Santiago en un abrir y cerrar de ojos

July 19, 2017 | Autor: Ricardo Greene | Categoría: Film Studies, Santiago de Chile, Cinema and Urban Spaces, Cine Y Ciudad
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Descripción

Santiago en un abrir y cerrar de ojos

Ricardo Greene F.
Director
Revista bifurcaciones.cl

La primera mirada

El cine nació con la ciudad moderna y la mutua fascinación que se
provocaron fue desde un comienzo irrefrenable. Antes que filmar la
naturaleza, antes que apuntar sus primeras cámaras al bosque o al mar, el
séptimo arte optó sin dudarlo por el cemento y las multitudes. Sin guiones
ni actores, sin director, maquillaje ni elaborados vestuarios, las calles
ofrecían por sí solas historias envolventes, más atractivas que las que la
imaginación podía idear. En la historia fílmica de Santiago esta idea puede
rastrearse con facilidad, ya que el cine arranca captando breves
documentales de la vida diaria, crónicas anónimas con las que todo
santiaguino podía identificarse: las cuecas en el Parque Cousiño, las
fiestas estudiantiles, las celebraciones del Centenario, accidentes viales
y ferroviarios, el funeral del Presidente Pedro Montt y la moda capitalina
eran algunos de sus temas. Y el público se las devoraba.

Para la elite local, por ejemplo, el cine ejerció una fuerza tan magnética
que logró reemplazar una de las instancias más emblemáticas de la vida
social santiaguina: el vermouth de las seis de la tarde en el Club de la
Unión. Dicha sustitución fue la que bautizó la función de las seis que por
entonces se proyectaba en el Biógrafo Minora, el primer cine de la ciudad,
y que continuó llevando ese nombre hasta el advenimiento de las multisalas
internacionales de comienzos de los noventa. Por otra parte, y de acuerdo a
lo estudiado por Luis Alberto Romero en Buenos Aires y Gonzalo Cáceres en
Santiago, el éxito de las funciones dominicales y la amenaza territorial
que representó la instalación de cines en las plazas de barrio -hasta
entonces dominadas por las iglesias-, mermaron la audiencia de las misas en
tal grado que era común que los sacerdotes le enrostraran a sus
parroquianos su doble militancia. Esta batalla entre feligreses de ambos
templos llegó a su fin con la instauración del horario de matinée, la que
salomónicamente concedió la mañana al cielo y la tarde a las estrellas.

Casi al llegar la década del veinte se masifican las salas de cine y se
facilita la producción cinematográfica, tanto por el abaratamiento de
equipos y cintas como por los créditos de película virgen que solía otorgar
la Kodak. En este escenario el cine chileno estuvo al fin preparado para
filmar sus primeros largometrajes, y con ello la primacía de Santiago
comenzó a tambalear. Porque en un país como este, extendido y heterogéneo,
eran muchos los lugares que ejercían su atractivo sobre la mente de
cineastas y empresarios. Se construyen por entonces estudios en Iquique,
Antofagasta, Concepción, Osorno, Punta Arenas y Valparaíso, siendo esta
última una locación privilegiada por la cantidad de producciones que se
filman en sus calles y cerros, resaltando sus atributos enigmáticos ("El
hombre de acero", 1917; "Alma chilena", 1918).

El éxodo de Santiago se radicaliza en los treinta ya que el nuevo cine
sonoro obliga a los cineastas a salir de las ciudades en búsqueda de
locaciones más controlables. Este hecho, sumado al proyecto político que la
ascendente mesocracia imponía en la agenda política y cultural de la época,
configuró un cuadro marcado por temas costumbristas que dominará la escena
cinematográfica durante décadas ("Hombres del sur", 1938; "Ayúdeme ud.
compadre", 1968). Este hecho constituyó un golpe inestimable al imaginario
urbano ya que el costumbrismo se construyó desde un comienzo como
contraposición a la ciudad, conformando con ello el primer discurso
antiurbano chileno articulado desde el cine; así, frente a la indiferencia,
hipocresía y agresividad que la vida urbana parecía provocar en las
personas, lo rural se levantaba como una alternativa virtuosa y pura, como
aquel lugar que resguardaba, contra el viento y la marea de la
civilización, nuestras raíces e identidad. "El hechizo del trigal" (1939),
por ejemplo, trata de un humilde campesino que debe luchar contra un frío
ingeniero citadino por el amor que profesa a la hija de su patrón. Al final
de la película, tal como el bien triunfa sobre el mal, el campesino se
queda con la mujer y el ingeniero vuelve derrotado a su jaula de cemento.

Esta retracción de Santiago, en todo caso, no fue total, ya que la capital
siguió acogiendo cámaras que dispararon hacia sus calles y que captaron con
avidez la vida que en ellas se desplegaba. Y así, pese a no ser ya el foco
principal de la producción cinematográfica, Santiago siguió siendo
difundida en parte del cine como un lugar mágico ("Largo viaje", 1967),
luminoso y moderno. Armando de Ramón nos recuerda en algunos de sus textos
que Santiago fue durante siglos la joya del sur del mundo, un oasis de
refugio, recreo y descanso donde cualquier cosa podía suceder. Y esa fue
precisamente la idea de Santiago que ese cine trasmitió, en historias como
las de Verdejo o Desideria, personajes rurales a quienes la ciudad acoge
sin importar su proveniencia. Esta idea es exacerbada en películas como
"Amanecer de esperanzas" (1941), donde la ciudad no sólo deslumbra sino que
es capaz de devolverle la vista a un hombre ciego. Ahora bien, todo esto no
quiere decir que se negara el lado obscuro de la ciudad; de hecho, éste
aparecía con mucha fuerza en películas como "Pájaros sin nido" (1922),
"Barrio azul" (1941) o la magnífica "Tres tristes tigres" (1968). Pero en
el imaginario compartido ambas miradas se encontraban tan íntimamente
imbricadas que ya no era posible pensar la una sin la otra.

El pestañeo

Haciendo un salto de décadas llegamos a los agitados años setenta, en los
cuales se teje un panorama bastante distinto. La realidad económica,
material, cultural y política se apareció de pronto con una fuerza tan
aplastante que la ficción perdió su sitial ante el género documental. Si
atendemos a los documentales filmados en el extranjero ("Llueve sobre
Santiago", "Hitler-Pinochet"), nos encontramos con una ciudad que aparece
como un bastión tomado por el enemigo; si volvemos la vista sobre las
realizaciones nacionales, vemos con claridad que el gobierno de la época se
preocupó de desconocer los grises edificios, las congestionadas avenidas y
los agitados sectores populares para volcar sus cámaras hacia las bellezas
naturales del país, las que por definición fueron siempre rurales y lejanas
("Pepe Donoso", "Florescencia en el desierto de Chile"). Santiago, como el
resto de las ciudades, se esfumó de las proyecciones oficiales como si no
tuviese nada que ofrecer. Por último, si prestamos atención a la ficción de
la época ("Los testigos", 1970; "Los deseos concebidos", 1982) nos
encontramos nuevamente con esa ciudad que es un campo de batalla, un lugar
despiadado e ingrato donde nada bueno puede florecer.

De esta manera fue que el cine comenzó a revelar una pérdida de sintonía
por parte de los santiaguinos hacia su ciudad. Es cierto que Santiago ya no
era el mismo que se había recogido en esos cortos documentales de
principios del siglo XX, que su paso de gran ciudad a Metrópolis había sido
abrupto e incluso brutal; pero en el combativo cine de los sesenta, en los
desgarradores setenta, en la orfandad de los ochenta y en la desesperanzada
cinematografía de los noventa, la capital fue retratada con un ritmo
monocorde que no se merecía. De pronto pareció que la ciudad no podía ser
otra cosa que sucia, deteriorada, indiferente, ruda, segregada y violenta,
y que cualquier intento por reconquistarla -sea mediante la fama
("Historias de fútbol"), la educación ("En la cuerda floja"), el engaño
("Paraíso B"), el crimen ("Taxi para tres"), los negocios ilícitos ("Los
debutantes") o la prostitución ("Los agentes de la KGB…")- eran
inevitablemente vanos: Santiago era una amante sorda y malagradecida. Esta
noción de ciudad dividida fue tan característica de ese cine que no es
difícil encontrar historias como las de Manuela ("Caluga o Menta"), quien
pierde su vida por traspasar la invisible barrera que se tiende entre las
clases sociales, o el de los dos asaltantes de "Taxi para tres", a quienes
vemos con rostros iluminados ante un Manhattan criollo al que sólo pueden
acceder como espectadores desde la ventana de un auto en movimiento.

La reapertura

Desde hace unos cinco años este imaginario comenzó a cambiar y el
aletargado Santiago se miró al espejo por primera vez en mucho tiempo,
encontrándose con un rostro irreconocible. En la publicidad, en el diseño,
en los nuevos recorridos culturales, en el modo-de-vida y en la
resignificación del concepto urbano puede leerse una búsqueda de aquello
que habíamos perdido, un cable a tierra con el que nos hemos querido atar
de nuevo al suelo que pisamos. En esa misma línea se está hablando hoy de
un nuevo cine chileno, nomenclatura que se ha utilizado tantas veces en la
historia nacional que ya ha perdido su sentido, y que hoy se le utiliza
para nombrar a una generación de realizadores que se desmarca de los temas
políticos. Y si bien es cierto que los cineastas jóvenes han vuelto la
vista sobre su ciudad para encontrar en ella rastros de honestidad con los
que han tejido historias simples y humanas, también es cierto que buena
parte de esos ejercicios se pueden reducir a ejercicios efectistas de
marketing ("Secuestro") o a historias donde la ciudad misma, ahora
iluminada y colorida, tiene bastante poco que decir ("Mujeres infieles").

Se podría pensar que las películas que explícitamente han articulado
discursos urbanos podrían configurar un panorama distinto, pero
lamentablemente ello no es así. Fuguet, por ejemplo, no transmite en "Se
arrienda" (2005) ese amor que tan expresamente le ha declarado a su ciudad.
Gastón, el protagonista de la cinta, es un hombre perdido en un territorio
ajeno, en un mundo gastado que no es capaz de acoger su diferencia. Es
sintomático de aquello el hecho de que las pocas veces que lo vemos dueño
de sí mismo es cuando se aleja, o al menos pone entre paréntesis, a
Santiago; sus enamoramientos ocurren en un viaje a Mendoza, en un paseo por
el verde domesticado del Cerro Santa Lucía y en una caminata por los
pasillos atemporales del Museo de Historia Natural, donde lo rodean
animales disecados que lo observan con una indiferencia más acogedora que
la que recibe de sus amigos y conocidos. Como si no hubiera bastado con
todo aquello, estas ideas son reiteradas en "Las hormigas asesinas", corto
que se intercala en la película exacerbando la mancillada idea de ciudad
gris y solitaria. En "Play" (2005), por otra parte, Scherson intentó
construir una ciudad de piezas mínimas que no se intercambian, un
territorio estático donde la movilidad social es inadmisible. Su película,
sin embargo, se levanta como un Frankestein fílmico que no concuerda con el
discurso de su directora, ya que el Santiago al que el espectador accede es
uno abierto, bullante y lleno de posibilidades, una ciudad segura, limpia y
colorida que permite el encuentro entre diferentes de una manera similar a
la propuesta por la interesante "Y las vacas vuelan…".

El cine del nuevo milenio, en todo caso, si bien todavía no reconoce los
nuevos movimientos y sentires que se están desplegando por la ciudad
–quizás no tenga porqué hacerlo-, posee más matices que la mirada
unidimensional con que se venía pintando una ciudad henchida de
significados. Su mérito proviene precisamente de la plasticidad con que
está abordando la ciudad. Porque ante un Nueva York mítico, ciudad de luces
que nunca duermen; un Río de Janeiro pasional, exótico lugar de escape; un
Buenos Aires bohemio que se mueve al ritmo del tango; o un Sur idílico,
resguardo de nuestras raíces ("Archipiélago") e identidad ("La Frontera"),
hemos pensado por demasiado tiempo y con injusta premura que Santiago no
tiene nada que decir. Lo que sucede en realidad es más complejo y
atractivo. Para ilustrarlo, volvamos al cine: en "10.7" (1997) la
protagonista del film no comparece nunca, pero la conocemos porque podemos
hilar con cuidado los relatos fragmentados e incompletos de diez hombres.
Quizás con nuestra capital debemos hacer un ejercicio similar y abandonar
los esfuerzos inútiles de reducirla a un solo color, volviéndonos
conscientes con ello de que, ante un Nueva York que no puede conciliar el
sueño, un Río de Janeiro que no puede dejar de sonreír y un Buenos Aires
que no puede descansar, Santiago se levanta plástico y heterogéneo, abierto
y plurisignificante. Está ahí para que lo tomemos, para que como Iván ("El
Gringuito") nos perdamos en sus calles, abrazando y descubriendo con los
ojos bien abiertos una ciudad que puede no ser la mejor, la más glamorosa
ni la más atractiva, pero que es nuestra. Con ello, y tal como nuestros
compatriotas lo hicieron cien años atrás, podremos tal vez fascinarnos
nuevamente por ella, dejando por fin que nos envuelva por completo.
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