Sentimiento y sublimidad. La oratoria fúnebre en España en el último tercio del siglo XIX

July 15, 2017 | Autor: C. Ferrera Cuesta | Categoría: Rhetoric, Social Representations
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SENTIMIENTO Y SUBLIMIDAD. LA ORATORIA FÚNEBRE EN ESPAÑA EN EL ÚLTIMO TERCIO
DEL SIGLO XIX

Publicado en Historia Social, núm. 64, 2009, págs. 25-44


La Retórica del siglo XIX sólo puede comprenderse bien en el contexto
de una revalorización del sentimiento, acaecida a mediados de la centuria
anterior entre otros lugares, en Francia, Gran Bretaña y Alemania. Tal
elevación, circunscrita inicialmente al ámbito artístico, supeditó el
artificio a la sinceridad, aunque pronto se extendió a todas las formas de
una sociabilidad, a la que se achacó el estar sobrecargada de un lenguaje
irónico. Así, se vio acrecentada la categoría epistemológica de un
sentimiento que dejó de identificarse con las pasiones y abandonó la
posición subordinada respecto a la razón y al deseo en que le había dejado
la filosofía de Leibniz. Montesquieu, quien en la historia de los
trogloditas narrada en Las Cartas Persas había asociado la degeneración de
los hombres con la imposibilidad de conocer sus propios sentimientos,
atribuyó a éstos el conocimiento de nuestra alma. Hume, por su parte, los
consideró fuente de toda opinión, pues las ideas carecían de poder de
convicción si no iban acompañadas de una carga emotiva. El Diccionario de
autoridades de 1732 definía la mentira como el resultado de las acciones o
palabras contrarias a lo sentido interiormente. Rousseau hablaba de una
razón sensitiva que permitía llegar al fondo de las cosas y alcanzar la
verdad, siendo los sentimientos los impulsores del conocimiento y del
lenguaje frente a una realidad externa falsa y dominada por las
apariencias. Mme de Stael también los consideró claves en ese esfuerzo por
indagar la verdad interior, pues permitían captar lo no visible, elevarse
hacia la filosofía y trascender la oposición razón-pasión. Finalmente, el
propio Kant, aunque criticase las tentativas de filosofar desde el
sentimiento, reconoció en La Crítica del Juicio que aquél se situaba en la
base de la comunicación, del conocimiento, así como de la estética. [1]
El que el afán de sinceridad naciese en el mundo artístico, propició,
como hemos señalado, su traslado inmediato a otros ámbitos, pues la
Estética se convirtió a lo largo del siglo XVIII en una forma discursiva
que impregnó los debates en campos tan diversos como la poesía, la teología
o las costumbres, explicando la producción versátil de los hombres públicos
de aquella centuria -y también de la siguiente-, y su intervención
indistinta en cuestiones políticas o artísticas.
Al igual que ocurriera con el conocimiento, el sentimiento se situó en
el origen del gusto y de la belleza, con independencia de que la posesión
de ambos conceptos se considerase algo innato o fruto de la educación.
Shaftesbury consideró que el amor, la generosidad y el entusiasmo sublime
llevaban a conocer el bien y la belleza; en opinión de Hutcheson, esta
última escapaba al entendimiento, pues dependía de un sentimiento interior
afectivo. Tales planteamientos no se expresaron de forma destacada
únicamente dentro de la filosofía moral inglesa, sino que en el continente
se esgrimieron argumentos similares. Montesquieu señaló que el sentimiento
relacionaba el gusto con los objetos; a su vez, Kant, aunque discrepaba de
los anteriores al situar el origen del gusto en lo subjetivo –si bien con
una pretensión de universalidad al ser comunicable-, lo definía como el
sentimiento por excelencia, desinteresado y resultado de la interrelación
armónica de la imaginación y del entendimiento. [2]
El paso siguiente dado por la Estética dieciochesca, en lo que se
puede considerar una continuación de la tradición clásica, fue convertir lo
bello en algo objetivo al identificarlo con lo bueno. A partir de ahí, la
filosofía moral británica contemporánea antepuso el sentimiento y el gusto
al interés a la hora explicar el origen del principio de moralidad. Según
Hume, la moral provenía del sentimiento, porque éste, y no la razón, era
quien guiaba las acciones; para Adam Smith la persecución del bien no
descansaba en el principio de utilidad sino en un sentimiento de empatía
con los demás, que permitía la existencia de la armonía social; por su
parte, Shatesbury ligaba la moralidad con los buenos afectos, inscritos
armónicamente en la sociedad y capaces de contribuir, por tanto, al bien
común. En Francia el debate moral giró en gran medida en torno a la
sinceridad y a la representación, con su consiguiente reflejo en las
teorías teatrales. Frente a una sociedad en que imperaban las apariencias,
Diderot defendió la moralidad de las bellas artes, es decir, la sinceridad
de las obras que permitían sacar a la luz los sentimientos de los
espectadores; no obstante y a diferencia de Rousseau, que condenaba
cualquier apariencia por esclavizar al hombre, el actor –tanto en el
escenario como en la vida- debía mantener una máscara de distanciamiento
que le permitiera salvaguardar sus sentimientos internos. Posteriormente,
Mme de Stäel fundamentó una concepción poética de la vida en el hecho de
que la moralidad no dependiese de las leyes sino de los sentimientos de
indignación ante el mal y de entusiasmo por la virtud. Igualmente, en
Alemania se consideró desde mediados de siglo XVIII la sensación afectiva
como el elemento esencial de lo bello. El propio Kant, si bien negaba al
sentimiento la capacidad de crear una moral universal, no ignoraba su
importancia; y Schiller, quien llegó a criticar al anterior en Cartas sobre
la educación estética de la humanidad (1795) por haber situado lo bello en
el juicio y no en la acción, afirmaba la moralidad del arte y el papel de
este último a la hora de resolver los conflictos existentes entre razón y
sentimiento. [3]


La aparición de un nuevo tipo de Retórica
A lo largo del siglo XVIII surgió una nueva retórica que, respetuosa
de la herencia de la tradición clásica en cuanto a organización, ejecución
o estilo, incorporó, por un lado, las aportaciones de la lógica y de la
psicología de esa centuria y, por otro, de la llamada teoría de las bellas
letras o composición literaria. En ese sentido, podemos destacar la obra
Filosofía de la Retórica (1776) de George Campbell, que, inspirada en las
enseñanzas de Hume, consideraba el conocimiento fruto no sólo de la
experiencia y de la reflexión sobre ésta, sino de un proceso de
asociaciones que requerían la utilización de imágenes y de todo tipo de
tropos, capaces de fijar la atención de la imaginación sobre lo particular
(metonimias) o sobre una asociación general (sinécdoques). A través de
tales asociaciones, las ideas adquirían una vivacidad suficiente para
atraer la atención, despertar sentimientos y movilizar la voluntad. Por
tanto, si conocía los procesos mentales de su público y respetaba la
claridad en las composiciones, el orador adquiría el enorme poder de
influir en el alma de sus oyentes.
Superior a la de Campbell fue la influencia de Hugo Blair en toda
Europa y en Estados Unidos; concretamente, en España gozó de una enorme
popularidad por su sincretismo, acorde al clima ecléctico existente en el
país en la primera mitad siglo XIX, ya que sus principios casaban por igual
para la retórica clasicista y la romántica. En su obra Lecciones sobre
retórica y bellas letras (1783), definió la Elocuencia como el arte de ser
persuasivo, de hablar al entendimiento y al corazón, dejando de lado la
mera pretensión de agradar, y de interesar a los oyentes hasta el punto de
"atraparlos dejándoles una fuerte impresión de lo que han oído". Su dominio
requería una fuerte imaginación y sensibilidad de corazón; además de
diversas cualidades externas, como una presencia no desgarbada y una voz
llena y entonada. El dominio de la retórica impulsaba el progreso, al
reforzar la comunicación y con ella el cultivo de la razón; de ahí que
también aconsejase su empleo fuera del ámbito del discurso público, en
cualquier tipo de composición escrita y que recomendase su aprendizaje no
sólo a quienes tenían que hablar. En este sentido, si bien sostuvo la
supremacía de los modelos clásicos, a los que consideró insuperables,
defendió, asimismo, la adaptación a los cambios y el recurso abundante a
los sentimientos. Finalmente, su concepción extensa de discurso, le llevó a
incluir en la enseñanza de la Retórica temas típicos de la composición
literaria (bellas letras), como el gusto, la crítica, el genio (cualidad
para elevarse sobre las reglas de la composición sin contradecirlas), la
belleza y lo sublime. [4]
Este concepto, que puede definirse como aquello capaz de conmover,
entusiasmar, elevar, transportar al individuo y generar vértigo en éste con
su grandeza, oscuridad, distancia emocional y fuerza, había sido rescatado
de la Antigüedad en el siglo XVII al traducir el francés Boileau la obra
Sobre lo sublime, atribuida a Longino. En la centuria siguiente se
convirtió en una categoría estética y moral de primer orden en Francia,
Alemania o en Inglaterra, en donde llegó a ponerse de moda, algo patente,
por ejemplo, en los miles de personas que se arremolinaban en las
exposiciones del británico John Martin, cuyos grabados ilustraban con un
lenguaje de sublimidad episodios de la Biblia o de El Paraíso Perdido de
Milton.
Esa popularidad estuvo detrás, sin duda, de la significativa evolución
que conoció en esa época. Por un lado, hubo un alejamiento del modelo de
sublime retórico, característico de Longino, como estilo elevado sometido a
reglas, hacia un sublime natural, en el que diferentes fenómenos del mundo
podían inspirar terror o conmoción. Así, Burke localizó el poder de generar
el sentimiento de lo sublime en determinados objetos de la naturaleza
-ciertos paisajes o elementos atmosféricos-, así como en ciertas virtudes
que se percibían psicológicamente; por el contrario, Kant lo situó en el
sentimiento subjetivo, no en ningún objeto determinado, aunque hubiera
cosas que tendieran a propiciarlo. De esta manera, se abría la puerta a un
sublime artístico en el que la naturaleza no sólo inspiraba, sino que se
convertía en fuerza creadora y moral. La capacidad de conmover y
transportar se trasladó entonces al discurso, y en particular al orador,
dotado de un poder que servía de refuerzo a la noción de subjetividad.
Aunque esto nos aproxime a los parámetros románticos, hay que decir que la
categoría sublime se desenvolvió igualmente bien dentro de los gustos
neoclásicos; algo apuntado ya por Mme de Stäel cuando señalaba que la
diferencia entre Neoclasicismo y Romanticismo residía en el apego a
distintas fuentes de inspiración –antiguas y medievales, respectivamente-,
y no a una contraposición entre perfección y sentimiento. Ambos le
proporcionaron indistintamente el material necesario para conducir a la
ebullición de los sentimientos y a la elevación de las almas: las virtudes
heroicas de los héroes clásicos y medievales, como el Catón que se
suicidaba al ver perdida la libertad de la república o el Guzmán el Bueno
que sacrificaba a su hijo para conservar Tarifa, o la naturaleza libre del
Romanticismo con sus precipicios y tormentas. Y lo hicieron recurriendo a
un lenguaje verbal poblado de imágenes construidas frecuentemente con la
ayuda de diferentes tropos (metáforas, metonimias, sinécdoques e ironías),
instrumentos privilegiado en el intento de transportar al público, ya que,
por definición, son aquellos términos que sugieren desplazamiento de
significado. Su empleo en la formación de imágenes partió de un proceso
verbal, en ocasiones voluntario y a veces inconsciente dada la presencia de
las llamadas "metáforas dormidas" que, según Lakoff, constituyen lo
esencial de nuestro sistema conceptual (por citar sólo un ejemplo, la misma
idea de discurso como recorrido); y se completó con una reflexión sobre el
valor del gesto, que se fraguó en el debate sobre el origen de las lenguas
del siglo XVIII y se repitió en los manuales de retórica del siguiente, que
identificó el gesto mudo (como el del episodio de Colatino mostrando sin
palabras el cadáver de Lucrecia tras ser asesinada por Tarquinio) con la
metáfora, pues pretendía expresar lo inefable y presentar una fuerza
sublime sin nombrarla directamente. [5]
Desde sus orígenes lo sublime despertó sentimientos encontrados. Kant
había elogiado sus cualidades como fuente de placer al hacernos percibir la
capacidad de la razón de llegar a donde no lo hacían los sentidos, y como
esencia de la moral, porque representaba la disposición a "arrostrar
peligros por defender los derechos, la patria o los amigos"; sin embargo,
el sentimiento de lo sublime también era doloroso pues manifestaba los
límites de la imaginación para captar la grandeza infinita. Si bien su
poder de elevar y trascender lo hizo atrayente y, de hecho, el entusiasmo
dejó de considerarse un símbolo de la locura, transformándose en una
virtud, en la plenitud que "elevaba el alma y conducía a la armonía
universal", también se vislumbró el peligro de que dicho entusiasmo
degenerase en exceso. De hecho, como ha estudiado De Bolla para el caso
inglés, la retórica dieciochesca nació con la intención de evitar, mediante
preceptos, una situación de descontrol en donde el orador y su auditorio se
viesen arrastrados a revelar aspectos no deseados y peligrosos para la
convivencia. Ese temor estuvo presente en la obra de Blair, cuando
recomendaba el gobierno de la voz y del gesto, y, en general, la retórica
decimonónica avisó en todo momento contra los excesos oratorios. Así quedó
recogido en la obra de diversos tratadistas españoles de aquella centuria.
Entre ellos, el conservador Fernando Corradi consideraba que la elocuencia
sublime era sólo patrimonio de las grandes almas, pero simultáneamente
avisaba de que "los extravíos del arte de la palabra llevaban al
comunismo". Para Joaquín María López el orador que descollase en el sublime
sería "el emblema de Júpiter que impele las tempestades, que lanza el rayo
con su brazo omnipotente"; pero igualmente desaconsejaba al orador manejar
durante mucho tiempo lo sublime porque el alma sólo podía permanecer cortos
instantes en estado de embriaguez y fascinación, así como recurrir a él en
asuntos de poca importancia si no quería quedar en ridículo. Según Olózaga,
el fin de la oratoria era no sólo admirar o persuadir sino conmover, llegar
a lo sublime; aunque su empleo requería aprendizaje para lograr precisión
en el lenguaje y, sobretodo, sinceridad.[6]
La ambivalencia hacia lo sublime dio lugar a la dualidad establecida
con lo bello, que se convirtió en un paliativo del primero, cosa que no
había ocurrido en la Antigüedad. Frente a la experiencia de dolor y vértigo
provocada por lo sublime, lo bello, vinculado a la pequeñez, claridad,
afección, ternura, gracia y suavidad sólo generaba un sentimiento de
placer. Esa dualidad se extendió -constituyendo la obra de Kant un ejemplo
de ello- a la vida social como medio de definir caracteres nacionales,
inclinados a lo sublime (el español, el inglés o el alemán) o a lo bello
(el francés y el italiano); aunque más consistencia tuvo su empleo para
explicar la fractura social de género existente entre un ámbito femenino,
encerrado en el espacio privado, bello y amable, que garantizaba de forma
subordinada la estabilidad (y con él la propiedad privada) puesta en riesgo
con frecuencia en el ámbito masculino, público y pleno de grandeza.
La complementariedad de lo bello y lo sublime tomó cuerpo en la teoría
del gusto, considerado en la época una facultad natural que permitía
percibir la belleza. Según Blair, la retórica podía desarrollarlo,
reforzando así los poderes de la imaginación, de las pasiones y, en última
instancia, de la razón, al permitirle captar lo sublime y lo bello. Se
perfeccionaba, en suma, el intelecto, la moral y con ellos las virtudes
cívicas de espíritu público, amor a la gloria y desprecio de los
beneficios. A finales del siglo XIX Silvela, en su defensa de la
conformidad entre sentimientos y razón, señalaba que el concepto de Blair
de buen gusto había estado vigente en España desde el siglo XVII. Sin
embargo, lamentaba, pese a tales precedentes, el predominio del mal gusto
literario en la España de su tiempo y extraía de ello consecuencias
negativas para la política, porque erosionaba el "principio de armonía
entre medios y fines, forma y fondo y entre el todo y las partes". [7]
En la centuria siguiente el concepto de sublime permaneció como un
elemento de referencia privilegiada –es cierto que con mayor intensidad en
periodos como el romántico-, clave para acercarse a la comprensión de la
episteme moderna. De acuerdo a lo señalado por Foucault, con ella se habría
roto la visión del mundo vigente hasta el siglo XVIII, caracterizada por
crear un universo de referencias en el que las palabras representaban a las
cosas y contribuían a su clasificación y ordenamiento. Por el contrario, en
el siglo XIX el lenguaje dejó de ser un signo para convertirse en una
actividad incesante y creativa de los sujetos, encargada de establecer
relaciones internas de jerarquía temporal y funcional, cambio que
explicaría la importancia otorgada a la biología y la historia como
disciplinas de conocimiento y el recurso a tropos dotados del poder de
traducir desde el punto de vista lingüístico aquel tipo de relación. [8]
En un periodo de alteraciones revolucionarias la fundación de la nueva
sociedad fue percibida por sus contemporáneos como un proceso natural,
expresado en términos sublimes de grandiosidad y vértigo. Esto quedó
patente en la conocida imagen de la revolución francesa como devoradora de
sus hijos, apuntada por el girondino Vergniaud, o en la afirmación del
jacobino Saint Just de que la libertad surgía de las tormentas. Semejante
visión fue compartida por la historiografía francesa de mitad de siglo, que
partiendo de presupuestos propios de la retórica, concebía la historia como
espectáculo representable, capaz de producir impresiones en el público a
través de imágenes. Michelet en su Histoire de la Révolution française
realzó la sublimidad de determinados momentos revolucionarios -las jornadas
de los veranos de 1789 y 1792- en que los signos quedaron abolidos ante la
aparición del pueblo como un "sentimiento oceánico", que, amenazador a lo
lejos, permitía vislumbrar de cerca una "masa de hermanos y amigos que
tendían sus brazos", trabados sólo por sus sentimientos: emociones,
terrores, amistades, venganzas, sensaciones y discursos sin papeles
predeterminados. [9]
La experiencia sublime conservó su importancia explicativa en los
análisis sociológicos de Durkheim, quien situó la creación de valores
sagrados por parte de la sociedad en momentos sublimes en que la fuerza
colectiva se apoderaba de los individuos, los elevaba y engrandecía.
Retomaba así planteamientos expuestos anteriormente por Vico cuando
convertía a lo sublime en imperativo civilizador porque permitía al hombre
renacer mediante la creación poética de mitos. Entre medias impregnó el
proceso de construcción nacional, caracterizado por Fichte por sobrepasar
al individuo. Otro tanto ocurrió con el impacto de la industrialización
sobre la sociedad de su tiempo, que reveló un conjunto de sentimientos
simultáneos, típicamente románticos, asociados a lo sublime: atracción y
horror, deferencia y rebelión, entusiasmo y miedo. El papel de la máquina
se expresó mediante metáforas como vida-muerte, en relación a la máquina
inorgánica capaz de crear y destruir a la vez, o amo-sirviente, pues la
máquina esclava podía acabar tiranizando al hombre autómata. Esa ruptura
fue superada en los Estados Unidos, donde la epopeya de la expansión,
explicada por la providencia en la doctrina del Destino Manifiesto, se
desenvolvió en un clima sublime de simbiosis entre la grandiosidad del
paisaje y los avances técnicos, representados en la construcción de grandes
canales o en el desarrollo del ferrocarril. Asimismo, tal lectura –patente
en el trascendentalismo de Emerson- conllevó implicaciones democráticas,
pues esa experiencia sublime se entendió como un proceso en construcción
protagonizado por el esfuerzo cotidiano del hombre común; algo que
retomaría en otro contexto y con otra intención un dramaturgo como José
Echegaray en su obra Lo sublime en lo vulgar, al reservar la autoría de las
acciones sublimes a los hombres grises. De hecho, su fuerza creativa y
perturbadora se extendió a la literatura. Desde la teoría romántica, Víctor
Hugo sostuvo que el drama, y con él la literatura moderna, surgían de la
simbiosis de dos contrarios: lo sublime y lo grotesco. Se insertaban, por
tanto, en la tradición literaria denominada carnavalesca, perturbadora por
las alteraciones bruscas incluidas en sus tramas, por los encumbramientos y
caídas, por la utilización de una pluralidad de estilos y por su ruptura de
las normas en los comportamientos de los personajes. No es de extrañar, por
tanto, que obras de teatro romántico, consideradas lesivas de las
costumbres sociales por concluir en un suicidio, como pudo ser el caso de
Don Álvaro o la fuerza del sino del Duque de Rivas, situasen su escena
final en un escenario típicamente sublime, poblado de grandes montañas y
precipicios. [10]
Con el enfriamiento del entusiasmo revolucionario del liberalismo la
categoría de lo sublime se diluyó en un proceso que conllevó frecuentemente
la erosión de su carácter más perturbador y su sustitución por una visión
evolutiva del cambio. Eso quedó patente en el eclecticismo del liberalismo
doctrinario de Cousin, quien alejó la experiencia sublime del individuo,
reservándola a una Razón impersonal. Asimismo, dentro del Romanticismo
español se diferenció paulatinamente entre un entusiasmo verdadero, que
conmovía las pasiones para hacer virtuoso al hombre, y otro falso,
corruptor de la sociedad por sus excesos. Visión arcaizante, envuelta en un
proceso de cristianización, cuya hegemonía en el caso español habría
quedado simbolizada, en opinión de Soufas, en el Don Juan Tenorio de
Zorrilla, donde al Don Juan sublime de la primera parte, destructor de
reglas, le sucedía un héroe sometido a la belleza formal de Doña Inés, y el
personaje que rompía las normas terminaba condenado. Un proceso en que lo
sublime acabó siendo sustituido por conceptos como el de dignidad y honor,
que conservaban sin los peligros del anterior su grandeza, esenciales si se
quiere entender el modelo de hombre configurado a lo largo de la centuria.
Un sujeto perfilado a través del lenguaje, educado por la Retórica y
aderezado con gestos y vestuarios (pues se partía de que la fisonomía
reflejaba la naturaleza moral del individuo), que mediante una estética de
la gravedad mostraba a un personaje racional y objetivo, controlado y capaz
de guardar los sentimientos fundamentalmente en el mundo de la privacidad y
de sacarlos a la luz pública de manera prudente y puntual, sin destruir en
ningún momento esa imagen de honorabilidad. [11]
Junto a la visión del hombre del siglo XIX, la aproximación a los
sentimientos nos ayuda a acercarnos al discurso liberal decimonónico y a su
continua imbricación de cuestiones políticas, sociales y económicas con
consideraciones éticas y estéticas. Dentro de ese discurso se vio afectada
también la percepción del pasado, pues el deseo de refundar la sociedad
conllevó su naturalización, el nacimiento de mitos de origen y
desenvolvimiento –es decir la creación de una historia-, que propiciaron el
recurso a la categoría sublime o, lo que es lo mismo, a un escenario
predilecto para los sentimientos de patriotismo, pasión o generosidad,
imbricados en una comunidad orgánica funcionalista, que convirtió el
progreso en algo moral, pues una sociedad que buscaba el avance debía
comprometerse en la mejora de los sentimientos de sus individuos. Una
moralidad inextricablemente unida a lo emocional en una era en que, según
Brooks, los imperativos éticos se hicieron sentimentales en un intento de
volver a sacralizar un mundo desencantado tras la Revolución francesa. Un
aspecto que explicaría la vigencia del lenguaje melodrámatico en el siglo
XIX con su estética de lo extremado que escarbaba hacia lo profundo desde
lo superficial, que buscaba lo sublime a través de grandes dilemas morales,
presentando la vida como campo de batalla de las fuerzas irreductibles de
la virtud y el mal. Así, se imaginó una comunidad de individuos virtuosos,
con frecuencia definida a una escala local porque allí era más factible el
autogobierno, cuestión que explicaría la importancia del poder municipal en
muchos de los proyectos liberales, y que a lo largo de la centuria
adquiriría de forma creciente una definición nacional. Unión ensamblada por
lazos afectivos y morales, que en el caso inglés se quiso preservar de
cualquier injerencia estatal en su desenvolvimiento; que en Italia se
reconoció atrasada atribuyéndole al Estado el papel de moralizarla; y que
en la Francia del liberalismo doctrinario se quiso proteger precisamente
mediante la acción de aquella institución, explicándose tal intervención
por la necesidad de que las instituciones hicieran el "trabajo sucio" a
unos individuos limitados por sus sentimientos piadosos; y donde, en
opinión de Logue, el liberalismo entendió la relación individuo-sociedad en
términos morales lo que explicaría la importancia concedida en numerosas de
sus variantes a la educación. [12]
En ese escenario se otorgó el protagonismo político a una opinión
pública, que Robert Peel concebía en 1820 como "amasijo de todo tipo de
sentimientos", y se admitieron las trasformaciones y reformas legales por
los "sentimientos de cambio" existentes en su seno. De esta manera, se
producía el progreso que primaba como valor supremo la armonía, descrita
como el sentimiento de simpatía entre individuos por Spencer, quien
localizaba una "sociedad estética" en el horizonte final de aquel progreso.
Unos planteamientos que traspasaban el Atlántico en un horizonte más
propicio para la tradición republicana, donde Burnstein ha explicado que la
revolución americana no se puede entender sin la existencia de un lenguaje
de sentimientos que contrapuso la virtud masculina de generosidad, honor y
valor a la debilidad y la mentira femeninas y europeas. Pero que también
aparecían en otras corrientes ideológicas como el radicalismo cartista, con
su lenguaje melodramático, cargado de sentimiento y moralidad; o en El
manifiesto comunista, que manejaba la categoría sublime al describir en su
sección primera los avances históricos provocados por el capitalismo,
refutaba la acusación burguesa al comunismo por su destrucción de la
familia y de los "suaves lazos familiares" con el argumento de que el
proletario convertido en mercancía se veía privado de ese ámbito
sentimental.[13]
Al igual que en otros países europeos, en España desde comienzos de la
centuria se entremezclaron en el lenguaje político categorías de
sentimiento, sublimidad y estética. En esa línea, Quintana, afecto en este
periodo al ideal republicano, observó la Guerra de la Independencia como un
momento de sublimidad, de eclosión de virtudes cívicas de sacrificio y amor
a la libertad, capaces de contagiar y conmover a todas las clases a partir
de la obra de los poetas, en particular de él mismo. Agustín Durán, en lo
que puede considerarse un manifiesto del Romanticismo conservador,
propugnaba un recogimiento en el ámbito de lo bello al sostener la
existencia de cambios culturales que orillaban el placer de la tribuna
pública de la república en beneficio del disfrute de los goces del hogar y
del individualismo, propios de la monarquía. Eso forzaba la realización de
cambios en los modos teatrales, dado que el teatro era la expresión del
modo de ser de los habitantes de un país y de sus necesidades morales y
cumplía el papel de "extasiar y arrobar" el alma que abandonaba así "lo
prosaico y se elevaba a ideales regiones de la belleza poética". En los
años centrales de la centuria, correspondientes a la construcción del
Estado liberal, los moderados sostuvieron la idea de una comunidad
aglutinada por el sentimiento de deferencia y gobernada por una
aristocracia de poetas; algo similar a lo que ocurría en Francia, donde
Guizot había defendido una aristocracia del sentimiento, independiente por
su fortuna y poseída por "un ardor generoso y una simpatía por defender los
derechos del pobre". Los progresistas compartieron también el ideal
integrador, aspirando a constituir una comunidad expansiva de sentimiento,
basada también en la deferencia a notables virtuosos, la constitución de
redes a escala local, la práctica política realizada bajo criterios de
moralidad, que explicaría el frecuente retraimiento electoral, y la
construcción de un sentimiento de pertenencia nacional. En 1848 Pastor Díaz
contraponía la revolución generosa que habría derrocado el Antiguo Régimen
con la presente, a la que retrataba con las escenas de Macbeth y su
"procesión de reyes sin cabeza y niños ensangrentados". En 1867 Cánovas de
Castillo basaba en el sentimiento de honra, es decir, en la certeza de una
trayectoria carente de mácula, su negativa a reconocer cualquier
responsabilidad de la Unión Liberal en una hipotética revolución política.
En noviembre de 1868 Vega de Armijo explicaba la Gloriosa como el fruto del
desenvolvimiento del "sentimiento de libertad". [14]


Sentimiento y oratoria fúnebre
La oratoria fúnebre es una de las manifestaciones de la oratoria
demostrativa o epidíctica; es decir, aquélla –compuesta de oraciones
fúnebres y panegíricos generalmente elogiosos- en que no se busca
convencer, como ocurre en la forense o en la deliberativa, porque se
sobreentiende que el auditorio está de parte del orador. Pertenece, por
tanto, al llamado genus honestum o de defensa de una causa que se sabe
ganada de antemano, lo que requiere una pericia retórica si se quiere
captar la benevolencia del público y ponerlo en tensión. Por otra parte,
este tipo de discurso es un escenario privilegiado para una retórica basada
en los sentimientos, importante en el siglo XIX; algo lógico si se tiene en
cuenta la situación emocional posterior a un fallecimiento, pero más aún el
significado social de este tipo de discurso. En este sentido, Carter ha
destacado su papel a la hora de reforzar el sentido de comunidad y de
establecer patrones de conducta; pero también lo ha valorado como fuente de
un conocimiento distinto y ritualizado, dado que el vértigo provocado por
la desaparición de alguien propiciaría los mensajes fundacionales,
entremezclados con otros versados en la continuidad de pasado, presente y
futuro, en la inmortalidad y en la pervivencia. En suma, unos rasgos que
convierten a dicha oratoria en un campo predilecto de síntesis entre los
sentimientos de recogimiento y dolor íntimo y la conmoción y el vértigo
sublimes. Eso explica su importancia en el siglo XIX, así como la polémica
abierta en torno a su ámbito de desenvolvimiento. El modelo clásico de
oraciones fúnebres ante el cadáver resultaba prestigioso, como demostró la
popularidad de la oración fúnebre de Pericles, con su elogio de la patria
libre por la merecía la pena morir, inspiración de varias generaciones de
liberales británicos. No obstante, en ciertos sectores, representados en
España por las obras de Sánchez Arce y de Corradi, se avisó de sus peligros
porque el escenario en que se pronunciaban, rodeado por familiares, amigos
y apasionados del finado, podía conducir a excesos. Sin duda, dichos
autores veían con aprehensión los entierros de Argüelles y de Calatrava en
los que, como ha señalado Mª. Cruz Romeo, los progresistas habían
pronunciado oraciones fúnebres con el objeto de forjar una identidad
propia, al presentar el icono de lo que debía ser un buen progresista. En
respuesta a ese peligro hubo una tendencia a prohibir ese tipo de
manifestaciones fuera del seno de la Iglesia, constituyendo una muestra de
ello la Circular del Ministerio de Gracia y Justicia de 22 de abril de
1857.[15]
En el último tercio del siglo XIX la escenificación funeraria adquirió
mayor peso político y se vio sujeta a cambios. Por un lado, los entierros
se concibieron de forma creciente como un instrumento aglutinante. En esa
línea, Los Lunes de El Imparcial contraponía el reforzamiento del
sentimiento nacional logrado en las ceremonias fúnebres celebradas durante
el Sexenio y la Restauración en comparación con las realizadas en épocas
anteriores, como las de Quintana o Martínez de la Rosa, "guiadas por el
espíritu de partido". Sin embargo, también es cierto, el periódico se
lamentaba de que en la realidad ese objetivo se cumpliera raramente en las
ceremonias, salvo en excepciones como la del entierro de José Zorrilla,
convertido en
"una verdadera y espontánea apoteosis por el concurso entusiasta y
sincero de todas las clases y entidades sociales. La opinión ha
arrastrado al gobierno, y por primera vez en el espacio de más de
sesenta años, la musa del patriotismo ha inspirado un movimiento
sublime al alma de la nación".
En un mismo sentido, la muerte se poblaba de gestos que dejaban traslucir
generosidad política. Así, Martos y Salmerón, políticos parcialmente
hostiles a la oligarquía del turno de partidos dinásticos de la
Restauración, fueron acogidos en el seno de la familia política: el primero
recibió honores de Presidente de Congreso por parte del Gobierno de
Sagasta, pese al enfrentamiento habido en la famosa "sesión del Cristineo";
en cuanto al segundo, se autorizó la repatriación de su cadáver desde
Francia.[16]
Por su parte, la oratoria sagrada experimentó un proceso de
generalización y de secularización. Los sacerdotes hubieron de convivir con
representantes de las elites sociales y políticas laicas. Éstos, sin
embargo, no retornaron a las calles, sino que cambiaron el púlpito por los
espacios controlados de las instituciones de sociabilidad de la oligarquía
liberal gobernante –la Real Academia, el Ateneo, la Academia de
Jurisprudencia y Legislación o la Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Lugares que actuaron de escenario cada vez más reglamentado, con mesas con
dosel, destinadas a diferentes próceres, crespones negros, retratos del
homenajeado, macetas con plantas, coronas, faroles…; ornamento de unas
salas "abarrotadas" por una "multitud apiñada, pero ávida de escuchar y
sentir", con el adorno omnipresente de "distinguidas damas", ejemplo del
"elemento bello de la humanidad". [17]
Los discursos reforzaron la institución en la que el fallecido había
desarrollado parte de su actividad y que acogía el acto; por extensión,
consolidaron a través de los sentimientos compartidos el sentido de grupo
de una oligarquía que se atribuía la representación de la nación. Asimismo,
pretendieron extraer modelos de conducta cívica, acordes al ideario liberal
finisecular. En esto, contaban con precedentes significados, como los
analizados por Mc Manamon en su estudio de la oratoria fúnebre
renacentista, quien ha destacado su utilización por el humanismo dentro de
su proyecto de fundar un programa de virtud cívica. Se entendía con él que
la exposición de virtudes retratadas en el repaso de una vida servía para
impulsarlas en otros; es decir, de acuerdo a lo afirmado por Cicerón, que
los destinatarios del mensaje actuarían moralmente al verse espoleados por
la promesa de la fama. La representación histórica del siglo XIX a través
de individuos, a los se atribuían valores extensibles a colectivos, ofreció
amplias posibilidades a la función ejemplarizante de la oratoria sagrada;
de hecho, así lo reflejó Sanz de Escartín en su necrológica de Silvela, al
reconocer la cualidad de ese tipo de discurso en la transmisión del valor
de la aristocracia natural. Sin embargo, junto a todas esas virtudes
integradoras la oratoria fúnebre se empleó también como arma en la lucha
política del momento, sirviendo para defender y reafirmar las posiciones
propias y denostar las del rival. [18]
Escogeremos a modo de ejemplo tres veladas necrológicas, que nos
permitirán observar ciertas similitudes y diferencias dentro del periodo
señalado, pues todas manejaron el clima sentimental, intercalaron
esporádicamente imágenes sublimes con la finalidad de influir en el
auditorio y recurrieron a toda una panoplia de tropos, si bien estos
conocieron modificaciones en función del momento cultural vivido: desde las
imágenes más románticas de la naturaleza a las científicas del positivismo
y el organicismo. La velada en honor de Salustiano de Olózaga se celebró el
7 de noviembre de 1873 en la Tertulia Progresista de la calle de Carretas,
tras su fallecimiento en París mientras desempeñaba el cargo de embajador.
Según se puede discernir de la información dada por El Imparcial de la
misma fecha, el acto tuvo una naturaleza declaradamente partidista. Rebosó
un dramatismo, acorde al contexto de crisis del país (pocos meses atrás se
había producido la abdicación de Amadeo y la proclamación de la I
República) con su correspondiente reflejo en la crisis del partido,
escindido entre un sector partidario de mantener la lealtad republicana
-los promotores del acto- y otro contrario a ella, acusado de inclinación a
los Borbones. En este sentido, la figura de Olózaga fue esgrimida contra
ellos, contraponiendo su tradicional antagonismo con aquella dinastía.
El exordio del primer orador, Llano y Persi, sirvió para caldear el
ambiente, al avisar de la dificultad de hacer un discurso normal,
biográfico y apologético, dada la "conmoción y la tristeza de ánimo
existente". Sin embargo, lo hacía, sugiriendo el paralelismo entre la
muerte de Olózaga y la del Partido Progresista
La muerte de Olózaga es una doble pérdida, porque además de ser
una gloria nacional, podría recordar a algunos de los que
militaban en nuestro campo, que si bien nosotros lo hemos hecho
todo por la excelencia de nuestros principios, la enseña
principal era la caída de los Borbones, y que aquellos que tan
cruda guerra les hicieron no podrían venir a prohijar la bandera
de las flores de lis, enalteciendo al hijo de su madre.
El clima de sentimientos se reforzaba al realzar la humanidad del
homenajeado uniendo su vida pública y privada.
Después de haberos dicho lo que siento, sólo me resta recordaros
que el Sr. Olózaga después de haber experimentado la terrible
pérdida de su hija, a la que idolatraba, y después de haber
derramado lágrimas de sangre por la no menos sensible para él de
D. Celestino Olózaga, ha sucumbido como la encina secular, que
después de haber resistido el ímpetu de grandes tormentas,
perece un día dado, porque tiene el corazón herido de muerte.
Llano y Persi recurría a la metáfora del padre: de sus hijos, muertos
prematuramente, pero también del partido; igualmente a la de la encina
secular (reutilizada, por cierto por Silvela en referencia a Echegaray
muchos años después), imagen que recordaba la fortaleza y la tortura de una
vida intensa, "de grandes tormentas", en una nueva metáfora; vida
representada, precisamente con la sinécdoque del corazón, sede del
sentimiento. [19]
Le sucedía Prieto y Prieto, quien recapitulaba la historia personal,
plena de momentos románticos y gestos sublimes. Destacaban entre ellos la
negativa de Olózaga a ponerse de rodillas delante del rector que quería
castigarle por haber entrado dando gritos de entusiasmo en el aula tras el
pronunciamiento de Riego de 1820; su rebelión en 1837, "agitándose entre
las sombras… al frente de un puñado de valientes"… para librar a España del
despotismo de Fernando VII"; decisión que concluía con un nuevo gesto
sublime cuando, tras haberse escondido una vez fracasada la intentona,
reaparecía y se entregaba para evitar que prosperase la decisión, también
generosa, de su hermano que había estado dispuesto a hacerse pasar por él y
afrontar la cárcel en su lugar. Inmerso en un clima romántico, la narración
proseguía con el consabido intento de fuga, disfrazado de comandante, que
el protagonista realizaba "con gran serenidad".
Seguidamente, los demás oradores entonaban las virtudes del personaje.
Rojo Arias, que valoraba la ejemplaridad de aquel tipo de reuniones,
recurría a la imagen de la cadena, para expresar los numerosos servicios
prestados a la libertad, con lo que asociaba historia de la libertad con
historia de sacrificios. Figuerola elogiaba su entereza de ánimo y el
mantenimiento ejemplar de sus principios hasta su muerte (en alusión a
quienes coqueteaban con la Restauración). Pero, sin duda, Martos
capitalizaba la reunión, dada su superior elocuencia.
Yo entiendo señores, que hoy no es día de discursos. La
elocuencia es un fruto sereno del reposo del alma, y ese fruto no se
engendra en el seno de las tempestades del dolor. La vida de Olózaga
es la vida de nuestro partido: la historia de Olózaga es nuestra
propia historia…Nuestro partido es el partido liberal que por altas
razones de patriotismo, olvidando los agravios se abraza a la bandera
de la República para salvar a su sombra los intereses de la
democracia, de la libertad y de la patria. Este partido nació entre el
trueno del cañón y el estruendo del combate para arrojar al extranjero
que había osado pisar el territorio nacional; pero aquella tradición
que veneraban nuestros ilustres antepasados, los hombres de las Cortes
de Cádiz, se iba rompiendo por la mano del tiempo y se hubiera roto
seguramente si las necesidades de los tiempos no hubiesen traído a la
vida pública a un hombre de las grandes facultades del sr. Olózaga,
digno émulo de Calatrava y de todos los patriarcas del partido
progresista español…
En estos párrafos Martos presentaba al partido progresista como una gran
familia, dirigida a lo largo de su historia por una serie de "patriarcas"
(Calatrava y otros); más aún, convertía a Olózaga en una sinécdoque, pues
representaba al todo de la agrupación política. Asimismo, declaraba de
forma expresa la vocación republicana mediante el recurso a imágenes: la
conseguida a través de la metonimia de la bandera, así como de metáforas
que espoleaban los sentimientos de protección, al personificarla y volverla
"abrazable" o equipararla a un árbol de sombra acogedora. El párrafo se
complementaba con una fuerte dosis de dramatismo, la que remontaba el
origen del partido patriota al proceso revolucionario y a la Guerra de
Independencia, reforzados con las imágenes del trueno y del cañón;
simultáneamente, se impactaba a los oyentes con la metáfora dormida de la
fragilidad representada en la "acción de la mano del tiempo", que reunía la
imagen del tiempo como persona, realzada por la sinécdoque de la mano.
Olózaga se asocia desde sus más tiernos años a todo nuestro
movimiento revolucionario y conspirador, afronta el calabozo y llega a
los umbrales de la muerte y pasa las privaciones del destierro;
gobernador, realiza el acto de patriotismo, arrancando a la
superstición del pueblo español los velos hipócritas y miserables que
le cubrían, y poniendo al desnudo no tanto sus fingidas llagas
materiales, sino la llaga moral que le iba corroyendo y que hubiera
corroído el alma entera de la nación española; hombre de Estado, entre
las condiciones de Olózaga, hay una que descuella por lo difícil,
porque desgraciadamente es rara y por tanto más digna de fijar nuestra
atención y del aplauso y admiración de las generaciones venideras,
para que así, sirviendo de ejemplo, vayan engendrando ciudadanos en
esta tierra, que es de lo que más carecemos; que mientras no haya
ciudadanos que sepan arrostrar el peligro sin haber nacido valientes,
no hay porvenir, no digo para la libertad, ni siquiera para la patria.
La condición a la que me refiero era el valor cívico… Olózaga ha
sufrido muchas emigraciones, y si bien la última no lo era en
realidad, ha sido la más triste de su vida, porque en las primeras le
alentaba la esperanza y ahora le aniquilaba el temor y el desengaño.
Porque aquellos ojos que se alzaron a la luz acariciados por los rayos
del sol de la libertad, que alborozaba entonces el suelo de la patria,
se han cerrado ahora velados por la sombra de la duda y la
desconfianza; por esa sombra que velaba no sólo sus ojos sino que vela
también el horizonte de la libertad y de la patria
En este párrafo Martos se centraba en diversas facetas de la figura
del finado. Por un lado, aparecía el revolucionario que sacrificaba su
existencia en aras de la libertad. Idea reforzada a través de imágenes
logradas con la metonimia del calabozo y con la metáfora de la vida como un
camino, lo que conlleva asociada la noción de progreso, y la muerte como
una puerta. Por otra parte, presentaba al Olózaga gobernante que –siempre
hay que recordar la asociación efectuada con el Partido Progresista-
atacaba el oscurantismo, representado con la metáfora de los velos.
Finalmente, surgía el ciudadano que salvaba a un pueblo, retratado con la
sinécdoque del alma que remite a la eternidad y con la dramática imagen
metafórica de un cuerpo llagado. Un Olózaga que de nuevo se constituía en
sinécdoque, pues si antes era la parte del partido que representaba a la
totalidad, ahora era la parte del pueblo –el ciudadano- salvador del
conjunto. Pero, y aquí se retomaba en toda su intensidad en clima
dramático, un personaje que moría "entre dudas", dibujado en las últimas
frases con la sinécdoque de los ojos (reflejo del interior y la sinceridad
en las teorías teatral y retórica decimonónicas) que pasaban del optimismo
a la desconfianza, expresados con las metáforas de resonancia religiosa de
la luz y las sombras. En suma, el panegírico de Olózaga servía a Martos
para reforzar la identidad del partido, protagonista de una trayectoria de
ideales y sacrificios, y para dar la alarma ante los peligros de la muerte
que acababa, tanto con el político liberal como podía hacerlo con las
libertades.
El siguiente discurso seleccionado corresponde al pronunciado por
Cánovas del Castillo con motivo de la muerte de Moreno Nieto en 1882, que
sirvió al político conservador para defender la política de la Restauración
de concordia entre el pasado y el futuro. En una clara muestra de la
pretensión educativa de este tipo de actos Cánovas dirigió sus palabras a
los ateneístas, pero especialmente a los jóvenes. Comenzó su intervención
transmitiendo el sentimiento de dolor por el muerto, "por el sacrificio de
su éxito, de su familia", al que presentó –en lo que era un tópico en este
tipo de oratoria- como un hombre pobre que posponía los intereses
particulares y los "sagrados" de la vida familiar al "estudio empeñado en
la búsqueda de los ideales", sólo recompensado por la asistencia a su
entierro de una multitud de "gente del pueblo; olvidaba así su historial
como diputado, senador vitalicio, académico de la Historia, rector de la
Universidad Central o las presidencias del Ateneo y de la Academia
Matritense de Jurisprudencia y Legislación, al tiempo que resaltaba la idea
de armonía social, definiendo con el término genérico de "pueblo" a las
personas de clase media que podían haber acudido a despedirle. Al igual que
Olózaga, Moreno Nieto constituía un ejemplo de sacrificio; sin embargo, el
momento histórico y el perfil ideológico de Cánovas aportaban otros matices
importantes. Aquí la lucha no llevaba a las barricadas sino al esfuerzo del
estudio, a la búsqueda "científica"del mecanismo encargado de conservar la
libertad.
Seguidamente, aludía al momento sublime de conmoción ante la muerte,
expresado al equiparar la vida con un camino, la marcha de un ejército y
una batalla
los que al llegar a una cierta edad ven los anchos huecos que en
nuestras filas abre la muerte, huecos que anuncian la soledad pavorosa
en que hemos de llegar, los más felices, al fatal término de nuestra
jornada

Y continuaba con un alegato a favor de la concordia, calificada con la
metáfora dormida alta, de la conexión religión-ciencia y del pasado con el
futuro, típicos del pensamiento canovista. Junto a ella la idea de una
verdad única o entera, en peligro representado con metáforas propias de una
época positivista, que hablaban del cuerpo mutilado o podado por el ansia
de novedad.

Buscad la verdad ilimitadamente pero… no volváis la espalda nunca al
espíritu de alta concordia de M. Nieto, que la religión bendice, que
la humanidad más que nunca necesita hoy…desconfiad de que mueran las
cosas que hasta aquí han vivido siempre, porque ellas suelen ser
inmortales; no mutiléis la verdad, pensando quitar de ella lo que os
estorbe, que de sus heridas brotan bien pronto más lozanas y grandes
otras ramas, como cuando se podan los vegetales. No os deslumbren los
aparentes triunfos del día, porque la vida de la humanidad es harto
larga, y tiene alternativas que no se desenvuelven ni cuentan por
meses ni aun por años, sino por siglos; buscad toda la verdad a un
tiempo, y conservad cuidadosamente la verdad entera. [20]
Finalmente, abordaremos la velada necrológica en homenaje al propio
Cánovas del Castillo, de importancia por la gravedad de las condiciones de
su muerte y porque, en cierta medida, se puede considerar culminación del
sentido de la oratoria fúnebre de la época por su carácter integrador. Esto
se puso de manifiesto en la diferente filiación ideológica de los oradores
(el republicano Gurmesindo de Azcárate, el conservador Alejandro Pidal y el
liberal Moret, así como en el escenario escogido, el Ateneo, cuya imagen de
institución donde la "ciencia" disolvía las diferencias políticas fue
especialmente proclamada en todo el periodo. Y lo haremos a través de los
discursos, pero también de la reseña del diario La Época, porque reflejó en
sus columnas el clima emocional que se quería trasmitir en este tipo de
ceremonias.
Azcárate comenzó su intervención con una amplia metáfora al comparar
al homenajeado con un cuadro y a los oradores con artistas o artesanos que
se dividían el trabajo: así, Pidal hacía el retrato al contar su vida;
Moret su marco, es decir, el contexto de la época; y él mismo el cordón del
que colgar la obra, o sea los sentimientos que habían unido a Cánovas con
el Ateneo.
"Estaba identificado con lo sustancial de esta casa…De puertas para
adentro consideraba a todos de igual manera, como hermanos; no había
para él diferencias de partido en las cuestiones políticas, ni de
escuela en las filosóficas, y esta unión llegó a hacer del ateneo de
Madrid, según él decía, el centro de más viva luz de España".
El discurso, que recurría a las imágenes integradoras de la casa, expuesta
con la metonimia de las puertas, de la familia, aludida con los hermanos, y
la típica de la luz, asociada a la ciencia, concluía, según señalaba La
Época, con sus metáforas sobre la hondura y el camino
Nutridísimos aplausos con honda impresión por la sinceridad del
orador. No era la voz del adversario, era la expresión elocuente de la
confraternidad que une a los hombres que por diferentes caminos pero
con idéntica amplitud de miras y con igual entusiasmo marchan, hacia
el mismo elevado fin.
Alejandro Pidal pronunció un discurso con un contenido político mucho más
concreto. Procedía del integrismo, había fundado la Unión Católica en 1887
y, tras el fracaso en la configuración de un partido confesional,
respaldaría la deriva religiosa del Partido Conservador de Silvela y Maura.
De acuerdo a esto, su alocución reunió las manifestaciones emotivas típicas
de estos eventos con un continuo recordatorio de la necesidad de una
sociedad regida por la religión, previa y superior a la ciencia.
¡Qué mayor ocasión que esta que tan señaladamente nos ofrece la
Providencia para estudiar las hondas palpitaciones de la realidad que
se desenvuelve ante nosotros, las revelaciones misteriosas de la
verdad con que se nutre y depura la ciencia!
Seguidamente, Pidal resaltó a través de la imagen de la losa cerrándose el
valor de la muerte, expresada mediante la metonimia de la tumba, y por
tanto de la oratoria fúnebre, como instrumento capaz de reflejar el momento
fundacional y de continuidad histórica de una sociedad
A los ojos de todo verdadero pensador nada enseña tanto como una
tumba, sobre todo cuando se la sorprende en aquel fugacísimo momento
en que la losa sepulcral no ha interceptado por completo el contacto
de aire ambiente y de luz que relaciona la presencia del que se va,
con lo que le sucede y con lo que deja
Tras algunas metáforas sobre el vacío y la orfandad en que quedaban la
nación y la sociedad contemporánea, proseguía
La idea de la muerte de Cánovas se hace inseparable de la idea de la
muerte con que la barbarie anarquista y la barbarie filibustera
amenaza a nuestra sociedad, a nuestras glorias más amadas, a nuestras
esperanzas más risueñas...como si la barbarie asiática hubiera querido
asesinar en su más alta representación a la civilización española;
esto es a la civilización europea, hija de la cruz con las armas
perfeccionadas de la cultura material, como para significar claramente
la absoluta y urgente necesidad de principios morales para que el
mundo no se hunda en el salvajismo de la civilización.
Aquí el orador recurría a la visión –frecuente en la cultura decimonónica-
que equiparaba a quienes cuestionaban el orden social o territorial
(proletarios, anarquistas, rebeldes cubanos) con los bárbaros invasores de
la antigua Roma; pero desplazaba la imagen de la destrucción material
conllevada por aquélla hacia la ruina moral, pues el mundo moderno se
hundía metafóricamente al prescindir de la religión, convertida en imagen
con la metonimia de la cruz.
[Cánovas] Representa a su tiempo: Nacido en humilde condición, hijo
glorioso de sus obras llega a impulsos de su propio valer y
excepcionales facultades a ocupar las cimas del honor, el poder y la
fortuna, se sienta en el solio de la dictadura moral e intelectual y,
por qué no decirlo, política. Muerte clásica por la grandeza y
majestad a manos de la negación del orden social. Querido y llorado
sinceramente por amigos y enemigos, dejando tras de sí un vacío
imposible hoy por hoy de llenar. Recibió el encargo de la Providencia
de restaurar el orden en España, de señalar los carriles a la
legalidad y personificó durante algún tiempo toda la Nación,
juntamente, en todas sus diversas esferas para elevarla en vilo en
brazos de su robusta personalidad desde los abismos de la disolución
hasta las regiones de la paz y las alturas de la gloria.
Cánovas era retratado como una sinécdoque que reunía en su persona todas
las fuerzas nacionales y el ideal meritocrático de la centuria, de ascenso
social manifestado con la metáfora dormida de la cima. En calidad de tal,
sus acciones reparadoras, descritas de manera expresiva, a veces con
imágenes referidas al desarrollo económico, -así el recurso a los carriles-
, adquirían una grandeza sublime, cercana a lo divino, como ponía en
evidencia la metáfora de solio para presentar su poder: instrumento de la
providencia, levantaba en sus brazos a todo el país y lo sacaba del abismo;
otro tanto ocurría con su muerte "clásica" y rodeada de los sentimientos
integradores "de amigos y enemigos".
Tras recurrir al habitual motivo de la sinceridad y reconocer sus
frecuentes disensiones con el fallecido, resueltas sólo por la superioridad
intelectual de aquél, Pidal concluyó su discurso con la descripción del
entierro. Se sirvió de múltiples imágenes que le permitieron crear un clima
de dramatismo creciente y una situación de sublimidad, de vértigo de
evidentes connotaciones cristianas ante el final de la existencia y la
fugacidad de la condición humana ante el poder divino
No olvidaré mientras viva aquella escena grabada en mi fantasía y en
mi corazón con rasgos tan sombríos como indelebles, cuando en el
solitario, desierto camino de Vergara, abrasado por los ardientes
rayos del sol, me tropecé inesperadamente, de pronto, con el cadáver
errante del gran hombre. Al verlo aparecer envuelto en las densas
nubes de polvo que levantaba el trote de los caballos del carro
funeral; al verlo pasar delante de mí como una visión dantesca
separado de todo séquito y acompañamiento que el vacío, el silencio,
la soledad inevitablemente producidos por el respeto a las
incontrastables violencias del dolor; al contemplarlo encerrado en el
ataúd que se veía a través de la urna fúnebre de cristal en que el sol
reverberaba sus rayos; al mirarlo desaparecer apresuradamente en las
revueltas del camino como una aparición fugitiva que sólo deja tras sí
el abandono y el olvido, declaro que me sentí como víctima de una
pesadilla de esas que dejan sin latido el corazón y sin ideas al
entendimiento…¡Cánovas, el hombre extraordinario que acababa de ver
lleno de vida! ¡El que tenía pocos momentos antes aún entre sus manos
experimentadas todos los hilos de la trama de nuestra crisis colonial
(pausa)…llevado…(pausa) arrebatado así (pausa) entre cuatro tablas
clavadas (pausa) como un poco de polvo… Sentí impulsos como de correr
tras de aquella caja negra en que iban encerradas tantas ideas
grandes, tanta voluntad, tanta autoridad, sin pararme a considerar que
ya no iba dentro de ella más que un corazón helado, una lengua muda y
una inteligencia apagada, y que todo lo que el gran Cánovas no podía
ya decir me lo decían a gritos en clarísimos caracteres las rodadas
del carro funeral, hondamente impresas en el camino, formando estas
aterradoras palabras tonel polvo: Sic transit gloria mundi. Por eso,
sin duda, se clavaron en el polvo mis pies; por eso alcé meditabundo
los ojos al cielo; por eso, señores, hago punto final aquí, pidiéndoos
perdón por lo que os he molestado… porque ante aquella conmovedora
visión…sólo una palabra podía subir desde mi corazón a mis labios; la
palabra sublime del gran orador de la Francia cristiana: Sólo Dios es
grande, hermanos míos
Resulta difícil captar el sentido total del discurso sin escucharlo;
sin embargo, sí podemos calibrar parcialmente el estilo con la sucesión de
repeticiones y pausas (véanse los puntos suspensivos), acumuladas en el
tramo final de la intervención, sin duda con la idea de acrecentar la
tensión en esa fase. Por otra parte, la reseña de La Época también nos
arroja pistas al informar de que en su voz se sucedían "acentos de honda
tristeza y arranques de fogosa inspiración; su voz vibraba poderosa y
solemne bajo las bóvedas de aquel salón lleno de gloriosos recuerdos".
En todo caso, siempre según el periódico, al acabar el discurso se
produjo "una tempestad de entusiasmo" y el orador "emocionado
profundamente, estuvo largo rato inclinado ante el público que le
aclamaba". Le sucedió, finalmente, Moret con un discurso muy conciso y
cargado también de intención política
La vida es una eterna producción de actividad, pero no sabemos
hacia dónde. Sólo vemos la dirección de nuestro movimiento en el
momento de la muerte cuando la persona "ya ha sido"... Todos debemos
levantarle un altar en nuestros corazones, como homenaje al hombre que
"ya fue". [21]
Aparte de las metáforas vitales del camino y la fabricación, el
recurso de Moret al tropo de la ironía, al identificar al fallecido con lo
pasado o sin vigencia, sólo puede entenderse a partir de la coyuntura
abierta con la muerte de Cánovas. En los meses anteriores Moret había
abogado por una solución política de la rebelión cubana, concretada en la
concesión de una autonomía a la isla, frente a la resistencia a ultranza
preconizada por los conservadores; medida acometida, con escasos resultados
por cierto, al ocupar el cargo de ministro de Ultramar tras la llegada del
Partido Liberal en otoño de 1897. La ironía de Moret puede servirnos de
excusa para apuntar el inicio del declive de este tipo de ceremonias por lo
que tuvo de ajeno al espíritu perseguido con su organización.
Con independencia de que en los siguientes años continuasen las
veladas necrológicas, aparecieron algunos signos de que comenzaban a
producirse cambios. Por un lado, con la extensión de la prensa escrita
aumentó el número de las intervenciones destinadas a la lectura, con el
consiguiente descenso de las piezas oratorias. En segundo lugar, la
inclusión de las masas en la política diluyó el "aire de familia" de la
mayoría de los discursos pronunciados por la clase política más homogénea
del liberalismo del siglo XIX; al tiempo que el protagonismo de aquellas
masas extrajo las oraciones fúnebres de los espacios cerrados y las
trasladó al escenario callejero, más emocional y sujeto a lo posibles
excesos que se habían querido evitar con su regulación en la centuria
anterior. Sintomático de esto fue el multitudinario entierro de Pi y
Margall con sus más de quince mil asistentes, recogido en las columnas de
El Imparcial. Su comienzo no se despegó del acontecimiento integrador de
toda una comunidad, contando con lo más selecto del espectro político del
momento: conservadores como Maura o Dato, liberales, como Moret o
Canalejas, republicanos y socialistas. Sin embargo, el clima de concordia
se vio pronto desbaratado por las disputas provocadas por algunos
republicanos y, especialmente, por "obreros y mujeres", en torno al
itinerario a seguir por la comitiva y sobre la manera de portar el ataúd
(en hombros o en carroza). A su paso por delante del edificio del Congreso,
el presidente de la Cámara Moret y otros políticos tuvieron que refugiarse
en su interior ante la hostilidad de algunas personas del séquito que
vitoreaban la república y la revolución. Más tarde, una vez llegados al
cementerio, la petición del público de que alguien pronunciara unas
palabras produjo un enfrentamiento abierto entre los republicanos Salmerón,
afecto a los modos políticos de la Restauración y contrario a ese tipo de
oraciones fúnebres, y Lerroux –inclinado a una forma más moderna de hacer
política-, que, si bien se resistió en principio a satisfacer la petición
de sus seguidores, al final hizo una breve alocución sustentada en la
sinécdoque laica del cerebro y las metáforas naturalistas
Miraba yo el cerebro de Pi y Margall como un sol de inmensa fecundidad
que ha hecho germinar mis esperanzas y mis entusiasmos
Tras su intervención, recompensada con una salva de aplausos, el político
republicano pasó un buen rato estrechando las manos de cientos de
correligionarios. [22]
Por último y muy relacionado con lo anterior, hemos señalado que el
valor otorgado a los sentimientos estuvo en la base del prestigio de la
oratoria fúnebre. Sin embargo, con la crisis del liberalismo finisecular
los sentimientos perdieron parte de aquella consideración, al diluirse la
fe en su capacidad de superar las tendencias antisociales dentro del
proceso histórico. Eso condujo a su marginación o a una concepción
meramente instrumental de ellos. En el primer sentido, Stuart Mill había
lamentado el predominio social de los malos sentimientos, con el
consiguiente triunfo de las apariencias sobre lo auténtico. Tales
planteamientos le habían llevado a una posición paternalista, de disfrute
de derechos sólo para aquellos individuos verdaderamente autónomos. En la
otra dirección podemos situar a Pareto, quien dentro de su teoría de las
elites entendió los sentimientos como algo simplemente útil si era
manipulado por los verdaderos gobernantes con el objeto de afianzar su
dominio. Con relativas similitudes Max Weber lamentó la incapacidad de la
ética a la hora de resolver los conflictos sociales y la necesidad de
recurrir a la política. En este proceso los sentimientos mantuvieron su
importancia, pero ahora como objeto de aquella actividad estatal tendente a
impulsarlos en aras de lograr el consenso de los gobernados. [23]













































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[1] Para las referencias de Montesquieu, Diccionario de Autoridades y
Rousseau, véase M. Carmen Iglesias: Razón y sentimiento en el siglo XVIII.
Real Academia de la Historia, Madrid, 1999, pp. 279, 298 y 331,
respectivamente. David Hume: Investigación sobre el conocimiento humano,
Alianza, Madrid, 1990, p.32 y ss. Mme de Stäel: De la littérature
considerée dans ses rapports avec les institutions sociales, Paris, 1887,
p. 398. Enmanuel Kant: Crítica del juicio, Espasa Calpe, Madrid 1977, pp.
113, 132 y 139



[2] Para la identificación entre sentimiento y belleza y moralidad en la
Estética del XVIII, véase Raymond Bayer: Historia de la Estética, FCE,
Madrid, 1993, pp. 201 y ss.; también F. Calori: «Rendre raisons des
sentiments: l´ invention philosophique du sentimient», en Reunión des
musées nationaux: L´invention du sentiment aux sources du romantisme, Musée
de la musique, Paris, 2002, pp. 23-35
[3] Adam Smith, A.: Teoría de los sentimientos morales, FCE, México, 1978,
p. 160. La idea de moralidad de Diderot y su reflejo en la teoría teatral
puede verse en J. Carlos Rodríguez: La norma literaria, Granada, Diputación
Provincial, 1994, p. 145. Mme de Stäel: Alemania, Espasa Calpe, Buenos
Aires 1947, p. 156. Para la obra de Schiller, véase José María Valverde:
Breve historia y antología de la estética, Ariel, Barcelona, 1990.


[4] Don Paul Abbot, D.: "The influence of Blair´s Lectures in Spain",
Rethorica, vol VII, núm. 3, 1989, pp. 275-289. Para los planteamientos de
Blair véase George Kennedy: La retórica clásica y su tradición cristiana y
secular, desde la Antigüedad a nuestros días, IER, Logroño, 2003, p. 330



[5] Edmund Burke: De lo sublime y de lo bello, Alianza, Madrid, 2005.
Enmanuel Kant: Crítica del Juicio…, pp. 147 y 158. Mme de Stäel: Alemania,
p. 66. George Lakoff: Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra, Madrid,
1991, p. 39. El papel del gesto, en Peter Brooks: The Melodramatic
Imagination. Balzac, Henry James. Melodrama and the Mode of Excess, Yale
University Press, London 1976, pp. 66 y ss.







[6] Enmanuel Kant, E.: Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y
de lo sublime, Alianza, Madrid, 1990, pp. 43-44. El elogio del entusiasmo,
en Mme Stäel: Alemania, p. 155. Peter De Bolla: The discours of the
sublime, readings in history, aesthetics and the subject, Basil Blackwell,
Oxford, 1989, p. 54. Fernado Corradi: Lecciones de elocuencia, Madrid 1882
(obra de 1843), pp. 73 y 111. Joaquín María López: Lecciones de elocuencia,
Méjico 1851, pp. 65 y 84. Salustiano Olózaga: Sobre el Arte oratoria.
Discurso leído en la sesión inaugural de la Academia Matritense de
Jurisprudencia y Legislación, 10-XII-1863, p. 27.

[7] Para la contraposición entre lo bello y lo sublime, véase Edmund Burke:
De lo sublime…, p. 161. Emmanuel Kant: Observaciones acerca…, p. 69 y 90 y
ss. Francisco Silvela: Discursos leídos ante la RAE en la recepción pública
de D. F. Silvela, Madrid, 1893, p. 12


[8] Michel Foucault: Las palabras y la cosas, Siglo XXI, Madrid

[9] Para la concepción de la historiografía francesa, véase Anne Rigney:
The rhetoric of historical representation. Three narrative histoires of the
French Revolution, Cambridge University Press, 1990, p. 12.




[10] Emile Durkheim: Las formas elementales de la vida religiosa, Akal,
Madrid, 1982, pp. 197-198. Para Vico, véase Baldine Saint Girons: Lo
sublime, Antonio Machado, Madrid, 2008, pp. 133 y 144. Para la idea sublime
de nación de Fichte, véase Marc Richir: Du Sublime en politique, Payot,
Paris, 1991, p. 186. La relación industrialización y sublime, en William
Leiss: "Technology and degeneration: the sublime machine", en Chamberlin
and Gilman. Degeneration. The dark side of progress, pp. 145-164. El
sublime americano, en Alberto Santamaría: El idilio americano. Ensayos
sobre la estética de lo sublime, Universidad de Salamanca, 2005, pp. 89 y
ss. Victor Hugo: Prólogo a Cromwell, Lorenzana, Barcelona, 1966, pp. 24 y
ss. Para la literatura carnavalesca, véase Mijaíl Bajtín: Problemas de la
poética de Dostoievski, FCE Madrid, 2004, pp. 152 y 170-173.


[11] Para los planteamientos de Cousin, véase Lucien Jaume: L´inidividu
effacé, Paris, Fayard, 1997, p. 495. La evolución conservadora del
Romanticismo, en Derek Flitter: Teoría y crítica del romanticismo español,
Cambridge University Press, Madrid, 1995, p. 134. Christopher Soufas: "The
Sublime, the Beautiful, and the Imagination in Zorrilla´s Don Juan
Tenorio", Modern Language Notes, 110, 1995, pp. 302-319

[12] Peter Brooks : The Melodramatic..., p. 42. Para el paso de lo local a
lo nacional en el liberalismo, véase Jan Palmowski: "Liberalism and local
goverment in late nineteenth-century Germany and England", The Historical
Journal 45 (2002), pp. 381-409. Para el trabajo sucio del Estado, en Lucien
Jaume : L´Individu…, p. 100. William Logue: From philosophy to sociology.
The Evolution of French Liberalism, 1870-1914, Northern Illinois University
Press, Illinois, 1983.

[13] La frase de Peel, en Jörn Leonhard: "A new casting of political
sects". Los orígenes de Liberal en el discurso político inglés y europeo:
una comparación, Historia Contemporánea, 2004, I, núm. 28, pp. 9-31. Para
Spencer, véase R. Bellamy: Liberalism and modern society, Polity Press,
Cambridge, 1992, p. 23. A. Burnstein: Sentimental democracy. The evolution
of America´s Romantic Self-Image, Hill and Wang, New York 1999. Para el
lenguaje cartista, véase Patrick Joyce: Visions of the people, Cambridge
University Press, 1991, p. 35. Karl Marx: El manifiesto comunista de Marx y
Engels, Turner, Madrid 2003 Introducción de Gareth Steadman Jones, pp. 8 y
176




[14] José Valero: "Manuel José Quintana y el sublime moral", en Hispanic
Review, otoño 2003, pp.585-611. Agustín Durán: (1828): "Discurso sobre el
influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro
antiguo español y sobre el modo que debe ser considerado para juzgar
convenientemente de su mérito peculiar", en Ricardo Navas Ruiz: El
romanticismo español. Documentos, Anaya, Salamanca, 1971, pp. Los
planteamientos moderados, en Pablo Sánchez León: "Aristocracia fantástica:
los moderados y la poética del gobierno representativo", en Ayer, 2006, I,
núm. 61, pp. 77-103; los de Guizot en Lucien Jaume: L´Individu…, p. 294;
para el progresismo, véase M. Cruz Romeo: "La tradición progresista:
historia revolucionaria, historia nacional", en Manuel Suárez Cortina: La
redención del pueblo. La cultura progresista en la España liberal,
Universidad de Cantabria, Santander, 2006, pp. 81-113. Nicomedes Pastor
Díaz: Diez años de controversia parlamentaria. A la Corte, en Obras
completas, Madrid, Madrid, 1969, vol. 228, p. 349. Antonio Cánovas del
Castillo: Discurso pronunciado en la sesión del Congreso en 5-VI-1867,
Madrid. Para Vega de Armijo, véase Museo Provincial de Pontevedra,
Colección Solla, caja 143.12





[15] Michael Carter: "The Ritual Functions of Epideictic Rhetoric: The Case
of Socrates´ Funeral Oration", Rhetorica, núm. 3, 1991, pp. 209-232.
Antonio Sánchez Arce: Lecciones de oratoria sagrada, Granada, 1862, p. 150.
Fernando Corradi: Lecciones de elocuencia, Madrid 1882, p. 199. M. Cruz
Romeo: "Héroes y nación en el liberalismo progresista", en Cultural Rioja:
Sagasta y el liberalismo progresista en España, pp.34-49.

[16] Para la generosidad con Martos, véase El Imparcial 17 y 25 -I-1893.
Para la sesión del Cristineo, véase Carlos Ferrera: "Teatro y oratoria
política en el siglo XIX. La escenificación parlamentaria en la
Restauración", en Ayer, núm. 59 (2005), pp. 201-232, Los Lunes de El
Imparcial, 30-I-1893
[17] Ejemplos tomados de la velada en honor de Moreno Nieto, en La Época, 5-
III-1882, del Marqués de Monistrol, en Tiempo, 5-X-1897, y de Cánovas, en
La Época, 10-XI-1897
[18] La secularización de la oratoria fúnebre, en Emilio Reus: La Oratoria,
estudio crítico, Madrid, 1877, p. 176. John Mc Manamon: Funeral oratory and
the cultural ideals of italian humanism, The University of North Carolina
Press, Chapell Hill & London, 1989, p. 160 Eduardo Sanz Escartín:
Necrología del Excmo. Sr. D. Francisco Silvela en la Academia de Ciencias
Morales y Políticas, 5-XII-1905, 24-01 y 6-02 1906, Madrid 1906, p. 7.


[19] Para la imagen de Echegaray, véase Eduardo Sanz Escartín: Necrología,
p. 109
[20] Velada en honor de J. Moreno Nieto, celebrada en el Ateneo el 4 de
marzo de 1882, Madrid. Dos días después Rafael María de Labra pronunció
otro discurso de elogio en la Academia de Jurisprudencia y Legislación

[21] Velada en memoria de D. Antonio Cánovas del Castillo celebrada en el
Ateneo de Madrid, 1897. La Época, 9-XI-1897


[22] El Imparcial, 1-XII-1901
[23] Para la pérdida de valor de los sentimientos, ejemplificada en las
obras de Stuart Mill y Pareto y Weber, véase R. Bellamy: Liberalism and
Modern…, pp. 27, 134 y 177
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