Shakespeare y los usos de la música.docx

May 19, 2017 | Autor: David Fiel | Categoría: Shakespeare, Música
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Descripción





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Shakespeare y los usos de la música
(Conferencia,2015, UNPSJB, Trelew)

PRIMERA PARTE

I
Si Cicerón o Quintiliano hubiesen sido cristianos, probablemente hubiesen llevado a cuatro sus tres funciones de la retórica, y en consecuencia de su más venerado producto: la literatura. A las funciones de instruir, deleitar y conmover, hubiesen quizás añadido la de consolar. No entiendo cómo a los teóricos medievales, tan celosos a la hora de uncir la literatura a los destinos post-terrenales del hombre, pasaron por alto esta cuarta función. Por razones no ya religiosas sino insospechadamente profanas, quienes nos dedicamos a la contemplación por gracia de los sueldos de Estado, necesitamos como nunca de la consolación. Incapaces de tomar partido en otras luchas fuera de las previstas por las estructuras a las que ya pertenecemos, es decir ajenos a los azares físicos de una acción riesgosa, la consolación ha pasado a ser una de las pocas formas de excepcionalidad que nos está permitida, un modo social, comunitario, de esperar por Godot. Por ello, no me asombra tomar conocimiento del siguiente dato: en muchas prisiones norteamericanas uno de los textos más consultados es el de las Consolaciones de la Filosofía, de Severino Boecio. En esta parte occidental del mundo, todos, por lo visto, esperamos a Godot de los modos más bizarros, incluso bajo formatos políticos de supuesta libertad. Y si la necesidad de consuelo en un presidiario parece cosa harto comprensible, ¿cómo es que ella se ha vuelto de rigor en los pueblos que se autodenominan libres? Tal vez no estemos tan libres como creemos; tal vez seamos los testigos parcialmente inconscientes de una mutación, de un nuevo estadio en la vida democrática, cuando las condiciones de libertad y las condiciones de sujeción se han vuelto sospechosamente semejantes. Ideológicamente, el discurso de la libertad es seductor; musicalmente, es decir rítmicamente, el paso del libre y el paso del cautivo asumen un parecido que apenas nos escandaliza.
Ahora bien, decir consolación implica provocar un desplazamiento en el interior de las demás funciones ("docere", "movere", "delectare"). Ya no habría en rigor una conmoción, dado que las pasiones han resultado ser excesivamente mundanas para esta moral judeo-cristiana que, con tenacidad y aun en decadencia, todavía nos rige, sobre todo por el negocio político de la rigidez moral, que saca provecho de la venta de transgresiones. Habría que partir esta función, entonces; habría que proponer, por un lado, una zona de acción dentro de la conmoción, zona que podríamos llamar de inspiración (dado que jamás fue la idea de Cicerón o de Quintiliano pretender que tras la lectura de algún texto se saldría disparado a la calle a hacer efectivas sus solicitudes; el único pragmático real y concreto fue, a este respecto, la ficción de Don Quijote), y habría que proponer, por otro lado, una zona de inacción dentro de la conmoción, zona que coincidiría con el mencionado consuelo. He aquí, por tanto, mis cuatro funciones: instrucción (el viejo "docere"), inspiración, consuelo (ambas producto de haber hecho incisiones en el viejo "movere") y placer (la antigua "delectare"). Dos autores de referencia que satisfacen mis demandas a este cuádruple respecto, son Dante y Shakespeare. Dado que Dante no es aquí el tema sino Shakespeare, proseguiré por tanto con este último.
Shakespeare instruye. He aquí un ejemplo de ello. La tragedia Coriolanus, atribuible a los años 1607-1608, tiene por tema visible una contraposición entre pobres y ricos, y por tema invisible (esos que se representan por vía de implicaciones y cuya intelección depende de la sensibilidad del auditorio) la contraposición de una moral guerrera, productora de políticas directas y sanguinarias, y una moral cívica, productora de políticas indirectas, ambiguas, menos sanguinarias quizás aunque a menudo cobardes y decadentes, listas para sucumbir ante un nuevo vigor guerrero que se haga cargo de los asuntos que las instituciones civiles no supieron dominar tras el fallido proceso republicano. Este teatro de sombras anima con sus espectros (que la Argentina está históricamente preparada para comprender demasiado bien) esas otras sombras que son los personajes concretos, en quienes la penumbra del concepto aparece recortada sobre algún que otro rictus de pasión jubilosa o de ira. En la representación teatral, estos conceptos aparecen bajo la condición del sujeto, y esto es lo que determina que la obra viva en nosotros. Coriolanus pone en juego al sujeto como momento de cruce entre la frontalidad de la moral guerrera y la ambigüedad de la moral cívica; es él quien hace que lo abstracto aparezca ante el lector o ante el espectador con la fuerza de una certeza nominalista. Pero todos sabemos que las experiencias allí desarrolladas nos hablan también a nosotros, tras más de cuatro siglos de ventura cultural; nada cuesta aceptar, por tanto, esas proposiciones inglesas de inicios de la era Estuardo, como el pábulo de una instrucción casi universal, incluso (y sobre todo) si quienes aprenden de ello son sujetos profundamente modificados por tantas revoluciones. Pregunta formulada en muchas ocasiones y no por ello menos acuciante: ¿somos nosotros quienes aquí interpretamos a Shakespeare, o bien es Shakespeare quien vuelve una vez más a aludir a nuestra historia occidental, americana, argentina, en lo que ella tiene de más secretamente recurrente? Todos sabemos que las políticas fundadas en una moral cívica, temerosas de las voracidades de las tiranías asociadas a la moral guerrera, no ignoran, si el sujeto que considera ello es imparcial, que muchas veces la violencia y la injusticia logran deslizarse por los intersticios de las instituciones cívicas; que por tanto la voluntad de unos pocos, detentadores de un poder económico real y oculto para dichas estructuras (personajes "ricos", según el vocabulario del tema visible de Coriolanus), logran filtrar sus voluntades particulares por los canales políticos del sistema republicano, de modo que en tales condiciones esas voluntades se disfrazan de generales y, a la inversa de lo esperado, las formas republicanas terminan funcionando como vía regia que da paso a aquellos designios oscuros. La desaparición de la moral guerrera, paradójicamente, termina siendo nostalgiada por muchos republicanos decepcionados, proclives a preferir tal frontalidad a la cobardía que ven alojada en la moral cívica; después de todo, dicen ellos, en la violencia ejercida por el Estado tirano, por el Estado de uno, hay una cierta exposición física que no consigue eludir la responsabilidad (de allí, se añade, que un acontecimiento usual en las monarquías sea el derrocamiento refrescante de la cabeza regia). En los Estados de muchos, esos cuya fuerza proviene en apariencia de un concierto de voluntades, la responsabilidad que antes exponía a la persona nefasta tiende en cambio a desaparecer. Las Repúblicas, por su parte, suelen ritmar la desgracia colectiva según la respiración política de un cambio cuatrianual de piel, cambio que, sin embargo, no consigue librarnos de la sepriente invisible, jamás expuesta, de esta otra tiranía abstracta. Coriolanus afronta todas estas cuestiones con una sabiduría ejemplar. ¿Qué concluye la obra respecto de todo esto? Concluye que los destinos políticos de una nación y los destinos individuales de cualquiera de sus miembros, sea súbdito o rey, no son ociosamente distintos sino que están imbricados en una sola narración colectiva, histórica; que las glorias y las miserias no son partes discrecionalmente conectables de un relato azaroso, sino figuras alegóricas de una misma sustancia no divisible y de hecho inextricable: esa que genera un continuo sin ruptura de esencia en el devenir de la vida de pobres y ricos, por igual. Cambiar la historia es cambiar el relato, pero para ello es necesario asumir allí un rol y entregarse a él. No puedo culpar a nadie de mis desgracias, dado que los llenos del otro coinciden demasiado sospechosamente con mis vacíos; dado que yo puedo pensar allí donde otros actúan. Sólo debo saber cuál es la naturaleza de mis miserias y de mis privilegios si acaso quiero aprender a vivir (pues por necesidad estructural, como partes de la misma, enmarañada historia, todos tenemos ventajas y desventajas, plenitudes y huecos, miserias y privilegios). El arte shakespeariano nos propone considerar hasta qué punto el sujeto está constituido por dualidades invencibles. La dualidad es, de hecho, la gran institución cultural de Occidente (de su historia, su literatura, su filosofía y también su religión). De Plutarco, fuente del dramaturgo (aquí como en tantos otros sitios), hasta Shakespare mismo cuanto menos, ella pervade nuestra vida. Los registros sociales de la dualidad se han limitado a recibir nombres apenas diferentes de acuerdo con los énfasis morales que cada época aconseja; por ello, hablamos alternativamente de picardía, de hipocresía, de esquizofrenia. En todo caso, la política que venimos haciendo, tanto como nuestras "estructuras de sentimiento", parecen estar gobernadas por una misma perplejidad: por la dislocación tenaz entre lo que decimos y lo que hacemos, entre lo que pensamos y decimos, entre lo que sentimos y expresamos.
He aquí ahora una inspiración tomada de Hamlet, pieza atribuible al año 1601. Hamlet es el más consumado anti-Lear; es ese sujeto cuyo valor consiste en haber decidido intervenir en los caminos de su propia vida, en la que la pasión y la política acabaron fundiéndose hasta ser una sola cosa. A diferencia de lo que acontecerá años después en Coriolanus, aquí la madre ha sido puesta a la vera del camino portentoso de la historia, pues el sonido y la furia son ahora solamente de Hamlet y no de esa vida sin dueño y por tanto sin propósito; aquí, quien grita y lucha como Hércules (término de comparación al que la obra misma recurre), un Hércules no de trabajos con otras ficciones pintorescas sino con la sombra de las sombras, con el propio destino, es el mismo personaje central, el príncipe de Dinamarca. Este "ethos" riesgoso por el que Hamlet opta es consistente con su postrimería profana; Hamlet muere en el único lugar que un desertor de la teología de Wittenberg podría conocer: la tumba de los héroes civiles, una tumba griega, casi un túmulo, hecha de las resonancias de un nombre y de los hechos asociados a ese nombre. Hamlet es estructuralmente un griego monista entre cristianos dúplices, débiles por ello mismo y en consecuencia malévolos. Sin embargo, a diferencia del poderoso Hécules, la fuerza de Hamlet proviene de su integridad moral, no de sus músculos. La obra culmina con una metamorfosis: la conversión completa del dualista quejumbroso del acto I en el monista irrompible del acto V. De ahí que a duras penas esta pieza pueda ser tenida por una tragedia. Hamlet muere traicionado aunque feliz, pues él mismo, tras emplear su razón para tratar las heridas del acontecimiento humano, supo entregar a la arena de la historia esa única cosa con la que al cabo contamos: el propio cuerpo. A esto llamo yo inspiración, cuando la acción exhortada supera en intensidad a la instrucción de la anécdota.
He aquí un consuelo. Lear representa al sujeto que, aun en condiciones de actuar como rey, posterga sin embargo esta responsabilidad a causa de una soberbia que bien puede confundirse con una chochera, alentada en su caso por el exceso de poder que años de tiranía acumulados suelen propiciar. Este sujeto dimite en favor de sus afectos, no en favor de otra responsabilidad análoga a la suya; este sujeto viciado por la supersitición del amor filial, omite que la condición de hijo (o de hija) no prepara necesariamente para los equilibrios sabios del ejercicio soberano. Surge aquí esa instancia tan frecuente y conocida, que todos experimentamos a la larga: los afectos nos traicionan, porque un ser querido no es por necesidad un ser responsable; es tan sólo un ser querido. Es entonces que despunta la función del consuelo. Si el poder ha sido dilapidado a causa de una fe ciega en la religión sustitutiva del afecto, y si esta fe ha signado nuestra ruina pública y privada, ¿cómo afrontar entonces lo que nos queda de vida?, ¿de dónde extraer fuerzas? Escuela de estoicismo moderno, Lear debe reconvertir su temperamental soberbia en su perfecto contrario, la humildad; debe conocer su otro rostro, tan real como su rostro tiránico (incluso si afable en ocasiones) y que sólo el espejo del abatimiento, de la adversidad, sabe revelarnos. La vida es también aquí un manual de supervivencia; pero si en Hamlet las instrucciones predisponían a un sentimiento insipirador de acciones (aun de acciones hipotéticas), aquí, en King Lear, pieza atribuible al año 1605, las instrucciones adquieren un cariz más pasivo, adecuado para los espíritus contemplativos que extraen provecho de la meditación sobre sus propias desgracias, más que de un proyecto de remoción de las condiciones que las propiciaron. Por ello, más que instruir o inspirar, King Lear nos aporta consuelo; se trata de una obra de viejos, probablemente para viejos también.
No es casual que a la hora de proponer ejemplos de instrucciones, inspiraciones y consuelos, me haya referido a tragedias. Estas estructuras son aptas para contrabalancear con sus moralidades el trabajo político, desequilibrante, de las pasiones tristes. A la hora de proponer ejemplos de placer, de ilustrar el antiguo "delectare" asociable a las pasiones alegres, no hay otro sitio en que saciar tal necesidad que no sea en las comedias. La esencia placentera de un texto, qué duda cabe, reside en su música verbal, en su sonido, al que el sentido procurará asimilarse. Los momentos propiamente musicales de las comedias shakespearianas poseen por ello un valor paradójico: hay "música en Othello", según reza un título del crítico George Wilson-Knight, pero esta música, para emplear ahora términos de Ezra Pound, es exclusivamente mitopoyética, hecha a partir de combinaciones de ideas, de las partes más brillantes, metafóricas, de sus conceptos. Ella depende de nuestra previa comprensión de lo que allí se implique semánticamente. Sin este obstáculo dirimido, jamás la música llegaría a constituirse en nosotros, siendo ella, más bien, un barrido algo penoso o confuso de rumores verbales; todo beneficio musical sería allí la recompensa posterior al apaciguamiento de los contornos semánticos que las palabras aporten; el resto bello, aunque menor, del peso imaginal de los sentidos. Pese a los esfuerzos del mismo Pound en esta dirección, su definición de la literatura y en particular de lo que él entendía por "gran literatura", dependía exclusivamente de una razón semántica. Dice Pound: "Gran literatura es lenguaje cargado de sentido al máximo" (The ABC of Reading, 1934, p. 28). La música de esta "gran literatura" poundiana implica lectores que sean previamente conocedores perfectos de la cultura de la que aquella procede. Una música purificada de todo deber explicativo es, en cambio, un hecho eminentemente corporal; quien cuente con un cuerpo está ya calificado para apreciarla sin mediaciones de ninguna especie.
Que podamos acceder sin mayores mediaciones a Shakespeare y en general a toda "gran literatura", significa que el "plus de jouir" lacaniano es allí una realidad. De este manera, el gozo contesta la imposición miltónica, enunciada en la línea 109 de la oda "Il penseroso", que exigía una superación de las superficies en función de lo que estaba por detrás de ellas y que constituia para el poeta lo importante: "Where more is meant than meets the ear" ("donde se dice más de lo que llega al oído"). Sin embargo, ¿qué otro alimento necesitamos aparte del encanto de las superficies?, ¿y qué otra cosa explica, fuera de esa realidad mínima aunque perentoria, la vasta respiración de sus ritmos históricos, tan superiores a los ritmos del sentido, que suelen mutar de acuerdo con períodos harto inferiores al siglo? Todavía escandimos los milenarios anapestos, pero apenas desciframos tantos enigmas del pasado. La música verbal, el sonido de las palabras dispuestas rítmicamente, es ese bien adicional que sobrevive de modos misteriosos al obstáculo de las lenguas y por tanto a los lábiles diccionarios, a las gimnasias de toda comprensión. Este gusto por el plato y no por sus nutrientes es indispensable en el arte, actividad dirigida tan sólo parcialmente a nuestra capacidad de comprender. La función del placer le sienta bien a quienes se animan a pausar por un rato los trabajos de la consciencia ("gusano" del ser, según John Keats), a fin de activar en su lugar ese ocio que acepta encantarse ante un efímero presente, permitiendo que las superficies se entreguen a un disfrute de sí mismas a través de nosotros. Sin negar la verdad de las noticias tremendas que se comen nuestros días, es posible y hasta necesario para el pulmón político y moral del sujeto, hacer de la nariz no un instrumento de respiración sino uno de olfato, entregado a sentir y no tanto a sobrevivir, casi como si una vocación de exceso le hubiese sido aconsejada. ¿Porta sentido este exceso, esta música? ¿Quedan acaso restos de mensaje allí? ¿Colabora dicha música con la instrucción, la inspiración, el consuelo? Tal vez; no obstante ello, esa música es también el espacio de otra cosa, algo que viene a la literatura de otro sitio y que no busca justificarse en ninguna intencionalidad, que no hurga por detrás de cortinas metafísicas aquello que trasciende "lo que llega al oído". Eso que se pierde de una pieza cuando lamentamos en ella una ausencia de música, es parecido a lo que lamentamos en nosotros cuando algún ser querido desaparece; pues no eran ni sus instrucciones, sus inspiraciones o consuelos lo que recordaremos de ellos, sino un cierto olor, una cierta posición del cuerpo, un cierto gesto, una mirada. Sus excesos de superficie, su música. La música de una literatura es la parte de su forma que no podemos cancelar una vez que aseguramos haberla comprendido; es esa parte siempre recurrente que vuelve a nosotros como los niños que no conseguimos expulsar de nuestro entorno una vez que hemos decidido dedicarnos a las cosas útiles. La música era hija de la memoria para los antiguos griegos, y eso justifica que también el recuerdo de los seres queridos se deje tratar como un fragmento de gozo perdido o rememorado en el torbellino de obligaciones de nuestra existencia civil. La música del recuerdo (el gesto, la mirada), así como la música de las líneas (verso o prosa), existen por gracia de una misma función que parece acontecer después de las otras tres y que incluso las precedía: la función del placer, aquel perenne "delectare" latino.

II
Un breve estado de la cuestión sobre la música en Shakespeare no estará de más, por razones que luego irán cobrando sentido. A diferencia de lo que acontece en la selva de los estudios shakespearianos, que crece en largo y en ancho, la bibliografía sobre el tema puntual de la música en este dramaturgo es intensa aunque notablemente lineal, razón por la cual ella puede ser explorada con mayor comodidad. Esta facilidad, sin embargo, se detiene ante las cuantiosas dificultades que integran el tema mismo, en particular por la naturaleza claramente extra-dramática de su perfil.
En cuanto a la orientación general que estos estudios fueron tomando con el tiempo, es posible trazar una línea divisoria a partir de los inicios de la década de 1980. Desde aquí en adelante, los investigadores parecen haberse interesado sobre todo en asuntos parciales, llevados a ello por una práctica completamente integrada a las demandas de la profesión universitaria. Hasta la década de 1970, y desde un siglo atrás cuanto menos, los estudiosos procedían en cambio considerando el horizonte de la entera cultura europea, sin restringirse a un tema único salvo que éste fuese el de la cultura misma. He aquí algunos jalones insoslayables de todo esto. En cuanto a la primera época, la historia bien podría abrirse con el volumen de Alfred Roffe, de 1867, The Handbook of Shakespeare Music, primera inspección sistemática de lo que ocurría musicalmente hablando en la obra del dramaturgo. Luego vino el compendio de Furnivall, A List of all the Songs and Passages in Shakespeare which have been set to Music, de 1884. La diferencia entre Roffe y Furnivall es la que podría notarse entre un amateur sofisticado (Roffe) y un erudito profesional (Furnivall). Nada le quitará a Roffe, sin embargo, el mérito de haber iniciado esta perspectiva. En 1896, Edward Naylor fue el autor del primer Shakespeare and Music, estudio pionero en alterar la metodología de la colección de pasajes (vigente hasta ese momento), virándola hacia una exposición conceptual, no temática, del problema. Este trabajo es altamente meritorio, sobre todo por esta paradoja: el primer crítico en abordar el problema de la música en Shakespere de acuerdo con plataformas metodológicas temáticas que evitan el listado, no fue un académico sino un músico profesional, un organista. Otro mérito de Naylor que conviene desocultar, es que durante el s. XX prácticamente todos los investigadores se han servido de su trabajo, aunque muy pocos han tenido el gesto de reconocerlo. Sigue Louis C. Elson con su título de 1901, Shakespeare in Music. He aquí otro músico profesional aplicado al estudio de la música en Shakespeare. Su libro tiene mayor alcance que el de Naylor, y parece ser el fruto de una Norteamérica ansiosa por competir y superar a la Inglaterra epigramática y más estética de Naylor. En 1916 aparece, inesperadamente, una joya bibliográfica sin precedentes, irrepetible: el artículo de John Moore The Function of the Songs in Shakespeare's Plays. Por desgracia, o por fortuna, no hay una rendición adecuada de este escrito que no coincida con su cita in extenso, así de rico es el trabajo. Tal vez sea éste el primer estudio valioso sobre el tema, si bien la dirección general del análisis que Moore propone se inclina más del lado del drama que del lado de la música propiamente dicha. El compositor Christopher Wilson viene luego, con el segundo Shakespeare and Music publicado en 1922. He aquí otro músico profesional que escribe el primer trabajo consagrado a rastrear las musicalizaciones de que el texto shakespeariano había sido objeto hasta entonces. El método del censo persiste aquí, pero desplazando la atención hacia la relación entre la escritura dramática y la cultura musical europea. El año 1951 marca un giro temprano, aunque no todavía decisivo, en la actitud de los estudiosos. Si bien estamos aún en la primera parte de la investigación musical en las piezas de Shakespeare, se insinúa ya, en esta primera década de la Segunda post-guerra, una creciente concentración del interés, producto de la mudanza progresiva de los estudios shakespearianos a los ámbitos universitarios. La diferencia con lo que vendrá tras 1980, sin embargo, puede notarse en el carácter investigativo más no aún curricular de estos importantes trabajos. James Hutton publicará en 1951 un texto que Auden podrá mencionar con reverencia, a propósito de los poemas ingleses en honor de la música. 1955 es el año de publicación de un importante artículo de Charles Cudsworth sobre el problema específico de la puesta musical polifónica de varias canciones shakespearianas. 1956 es el año en que Auden publica una nueva edición de sus ensayos que integran el libro The Dyer's Hand y que contiene el todavía relevante Music in Shakespeare, al que más adelante aludiré; es también el año en que John Manifold propone su trabajo de largo alcance, The Music in English Drama, from Shakespeare to Purcell. Las décadas de 1950, 1960 e inicios de 1970, verán la publicación sucesiva de los tres tomos de John Long, Shakespeare's Use of Music, que vuelve a repasar in toto el canon shakespeariano desde el punto de vista del empleo del recurso músical (es de este opus magnum tripartito de Long que he tomado el título de la presente lectura). La década de 1960 propondrá a la consideración general varios trabajos de relieve: el de un colaborador de Auden, John Hollander, con el texto The Untuning of the Sky: Ideas of Music in English Poetry. 1500-1700; luego Music in Shakespearean Tragedy de Frederick Sternfeld, correspondiente al año 1963 y que marcará por sí solo todo un hito; por último, cerrando esta primera época, el trabajo de Peter Seng, The Vocal Songs in the Plays of Shakespeare, de 1967; este estudio muestra una atenta lectura de la mayoría de los trabajos existentes hasta el momento, en particular el de Auden.
Los estudios musicales aplicados a los dramas shakespearianos a partir de la década de 1980, tomaron una dirección que bien podría desencantar a quienes se interesen por la música propiamente dicha, pero que dejará conformes, en cambio, a quienes busquen ampliar respuestas a los problemas del contexto político, cultural, histórico, de aquella Inglaterra temprano-moderna. A fin de sortear una mención prolija, que solamente enrarecería la prosa, citaré tan sólo unos pocos trabajos de data reciente, que se han incorporado a esta bibliografía intensa aunque todavía lineal. Por un lado, el trabajo de David Lindley, el tercer Shakespeare and Music que conozco y que ha sido integrado en 2012 a la colección de manuales del sello editor Arden, y por otro el ensayo de 2011 de Joseph Ortiz, Broken Harmony: Shakespeare and the Politics of Music. Ambos libros son manifestaciones cabales de la tendencia a que antes aludí: en ellos se busca apaciguar el interés puramente estético, remitiéndoselo a esa zona que mejor conocemos: la de las relaciones entre cultura y política. Todo interés directo por la música, ya sea en sus detalles o en sus funciones dramáticas, parece haber capitulado tras la desaparición de un Moore, un Auden, un Hollander, un Hutton, un Sternfeld o, para el caso, una Susanne Langer. Desde hace unos quince o veinte años está a la moda considerar las "políticas de la música" y no las formas del hecho musical en sí, incluso si tras una consideración de la pura estética alguien buscase deducir, al estilo de Walter Benjamin, la política implícita en los modos de producirla, antes que la política implícita en los accidentes de su "circulación social". Añadamos a esto el Shakespeare Songbook, editado por Ross Duffin en 2004, volumen lujoso que busca reconstruir el completo cancionero shakespeariano; Music in Shakespeare. A Dictionary, de Christopher Wilson y Michela Calore, publicado en 2005, libro voluminoso que de la A a la Z expone la terminología musical del texto del dramaturgo y también del texto cultural de la época; por último, una tesis de Michael Mikulin, de 2006, sobre la utilidad de un examen atento del aspecto musical en Shakespeare con fines pedagógicos. Muchas más cosas existen sobre todo esto, que las que llega a soñar nuestra pobre filosofía; no obstante ello, lo mencionado hasta aquí bastará para formarse una idea de la riqueza de esta veta bibliográfica, cuyo conocimiento resulta hoy indispensable para quien quiera palpar los límites de este complejo asunto.






SEGUNDA PARTE

III
La música en Shakespeare, sobre todo como recurso integrado a la estructura dramática, tal será aquí mi preocupación. Este problema ha contado desde hace tiempo con el sostén de investigaciones que han sabido explorar y desenvolver a su respecto razones del más variado tipo. Una síntesis de estas investigaciones ha sido proporcionada ya en el estado de la cuestión de páginas precedentes. En lo personal, me encuentro cómodo entre quienes han llegado a constatar que el problema de la música, en Shakespare pero en general en cualquier otro autor, no puede ser disociado del problema del poder, excepto sacrificando porciones importantes del material ofrecido a la reflexión; sin embargo, tampoco pretendo conservar juntas ambas dimensiones si ello ocurre a costa de sacrificar las especificidades estéticas del fenómeno musical en sí, tal como éste podría ser aborado en su directa materialidad. En consecuencia, convendrá ensayar ante todo una primera reducción mutua de ambos términos (música y poder), determinando no tanto en qué sentido la música es o porta un poder (vía platónica de análisis que ha sido probada ya y cuyos resultados conducen a sitios que no me interesa ahora visitar), sino en qué sentido el poder mismo sería asimilable a qué tipo específico de música. Vale decir, metodológicamente, me importa sobre todo eludir las seguridades históricas en las que el materialismo cultural reposa cuando no sabe muy bien qué hacer con lo sabido, inclinándome, hasta donde puedo, del lado de unas certezas de especie teórica, sin duda menores en rango frente a aquellas, aunque potentes por su capacidad para alentar consideraciones no menos rigurosas, como espero demostrar.
La escena del poder no es de ningún modo a-musical. Volverla a-musical es un prejuicio, un desquite inocuo de la estética, una respuesta de resentido al daño político que el poder suele ocasionar en los individuos sensibles. En su Apology for Poetry, de comienzos de la década de 1580, Sir Philip Sidney consideró la existencia de los "misomúsicos" ("mysomousoi" en griego, o "poet-haters", como él mismo tradujo), es decir "odiadores de poetas", personas refractarias al arte en general. Como en la casi contemporánea pieza shakespeariana The Merchant of Venice, de la que más adelante me ocuparé, el desprecio hacia el arte ha quedado asociado allí a un desprecio general por la vida, juicio que en Shakespeare, en Sidney, tenía el antecedente de Rabelais y su denostación de los "agelastas", esas personas grises que odiaban la risa y en general toda manifestación de vitalidad. No creo que esta distribución moral un poco maniquea se sostenga, sin embargo, o sobreviva por mucho tiempo a un análisis desprejuiciado. Creo, más bien, que el poder debe ser entendido como una escena musical, sólo que deliberadamente empobrecida. Pues el poder, si se observa el asunto con atención, tiende a reducir al mínimo, pero sin anularlas por completo (de lo contrario, ¿sobre qué se ejercería él?), las posibilidades de la conducta humana, haciendo descender hasta niveles de máxima pobreza la variedad combinatoria de los movimientos del sujeto capturado en su espacio de coerción. La vida social es un ritmo (dicho sea esto en honor a Henri Lefebvre aunque sin pretensiones "ritmanalíticas" de ninguna especie), y la vida en una sociedad coercida es rítmicamente pobre; domina allí la grisura de las repeticiones, la ausencia de intensidades móviles; prevalece también un énfasis demasiado sospechoso en la instrucción (la utilidad), en el consuelo (la esperanza) y en la apelación a los sentimientos ("estructuras" que, como Raymond Williams nos enseñó a ver, son capaces de imponer por vías silenciosas ritmos previsibles que con el tiempo devienen cultura, según lo prueba a las claras esta sujeción naturalizada en la que vivimos).
El gobierno isabelino, luego el jacobino, fueron, como todo poder, proclives a ejercer una censura muchas veces cruenta sobre las voces opositoras. Isabel lo hizo enmascarando sus represalias en políticas populistas, hipócritas; Jacobo I lo hizo sin ocultar su elitismo, su anti-populismo, mostrando hasta qué punto disminuir la hipocresía implicaba ejercer el poder según la pauta de una autocracia que no consideraba inadecuado divinizarse. Ambos gobiernos, adictos al espectáculo (si bien diferentemente a causa de aquellas preferencias políticas), no estimularon el arte sin antes fijarle a éste condiciones concretas de expresión. Un procedimiento frecuente en ambos estilos de soberanía, que hicieron del empobrecimiento rítmico de la vida social una estrategia de coerción (pueden leerse a este respecto los ensayos de Richard Mulcaster, pedagogo protestante del primer tiempo del gobierno de Isabel I), fue el de una dosificación masiva de la censura, el de un control previo de toda voz no plegada manifiestamente al argumento de Estado.
Es evidente que en aquellos tiempos de acallamiento era preciso, para los autores (como ocurre, por lo demás, en toda época de censura), afinar el lápiz y filtrar la disidencia de modos sutiles. Ser miembro activo del inconformismo exigía dotes verbales que debían exceder las esperables en la inteligencia media. Shakespeare es leído hoy como el autor a la vez de la complacencia y del desacato, del providencialismo o de la revuelta. Esta ambigüedad, sembrada por el mismo dramaturgo como recurso de supervivencia en una era de caza de brujas, constituye una estrategia harto entendible ni bien interrogamos el contenido ideológico de aquellos contextos, tan colmados de excesos gubernamentales. Tomemos, a fin de ilustrar exactamente a qué estoy refiriéndome, su soneto 66, que transcribo junto a una apurada traducción (EJEMPLO 1):
Tired with all these, for restful death I cry,
As to behold desert a beggar born,
And needy nothing trimmed in jollity,
And purest faith unhappily forsworn,
And gilded honour shamefully misplaced,
And maiden virtue rudely strumpeted,
And right perfection wrongfully disgraced,
And strength by limping sway disabled,
And art made tongue-tied by authority,
And folly, doctor-like, controlling skill,
And simple truth miscalled simplicity,
And captive good attending captain ill:
Tired with all these, from these would I be gone,
Save that to die, I leave my love alone.

Cansado de todo esto, quiero el reposo de la muerte,
Al ver al mérito hecho un mendigo,
Y a la nada miserable vuelta una jocosidad,
Y a la más pura fe ser defraudada,
Y al dorado honor por sitios vergonzosos,
Y a la casta virtud rudamente prostituida,
Y a la buena perfección mal desgraciada,
Y a la fuerza por la ineptitud dominada,
Y al arte amordazado por la autoridad,
Y a la necedad asumir aires doctorales,
Y a la simple verdad hecha una banalidad,
Y al esclavo bien como séquito del capitán mal.
Cansado de todo esto, de esto querría irme,
Salvo que al morir abandonaría a mi amor.
Me gusta pensar en este soneto como en una suerte de "Cambalache" shakespeariano, expresado por cierto en un tono mucho más serio; una rendición de cuentas de su lugar y momento, pretextado por el escándalo de la inversión de los valores. Aquí, como en el tango de Discepolo, el mundo está al revés; las cosas buenas, o tenidas por tales, se han degradado por completo. Todo aparece trastornado, e incluso al arte, personificado como agente de potencial disidencia, se lo ve "atado de lengua por la autoridad". Bien pudo este soneto haber sido escrito ayer por la tarde y, excepto por razones de estilo, con un resultado no esencialmente diferente. Quienquiera crea hoy que su libertad de expresión se encuentra coartada por un cierto poder, verá que una autoridad lo ha enmudecido y que solamente le queda recurrir al "espacio literario" como único sitio de excepcionalidad; quizás llegue a considerar que la literatura es la plataforma de privilegio desde la que elaborar respuestas sutiles a ese enmudecimiento compulsivo, respuestas que, en su delicadeza, no necesitan romper del todo con la condición de aquel silencio, o incluso la abrazan para refinar la necesaria ambigüedad de sus dichos; verá también que la literatura es semejante a un gran libro de quejas que, en nombre de mayorías anónimas, desplazadas, algunos se han animado a redactar para la posteridad. Ese, quién sabe, llegará a conclusiones análogas a las de aquel yo amoroso de comienzos del s. XVII, responsable de haber articulado sus 154 ansiedades en unidades poéticas de 14 versos.
Ahora bien, ¿son estas cualidades del texto shakespeariano las que nos llevan a pensar en su singularidad? ¿Hay en este soneto valores de dicción que lo preserven más allá de la modernidad de sus perspectivas ideológicas? Creo que hay algo más allí, y que ello es quizá lo más importante; eso de lo que Marlowe más bien careció (la grandilocuencia no es por cierto una virtud musical), que Spenser tuvo entre sus manos pero como antigualla medieval, no como artefacto moderno, y que Sidney conoció aunque tan sólo a pequeña escala (el gozo que la tonada permite es siempre de intensidad menor). Me refiero a la música entendida como un arte de administrar cadencias, capaz de expresar la variedad prácticamente inagotable de ritmos, cesuras, progresiones acentuales, desplazamientos métricos que una lengua puede ofrecer. La eminencia de este arte, ese virtuosismo que pertenece al orden del talento, pero que, por emplear la distinción de Coleridge, combinada con la exposición dramática de las situaciones más diversas es ya del orden superior del genio, eso sencillamente está o no está; los contextos políticos del tipo más variado jamás lograrían forzar su presencia. Hay virtudes musicales en el soneto citado, y ello ha permitido que su musicalización tuviese el privilegio de atravesar las ordalías culturales más bizarras y sin embargo perfectamente justificables. Un conjunto norteamericano de jazz ha hecho sobre esta letra un trabajo notable, que a continuación escucharemos (EJEMPLO 2).
A los ritmos estrictos, bipolares, marciales, que el poder censurador le impone a la distribución social de la vida, el arte responde, si lo necesita, con un sistema ínfimo, hipersensible, de vibraciones semánticas y sonoras; un sistema escurridizo y por tanto difícil de maniatar por ese mismo poder al que sus normas de vigilancia tienden a espesar, a ralentar. Sistema que por su ligereza suele ofrecer flancos casi intangibles, inculpabilizables y que, no obstante ello, poseen la fuerza suficiente como para inducir un sinnúmero de ideas (por orden de las vibraciones sensoriales que allí se agitan) y también un sinnúmero de conmociones (por orden de sus relampagueantes repercusiones ideológicas). Todo, en un arte así concebido, parece darse de modo a la vez manifiesto y oculto, entrecerrado y entreabierto; allí, lo ideológico y lo sensorial coexisten según la relación ambigua del "double bind". El recurso de la repetición serial, minimalista, obsesiva, próxima en su forma anafórica a las modas actuales del "rap" o del "hip-hop", de ningún modo constituye una magia de la anticipación por parte de Shakespeare; dicho recurso expresa, más bien, una actitud propia de todo tiempo ante la coyuntura del sujetamiento de la vida individual según normas coercitivas que empobrecen y asfixian los cuerpos. La estética de la repetición, asumiendo en distintas épocas fenomenologías apenas diferentes, acepta de grado las condiciones políticas de restricción rítmica; pues se trata de formas sólo en apariencia asociables al tedio característico de toda recurrencia; formas que, pese a ello, buscan producir un quiebre en la apatía a que la vida rítmicamente homogénea conduce, procediendo a ese fin bajo idénticas condiciones de asfixia iterativa. Tales formas enfáticas, elegidas por el arte, convierten aquella restricción de índole social en un efecto de encierro, producido a ese fin por un arte que rompe con la normalización de la vida de acuerdo con un programa formal que acontece en análogos términos restrictivos (y que el soneto 66, entre muchos otros casos citables, ilustra). Las expresiones de resistencia (Walter Benjamin supo enseñarnos esto con su "Calle de mano única", de 1927) suelen servirse en sus guerrillas anti-burguesas de la misma condición opresiva impuesta a aquellas por el poder, pero trasladadas a la forma como procedimiento de iteración (Deleuze diría, como "máquina de guerra"). Un ritmo obsesivo (formal) combate así contra un ritmo opresivo (social), y a la reducción formular de la vida, el arte contesta con la reducción de sus procedimientos, confiando en el valor simbólico de los efectos de ello en los receptores. Shakespeare, en el citado soneto, no tuvo más que plegar su fértil imaginación a las demandas elementales de esta inveterada actitud (que antes de él un Villon o después un Rimbaud podrían ejemplificar).
Si miramos ahora más de cerca este soneto, notamos que las formas repetidas establecen un ritmo a partir de discontinuidades regulares que asumen la medida del verso decasílabo (el decasílabo inglés equivale al endecasílabo español), y que este ritmo impregna a un mismo tiempo la escritura y la respiración. De pronto, y sin esperarlo, el pulmón mismo se vuelve político trepando un rango en la jerarquía de sus funciones: de órgano que permite la vida de acuerdo con un ritmo dictado por la capacidad respiratoria, pasa a ser un secretario del cerebro disconforme, acusador de la vida moral según ritmos impuestos por la misma recurrencia de los valores invertidos. Ritmando el material versal según un plan de medidas homogéneas, métricamente semejantes, el pulmón deja que el espíritu, ese otro "soplo", "cargue de sentido al máximo", según Pound propuso, la dosificación de aquellas catorce expiraciones. El verso expelido rítmicamente en medidas iguales combate así su propia naturaleza propensa al tedio, desde el interior espiritual de sus insistencias, haciendo rotar una y otra vez esos doce apóstrofes, esas doce incriminaciones puntuadas por un dístico final. Curiosamente, este dístico introduce por su parte una repetición apenas perceptible, dado que su sustancia no solicita al pulmón a fin de hacerse notar sino a la memoria ("Tired with all these", en los versos 1 y 13). Las repeticiones del pulmón, políticas, venían rigiendo el devenir de los doce versos responsables de incriminar a la sociedad, denunciando la general degradación de los valores; los dos versos finales, en cambio, dan lugar a una repeticion más espaciada, sentimental: la de una memoria que acepta esa decadencia y el cansancio que ella le provoca, con tal de no abandonar a su amor. Como ocurre a menudo en nuestra vida, el sentimiento suele constituir una rémora para el ejercicio de la política (pues una política fría, sin ataduras afectivas, todavía nos resulta desagradable, vecina del cinismo de los puros fines). Por ello, antes de capitular frente al poder del afecto, el "rap" de los doce primeros versos incriminatorios, pulmonares, políticos, dijo apurado todo lo que tenía para decir. La voz poética, al final, acepta sin embargo "naufragar dulcemente en el mar" (diría Leopardi) del apego amoroso, hundiéndose gustosa en un remanso afectivo, y casi como si pronunciar sus doce enunciaciones peligrosas (esos doce reclamos lanzados al rostro mismo del mundo corrompido) fuese función directa del adiós a la pragmática del descontento (pragmática que nos haría esperar, tras los apóstrofes, al menos la promesa de una actitud más radical). Se crea de este modo un curioso artefacto, un indecidible ya enteramente moderno: un texto en el que no es posible desligar el ritmo de la repetición política (ese de las doce pancartas acusadoras) del ritmo de la repetición mnemónica y sentimental (la del "cansancio" inicial y final), que protege al ritmo anterior, político, envolviéndolo y en cierto sentido también aquietándolo, en un tono semejante al de la reconvención dirigida por Romeo a Mercutio, cuando este último comenzaba a extraviarse en sus propios furores narrativos: "Peace, Mercutio, peace!", "¡calma, calma, Mercutio!", le dice Romeo. En el soneto, estas dos instancias o ritmos (la del temperamento agitado y la del afecto pacificador) se dan comprimidas en una sola voz que consigue dominarse a sí misma haciendo que el ritmo de la memoria afectiva asuma el rol de esa autoridad que, finalmente, "atará la lengua" del ritmo iterativo, soliviantado, del pulmón político.

IV
Hay tres músicas. Está la música como ritmo general de todo lo que sea materia ("cada vez que haya interacción entre espacio, tiempo y gasto de energía, habrá ritmo", afirmó Henri Lefebvre en su último libro de 1992); este concepto tiene un origen filosófico y, por más que la ciencia musical haya cortado desde hace siglos este cordón umbilical, perdura allí una cierta razón de la que no conviene deshacerse prematuramente; nunca se sabe en qué momento la astrofísica volverá a hablarnos de un orden imprevisto, finalmente superior e indestructible, en los recintos del cosmos. Está, por otro lado, la música como ritmo material restringido a las culturas, música que es mayormente verbal; esta música toma el completo ámbito humano y, entre otras cosas, afecta a todo aquello que dependa del sonido como soporte de una comunicación. Está, por último, la música propiamente dicha, que es vocal e instrumental y que solemos asociar emblemáticamente al canto. Esta música es específica; ella representa la posibilidad de concentrar el fenómeno, de modo que más allá de las culturas y sus variaciones, ella adoptará aquí y allí ciertos accidentes cuyas diferencias no podrán abolir la circunstancia de su unánime condición. Curiosamente, esta música específica constituye tanto un paroxismo de placer, una enfática sustracción de sentido y por tanto un indecidible de la comunicación, como también, y por ello mismo, una orfandad, una pura exterioridad que reclama, para su percepción en el interior de una estructura mayor (en este caso, la del drama), justificaciones funcionales. Mi posición de desplazado (pues apenas sé un poco de música) me permite en este dominio hipotetizar a mis anchas, defendido en ello por la abstracción misma del fenómeno; pues la música, como recurso integrado al drama, como instancia episódica aunque jamás caprichosa del acontecimiento teatral, constituye un momento de placer que, negándose a ser un puro obsequio, devuelve a la estructura su razón de ser, retornándole a ella el favor de su existencia gozosa, excesiva, y esto a fin de rendir inopinadamente en la dirección del sentido (esa que en un principio se quería evitar).
Por economía, y sabiendo que en literatura todo juicio sintético gana en universalidad lo que pierde en concisión (aun si para ello dicho juicio debe comportar traiciones de toda clase), defenderé la idea de que en la obra dramática de Shakespeare se dieron con claridad tres usos diferentes de la música, usos correspondientes a las tres nociones existentes de música cuyos límites esbocé recién y que constituyen, por lo demás, un correlativo directo de aquellos tres órdenes (Calvino diría, "niveles de realidad"): me refiero al orden divino (ritmo cósmico, material), el orden espiritual (ritmo de las culturas) y orden animal (fenómeno propiamente físico). Mi subtexto, aquí, será el artículo de W. H. Auden, Music in Shakespeare. He leído este escrito al menos un par de veces en mi vida; en general, recuerdo haberme rendido ante su elocuencia. También he aprendido con el tiempo a descreer de algunas de sus discreciones. No creo haber llegado a esta liberalidad por el accidente de nacer en tiempos en que los estudios shakespearianos, hipersaturados, contestan hoy con excesiva facilidad eso que en la era predigital de Auden solamente una prodigiosa memoria y el estilo excelente podían afirmar. Y no lo es, por otra parte, dado que académicos actuales no dejan de acudir todavía a Auden para zanjar el mismo problema. Me he preguntado varias veces la causa de esta dependencia respecto del juicio de alguien que se expresó en la década de 1950; casi como si esta área de los estudios shakespearianos no hubiese conocido el mismo desarrollo que las demás sí experimentaron, como las del contexto político, los pormenores históricos, la crítica genética, los estudios estilométricos, etc. Si el dominio de la música sigue tan abierto a la especulación como en tiempos de Naylor o de Long, ello ocurre a mi entender porque las relaciones entre la materia teatral consigo misma, dependen de consideraciones en última instancia histórico-políticas, mientras que las relaciones entre la materia teatral, o para el caso, musical, y la misma historia (o la misma política), son en cambio demasiado exteriores; su exposición debe animarse previamente a limitar el espacio de la especulación, un espacio que pertenece a la conjetura teórica en la medida en que su inmanencia es tal a fuerza de ponderar puras exterioridades, facetas expuestas del siempre abierto acontecimiento humano. A fin de satisfacer las expectativas de una explicación formal que verse sobre las razones por las que un autor hizo tal cosa y no otra con un cierto material (musical) aplicado a un cierto texto (dramático), es preciso proponer una relación y no exhumar una; es preciso imaginar las razones de esa aplicación en lugar de esperar la recolección de datos esclarecedores, provenientes del mar de documentos que el tiempo obliteró (papeles que, aún hallados, no sabrían ofrecer otra cosa que opiniones, es decir nuevas relatividades). Es posible, en consecuencia, que la perduración del texto de Auden se deba a que este poeta y crítico tiende a ser mucho más directo que casi todos los estudiosos que vinieron antes o después de él; y hasta parece haber entre sus muchos sucesores una cierta nostalgia del desprejuicio audeniano para tratar cosas tan aparentemente distantes, placer que los catedráticos usualmente postergan ante la obligación, asociada a las normas y a los criterios del trabajo universitario (y que nos es tan familiar), de ese transitar el paso a paso de los protocolos de investigación, siempre demorando aquella inmediatez en función de un ordenamiento obsesivo de datos, fechas, hechos, para morir en las playas desiertas del "tal vez", del "debió haber sido", del "podría ser" y de todas las modalizaciones de la desgracia. Auden, no solicitado u obligado por ninguna institución, se dedicó a teorizar sin mediaciones, sabiendo que la materia misma de su especulación, la música en Shakespeare, no se entregaba a la mente analítica bajo el régimen de ninguna prescripción disciplinar sino, al contrario, tan desnuda como lo había estado desde el comienzo. Por ello, Auden supo tomar el camino más adecuado para tratar esto: el de una postulación directa, capaz de transformar el "quizás" académico en un "es" poético, creativo, teórico; conversión arriesgada, sin duda alguna; pero, ¿cuál hubiera sido la opción, si no? ¿Acaso proponer modos de acercamiento que entregasen la consideración de la música, de la poesía, a la cadena de sus múltiples mediaciones?
En la presente lectura también se busca satisfacer esta necesidad de inmediatez; de aquí el concepto de uso, es decir la apelación a un operador conceptual que distribuya políticamente las disponibilidades estéticas. Sin embargo, a diferencia de Auden, el concepto de uso se relaciona aquí no con unos ciertos tipos materiales de canción sino con las funciones abstractas que esos tipos servirían. Mi intención es evitar el atolladero de la excepción, cuyas sombras, por lo visto, no intimidaron al valiente Auden. Ahora bien, está claro que una epistemología del uso y de la función tenderá por su propia naturaleza a arrasar con las excepciones, incluso a costa de forzar unos cuantos casos particulares con la finalidad de cuadrarlos. Estas anamorfosis necesarias constituyen el precio de toda totalización teórica. Procediendo de acuerdo con un sistema acumulativo de distribuciones (primero, la distinción entre música instrumental y música vocal; luego, dentro de la música vocal, la distinción entre canción solicitada y canción improvisada), era razonable que Auden, basado en tal tendido de ductos, chocase al cabo con algún elemento no vehiculable, con alguna excepción: The Tempest. A diferencia de una teoría, que suele nacer como estructura de síntesis, deductiva, el método cuasi-inductivo seguido por el poeta estaba destinado a generar salvedades. El clásico nominalismo inglés había cedido una vez más ante la voluntad de Ockham, atenta a proteger los derechos individuales de cada particular, y ello para irritación (una vez más) de la actitud tomista, continental, que proponía su centro latente antes de transportar por sus arterias la más mínima cuota de fluido. Auden hizo toda la teoría que a su temperamento le estaba permitido hacer, y es tan sólo la maestría de su exposición lo que evita que esta epistemología fatal vea erosionarse su perfección elocutiva. Ligado por una fatalidad de otra especie, cultural, a la tradición de un tomismo inductivo, yo procuro disimular mis imperfecciones tras la pureza de un sistema límpido en apariencia, cuya mayor virtud consiste en tolerar que los bordes de las singularidades de que trata sean borrados a fin de satisfacer la calma que las totalidades surgidas del concepto y no de la suma de los casos solicitan.

V
Los tres usos aludidos son (EJEMPLO 3): 1) la música es incluida por Shakespeare a fin de promover ideas morales que sirvan los propósitos de una escena o incluso de un entero drama. Un caso de este uso se halla en The Merchant of Venice, pieza de 1596, y corresponde al orden cosmológico de la música, ese que cada época sabe formarse por una permanente necesidad de totalización conceptual; 2) la música constituye el punto de vista formal que permite ingresar a la estructura de una trama; la música es, de hecho, el medio privilegiado que le proporciona a la trama su "forma interna", como diría T. S. Eliot, es decir su razón, su inalienable cualidad dramática. El caso aquí es Othello, de 1603; este uso corresponde al de la música percibida como posible patrón de una cultura; 3) por último, la música es usada por Shakespeare como medio de inducción de la acción, como recurso para compeler actos invariablemente precedidos, en su concepción, por un cierto estado de alma (ese al que la música puntualmente condujo). Un ejemplo de esto se encuentra en The Tempest, de 1611; este uso corresponde al orden de la música como fenómeno propiamente dicho.

1
Examinemos ahora el caso de la música como vector ideológico y moral. The Merchant of Venice es, a decir verdad, una pieza que bien podría ser empleada para ilustrar los tres usos planteados, así de rica es su estructura. No solamente el uso ideológico y moral puede ser detectado en ella, también el uso estructural (fuerza distributiva de la trama y que Othello, puntualmente, ilustrará luego) e inclusive el uso asociado a la impulsión de la acción (que ejemplificaré por último con The Tempest) les son propios. Es un mérito de Auden haber insinuado la importancia de una discusión que ni Lindley ni Ortiz supieron recuperar: el hecho de que la armonía y la acústica no eran, en tiempos de William Shakespeare, dos reinos distintos como hoy lo son, sino uno solo. Esta fusión debida a la imposibilidad, por aquellos tiempos, de disociar el sonido estéticamente considerado respecto del sonido oscilográficamente considerado, tuvo una consecuencia directa, necesaria: uncir la producción musical, que es acústica (es decir física), a las ideas estéticas acumuladas por una larga tradición que sólo razones de comodidad nos hacen llamar pitagórica. Auden recuerda al comienzo de su texto los principios básicos de dicha teoría, condensados en la frase "armonía de las esferas". (Añadamos de paso que su explicación doctrinal también se halla en el párrafo final del Discurso V, capítulo 13, del Comentario al Simposio de Platón, redactado por Marsilio Ficino en 1460 y base biibliográfica de Richard Mulcaster; este pedagogo al servicio de la reina se cuenta entre los primeros en mencionar esta teoría en la isla). Sostener que la armonía, forma cultural de nuestra estética musical, y la acústica, que es mera física, constituían una sola cosa, significaba afirmar que la parte por entonces menos fundamentada del compuesto (la parte física), debía quedar por fuerza a merced de la parte argumentalmente más organizada (la estética). Esta dependencia hacía de la música un campo adecuado para el test moral: quienes tenían esa sensibilidad eran los probos; quienes en cambio permanecían inensibles a ella, esos eran los réprobos. The Merchant of Venice nos recuerda estas distribuciones estético-morales del sujeto merced a la aplicación directa de tal criterio. No era casual, por tanto, que la estructura dramática preparase la llegada de este momento judicial, distributivo, con una mención de la teoría pitagórica (y neo-platónica) de la música. En el acto 5, escena 1, Lorenzo está en Belmont, disfrutando de un claro de luna junto a su amada Jessica, hija fugitiva de Shylock. Ambos conversan en términos fingidamente distantes, mencionándose a sí mismos en las personas de figuras míticas, según un ritmo puntuado por la anáfora "In such a night" (EJEMPLO 4). Ellos, que están enamorados, son sucesivamente Troilo y Cresida, Píramo y Tisbe, Dido y Eneas, Medea y Jasón. De pronto, un desliz inoportuno de Lorenzo hace que ambos amantes vuelvan a ser ellos mismos y que la magia de la dimensión mítica se suspenda, sustituyéndose por un retorno gradual aunque inmediato a la dimensión real, esa que los reúne en Belmont y que los devuelve a la condición muy poco heroica de ser un par de jóvenes algo aventureros, no exentos de padecer desavenencias amorosas. De la afinación completa del intercambio lírico que les había permitido verse a sí mismos como ficciones de un pasado heroico, pasan en un santiamén a la verdad de sus realidades concretas. En este punto, una discordancia comienza a gobernar el intercambio de frases, y ello ocurre sin que no obstante el formato anafórico, presente en el tramo anterior ("In such a night") sea abolido. Este sintagma, que había hecho posible la afinación de dos espíritus, permite ahora, de improviso, una suave distancia irónica que deja a los enamorados ligeramente desconcertados ante la desavenencia que acaban de producir y de protagonizar casi como sin quererlo. Dicen los enamorados:
LORENZO: The moon shines bright: in such a night as this,
When the sweet wind did gently kiss the trees,
And they did make no noise, in such a night,
Troilus methinks mounted the Troyan walls,
And sigh'd his soul toward the Grecian tents,
Where Cressid lay that night.
JESSICA: In such a night
Did Thisby fearfully o'ertrip the dew,
And saw the lion's shadow ere himself,
And ran dismay'd away.
LORENZO: In such a night
Stood Dido with a willow in her hand
Upon the wild sea-banks, and waft her love
To come again to Carthage.
JESSICA: In such a night
Medea gather'd the enchanted herbs
That did renew old Aeson.
LORENZO: In such a night
Did Jessica steal from the wealthy Jew,
And with an unthrift love did run from Venice
As far as Belmont.
JESSICA: In such a night
Did young Lorenzo swear he lov'd her well,
Stealing her soul with many vows of faith,
And ne'er a true one.
LORENZO: In such a night
Did pretty Jessica, like a little shrew,
Slander her love, and he forgave it her.

LORENZO: La luna está brillante. En una noche como esta
Cuando el suave viento besó tiernamente los árboles
Y estos no hicieron ruido, en esta noche,
Troilo trepó los muros de Troya
Y su alma suspiró hacia las tiendas griegas
Donde Cresida estaba esa noche.
JESSICA: En esta noche
Tisbe temerariamente holló el rocío
Y vio la sombra del león antes que a Píramo,
Huyendo al borde del desmayo.
LORENZO: En esta noche
Paróse Dido sosteniendo una rama de sauce
Ante las costas del salvaje mar, y saludó a su amor
Para que éste volviese nuevamente a Cartago.
JESSICA: En esta noche
Medea juntó hierbas encantadas
Para hacer joven otra vez al viejo Jasón.
LORENZO: En esta noche
Jessica escapó del rico judío,
Y con pródigo amor salió de Venecia
Tan lejos como hasta Belmont.
JESSICA: En esta noche
El joven Lorenzo juró que la amaba,
Robándose su alma con muchos votos de fe,
Ninguno de ellos cierto.
LORENZO: En esta noche
La linda Jessica, como una rabiosita,
Mintió también su amor, pero él la perdonó.
A fin de que esta desarmonía no descomponga el ánimo que domina la escena, es preciso que una desarmonía más grande aún acontezca y haga de la anterior un episodio menor. Esto ocurre cuando, inmediatamente, Shakespeare trae a escena las presencias de Stefano y sobre todo del descabellado Lancelot, el "clown". Este último quiere anunciar con burda solemnidad la llegada inminente de su señor Bassanio, razón por la cual prorrumpe en imitaciones de un corno que deben ser entre torpes y molestas. Lancelot, proyectando en escena una desarmonía ruidosa, salva de este modo las suaves discordancias experimentadas por Jessica y Lorenzo momentos antes. Esta escena, que ilustra el uso de la música como fuerza estructural que permite comprender una trama (en este caso una porción breve de trama), constituye el paso previo al momento doctrinal. Ambos jóvenes se reencuentran tras la sutil disputa, sobre todo tras el caos sonoro de Lancelot, y es ahora Lorenzo el anfitrión del inminente acuerdo. El joven asume este rol saliendo en cierto sentido de sí mismo, de su rol falible de joven sarcástico interpretado un rato atrás, elevándose a causa de las ideas que le toca expresar y que son la manifestación de la teoría de la "armonía de las esferas". La noche, el claro de luna, las aguas acariciando las orillas, el aire calmo, todo conspira a favor del instante musical, amoroso, profundamente sensual. La compositora Jocelyn Pook ha interpretado adecuadamente la atmósfera que allí se crea (EJEMPLOS 5 y 6):
How sweet the moonlight sleeps upon this bank!
Here will we sit, and let the sounds of music
Creep in our ears. Soft stillness and the night
Become the touches of sweet harmony.
Sit, Jessica. Look how the floor of heaven
Is thick inlaid with patens of bright gold.
There's not the smallest orb which thou behold'st
But in his motion like an angel sings,
Still choiring to the young-eyed cherubins.
Such harmony is in immortal souls,
But whilst this muddy vesture of decay
Doth grossly close it in, we cannot hear it.

¡Cuán dulcemente duerme la luz de luna en esta orilla!
Aquí nos sentaremos, y que los sonidos de la música
Trepen por nuestros oídos. La suave quietud y la noche
Le sientan bien a las pulsaciones de esta dulce armonía.
Siéntate, Jessica. Observa cómo el piso del Cielo
Está espesamente decorado de discos de brillante oro.
No existe allí la más pequeña órbita que tú consigas ver
Que en sus angelicales movimientos no cante
Coreando a querubines de penetrantes ojos.
Tal armonía hay en las almas inmortales,
Mas mientras estas ropas de barro decadente
La envuelvan, no podemos oírla.
Sabemos hasta aquí que la música, en particular el ritmo, organiza muchas veces los intercambios humanos; sabemos que las desarmonías son relativas: basta con que una desarmonía mayor se produzca para que la anterior quede minimizada; y sabemos también que nuestros desacuerdos o diferencias son el resultado de los accidentes de la imitación pedestre a la que estamos condenados aquí abajo, limitados por el despojo mortal y en general por la precariedad de la instancia material de la existencia, haciendo lo que podemos para remedar el gobierno de los cielos donde sólo una música perfecta se oye. Es en este punto que Jessica revela a Lorenzo sus modos de escucha: ante la música que le gusta, ella permanece seria, le confiesa a éste, jamás alegre. La seriedad se debe, le explica Lorenzo (que de pronto asume las vestiduras de un pedagogo protestante, al estilo del mencionado Mulcaster, autor del pionero Positions), a que sus "espíritus están atentos", es decir a que su alma no se dejaba distraer (como Mulcaster, por lo demás, sabía que podía ocurrir, según éste lo expresa en ese libro de 1581) por las partes exteriores, puramente sensuales, del fenómeno, sino que se concentraba en lo fundamental, en sus aspectos morales, espirituales. A partir de aquí, Shakespeare pone en boca del joven e improvisado pedagogo la teoría de la "armonía de las esferas" y de la distribución moral de las almas humanas, que de aquella se deduce, dejando al "rico judío" (y, cabe añadir, también al desafortunado Antonio, "mercader de Venecia") del lado de las almas tristes, ajenas sin esperanza a las elevaciones que la música propone a los sensibles cuando son además buenos.
Se diría que esta escena acaba de manera demasiado ilusoria, demasiado rosada para el siempre auto-crítico y vigilante Shakespeare. En efecto, esta nota doctrinal, ingenua, es inmediatamente rebatida por las presencias que se aproximan y que en la obra representan la sensibilidad y la inteligencia más que la sensibilidad y la bondad: Portia y Nerissa retornan también, por otro camino, a reunirse en Belmont con sus maridos respectivos, Bassanio y Gratiano. De hecho, al acercarse a la casa de la primera, ellas oyen también esa música que sale de las inmediaciones de la mansión. Ambas damas se deleitan en ello, pero sólo por un breve momento, pues Portia intuye bien que toda esa atmósfera, incluidas la luna, la costa, el viento suave, la esperada reunión marital, lucen inmejorablemente sólo por efecto de la sazón, de la puesta escénica que las subraya y que las hacen armonizar admirablemente. Sin embargo, sostiene Portia, bastaría que algún elemento saltase de su lugar para que lo bello, que parecía absoluto en tales condiciones, se torne de pronto feo o, al menos, relativamente bello. Portia introduce esta nota que resulta casi cruel para quienes hayan quedado demasiado prendados de la escena de los dos jóvenes, y lo hace declarando que lo que un cierto orden de cosas propone (la luz de una vela, la gloria ocasional de un vasallo, un canto de gorrión), quedaría completamente anulado en sus efectos tras la subrepticia manifestación de hechos análogos aunque de un orden superior (la luz de luna junto a la vela, la aparición de un rey junto al vasallo, el canto de un ruiseñor junto al del gorrión) o incluso injustamente realzado si acaso otros hechos análogos pero de un orden todavía inferior lo beneficiaran sin quererlo (como el canto del ganso junto al del gorrión, etc.). Portia, que justo acaba de ganar una partida legal mediante el procedimiento de la relativización o apertura de las consignas contractuales, se sirve aquí del mismo recurso para desarticular la sublimidad de la ocasión que habia enaltecido, para los ojos crédulos del espectador, la gloria de Jessica y de Lorenzo nimbando su precioso momento. Las cosas no son bellas; sólo la ocasión las hace tales. (Ya se había visto este mismo recurso en A Midsummer Night's Dream, en la actitud que el ocasionalmente terco duque Teseo había asumido ante sus mastines: esos perros sonaban primorosos para sus oídos de dueño; para los demás, ese sonido no era más que un ruido molesto. Tan tempranamente como en esta comedia de 1594, los órdenes animal y espiritual sabían ya confundir sus dominios, permitiendo que "lo feo fuese bello y lo bello feo", casi como si las brujas de Macbeth hubiesen ordenado las cosas mucho antes de nacer). Para Portia, que supo aprender a evadirse de los mandamientos paternos y también jurídicos, hasta el mismísimo absoluto de lo bello le olía a encierro; eran la ocasión, la sazón, el acomodamiento accidental de las cosas y la labilidad rítmica de los sucesos humanos y naturales, las escapatorias perpetuas que desopilaban los conductos del poder y limpiaban las aporías legales impuestas sobre los demás por normas coercitivas responsables de ritmar de modo homogéneo los movimientos de los cuerpos y de las voluntades libres. No hay verdades sino oídos, parece decirnos Portia, ni hay tampoco oídos sino receptores, lecturas, venturas interpretativas al amparo accidental de aquella ocasión, de aquel momento; usos fortuitos del lugar y del tiempo. Con toda evidencia, la relatividad de los valores era para Shakespeare (muy montaigneanamente, por otra parte) la gran escalera puesta por la inteligencia crítica a las coagulaciones conceptuales que los poderes proponían e inculcaban en la sociedad. Así como Teseo descendía por dicha escalera desde su encumbrada realeza hasta la tontería llana de la sobreestimación de unos ladridos, Jessica ascendía por allí mismo desde su condición de muchacha algo trivial (pero, como diríamos hoy, "con condiciones") hasta las alturas de la sensibilidad espiritual.
The Merchant of Venice propone, junto al uso ideológico y moral, presente en las instrucciones de Lorenzo a Jessica, y junto al uso estructural, presente en el intercambio anafórico, un breve momento que ilustra el uso tercero, el de la inducción de la acción. Si nos remontamos al acto 3, escena 2, veremos a Bassanio procurando acertar con la elección del cofre adecuado, que le permitirá a la vez tomar la mano de Portia, acceder a su fortuna (cosa por entonces no penalizada moralmente) y sortear las restricciones legadas a Portia por su padre, ese maestro ausente del empobrecimiento rítmico de la vida. A fin de que Bassanio no se equivoque, un joven del séquito de Portia entonará una breve canción lírica cuyo tema es precisamente la fantasía amorosa y cuyo mensaje consiste en la condena ostensible de todo juicio que, en el amor, se deje guiar por los atributos exteriores. Está claro que la obra de ningún modo quiere desactivar el encanto de lo exterior, sino tan sólo (y nada menos) sancionar su más sublime ocasión como aquella en la que lo exterior coincide rítmica y armónicamente con el interior, cuando alma y cuerpo (como el viejo Mulcaster quería) devienen una sola cosa. Parece que Shakespeare desafiaba de este modo la adustez excesiva de la casta sacerdotal de su tiempo, de no importa qué confesión, al promover la importancia relativa de la exterioridad (tesis del poeta norteamericano Louis Zukofsky que no deja de comprobarse una y otra vez en Shakespeare), siempre y cuando, sin embargo, ella ocurra dentro de los límites de un decoro moral de orden interior. Bajo las condiciones de un interior a la vez moral y natural, la exterioridad podía dar rienda suelta a sus floreos; pero, si un propósito ajeno a esta modestia animaba acaso a la primera, entonces toda manifestación exterior devenía para Shakespeare un exceso estéril, pernicioso. Sin duda alguna, el siglo que fundó la armonía consonante sólo podía ver la más perfecta manifestación de lo humano en el darse simultáneo de aquello que lo hacía a la vez exteriormente mesurado e interiormente cabal. El adentro y el afuera en un acorde místico, eso era para Shakespeare y para su siglo la más recomendable versión de lo humano, y era la música la responsable de proporcionar la plantilla estructural que volvía inteligible tal plenitud. ¿Cómo se las arregló esta obra en hacer que lo interior (la genuinidad de los sentimientos de Bassanio hacia Portia) y lo exterior (la conquista, por parte de Bassanio, de la belleza y la riqueza de Portia) coincidieran a fin de santificar la empresa? Shakespeare consigue esto con una canción, breve aunque efectiva en extremo (EJEMPLO 7):
Tell me where is fancy bred,
Or in the heart, or in the head?
How begot, how nourishèd?
Reply, reply.
It is engendered in the eyes,
With gazing fed; and fancy dies
In the cradle where it lies.

Decidme adónde crece la infatuación,
¿En el corazón, o en la cabeza?
¿Cómo es procreada y cómo nutrida?
Responded, responded.
Ella es engendrada en los ojos,
De la vista se alimenta; y la infatuación muere
En la misma cuna en la que yace.

Muy adecuadamente, el cofre que corresponde elegir es anticipado por un sutil esquema de rimas que terminan en "-ead", presente en la palabra "lead", plomo, precisamente el material del que está hecho ese cofre que contiene la imagen salvadora de Portia, cuyo acierto por parte de Bassanio liberará la voluntad de los amantes uniendo en ellos lo exterior (la modestia del metal basto, símbolo de su verdad) y lo interior (el oro de su gloria amorosa, símbolo también de su verdad). La inducción de la acción difícilmente podía ser, como aquí, más directa y eficaz y a la vez más estéticamente discreta.
2
Un ejemplo elocuente del uso de la música como fuerza formalizadora de la trama se encuentra en Othello. Toda esta obra, desde el comienzo hasta el fin, propone un léxico musical puesto al servicio de una trama musicalmente comprensible. El propósito de Iago consiste en desafinar la concordia de dos esposos, no ya de dos amantes. Deshacer un matrimonio, comenzando por desacreditar las garantías de fidelidad de esta institución, y no meramente limitarse a distanciar dos corazones, tal es el temible propósito del alférez. El proyecto de desafinación es vasto, sobre todo porque los miembros de la armonía civil son dos sujetos intachables. Probos en extremo, por cierto, aunque (y esto bien lo sabía Iago) no necesariamente musicales por igual. Desdemona es una artista consumada en múltiples artes; Othello, en cambio, es un "misomúsico". Paradójicamente, él es también un maestro de la palabra, un poeta épico que ignora que lo es. Shakespeare le otorga su pequeña rapsodia odiseica en el acto 1, cuando el general moro relata algunas de sus aventuras pasadas para los oídos no en este caso de un rey, como Alcínoo lo fue, sino de una princesa veneciana, burguesa o, como el texto mismo la caracteriza con un término que el mismo dramaturgo acuñó, "supersutil". Esta diferencia en cuanto a la paradoja de una musicalidad sin demasiada elocuencia en Desdemona y de una elocuencia sin nada de musicalidad en Othello, es un hecho dramático relevante en la medida en que él explica las dos muertes fundamentales: la magia verbal, esa ambrosía elocutiva que había reportado para el general moro la rendición del corazón de la joven, se convertirá en pocos actos más en el veneno letal que obtendrá para el alférez la degradación de su jefe. Matar y morir por el mismo hierro es el destino exclusivo de quienes han divorciado los poderes de la lengua respecto de la sensibilidad auditiva. Hablar y escuchar no son dos cosas que se dan por fuerza de un modo equilibrado. Este desbalance, que Iago conoce de cerca, permitirá la conversión del elixir en veneno, del amor en celo, haciendo musicalmente que la armonía inicial devenga un desacuerdo cuyas distorsiones coincidirán con la muerte de dos personas y, con ellas, de todo un mundo moral. En pocas obras como en Othello se comprueba a la música, al desfase rítmico del que son pasibles los hombres, asumir a tal extremo alcances estructurales, deviniendo la condición misma de la inteligibilidad de la trama que los reúne. Othello es la tragedia de la desarmonía, del sesgo apocalíptico de los desentendimientos rítmicos entre seres inicialmente afinados y concordes.
3
Nunca la pasión fue más enfáticamente un objeto de reflexión como en los tiempos del racionalismo moderno, tiempos de Shakespeare y de Francis Bacon antes de ser los de Descartes o Pascal, y que históricamente (por razones que intentaré sugerir) acontecieron en paridad con la consolidación del absolutismo. En cuanto a la música como estímulo para la acción, y más allá de lo visto en The Merchant of Venice o de lo que podría apuntarse en cuanto a esto mismo a propósito de una obra contemporánea de Hamlet como lo es Twelfth Night (comedia de 1601 en que la música también expande los usos ideológicos, estructurales e inductivos, como antes lo había hecho The Merchant...), cabe decir que será The Tempest la única pieza que realmente aporte novedades de relieve a este respecto. Es necesario preguntarse, además, por qué razones Shakespeare enfrentó aquí la necesidad de hacer de la música un medio de privilegio para inducir la acción; qué pasaba, de hecho, con la acción, que ésta apenas podía darse sin la intervención de alguna instancia que simbolizara la dación de voluntad; una voluntad que, a todas luces, parecía estar intervenida desde su raíz por fuerzas superiores a lo que los hombres podían controlar; además, cuál era la naturaleza de estas fuerzas providenciales cuya autoría remitía a un Dios en apariencia tímido, casi anónimo, que, por emplear ahora una paráfrasis barthesiana, "no se atrevía a confesar su nombre". El Dios puesto de espaldas del providencialismo cumplía funciones dramáticas muy claras, no obstante: permitía organizar la sucesión de las acciones que componían la trama, sin cargar demasiado las tintas en una voluntad individual que por entonces ya se hallaba políticamente intervenida, y a la vez permitía evitar el compromiso con las religiosidades constituidas, a riesgo de irritar a alguna Iglesia. La pregunta por el uso inductivo de la música se responde adecuadamente, por tanto, interrogando antes la naturaleza de esta máquina providencial que, por los años finales de la carrera de Shakespeare, dirigía sin disputa las acciones de los personajes importantes. Todo esto invita a preguntarse, además, por aquello que los inicios de la era Stuart entendían por acción, fuese esta pública o privada; cuáles eran por entonces los actos o movimientos (la distinción pertenece a Hobbes) capaces de devenir acciones políticas, civiles, incidentes por tanto en las vidas de los demás y en general en la estructura comunitaria, a pequeña o gran escala. Esta dilucidación, según creo, nos devolverá una vez más al problema general del ritmo.
Un modo de expulsar del campo de lo pensable, y por tanto de lo factible, la acción peligrosa, políticamente riesgosa (fuese esta espontánea y pasional o bien meditada como plan de reacción), era sugiriendo que, al proponerse que las acciones humanas se daban siempre precedidas por estados inteligibles del alma (esas pasiones que comenzaban a ser objeto de análisis, precisamente), en realidad se estaba desnudando una verdad íntima del sujeto, se estaba accediendo a los resortes de un proceso a la vez político y natural; se estaba tocando un primitivo de la conducta humana. De este modo, el sujeto, racionalizado al extremo, podía justificar sus acciones sólo si previamente hacía pública esa verdad natural respecto de sí mismo y de sus ideas cada vez que actuaba. Por entonces, resultaba harto difícil para el sujeto común (excepto que este perteneciese a la realeza) inscribir en la vida social cualquier acción ajena a tal precedencia pasional. Al admitir esta precedencia, de hecho, las acciones se volvían o bien predecibles (a tales pasiones, tales acciones), o bien explicables (si acaso ellas habían sido inevitables). En esta exteriorización compulsiva de lo que acontecía en el interior del sujeto, la suposición de que solamente unas ciertas pasiones correspondían a unas ciertas acciones, estaba deviniendo por entonces cultura, y ello servía, por tanto, como instrumento de juicio a fin de levantar cargos políticos con tan sólo un mínimo esfuerzo. Si alguien disentía de las políticas gubernamentales, ese estaba participando de la cultura anímica de la sublevación, lo supiese o no, lo quisiese o no; cosa que, en el ámbito privado, se transliteraba en la figura mítica, prometeica, de la rebeldía cósmica. El mismo Jacobo I, acaso, ¿no había escrito, poco antes de asumir la corona, que el Rey debía ser considerado como "the father of the people", "el padre del pueblo"? Un buen padre prevé y contiene a sus hijos, los súbditos. Los armónicos superiores de esta concordia envolvente (la de un ser superior ritmando las vidas de los seres inferiores) tenía la virtud de anticipar emblemáticamente el contenido político de las acciones posibles mediante una tabla de pasiones asociadas a ellas, que eran de dominio público y que generaban esa atmósfera de prejuicio económicamente eficaz a la hora de regir el desenvolvimiento civil de los cuerpos, sobre todo si esos cuerpos eran disidentes. La música comenzó a ocurrir, en tiempos de Jacobo I, menos como festividad (como en años previos, isabelinos) que como protocolo; la apertura acontecimental propia de tiempos de Elizabeth I había fenecido ya para 1610, y la música se convertía poco a poco en un recurso de exteriorización política. En este reino de un pueblo filomúsico regido por voluntades misomúsicas, el centramiento biológico del ritmo gubernamental, soberano, devino prontamente un instrumento rector de primer orden.
El arte, como vimos antes al analizar el soneto 66, suele adoptar para la contestación política los mismos recursos estéticos que pretendían maniatarlo, censurarlo. Shakespeare, tanto como cualquier otro artista inteligente anterior o posterior, buscó el modo de reconvertir ese pesado lazo en látigo sutil, devolviéndole al proceso político sus desbordes en un lenguaje dramáticamente metabolizado. La música como forma o recurso inductor de la acción es, pues, una de las más delicadas transformaciones de la coerción política en instrumento de liberación estética. Examinemos, ya para ir finalizando esta exposición, lo que acontece a este respecto en la pieza The Tempest. En un momento de la extensa, compleja escena 2 del acto 1, Ariel, el demonio lúcido al servicio de Prospero, necesita por orden de su amo, que el príncipe Ferdinand, destinado por la providencia (y la magia) a contraer matrimonio con Miranda, hija de aquél, olvide por un momento a su padre miserable, a quien el joven cree (y debe creer) muerto tras el naufragio que la tempestad intencional causó. Por más que un padre sea malvado, y más aun si el hijo ignora esta condición moral en su progenitor, no es posible olvidarlo fácilmente tras la desgracia que acaba de ocurrir. Ni siquiera le había estado permitido al joven Ferdinand colapsar cerca de su padre Alonso (Rey de Nápoles en colusión con Antonio, hermano usurpador del desterrado Prospero), pues esta cercanía le hubiese servido para socorrerlo, o, ante lo inevitable, la muerte, al menos para llorarlo en presencia del cadáver. En un sitio apartado del lugar de la desgracia general, Ferdinand se encuentra solo en la playa. "Yellow sands", "arenas amarillas", "wild waves", "olas salvajes", " barking watch-dogs", "perros vigías ladrando", ese es el paisaje casi encantado, expresionista en su fuerza desoladora, que la magia de Prospero, a través de Ariel, gnomo creativo, musical (de lejos, el más musical de todos los personajes shakepearianos), le ha deparado a dicho príncipe. La canción primera de Ariel a Ferdinand tiene por finalidad suspender por un momento su tristeza, presentándole una atmósfera de fuerza superior a la que su resistencia de apenado podría oponerle a cualquier cosa que adviniera en ese momento. Ganada esta primera batalla, y habiendo logrado Ariel imponerle a Ferdinand el estado de alma maravillado que aquél necesitaba inculcarle, procede el espíritu delicado a administrar una segunda dosis de música, cuyo fin es conseguir que Ferdinand, de quien toda memoria de pena y de muerte paterna ya ha sido removida por exceso de encantamiento y de sobrenatural desolación, haga lo que Ariel necesitaba que este joven hiciese para cumplir con el pedido de su amo Prospero: que Ferdinand fuese conducido hasta donde estaba Miranda, y que esta niña pudiese contemplar una manifestación de la juventud en versión masculina, revelándosele a ella en su máxima pureza, es decir libre de toda intención de cortejo, de toda memoria y también de todo deseo. La segunda canción, dispuesta a tal fin, debía sepultar en el mar de la memoria del joven los restos del naufragio acontecido en el mar natural, salvaje. La muerte del padre debía ser matada a su vez, y por ello la segunda canción entonada por Ariel tenía que remplazar la desolación anterior por un remanso armónico (música que sólo un Monteverdi hubiese podido imaginar por entonces, no un Dowland, un Byrd o un Campion): el padre, sin duda alguna, ha muerto (y es muy importante que Ferdinand crea esto a fin de que el reencuentro posterior, la anagnórisis, acontezca en el momento adecuado una vez sanadas las almas y purificadas las intenciones por obra de Prospero, de Ariel y de la magia que ellos poseen); pero esta muerte debe ser vista por el joven no como un hecho trágico sino como uno natural, en el que la naturaleza tan sólo se ha limitado a recuperar lo suyo a fin de pacíficamente transformarlo. Dice el texto (EJEMPLOS 8 Y 9):
Full fathom five thy father lies,
Of his bones are coral made;
Those are pearls that were his eyes;
Nothing of him that doth fade,
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange.

A cinco enteras brazas yace tu padre,
De sus huesos el coral está hecho;
Esas perlas fueron sus ojos;
No hay nada de él que se perdiera,
Todo sufrió un cambio marino
En algo rico y extraño.
Tras esta introducción sinóptica a Ovidio, el joven (único aquí, a decir verdad, en haber sido transformado "en algo rico y extraño") parece reconciliarse con lo que cree le ha ocurrido a su padre; emprende entonces el camino que se le había asignado: presentarse sin memoria ni deseo ante los ojos limpios de Miranda, es decir, ser el palimpsesto de la humanidad en actitud de ofrecerle a una señorita libre de pecado, un semblante en el que por fin será posible reescribir, casi adánicamente, esas promesas de felicidad que (nosotros lo sabemos y desde luego Shakespeare, pero no la obra) la historia frustrará más tarde una vez más. No nos dejó Shakespeare una pieza titulada The Tempset, Part II, en la que ambos jóvenes, retornados de la isla terapéutica y reincorporados a la historia, organicen un gobierno tan prístino como ellos. No hay lugar para que el ritmo y la armonía, capaces de inducir acciones individuales, induzcan a su vez, desde estos individuos curados de toda maliciosidad, las acciones colectivas, sociales. (Salvo la magia y las canciones de Dios, únicas con la fuerza suficiente como para inducir aquí abajo acciones decentes, carecemos de espíritus ágiles semejantes al creado por Shakespeare para su isla utópica). En este mundo nuestro, las acciones anti-gubernamentales se dan por reflejo de una violencia más o menos espontánea o dirigida, no según el plan de una lluvia providencial, rica en desplazamientos minúsculos y penetrantes (Barthes diría, "isorrítmicos") que venga a humedecer pacíficamente la sequedad de la política que conocemos, con sus ritmos empobrecidos, grises, fatalmente tristes. Tal como la música y en general el ritmo, que son positividades y no estructuras apofáticas, también la escritura shakespeariana parece proponernos que toda libertad depende de nuestra sujeción respetuosa a unos límites, sobre todo cuando éstos son dictados por el arte y no por un poder; cuando una libertad rítmica practicada en la vida los dicta y no el trabajo o la fatiga de poseer.

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