Símbolo y realidad: tragedia, víctimas y signos. Ensayo de interpretación del Guernica y de algunas obras trágicas de García Lorca

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Descripción

Ángel Barahona

SÍMBOLO Y REALIDAD: TRAGEDIA, VÍCTIMAS Y SIGNOS. ENSAYO DE INTERPRETACIÓN DEL GUERNICA Y DE ALGUNAS OBRAS TRÁGICAS DE LORCA David García-‐Ramos Gallego Universidad Católica de Valencia - San Vicente Mártir (UCV)

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Prefacio * Quisiera comenzar evocando un icono pictórico del siglo XX: el Guernica de Pablo Picasso. Es probable que el lector no tenga ninguna dificultad en recordarlo, puesto que se ha conver-‐ tido en un icono de la Guerra Civil en España, de la barbarie de

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* Este trabajo se presentó en una forma muy distinta en el Coloquium on Violence & Religion 2011, del 15 al 18 de julio en Salina, Isole Eolie -‐ Si-‐ cilia, Italia. Estos encuentros tienen como objetivo la difusión, desarrollo y aplicación del pensamiento de René Girard. Apenas hablé allí del Guernica, y la interpretación que propuse de la obra de García Lorca era un esbozo de lo que aquí se presenta. El lema del coloquio era «Order and Disorder in History and Politics». La Guerra Civil española, con sus juegos de dife-‐ rencias tan marcadas como falsas, donde el desorden político dio paso a un orden político nuevo —¿o fue al revés?—, es por ello un excelente campo de estudio para analizar el mecanismo victimario que describe la obra de René Girard en detalle. Ya lo he hecho a través del análisis de la obra dramática del poeta español Miguel Hernández («Justicia social, violencia y sacrificio en el teatro de Miguel Hernández», en López-‐Casanova, A. (ed.). La lengua en corazón tengo bañada. Aproximaciones a la vida y la obra de Miguel Hernández, Valencia, PUV, 2010, pp. 95-‐121), y creemos que es posible arrojar una luz clara sobre un proceso tan enormemente polémico y oscurecido por rivalidades miméticas endémicas ya en España. Que sepamos, no hay nadie trabajando en esta línea actualmente. Por otro lado, la aplicación de la Teo-‐ ría Mimética a la historiografía o a la crítica histórica ha sido poco frecuente.

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la guerra y de la muerte que trajeron consigo los totalitarismos.1 Cuando hablamos de iconos culturales o artísticos nos referimos a un tipo muy concreto de signos.2 Cuando una imagen alcanza cierto estatus icónico, como es el caso, conviene reflexionar so-‐ bre las características que dicho estatus añade a su densidad sig-‐ nificativa. En el caso que nos ocupa, lo que encontramos es una variedad de interpretaciones enorme, todas matizadas e incluso contradictorias entre sí, como admite Rodríguez Fouz cuando afirma que: «pocas obras de arte contienen el potencial semántico del Guernica. Su ambigüedad genera interpretaciones de todo sig-‐ no, muchas veces incompatibles entre sí. Pensemos por ejemplo, entre la multitud de exégesis, en la versión que Juan Larrea dio del toro y del caballo (el primero sería el pueblo español y el segundo, esto es, el caballo, la España fascista sobre la que Pi-‐ casso ejercería un simbólico poder destructivo). O en la de Jorge Oteiza, identificando el caballo como «el animal totémico vasco» y afirmando que Picasso «ponía árbol de Gernika al poner caba-‐ No obstante, el último libro publicado por Girard (Achever Clausewitz, Pa-‐ ris, Carnetsnord, 2008) constituye un interesante precedente, al analizar las raíces y el desarrollo del conflicto franco-‐alemán a lo largo de dos siglos. En cualquier caso, subtitulo «Ensayo de…» porque soy consciente de las caren-‐ cias del estudio, carencias que tienen que ver con el espacio no filológico que constituye este libro. 1 Guernica es un pueblo vasco que fue bombardeado durante la Gue-‐ rra Civil por fuerzas aéreas alemanas (la Legión Cóndor) e italianas (Aviación Legionaria), bajo el mando del comandante Wolfram von Richthofen. Cfr. Arias Ramos, La Legión Cóndor En La Guerra Civil, Madrid, La Esfera de los Libros, 2003. Es interesante comprobar cómo las versiones sobre los motivos e incluso los autores del bombardeo varían según quién dé la información. 2 En estas líneas estoy siguiendo la división clásica de Charles S. Peir-‐ ce entre icono, índice y símbolo, tal y como se explica en los fragmentos sobre estas cuestiones que podemos encontrar seleccionados y traducidos por Sara Barrena, disponibles [en línea] [Consulta: 4 de enero de 2012].

M. Rodríguez Fouz, «Los combates del Guernica. El arte como testi-‐ monio y denuncia para una cultura de la paz», XVII Jornadas Internacionales de Cultura y Paz de Gernika: «Gernika, el Guernica y las otras Gernikas. Simbología de Paz», 2007: [en línea] , [Consulta: 4 de ene. de 2012], p. 6. La referencia al totemismo de Jorge Oteiza no deja de reflejar la vinculación de los nacionalismos con su origen en ritualizaciones y procesos de identi-‐ dad asentados sobre estructuras religiosas arcaicas.

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llo», y que representaba con él al pueblo vasco como víctima. La presencia de ambos animales, típicos de la iconografía picasiana, ha sido interpretada también como expresión literal del hecho de que el día del bombardeo había mercado en Gernika»3. Hay preguntas que surgen inevitablemente cuando uno contempla un cuadro de estas características y esas preguntas son difíciles de responder. Al perder su carácter narrativo y/o des-‐ criptivo, las artes plásticas tienen que buscar sus valores signifi-‐ cativos por otros caminos. La racionalidad occidental ha tratado siempre de explicar los signos como iconos o como índices. Estos dos tipos de signo tienen una relación de carácter más o menos lógico con los objetos a los que pueden representar. La susti-‐ tución en la que se sustentan estos signos se produce bien por causa del parecido entre el signo y el objeto representado —es el caso del icono—, bien por causa de una relación de carácter lógico entre ambos —para aquellos signos que denominamos ín-‐ dices—. Se deja el estudio de los símbolos, ese tercer signo cuya relación con el objeto es de naturaleza arbitraria o convencional, a la retórica, a la teología, a la crítica literaria, al psicoanálisis, a la antropología, etc. Nótese que tendremos que esperar al siglo XX para que se desarrolle una verdadera ciencia del símbolo, con fortuna muy variada. ¿Qué hay en el símbolo, signo arbitrario en el que es difícil o casi imposible dilucidar el origen de su signifi-‐ cado más allá de la mera hipótesis? Es esa misma arbitrariedad la

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que pareciera estar tras el misterio de lo sagrado, la misma que hace misteriosas todas las experiencias numinosas. Por ello las teorías del símbolo que tratan de explicar el sím-‐ bolo más allá de la mera descripción —citemos, por citar, rápida-‐ mente las tentativas más conocidas de Bachelard o Durand— no gozan de mucho crédito más allá de las disciplinas humanísticas ligadas al ejercicio de la crítica cultural. En cualquier caso este tipo de acercamientos tienen como objetivo dilucidar el funcio-‐ namiento cognitivo de un símbolo —ya sea desde el psicoanálisis o desde las neurociencias— o, más bien, la descripción del mis-‐ mo como hecho ya dado. Lo que no suele preguntarse es por su origen; todo lo más, apuntan razones misteriosas y transraciona-‐ les —por no decir abiertamente irracionales—. Por decirlo breve-‐ mente, es difícil hoy encontrar estudios diacrónicos, que asuman epistemológicamente un orden temporal de los datos objeto de estudio. En este sentido, y volviendo al Guernica, es muy revelador el testimonio de Picasso que recoge Arias Serrano del diplomáti-‐ co Juan Larrea: «Este toro es un toro, este caballo es un caballo. Hay tam-‐ bién una especie de pájaro, un polluelo o pichón, no lo recuerdo bien, sobre la mesa. Este polluelo es un polluelo. Sí, claro, los símbolos... Pero no es preciso que el pintor cree estos símbolos. De otro modo, sería escribir de una vez lo que se quiere decir en lugar de pintarlo. El público, los espectadores, tienen que ver en el caballo, en el toro, símbolos que interpreten como ellos quie-‐ ran. Hay animales, son animales destrozados. Para mí, es todo, que el público vea lo que quiera».4 4 L. Arias Serrano, «La guerra civil española como catalizador del pen-‐ samiento político de Picasso, Miró y Dalí», Anales de Historia del Arte, 10, 2000, p. 300.

Rodríguez Fouz, Op. cit., 2007, p. 6.

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No obstante, y a pesar de la autonomía de los lenguajes ar-‐ tísticos —que no debe negarse en ningún caso— lo cierto es que Picasso quiso pintar la vida. Esa autonomía lo es respecto a otros lenguajes —literario, filosófico, crítico—, no frente a la realidad. Lo que Picasso pinta en su obra es algo que excede la propia obra, que ha de excederla: pinta la realidad o, más bien, pinta realidad, desgajada ya del determinante. Y es cierto el Guernica, como toda obra maestra que se precie, es ya real, en ese sentido icónico al que antes hacíamos referencia. Y lo que nace como símbolo, encierra así un icono. No son figuras puestas sin más ni más en el ruedo del lienzo, pero tampoco son figuras elegidas sesudamente. Se trata de una intuición más profunda, que va más allá de la estética, del formalismo, y más acá del mito, del sim-‐ bolismo. En cierto sentido, podríamos decir que lo que enuncia —con las artes no verbales las palabras debieran ir siempre en cursiva o entrecomilladas— es la realidad de la violencia sacra-‐ lizante, y trata de desvelarla. Afirma de nuevo Rodríguez Fouz: «Picasso, por su parte, dejó abierto su significado, conce-‐ diendo únicamente una pista cargada de sentido: aquella que afirmaba que ambas figuras eran animales cruelmente asesina-‐ dos».5 Decir que el Guernica —el cuadro conocido como el Guernica— no representa —¡simboliza!— el bombardeo de la localidad vasca parecería extraño. La vinculación es tan evidente que es difícil negarla. Pero existen ciertos hechos que nos pue-‐ den ayudar a ampliar y comprender qué quiso decir Picasso al pintar esta obra. No quiero negar el vínculo con el desastre civil que supuso. Creo, además, que Picasso mismo pudo ver esa vin-‐ culación y sentirse estimulado por ello en un momento de crisis creativa. Lo interesante es que, como artista que era, iba aún más

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allá, o más acá, de toda anécdota. ¿Qué hay en el cuadro de Pi-‐ casso? «Animales cruelmente asesinados». Víctimas sacrificiales, y no otra cosa. ¿Será que lo que de verdad hay sobre la guerra, sobre la violencia del hombre hacia el hombre, sobre el hombre, está íntimamente relacionado con el sacrificio? Para René Girard la respuesta es afirmativa: el hombre nace con la religión, ha sido educado por el sacrificio, es lo que es por ser un animal religioso.6 Espero que al final de este capítulo podamos ver en esta pintura su verdadero valor simbólico, el de una luz que ilumina la realidad, y no simplemente como su sustituta o suplemento. Este es el valor del arte verdadero: revelar la verdad sobre el hombre, sobre la violencia que le acecha y sobre el amor que lo redime. Podremos afirmar que si dicha verdad es una y la misma —la ver-‐ dad de la violencia sobre la que sostenemos frágilmente la socie-‐ dad— entonces las obras de arte que la muestran mostrarán esa misma verdad e iluminarán complementariamente la realidad.

Introducción: literatura, realidad y mímesis Las obras literarias cobijan en su interior una verdad que es difícil mostrar de otra manera. Es idéntica a la verdad sobre el hombre que revela la teoría mimética. Esto es lo que Girard nos quería mostrar en su primera obra: la gran literatura y la teoría mimética coinciden plenamente. Cada una refleja, ilumina, revela y muestra a la otra, en un tour de force fenomenológico que no Dar aquí cuenta de todas las referencias en las que Girard realiza afirmaciones de este tipo es casi imposible. Una buena sistematización la encontramos en R. Girard, Los orígenes de la cultura. Conversaciones con Pierpaolo Antonello y João Cezar de Castro Rocha, Madrid, Trotta, 2006, pp. 111-‐140, donde se discute precisamente la «simbolicidad» del ser humano y su relación esencial con lo sagrado. En R. Girard, Achever Clausewitz, Paris, Carnetsnord, 2007, p. 17, leemos: «… l’homme vient du sacrifice, qu’il est né avec le religieux.»

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R. Girard, Mentira romántica y verdad novelesca, Barcelona, Ana-‐ grama, 1985. 8 Estamos aquí ante una cuestión en la que habría que profundizar. En su primera obra Girard parece decantarse por el género narrativo largo, las novelas. En La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 1998, el interés se desplaza hacia el género dramático. Y en Shakespeare, los fuegos de la envidia, Barcelona, Anagrama, 1995, además de los textos teatrales del bar-‐ do inglés, realiza una breve incursión en el género lírico al abordar algunos de los Sonetos de amor de interpretación tan problemática. Pero, por lo ge-‐ neral, la Teoría Mimética aplicada a la crítica literaria ha preferido vérselas con textos preferentemente narrativos —sin ser un dato contrastado, es nues-‐ tra impresión—, y habría que añadir las narrativas cinematográficas. Parece que, como afirma Milan Kundera, «la filosofía europea no supo pensar la vida del hombre, pensar su “metafísica concreta”, la novela está predesti-‐ nada a ocupar al fin ese terreno baldío en el que será irreemplazable» (M. Kundera, Los testamentos traicionados, Barcelona, Tusquets-‐Fábula, 2007, p. 180). La novela y todas los modos narrativos del resto de géneros pare-‐

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dejó ni deja a nadie indiferente. Cincuenta años después de la publicación en francés de Mentira romántica y verdad novelesca7 se hace necesaria una revisión de los fundamentos literarios de la Teoría Mimética. Tales fundamentos nos permitirán descubrir en las obras literarias una antropología consistente o, como diría Girard, una verdadera ciencia del hombre. Dentro de esa gran literatura de la que Girard nos habla, el teatro tiene un papel central y muy especial. Constituye uno de los productos culturales más complejos que ha creado el ser humano. Decir que es una summa artis es decir poco: todo se da cita en él. Aristóteles lo definía básicamente como la imitación de las acciones de los hombres. Esta definición nos ofrece ya una doble perspectiva mimética: la del autor que imita las acciones de los hombres y aquella que, con Girard, descubrimos en las mismas acciones de los hombres. De esta doble hélice, de este nudo gordiano, dimana toda la dificultad y toda la grandeza de la literatura dramática —no solo de la literatura dramática, también de la literatura en general; pero especialmente de la dramática.8 7

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Resulta obvio señalar el importante papel que en el teatro de Federico García Lorca tiene el símbolo. Los análisis del sim-‐ bolismo lorquiano son muy abundantes y el nuestro no pretende volver a recorrer sendas ya transitadas.9 Queremos enfrentar el cen tener mayor relevancia en este sentido. Entonces, ¿en el teatro moderno no podemos encontrar una revelación a la altura del discurso narrativo? G. Steiner proclama —con incontables matices y de manera incierta tras casi trescientas páginas— la muerte de la tragedia en nuestra era. Si la tragedia conectaba al hombre con el sustrato terrible de lo divino –esa terribilitas de lo santo que canta R. Otto en su obra Lo santo, Alianza, Madrid, 2007–, al morir la tragedia muere la fuerza sacra de lo dramático, que queda como género o forma vacía de lo propio suyo. Pienso, aunque este no es lugar para desarrollarlo, que la fuerza dramática viene más del hecho de ser «mímesis de las acciones de los hombre», como nos dice Aristóteles en su Poética. Está la fuerza trágica en esa imitación, en esa reproducción especular de las acciones, vinculada al mimo y al rito. Son imitaciones limitadas, controla-‐ das, regladas, legisladas. Imitaciones con las que no corremos el riesgo de sucumbir a una escalada mimética impredecible. Cfr. G. Steiner, La muerte de la tragedia, Madrid, Siruela, 2011. 9 Hay que referirse aquí, no obstante, al menos a dos estudios que han tenido una especial influencia en el presente trabajo. Por un lado la obra de A. Álvarez de Miranda, La metáfora y el mito, Sevilla, Editorial Renacimien-‐ to, 2011. Esta reedición lo es de un clásico de 1953, que su autor tituló Poesía y religión, e indaga en las intuiciones de la religiosidad primitiva en la obra de Lorca, tal y como reza el subtítulo de la reedición. Se trata de un libro que merecerá un estudio aparte, puesto que las ideas que presenta, sin dejar de deberle mucho a las tesis más telúricas de Mircea Eliade, se acerca, no obs-‐ tante, a una comprensión más clara del papel del sacrificio en las religiones. El otro estudio que he de nombrar, en el que se sigue sumariamente a Álva-‐ rez de Miranda y a Steiner en los libros de ellos citados, el la introducción de Allen Josephs y Juan Caballero a uno de los textos lorquianos: A. Josephs y J. Caballero, «Introducción», en F. García Lorca, Bodas de sangre (ed. de A. Josephs y J. Caballero), Madrid, Cátedra, 1994, pp. 11-‐80. Todos los da-‐ tos relevantes sobre la obra de Lorca y el aparato filológico están tomados de este texto y a él me remito implícitamente mientras no diga lo contrario. Hay que reconocer que la interpretación que ofrecen, sin estar del todo de acuerdo con la que aquí ofreceremos, tiene muchos puntos en común. Ello es debido, sin duda, al hecho de que los autores hayan tenido en cuenta y utilizado materiales etnográficos y antropológicos.

R. Girard, Los orígenes de…, op. cit., p. 111.

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símbolo no a su significado poético sino a la realidad, a esa rea-‐ lidad que oculta y revela al mismo tiempo. Símbolos tan densos como el toro, o el caballo, o el bastón de mando, o la luna, la noche, la tierra, la mujer tejiendo, los labradores y todo el imagi-‐ nario del mundo agrícola —conservado en la tradición bucólico-‐ pastoril en Occidente—, se construyen contra lo real, lo interpe-‐ lan, lo persiguen. Sucede como si el escritor envidiara la fuerza ontológica de la realidad y tratara de copiarla —pensemos que la naturaleza es «una maquina hipersacrificial».10 Si aceptamos este punto de partida, es evidente que todo el teatro de Lorca es más simbólico —y de un simbolismo de excelente factura, no mero acopio de mito— en tanto que mayor es la preocupación del escritor por captar la realidad y repre-‐ sentarla. Es en este juego de representación donde, como en el Quijote y en otras obras maestras de la literatura universal, parece descansar el secreto mecanismo que hace que una obra perviva, convertida en un clásico. Los espejos se suceden, y como en toda gran obra de ficción, la mimesis despliega todo su poder de contagio. Este poder mimético desencadenado se resuelve en el tea-‐ tro del dramaturgo español miméticamente, esto es, en torno a una víctima propiciatoria sobre la que se descarga no solo la ten-‐ sión de la masa, sino también la del mismo conflicto mimético que constituye la estructura misma de la obra. El papel de las víctimas en el teatro de Lorca revela el secreto origen y la oculta resolución de la violencia humana. El lenguaje mitológico que la crítica ha atribuido siempre a García Lorca encuentra así una explicación que iría más allá de una simple elección personal: la misma naturaleza de su empeño poético lo empujarán a ese lenguaje. La pregunta a la que trataremos de responder es si ese

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empeño revela más que oculta, o si, por el contrario, oculta y solo nuestra perspectiva mimética nos permite revelar lo escon-‐ dido en su obra.

1. Sobre la obra de Lorca: Bodas de Sangre, Yerma, y La casa de Bernarda Alba

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Dentro de crítica lorquiana se ha debatido tradicionalmente el estatuto de tragedia para algunas de sus obras. El propio Lorca declaró que tenía en mente una trilogía trágica tras el estreno de la primera de las obras que vamos a analizar, Bodas de Sangre (BdS). Esta trilogía para algunos está incompleta: la continuaría Yerma (Y) y quedaría truncada por la prematura muerte del poe-‐ ta; o se vería completada por una última obra que tiene cierto parecido con las anteriores —el material popular, el espacio, los personajes y ciertos aspectos de la temática—: La casa de Bernarda Alba (CBA). Los que no la incluyen aducen un criterio tan simple y po-‐ deroso como el título. Mientras que las dos primeras incluyen lo trágico sea como sustantivo (BdS), sea como adjetivo (Y, poema trágico), la tercera, CBA es, sin más drama, lo que parece con-‐ tradecir la propia postura del autor ante la tragedia: Lorca hace tragedias de forma totalmente consciente, quiere hacer tragedias. Por tanto, CBA no es tragedia. Dicen A. Josephs y J. Caballero que en ella «no hay personajes sobrenaturales, no hay coros que subrayen la acción, no hay danzas simbólicas ni romerías y no hay nada ritual».11 Lo inteligente es preguntarse: a) ¿qué entiende Lorca por tra-‐ gedia?, y b) independientemente de lo que entienda el autor por 11 A. Jopehs y J. Caballero, «Introducción», en La casa de Bernarda Alba (ed. de A. Josephs y J. Caballero), Madrid, Cátedra, 199017, p. 69.

Estas cuestiones están ampliamente tratadas y desarrolladas por pri-‐ mera vez en R. Girard, La violencia y lo sagrado, op. cit., especialmente en los capítulos V a VII.

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tragedia, ¿estas obras de Lorca responden a lo que se entiende por tragedia, al arquetipo trágico? En ambos casos las preguntas nos llevan más allá de lo meramente literario y nos conducen a respuestas de índole antropológico. Quiero decir que ahondar en estas cuestiones implica profundizar en las raíces de lo humano, raíces que autores como Girard han establecido en el sacrificio y en lo religioso-‐sagrado. Sostenía Steiner que la tragedia ha desaparecido después de Grecia. Los dramaturgos tratan de escribir tragedias, pero su esfuerzo es vano, pues su imitación de las tragedias clásicas no funciona. El hecho de que hoy no haya tragedia tiene que ver con el trabajo en la Historia de la revelación cristiana, tal y como ha señalado en repetidas ocasiones René Girard. Uno de los resultados de ese trabajo es la secularización; podemos añadir otros muchos, entre ellos, siguiendo la tesis de Steiner, la desaparición de la tragedia. Ambas, religión —entendida como la entiende Girard, es decir, como sacralidad ligada a la violencia victimaria— y tragedia —la prueba documental de esa vincula-‐ ción entre religión y violencia—,12 desaparecen porque su fun-‐ ción se ha revelado inútil. Entonces, ¿qué valor tienen y cómo hemos de leer las trage-‐ dias de García Lorca? La respuesta es de una claridad meridiana: Lorca se da cuenta de que el significado, la posibilidad de sentido en cualquier sociedad, en cualquier cultura, viene de la mano del mito, del símbolo y, en última instancia, de las estructuras sacri-‐ ficiales. Es probable que esta sensibilidad hacia estas cuestiones naciera de su trabajo en los años veinte como folklorista. También hay testimonios familiares de su infancia que nos muestran a un

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Lorca entregado a todo tipo de liturgias (de la Iglesia Católica, misas y procesiones; seculares, teatros, títeres…).13 Todos estos valores se completan y encajan perfectamente si añadimos a esas experiencias liminares del poeta —el contac-‐ to con el folclore y la fiesta popular, con las liturgias católicas y las procesiones andaluzas tan intensas y masificadas— la fiesta taurina. El toro y el torero, dobles miméticos, animal sacrificial, minotauro, doble monstruoso. Ya hay en el toreo una primera intuición del carácter sacrificial del pueblo que Lorca capta con gran claridad: «la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adora y se sacrifi-‐ ca a un Dios».14 «Este carácter litúrgico, que revela el toreo como «una ceremonia menos desarrollada que la tragedia, puesto que nunca evolucionó más allá de la etapa del sacrificio»15 le hace pensar a Lorca en todo el conjunto de rituales de los que partici-‐ pa el pueblo como un conjunto arcaizante muy vivo en su época. El cristianismo ha sido en muchas ocasiones, una pátina sobre la religiosidad arcaica que, a pesar del paso del tiempo, no ha logrado penetrar en la conciencia del hombre. Porque el hecho García Lorca establezca una comparación explícita entre la misa, el teatro, el toreo y la fiesta popular, indica simplemente que la raíz es la misma, una raíz religiosa que ha de resolver las cuentas del hombre con su violencia. Comprender la realidad sacrificial del hombre es el primer paso, que Lorca intuitivamente da. ¿Será capaz de aventurarse más allá y salir de ese inevitable y trágico ciclo de sacrificios sangrientos? 13

Cfr. A. Josephs y J. Caballero, «Introducción», en Bodas de sangre...,

op. cit. F. García Lorca, Obras completas, Madrid, Aguilar, 197720, vol. I, p. 1107, citado en A. Josephs y J. Caballero, «Introducción», en Bodas de…, op. cit., p. 53. 15 Ibídem, p. 51.

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El teatro de Lorca se caracteriza por poseer una fuerza sim-‐ bólica extraordinaria. Los símbolos están arraigados a su tierra, a la Andalucía casi mítica de su infancia. Conectan además, como ha sabido ver con perspicacia Álvarez de Miranda, con simbo-‐ lismos primitivos, de religiones arcaicas. Estos símbolos giran en torno a la vida orgánica, a los ciclos de fecundidad, la sangre como vida y como muerte. Estos símbolos se pueden organizar temáticamente en torno a esos ciclos, aunque por lo general es frecuente que un mismo símbolo haga referencia a más de un ciclo orgánico. Asimismo es posible clasificar estos símbolos por su propia forma, pero también en este caso encontramos serias dificultades en lo relativo a la univocidad del símbolo. Es como si los símbolos en manos de Lorca eclosionaran en una jungla de significados y referencias, que, no obstante, no conducen a la confusión sino a la plenitud de sentido en la que reside el vigor de su obra. Como en Shakespeare, cada término tiene un sentido preciso que no olvida, sin embargo, ninguno de sus posibles sentidos. Resultan sospechosos, siempre, los intentos estructuralistas de reducirlo todo a estructura, a forma explicada, a ciencia. No deja de ser otro mito, tal vez más elaborado, pero claramente engañoso. El símbolo es en origen ambivalente, arbi-‐ trario. En La violencia y lo sagrado lo señala Girard con claridad: los símbolos son fruto de un sacrificio, de una sustitución. Este hecho, la arbitrariedad de los sistemas simbólicos, no resta valor a los mismos de hecho. Como señala René Girard, son el único sistema con que contamos. Hay cierto valor en él, un valor herme-‐ néutico que reposa sobre la huella que mantiene de su origen. 16

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Cfr. para todas estas cuestiones R. Girard, La violencia y lo sagrado, op. cit., pp. 239-‐244. Sobre la cuestión de la sustitución y del suplemente, el 16

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2. Primera cuestión: lo real y lo poético, lo mítico y lo simbólico

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2.1. De lo real a lo poético Nos encontramos con el hecho de que las tres obras parten de tres situaciones reales, de tres lugares: Níjar, Moclín y Asque-‐ rosa, respectivamente.17 Que García Lorca tome tres episodios sucedidos realmente y los manipule y trabaje hasta transformarlos en obras artísticas completas es una cuestión que merece la pena analizar en detalle. Se ha hablado desde la crítica de un paso de lo real, enten-‐ dido como lo prosaico, la superficie de la esencia, lo carente de interés, a lo poético, entendido como lo mejor, el escapismo, la utopía, lo onírico, lo diferente, en definitiva. Es cierta está trans-‐ formación, pero no en los términos establecidos. Entender el arte como lo otro de la realidad es entender poco el arte. Y en el caso de Lorca, más aún. Lorca no poetiza para superar lo real, para dejarlo atrás en un sueño de exotismo, sino para conquistar lo real, lo que él mismo denomina la realidad de su pueblo. Esto queda claro cuando en la CBA Lorca advierte al lector de que la obra quiere ser un documental fotográfico está dándonos la clave interpretativa que necesitamos. Pensemos que Mariana Pineda es considerada un drama ro-‐ mántico, una obra de principiante por el propio Lorca. Una obra que imita las tendencias teatrales de la época, que, por eso mis-‐ mo, nos miente. La crítica señala que lo mejor de la obra teatral de Lorca coincide con la experimentación a la que somete las formas clásicas del teatro, con el uso del verso, de los coros, de los personajes, de las historias.

propio Girard cita a Derrida y su «La farmacia de Platón», en J. Derrida, La diseminación, Madrid, Fundamentos, pp. 91-‐261. 17 A. Josephs y J. Caballero, «Introducción», en La casa de…, op. cit., p. 58.

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La obra de Lorca es mimética por otros motivos: trata de re-‐ presentar la realidad, por un lado, y la realidad antropológica de las relaciones humanas. Y el modo de representarlas es mimético, en el sentido en que usa la propia naturaleza ritual y litúrgica (el mecanismo mimético sacrificial) del teatro para hacerlo. Esta es la doble hélice mimética de la que hablaba al principio. De BdS se ha dicho que es «una superación lírica de la realidad y una prevención ritual contra ella».18 Como si la obra tuviera como objetivo ir más allá de lo real, superarlo. Lo cierto es que la obra artística lograda nos devuelve la realidad transforma-‐ da o, mejor, revelada. Como los árboles no dejan ver el bosque, los símbolos y mitos no dejan ver la raíz real y verdadera de la violencia del hombre. Lo sublime lorquiano es para la crítica la enésima mentira romántica que se relata y transmite frenética-‐ mente con tal de no ver la verdad que se cuenta ante sus ojos.

3. Segunda cuestión: el teatro de Lorca bajo una luz girardiana El discurso evangélico anula la función de ocultación del mito religioso. ¿Se anula de la misma forma en el teatro de Lor-‐ ca el mito? ¿O, por el contario, más bien lo perpetúa? Podemos afirmar que ambas respuestas son ciertas: por una parte, lo anula, porque, en cierta manera, lo desvela; lo perpetúa, porque su re-‐ velación no termina de ser completa. ¿Por qué no termina de revelar con todas sus consecuencias el mecanismo que los mitos ocultan? Porque, usando los mismos recursos que el mito, recrea mitos. Es cierto que Lorca entiende los mitos, entiende su mecanismo, pero, en cierto sentido sucum-‐ Ibídem, p. 80.

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be a esos mecanismos, fascinado por su poder, por el éxito de sus representaciones. Sin embargo, algo se cuela por las ranuras. De forma pro-‐ gresiva, desde BdS hasta CBA Lorca desmonta el mito de la victi-‐ ma sacrifical, pasando del duelo de rivales miméticos, al asesina-‐ to/sacrificio y, finalmente, al suicidio-‐sacrificio.

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3.1. Estructuras miméticas (I): el deseo mimético En las tres obras aparece el deseo —y sus concreciones en forma de envidia, de celos, etc.— como centro de la propuesta dramática de Lorca, un deseo asociado a diferentes prohibiciones o conflictos en las relaciones interdividuales: 1. El deseo del otro hombre (adulterio no consumado) en BdS provoca el conflicto dual entre los rivales masculinos del triángulo amoroso: el Novio y Leonardo. Pelean por el orden so-‐ cial que la fiesta nupcial parece haber roto, no solo por el adul-‐ terio, sino por la fiesta en sí misma. La Madre hace referencias al comienzo de la obra a un enfrentamiento entre familias del que arranca todo el conflicto. 2. El deseo del otro hombre (adulterio no consumado) en Y se mezcla con el deseo de ser madre, la maternidad o fecundi-‐ dad. El deseo de ser madre hace que Yerma envidie a todas las madres, y desee sus hijos. El respeto a la prohibición le impide obtener su objeto de deseo, la maternidad. 3. El deseo del otro hombre (adulterio consumado) en CBA genera el conflicto entre las hermanas, conflicto en el microcos-‐ mos que es la casa de Bernarda Alba que se refleja en el con-‐ flicto social que provoca el deseo prohibido en el pueblo. Las hermanas sucumben a una trama de envidias, celos y venganzas en las que no faltan elementos simbólico-‐poéticos de gran carga significativa.

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El deseo que Lorca tematiza es el de la mujer. Álvarez de Miranda afirma que las mujeres del teatro de Lorca se relacio-‐ nan con el hombre buscando en él un principio de fecundidad y de vida del que ellas carecen. Lejos de estar de acuerdo con esta afirmación, creemos que más allá de la diferencia sexual o de género, estamos ante un universal antropológico: el deseo es fuente de conflicto por su carácter mimético. Deseamos las mis-‐ mas cosas que los demás o deseamos aquello que no podemos alcanzar precisamente por la presencia de rivales que parecen desear lo mismo. Aparecen ante nuestros deseos obstáculos que nos azuzan hacia el objeto. En cualquier caso, todo deseo vela-‐ do, contra el otro, todo deseo mimético —en los distintos grados que indica René Girard a lo largo de su obra—,19 y es fuente de conflicto.

3.2. Estructuras miméticas (II): la violencia y el sacrificio Las rivalidades que aparecen en las tres obras varían de forma significativa. En BdS los rivales son dos hombres que se enfrentan por una mujer. Los adúlteros hablan de un amor al que no pueden resistirse. Un amor que hace de Leonardo casi un centauro, un doble monstruoso, que visita por la noche y rapta a caballo a la Novia (la rapta convertido en un semidiós, en un doble monstruoso); pero también son rivales las familias (debido a un conflicto sin origen, cuyo objeto se ha perdido); y son rivales

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19 No obstante, es cierto que la tematización femenina arroja algo de luz sobre el vínculo que se establece entre el deseo mimético –deseo de apropiación mediado por el rival/modelo– y el mecanismo sacrificial. Lo femenino que desea produce, en cierto sentido, un determinado tipo de pro-‐ cesos sacrificiales. Siendo el resultado el mismo, veremos que la tipología de víctimas lorquiana incluye una variable sexual de género.

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también, un tipo muy especial de rivales, la Madre y la Novia. Todos estos enfrentamientos terminan en una violencia desatada. En el acto tercero de la obra el realismo lírico que hasta enton-‐ ces ha sido el modo expresivo de la obra se torna en alegoría simbólica, en fantasía lírica. Las personificaciones de la Muerte y la Luna, más allá de su significado y sentido míticos, lo que real-‐ mente hacen es realzar el carácter ritual del duelo y de la muerte de los dos rivales, pero, al mismo tiempo, oculta la verdad sobre ese duelo. En Y hay dos enfrentamientos miméticos: el de Yerma con algunos de los personajes femeninos que aparecen, y el enfren-‐ tamiento con el marido, que es un Edipo invertido: el marido es el hijo, el rival se ha eclipsado para ser el objeto de deseo de la protagonista. El marido, Juan, tiene que ser sacrificado, porque es el obstáculo que impide el orden social que Yerma se ima-‐ gina, en el que ella accede a la maternidad. El doble vínculo que los une podría resumirse así: ni contigo ni sin ti. Juan, el esposo, es la causa de la esterilidad y al mismo tiempo el único padre posible para los hijos de Yerma. Si lo mata podrá casarse con quien le dé hijos. Poco antes de darle muerte una mujer le ofrece la posibilidad de tener relaciones con su hijo para que pueda darle hijos. Sobre el marido le dice la Vieja: «Y en cuanto a tu marido, hay en mi casa entrañas y herramientas para que no cruce siquiera la calle». Yerma rechaza el ofrecimiento solo para matar en la escena inmediata a su marido con sus propias manos. La honra, ese código no escrito que se ha literaturizado en nuestro teatro áureo como en ningún otro lugar, aparece en Y y en BdS como inviolables e invioladas leyes. No se comete adul-‐ terio. La transgresión de esta norma —como por ejemplo sucede en Fuenteovejuna, donde el señor deshonra a una mujer y termi-‐ na siendo linchado— no es el origen de la violencia social subsi-‐

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guiente. De algún modo ese origen se sitúa antes de la norma, de la prohibición, y tal vez sea ese uno de los motivos del alcance universal del teatro de Lorca. La norma quebrada en CBA por Adela tendrá, como veremos enseguida, consecuencias desesta-‐ bilizadoras para la vida social. En las dos tragedias formalmente admitidas como tales por el propio Lorca, las muertes son masculinas. Señalo con esto algo que pueda parecer evidente pero que no lo es: la violencia es patrimonio principalmente de los hombres —no negamos la po-‐ sibilidad de mujeres violentas ni la de hombres mansos—. Esto es así al menos en el universo dramatúrgico de Lorca. El hombre no es la víctima natural de la violencia, sino el verdugo que la des-‐ carga sobre otros. No digo que no haya víctimas masculinas —el universo mitológico está plagado de ellas—, sino que la carac-‐ terización de la víctima más cercana a la antropología del chivo expiatorio girardiana tiene rasgos que coinciden con lo femenino, en tanto extraño a la organización masculina del mundo —esto podría no ser así en sociedad matriarcales, pero incluso en ellas la madre y la prole es protegida—, como los niños, los ancianos, los enfermos, los extranjeros, etc. En el primer caso, la muerte es fruto de un duelo de rivales. Pero la muerte de Juan a manos de su mujer tiene algo que el espíritu moderno califica de morboso, de extraño, ajeno, atractivo en tanto revelación especular inver-‐ tida de lo que todos entendemos —desgraciadamente— como lo natural. Hay algo extraño en esta muerte que se nos escapa, como un misterio que nos impide ver la verdad sacrificial que, sin embargo, como estamos observando, está por todas partes, puesta a conciencia por Lorca en escena: la romería, la danza, el toro, etc. En CBA hay dos niveles de enfrentamiento mimético: el de la familia, la casa, contra la sociedad —ese mantener las aparien-‐ cias frente al «qué dirán» que es tan andaluz y tan rural, pero tam-‐

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bién tan mimético—,20 y el de las hermanas por el amor de Pepe el Romano, como hemos visto. El primer conflicto se resuelve, como ya se prefigura al final del segundo acto, como un lincha-‐ miento —pero resuelto como un Isaac o una Ifigenia travestido en suicidio, o, más bien, al resolver la obra con el suicidio de Adela, nos señala que el sacrificio de sí de un Isaac o de una Ifigenia no son más que otra forma de suicidio, aparentemente—; en cual-‐ quier caso, el suicidio puede engañar al lector romántico: parece que Adela muere por amor y no por necesidad antropológica. El segundo conflicto, por otra parte, se resuelve a través del asesinato fuera de escena de Pepe el Romano —otra vez sería el hombre la víctima—, un asesinato que es falso —solo han herido al caballo, que es símbolo de la fuerza erótico-‐sexual del hombre para la mujer—, un sacrificio que no llega a darse, falso, ritual y fingido. Casi como si el disparo fuera realizado para que todos lo vean, para que todos lo oigan. Un disparo ritual para que todos vean y oigan. Pepe el Romano ha muerto simbólicamente y la honra —el orden social— pervive, aunque sea en esa muerte en vida que revelan las palabras de Bernarda Alba al final: «Nos hun-‐ diremos todas en un mar de luto. Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!».21 Tras el no sacrificio de la(s) víctima(s) el len-‐ Frente al empeño de los críticos por hablar de lo andaluz intempo-‐ ral en Lorca quisiera remitir aquí simplemente a cualquiera de las lecturas que ofrece R. Girard, en Mentira romántica…, op. cit., sobre los salones y las tertulias proustianas. Del salón parisino al pueblo andaluz no hay más que un paso, y es el grado de sofisticación de las leyes de intercambio social para evitar la violencia. Sí es cierto que en el pueblo andaluz estaba más cerca de lo arcaico religioso, pero las tensiones son las mismas. El orden social en el salón parisino es más precario, pero más dinámico. En cualquiera de las so-‐ ciedades rurales que nos presenta Lorca, el orden es mucho más rígido, pero por eso mismo, cuando se rompa, la violencia será mucho más real —menos simbólica—, mucho más «primitiva». 21 F. García Lorca, La casa de Bernarda Alba, Madrid, Cátedra, p. 199.

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guaje está prohibido. Si, como veíamos, lo simbólico nacía con el sacrificio, su anulación anularía también el lenguaje. Este silencio es el silencio del sacrificio inútil. Lorca ha visto la inutilidad del sacrificio y lo ha expuesto dramáticamente —no explícitamente— ante los ojos del público. Es la misma inutilidad y banalidad del mal absoluto que supuso la Shoa, la que le hizo interrogarse a Adorno sobre la posibilidad del arte tras Auschwitz —la posibilidad del lenguaje, del habla siquiera—. Cuando el sa-‐ crificio ha perdido su fuerza generado de orden y de sentido so-‐ cial, su presencia solo nos mueve al horror, a un horror silencioso que se cuela por las rendijas de lo social para corromperlo todo. No tenemos ya antídoto a la violencia. La denuncia airada lo úni-‐ co que pide es otro sacrificio igual de inútil: no hay sacrificios me-‐ jores una vez la misma institución del sacrificio ha muerto; esta es la conclusión que conduce a Girard a un pensamiento cada vez más apocalíptico en sus últimas obras. El sacrificio de alguna manera ya no sirve en sus formas debilitadas y lo único que nos queda esperar es un retorno de lo peor, de la cruenta violencia arcaica del todos contra todos. Este es el silencio del que habla Steiner cuando comparte con nosotros la siguiente experiencia: «Hay un momento en Madre Coraje en que los soldados entran con el cadáver de Schweizerkas. Sospechan que es hijo de la Coraje, pero no están del todo seguros. Hay que obligarla a que lo identifique. Vi a Helene Weigel representar la escena con el Ensemble de Berlín oriental, si bien «representar» es palabra mezquina para el prodigio de su encarnación. Cuando deposita-‐ ban ante ella el cuerpo de su hijo, se limitaba a menear la cabeza, en muda negación. Los soldados la obligaban a mirar nuevamen-‐ te. Y nuevamente ella no daba signo de reconocerlo, solo una mirada muerta. Luego, mientras sacaban el cuerpo, la Weigel mi-‐ raba para el otro lado y, como desgarrándola, abría su boca todo

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lo que podía. La forma del gesto era la del caballo que lanza un alarido en el Guérnica de Picasso. El sonido que salió era tan pri-‐ mitivo y terrible que supera toda descripción que pudiera hacer. Pero, en realidad, no hubo sonido alguno. Nada. El sonido fue el silencio total. Era el silencio que chillaba y chillaba por toda la sala, de modo tal que el público bajó la cabeza como ante una ráfaga de viento. Y ese alarido dentro del silencio me pareció ser el mismo de Casandra cuando adivina el vaho de sangre en la casa de Atreo. Era el mismo grito salvaje con que la imaginación trágica marcara inicialmente nuestro sentido de la vida. La misma lamentación salvaje y pura por la inhumanidad del hombre y la devastación de lo humano».22 Cualquier comentario es sobreabundar en lo evidente. El silencio pre—sacrificial retorna con fuerza en este siglo XX de horrores que sus poetas han tratado tantas veces en vano de describir. El sacrifico inútil ha dejado al hombre sin lenguaje. La disolución del arte, del teatro, del lenguaje, el fin de la filosofía o de la historia es el camino inverso —como en espejo— que condujo al homínido de la mano del sacrificio a la humanidad. Esta inhumanidad estuvo siempre presente en el sacrificio, oculta por el exceso de sentido que dio origen a lo que somos. El poeta es aquel que capta este daimon, este duende —como lo llama Lorca—, y trata de representar este misterio en su obra. La obra no es más que otra sustitución, un nuevo movimiento sacrificial. Como lo es la filosofía, la ciencia, etc. Sin embargo, la literatura encierra en sí su propio origen, como el mecanismo secreto que la hace funcionar: la sustitución del objeto por otra cosa, que está en la base del sacrificio, es constante en el producto literario, es su mismo fundamento.

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G. Steiner, Op. cit., pp. 280-‐281.

Concluía mi estudio sobre las categorías de las víctimas en el teatro hernandiano estableciendo diferentes categorías de víc-‐ timas en el mismo. Creo que dicha taxonomía es extensible y útil, en cierto modo, para analizar el papel de las víctimas en el teatro de García Lorca: «Existe hoy una preocupación neurótica por las víctimas que está en buena medida justificada y que es hasta cierto punto deseable. Su inocencia queda fuera de toda duda: han sido los vencedores siempre los que han escrito la historia, y de las vícti-‐ mas con la que han ido sembrando su camino hacia el poder solo queda la culpa que nadie cuestiona. Culpable era ya Job el justo que nada hizo. Esta verdad que se nos aparece como por arte de magia a todos los hombres como [algo] evidente, en una epifa-‐ nía historiográfica y epistemológica que está removiendo nues-‐ tra concepción del mundo, está en la génesis de la construcción teatral de Miguel Hernández. En ella, la víctima ocupa un lugar central, como hemos venido demostrando: las víctimas, elegidas por el dramaturgo, se caracterizan como inocentes si luchan con-‐ tra el poder establecido, y como culpables y necesarias si, por el contrario, han sido opresoras ellas mismas; una tercera categoría apenas tiene tiempo de asomar y lo hace en aras de los tiempos que el poeta está viviendo —tiempos de guerra— en el momento de su escritura. Es la categoría de las víctimas oblativas, las víc-‐ timas que se ofrecen a sí mismas, siendo inocentes, para poder asegurar un futuro al Hombre».23 D. García-‐Ramos, «Las víctimas en el teatro de Miguel Hernández», comunicación presentada en el III Congreso Internacional Miguel Hernán-‐ dez, 26-‐30 de octubre de 2010, pendiente de publicación en las actas del mismo. Se publicará una versión del mismo en el número cero de la Revista XG, en la primavera de 2012.

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3.3. Estructuras miméticas (III): el papel de las víctimas

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En el caso de García Lorca las tres obras presenta tres tipos distintos de víctima claramente diferenciados —aunque el estudio de la caracterización de las víctimas en el teatro de García Lorca merecería otro trabajo aparte—. Lo que trataremos de ver es si en el autor granadino también se dan estos tipos victimarios. Nuestra hipótesis es que no solo se dan, sino que además permiten elabo-‐ rar una teoría del sacrificio que, sino está explícitamente expuesta por Lorca, al menos sí elaborada implícitamente en las obras. Hay que insistir en el hecho de que es probable que en Lorca no se produzca lo que Alejandro Llano denomina, siguiendo a Girard, la conversión literaria.24 El fenómeno religiosos sacrificial es de una naturaleza tal que, aun habiendo intuido su origen, es difícil reconocerlo. Si no se produce esa metánoia, la dirección sacrificial sigue siendo la misma y su papel queda relativamente oculto. Quien sabe si en Lorca hubiera terminado por darse esta revelación/conversión. Su condición homosexual, víctima social en potencia, le hacía especialmente sensible a los esquemas de persecución. Su obra es un canto a las víctimas perseguidas de todo el mundo. No siempre esta sensibilidad hacia las víctimas desemboca en una verdadera solución. Lo más frecuente es que cambien las tornas, que la víctima se vuelva verdugo y el ver-‐ dugo víctima, reanudando un ciclo de venganzas que creíamos cerrado. Encontramos en primer lugar víctimas de su propia violen-‐ cia en BdS, míticamente revestida de muerte ritual. El cuchillo es un elemento constantemente presente en la obra de Lorca. Es un cuchillo de plata, marcando el valor ritual del instrumento. Aparece desde el acto primero, prefigurando ya la muerte trágica a la que vamos a asistir. La víctima por excelencia, el rival del

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Cfr., en este mismo libro, el capítulo de A. Llano, «Literatura como conversión», págs. 17ss. 24

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«MADRE … Vecinas, con un cuchillo, Con un cuchillito, En un día señalado, entre las dos y las tres, Se mataron los dos hombres del amor. Con un cuchillo, con un cuchillito

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Novio, tiene nombre, Leonardo; está también marcado hasta en este sentido. La víctima aquí nos recuerda a Eteocles y Polinices. Girard en su La violencia y lo sagrado los propone como modelos de víctimas rivales que han sucumbido a una escalada violenta de carácter social. La Luna y la Muerte —como sacerdote y acólito, respec-‐ tivamente— son también elementos rituales que conforman un escenario aparentemente ritualizado. Pero Lorca mantiene cier-‐ tas estructuras reales, no míticas, que están en el origen de la violencia: el enfrentamiento de las familias, antiguo, perpetuo; el triángulo amoroso —aunque no es el centro de la obra—; la ne-‐ cesidad de una solución sacrificial a una crisis de tipo social: el adulterio de la Novia hace que se rompa toda la debilitada es-‐ tructura social que Lorca retrata tan bien. Las tensiones miméticas han desatado un infierno que ha de concluir de forma necesaria-‐ mente mimética. La Novia, en el último cuadro, se ofrece como víctima. Pide a la madre que la mate para restaurar el orden social. La Madre rechaza el ofrecimiento de la Novia y presenta ya a su hijo en el siguiente estadio: su tumba pasa a ser venerada —también Leo-‐ nardo está presente, siempre en boca de la Novia. El final, coral, lírico, es una canción sobre el origen de los mitos, de los ritos y de los sacrificios, siempre oculto:

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que apenas cabe en la mano, pero que penetra fino por las carnes asombradas, y que se para en el sitio donde tiembla enmarañada la oscra raíz del grito.»

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Están presentes el cuchillo, los dos hombres —ya indife-‐ renciados, sin nombre, y es la madre la que canta a los dos—, y descrito el sacrificio y esa oscura raíz del grito que es el origen del lenguaje, como veíamos más arriba. El marido de Yerma, Juan, es una víctima ritual. La esce-‐ nografía que ha preparado García Lorca en el último acto es de carácter festivo religioso. Son las dionisias, las fiestas en honor a Dioniso en las que la tragedia griega se gestó. La romería a la que asisten ambos, buscando fecundidad, constituye como fondo «un pintoresco ambiente en el que cristianismo y paganismo se funden».25 Sobre este fondo se representa el drama: el asesinato ritual se prepara con todo lujo de detalles. No hay que pasar por alto el hecho de que es la obra más trágica en lo que a forma se refiere. Las danzas con el toro, otro animal ritual —en realidad un hombre disfrazado de toro, un minotauro en la mejor tradición de Picasso, un monstruo mítico—, el sacrificio ritualizado y repre-‐ sentado, preceden al sacrificio real, como si Lorca nos dijera: «lo que se esconde tras estas víctimas rituales son víctimas reales». Este es el realismo que queríamos iluminar: la verdadera víctima es siempre real, y las fiestas y rituales religiosos nos la ocultan para poder, en la ignorancia, perpetuar el orden social violento. En CBA, Adela, la hija más joven, la pequeña —la dife-‐ rente de todas las demás por ser la benjamina, como el José de I.-‐M. Gil, «Introducción», en F. García Lorca, Yerma, Madrid, Cáte-‐ dra, 2006, p. 16. 25

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la Biblia, pero también como su directa rival, Angustias, que es hija de padre diferente—, va transformándose poco a poco en la víctima. Podríamos decir que la obra nos muestra el mecanismo que lleva a la elección de la víctima y su sacrificio. El acento en esta obra está puesto precisamente en este aspecto. Por eso, no es casual ni una nota de color que asistamos a un linchamiento al final del segundo acto. Tampoco es solo una premonición del final de la obra. De hecho, Adela no será linchada. Va mucho más allá: es un documento gráfico del mecanismo sacrificial. El contagio mimético es muy fuerte. Solo Adela, otra víctima, po-‐ drá compadecerse de la víctima; pero esta compasión no es en absoluto catártica, no purga nada. Es más, acelera el desenlace: todos los personajes sucumben al contagio mimético de la socie-‐ dad de fuera de la casa y reproducen en la sociedad de dentro el mismo esquema de persecución. El tercer acto es una pesadilla angustiosa cuya tensión dramática va subiendo de forma impa-‐ rable. Al final, Adela se mata por despecho, pero en la estructura general Adela ocupa el lugar de la víctima. Es víctima de todos, pero no llega a ser linchada. La sociedad, el pueblo, está fuera de la escena. La víctima no es designada más que por ella misma: es Adela quien se elige y se sacrifica. Pero lejos de ser un sacrificio de sí misma, es un sacrificio del pueblo, un pueblo, una masa oculta en el qué dirán, en los posibles rumores del pueblo. Al grito de «¡Se han levantado los vecinos!» todas corren a preparar ritualmente el cuerpo de Adela, doncella, virgen, inocente. La víctima es, como se supondrá, una nueva Ifigenia —o un nuevo Isaac—, pero sin ser ya una ÄN\YH*OYPZ[P —Cristo es el único que toma su propia vida y la ofrece al otro, sacrificándose a sí mismo por el otro—. Adela no llega a significar la víctima oblativa por excelencia, su violencia no es la violencia del amor —a sus hermanas, a Pepe el Romano—, sino la violencia arcai-‐

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zante de lo sacro violento. No obstante, Lorca logra exponer el mecanismo oculto de esta violencia.

4. Conclusiones El orden social escamotea y oculta en cualquier caso un desorden social, sea este reprimido, latente, rememorado —hoy tenemos las revoluciones, los totalitarismos, los alzamientos, los carnavales—. En las obras maestras de García Lorca el orden so-‐ cial se encuentra más o menos debilitado, como en las tragedias de Sófocles del ciclo tebano, en las que la sociedad ya no tiene más poder para contener su propia violencia. Leyendo e interpre-‐ tando el teatro de García Lorca hemos podido ver cómo la histo-‐ ria de las víctimas se nos revela arbitraria, innecesaria, evitable, pero no obstante implacable y constante. Nadie es inocente, y todas las víctimas son culpables. Del orden —o la apariencia de orden— al desorden que finalmente se resuelve con un nuevo orden en el que los perso-‐ najes femeninos tratan de preservar su poder: el final de las tres obras es, en este sentido, el mismo final que podríamos sintetizar tomando prestada una cita de Il Gatopardo: «tutto si debbe tras-‐ formare perchè tutto prosegua iguale». La tragedia de Lorca no es una tragedia cristiana. En realidad la revelación y la conver-‐ sión literarias suponen el fin de la literatura. Como dice Steiner, no es posible una tragedia cristiana. También Cesáreo Bandera coincide en el diagnóstico: el cristianismo supone la imposibili-‐ dad del arte, como supone el final de las religiones. La tentativa de hacer una épica cristiana, desde Lucano hasta Milton, pa-‐ sando por Tasso, se revela inútil.26 El arte, el gran arte y la gran Cfr., G. Steiner, Op. cit., y C. Bandera, El juego de lo sagrado, Sevilla, 1996. 26

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literatura en particular —y nos atreveríamos a decir, la novela y el teatro por encima de las demás— tiene la función de revelar la raíz mimética de las culturas y las sociedades humanas. Pero su fin es también sacrificial. La obra literaria ha de morir para que la verdad que alumbra tenga algún valor. No en vano Girard señala el final de las novelas como lugar preferente para la construcción completa del sentido.

Postfacio El Guernica de Picasso recoge en este aspecto casi todas las intuiciones de Lorca que ahora nos deberían permitir mirar de otra forma el cuadro. La realidad contenida en él es más real y la verdad que hemos descubierto, con la ayuda de Lorca, nos revela la verdad contenida en él. Podemos ver en el Guernica, un cuadro de formato demasiado grande como para poder ser con-‐ sumido del mismo modo que otros cuadros, tal vez una esceno-‐ grafía, un mural escenográfico como aquellos en los que Picasso trabajó. Picasso está pintando en su Guernica una escena trágica, en la que podemos ver una serie de elementos que ahora nos hablan de otra forma —mucho más clara, desvelando los juegos y florituras, senderos de jardines rococó en los que se pierden los críticos de arte.27 En primer lugar podemos observar un personaje, las tres mujeres de la derecha, corriendo como bacantes, huyendo del fuego, una de ellas con los brazos en alto y mostrando el vello Agradezco al profesor y pintor Eduardo Piquer haberme hecho no-‐ tar el valor escenográfico del cuadro, lo excesivo de sus dimensiones y su carácter de cartulina o postal —como los grabados sobre Franco que los acompañan 27

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de las axilas, imagen del vello púbico para los surrealistas, y por tanto de una sexualidad que se libra de las normas sociales, lo mismo que las otras dos corren con los pechos descubiertos. La sexualidad no atada a morales, a normas o a prohibiciones, la sexualidad no ordenada, en este sentido, simboliza, tanto en la Grecia clásica de las fiestas dionisiacas como en nuestro mundo occidental, el desorden social, la pérdida de jerarquías —libera-‐ dora o no—, la ruptura del orden dominante y la consiguiente indiferenciación: todos somos iguales. El desorden es la raíz del movimiento de estas mujeres. Donde hay movimiento hay desor-‐ den, hay violencia. Es el fuego que todo lo ilumina, que todo lo purifica, que todo lo destruye —¿un fuego ritual como el de los bonzos?— el que hace huir a estas mujeres. Sin embargo, el desorden ya está ordenado en el cuadro en las diagonales del mismo: las mujeres corren todas en la misma dirección, cayendo sobre el centro del cuadro, el caballo mori-‐ bundo y el hombre muerto que hay en el centro del mismo. Una de ellas «ilumina» la escena con una lámpara, mostrándosela al espectador. La luz cae sobre las verdaderas víctimas del cuadro, el caballo y el hombre. Hay otra luz, la de la bombilla eléctri-‐ ca que parece no iluminar. Sin entrar en cuestiones técnicas, el juego de blanco y negro del cuadro, dice la crítica que para unir su pintura a la prensa, se resolvería como un juego de luces y sombras. Ya sabemos que la técnica cubista recoge unidos en un solo plano bidimensional diferentes planos con diferentes ilumi-‐ naciones. ¿Podríamos aventurar que esa misma luz que ilumina la escena central, la de las víctimas sacrificiales, es la misma luz que oculta, que tapa, que vela? Luces negras que ocultan desvelando y que desvelan ocultando. Una flor rota que podría ser la muerte del hombre que la sujeta en la mano. Las flores y de modo más general, la metáfora vegetal para referirse a lo masculino como principio de Vida que

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28 Cfr. A. Joseph y J. Caballero, «Introducción», op. cit., pp. 70-‐71. Los hombres son: claveles, dalias, geranios, trigo, rosas, y un largo etcétera. 29 Sobre el caballo, Ibídem, pp. 72-‐74.

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puede ser quebrado como el tallo de una flor, es muy frecuente en García Lorca.28 El caballo —ese caballo que nos recordaba Steiner al evo-‐ car el grito silencioso de la Coraje— es uno de los símbolos más frecuentes en el teatro y la poesía de Lorca,29 pero también en la pintura de Picasso. Este caballo, en el que algunos han querido ver otro animal mitológico, como en el toro del que enseguida hablaremos, puede ser leído de forma localista como símbolo de España. Está atravesado por una lanza, sobre un hombre roto con una espada rota. Más que imágenes cargadas de unas u otras sig-‐ nificaciones, son la víctima sacrificial: están los instrumentos del sacrificio, lanza y espada, y está el contexto reforzado por el resto del cuadro, sobre todo por las mujeres de la derecha que corren hacia ellos presas de la furia divina. A la izquierda y detrás en una aparente plano secundario —en este sentido, la lectura de planos cubistas nos permite unir lenguaje y estilo a contenido y sentido en un juego de unidad interpretativa muy ventajoso— tenemos una de las imágenes con más potencia expresiva y menor valor simbólico. Me refiero a la madre con el niño muerto en brazos. Es una de las figuras que más trabajo Picasso —así consta por la serie de bocetos—, una de las más elaboradas. Lo expresivo de la composición, la fuerza que tiene, pareciera suficiente así, desnuda, como para buscarle un simbolismo. Y así es. Lo interesante de esta figura es que se haya quedado detrás, en un segundo plano. ¿Qué hay delante? El sacrificio ritual, el animal ritual asesinado, el caballo y el hombre, o el hombre-‐caballo. Esta víctima propiciatoria oculta la verdade-‐ ra víctima, siempre humana y terrible —el sacrificio de niños en

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toda la cuenca mediterránea en la Antigüedad es un hecho docu-‐ mentado y relativamente frecuente, no limitado solo al ámbito bí-‐ blico, en la figura de Moloch, sino alcanzando Cartago, Marsella y otras ciudades—. El niño muerto es imagen de la inocencia dela víctima que hay detrás del sacrificio. Para que podamos llamarlo asesinato y no simple sacrificio es necesario recalcar esta inocen-‐ cia. Es curioso observar como incluso en esta imagen tan poco simbólica se ha querido ver un elemento fálico, como si fuera necesario regar todo el cuadro simbólicamente para que funcio-‐ ne. Es en este niño, protegido además por el toro, ese otro animal sacrificial —y no una simple marca exótica de la españolidad de Picasso—, el que nos provee las claves interpretativas para com-‐ prender el cuadro. La referencia iconográfica más evidente es el motivo de la piedad, con Cristo, el cordero perfecto, sin mancha, la víctima propiciatoria, muerto en los brazos de María. María, que es la maternidad de Yerma y de Adela, María que es la mujer atacada por la serpiente, la víctima final, absoluta. Ahora podemos empezar a leer la realidad de una mane-‐ ra más realista, dentro del realismo tomista al que se adscribe Girard.30 Este realismo está asegurado por la existencia de Dios, una existencia que hemos aprendido, como humanidad, a través del sacrificio —pero no en él— y en las lecturas míticas pero desmitificadoras de García Lorca. Nos revelan al Dios que hay escondido en la inocencia de la víctima, ese Dios que es un niño, un recién nacido. El arte nos permite mirar la realidad de modo muy realista, incluso si esto parece paradójico. No es verdad que la obra de Lorca sea mayor por ser más mitológica que simbólica, porque alcance los contornos del mito En R. Girad, Los orígenes..., op. cit., p. 152, dice el antropólogo: «Sigo operando dentro del marco de una epistemología tomista, que consi-‐ dera que las cosas son reales y que ve a Dios como garante de la realidad del mundo».

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31 Cfr., para Nietzsche, el excelente estudio de R. di Giusseppe, «La catástrofe di Nietzsche», en Catastrofgenerative. Mito, storia, letteratura, ed. de M. S. Barbieri, Milán, Transeuropa, 2009, pp. 99-‐124.

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y se haga así más universal. Nada más alejado del mito que el realismo que buscaba García Lorca. Y no hace falta pensar que la Andalucía del momento era una Andalucía mitológica. A. Jo-‐ sephs y J. Caballero citan una y otra vez a Pitters y Brenan, dos extranjeros que leen Andalucía como la leyera Merimée. La An-‐ dalucía de Lorca es muy real. Lo que no queremos admitir es que lo arcaico religioso sea real y tenga carácter ontológico. Preferi-‐ mos pensar que es tan solo un adorno, un ropaje, que la violencia tiene que ver con otras cosas —¡o con nada!, ya se sabe que la mayor victoria del demonio es hacernos creer que no existe—. Sin embargo, ambos artistas, arrebatados por el duende, por el daimon, por la musa, poseídos por el dios, no son capaces de trazar rutas alternativas. Su visión del hombre es trágica preci-‐ samente porque no logran desembarazarse del peso de la verdad revelada pero no aceptada. Si esto es el hombre rezaba el título de la obra de Primo Levi. Ante la barbarie quedan pocas opcio-‐ nes: el retorno enloquecido que asumió Nietzsche, el hedonismo líquido de ciertos pensamientos débiles, o el nihilismo hedonista, enorme tour de force de la posmodernidad. El camino del arte es el más difícil, el más complejo. Seguir diciendo la verdad, o tratando de decirla, sin haber experimentado aún la conversión a través del arte. La violencia del amor en la pintura, en el teatro, en la litera-‐ tura y en la música no es capaz de lo sublime, sino del silencio, la retirada y la distancia. Tolstoi, Hölderlin e incluso Nietzsche,31 entre otros muchos, han experimentado la ceguera de la visión de la verdad, seguida de la espera de la parusía, de la segunda ve-‐ nida. Entre medias solo nos es dada la locura o la santa humildad.

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La violencia que muestra el amor es una violencia en negativo que se muestra en los huecos y en los silencios más que en las acciones y en las palabras —preñadas todas de esa otra violen-‐ cia sacrificial—. En este sentido la oración es la escucha de este amor en el silencio al que conduce. Un silencio nada oriental, por otro lado. Un silencio que tampoco está poblado de aullidos. Un silencio que tenemos que aprender a escuchar. Porque si la violencia del sacrificio supuso el nacimiento del lenguaje, la vio-‐ lencia del amor nos conducirá a un nuevo lenguaje —un nuevo logos—, prefigurado ya en este que ahora nos permite alcanzar a oír el murmullo de una respuesta. Poder mirar cara a cara la realidad es ya este nuevo lenguaje.

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