SEMIOSIS Y EXPERIENCIA ESTÉTICA: UNA RELACIÓN PROBLEMÁTICA

July 26, 2017 | Autor: Vivian Romeu | Categoría: Arte
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Descripción





Para mayor información sobre el tema, recomendamos la obra Historia del Gusto, de Galvano della Volpe, Visor, Madrid, 1987.
Para mayor información recomendamos la consulta de las obras: La actualidad de lo bello, de Hans Georg Gadamer, Barcelona, Paidós, 1991, y "Hördelin y la esencia de la poesía", en Martin Heidegger Arte y poesía, Buenos Aires, FCE, 1992.
Los subjetivistas son aquellos teóricos que enfatizan la actividad del sujeto en la experiencia estética y niegan en consecuencia la existencia de propiedades especiales en la obra de arte.
Para mayor información respecto al tema, consultar las siguientes obras: Invitación a la estética (Sánchez Vázquez), Los fundamentos de la estética (Lipps), The Myth of Aesthetics Attitude (Dickie), El arte como experiencia (Dewey), What makes and Experiencie Aesthetics? (Mitias).
Con ello se oponen a los objetivistas (Bell, Danto, Mitias, Beardsley, Dufresne), quienes convencidos de la existencia de objetos estéticos, es decir, de objetos que poseen propiedades especiales que los hacen ser estéticos, arguyen que para que tenga lugar la experiencia estética es necesaria la presencia de los mismos.

Preferimos a propósito la palabra configurar a la palabra construcción para hablar de la emergencia de los sentidos de las cosas en la actividad cognitiva de los sujetos pues la palabra construcción implica la idea de cimiento como base para el conocimiento a partir del cual algo de construye o edifica, mientras que configuración se ofrece como un término que permite sugerir la idea de tejido que a la manera de soporte como condición (mas no base) posibilita el conocimiento. Para mayor información, recomendamos la lectura del texto Conocer, de Francisco Varela, referido en la bibliografía al final de este trabajo.
Consultar Mandoki Katya, Estética cotidiana y juegos de la cultura, "Fenomenología de la condición de estesis: prendamiento y prendimiento" (capítulo 8, pp. 88-96).
Para mayor referencia sobre este punto, recomendamos consultar la obra de Lotman La Semiósfera I. La referencia bibliográfica se encuentra en el apartado de la bibliografía al final de este trabajo.
Esta idea de la esteticidad intrínseca de los objetos lamentablemente ha sido referida por la autora en otros trabajos, aunque en ellos al igual que en éste se habla de una esencia estésica de los mismos. Sin embargo, para no caer en confusiones ni contradicciones, en este trabajo se ha preferido soslayar radicalmente tal definición con el objetivo de dejar claramente asentado la dirección de nuestra reflexión en torno a la propuesta que aquí se ensaya que, como podrá notar el lector si tiene oportunidad de comparar este trabajo con los otros anteriores a los que hemos hecho referencia, no difiere en lo esencial.
Esto lo hemos expresado en trabajos anteriores sobre la dialogicidad del arte. Para mayor información consultar: Romeu, Vivian (2009). "Indeterminación y construcción identitaria. Reflexiones sobre lo estético como dimensión dialógica de lo sensible". En revista Análisi, quaderns de comunicación i cultura No. 39, Universitat Autonoma de Barcelona, pp. 163-178. Artículo también disponible en línea en: http//:www.raco.cat/index.php/Analisi/Article/view/184494
Nos hemos basado en el concepto de "forma significante" de Clive Bell, a pesar de que nos distanciamos de él. Para mayor información, recomendamos consultar "Art as Significant Form: The Aesthetics Hypothesis". En George Dickie et al (eds) Aesthetics, a Critical Antologhy, New York: San Martins, 1977.
Faltaría en este trabajo una caracterización casi obligada del carácter afectivo de dicha relación, lo que supone a su vez una reflexión más profunda sobre el papel del placer y la empatía en los procesos de experiencia del arte, mismos que al salirse de los márgenes de este trabajo lamentablemente debemos abonar necesariamente en futuras comunicaciones.
Debemos aclarar que no se trata de un significado referencial que alude a la representación externa del objeto o a su función, sino a lo que lo define, al menos contingentemente como objeto perceptible primordialmente de modo estético.
En ponencia de la autora Secreto y metáfora en la configuración estético-discursiva del arte: dos aspectos semióticos, en VIII Encuentro ALED, Monterrey, México, octubre 2009.
Para una mayor información sobre el particular se puede consultar el texto de la autora Arte y reproducción cultural. En revista Estudio de las Culturas Contemporáneas, Volumen XVII, No. 33, pp. 113-139, 2011. Universidad de Colima. México. También disponible en http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/316/31618563007.pdf
Para una mayor información acerca de este tópico, además de la lectura obligada de las obras de Bourdieu La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1988 y Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario, Anagrama, Barcelona, 1995, recomendamos consultar el texto "El papel del arte en la reproducción de la cultura. Una aproximación preliminar desde la sociología y la semiótica", en Edgar Sandoval y Gabriel Medina, Cultura y Poder, UACM, México, 2010, pp. 159-206.
SEMIOSIS Y EXPERIENCIA ESTÉTICA: UNA RELACIÓN PROBLEMÁTICA
Libro "Problemas semióticos"

VIVIAN ROMEU
Universidad Autónoma de la Ciudad de México
[email protected]

Abstract: En este texto se pretende dar cuenta de uno de los problemas a los que se enfrentan hoy los estudios semióticos que es la vindicación de la teoría de los signos y la significación –no sólo en el ámbito sociocultural, sino también en el biológico-evolutivo- como teoría del conocimiento y como epistemología. Nuestro acercamiento a esta problemática tendrá lugar a partir de una problematización de la experiencia estética –otro nodo problemático, éste en el campo de la Estética-, debido a que la poca presencia de la semiótica en las reflexiones estéticas sobre el arte ha provocado la consolidación de un sentido sublime del arte como fenómeno y práctica, que ha impedido comprender a la semiótica como red cognitiva que opera necesariamente en la aprehensión que tenemos del mundo, incluyendo los objetos del arte y el tipo de experiencia a la que las obras convocan.

Palabras clave: semiosis, experiencia estética, cognición, percepción, experiencia del arte

Introducción
A partir de los fundamentos de la semiótica peirciana, la semiótica se ha delineado como campo de reflexión teórica en torno al papel que adquiere el conocimiento en las formas de interacción y reproducción del sentido a nivel social. Es así que desde aquellos primeros años de su surgimiento a finales del siglo XIX y su notable relación con la lingüística y los estudios literarios, en la actualidad el ámbito de acción y reflexión de la semiótica se ha extendido hasta la tecnología, la biología, las matemáticas, la física y otras áreas del saber tradicionalmente fuera de sus lugares preferenciales que fueron la filosofía, la psicología y el arte; también ha ocurrido un desplazamiento formal desde los primeros usos procedimentales y analíticos de los cuales la teoría del arte en lo general y la teoría literaria en particular abrevaron durante muchos años, a la reflexión y teorización acerca de la semiosis como proceso de significación, y en tanto tal, en su valor de epistemología aún por conformar, aplicable a un sinfín de saberes varios, en esa especie de configuración intersectiva que como dijera Serrano "le pertenece a todos y a nadie" (Serrano, 1998, p. 8).
Esta es la razón por la que instados por este exceso de libertad anticonfín que, a pesar de sus supuestos y seguramente válidos límites la semiótica sugiere a nuestros ojos, en este trabajo nos ocuparemos de recrear los vínculos que suponemos existen entre lo que se conoce como experiencia estética, en tanto experiencia sensible de tipo fascinante, y el carácter semiósico de los procesos cognitivos que tienen lugar durante la experiencia del arte.
Sin dudas, lo anterior nos lleva a considerar dos puntos de partida: entender la semiosis como un proceso que ocurre en el campo de lo fenomenológico, es decir, como parte de los procesos que tienen lugar en la construcción de la experiencia del sujeto en su praxis de vida, tanto como ser objetivado en la cultura y la historia que como ser en despliegue constante de su subjetividad y construcción personal; y entender la experiencia del arte como una experiencia que no sólo es sensible, sino también cognitiva que a su vez se da de forma diferenciada respecto de otras experiencias que forman parte de los procesos de percepción sensible.
La primera premisa se soporta en la idea de que hay sentido en la sensación que es una tesis desarrollada teóricamente por Welsh; y la segunda en el hecho de que el arte es una actividad social, comunicativa y humana en la que se producen bienes simbólicos y culturales que juegan un papel fundamental en la separación de la sociedad en clases, la división del consumo, la modelación de la experiencia sensible y la objetivación del poder, por lo que su relación con los procesos de percepción sensible debe ser abordada, entre otras perspectivas de análisis, en estrecha vinculación con la tesis bourdieana del arte como campo social.
Sin embargo, a pesar de la importancia que un posicionamiento como este tiene para la comprensión de los fenómenos del arte y por consecuencia para la reflexión en torno a los procesos de recepción que tienen lugar al interior de la experiencia que tiene un público cuando se enfrenta a la obra de arte, en este trabajo preferimos centrarnos en el valor de la semiosis en la construcción de conocimiento proveniente de los sentidos; de manera concreta nos enfocamos en la experiencia estética como una experiencia de interpretación singular que se deriva de los procesos de percepción sensible, como los que convoca el arte.
Para desarrollar nuestro objetivo primero se hace necesario rescatar, aunque de forma resumida, las principales maneras en que ha sido entendida la experiencia estética desde la antigüedad hasta nuestros días, esto a fin de ofrecer al lector la posibilidad de constatar directamente la ausencia de la semiótica en estas definiciones.
En esta primera parte recrearemos de forma muy breve el estado de la cuestión en torno a la conceptualización de este fenómeno, lo que nos permitirá exponer los argumentos teóricos y conceptuales que posibiliten la comprensión de lo que posteriormente pasaremos a proponer como experiencia estética, cuya naturaleza sensible, intelectiva y volitiva se halla en estrecha y natural articulación con la semiosis como proceso natural y biológico de construcción de sentido.
En la segunda parte reflexionaremos en torno a la relación entre semiosis y experiencia estética, a partir de la exposición de los planteamientos del filósofo alemán Wolfgang Welsh sobre la naturaleza indivisible de lo sensorial y lo perceptual, además de los principales hallazgos que en el campo de las ciencias cognitivas permiten afirmar el valor de la semiosis como proceso de interpretación de información simbólica y no simbólica en la configuración de patrones perceptivos que modelan el conocimiento.
Dicha reflexión nos servirá de caldo de cultivo para plantear la diferencia entre percepción y experiencia estética, todo lo cual redundará en la definición del fenómeno de la experiencia estética y su relación con los llamados objeto y sujeto estético.

Breve acercamiento a la genealogía de los estudios semióticos y su relación con la semiosis como problema
De las dos corrientes fundacionales de los estudios semióticos –la saussureana y la peirciana- es esta última la que por la naturaleza de su programa permite abordar a la semiótica como una epistemología. Ello se debe a la consideración del signo como base del pensamiento, o dicho de una manera más clara: a la definición del pensamiento como una sucesión de interpretaciones que se dan a través de los signos.
El hecho de que Peirce haya centrado su preocupación por los signos al interior de una lógica del conocimiento implicó para los estudios semióticos la emergencia de un paradigma basado en la semiosis como proceso donde tiene lugar la producción de sentido que, a diferencia del legado saussuriano centrado más bien en el análisis formal de los signos lingüísticos y su posterior aplicación en semióticas del mismo corte, supuso un tránsito de los modelos formales hacia modelos sociales, y de éstos –gracias al trabajo posterior de otros semiólogos seguidores del pensamiento peirciano- a los modelos biológicos (Vidales, 2010, p. 151).
Este desplazamiento hacia la biología se radicalizó en un programa de investigación semiótica que hoy es conocido como biosemiótica y que tuvo sus raíces más concretas en las preocupaciones en torno a la producción e interpretación de los signos en el mundo natural. Sin embargo, a pesar de lo importante que esto pudiera resultar para la estética como disciplina que se ocupa de la estesis (condición sensible del sujeto), si se indaga en las relaciones conceptuales entre semiótica y estética, nos podemos dar cuenta que son inexistentes.
Lo anterior se ha debido, en nuestra opinión, a que la semiótica se ha instalado como un campo de estudio que aunque ha servido de alguna manera a la teoría del arte sobre todo desde el punto de vista metodológico, no se ha propuesto estudiar a fondo su papel en los procesos de sensibilidad; y también porque –y esta explicación nos parece más factible- la propia genealogía del saber semiótico ha privilegiado una mirada reconstructiva en lugar de una sistémica que es la que desde la década de los 90 ha aparecido en el escenario de los estudios semióticos.
Es sabido que los esfuerzos teóricos que unos años antes Umberto Eco y Iuri Lotman realizaron para lograr traspasar la barrera estructuralista en el campo de la investigación semiótica jugaron un papel importante en la configuración del panorama semiótico de aquel momento, pero en lo que respecta al arte estos esfuerzos parecieron inútiles pues ni la teoría del arte ni la teoría estética se encontraron dispuestas a pensar la semiótica más allá de su valor instrumental.
Eco y Lotman de hecho minaron la tesis de que la semiótica se ocupaba de los sistemas de significación independientes y en su lugar señalaron que la significación era un proceso que ocurría al interior de estructuras sociales más complejas. Sin embargo, este camino de por sí necesario en la evolución de la semiótica, marcó lo que Eco llamó los umbrales superiores e inferiores de la semiótica; el primero involucraba a la cultura como fenómeno semiótico organizado bajo una red de significación altamente estructurada (Eco, 2000), el segundo excluía el estudio semiótico a los estímulos y señales provenientes del mundo natural, así como a los comportamientos inconscientes de los seres humanos.
Es así que a pesar de que la semiótica de Eco reúne al programa estructuralista saussuriano (que es de donde mayormente abreva la relación entre teoría del arte y semiótica, específicamente aquella que se vincula con la teoría literaria en su variante metodológica) con el programa peirciano (enfocado más hacia una lógica de los signos como fuente del conocimiento y el pensamiento, en su variante lógico-filosófica), también da un carpetazo a la posibilidad de reorientar la semiótica hacia los procesos de producción de sentido en el plano biológico, es decir, por debajo de ese umbral inferior del que hablaba que es donde sospechamos la semiótica resulta una pieza clave en la comprensión de los procesos de percepción sensible.
No obstante, gracias a la semiotización del mundo fenoménico, o lo que es lo mismo, gracias a la posibilidad de transformar los estímulos y señales en signos, la semiótica de Eco y también la de Lotman lograron consolidar a la semiosis como proceso de estructuración y organización de la cultura. Esto abrió un camino fértil no sólo para la comprensión de la cultura como fenómeno semiótico, sino sobre todo para entender el papel del sujeto en estos procesos y posteriormente en la comprensión de la semiosis como proceso de producción de sentido cuyos alcances traspasarían la lógica antroposemiótica.
Si se tiene en cuenta por ejemplo el sentido que le da Umberto Eco a la semiosis cuando afirma que la semiosis transforma en signo cualquier cosa con la que se topa (Eco, citado en Vidales, 2010, p. 170) nos podemos dar cuenta que para este autor la semiosis es un proceso dependiente no sólo de los medios a través de los cuales se ejerce la significación sino también de un sistema general de significaciones desde donde justamente es posible significar; de ahí su condición comunicativa.
Pero si bien la esencia de este planteamiento resulta correcta, es aplicable en términos del autor sólo al ámbito de la cultura, es decir, al interior de un modelo antroposemiótico que otorga al sujeto intencionalidad, o para ser más exactos intencionalidad comunicativa. Así entendida, la producción de sentido en la cultura consolida la idea de una producción de sentido social que choca entonces con la idea de la producción de sentido como eje organizador de la vida en general y por tanto con la semiosis como proceso que produce y articula la relación entre los signos que es también una relación que postula la pregunta sobre lo real.
Eliseo Verón, en ese libro magnífico que se titula La semiosis social, de 1998, señala que en la medida en que toda producción de sentido está inserto en lo social, es la semiosis como proceso de producción de sentido la que construye la realidad de lo social y en consecuencia a partir de ella se puede estudiar y analizar la construcción social de lo real, con lo que le otorga a la semiosis un valor de organización que Lotman ya preveía en su semiótica de la cultura a partir de entender el dinamismo intrínseco de los sistemas semióticos. Pero lo interesante de esta afirmación es que para el semiólogo argentino, este valor de organización pasa a través de una configuración espacio-temporal del sentido que a su vez se ancla en objetos o productos provenientes de una realidad social objetiva, es decir, de materialidades sensibles investidas de sentido que recrean los vestigios de un proceso semiósico anterior, o sea, de un proceso que da cuenta de las relaciones que establece un significante con sus condiciones de producción (Verón, 1998, p. 128).
Como se podrá notar, la sociosemiótica de Verón, a pesar de estar centrada en la antroposemiótica, gesta la posibilidad de pensar la semiosis como un proceso mediante el cual no se produce el sentido exnihilo, sino más bien todo lo contrario. El valor del contexto que en este caso está dado por el valor que adquieren las condiciones de generación de un sentido en la producción y el reconocimiento del sentido per se, implica su dependencia con respecto al entorno en los términos de relaciones de supervivencia y adaptación, tal y como lo marca la biosemiótica, pero también en los términos interpretativos más llanos que relaciona la información con sus antecedentes, su pasado, sus condiciones de generación y por tanto a la producción de sentido con la materialidad del sentido.
Es a fines del siglo pasado, con el surgimiento de la biosemiótica como una nueva epistemología, que se abre una brecha para el estudio de la semiosis como proceso de producción de sentido en el mundo natural, ajustando el concepto de intencionalidad propio de la antroposemiótica al concepto de equifinalidad, más sistémico, y sobre todo, más funcional, es decir, más enfocado a la funcionalidad del sistema que en este caso los biosemióticos refieren como supervivencia.

Según Vidales (2010), Thomas Sebeok con su zoosemiótica, Paolo Fabbri, Algirdas Greimas y Jacques Fontanille con la semiótica de las pasiones, y Claude Zilberberg con su propuesta de la semiótica tensiva son los impulsores de esta nueva propuesta ya que todos ellos intentan consolidar un campo semiótico emergente, de corte más fenomenológico, que se ocupa de conocer las formas en que ocurre la construcción del sentido antes incluso de concretarse como tal.
No está de más decir que esto resulta altamente valioso para comprender lo que sucede al interior de los procesos de percepción sensible a los que justamente convoca el arte a partir de su función primordialmente estética, es decir, fundamentalmente enfocada a la generación de emociones a través de la activación de los sentidos, ya que precisamente es gracias a su condición sensorial que la interpretación del arte se torna en un proceso semiósico que no apunta de forma directa a la significación ni a los sistemas de significación donde se inserta, sino más bien que se enfoca en la semiosis en sí, es decir, en la manera en que se construye la información y el sentido de la información simultáneamente, o como dijera Verón en las formas en que se tejen las relaciones entre el producto y su proceso de producción (Verón, 1998, p. 139).
Así entendida, esta noción generalizada de la semiótica la instala indefectiblemente como una disciplina mucho más amplia y necesariamente ligada a los procesos de conocimiento donde el objeto de estudio no son los signos en sí, sino las relaciones que establece con el proceso en el que el mundo fenoménico se semiotiza o, dicho más claramente, donde los signos o conjuntos de signos adquieren su estatus síginico, su potencial significante. La semiosis como escenario por excelencia de la producción, la acción y la interpretación de los signos se convierte así en el lugar de la interpretación, es decir, en el lugar donde los signos juegan un papel fundamental en la construcción del sentido y el conocimiento, y en el caso de los seres humanos del pensamiento.
Como ya comentamos con anterioridad, desde el punto de vista del arte, este novedoso programa resulta a todas luces un punto de intersección imprescindible, sobre todo si se trata de entender cómo ocurre la llamada experiencia estética, es decir, la experiencia del sujeto frente al arte que es como ya advertimos con anterioridad, una experiencia antes que todo sensible, emocional que construye conocimiento sobre el objeto a partir de transformarlo en signo y obtener de su cualidad sígnica la información que además le permite conocer la forma en que la construye.
Pero lamentablemente, en su estrecha relación con la teoría del arte, la teoría estética, que es quien debe ocuparse de estos asuntos, ha estado mayormente enfocada en las propiedades de los objetos del arte, descuidando así al sujeto y a su experiencia que fue su objetivo prístino en el siglo XVIII; no obstante, por fortuna esta preocupación fue retomada a mediados del siglo XX por los estudios literarios, a través de las investigaciones realizadas por la Estética de la Recepción en Alemania donde la semiótica ha servido de marco teórico y conceptual para abordar la dimensión de la experiencia y la recepción del arte, aunque ciertamente estas aproximaciones no permiten dar cuenta de los procesos de percepción sensible en términos de ese umbral inferior de distinción antroposemiótica de la que hablábamos más arriba.
Sin duda alguna, ello se impone como tarea pendiente para la Estética y los estudiosos del arte y la semiótica, porque hasta el momento ni semiotistas ni estetas han logrado reunir esfuerzos, en el sentido estricto, para dar luz sobre lo que sucede semiósicamente cuando nos enfrentamos perceptual y cognitivamente a una obra de arte. Esto, en nuestra opinión, representa sin duda un vacío para la teoría estética ya que le impide entender el fenómeno del arte y la experiencia a la que convoca desde una perspectiva más biológica y cognitiva de la que, a nuestro juicio, debe nutrirse necesariamente con urgencia, y también representa un reto para los estudios semióticos en aras de contribuir a instaurarlos como una epistemología general de la vida y la ciencia.
Es por todo lo anterior que en este texto, al tiempo que pretendemos reivindicar esta mirada epistémica sobre la semiótica, intentamos hacerlo desde la reflexión en torno a la experiencia estética que como hemos anunciado es una problemática nada trivial en el campo de la Estética que se ha tornado aún más compleja desde que la tesis de Katya Mandoki sobre la dimensión estética de la vida cotidiana desbancó el sentido sublime de la experiencia del arte.
Orientados en ese sentido y con el objetivo de aportar algunas reflexiones que contribuyan a esclarecer las relaciones constitutivas entre los procesos semiósicos y los procesos de sensopercepción a los que convoca el arte, nos atrevemos a pensar sobre el papel del significante del arte en los procesos sensoperceptivos y la relación que esto guarda con el valor de la experiencia estética como actividad sensible y cognitiva.
Para ello nos basamos en los hallazgos teóricos y empíricos más recientes de las ciencias cognitivas sobre los procesos de conocimiento desarrollados por la corriente enactista y en las reflexiones en torno al pensamiento estético del filósofo Wolfgang Welsh ya que ambos pilares teóricos nos conducen a plantear una descripción de la fenomenología de la experiencia estética desde donde es posible no sólo proponer una definición de la experiencia del arte como experiencia sensible, intelectiva y volitiva del sujeto, sino también la necesaria intervención de la semiótica como modo de conocimiento que puede explicar la singular forma en que esta experiencia tiene lugar.
En ese sentido, compartimos la opinión de Jean Marie Klinkenberg cuando afirma que para anudar el vínculo entre un sentido y los estímulos del mundo exterior que por su propia naturaleza no tienen sentido, hay que preguntarse por la experiencia (Klinkenberg, 2006, p. 104); de ahí que el paradigma interaccionista que recupera la relación entre el signo y su contexto haciendo un puente oscilante entre el mundo y el sujeto y viceversa, resulta ser la condición correlacional que ampara la unidad entre sentido y producción de sentido, es decir, entre sentido y semiosis. Sólo tras la integración de ambos procesos es posible pensar la supervivencia en términos semióticos y a su vez a la semiosis como interpretación en términos cognitivos, organizativos y evolutivos. No sobra decir entonces que por la naturaleza de los procesos sensoperceptivos que son fundamentalmente convocados a través del arte, el debate sobre la interacción como manto integrador del proceso semiótico adquiere no sólo pertinencia sino también relevancia.
He aquí por ello que creemos es donde se halla justamente un campo fructífero de reflexión en ambos sentidos, pero sobre todo un reto teórico y empírico para la investigación semiótica en los marcos del debate en torno al objeto de estudio de la semiótica general que afortunadamente, a través de un merecido retorno a sus orígenes, se ha comenzado a dar.

Breve genealogía de la experiencia del arte como experiencia estética
El estudio de la experiencia estética se ha confinado a lo largo del tiempo al campo de la Estética donde tradicionalmente se le ha conceptualizado como experiencia de lo bello en su arbitraria relación con lo artístico. Sin embargo, para hacer honor a la verdad histórica, debemos señalar con claridad que no siempre fue así.
A pesar de que en la Antigüedad no se habló de la experiencia del arte ni como experiencia ni como experiencia estética propiamente dicha, podemos hallar en este período, sobre todo desde el legado aristotélico, registros que sugieren que la reflexión en torno al arte, específicamente en torno a la tragedia y el efecto causado por ella en el ánimo del público espectador, puede considerarse como un antecedente directo del debate que supondría a partir del siglo XVIII la conceptualización de la experiencia estética.
Fue Aristóteles quien en contraposición al legado de Platón señaló que la función del arte residía en su capacidad para purificar el alma (catarsis) a través de la representación de la piedad y el terror, mismas que por medio de la conmoción afirmaban la virtud. En ese sentido, para el estagirita la experiencia del arte más que un fin contemplativo poseía, digamos, un fin utilitario y funcional aunque ciertamente trascendental. Este ideal purificador fue también asumido por los renacentistas Robortello, Castelvetro, Vettori y Vico, pero negado casi rotundamente por Boileau en los albores del Clasicismo en tanto enfocado a la relación entre el arte y el conocimiento verdadero, pero sin hablar de experiencia estética.
Sin embargo, es en las primeras décadas del XVIII que el filósofo alemán Alexander Baumgarten en su obra Reflexiones filosóficas acerca de la poesía, de 1735, acuñó por vez primera el término "estética" para designar la ciencia del conocimiento sensible. Él fue el primero en hablar de lo sensorial como fuente de conocimiento a través del arte, al cual le confirió –muy ad hoc con el racionalismo imperante en la época ilustrada en la que vivió- un estatus inferior con respecto al conocimiento racional; no obstante ello, su legado estableció que el conocimiento que un sujeto puede extraer del arte no sólo es sensible, sino también intelectual; y si bien dicho conocimiento fue entendido por Baumgarten como un conocimiento claro pero confuso, vinculado a los sentidos aunque no agotado en ellos, la idea de posicionarlo como conocimiento, es decir, en función meramente cognitiva y no contemplativa, otorgó a la Estética las bases para pensar la relación cognoscitiva entre el sujeto y el objeto del arte en su doble condición de conocimiento sensible e intelectivo; de ahí la centralidad que otorgó a la experiencia estética del sujeto como objeto de estudio de la Estética, y su énfasis en el carácter más gnoseológico que axiológico, que fue lo que a pesar de todo, posteriormente, la definió.
Es así que, a pesar de Baumgarten y gracias a la intervención kantiana a fines del mismo siglo, la Estética Clásica nace vinculada al arte y a lo bello, y atada entonces a un fenómeno que sólo constituyó (y aún constituye) una pequeña parte de todo lo que abarca. Con Kant y su Crítica del juicio, de 1790, se conceptualiza al conocimiento sensible como derivado del juicio estético, mismo que caracteriza como un juicio apriorístico más allá de las apreciaciones personales de lo Bello, donde la belleza constituye una instancia de liberación de los objetos respecto a la Naturaleza y el placer como lugar de la reintegración del sujeto con ella. Esa es la razón por la que Kant considera a la experiencia estética como una experiencia de emancipación utilitaria en la que el sujeto percibe al objeto bello y halla su belleza intrínseca a través del juicio estético.
Como se puede observar, aunque Kant en sí mismo no lo promueve, es a partir de él, con Hegel específicamente, que se fragua el ideal que permite conectar al arte con lo bello y lo sublime, transmutado en la filosofía idealista a lo universal, lo divino y el Absoluto en una especie de experiencia de estatus superior vinculada a la contemplación de lo bello a través del despliegue de una sensibilidad "especial" de orden casi místico y moral en lo que lo Bello se transforma en la apariencia sensible de la Idea Absoluta. Este legado trascendentalista es retomado y actualizado en una versión no metafísica posteriormente por Gadamer y consolidado por Heidegger.
Más recientemente, y situado ya en los predios de la teoría estética y no de la filosofía, el debate sobre la definición de la experiencia estética apunta a seccionar dos posturas al interior de los llamados subjetivistas; aquella que insiste en la pasividad cognitiva del sujeto como premisa fundamental de la experiencia estética arguyendo definiciones tales como empatía (Theodore Lipps), simpatía (Jerome Stolnitz), sentimiento (Michael Mitias), etc., y otra que la considera como atención (George Dickie), experiencia (John Dewey), involucramiento (Arnold Bearlent), actitud (Jan Mukarowsky) o intervención (Adolfo Sánchez Vázquez), muy vinculadas como se puede notar a la idea de actividad del sujeto frente al arte, o más bien su toma de partido en función de la acción cognoscente.
Sin embargo, a pesar de sus diferencias puntuales, estos teóricos consideran que la experiencia estética no se vincula a la supuesta existencia de objetos estéticos sino que guarda relación con la sensibilidad de los sujetos, en tanto capacidad para sentir o percibir y a través de ello valorar la realidad. Por ejemplo para Stolnitz la experiencia estética es concebida como atención simpatética y desinteresada, es decir, como una especie de actitud estética en la que el sujeto percibe de un modo especial al objeto de arte, pero este modo especial indica que la actitud estética no tiene un propósito definido más que la contemplación directa del objeto, es decir, su aprehensión sin juicios ni cuestionamientos.
Como se puede observar, se trata de una definición que, al igual que la de empatía de Lipps, limita la intervención del intelecto en la experiencia y pondera el sentimiento y la emoción, sólo que para Lipps la experiencia estética resulta una experiencia empática entre el objeto y el sujeto en la que éste se reconoce a sí mismo en el objeto en un proceso más de autoconocimiento que de otra cosa.
Para Dickie y Bearlent en cambio, la experiencia estética se torna una especie de involucramiento en la que para el primero la atención en el objeto de arte funciona como percepción diferenciada. Sin embargo, esta definición de la experiencia estética como experiencia enfocada no logra resolver el problema de la actitud estética que Dickie tanto critica a Stolnitz ya que Dickie se pierde en disquisiciones sobre el interés que no conducen a ninguna parte; más bien en nuestra opinión, violentan el camino natural de la percepción enfocada como percepción intencional que es parte de lo que motiva la propuesta sobre la experiencia estética que al final de este trabajo se ensaya.
En Bearlent por su parte, la experiencia estética resulta del involucramiento del sujeto con el arte de una forma apreciativa en tanto el objeto de arte le exige al sujeto tal comportamiento. Con ello Bearlent desecha la posibilidad de que la experiencia estética sea una actividad contemplativa o de acercamiento desinteresado y propone en su lugar una acción emotiva de la que el sujeto no puede sustraerse. Sin embargo, al respecto es Dewey quien en un intento por reunir lo orgánico y lo cultural en la experiencia del arte propone a la experiencia estética como experiencia apreciativa e intelectiva, donde la presencia de la emoción y el intelecto van de la mano dando por resultado una experiencia auténtica, es decir, enfocada a la reflexión, la emoción y la acción del sujeto como ser en su experiencia individual y social, tanto en el plano emotivo como en el intelectual que, como veremos más adelante, es desde la que, bajo cierta perspectiva, este trabajo se nutre.
Como se ha podido notar, la mayoría de los subjetivistas, a excepción quizá de Dewey y Dickie, abrevan por una parte del legado kantiano en torno al sentido sentimental y puramente emotivo de la actitud estética, y por la otra, de una tradición aristotélica que entiende a la experiencia como identificación y no como cuestionamiento o indagación, por ejemplo. Esa es en nuestra opinión la razón por la cual los planteamientos subjetivistas, al igual que sucede con los objetivistas no logran traspasar los límites de la experiencia estética como una actitud meramente volitiva, o bien como actitud meramente cognitiva, dejando de lado con ello la posibilidad de entenderla también como experiencia afectiva e intelectiva simultáneamente.
Hoy día, las investigaciones más recientes en el campo de la Estética han abonado al debate sobre la experiencia estética una rica discusión en torno a la pertinencia de su existencia. Propuestas radicales aunque valiosas como la de Katya Mandoki que sugieren a la Estética focalizar la atención en los fenómenos estéticos sean estos cotidianos o artísticos, se preguntan sobre si vale la pena definir la experiencia estética o las condiciones para la estesis en tanto efecto de la percepción sensible que dicha experiencia suscita.
Con ello no sólo se ofrece a la reflexión pensar la experiencia estética en una dimensión no vinculada al arte, sino también pensarla como una experiencia excluida del arte. No obstante, debemos aclarar de antemano que por más tentadora que resulte esta idea nos distanciamos en este trabajo de esta visión tan radical de la estética donde la experiencia del arte se incluye sin diferenciación en las experiencias cotidianas de percepción sensible pues para nosotros precisamente la experiencia del arte, aunque consideramos que no debe acaparar para sí de forma excluyente el nombre de experiencia estética, sí requiere un tratamiento diferencial en el sentido de que se determina no solamente como una experiencia sensible, sino específicamente intencional y cognitiva.

3. Estesis, percepción sensible y experiencia estética. Sinonimias inconvenientes
Antes de comenzar a desarrollar este apartado se hace necesario ofrecer al lector información sobre la distinción que hemos comentado anteriormente ya que de lo contrario corremos el riesgo de parecer arbitrarios, sobre todo ante una propuesta tan elocuente como la de Mandoki que, insistimos, sin dejar de compartirla del todo, requiere en este trabajo de una toma de distancia.
Normalmente se cree que el conocimiento tiene 3 niveles: el conocimiento sensible que involucra los sentidos y por tanto se caracteriza como singular, es decir, dependiendo de cada persona biológica, e incluso de cada especie; el conocimiento conceptual que depende de los conceptos y abstracciones y se le caracteriza por ello como "universal" e intersubjetivo en tanto dependiente de las normas cognoscitivas de una época y una cultura determinada; y por último el llamado conocimiento intuitivo, también conocido como conocimiento holístico que a falta de mejor descripción los filósofos han caracterizado como aquel que capta la totalidad de relaciones y posibilidades de existencia de las cosas en el mundo. Justo a este último se le ha otorgado erróneamente el estatus de experiencia estética en tanto experiencia del arte.
Sin embargo, aunque desde el punto de vista teórico y empírico la división del conocimiento en niveles resulta ser ya hoy una premisa superada en las ciencias cognitivas, la insistencia al considerar la sensación separada de la percepción impide comprender que el conocimiento es un proceso integral y unificado de comprensión que imbrica o se teje tanto a partir de procesos singulares como la sensación y también a partir de procesos generales o colectivos como la reproducción del sentido; por ello resulta bastante improbable en la actualidad aceptar la idea de que el conocimiento se geste a partir de niveles o umbrales para decantarse por la tesis de que el conocimiento aparece cuando se configuran los sentidos en torno a una cierta actividad sensoperceptiva.
Como afirma Varela "si el pivote de la cognición es su capacidad para hacer emerger significados, la información no está preestablecida como orden dado, sino que implica regularidades que emergen de las actividades cognitivas mismas" (Varela, 2005, p. 120). Ello significa que el conocimiento se configura por medio de la información, pero ésta a su vez no existe en el mundo como tal, sino que la construimos sensoperceptivamente en forma de dato en la medida en que las interconexiones neuronales que se crean a partir de la percepción que desplegamos en torno a los objetos y fenómenos del mundo, conforman patrones regulares de percepción que nos permitan a partir de su registro regular el re-conocimiento de ciertos eventos y así configurar sentido sobre ellos.
Dichos sentidos, no está de más comentar, se hallan indisolublemente ligados a la estesis como efecto o resultado de la actitud sensible del sujeto que funciona como condición de apertura al mundo, permeabilidad o porosidad del sujeto al contexto en que está inmerso (Mandoki, 2008, p. 67); o como dijera la biosemiótica en torno a la semiosis, como proceso interpretativo imprescindible en la supervivencia de ese organismo biológico y social que es el ser humano. Es por ello que los sentidos que emergen de los procesos de cognición llevan consigo indefectiblemente una carga sensorial del orden de lo afectivo-emotivo, misma que está de alguna forma impregnada de la reacción de nuestros sentidos ante tal o cual objeto o fenómeno del mundo; en otras palabras: la manera en que al interior de un proceso semiótico construimos la información ata el valor sígnico de la misma al modo de percepción que permite construirla como tal. Lo anterior, así entendido, nos permite afirmar que lo que se construye como información no es meramente un dato desprovisto de significado, sino más bien todo lo contrario.
A tenor con lo anterior, podemos concluir dos hipótesis de trabajo: 1) la estesis resulta el fruto o resultado de los procesos de sensopercepción cuya finalidad, como ya vimos, es hacer emerger patrones perceptivos que modelan los sistemas cognitivos por medio de los cuales se realiza la actividad del re-conocimiento del mundo; 2) debido a ello la cognición se entiende como actividad de reconocimiento que el sujeto realiza a partir de la configuración previa de los patrones perceptivos, lo que en términos de la biosemiótica alcanza para definir a la interpretación como un mecanismo a través de cual el organismo participa en su propia construcción como organismo (en el caso de la experiencia del arte hablamos de sujetos) y lo hace justamente a partir del papel central que adquiere en dicho proceso la herencia de los patrones interpretativos que le posibilitan justamente dicha construcción.
Está claro entonces que los patrones perceptivos por sí mismos no configuran el conocimiento; de hecho, retomando el dicho de Varela, el conocimiento surge –emerge, en sus términos- de las regularidades que dichos patrones comportan pues no siempre se configuran regularmente (Varela, 2005, pp. 77-79, 100, 108), y ello es lo que posibilita la configuración del conocimiento como aprendizaje. De esta manera, la configuración de patrones perceptivos se vincula con la percepción como condición del ser en el mundo, y la emergencia de significados resulta entonces, en tanto aprendizaje, en lo que conocemos. La experiencia, en ese sentido, es atribuida a esta última operación en tanto permite comprobar que un determinado patrón perceptivo hace emerger un sistema cognitivo, formando parte así de un mundo de significación preexistente; la percepción en cambio sólo es el dispositivo que lo posibilita, o para ser más exactos, el mecanismo de experimentación.
Como se puede observar, hay una diferencia sutil pero operativa entre los procesos de percepción (a los cuales ya, a la luz de todo lo que hemos comentado, no tiene sentido añadir el apellido de "sensible") y los procesos de la experiencia, ya que toda experiencia, según su propia etimología (ex – perior /peiraomai) es aprender, o sea, descubrir mediante la acción de prueba o comprobación como un usar o practicar lo vivido que recuerda la experiencia del conocimiento comprensivo de Agamben (2003) –de ahí precisamente su carácter cognitivo-; pero la percepción es modo, mecanismo, dispositivo de funcionamiento.
En ese sentido, entonces, distinguimos entre percepción sensible que para nosotros implica sólo el efecto o resultado de la actividad sensoperceptiva del sujeto que es la que posibilita la emergencia de los sistemas cognitivos, y la experiencia sensible, como experiencia o acción de comprobación de la funcionalidad de dichos modelos. Ambas se dan en forma articulada aunque la experiencia precede a la sensopercepción en tanto necesita de ella para emerger.
Como se puede observar entonces a la luz de lo anteriormente dicho, toda experiencia es sensible en tanto proviene de la actividad sensoperceptiva del sujeto lo que implicaría que la experiencia que construimos al disfrutar de comer un platillo que nos gusta resulta esencialmente similar a la experiencia de montar un caballo, leer un libro, mentir o amar. Ello, si bien es cierto, implica solamente a nuestro entender que la fenomenología de la percepción comparte sus orígenes con la fenomenología de la experiencia, pero en ningún caso permite afirmar que la fenomenología de toda experiencia sea la misma. No desarrollamos la misma experiencia cuando sentimos placer ante el sonido que produce el canto de un pájaro y el producido por una canción de El Gran Silencio.
La diferencia entre una experiencia y otra estriba en que en nuestra cultura el régimen escópico de uno y otro varía, mínimamente en función de que el primero resulta proveniente de un objeto de la naturaleza (el pájaro), y el segundo de la cultura (movimiento musical de contracultura urbana mexicana), lo que plantea el dinamismo de condición sensible del sujeto ya que no se percibe el sonido así tal cual, sino que se percibe tal y más cual sonido en función de la construcción de una experiencia semioestética, es decir, significante en función de lo sensoperceptivo por la cual transformamos los eventos y objetos del mundo natural y cultural en signos altamente diferenciados.
Esa es la razón por la que consideramos que la experiencia del arte, si bien resulta sin dudas una experiencia sensible, posee características específicas que permiten diferenciarla de otras experiencias sensibles, aunque ello no implique en ningún caso la supuesta superioridad o legitimidad de una experiencia sobre la otra; de hecho, en este trabajo, para establecer una distinción consecuente preferimos nombrar la experiencia estética como experiencia fascinante, sin suponerla como experiencia exclusivamente del arte. Esta nomenclatura nos permitirá vincular en cierto sentido la tradición genealógica sobre la experiencia estética como una experiencia "especial" y al mismo tiempo rescatar el sentido etimológico de lo estético como sensibilidad.
Como se puede notar, para nosotros, la experiencia del arte resultará entonces, al igual que sucede con cualquier otra experiencia, una experiencia sensible e intelectiva por su origen, aunque no se debe soslayar que también está condicionada, como dijera Dewey, por ciertas condiciones que en nuestra opinión se vinculan con la configuración del orden social donde el arte tiene un lugar. En ese sentido, la experiencia del arte guarda relación con lo social en tanto experiencia comunicativa y de socialización.
Para desarrollar con detalle esta propuesta sobre la experiencia del arte primero se hace necesario reflexionar en torno al fundamento semiósico de la actividad sensoperceptiva del sujeto con el objetivo de situar la imposibilidad de percibir sin significar, y de conocer sin percibir, en tanto ello nos permitirá sugerir que los procesos de la experiencia se dan al interior de un marco de significación previo dentro del cual el sujeto pone a prueba la funcionalidad de sus sistemas cognitivos, lo cual resulta extremadamente importante para desarrollar la reflexión última en torno a la fenomenología de la experiencia del arte.

3.1. El fundamento semiósico de toda experiencia sensible
El origen etimológico de la palabra estética proviene de los vocablos griegos αἰσθητική (aisthetikê) –que significa sensación o percepción- y de αἴσθησις (aisthesis) –que significa sensación o sensibilidad- y es atribuido por parentesco conceptual a lo sensorial, gestando así una especie de relación simbiótica implicante que está muy lejos de ser excluyente u opuesta, por lo que lo estésico se vincula tanto con el conocimiento (en términos de sensación y sensorialidad) como con lo afectivo-emotivo (en términos de sensibilidad). En ambos casos, no obstante, hablamos siempre de una facultad del sujeto, no de una propiedad de los objetos y fenómenos del mundo, que en tanto tal no puede ser desvinculada ni de los procesos de percepción ni de los cognitivos.
Esa es la razón por la que resulta imposible hablar de la sensación como modo de percepción que excluye al conocimiento ya que la relación entre sensación y conocimiento vincula indisolublemente la sensibilidad del sujeto como forma de aprehensión del mundo a su capacidad para generar conocimiento sobre él –no sólo en términos sensibles ya que no puede hablarse de un conocimiento sensible puro- en tanto toda percepción sensible se halla atada a la significación.
La percepción así entendida dista mucho de poder ser separada de la sensación. Wolfgang Welsh, un filósofo que se ha ocupado de la superación teórica de la separación entre sensibilidad y percepción (Welsh, 1998) plantea que toda percepción se compone de un régimen de racionalidad que tiene por función intentar establecer y garantizar el orden de la percepción; se trata de un abanico de racionalidades inmerso en una totalidad desorganizada y confusa por medio de la cual se intenta proveer a la percepción de reglas o criterios para completarla. A diferencia de la racionalidad, continúa el autor, la razón se ocupa del entendimiento y la valoración a través de la diferenciación del objeto con respecto a las relaciones que establece con otros objetos y con el contexto, lo que significa, como el propio autor señala, que la racionalidad puede preguntarse en varios sentidos por el objeto, pero –a diferencia de la razón- no puede reconocerlo ni diferenciarlo.
Welsh insiste en que razón y racionalidad forman un par en un mismo nivel de percepción, sólo separados, si se quiere, por su función; mientras la racionalidad actúa en el nivel de lo singular, la razón actúa en el nivel de lo general, de tal manera que la configuración de un orden de conocimiento dado se debe a la integración de ciertas racionalidades y no de unas únicas racionalidades y su resultado es absolutamente contingente ya que todo proviene del sujeto, es decir, de su actividad perceptiva y sensorial, y no de principios lógicos universales que supuestamente conformarían la razón.
A propósito de ello consideramos que la percepción no sólo ofrece al sujeto información sobre el mundo, sino también referencias a partir de las cuales organizar su habilidad y disposición para percibirlo sensiblemente. Ello, como se podrá notar, crea conocimiento sobre la realidad y sobre el sí mismo en el despliegue de su subjetividad como ser biológico y cultural; de ahí la idea de la percepción como experimentación y del conocimiento como experiencia.
Como ya comentamos la estrecha relación que comportan los procesos de percepción y los procesos cognitivos puede conducir también a equiparar erróneamente la experimentación con la experiencia ya que si bien la primera es juego, modo o recurso de prendamiento como menciona Mandoki (2008), la segunda es validación, evaluación, discernimiento. En ese sentido, quienes afirman que la percepción estética se ocupa de valorar la realidad en términos sensibles no sólo está soslayando esta distinción funcional de apertura a y aprehensión del mundo por el sujeto, sino que también soslaya el hecho de que la valoración en tanto acto de apreciación evaluativa forma parte no sólo de lo puramente estésico, sino también, y como parte constitutiva de éste, de lo semiósico. Veamos.
Tanto la valoración como la apreciación guardan relación con lo sensorial en tanto los sentidos son órganos que permiten captar si los estímulos del mundo, estésicamente hablando, agradan o no al sujeto; sin embargo, la relación entre sensación y valoración no se agota en los sentidos pues la apreciación precisa de un rasero axiológico por medio del cual se pueda configurar, en un momento otro, un enunciado estimativo, mismo que –debemos aclarar- aunque plausible, no es condición necesaria para la manifestación de la sensibilidad del sujeto.
En ese sentido, para nosotros el término apreciación no designa con claridad el resultado de la actividad sensible del sujeto que es realmente algo nebuloso más allá de los términos cognitivos. Sólo teniendo en cuenta que dicha actividad es también emotiva, es decir, fisiológicamente organizadora de la respuesta al interior del organismo y en consecuencia estructuradora de los procesos de adaptación del organismo al ambiente, a partir de una respuesta meramente interpretativa, podemos hablar de la apreciación como mecanismo cognitivo que permite al sujeto adaptarse al entorno, lo que posibilita entonces pensar la actividad sensible como experiencia vital cuyo fin va más allá de la mera aversión o la complacencia, es decir, de la mera experimentación.
Pensemos, por ejemplo, que la aversión del sabor del humor de una herida ulcerada resulta una actividad sensible (sensoperceptiva) que implica tanto la movilización de estímulos provenientes de todos los órganos involucrados en el acto de degustación (lengua, papilas gustativas, esófago, estómago, intestinos) como los propios del sentido del gusto (boca) ya que los primeros deberán ocuparse de organizar la respuesta biofisiológica del organismo en términos homeostásicos, mientras que el segundo se ocuparía de sentir como agradable o desagradable dicha experiencia en función del sabor mismo.
Lo mismo sucedería con la aversión que podamos sentir a un ruido estruendoso o el deleite ante una caricia, por lo que la sensopercepción, en tanto emoción, se activa en dos dimensiones mutuamente implicadas: la dimensión del equilibro fisiológico (respuesta orgánica) y la dimensión del efecto del sentido en términos de disfrute/aversión, o más llanamente en términos de gusto/disgusto (respuesta semiósica)
Lo cierto es que sin esta última, la actividad sensible, aunque presente sin dudas como condición fisiológica de todo ser vivo, se torna sólo eso: una actividad sensible que no conduce a la apreciación o valoración de nada, en tanto no habría manera de proveer a la sensibilidad de un régimen escópico determinado, es decir, de un marco referencial donde la sensibilidad encontrara tierra fértil para la cognición. Por ello es que consideramos que pensar la experiencia sensible fuera de los límites de la cognición supondría pensarla ajena a la semiosis, o sea, fuera de todo proceso interpretativo que en tanto proceso fruto de la percepción de un sujeto humano, y tratándose del arte, se halla en relación necesaria con un contexto no sólo biológico, sino también social y cultural, por lo que se trataría tanto de un proceso de producción social del sentido como de la producción de un sentido social. Es por medio de la percepción que el sujeto acopla o vehicula el sentido que emerge a partir de lo percibido, por lo que se puede afirmar que el sentido siempre está relacionado a ese algo percibido –en tanto la percepción siempre es percepción de algo- que se torna significante, es decir, susceptible de ser significado precisamente al interior de un régimen escópico preexistente.
En consecuencia lo significante emerge en el sujeto humano como parte del proceso sensoperceptivo al que el sujeto se enfrenta como condición de vida, y es esa propiedad emergente justo lo que ata su significación. Así, si bien el signo no guarda relación alguna con lo material, su significante, es decir, el vehículo material por medio del cual se llega a objetivar no corre la misma suerte. El significante precisa de materialidad ya que se ancla como existente material de ese algo percibido que es justo lo que garantiza el sentido de la percepción en tanto la provee de referencia, es decir, de conexiones, de articulaciones o relaciones con otros signos u objetos que es de donde emerge el pensamiento. Esa es la razón por la que constituye un absurdo pensar que lo sígnico puede despojarse de su materialidad significante como sucede por ejemplo cuando los estetas trascendentalistas afirman que la experiencia del arte es una experiencia de la sensibilidad pura, o sea, una experiencia en la que hipotéticamente el sujeto sentiría sólo por sentir en lugar de sentir "algo" que es lo que realmente hace.
Cuando sentimos, hay en dicho acto más que la pura acción de sentir puesto que hay percepción; sentimos tal o cual cosa porque percibimos tal o cual cosa. Por ejemplo, sentimos deleite ante una caricia porque a nuestro sentido del tacto le resulta agradable el roce de un objeto X (el objeto que produce la caricia) con nuestra piel; de ahí que la caricia (sensación) sea percibida como agradable (sentido o significación) y el objeto X como proveedor de sensaciones deleitosas. Así, el objeto se torna signo de deleite y el proceso que recoge dicha conversión es un proceso semiósico que está inscrito en los procesos sensoperceptivos.
Como se puede observar, si se vacía materialmente al signo (o sea, si se le despoja de su referencia, en este caso, del objeto X que produce la caricia) se le quita su función semiósica y con ello su potencial de significación, convirtiendo de ese modo al signo en in-significante, es decir, en aquello que no es susceptible de significación, en un no-signo. En ese sentido es en el que afirmamos que el signo no "funciona", semiósicamente hablando, por su significado (ya que no existe en él, sino en el agente que interpreta) sino por la materialidad a través de la cual se vehicula como significante. Esto es, la ausencia de materialidad en el signo le impide configurarse como tal porque lo desprovee de un régimen de significación propio desde el cual tendría necesariamente que emerger pues de lo contrario no podría ser signo en absoluto, o sea, se quedaría como objeto de un mundo insemiotizable e insemiotizado (Iuri Lotman, le llamaría a este universo, el espacio extrasemiótico).
Todo lo anterior, tiene una alta incidencia en los procesos cognitivos toda vez que éstos se gestan mediante un complejo mecanismo de articulación entre signos soportados justamente en la vinculación/no vinculación de sus rasgos pertinentes, mismos que a la manera de qualia permiten al sujeto orientar su devenir cognitivo. Explicamos.
El color verde de una planta no puede ser percibido si no existe al menos la planta, la luz del sol y los ojos del sujeto, pero al mismo tiempo nadie puede intuir el verdor de la planta como qualia sin haber reconocido primero dicha cualidad en el objeto; de hecho, y aquí va otro ejemplo, una persona bondadosa no puede ser percibida en tanto rebosa de sentido de bondad, sino sólo en la medida en que el sujeto reconozca en ella ciertos rasgos que se corresponden con patrones perceptivos donde los qualias de la bondad (por cierto, nada definidos) están previamente asentados como ciertos qualias específicos de ese objeto y no de otro.
En ese sentido se puede afirmar que los rasgos de pertinencia de un objeto en el momento en que son seleccionados como tales se transforman en rasgos significantes gracias justamente a que son percibidos en su materialidad, lo que no significa en ningún caso que pueda hablarse de la percepción de una esencia en los objetos ni en sus significados pues los objetos son lo que nuestra percepción registra configurando signos justo en la medida en que no se perciben, sino en la medida en que se interpretan como significante.
Por ello, si bien –para usar una frase de Deely-, los signos son invisibles a los sentidos (Deely, 2006), ello no significa que su valor de cambio impida al sensorium construir información acerca de los programas de significación en los que eventualmente se despliegan. En ese sentido, resulta incorrecto hablar de la presencia de signos en estados de pre-cognición (si es que esto existe) como los que sugieren los estados de sensibilidad pura o los mal llamados estados estésicos que incluyen a la contemplación y el éxtasis o cualquier otro tipo de actividad meramente sensible como un registro sensoperceptivo de la apreciación estética de orden místico.
Resumiendo: la ausencia total del signo en cualquier proceso de percepción implicaría de suyo el desordenamiento paulatino y posterior aniquilación de los patrones perceptivos, y como la percepción y la cognición son procesos que se organizan desde la configuración del sujeto como ser y a partir de su propia corporalidad, tiene que hablarse de ellos como procesos que se supeditan tanto a la condición biológica del sujeto como a la histórico-social donde se desarrolla el entramado simbólico que orienta su percepción; de ahí la preeminencia del significante y su valor en el plano semiósico. La aseveración anterior obedece a que consideramos a los signos como formas significantes insertas en lo que podríamos llamar umbrales simbólicos, donde lo importante no es su valor de significado, sino más bien su valor de cambio, o sea, la posibilidad de su interconexión e intercambio dinámico, infinito e impredecible con otros signos.
Esta definición de signo que hemos intentado avanzar implica entonces su comprensión como evento dinámico, es decir, como evento sígnico que acentúa el potencial intrínseco de transformación del signo en una especie continuum que se moviliza de un lado a otro del espectro semiósico, desatando cambios y transformando continuamente su aprehensión perceptual. De hecho, como suponemos que toda percepción se conforma a partir de esta movilidad sígnica, es decir, yendo del evento estésico (sensación) al evento semiósico (sensopercepción) y viceversa, creemos también que es precisamente en este movimiento oscilatorio en el que el objeto, transformado gracias a la actividad sensoperceptiva del sujeto en significante, se afirma como existente material vehiculador tanto de lo puramente estésico como de lo necesariamente semiósico, lo que nos lleva a plantear como conclusión que la relación perceptiva y cognitiva del sujeto, misma que se articula a partir de la transformación en significante de los objetos y fenómenos del mundo, implica la conceptualización de la semiosis como modo vital de existencia del sujeto en tanto apertura sensible y cognitiva al mundo que se le muestra como realidad.

La fenomenología de la experiencia del arte
Según Mateu Cabot (2000) para Welsh la actividad perceptiva tiene significación y proviene de lo sensorial, por lo que lo sensorial a través de la significación gestada perceptualmente es la que construye el pensamiento, el conocimiento; de ahí que consideremos, como ya comentamos con anterioridad, que para construir conocimiento sobre algo hace falta atribuir algún sentido a ese algo, mismo que debe y tiene que estar necesariamente relacionado con la manera en que nos "topamos" e interactuamos con él. El objeto y el sujeto de conocimiento no son entes separados, sino partes constitutivas de una realidad que se construye en reciprocidad ya que el objeto es lo que el sujeto siente y traduce significativamente a partir de dicho sentir, por lo que sensación y percepción, tal y como afirmó Welsh (citado en Cabot, 2000) son procesos inseparables. Sin embargo, lo que no apuntamos anteriormente es que para este filósofo la relación diferenciada entre percepción y pensamiento se resuelve en lo que él denomina el pensamiento estético, mismo que define vinculado a la percepción estética como percepción sensible, es decir, como la percepción que permite captar de un modo sensible la realidad ya que para Welsh el conocimiento sobre la realidad se debe al sentido.
Como se puede notar, este planteamiento de Welsh, el cual permite cuestionar la idea del conocimiento racional como conocimiento universal-colectivo y con ello también la idea del conocimiento sensorial como actividad singular-individual, nos indica que la escisión entre sensibilidad y percepción obedece a un proceso de diferenciación que no es natural, sino histórico e ideológico. Así, la percepción sensible resulta susceptible a todos los seres humanos bajo ciertas acotaciones que Welsh llama racionalidades y que se expresan simbólicamente a través de la razón, misma que a su vez en nuestra opinión forma parte de las racionalidades implícitas en la corporalidad del ser mediante un proceso semiósico y co-determinado en el que la razón se sensibiliza mediante su inserción en el cuerpo y lo corporal se racionaliza mediante su inserción en el contexto. Como lo señalara Verón en su ya citada obra "si el sentido es material, lo es para un sujeto que percibe y si el lenguaje perdió el sentido de la palabra y la traza de la escritura es porque el sujeto ha perdido su cuerpo" (Verón, 1998: 99).
Es por ello que resulta errado y confuso cifrar la fascinación, en tanto aspecto relativo a la experiencia del arte, como modo estésico de percepción solamente en el umbral de la sensación ya que aunque la fascinación resulta un modo adecuado de nombrar la percepción estética en general (aceptado incluso por todos los que se han referido a la experiencia estética, incluyendo a Mandoki), resulta también un evento semiósico anclado en el cuerpo, o sea, en lo sensorial-perceptual y en la medida en que se torna juego de la seducción de los sentidos ante un fenómeno concreto lo hace justo porque ocurre –fenomenológicamente hablando- ante lo que al cuerpo, o si se quiere a la percepción, le parece asombroso, inesperado, raro, impresionante.
Si tenemos en cuenta que lo asombroso, lo inesperado, lo raro y lo impresionante son todas ellas características atribuibles de una manera u otra al arte, aunque también a otros fenómenos estéticos, el lector habrá adivinado que la fascinación como modo de percepción estética tiene lugar cuando el sujeto de la percepción –corpórea, histórica, con pasado- interactúa con el entorno (en este caso, la obra de arte) interpretándola, pero no para interpretar lo que la obra dice, sino para saber cómo debe entender ese entorno que le resulta asombroso y ante el cual se halla sin memoria, sin posibilidad de reconocimiento y sin posibilidad de interpretar. Es aquí donde cobra sentido la centralidad de la interpretación como proceso semiósico per se, es decir, como proceso de producción y construcción de sentido no sólo en torno a la realidad percibida como fascinante sino también en torno a la construcción del sujeto ante ella.
Etimológicamente, fascinación significa encantamiento y lo que encanta tiene que ver con lo mágico, lo extraño, lo imposible; de ahí la seducción. En ese sentido, un objeto o fenómeno que ha sido percibido por un sujeto como fascinante en realidad no es fascinante per se, sino que mediante un proceso sensoperceptivo (que ya vimos como no puede desligarse de lo semiósico) el sujeto ha percibido en él ciertos rasgos que concibe como mágicos, extraños, impresionantes o asombrosos que son justamente los que los convierten en significantes y provocan entonces, digamos, una aprehensión "fascinante", si se nos permite el término.
Dicha aprehensión, digámoslo otra vez, se da sólo cuando el sujeto percibe una diferencia novedosa o rara en la materialidad de los objetos o fenómenos percibidos como fascinantes; y justo ello es lo que a nuestro juicio debe entenderse como percepción "estética", misma que si bien sensible en realidad establece, como ya hemos comentado, una diferencia con respecto de otras percepciones sensibles no fascinantes.
No obstante esta descripción sintética de lo que consideramos percepción estética, debemos señalar con claridad que lo que de ahora en adelante llamaremos, a falta de mejor nombre de momento, objeto o fenómeno "estético" designa a aquellos objetos y fenómenos que participan de la percepción estética, lo que no indica para nada asumir conceptualmente la idea de una esteticidad intrínseca de los objetos, mucho menos la idea de posesión de una verdad o esencia de las cosas. Se trata más bien de comprender que si bien toda experiencia ocurre en el sujeto, ello implica necesariamente la presencia de un objeto o fenómeno a la manera de existente que es percibido fascinantemente por el sujeto a partir de que la materialidad significante de dicho objeto le permite al sujeto implicar a dicho objeto en una aprehensión fascinante a través de un proceso semiósico inevitable que el sujeto realiza de forma natural ante lo desconocido.
En ese sentido, aclaramos nuevamente, en ningún caso puede existir un objeto o fenómeno estético o fascinante per se (ni siquiera los del arte), es decir, no pueden existir objetos estético de forma autónoma e independiente de la percepción del sujeto, sino que deviene "estético" o si se prefiere "fascinante", precisamente debido a que el sujeto percibe fascinación en ellos. Es decir, el sujeto se maravilla o se impresiona ante estos objetos que percibe como fascinantes porque no logra conocerlos, o sea: les resultan incognoscibles según los sistemas cognitivos preexistentes de los que el sujeto dispone.
Pero atención: no todo lo incognoscible resulta fascinante, sino sólo aquello que el sujeto cree asombroso o mágico. Ello implica que para percibir sensiblemente la realidad el sujeto sólo debe percibirla sensorialmente, es decir, sólo debe percibir la realidad tal cual hace desde su nacimiento de forma constante y cotidiana; en cambio, para percibir la fascinación en un objeto o fenómeno, el sujeto debe disponerse, en términos tanto de disposición volitiva como de habilidad, a experimentar invalidaciones de los sistemas cognitivos preexistentes para la aprehensión de los mismos ya que justo de esa manera es que será capaz de fascinarse, o lo que es lo mismo, de percibir estéticamente los objetos y fenómenos ya sean del arte o de la realidad física, social y cultural como tales en tanto poseedores de rasgos significativamente raros o extraños para los cuales no tiene patrones de reconocimiento.
Así, queda claro que nuestra posición en torno a los objetos y fenómenos "estéticos" o "fascinantes" se distancia de posturas ontológicas trascendentalistas a lo Heidegger, y se ubica en una perspectiva materialista y fenomenológica que implica la puesta en relación cognitiva a partir de una motivación afectiva y emotiva (la fascinación) del sujeto hacia los objetos y fenómenos de nuestra realidad, misma que a nuestro juicio, no se da como plantea Mandoki mediante un exceso o desbordamiento de la apreciación provocado por brincarse el eje semiósico de la percepción (Mandoki, 2008, p. 134) , sino justamente –tal y como ya mencionamos- por atravesarlo.
De esa manera, cuando se dice que un sujeto percibe estéticamente los fenómenos y objetos del arte, la realidad de lo que sucede es que se está disponiendo emotiva y cognitivamente a entrar en una relación semiósica de fascinación con objetos y fenómenos en los que cree percibir cierta "rareza" como valor significante. Dicha rareza, insistimos, no responde a ninguna propiedad especial en sí, sino a una especie de configuración otra de su materialidad que se instituye, parafraseando a Bajtín (1990) como alteridad, haciendo del objeto o el fenómeno algo diferente a la percepción del sujeto; en ese sentido, como se podrá apreciar, la alteridad del objeto o fenómeno sólo es posible percibirla en tanto el sujeto la perciba como tal.
Todo lo anterior indica que una vez que el sujeto percibe alteridad en el objeto o fenómeno, éste adquiere potencial para el diálogo en tanto se percibe fascinantemente como portador de "secreto", es decir, como portador de una configuración material o lo que es lo mismos: una disposición espacio-temporal de su materialidad diferente, rara o desconocida que dispone al sujeto a validar mediante la experiencia esos patrones perceptivos nuevos que justo le han permitido construir la información sobre el objeto o fenómeno fascinante en cuestión. De esta manera, la existencia de un secreto percibido en el objeto o fenómeno desde el carácter afectivo-emotivo que toda fascinación provee torna susceptible de disponer al sujeto al diálogo con tales objetos y fenómenos toda vez que el secreto en tanto percibido como tal no resulta develado, y ello precisamente es en nuestra opinión lo que compromete al sujeto emotiva e intelectivamente a involucrarse con él para conocerlo.
Debemos insistir en que este concepto de secreto no indica en ningún caso la existencia de un secreto per se en los objetos y fenómenos que se percibe como fascinantes, sino sólo el hecho de que la materialidad del objeto hecho signo donde se asienta su carácter significante resulta nueva para el sujeto. Dicha materialidad se muestra a través de una especie de conjuración material incompleta o inconclusa que, expresada como secreto a la percepción del sujeto, le permite a éste potencialmente involucrarse en una relación emotiva e intelectiva con él, es decir, en una relación que no sólo apela a la sensorialidad y sensibilidad del sujeto, sino también a su intelecto en tanto precisa de hacer emerger patrones perceptivos nuevos para aprehenderlo.
En otras palabras: en su relación con el objeto o fenómeno "fascinante" el sujeto percibe la existencia de un secreto a partir de la percepción de su propia ignorancia o desconcierto cognitivo, y aunque no pueda dar cuenta de lo que configura el secreto del objeto o fenómeno en cuestión, establece una relación cognitiva con él soportada en procesos semióticos que se destacan por su naturaleza afectiva y primordialmente sensorial.
De esa manera, como se podrá notar, la percepción estética que sólo posibilita el acceso a la percepción del "secreto" en el objeto o fenómeno, da paso a la experiencia estética mediante el establecimiento de una especie de conversación del sujeto con el objeto o fenómeno a través de la cual el primero pretende descubrir el significado oculto en el secreto del segundo. Dicha experiencia se muestra sin lugar a dudas, en tanto acto de descubrimiento, como actividad cognitiva que posibilita la configuración de un nuevo enunciado sobre el objeto o fenómeno, construyendo así conocimiento nuevo.
Es así que esta actividad cognitiva instituye en nuestra opinión lo que llamamos relación dialógica del sujeto con el objeto percibido como fascinante en su intento por descubrir su "secreto" o como dijera Ingarden (citado en Iser, 1997, p. 222) por completar sus vacíos a partir de las articulaciones inteligibles que logra entrever el sujeto en la configuración material del objeto o fenómeno. La inteligibilidad funciona así como mecanismo en el que objetos y fenómenos se dan a entender en una especie de mostración de su ser contingente; en ese sentido, la presencia de mínimos patrones de inteligibilidad en objetos y fenómenos de la realidad dispone la actividad emotiva y cognitiva en el sujeto haciendo que éste se disponga a descubrir estas pistas inteligibles que se manifiestan como articulaciones del sentido a partir de su materialidad, y posteriormente se disponga también a seguirlas para descubrir ese sentido otro que ha percibido; de ahí que el objeto o fenómeno se ofrezca a la percepción del sujeto como una especie de objeto abierto al diálogo con el que entonces, a voluntad, el sujeto se involucra.
Así descrito involucramiento y relación dialógica forman parte de una misma actividad indagatoria, hermenéutica y evidentemente semiósica en la que el sujeto pregunta al objeto sobre su secreto, y éste le "responde" desde la inteligibilidad que provee su materialidad, de modo tal que el diálogo le permite al sujeto ir construyendo patrones de percepción que en la medida en que le ofrece información sobre el secreto, le posibilita simultáneamente la construcción de conocimiento nuevo el cual se gesta como ya hemos señalado a través de procesos semiósicos o interpretativos por medio de los cuales el sujeto se obliga a tomar en cuenta al objeto, preguntándose y respondiéndose él mismo sobre el sentido oculto del objeto a partir de las pistas que le confiere su inteligibilidad.
Sin embargo, debemos recordar que esto sólo ocurre si el sujeto se dispone a hacerlo ya que por diversos motivos el sujeto puede negarse a esa experiencia simultáneamente emotiva y cognitiva, ya sea debido a su falta de interés o curiosidad en conocer el secreto que ha percibido, ya sea por deseo o capacidad por prolongar la percepción de fascinación, o quizá debido a su incapacidad para indagar en dicho secreto, entre otras. Pero más importante resulta plantear que en cualquiera de los escenarios de negación anteriores hay percepción estética mas no experiencia, ya que ésta se da solamente como fenómeno de validación de los sistemas cognitivos del sujeto, y no como fenómeno de aprehensión que es lo que se circunscribe al primero. Pasar de la percepción a la experiencia estética es lo mismo que pasar de la percepción de la fascinación a la experiencia (práctica, uso, vivencia) de lo fascinante que es, y debe ser, necesariamente fugaz.
En consecuencia, si bien en la percepción hay cognición, dicho conocimiento se afirma sólo como evento singular, pero es sólo en la experiencia que se valida o se comprueba como fenómeno en tanto se vive; es decir, es el desarrollo de la experiencia lo que indica al sujeto la necesidad de construir nuevos patrones perceptivos, la percepción por sí misma no es capaz de generar tal información. En el caso que nos ocupa, cuando el sujeto percibe la fascinación que desata la percepción de un secreto en algún objeto o fenómeno lo hace partiendo de lo que a su sensibilidad (léase a sus patrones perceptivos e interpretativos en el plano sensorial) le resulta ajeno y desconocido, por ello decimos que el sujeto percibe el secreto del objeto a partir de la percepción de su propia ignorancia; sin embargo, aunque el sujeto no pueda dar cuenta de lo que configura el secreto del objeto en cuestión, su actividad dialógica que será entonces circunscrita a su carácter primordialmente estético, en un intento por aprehenderlo, se enfocará entonces a interrogarlo hermenéuticamente, estableciendo con ello una relación eminentemente cognitiva al interior de una experiencia de fascinación, o sea, de una experiencia estética.
Como se puede notar nuestra definición de experiencia estética se distancia de las posturas de Dufresnne y Beardsley que Mandoki llama "circulares" en tanto definen al objeto estético por la experiencia estética y a ésta por aquél (Mandoki, 2008, p. 47) puesto que la nuestra define al objeto y al fenómeno "estético" desde un punto de vista semiósico y fenomenológico soportado en la conversión de un evento X en uno Y, donde Y se transforma en fascinante gracias a la peculiar actividad perceptora del sujeto que percibe al objeto como signo, y a éste como portador de secreto.
También nos distanciamos de las teorías sobre la captura estética en las que la naturaleza del objeto apela a la sensibilidad del sujeto en tanto reconocemos que es el sujeto en el despliegue de su sensibilidad vital quien capta o percibe en el objeto lo que hemos dado a llamar "secreto". Estamos conscientes que el objeto no puede apelar a la sensibilidad, sino que es el sujeto, a través de su sensibilidad intelectiva, su sensorialidad, quien apela al secreto del objeto.
Es así que el sujeto se transforma en términos cognitivos de un ser semiósicamente pasivo a un ser semiósicamente activo ya que si bien la percepción es condición de la cognición, no todo sujeto perceptor es capaz de conocer, o lo que es lo mismo no todo sujeto perceptor transforma la actividad semiótica en una actividad del pensamiento; en ese sentido, insistimos, el sujeto de la experiencia estética debe ser capaz de poder captar en el objeto o fenómeno ese secreto que cree percibir; de ahí que lo que definamos por actividad dialógica del sujeto no se traduce como en Stolnitz en una actitud especial, sino en la habilidad y disposición del sujeto para percibir la existencia de un "secreto" en el objeto o fenómeno, lo que precisa que el sujeto despliegue como hábito su habilidad para disponerse a descubrir esa configuración otra del objeto o fenómeno a partir de la desestimación de los hábitos cognitivos que impiden la emergencia de conocimiento nuevo.
Este descubrimiento –que en términos de Mandoki (2008, p. 136) resulta, como ya dijimos, de un exceso de valoración que rebasa al evento semiósico en tanto se diferencia del re-conocimiento (semiosis) como un quitar el velo del cubrimiento en el que la percepción se abre sin hábito ni reconocimiento a una experiencia nueva- constituye para nosotros parte de un proceso cognitivo en el que el sujeto, inmerso en un halo perceptivo de fascinación, gracias a su habilidad y disposición, percibe la alteridad como signo de los objetos y fenómenos mediante la captación de ese algo diferente, novedoso o irreconocible que se halla indisolublemente vinculado a su materialidad, misma que en su calidad de configuración incompleta e inconclusa a la percepción del sujeto se muestra como secreto, transformando con ello el estatus de los objetos y fenómenos de normales y sabidos a raros y desconocidos; dicha transformación, no está de más insistir, no ocurre en los objetos tal cual, sino en los sujetos, es decir, en el acto semiósico por el cual se transforma el régimen de percepción de los sujetos en tanto se enfrentan así con una configuración material que deben aprehender a través de patrones perceptivos nuevos.
En el entendido que lo que conocemos como realidad proviene de lo que construimos a través de los patrones cognitivos que vamos incorporando a la red neuronal a través de lo sensorial (Varela, 2005, p. 71-75), lo cognoscible se convierte en lo que el sujeto puede conocer, en tanto se adecua a los patrones de percepción que la interconectividad neuronal de los sujetos permite registrar, como una especie de co-determinación entre lo que se puede conocer y lo que se conoce (Varela, 2005, p. 102). Por ello, cuando el sujeto se fascina ante un objeto o fenómeno cualquiera percibe también un sentido otro en la configuración material del objeto o fenómeno, en un acto que le evidencia la configuración de un patrón perceptivo nuevo, mismo que, debemos aclarar, si bien en el plano sígnico (no simbólico) el sujeto no puede reprimir, es decir, no puede evitar percibir en tanto forma parte de su condición vital como ser sensible en el mundo, en plano simbólico sí ya que la razón vinculada a lo simbólico, mediante la desestimación de lo puramente sígnico, procuraría la emergencia de patrones perceptivos más afianzados, más reconocibles y cómodos en términos de significación. Así, por ejemplo, en el caso del arte al ser percibido bajo un régimen de sensibilidad y fascinación ya establecidos que han sido estructurados a lo largo de la vida del sujeto, el potencial de intercambiabilidad del signo, o sea, su valor significante en tanto fundamento esencial de la cognición se puede ver notablemente restringido, no siendo así lo mismo con otros fenómenos estéticos como el disfrute del sexo o de algunos sabores o sonidos, por ejemplo.
En resumen, podemos afirmar que en la experiencia estética en tanto experiencia afectiva, emotiva, intelectiva y volitiva que el sujeto experimenta ante los objetos y fenómenos percibidos como fascinantes, el sujeto despliega una actividad perceptiva de fascinación por medio de la cual percibe un sentido otro en el objeto. María Isabel Filinish en su texto De la espera y la nostalgia, 1999, plantea que los objetos del mundo pueden participar de la percepción estética en la medida en que permitan vislumbrar la posibilidad de otro sentido (Filinish, 1999, pp. 143.144); de ahí que, corrigiendo la idea de que los objetos per se permitan vislumbrar algo, nos resulta interesante el hecho de que la autora haga referencia a que hay un "algo" en los objetos del mundo que permite al sujeto percibir en ellos un sentido distinto que nosotros entendemos como la emergencia del secreto.
Sólo en ese instante puede hablarse del sujeto fascinado como aquel que, impulsado por el despliegue de su actividad emotiva o estética –que como señala Mandoki (2008, p. 67, 72) resulta una actitud de apertura al mundo, diríamos, de conocimiento- puede y quiere construir patrones perceptivos y cognitivos diferentes cada vez. Por ello, la actividad cognitiva que conduce a la experiencia estética debe ser entendida como una actividad en la que el sujeto se dispone, movilizando todos los recursos a su alcance, para hacer emerger patrones perceptivos que le permitan enfrentar cognitivamente al objeto de una forma diferente, es decir, como un signo cuya materialidad significante no ha sido explorada por el sujeto de antemano.
Es a este tipo de experiencia emotiva en tanto regida por la percepción de fascinación; intelectiva en tanto vehículo de conocimiento, de aprendizaje; y volitiva en cuanto a que precisa de la voluntad e intención del sujeto para participar de ella, a la que llamamos experiencia estética. Como se puede apreciar, no se trata de una postura de recurrencia cíclica, sino más bien es espiral que en tanto se da a partir de una mutua implicación entre la cognición y lo cognoscible no apunta a la finitud del proceso, sino a su potencial creativo.

Conclusiones
A lo largo de este trabajo hemos considerado a la subjetividad como ámbito por excelencia de la estesis, pero ello no significa que pueda hablarse de percepción y cognición como procesos al margen de los objetos y fenómenos del mundo ya que la posibilidad humana de sentir y percibir sólo puede ser desplegada en la relación cognoscitiva implicante sujeto-objeto a través de la cual interactúan para construir sentido sobre sí mismos como dijera Klinkemberg, 2006) y en la que intervienen como parte de la percepción del sujeto todo el abanico de sus racionalidades (Welsh, 1998) que no son más que los modos innatos de sensopercepción modelados onto y filogenéticamente.
Así, los objetos y fenómenos percibidos estéticamente se amparan en la materialidad significante que hace de ellos justamente materia de la percepción del sujeto para el despliegue de su sensibilidad ya que de esa manera la sensibilidad no sólo se instala como condición existencial del ser en el mundo, sino como condición que dispone al sujeto a la percepción, la semiosis y el conocimiento. Con ello, sin duda, se transforma al sujeto de simplemente perceptivo en un sujeto que impulsado por la naturaleza de la fascinación, se dispone a saber.
Como en toda experiencia de cognición, la actividad cognitiva parte de la actividad semiósica que realiza el sistema cognitivo del sujeto a partir de la construcción de patrones perceptivos mediante los cuales construye a su vez la información sobre lo que resultará cognoscible. En ese sentido, la propuesta de definición del fenómeno de percepción y experiencia de fascinación que hemos llamado experiencia estética puede ser aplicable a cualquier objeto o fenómeno de la realidad física que pueda generar tal experiencia.
No obstante, para el caso concreto de los objetos y fenómenos del arte en tanto productos y prácticas propias del campo artístico (Bourdieu, 1995), es necesario enfatizar además que la producción de obras de arte se realiza aún hoy bajo ciertas requisitos o pautas de creación, tales como: exclusividad, elitismo e innovación, cuya objetivación se manifiesta en la configuración singular de las obras a partir del empleo de ciertas estrategias constructivas que algunos autores han caracterizado como "especialidad" (Bruner, 2001), "intraducibilidad" (Lotman, 1988), hermetismo y autorreferencialidad (Romeu, 2008), etc.
En ese sentido, la experiencia del arte resulta parte de un proceso de percepción mayor donde se gestan experiencias de muchos tipos y en específico ante una diversidad de experiencias que participan dentro de una dinámica de consumo cultural altamente contextualizada en la que perviven también ciertos rituales de socialización y comunicación. Por ello, la experiencia del arte no puede ser entendida al margen de su situacionalidad histórica ya que ésta provee a los procesos semióticos al interior de los procesos de recepción del arte de pautas de sensibilidad que aparecen sedimentados en la cultura a través del despliegue de los regímenes escópicos donde se fraguan las más de las veces, como sucede en cualquier situación de mediación social, las maneras o condiciones en que se gesta la experiencia misma; de ahí que la experiencia estética, gestada a partir de la experiencia de fascinación en torno a los objetos y fenómenos del arte, deba ser atendida de manera más contextualizada.
Es por ello que podemos decir que la investigación teórica y empírica sobre la experiencia estética en lo general y sobre la experiencia del arte en lo particular ofrece a los estudios semióticos de última generación la posibilidad de expandir su campo de acción epistémica, a través del diálogo con otros campos del saber con los que no ha tenido contacto directo.
La experiencia sensible, justo por formar parte de un proceso natural de todo ser vivo se inserta con perfección en la biosemiótica como epistemología semiótica que se encarga de estudiar los procesos de significación en la naturaleza y el reino animal, aunque de manera concreta pueda dar cuenta de los procesos semiósicos internos de la especie humana también, a la manera de una etología. No obstante ello, la experiencia del arte, en tanto experiencia sensible e intelectiva simultáneamente, precisa de ser atravesada también por el estudio de la semiosis desde el paradigma antroposemiótico, es decir, a partir de la presencia del lenguaje y los sistemas de simbolización sociocultural pues se inserta a priori en un mundo semiotizado de antemano, aunque ello no signifique pensarlo como una red de significación fija o inamovible. Pensamos que es este un camino que ofrece muchas posibilidades de reflexión e indagación en un terreno fértil, pero virgen.
Las implicaciones que esto traería para la semiótica como epistemología serían verdaderamente notables, y para el arte, una nueva lógica de estudio que ampararía su papel al interior de los procesos de evolución de la vida, la especie y las sociedades. Como dijera Luhmann la función del arte es organizar la experiencia sensible (Luhmann, 2005); y si él tiene razón la demostración teórica y empírica de tal aseveración habrá que orientarla hacia el campo de la biosemiótica, es decir, hacia el lugar donde los procesos interpretativos no sólo construyen redes de significación sino modos de relación de los organismos con sus entornos, o lo que es lo mismo: mecanismos de supervivencia. Estas relaciones de sentido sin duda alguna son las que posibilitan pensar al conocimiento como adaptación y a la experiencia como memoria. En el caso del arte y la teoría estética ello estaría indicando una verdadera revolución. Enhorabuena!!!

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