía argentina y divulgación. Reflexiones alrededor del libro Los mitos de la historia argentina de Felipe Pigna», en Historia Regional Nº 22, Villa Constitución, Instituto Superior del Profesorado Nº 3, 2004, p. 146.

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se distribuyen socialmente ciertos bienes simbólicos como el honor, el prestigio, la autoridad o la reputación y al modo en el cual se hace evidente o natural para los agentes aquello que es arbitrario, contingente y que depende de luchas de sentido, por ejemplo: que determinada persona «es historiador». Su correlato es el «poder simbólico», o sea esa capacidad para producir un efecto mediante la creencia en la legitimidad de determinadas palabras, y la «violencia simbólica», esa violencia que no es reconocida como tal y que supone la imposición de una arbitrariedad cultural. Y los intelectuales son (somos) poco capaces de percibir la violencia simbólica porque ellos mismos la han sufrido más intensamente que la mayoría de las personas y porque continúan fomentando su ejercicio.4 Más allá de servir como caso de aplicación y ajuste de las herramientas conceptuales de Bourdieu, la posibilidad de pensar el reconocimiento de determinadas prácticas como «historia» y de determinados agentes como «historiadores» en campos específicos o en un más amplio espacio social, nos pone frente al problema de la violencia simbólica implícita en esas definiciones. Y eso nos permite apreciar cómo en una institución o en una localidad dadas alguien trata de preciarse de esas prácticas o calificaciones para reproducir o acrecentar capitales —y no menos que otros un capital económico— y para legitimar sus posiciones ético–políticas. Adicionalmente, a pesar de las transformaciones de las prácticas y de reformulación de las relaciones de poder entre los géneros, la figura del historiador sigue apareciendo en singular, pero además con las connotaciones subrepticias de varón, mayor de edad, económicamente solvente y reconocido institucionalmente, dedicado en general a la producción individual que lleva su nombre de autor aunque ésta haya sido sostenida por el trabajo desmerecido de numerosos auxiliares, becarios, archiveros y bibliotecarios.

(4) De entre los numerosos textos de Bourdieu, véase especialmente BOURDIEU, Pierre y WACQUANT, Loïc Respuestas. Por una antropología reflexiva, México, Grijalbo, 1995. La alusión a los intelectuales en p. 122.

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Sólo así se comprende la importancia que para las luchas locales tiene el gesto pedante de quienes se presentan a sí mismos como profesores de historia devenidos historiadores, como historiadores y periodistas o simplemente como historiadores sin aditamentos, prefiriendo esas nominaciones a la calificación de personas que trabajan en los campos de la educación, la historia y/o el periodismo. Si les creemos sin más, reconociéndolos como lo que ellos mismos dicen ser, sus voces aparecerán valorizadas, dotadas de un plus de legitimidad frente a otras voces y por tanto capaces de imponer un sentido. En los focos locales de poder–saber, en las situaciones definidas por la actuación de esos agentes en interacción con otros, esa situación revierte necesariamente en la imposición de visiones sobre el pasado. Casi no hace falta decir que en la mayor parte de las veces esas actitudes se conjugan con lo que podríamos llamar la función reproductora de la historia como disciplina. El establecimiento de un régimen de verdad sobre el pasado, aunque más no sea por el recurso a determinadas categorías y conceptos, encorseta las interpretaciones del presente. La reproducción de lo dado es entonces el único horizonte posible. Las élites seguirán siendo élites, los grandes hombres seguirán siendo grandes hombres, las masas seguirán siendo masas. En el extremo, los historiadores seguirán siendo historiadores y nadie les pedirá cuentas de lo que hacen en orden a las necesidades y luchas de un espacio social que esté más allá de sus prácticas académicas. Si lo que queremos —como un nosotros siempre cambiante y diverso— es evitar que se reproduzca un estado presente de las relaciones de fuerza de una sociedad, será imprescindible discutir las concepciones del pasado sin partir de la arbitrariedad cultural que supone que algunos agentes pueden definirlo y otros no. Lógicamente algunos individuos o colectivos tendrán mayores elementos para convalidar, argumentar o difundir sus interpretaciones, pero de ello no se derivará automáticamente la violencia simbólica de un relato sobre el pasado que se impone y condiciona el presente. No podemos pretender que la historia–disciplina se diluya en la multiplicidad de saberes sociales —y no está claro que ganaríamos nada con

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ello—, pero eso no puede justificar la posición privilegiada de quienes se autodenominan historiadores. Y es que además es notoriamente falso que los únicos habilitados para presentar interpretaciones «correctas» sean los profesionales de una disciplina o incluso aquellos que sin vivir de ese oficio sean reconocidos como historiadores. Por un lado, los actores legos tienen algo para decir sobre la sociedad por el mismo hecho de que la viven —lo que diferencia a cualquier ciencia social de las ciencias exactas y físico–naturales—. Por el otro, la producción del conocimiento sobre el pasado no es una empresa que pueda ser apropiada privadamente por cierta categoría de individuos, sino que corresponde a una multitud de agentes, desde los cronistas antiguos a los blogueros actuales, desde los amanuenses a los auxiliares de investigación, desde los archiveros a los correctores.5 En el cruce de todas esas voces y esas manos está la funcionalidad de la historia para la vida, su función identitaria e integrativa, así como el diálogo e interpenetración de la historia entendida como disciplina científica con otros modos de hacer historia. Obviamente estas consideraciones no importan a quienes sólo ven en la historia una profesión, cuya función como disciplina puede resultarles más o menos problemática pero en todo caso socialmente acrítica. Otras funciones de la historia disciplinar, más allá de la reproducción de lo dado o de su mera instrumentalización en luchas de poder, son las que pueden interesar a los que por el contrario buscan superar esa concepción estrecha y ponerla en contacto con otros saberes.

(5) La visión de los actores legos como agentes informados que pueden decir algo sobre lo social en GIDDENS, Anthony La constitución de la sociedad. Bases para una teoría de la estructuración, Buenos Aires, Amorrortu, 1995. La concepción de la historia como un proceso de producción de conocimiento que involucra a múltiples agentes en SAMUEL, Raphael Teatros de la memoria. Pasado y presente de la cultura contemporánea, Valencia, Prensas Universitarias de Valencia, 2008.

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Las funciones de la historia como disciplina científica No está de más recordar que las primeras funciones de la historia como disciplina estuvieron asociadas a la construcción de la identidad cultural y al análisis del pasado en vistas de propuestas sobre el ordenamiento social. En esas dimensiones, la historia que recurre a ciertos métodos sujetos a control, que asume modelos de ciencia variables y que se propone mantener una referencialidad en las fuentes a través de técnicas específicas de construcción y tratamiento de datos —cualesquiera sean éstas—, cumplió siempre funciones integrativas, sean reproductivas de lo social o por el contrario tendientes a su modificación. Dando por supuesto que esa es una función esencial de la historia como disciplina pero que en sí no es diferente de otros modos de historiar que no compartan esos criterios epistemológicos, metodológicos o técnicos, podríamos proponer otras funciones sociales. La historia como disciplina podría cumplir otras tres funciones básicas, de las cuales se mencionarán aquí ligeramente dos y se tratará con más detalle la tercera: una función científica, una función crítica y una función traductora. La función científica está implícita en la concepción de la historiografía como una práctica guiada por métodos y técnicas sujetas a verificación. En ese sentido, la historia como disciplina sirve para producir conocimientos verdaderos no sólo en el sentido de un acuerdo intersubjetivo sobre ellos, sino también —y sobre todo— de que sus respectivos enunciados se encuentren en una relación de coherencia lógica con otros enunciados en el discurso —esto es, que no sean contradictorios—, de que esa relación no sea tautológica —es decir, que no sean circulares— y de que no puedan fundarse empíricamente enunciados que le sean contradictorios —o sea, que resistan la falsación—. Eso de ninguna manera entroniza una verdad consagrada, sino simplemente acuerdos provisionales que pueden ser revisados. Lo que caracteriza a los regímenes de verdad de las ciencias es precisamente su carácter dinámico y el hecho de que los mismos o nue-

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vos métodos de conocimiento puedan aplicarse al mismo objeto para extraer conclusiones o interpretaciones alternativas. Todo proceso de conocimiento científico implica una prevención de método, esto es, unas especificaciones relativas a la forma de abordaje del objeto construido, a las operaciones sobre las fuentes que pueden informar sobre él y a los marcos categoriales y conceptuales aplicables. Es esa prevención la que define la «utilidad» de la disciplina como camino de producción de un conocimiento valedero, distinto de la mera opinión, la fe o la conveniencia. Ausente la posibilidad de una Verdad con mayúscula, definida de una vez y para siempre e impuesta como pura contemplación del objeto; queda sí como resultado de la función científica la mayor o menor razonabilidad y ajuste a lo real en la construcción e interpretación de los fenómenos estudiados. La producción de explicaciones más convincentes, el cotejo razonado de interpretaciones y la superación de la unilateralidad de los distintos puntos de vista en concepciones comprehensivas del objeto, son el resultado perseguido en el «para qué» de la disciplina. El tipo de conocimiento que produce la historia en tanto disciplina científica no puede ser confundido con un relato, por más que ese sea un recurso usual. Tras dos siglos de interrelación entre la historia y otras disciplinas o ciencias sociales emergentes en el ámbito académico europeo–occidental, la articulación entre registro empírico y teoría social ha permitido abordar no sólo los acontecimientos singulares sino también las regularidades sociales en una dimensión temporal. En la multitud de vertientes de la historiografía están presentes preocupaciones por el análisis de las estructuras sociales, las acciones, las dinámicas y las contingencias, es decir, concepciones variadas y abarcadoras de lo que constituirían los hechos sociales. En la historiografía que se despega de la mera crónica, el desarrollo argumentativo implica una especial conjunción de operaciones explicativas y comprensivas orientadas por la teoría. La comprensión del sentido depende de la construcción de una secuencia de manifestaciones y expresiones que superan la descripción, y en la

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cual son imprescindibles tanto las afirmaciones sobre lo observable derivadas de la experiencia sensorial como las afirmaciones relativas a la interpretación de las experiencias comunicativas. La comprensión es entonces una operación intelectiva directamente dependiente de una narración, o mejor de una «explicación narrativa» —en términos de Jürgen Habermas—, cuya formulación rompe la dicotomía positivista entre explicación y comprensión. Si la historia disciplinar asienta su función científica en la interrelación de registro empírico y teoría en un amplio abanico de temáticas y problematizaciones, ¿por qué razones sigue presentándose como un espacio académico distinto de la sociología, la ciencia política, la antropología, la geografía social u otras tantas disciplinas? Sería fácil y hasta acertado decir que lo que caracteriza a la historia es el privilegio del tratamiento temporal de los fenómenos sociales y una tendencia a la explicación genética, pero la perspectiva diacrónica no está ausente de otras disciplinas. Lo que en realidad las distingue es simplemente una construcción diferenciada de campos y subcampos en el proceso de institucionalización de las ciencias ocurrido en las universidades europeas y norteamericanas del siglo XIX e inicios del XX. Fue la dinámica de las políticas académicas, las contraposiciones de intereses y los marcos ideológico–culturales etnocéntricos de las formaciones sociales europeo–occidentales lo que condujo a una división artificial de las estructuras de producción de conocimiento científico. Se fueron formando —y se reproducen— límites artificiales y arbitrarios entre las disciplinas, importantes para la transmisión institucionalizada del saber pero cada vez más inútiles a la hora de pensar objetos de investigación. La idea de que la fecundidad de la historia como ciencia está dada por su indistinción con otras ciencias sociales lleva a la búsqueda de alternativas que hacen tanto a enfoques y a modos de trabajo como a intentos de institucionalización. Así, pueden comprenderse los esfuerzos de Immanuel Wallerstein por promover una «ciencia social histórica» que supere la dicotomía entre enfoques disciplinares a partir de la construcción de objetos de estudio o de Mattei Dogan por

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proponer un viraje de las disciplinas a las «especialidades» entendidas como áreas de investigación alrededor de un tipo concreto de fenómeno o método en las que se pueden gestar procesos de hibridación disciplinar o simbiosis.6 A partir de esas propuestas, es posible repensar las formas de interdisciplina y transdisciplina, no sólo en función de la investigación sino también en lo relativo a la comunicación de sus resultados. Por otra parte, la historia en tanto disciplina puede tener una función crítica. Entendiendo a la crítica no sólo como ejercicio intelectual sino también como práctica, la postulación de este modo de concebir el conocimiento del pasado fue uno de los principales aportes de Karl Marx a la concepción que más adelante recibiría el nombre de «materialismo histórico». Ya en sus años de juventud identificó tres formas o dimensiones de la crítica en una carta dirigida a su amigo Arnold Ruge en septiembre de 1843:7 a) la apertura del desarrollo hacia el futuro a partir del análisis de lo existente; b) el develamiento de lo que está oculto tras lo visible y la toma de conciencia de la realidad social, y c) el vínculo del conocimiento con las luchas y anhelos de una época.

(6) Cf. especialmente WALLERSTEIN, Immanuel (coord.), Abrir las ciencias sociales. Informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales, México, Siglo XXI, 1998; WALLERSTEIN, Immanuel «Llamado a un debate sobre el paradigma», en Impensar las ciencias sociales. Límites de los paradigmas decimonónicos, México, Siglo XXI, 1998 y DOGGAN, Mattei «Las nuevas ciencias sociales: grietas en las murallas de las disciplinas», en La Iniciativa de Comunicación, 12 de enero de 2003, en línea en http://www.comminit.com/la/index, consulta septiembre de 2011. (7) MARX, Karl Carta a Arnold Ruge, 1843, en línea en http://www.marxists.org/ espanol/m–e/cartas/m09–43.htm, consulta septiembre de 2011.

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Como lo señala Nancy Fraser, el planteo de Marx acerca de lo que podría ser una teoría crítica —y en consecuencia también una historiografía a ella asociada— es sumamente atractivo por su carácter abiertamente político: «No pretende asignarle ningún estatus epistemológico especial, sino que más bien supone que, por lo que a la justificación respecta, no existe ninguna diferencia filosóficamente interesante entre una teoría crítica de la sociedad y una teoría no crítica. Pero, de acuerdo con esta definición, sí existe una importante diferencia política. Una teoría crítica de la sociedad articula su entramado conceptual con la vista puesta en aquellos movimientos sociales de la oposición con quienes mantiene una identificación partidaria aunque no acrítica. Las preguntas que se haga y los modelos que designe están informados por esa identificación e interés».8 Podrá con seguridad argumentarse que esa concepción deja a la historia subordinada a la primacía de la política. Eso no sólo es correcto, sino que como contrapartida corresponde observar que toda concepción histórica supone un posicionamiento político —en el sentido de un modo de concebir las relaciones sociales— y que incluso la falta de posicionamiento explícito es un modo implícito de toma de partido: el silencio no es neutral. Esto no puede ser confundido con una simple concepción relativista en la cual sea posible cualquier opinión, esté o no bien fundada. En su correlación con la función científica, la crítica debe ceñirse a los criterios disciplinares generados para la producción de un régimen de verdad. Y por tanto, como lo señalara Fraser, su ejercicio se realiza no sólo respecto de los dominadores y de las estructuras de la dominación, sino también respecto de los movimientos sociales de oposición. Pero la «objetividad», en el sentido de acuerdo intersubjetivo sobre la experiencia, honestidad intelectual e intento de no

(8) FRASER, Nancy «¿Qué tiene de crítica la teoría crítica? Habermas y la cuestión del género», en BENHABIB, Seyla y CORNELL, Drucilla (eds.) Teoría feminista y teoría crítica, Valencia, Alfons El Màgnanim, p. 49.

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manipular indebidamente las fuentes, no puede confundirse con una imposible «imparcialidad». Aquella historiografía que defiende la posibilidad de constituir un espacio de crítica de la dominación y, por tanto, de develamiento de la ideología como modo en que el significado sirve para sostener las relaciones de dominación, no puede entonces eludir la valoración de los fenómenos históricos ni ser ignorante de los usos posibles del conocimiento en los procesos de lucha simbólica. El desarrollo de una teoría social crítica y de una historiografía a ella asociada que contribuya a esclarecer procesos concretos de la vida social, requiere del intento de develar los juicios de valor subyacentes en los discursos sociales y en el discurso científico en particular —incluyendo sus propios enunciados— y de proponer nuevos juicios de valor. La función crítica no es entonces la mera deconstrucción de lo existente, sino también una propuesta de reconstrucción en función de las luchas sociales de una época. Al decir de Gardella, «La crítica no sólo rechaza juicios de valor o complejos de juicios de valor, sino también propone alternativas a lo rechazado. Dicho de otra manera: no sólo rechaza los juicios de valor que son, sino también propone los juicios de valor que deben ser».9 En ese sentido la historia puede contribuir a la construcción de una estructura simbólica de la praxis, esto es, a los esquemas de percepción y acción en cuyo marco sea posible pensar nuevas prácticas sociales, en el cruce del saber y el hacer.10 Por fin, la función traductora de la historia puede ser concebida como un derivado de las dos funciones precedentes: posibilitada por la función científica y orientada por la función crítica.

(9) GARDELLA, Juan Carlos «Supuestos epistemológicos de una Teoría Crítica», en Papeles de Trabajo Nº 2, Centro de Estudios Interdisciplinarios en Etnolingüística y Antropología Socio–Cultural, UNR, Rosario, 1992, p. 42. (10) O, en términos de Marx, en la superación de la diferencia entre la acción espiritual de los filósofos y la acción material de los agentes sociales —en su caso, el proletariado—. Cf. MARX, Karl «Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción», en La cuestión judía y otros escritos, Barcelona, Planeta / Agostini, 1993.

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¿En qué sentido se puede plantear la noción de que la historia «traduce»? Constantemente se nos llama a comprender el pasado en sus propios términos, algo del todo diferente de la idea de traducirlo. En sus versiones más caricaturescas, esa apelación supone que ciertas categorías y conceptos no deberán ser usados por los historiadores si no son propios de la época que se está estudiando. Eso se relaciona muchas veces con la suposición errónea de que las palabras de una época son las más adecuadas para comprenderla. Por supuesto que el estudio del lenguaje y del modo en el cual existe a través y solamente en los actos de habla es imprescindible para el abordaje de otra cultura, pero creer que la mejor comprensión que puede tenerse de una época es la inmanente a ella conlleva una serie de sinsentidos. Primero, el supuesto de que el agente o sujeto es el mejor informado para dar cuenta de su propia realidad —algo que puede ser fácilmente puesto en entredicho desde múltiples concepciones sociológicas y psicológicas—. Luego, la idea de que la comprensión de una cultura en sus propios términos lingüísticos puede realizarse analizando 20, 30 ó 100 vocablos y dejando de lado los contextos comunicativos concretos —muy difícilmente reconstruibles— y la totalidad de las formas de atribución de sentido posibles. Tercero, que los agentes particulares que produjeron las fuentes que estamos analizando son algo así como «voces autorizadas» de ese pasado, relegando por contraposición al olvido a todos aquellos cuyas voces no escuchamos y que comprendían las relaciones sociales de manera distinta de la de los productores de determinados documentos que han llegado a nosotros. Por último, y no menor, la confusión entre el utillaje mental de una época —aun suponiendo abusivamente que «una época», lo cual es una entelequia, tenga un cierto utillaje mental— y el utillaje científico del investigador. Sin embargo, la posición acerca de una «intraductibilidad» de la experiencia histórica ha gozado en las últimas décadas de cierta aceptación. La versión académica posmoderna del pensamiento fragmentario entronizó hacia los años 80 del siglo pasado una versión

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del relativismo cultural. Como lo destaca Riccardo Scartezzini,11 la relación entre relativismo y universalismo teóricos y prácticos no es lineal y transparente, sino sumamente compleja y entrecruzada, de manera tal que no podemos construir sin más un espantajo «relativista» para luego proceder a su crítica. Con todo, las posiciones relativistas implican generalmente una concepción de mayor o menor inconmensurabilidad cultural y la consiguiente imposibilidad de emitir juicios válidos con respecto a otras culturas —e incluso, en el extremo, de llegar a comprender realmente algo de dichas culturas como no sea sumergiéndonos en ellas—. En rigor, el relativismo lleva de una u otra forma al postulado último de que la imagen que tienen los propios actores de una sociedad o de sus aspectos particulares es la más ajustada posible, dado que las categorías lingüísticas mediante las cuales se construye la experiencia cultural no pueden ser plenamente captadas por los actores inmersos en otras culturas. Además de las propuestas claramente «posmodernistas», amplios sectores de la historiografía actual acusaron el fuerte impacto de las concepciones planteadas en las décadas de 1950–60 por Peter Winch y, posteriormente y con variaciones de importancia, por Clifford Geertz. En esta tradición uno de los postulados más fuertes en favor de la inconmensurabilidad cultural es el de la estrecha relación entre lenguaje y experiencia, que muta hacia la constitución de la realidad a través de las categorías del lenguaje. En términos de Wittgenstein, cuya recuperación opera Winch, los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo, por lo que no resultaría pertinente la aplicación de nuestros juegos lingüísticos a la comprensión de otras culturas. El lenguaje aparece como instituyente de la experiencia inmediata, al punto de registrar átomos de representación (un concepto —una cosa) y postular en ocasiones el acceso directo a lo empí-

(11) SCARTEZZINI, Riccardo «Las razones de la universalidad y las de la diferencia», en GINER, Salvador y SCARTEZZINI, Riccardo (comps.) Universalidad y diferencia, Madrid, Alianza, 1996, p. 19.

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rico por medio de las categorías del lenguaje corriente. La falta de distinción entre el saber mutuo de investigadores y legos respecto de las creencias del sentido común12 conduce al callejón hermenéutico de la «fusión de horizontes». Por otra parte, el acceso a la alteridad por medio de textos que son interpretados a partir de su unicidad lleva a un proceso circular en el cual los criterios de verdad y relevancia se tornan arbitrarios y quedan encerrados en una hermenéutica constitutiva.13 La experiencia histórica y cultural es entendida como algo irreductible, y sólo puede ser captada plenamente por los hablantes que participan del mismo juego y que se plasma al momento del análisis histórico o antropológico en una relación identitaria entre texto y contexto. Esa forma de planteo del problema nos remite nuevamente a la discusión sobre una concepción de verdad. Salvo apelación a un idealismo absoluto, debemos conceder que existe algo exterior a los sujetos cognoscentes con lo cual se puede cotejar la experiencia, y ese algo no depende necesariamente para su existencia del universo del lenguaje —aunque sólo puede ser captado con intervención del universo del lenguaje—. Por lo tanto, existe una realidad exterior a los sujetos y construida también por ellos en términos de interacción, que es una cosa distinta de la conciencia y las categorías lingüísticas de los sujetos, con lo cual no podemos —parafraseando a Marx— juzgar la experiencia de determinados actores por la conciencia que ellos manifiestan sobre dicha experiencia, es decir, por su relación imaginaria con el mundo. Una interesante impugnación del relativismo cultural se encuentra en las objeciones de I. C. Jarvie a la aludida tesis de Winch según la cual la realidad objetiva no puede concebirse como exterior al len-

(12) Observado sin caer en su confusión por GIDDENS, Anthony La constitución de la sociedad…, op. cit., p. 359. (13) LEVI, Giovanni «Los peligros del geertzismo», en AA.VV., Luz y contraluz de una historia antropológica, Buenos Aires, Biblos, 1995, p. 77.

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guaje y la cultura.14 Para Jarvie, objetivista convencido, la constricción institucional impide un conocimiento del mundo ajustado a la realidad objetiva en todas las sociedades, pero la tradición científica nacida en las sociedades «occidentales» aporta medios para el logro de enunciados verdaderos. Todavía cuando convengamos en que este autor utiliza un concepto «duro» de verdad que no estamos dispuestos a admitir, la contundencia de su argumentación es difícilmente rechazable: por más que la experiencia sensible nos diga que «el Sol sale y se pone» y que diversas culturas tengan multitud de maneras de referir a esa experiencia, no estaríamos dispuestos a reconocer validez a tal afirmación frente a una argumentación científica sobre la mecánica celeste. De allí se puede convenir en que mediante procedimientos determinados podemos lograr una percepción de la realidad objetiva —no sólo natural sino también social— que se compadezca mejor con ese exterior al sujeto; algo siempre provisional y cambiante, ya que los seres humanos no tenemos una percepción «natural» o «directa» de lo real, sino que es mediada por esas variadas formas sociales a las que aludimos con las denominaciones de «lenguaje», «ideología», «imaginario», etcétera. Podríamos quizás corregir el objetivismo de Jarvie con una certera observación de Eduardo Grüner: «incluso si desde un punto de vista irreductiblemente materialista creemos en la existencia autónoma de lo real respecto de nuestras representaciones —convicción que (…) instaura una diferencia radical con las epistemologías “posmodernas”—, nuestra “realidad” humana no puede menos que ser una construcción de nuestra (mayor o menor) competencia lingüístico–simbólica. (…) la premisa es inapelable: la “realidad” del ser humano es, en una medida decisiva, la producción de un aparato simbólico que, desde ya, no es en modo alguno “individual” (no se trata de ningún “subjetivismo” a

(14) Cf. JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación en sociología y en antropología social», WINCH, Peter «Comentario», y nuevamente JARVIE, I. C. «Réplica», en BORGER, Robert y CIOFFI, Frank (comps.) La explicación en las ciencias de la conducta, Madrid, Alianza, 1974.

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ultranza), sino el resultado de un complejo proceso cultural, social e histórico».15 El problema mayor se presenta al tratar de emitir juicios con respecto a otras culturas —aunque quizás fuera mejor decir, con respecto a otras formas de dotación de sentido— estableciendo el valor de verdad o verosimilitud de diversos aspectos. Aun manifestando una decidida oposición a la antropología intelectualista que entiende a la propia sociedad como modelo positivo de comprensibilidad, Jarvie postula que puede utilizarse esa propia sociedad como instrumento de medida o tabla de corrección para desarrollar juegos lingüísticos en los cuales los juicios de valor interculturales constituyan jugadas legítimas que permitan alcanzar la comprensión de la sociedad ajena. Jarvie apunta correctamente que «si los criterios evaluativos de sociedades diferentes fueran inconmensurables, no existiría, y no podría existir, una ciencia social, ni siquiera la historia. Después de todo, la historia es el intento de explicar el pasado en términos del presente».16 Sin limitarse a constituir una racionalización justificativa de la propia práctica científica, su postura se basa en un concepto de comprensión como dotación de sentido a partir de preconcepciones que se encuentran a su vez sometidas a corrección. Así la actividad de la ciencia social es concebida como un proceso en el que se llevan ideas, criterios y concepciones de nuestra cultura sobre los de otras culturas, en una relación interactiva que permite modificar nuestros propios conceptos y correspondencias, en otros términos —en lo que Jarvie sigue a Gellner—, como un proceso de traducción sujeto a corrección: «no podemos más que intentar traducir las sociedades que nos son extrañas en términos de la nuestra, y (...) única-

(15) GRÜNER, Eduardo «Lecturas culpables. Marx(ismos) y la praxis del conocimiento», en BORÓN, Atilio A.; AMADEO, Javier y GONZÁLEZ, Sabrina (comps.) La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, CLACSO, 2006, p. 106. (16) JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación…», op. cit., p. 171.

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mente allí donde aparecen lagunas e inconsistencias en nuestra traducción examinamos nuestras preconcepciones y las cambiamos».17 La cuestión tratada en la polémica entre Winch y Jarvie guarda intensa actualidad y al mismo tiempo podría decirse que ya debería encontrarse superada. La desconfianza posmoderna en las concepciones ilustradas de razón, verdad y objetividad potenciaron el relativismo desde fines de los años 70 y en los 80, con el curioso resultado de suplantar un reductivismo (el del lenguaje al objeto) por otro (el del objeto al lenguaje, o si se quiere al código). Y esa reducción al lenguaje o al código excluye la posibilidad de comprender desde otro lenguaje o código. En los términos del posmodernismo más acérrimo, no podríamos emitir juicios de valor interculturales porque para comparar dos grupos de valores deberíamos suponer una tercera clase de racionalidad en la cual ambos estuvieran abarcados. Eso, como lo destaca Terry Eagleton, es «una falaz presunción a posteriori; [ya que] no es por virtud de un tercer lenguaje compartido que podemos traducir del inglés al malayo». Las implicancias políticas conservadoras de esa posición no son pocas: pese a sus pretensiones emancipadoras, si el multiculturalismo y la noción de un orden poscolonial se encierran en la trampa del relativismo terminarán por autenticar lo existente y negar la posibilidad de toda discusión racional entre culturas —o todo cotejo entre distintos momentos históricos de la misma cultura.18 La concepción traductora de la labor científica no desconoce la diferencia cultural. Es de sobra conocido que todo traductor es un traidor y que no podemos postular una relación identitaria entre el ser y el decir. Nuestras concepciones —aún resguardadas por los métodos científicos— son sólo representaciones de una siempre esquiva «realidad» y son parte de su misma constitución. Se sabe también que inconmensurabilidad, traductibilidad y conmensurabi-

(17) JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación…», op. cit., p. 160. (18) Cf EAGLETON, Terry Las ilusiones del posmodernismo, Buenos Aires, Paidós, 1997, entrecomillado de pp. 70-71.

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lidad no son dimensiones con relaciones simples, y sobre todo que la asunción de la posibilidad de la segunda no asegura la afirmación de la tercera. El mismo Jarvie abandona su objetivismo para admitir que «todos nuestros esfuerzos por entender serán malentendidos, juicios erróneos y simplificaciones injustificadas. Todo lo que podemos hacer al respecto es hacer frente a este hecho y ser lo más críticos que podamos con nuestros esfuerzos».19 Esos juicios aproximativos constantemente sometidos a la autorreflexión constituyen la única salida legítima para un pensamiento científico que no caiga en el objetivismo ingenuo pero que tampoco renuncie a sus propios presupuestos lógicos y a sus procedimientos racionales. Traducir una cultura a otra, un tiempo a otro, una realidad social a la nuestra, puede ser entonces una de las funciones básicas de la disciplina histórica. Pero, ¿cómo traducir? ¿para qué hacerlo? ¿cómo elegir qué traducir? Algunas consideraciones de Walter Benjamin en su famoso ensayo acerca de la traducción literaria pueden servirnos de guía para considerar los problemas de tratar de trasmitir un sentido planteado en un lenguaje (en una cultura, en un código, en una realidad social) a otro.20 En primera instancia, de la misma manera que una obra literaria no se produce para ser traducida, la historia en el sentido de lo acontecido o historia–materia no se produce teniendo en cuenta una interpretación posterior o una traducción a otra época, es decir una historiografía. La historia material simplemente se desarrolla y en ese sentido tiene una entidad intrínseca. Si esto es así, todo documento será indiciario, todo testimonio será oblicuo. No hay documentos o testimonios que tengan por función ser «traducidos» por

(19) JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación…», op. cit., p. 160. (20) BENJAMIN, Walter «La tarea del traductor», en Conceptos de filosofía de la historia, La Plata, Terramar, 2007. Obviamente me desprendo en esta trasposición del sentido general de ese texto, que corre en ocasiones por el carril más metafísico de su autor ya que corresponde a un momento marcado por su orientación a la teología en la filosofía del lenguaje.

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la historiografía. Por supuesto que hay muchos individuos o colectivos que quieren ser recordados de una y otra manera, y por eso se preocupan especialmente por dejar ciertas huellas. Pero aun quienes dejan documentos o testimonian para la posteridad carecen de todo control sobre su recepción y su utilización historiográfica. El traductor (el historiador) es quien decide entonces sobre lo que se quiere traducir y lo que considera materia de conocimiento. Por otra parte, así como «la traducción que se propusiera desempeñar la función de intermediario sólo podría transmitir una comunicación, es decir, algo que carece de importancia»,21 una historia que no busque recrear los contenidos esenciales del pasado no puede dar cuenta de él más que superficialmente. No se trata entonces de contar las cosas «tal cual sucedieron» dejándose llevar por la literalidad de los textos (los documentos), sino en buscar el sentido de lo ocurrido oculto en ellos. ¿Eso quiere decir que se puede reescribir el pasado, de la misma manera que un mal traductor de poesía puede llegar a reescribir lo que traduce, generando una transmisión inexacta de un contenido no esencial? De ninguna manera: la historia no habilita a la invención del pasado. Pero la pervivencia del pasado no consiste en su reproducción, desde todo aspecto imposible, y por tanto no puede entenderse la objetividad como la reproducción de la realidad. En la supervivencia que le otorga la traducción, el original se modifica. Como diría Jarvie, conocemos y comprendemos de modos inevitablemente parciales y erróneos, y por tanto sólo podemos esforzarnos en superar nuestras propias representaciones. Inevitablemente, hay siempre algún límite a la comprensión del sentido y la posibilidad de su recuperación, algo que no se puede transmitir, que se nos escapa y que nos esforzamos en captar en nuevas traducciones. Esas «nuevas traducciones» se hacen patentes en los relevos generacionales, que suponen transformaciones de los marcos y contextos de la comprensión, ya que «aunque el pasado no cambie, la historia debe escribirse

(21) BENJAMIN, Walter «La tarea del traductor», op. cit., p. 77.

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de nuevo en cada generación para que el pasado siga siendo inteligible en un presente cambiante».22 Adicionalmente, no puede haber entonces una «teoría de la copia» o una «teoría de la historia» absoluta, que cubra todas las necesidades de la comprensión del pasado y restituya objetivamente la realidad. La objetividad sólo existe en tanto honestidad, en tanto explicitación de nuestros métodos o supuestos y respeto por el original hasta donde es posible comprenderlo con nuestro lenguaje, es decir, con nuestras categorías. Habría también que apuntar que la historia disciplinar, como la traducción, es una forma que trata de contener algo distinto de ella. Es en realidad un modo de conocimiento de algo sustantivo que ya no está presente pero ha dejado huellas. Y la posibilidad de conocimiento, es decir la traductibilidad, está en eso sustantivo, en lo pasado y sus restos (en la obra, diríamos). Ese pasado puede ser comprendido, traducido, y por lo tanto «exige» ser conocido. La posibilidad de conocerlo, de comprenderlo, hace a lo esencial del pasado. Su capacidad de ser conocido, su traductibilidad, manifiesta su significación. Así como la traducción no significa nada para el original, el conocimiento histórico no significa nada para el pasado: este ya pasó. Pero ese conocimiento establece una relación íntima con el pasado, una relación vital para quien conoce. En la historia —y en cualquier forma de historia, pero particularmente en lo que nos ocupa en esta sección, o sea la historia como disciplina— el pasado se torna inteligible porque hay alguien dispuesto a traducirlo, a comprenderlo, y puede realizarlo aunque sea imperfectamente (como toda traducción). Y es esta relación la que determina el íntimo vínculo entre el pasado y el presente. Se puede decir razonablemente que la historia debe su existencia al pasado y que allí donde no hay huellas del pasado es imposible hacer historia. Sin embargo, a su vez puede decirse que el pasado debe su existencia a

(22) BURKE, Peter Formas de historia cultural, Madrid, Alianza, 2000, p. 239.

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la historia. Por definición lo pasado ya fue, no es. Puede seguir existiendo de alguna manera, depositado en objetos y en subjetividades, en lo físico y en lo imaginario producidos en una temporalidad que llega al presente, pero sólo puede pervivir su sentido —siempre imperfectamente reconstruido— a través de una labor historiográfica. Hablando de las obras, Benjamin dice que «la vida del original alcanza en ellas (en las traducciones) su expansión póstuma más vasta y siempre renovada».23 Lo mismo y con más razón podemos predicar del pasado que estudiamos. Ausente el original y por tanto imposible restituirlo como no sea acudiendo a las pocas o muchas huellas que ha dejado, es en la historia como modo de conocimiento donde sigue perviviendo eso que ya no existe. La dimensión política de esa relación presente / pasado es de la mayor importancia y profundidad. ¿Quiénes merecen ser rescatados del olvido? ¿Qué realizaciones humanas pueden pervivir en las memorias —o sea que pueden ser portadas en la materialidad de nuestros libros, nuestros filmes, nuestros museos, nuestros cerebros— y cuáles otras no tendrán lugar en ellas —o sea que ya no existirán bajo ninguna forma—? Desde hace más de 120 años la historiografía discute precisamente a quiénes se debe conocer. Las historias de las élites y de las masas, enfocadas desde arriba o desde abajo, cerradamente políticas o ampliamente sociales, han sido respuestas muy diferentes a esas preguntas. Quienes postularon reiteradamente la necesidad de que la historia como disciplina se ocupe de las clases subalternas trabajaron precisamente con la conciencia de que su olvido implica una segunda y definitiva derrota. Como el mismo Benjamin lo planteara en una de sus tesis sobre filosofía de la historia: «Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer».24

(23) BENJAMIN, Walter «La tarea del traductor», op. cit., p. 80. (24) BENJAMIN, Walter «Sobre el concepto de la Historia», en Conceptos de filosofía de la historia, op. cit., Tesis VI, p. 68. 63

En su visión de la traducción, Benjamin incorporó un elemento esencial para la comprensión de la relación entre el objeto y el sujeto, entre la obra y quien la aborda. En contacto con ese «otro» que es el texto (o el pasado, la experiencia histórica), el traductor mismo cambia al verse impactado por la obra; hasta su lenguaje materno se modifica. Eso es de principal importancia para destacar los efectos que la práctica de la historia como disciplina —y de cualquier forma de historia— tiene para quienes la hacen —y para quienes la reciben—. Quien conoce cambia su propia subjetividad e influye en la construcción de la correspondiente a aquellos con quienes interactúa. Si hay algo que el conocimiento transforma no es su objeto real o su referente exterior —que de por sí, en el caso de la historia, ya no es presente— sino las interpretaciones sobre el objeto y por tanto los marcos de sentido del sujeto, lo que cambia entonces las potencialidades de acción a futuro. No es propiamente el pasado lo que se transforma, sino el presente y la posibilidad del futuro para los cuales el pasado es convocado. Estos diversos problemas planteados por las funciones de la historia como disciplina pueden ser a su vez comprendidos en términos de la función de los trabajadores intelectuales en las sociedades contemporáneas.25 Suponiendo que no queremos asumir la función reproductora y conservadora que es norma en la mayor parte de las instituciones establecidas, ¿hay posibilidades de una función transformadora? Cuando han muerto las vanguardias o han demostrado su inutilidad para mutar el orden del mundo, cuando no podemos pretender que la voz de los trabajadores intelectuales se imponga a otras

(25) Como observación agregada nótese que no recupero una a veces pertinente distinción entre intelectuales y trabajadores intelectuales, principalmente por las connotaciones liberales que entiendo suelen cargar al primer concepto. Muy frecuentemente la categoría de «intelectual» suele aplicarse a individuos que intervienen en el espacio público y ponen en debate cuestiones de opinión, haciendo abstracción de las condiciones de producción del conocimiento y de la opinión en las cuales esos individuos actúan y han sido construidos.

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por el simple expediente de su poder simbólico, cuando ya hemos pasado de pretender aconsejar a príncipes o guiar a multitudes, es oportuno preguntarse por cuáles podrían ser nuestras funciones. Si la función traductora adquiere relevancia, la tarea intelectual no será la de un simple develamiento que muestre a los demás «cómo son (fueron) las cosas». Lo principal es poder traducir los sentidos diversos y tender lazos entre espacios y agentes que a primera vista aparecen desconectados e incapacitados para actuar en común. Otra vez Pierre Bourdieu puede ser invocado para sugerir una actitud; su presentación del trabajo intelectual «en el momento del peligro» frente a las renovadas ofensivas neoliberales incluyó la puesta en contacto de agentes institucionalizados como los sindicatos con los más proteicos movimientos sociales.26 Lejos de imponer un sentido, el trabajador intelectual debe escuchar, investigar e inventar, para colaborar con otros en la invención colectiva de nuevos contenidos, nuevos objetivos y nuevos medios internacionales de acción, es decir, de un nuevo movimiento social. Y eso incluye escuchar e investigar lo pasado (reciente o lejano, qué más da) para inventar formas renovadas de interpretarlo y apropiarlo.

Historia(s) del presente, memoria(s) y periodismo(s) En el ámbito historiográfico abundan los análisis (y las dudas) sobre el estatuto epistemológico de lo que se da en llamar historia reciente, inmediata, del tiempo presente, actual, fluyente (current) o coetánea —denominaciones de ningún modo equivalentes pero equiparables en su pretensión de definir el conocimiento sobre una temporalidad

(26) De entre multitud de intervenciones, cabe destacar el último discurso público de Pierre Bourdieu, pronunciado en Atenas en 2001, y que adquiere especial relevancia en función de la deriva posterior de la situación griega: «Los investigadores y el movimiento social», en Le Monde Diplomatique – Edición Cono Sur Nº 32, Buenos Aires, febrero de 2002.

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en la que los investigadores mismos se encuentran inmersos—. Y al mismo tiempo se indaga desde muy variados enfoques la relación de ese espacio disciplinar con las más variadas memorias sociales y formas de la política contemporánea, en una bibliografía que no sólo ya reconoce sus clásicos sino que además crece exponencialmente y tiende a girar sobre tópicos repetidos. A veces la noción de lo «reciente» es ambigua, cuando no confusa. Por ejemplo, en Argentina se ha impuesto tardíamente —respecto a su uso en otras latitudes como España— la noción de una «historia reciente» que se referencia a las violencias políticas y a los componentes a ellas asociados, tanto en el plano de las transformaciones sociales como de las memorias actuales.27 Ello tiene el paradójico efecto de concebir como «reciente» acontecimientos fundantes como el bombardeo de la Plaza de Mayo de Buenos Aires por los golpistas de 1955, pero al mismo tiempo dejar fuera del campo investigaciones sobre cuestiones de rigurosa actualidad que no se referencian a los traumas sociales de las violencias estatales o contestatarias, como por ejemplo la presente extensión de una «sociedad del espectáculo». El auge de la «historia reciente» al que se asiste hoy en los medios historiográficos argentinos y latinoamericanos sólo puede explicarse como eclosión de un espacio temático negado durante décadas, ya que la noción de una historia que llegue hasta la actualidad no es nueva, aunque no siempre haya sido motivo de reflexión.28 En lo

(27) Por ejemplo, la Red Interdisciplinaria de Historia Reciente (RIEHR) ha creado recientemente un Banco de tesis de Historia Reciente, entendiendo expresamente incluidas a las «investigaciones que aborden el estudio de la historia y/o las memorias de procesos relativamente cercanos en el tiempo que estén atravesados por sucesos traumáticos y sus efectos: violencia, represión, autoritarismo, genocidio» (convocatoria en línea en http://www.riehr.com.ar, consulta julio de 2011). (28) ALONSO, Luciano «Sobre la existencia de la historia reciente como disciplina académica. Reflexiones en torno a Historia reciente…, compilado por Marina Franco y Florencia Levín», en Prohistoria. Historia – Políticas de la Historia Nº 11, Rosario, 2008.

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que hace a los debates sobre la definición del presente y del pasado reciente como temporalidades específicas y a la posibilidad de la historia de abordarlos, desde la década de 1970 se registraron aportes muy diversos, muchas veces cruzados por la consideración de un ámbito de producción intelectual creciente identificado como «periodismo» y de los desarrollos de otras disciplinas académicas como la economía política, la sociología, la ciencia política y, más acá en el tiempo, la antropología. Los planteos publicados en 1978 por Jean Lacouture sobre lo que en Francia se denominó la «historia inmediata» muestran adecuadamente las cuestiones que se pusieron en debate.29 Primeramente, lo que definiría a una historiografía que se preocupa por una temporalidad en curso sería el abordaje de procesos inacabados, en tanto que el «historiador del presente» desconoce la conclusión de lo que estudia. Esto a su vez se vincula con el inmediatismo y la particularidad de que el historiador del presente es «recopilador de hechos y productor de efectos». Su escritura tiene un impacto social mayor —aunque seguramente infinitamente menor que el que desearía—, que en contadas ocasiones supone un solapamiento con el periodismo. Esa relación historia / periodismo es asimismo un problema en danza, ya que la historia del presente se vincula con esa otra forma de trabajo intelectual pero al mismo tiempo intenta distinguirse de ella en cuanto a formas de escritura, modelos retóricos o público destinatario. Para Lacouture, dos problemas típicos de cualquier investigación histórica se agigantaban en una «historia inmediata»: el de la objetividad y el de las fuentes. La primera estaba siempre en riesgo por la implicación del investigador, frente a lo que sólo cabía esperar que el historiador del presente permaneciera honesto al mostrar sus opciones. La segunda suponía un ajuste en los criterios de selección (o mejor, diríamos, de construcción) de las fuentes, ya que no es

(29) LACOUTURE, Jean «La historia inmediata», en LE GOFF, Jacques; CHARTIER, Roger y REVEL, Jacques. La Nueva Historia, Bilbao, Mensajero [1988].

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posible trabajar con la multitud de unidades de información y datos disponibles sobre casi cualquier aspecto del mundo contemporáneo. Visto desde una etapa marcada por la Internet y la extensión de los formatos digitales, el planteo de Lacouture sobre la centralidad que adquiriría la informática en la búsqueda, producción y tratamiento de fuentes aparece al menos como anticipatorio. Más recientemente, Julio Aróstegui ha abordado en detalle la cuestión de la historia que involucra a generaciones vivas bajo las denominaciones de «historia del tiempo presente» o «historia del presente».30 De sus muchas aristas, hay tres aspectos del enfoque de Aróstegui que resultan particularmente interesantes. Primero, la forma de tratamiento de la temporalidad, que busca definir un presente en términos de coexistencia y experiencia actuales pero que se proyecta en la búsqueda de sus raíces tan atrás como sea necesario para construir un argumento. Esa especial manera de definir la «historia del presente» es claramente distintiva de la historia como disciplina: preocupada por la dimensión diacrónica, no teme proyectar hacia el pasado las líneas de investigación de los problemas que guardan actualidad. Eso supone la búsqueda de matrices históricas inteligibles, de momentos axiales en los que se abren períodos cualitativamente diferentes del tiempo histórico. Se pueden postular entonces diversas temporalidades que no se anclen en un fenómeno o hecho singular, sino en conjuntos temporalmente situado de transformaciones significativas. La matriz histórica de nuestra época podrá situarse en distintos momentos en función de la construcción de diferentes objetos de investigación. Va de suyo que podríamos entonces recuperar la fractura de 1955, el terror de Estado hacia 1974 o la dictadura de 1976 como momentos en torno a los cuales pensar matrices de nuestro presente. Pero las formas conservadoras de un orden local —por ejemplo el santafesino— pueden rastrearse en la experiencia de la

(30) ARÓSTEGUI, Julio La historia vivida. Sobre la historia del presente, Madrid, Alianza, 2004, primera parte.

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sociedad patricia y notabiliar; o la condición de los pueblos originarios encuentra su matriz en la ruptura del equilibrio territorial con las sociedades europeizadas y los genocidios sufridos consecuentemente. Esto muestra cómo los fenómenos históricos —en tanto que experiencias— tienen distinta densidad temporal. O dicho de otro modo, en la historia como disciplina cada problema, cada presente, exige pasados diferentes. El segundo elemento relevante en función de estas páginas que Aróstegui plantea en profundidad es la noción de una constante interacción generacional que marca la experiencia de lo social. Abandonada durante mucho tiempo por las corrientes historiográficas dominantes, la noción de generación guarda un interés relevante para la historiografía. En principio las generaciones son un fenómeno tanto biológico como social. La posición o situación social particular de todo individuo puede ser comprendida no sólo en términos de etnia, clase, género u otras formas de identidad, sino también como una situación generacional. Por fin, la renovación generacional es lo que habilita concebir la continuidad de un colectivo. Pero «la sucesión no es nunca absoluta (...) ella misma es un flujo continuo»; esto es, no hay cesuras completas entre unas y otras generaciones. En un espacio–tiempo determinado se registra la coexistencia, convivencia y cotidianeidad de individuos de distintas generaciones, con al menos tres posiciones relativas: las que dan el carácter de conformar una generación activa, ser una generación sucesora o ya una generación antecesora a la que ocupa el centro de la actividad social. Conviene entonces distinguir fenómenos distintos: la sucesión y la interacción generacional. «Una generación tiene su presente propio, que no queda definido, sin embargo, sino en interacción constante con las otras generaciones coexistentes.»31

(31) ARÓSTEGUI, Julio La historia vivida..., op. cit., entrecomillados de pp. 125 y 110, respectivamente; destacados del original. Es pertinente destacar que la observación sobre la sucesión de las generaciones como aspecto definitorio de un grupo, aplicado a las clases sociales, ya aparece en la obra de WEBER, Max Economía y Sociedad. 69

El último aspecto a destacar hace a la posición implicada del investigador —algo por otra parte de muy frecuente identificación en todos los estudios sobre modos historiográficos similares—. Podríamos afirmar que esto no es una particularidad específica de la historia del presente por contraposición a otras historias, como las definidas en términos de los estudios clásicos, el medievalismo o el orientalismo. Toda historia supone una posición implicada, pero en los estudios del tiempo presente la implicación es más evidente. El agente estudia algo de lo cual participa directamente —aunque más no sea por coexistencia temporal o vínculo intergeneracional— y por tanto de lo cual tiene experiencia. Todo historiador se proyecta en una relación subjetiva con el objeto de estudio; todo investigador puede tratar de rescatar las experiencias pasadas; pero en estos casos —como lo destaca Aróstegui— es a su vez partícipe en alguna medida de esas experiencias. En la propuesta de Julio Aróstegui, la conceptuación de la historia del presente supone independizarse de aditamentos como «inmediata» o «reciente», que tienen una pura referencia cronológica, para construir intelectualmente la noción de una historia que es escrita al mismo tiempo que vivida. Esa historia —en tanto que historiografía— debe ser sujeta a un método y objetivadora, lo que puede diferenciarla de otras formas de dar cuenta del presente. Pero además este autor plantea que la historia del tiempo presente sólo puede ser una historia social. Es cierto que hay multitud de modos académicamente reconocidos de hacer historia, pero sólo la pretensión abarcadora de la historia social puede dar cuenta de las múltiples dimensiones de la experiencia.

Esbozo de sociología comprensiva, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 242. Ha sido también un elemento subyacente al original planteo sobre la constitución de una clase a través de la experiencia en THOMPSON, E. P. La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, 1989, pero ni uno ni otro autor dieron cuenta de cómo se produce la sucesión y se transmite la experiencia.

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Desde hace años se discute la especificidad de la historia social, aunque no falten los historiadores académicos que la dan por acabada sin reparar en que ciertos enfoques sociales han permeado a otras «especialidades». Y es que más allá de sus variaciones temáticas y de sus modos de abordaje lo que ha caracterizado a la historia social ha sido una suerte de enfoque particular. La noción de que la realidad social es relacional, que la perspectiva de la totalidad social es relevante para la explicación y que la constitución de grupos no debe ser pensada en términos substancialistas sino en función de vínculos y dinámicas sociales, pero que a su vez esas experiencias no pueden ser abordadas simplemente con recurso al textualismo, han sido aspectos que han dado continuidad a la práctica de la historia social más allá de sus crisis durante el último tercio del siglo XX. En el marco de esas discusiones en Argentina, Luis Alberto Romero ha observado recientemente que si bien no parecen de actualidad en nuestro país temáticas específicas o síntesis totalizadoras, la historia social está presente en multitud de prácticas historiográficas que se hacen con una «perspectiva social» y a partir de ello defiende la concepción de la totalidad y de la articulación entre elementos como un «horizonte ideal» que fundamentaría una nueva forma de hacer historia social. La historia social es ante todo un «concepto relacional», en términos de Jürgen Kocka, que sigue distinguiéndose de otras formas disciplinarias por su énfasis en los enfoques globales, el estudio de los elementos particulares en vínculo con las estructuras y los procesos amplios, y la búsqueda de explicaciones generales sin desmerecer —pero tampoco sin quedar centrados en— la comprensión del significado.32

(32) KOCKA, Jürgen «Historia social, un concepto relacional», en Historia Social Nº 60, Valencia, 2008. Sobre la historia social como un enfoque cf. HOBSBAWM, Eric «De la historia social a la historia de la sociedad», en Marxismo e historia social, UNAP, Puebla, 1983, y su actualización frente al textualismo posmodernista en ELEY, Geoff «¿El mundo es un texto? De la Historia Social a la Historia de la sociedad dos décadas después», en Entrepasados Nº 17, Buenos Aires, 1999.

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Como forma de hacer historia disciplinar, la historia social se articula y al mismo tiempo se distingue de una gran variedad de prácticas sociales que pueden ser llamadas «historia». En su dedicación a los discursos y acontecimientos puntuales, y en la interpretación del sentido de las distintas experiencias, los historiadores sociales han recurrido frecuentemente a fuentes que pueden ser concebidas como «memorias». No es éste el lugar para reiterar las conocidas diferencias entre los procesos de producción de historiografía por un lado y de memorias individuales y colectivas por el otro.33 Pero aun asumiendo que memoria e historia pueden distinguirse como prácticas sociales, hay puntos en los cuales puede postularse su interpenetración. La noción de que la historia se opone tajantemente a la memoria no permite percibir el modo en el cual cada una influye sobre la otra; como configuradora de marcos de comprensión la primera sobre la segunda, como fuente de información la segunda sobre la primera. Asimismo, el hecho de que haya variadas formas de hacer historia —académicamente sancionadas o no— tiene como correlato la multitud de memorias. Si hay conflicto, este no será simplemente «historia contra memoria» sino entre varias historias y entre varias memorias, en oposiciones y solidaridades cruzadas y cambiantes. Los constantes conflictos suscitados en los más variados ámbitos respecto de las memorias sociales dejan en evidencia su profundo carácter político. Al igual que en lo correspondiente a las formas de hacer historia, la rememoración tiene como supuestos básicos algunas preguntas casi siempre calladas: ¿quién recuerda? ¿cómo recuerda? ¿dónde recuerda? O, dicho en los mismos términos que al tratar sobre la historia: ¿quiénes merecen ser rescatados del olvido?

(33) Para una reseña de esas distinciones me remito a un texto publicado en un libro que es en cierta manera antecedente de éste: TORNAY, María Laura y VEGA, Natalia «Entre la Memoria y la Historia: deslindes conceptuales y cuestiones metodológicas», en ALONSO, Luciano y FALCHINI, Adriana (eds.) Memoria e Historia del Pasado Reciente. Problemas didácticos y disciplinares, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2009.

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En el desarrollo de las luchas por la memoria y en las tensiones que genera la institucionalización de las memorias sociales —que adquieren a veces una configuración estatal—, la historiografía es un «arma» para la convalidación, refutación, divulgación o instalación de tópicos, modelos y discursos. Si la memoria se ancla normalmente en la narración y provee por su propia enunciación una dotación de sentido, la historia provee explicaciones, ofrece respuestas a los «por qué» que pueden iluminar los «cómo». En ese sentido, la idea de Jesús Izquierdo de que no hay diferencias epistemológicas entre memoria e historia no deja de tener aristas muy discutibles, pero su diferenciación entre la narración como figura retórica propia de la memoria y de la explicación como la correspondiente a la historia es sumamente interesante.34 Siguiendo esa sugerencia, puede postularse una interpenetración entre memoria(s) e historia(s), cruzada por los posicionamientos ético–políticos. Y es que aunque la memoria y la historia puedan pensarse y (re) presentarse como espacios o prácticas distintas, también es posible hablar de memoria histórica. Ese término, que a algunos historiadores les parece un oxímoron, expresa sin embargo la particularidad de las memorias sociales en diálogo con las historias disciplinares —y quizás con otras formas no académicas de historia—. Es cierto que el término molesta por amalgamar dos elementos a primera vista divergentes, pero es defendible la idea según la cual se puede concebir a la memoria histórica como una memoria informada por la historia disciplinar. No en el sentido de una memoria errónea y proteica «corregida» por una historia progresivamente mejorada y sintética —ambas imágenes equivocadas—, sino de una memoria cuyo contenido de verdad se produce en interrelación con la historia discipli-

(34) LARPIN, Lucía y RODRÍGUEZ, Sol «Otras memorias para un pasado reciente: reflexiones sobre una conferencia de Jesús Izquierdo», en Rojo y Negro Nº 2, Santa Fe, 2011. Sobre la historia como explicación cf. más arriba la noción de «explicación narrativa».

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nar y con formas similares. Por caso, las memorias sociales actuales sobre la Guerra Civil Española o sobre la Segunda Guerra Mundial no son puro producto de una trasmisión consuetudinaria o azarosa, sino que en gran medida han sido construidas y difundidas entre quienes no vivieron esas experiencias a partir de representaciones historiográficas, sea en forma directa, sea por la mediación de otros productos culturales que también abrevan en la historiografía. Las luchas por la memoria se desarrollan en planos y dimensiones muy diversas, acorde a las constricciones estructurales y las capacidades de acción de los agentes interesados en hacer circular e instalar determinadas representaciones del pasado. Se inscriben en las relaciones de fuerza operantes y colaboran en su reproducción o mutación, sea en los niveles locales o sea en configuraciones geográficas más amplias. En función de esas luchas, en lugares sociales muy diferentes se plantean estrategias y se efectivizan prácticas para construir y sostener determinadas representaciones de determinados pasados. Los discursos sobre el pasado se montan entonces sobre la historia–disciplina, las historias no académicas, los documentos, los archivos y los recuerdos dispersos para sintetizar visiones operativas en función de los conflictos sociales y culturales del momento. Muchas veces, la demostración de verosimilitud de distintos recuerdos se hace con recurso a las fuentes relevadas y los escritos hechos por historiadores, aunque sin embargo hay otros agentes que intervienen con más efectividad en esas luchas, informados tanto por la(s) historia(s) como por la(s) memoria(s). En una sociedad del espectáculo progresivamente mundializada, en la cual los medios de comunicación constituyen un recurso tecno–estético fundamental para la dominación social, la práctica periodística no suele estar ajena a las luchas por la memoria. Aunque es sin duda un problema mayúsculo estudiar la recepción de los discursos periodísticos, podemos confiar en su mayor capacidad —frente a los generados por prácticas disciplinares como la historiografía— para incidir en la configuración de las memorias sociales. El periodismo, en el sentido de búsqueda y tratamiento de información des-

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tinada a publicación sobre cuestiones de interés público, es entonces un factor de principal importancia en esos conflictos. De hecho, ciertas prácticas periodísticas construyen historias —a veces incluso con tratamiento de la información muy similar a los resguardos académicos— y recogen memorias; y también ayudan a difundir, callar, imponer o negar distintas representaciones históricas y memorialistas. El periodismo ejerce una particular violencia simbólica, con la complicidad tácita de quienes la padecen y a veces incluso de quienes la practican, que en realidad es vicaria del poder simbólico de los medios de comunicación. Como estos últimos, en tanto empresas privadas o estatales, ostentan el monopolio de hecho de los medios de producción y difusión a gran escala de la información, regulando el acceso al «espacio público», el periodismo tiene un nivel de exposición y una profundidad en su intervención que difícilmente logren otras prácticas. Su capacidad de influencia en la configuración de las memorias locales o globales es particularmente intensa, ya que su «efecto de realidad» —asentado en la masividad, inmediatez y capacidad de variación tecnológica de los medios— es muy superior al de la historiografía académica, que debe mimetizarse con aquél en los formatos de divulgación para llegar al gran público. Sus posibilidades de imponer temas de discusión o no sacarlos a luz acentúa la asimetría comunicacional, al tiempo que su impacto en otros campos culturales obliga a modificaciones de formatos y contenidos a aquellos que quieren aparecer en el «espacio público» de los medios privatizados / estatizados. Pero a su vez, ciertas formas del periodismo pueden estar en relación conflictiva con los medios de comunicación. Si bien la lógica mass–mediática lleva a un cierre del universo del discurso, no faltan ocasionales voces disidentes o al menos disonantes. Como la sociedad del espectáculo tiende a contener en sí misma la disidencia, como aspecto subordinado dirigido a un «nicho de mercado», habilita espacios de crítica —naturalmente bajo condición de que sea simplemente una «crítica crítica», esto es, un ejercicio que no salga del plano de la interpretación sobre las interpretaciones, que no se

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vincule eficazmente con las luchas de una época y que sea asimilable a los modos habituales—. Y hay también experiencias comunicacionales alternativas, cuyo contenido no siempre es reconocido como periodístico desde una posición profesionalista. Hay entonces agentes periodísticos que se comprenden a sí mismos como «comunicadores sociales» en un sentido estricto del término, alejado de la lógica del espectáculo y la mercantilización aunque a veces inevitablemente tensionado por ella. Es allí cuando caemos en la cuenta de que tampoco hay un periodismo homogéneo, ni siquiera en el más amplio sentido de la producción de flujos de comunicación orientados a la reproducción de la dominación, sino que también tenemos que pluralizar nuestro enfoque y hablar de variados periodismos, que tienen a su vez variadas funciones. En ese marco de entrecruzamientos, ¿pueden postularse vínculos fuertes entre periodismo(s), historia(s) y memoria(s)? De seguro que hay múltiples relaciones. Desde mucho tiempo atrás hay una intensa articulación entre el periodismo y la opinión publicada con las crónicas, los estudios costumbristas y la historia, que no ha desaparecido con la profesionalización y la conformación de los campos como espacios autónomos. Por su parte el periodismo local, en su especificidad, ha conseguido establecerse como canal de trasmisión de experiencias y eso supone frecuentemente el recurso a narraciones que tratan tanto de dar cuenta de procesos y acontecimientos —a la manera de una historización— como de recuperar las memorias sociales o utilizarlas como fuente. Las relaciones entre el periodismo y la historia son complejas y variadas, pero pueden resumirse en tres cuestiones: el periodismo como fuente primaria, el periodismo como objeto historiográfico y el periodismo como productor de historiografía. El recurso a la producción periodística como fuente primaria es muy frecuente, por no decir dominante, en los estudios históricos. A tal punto que su consulta reemplaza a otras fuentes de muy difícil acceso, cuando no prontamente eliminadas en vez de conservadas, como ser los registros empresariales, los documentos de partidos

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políticos o diversas categorías de documentos estatales. Investigaciones completas se realizan con recurso a la prensa escrita, mientras que la disponibilidad de información sobre acontecimientos recientes se torna inabarcable en la web —aunque, justo es decirlo, es frecuentemente reiterativa—. Tal vez no se pueda imaginar una historia contemporánea sin recurso al periodismo. Sin embargo, son conocidos los problemas que presentan las fuentes periodísticas para el conocimiento histórico. Por un lado, posibilitan un adecuado tratamiento de la temporalidad, al ofrecer informaciones datables con un gran margen de seguridad. Pero, por el otro, suponen necesariamente una interpretación fuerte de lo que muestran, en el sentido de que su producción está especialmente marcada por cuestiones propiamente ideológicas —las más de las veces inconscientes y por ello más operantes—. Incluso en sus silencios, los medios de comunicación dejan en claro preferencias y lecturas que suponen un tamiz intolerable para el investigador. De ahí la conveniencia de tener en claro las opciones ético–políticas de los agentes enunciadores de discursos periodísticos y su inscripción en los entramados de luchas simbólicas y materiales. En lo que nos ocupa, eso implica la necesidad de hacer la historia de los medios para usarlos como fuentes. El periodismo se convierte así en objeto de estudio. La posibilidad de que el periodismo produzca historias estuvo presente desde su nacimiento, pero se pone en cuestión su actual modo de historización en orden a la diferencia en las formas de la investigación, en el estilo de escritura y en la inserción institucional y comercial. Al fin, como lo proponía Jean Lacouture en referencia a una «historia inmediata», el género historiográfico y el género periodístico se mezclan sin confundirse u homologarse. El periodismo de investigación se superpone con la historia reciente y en ocasiones le da indicios para continuar con su construcción. Se mantiene al mismo tiempo en un lugar intelectual diferente al referenciarse más frecuentemente a la inmediatez de los acontecimientos. El peligro que presenta el periodismo no es el de un saber sin método. En todo caso, la explicitación de ciertas opciones teóricas y

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metodológicas y el recurso a técnicas específicas de tratamiento de la información es lo que caracteriza a la historiografía académica —amén de la lógica preocupación por la dimensión diacrónica—, pero el periodismo puede basarse en criterios similares aunque no lo revele. En ciertos casos los periodistas no tienen una guía metodológica firme en la búsqueda y tratamiento de la información; en otros, en cambio, hay una distancia enorme entre el método de investigación y el método de exposición que no permite ver la magnitud del trabajo metodológicamente guiado que subyace a lo que se publica. Si ciertas prácticas del periodismo no llegan a unificarse con ciertas formas académicas de la historia será simplemente porque con frecuencia crean formas nuevas de historiar, propias de un modo de producción intelectual diferente, con agentes, intereses y recursos distintos. Por el contrario, el peligro del periodismo es el mismo que en las palabras de Benjamin acecha al patrimonio de la tradición (a la historia) y a los que lo reciben: ser convertidos en instrumento de la clase dominante.35 La escritura periodística contribuye claramente a la reproducción de la desigualdad social, al colaborar en la reproducción del capital simbólico y renovar constantemente una violencia simbólica. Y de hecho lo hace con una efectividad y alcance infinitamente mayor que el de la historiografía y otras prácticas académicas. Sólo ocasionalmente, como se ha aducido, se presentan prácticas con contenido emancipatorios, análogas a aquellas que desde la historia o la memoria pretenden poner en discusión sin limitaciones el contenido del pasado y ejercer una crítica de la dominación social. En su vínculo inmediato con lo vivido como experiencia por los destinatarios del mensaje —o lo que imaginariamente se (re)presenta como experiencia propia, aunque se trate de sucesos acaecidos a mil kilómetros de distancia— las prácticas periodísticas contribuyen tanto a la emergencia de nuevas memorias/historias como a la cons-

(35) BENJAMIN, Walter «Sobre el concepto de la Historia», en Conceptos de filosofía de la historia, op. cit., Tesis VI, p. 67.

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trucción y reproducción de memorias/historias desde bases inequitativas. Acrecentar la primera de esas dimensiones y evitar la segunda sería función de un periodismo crítico. De la misma manera que en la producción historiográfica y en los trabajos de memoria, las brechas dejadas por las instituciones dominantes —y en ellas mismas— son los lugares donde se pueden poner en debate conceptuaciones, temas, agentes y posiciones ético–políticas. Y en ese camino de prácticas diferentes pero al mismo tiempo entrecruzadas, la única manera de paliar la desigualdad social está en no dejar de prestarle a las experiencias, los intereses, las acciones y los pensamientos de los desposeídos, de los dominados, de los diferentes, de los contestatarios; en suma, de todos aquellos a quienes la acecha la condescendencia de la posteridad. Únicamente un tratamiento desigual puede compensar la desigualdad, aunque más no sea en el plano de lo imaginario.

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