Ser revolucionario hace treinta años y serlo hoy

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Descripción

Cambio revolucionario hace treinta años
y cambio revolucionario hoy

Reflexiones que presenta Mario Rechy Montiel al IV Encuentro de
Excombatientes del movimiento armado en México.

24 y 25 de abril de 2004

Queridos compañeros, estas reuniones vienen siendo de las cosas que
más disfruto y más sufro. Que más disfruto porque con ustedes nací a
la conciencia, y han venido a ser aquello que siento más caro y
compartido, y que tengo como pendiente en mi vida. Y que más sufro,
porque nuestro destino ha sido doloroso, no pocas veces trágico, y
todavía lleno de atavismos, prejuicios y concepciones que sueño con
dejar atrás.
Pero permítase detallar este sentimiento y esta concepción:

I Pertenecemos a las últimas generaciones que fueron capaces de vivir
la utopía del siglo XX. Esa es nuestra grandeza y nuestra tragedia.
Grandeza porque el político posterior a nuestros días ha perdido la
capacidad de imaginar y soñar con la justicia y con el cambio
revolucionario, se ha vuelto realista y hasta pragmático, y ha hecho a
un lado la inspiración que podía mover al sacrificio y a la epopeya.
La política sin espíritu es una política de la decadencia o, cuando
menos, de la mediocridad, tal y como el mundo gris de este capitalismo
que todo lo corrompe, y todo lo malbarata. Tragedia, porque en nuestra
obsesión y empeño no hubo el dominio y la fuerza instrumental para
enfrentar con éxito a nuestros enemigos, y ello costó la vida de
muchos compañeros, y porque también significó la derrota de un camino,
de una estrategia.
A casi cuarenta años de distancia vemos con satisfacción y con dolor
nuestra historia. Con la satisfacción de quien puso todo lo que podía
de su esfuerzo y sus capacidades, y con el dolor de no haber podido
consolidar los cambios que buscábamos.
Sin embargo, a diferencia de los neoliberales, que miden su eficiencia
comparando el cumplimiento de sus metas en función de lo que van
planeando, nuestro balance es inesperado y positivo. Inesperado porque
hemos contribuido y provocado cambios que no estaban en nuestra orden
del día, pero que representan un avance importantísimo en las
libertades ciudadanas y en las condiciones de trabajo para un mundo
más justo y democrático. Sin caer en las cuentas alegres, tenemos que
reconocer que la mayor libertad que hoy tiene el pueblo de México, se
la debe a nuestros muertos, en primer lugar, y al esfuerzo de
organización y lucha que todos pusimos. Positivo, porque, este
conjunto de organizaciones que fundamos y sostuvimos, además de haber
sido un factor decisivo en los cambios sociales y políticos de los
últimos treinta años, constituyeron un movimiento que hoy puede
reflexionar sobre sí mismo, y sobre las condiciones y cambios desde
los cuales podemos replantearnos nuestras metas y tareas. Para
algunos, he escuchado, no hay mérito en nuestra aventurada actividad,
y difícilmente se ve la relación de causa efecto entre nuestras
iniciativas y lo que realmente cambió. Sin embargo, sin que vaya ahora
a demostrarlo, nuestro ejemplo fue un fermento entre la juventud,
nuestro esfuerzo ha sido punto de partida de muchos movimientos, y
nuestras ideas se han convertido en lugares comunes, que hoy todo
mundo tiene como parte de su concepción, y que en nuestros días
pioneros sonaban irreales o imaginarios.

II Queríamos un mundo socialista. Un mundo donde no existiera la
explotación del hombre por el hombre; donde no existiera hambre, y
todos tuvieran trabajo y acceso a la salud, la educación y la cultura.
Teníamos claro, desde entonces, que eso no es posible mientras la
riqueza se concentre en unas cuantas personas, mientras el mercado
irrestricto sea el vehículo o mecanismo a través del cual se
distribuya el producto, y el poder sirva básicamente a esos dos
intereses. Viéndolo en retrospectiva hemos tenido razón. No hubo
socialismo, pero lo seguimos necesitando. No se creó una sociedad
dirigida o gobernada por los trabajadores, ni me parece tal cosa
posible; pero aún así pudimos conocer la experiencia soviética, donde
a pesar de no haberse establecido la democracia de ningún género, la
sociedad tuvo los servicios básicos, se instrumentó un proceso de
industrialización y se dio trabajo a todos los habitantes.
Hoy, muchos de nosotros concebimos un socialismo sin dictadura, y sin
carácter de clase. Aunque parezca difícil o poco próximo delinearlo.
Haciendo un recuento, sabemos que además de no justificarse ninguna
dictadura, no es tampoco conveniente suprimir el mercado, y que
deberemos moderar los alcances de la planeación. Sabemos también que
el gobierno no puede hacerse en nombre de nadie, y que los partidos
han manejado imágenes ideológicas, pero no necesariamente han sido los
representantes de las clases o los grupos sociales que dicen. Con
enorme dificultad descubrimos que la supuesta conversión de la
sociedad en dos campos antagónicos no tenía ni tiene nada que ver con
el proceso histórico real, que existen grupos sociales que no se
originan en el capitalismo y que prevalecen y deben seguir existiendo,
tales como los indígenas y los campesinos, a quienes las sociedades de
todos los tiempos deben mucho. Sabemos hoy que la sociedad ha
evolucionado tecnológicamente, hasta tal punto, que no será necesario
ya, históricamente hablando, que todos participen en las tareas de la
producción directa, y que el género humano puede ya ir reduciendo la
jornada de trabajo, aún sin haber conseguido el socialismo. Sabemos
que la capacidad productiva de la sociedad contemporánea puede hacer
que una mayoría se dedique a múltiples actividades de cultura,
educación, investigación, y desarrollo de nuevas actividades de
interés colectivo. Y que esto es posible con tan sólo la vigencia de
una democracia.
A la explicación sobre el motor de la historia algunos de nosotros
hemos agregado el principio de la cooperación y la solidaridad, y no
hemos podido quedarnos con la lucha de clases a secas.
Y probablemente la mayor lección que nos hemos llevado fue la de
descubrir que la superación del capitalismo no se cumplía con el
derrocamiento de una clase dominante, sino con el hecho de que las
clases subalternas o explotadas adquirieran las capacidades y
funciones de sus explotadores. En esto, parafraseando, diríamos que la
partera de una nueva sociedad no viene siendo la violencia, sino la
autogestión.

III Dejamos las armas. Básicamente porque fuimos derrotados cuando
apenas comenzábamos; pero también porque llegamos a la conclusión de
que todo cambio violento es el resultado de que la mayoría no suscriba
o apoye lo que los revolucionarios persiguen, y porque terminamos por
entender que solamente existe un camino a la democracia cuando es la
mayoría la que decide enfilarse hacia ella. En esto podríamos decir
que fuimos voluntaristas, cómplices de los regímenes dictatoriales que
se impusieron a una parte de la humanidad, y hasta un peligro para
nuestras sociedades. ¡Qué hubiéramos hecho si en aquellos años
hubiéramos llegado a gobernar?
Pero es también necesario decir que no han sido debilidades morales o
concepciones beatas las que nos apartaron de la violencia. Si hoy no
llamamos a provocar o buscar cambios sociales a través de las armas es
simplemente porque nuestra vocación democrática tuvo mayor peso que
nuestra vehemencia revolucionaria.
Tampoco quiere decir esto que nos hayamos vuelto pacifistas, o que
renunciemos a acompañar al pueblo en sus acciones, por más inesperadas
que estas sean, o por más peligrosas u osadas que puedan presentarse.
Pues la historia del hombre no deja de tener muchos componentes de
espontaneidad, donde el odio y de locura provocan acciones y
reacciones, y los socialistas y comunistas no somos almas de la
caridad que predican, sino dirigentes políticos que intervienen.
A donde quiera que el pueblo o los trabajadores sean atropellados ahí
seguiremos presentes. Y a donde quiera que un hombre o una mujer
defienda sus derechos y reciba un bofetón, estaremos solidarios a
impedirlo o a castigarlo. No creemos que la injusticia se resuelva con
prédicas morales, ni con paciencia sin actos.
En esto, siento que existe una línea de continuidad, pues cuando menos
en la organización en la que yo militaba, no nos planteábamos como
forma principal de lucha la organización armada. Postulábamos la
autodefensa popular, y el ir minando la capacidad militar o violenta
del enemigo. En ningún momento propusimos, ni procedimos, como si
nuestro método de lucha fuera la violencia.
Y la verdad extraño, echo de menos profundamente, esa capacidad de
respuesta contra todo atropello. ¡Cuánta falta hace que alguien le
parara el alto a gente como Diego, como Salinas o como esos seres
pequeños que cometen enormes crímenes! En esto sigo siendo violento, o
quisiera serlo. Me siento desarmado. No creo en la procedencia de
enfrentar a los guachos, cuando éstos no saben qué hacen, ni tienen
peso político alguno. Pero mantengo la convicción de que en ocasiones
sí puede cambiar la situación el deshacerse de un solo hijo de la
chingada. Así venía siendo antes, y sigue siendo en muchas partes.
Pero no en México, y no me queda claro por qué. Es algo que en nuestro
país tiene un extraño carácter, casi de excepción, pues en el mundo
árabe, o en el cono sur, el pueblo reacciona con violencia ante la
violencia, y nosotros parecemos haber perdido el umbral de la
dignidad, de la defensa intransigente de la dignidad.

IV Hoy creo en la ineludible búsqueda de cambios a través de la
organización de las amplias mayorías. Y suscribo además una estrategia
que no apuesta por la organización política como forma fundamental de
buscar o instrumentar los cambios. O para decirlo más claro, no creo
en la organización partidaria como forma básica, sino en la
organización económica de los productores, en los procesos
autogestionarios que les confieren poder a los trabajadores, en la
construcción progresiva de un nuevo estado, desde cada sitio y desde
abajo. En líneas generales, he sustituido la idea de un ejército de
conspiradores por la de un proceso democrático de conversión de todos
los trabajadores en sujetos subversivos de la economía, el estado y la
organización social.
Y en esto, aunque suene jactancioso, vengo diciendo lo mismo desde
hace exactamente 35 años, pues en lugar de organizar al partido yo
postulaba crear el poder.
Más allá de las recomendaciones que Marx alguna vez hizo a los
izquierdistas Willich y Schapper, para que aprendieran a enseñar y
esperar unos veinte años a que el pueblo trabajador aprendiera a
gobernarse, hoy le diría a mi pasado marxista, que fue un error
considerar que la revolución podía llevarnos una o dos generaciones,
cuando puede en realidad representar el esfuerzo de más de uno o dos
siglos.
Tengo la convicción de que la prisa con que queríamos alcanzar los
objetivos era producto de ese ritmo de la vida occidental que venía
tomando el espíritu de las máquinas; y que hoy, para que la tarea sea
sólida y perdurable, tiene que tener la fuerza que han tenido las
doctrinas y la fe, al mismo tiempo que el tesón y la paciencia de los
indígenas, para ver resultados en el presente siglo.
Creo en un socialismo transfigurado que admite la pluralidad; que
reconoce el derecho a la propiedad que se consigue sobre la base del
esfuerzo personal y familiar, y que admite la existencia de cuando
menos tres sectores económicos: el estatal, el social y el privado.

V Hace cuarenta años, teníamos claro que el pueblo no lucha por
objetivos ideológicos o programas máximos, y por ello no pretendíamos
convencerlo de la bondad del socialismo. Lo que queríamos era dirigir
el movimiento espontáneo y elevar progresivamente su nivel de
conciencia y de programa. Sabíamos que la gente se moviliza y lucha
por intereses inmediatos. Hoy sigue siendo de la misma manera. Sólo en
los países donde el nivel de cultura e información ha elevado la
conciencia general, las amplias masas se plantean defender conquistas
históricas, instituciones o programas. En términos generales la gente
se moviliza por el jornal, los derechos elementales y la autonomía.
Las elecciones vienen siendo el mecanismo más eficaz para apartar la
conciencia y la participación de la verdadera democracia. Y por una
sencilla razón: porque se vota por candidatos que la gente ni elige ni
ha formado, y que constituyen propuestas de los partidos y de las
cúpulas que detentan el sistema político. Eso no tiene solución con
reformas, ni con perfeccionamientos legislativos; y sólo puede
solucionarse en la medida que sea la gente la que se organice para
participar según su claridad de miras y organización, es decir, en
cada sitio, localmente.
La democracia sólo puede alcanzar su realidad en el nivel directo,
donde el conocimiento de los participantes no está nublado por los
medios masivos de comunicación y el anonimato de la sociedad de masas.

La democracia no puede tener vigencia cuando las propuestas son tan
generales que el voto termina siendo una adhesión de simpatía; o
cuando es la mercadotecnia la que convence de una imagen, o hace
coincidir las expectativas de los votantes con la envoltura de los
candidatos a los cargos.
En esto tampoco hemos cambiado. Quisimos desmitificar las elecciones
cuando levantamos la candidatura de Demetrio Vallejo en un solo
distrito de la capital. Y tal vez deberíamos seguir haciendo lo mismo
con nuestros presos para educar a la población.
Las elecciones no se ganan bajo el sistema actual. Lo que sí gana es
la organización autogestiva de la gente.
Por lo demás, el Congreso, o poder legislativo, no tiene capacidad
para reorientar el modelo de país, y ni siquiera para corregir sus más
graves problemas, como el IPAB, la distribución presupuestal o la
política exterior. En esto sigo creyendo que tenemos que sustituir el
estado actual. Pero no a través de una dictadura, sino de una lenta
construcción de un nuevo estado.
Más que preocuparnos por los partidos, las elecciones o las cámaras,
deberíamos proponernos dejar algunas ideas claras entre los
trabajadores. Hay que enfrentar la propaganda a la mercadotecnia.

VI En resumen, muchos o todos nos sentimos, como hace cuarenta años,
parte del socialismo. Pero este socialismo se ha transfigurado. Ya no
tiene un referente internacional. Ni siquiera un ejemplo. Ya no se
resume en un modelo sobre la socialización de los medios de
producción, sino en un proceso autogestivo con muchos escenarios. Ya
no supone un horizonte evolutivo universal, sino el reconocimiento de
la diversidad y las particularidades. Ya no defiende el derecho de
ninguna dictadura, sino la voluntad mayoritaria, así esta voluntad
pueda estar en contra de lo que creemos la verdad.
A cuarenta años hemos aprendido. Tuvimos que retroceder en nuestras
prisas de cambio. Tuvimos que cambiar la clandestinidad por un trabajo
abierto, y un programa que combina objetivos inmediatos y objetivos
históricos; cuando además hoy sabemos que esos sueños sobre el
socialismo probablemente ya no los veremos nosotros, y acaso ni
nuestra primera descendencia.
Hemos tenido que aprender muchas nuevas disciplinas, pues nuestra
herramienta de análisis de la realidad se mostró limitada para
explicarnos cómo se conducen los productores del campo, y no aceptamos
reducirlos a la condición de papas en un costal, ni a convertirlos por
la fuerza en proletarios. Tuvimos que estudiar a muchos pensadores que
no suscribían la visión de los fundadores del materialismo histórico,
porque necesitábamos entender la complejidad de nuestro mundo actual,
y ello no tenía antecedente en la ortodoxia. Tuvimos, en fin, que
mirar con espíritu abierto y con autocrítica este doloroso pasado
siglo, donde millones de gentes murieron por quimeras, porque ya no
queremos que el género humano haga sacrificios en vano.
Pero estamos fortalecidos en nuestra nueva y enriquecida concepción. Y
estamos listos para formar al nuevo ejército que debe reemplazarnos.
En este empeño trabajamos. Y con esta perspectiva mantenemos nuestro
inalterable optimismo. Un optimismo como el de Ana Frank, que desde
sus peores momentos le llevó siempre a decir: "creo en la bondad
humana". No en la de todos, ni como virtud inalterable, sino como
posibilidad que se refrenda y se fortalece.
Hemos dejado atrás la idea de que de la pobreza o de la explotación es
la única fuente de donde nace la justicia. Hoy sabemos que en cada uno
de nosotros existe la dualidad del lobo y el cordero, y que la
búsqueda del socialismo no se garantiza con un Carnet de partido, sino
con una solidaridad que se cultiva y con una lealtad que sólo puede
mantenerse a través de lo colectivo, de la democracia y el
fortalecimiento de principios y valores, y no de ideologías o dogmas.
Hoy queremos aproximarnos al socialismo al irlo construyendo entre
nosotros, como algo que sólo puede tener vigencia cuando mantenemos lo
social y lo común, por encima del interés personal o egoísta. Antes
nos sentíamos generales, capitanes, parte de un estado mayor. Hoy nos
han enseñado que sólo podremos mandar aprendiendo a obedecer.
Hago votos porque sepamos sacar todo el núcleo de nuestra experiencia
y lo plasmemos en el ejemplo y en la letra; y porque sepamos
trasmitirlo a quienes están luchando ya, y son la continuidad de lo
que hace treinta o cuarenta años nosotros tomamos de la generación que
nos había antecedido.
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