Rostros en la multitud

July 5, 2017 | Autor: R. Menzel Otranto | Categoría: French Literature, Poetry, Literatura, Charles Baudelaire, Simbolism
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Descripción





Ce grand malheur, de ne pouvoir être seul en el original.
Ernest-Adolphe-Hyacinthe-Constantin (Flesinga 1802 - París 1892) fue un dibujante y pintor francés. También le dedicó el poema "Sueño parisino", aparecido en Las flores del mal.
Se traduce como 'paseante', 'callejero'. Flânerie ('callejeo', 'vagabundeo') refiere a la actividad propia del flâneur: vagar por las calles, sin rumbo, sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes y las impresiones que le salen al paso.
Engels, F. (1848) Die Lage der arbeitenden Klasse in England, Leipzig: Otto Wigand, p. 36-37, citado por Benjamin, W. (1999 [1939]), p.12.
En itálica en el original.
El Hortulus Animae cun Oratiunculis Aliquibis Superadditis, de Grünninger (N. del T.) Se trata de un libro de oraciones en latín, traducido al alemán y muy popular en los siglos XV y XVI.
En alemán, en el original. Que no se deja leer.
Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, moralista francés del siglo XVIII.
Al respecto, Oscar Wilde escribió un poema breve que ilustra el concepto:
Matar mi juventud con dagas ansiosas; ostentar
la librea extravagante de esta edad mezquina;
dejar que cada mano vil se hunda en mi tesoro;
trenzar mi alma al cabello de una mujer
y ser sólo un siervo de Fortuna. Lo juro,
¡no me agrada! Todo eso es menos para mí
que la fina espuma que se inquieta en el mar,
menos que el vilano sin semilla
en el aire estival. Mejor permanecer lejos
de esos necios que con calumnias se burlan de mi vida,
aunque no me conozcan. Mejor el más modesto techo
para abrigar al peón más abatido
que volver a esa cueva oscura de guerras,
donde mi alma blanca besó por vez primera la boca del pecado.
Caillois, R. (1937). París, mito moderno. Paris: Nouvelle Revue Française, XXV, 284, p. 684.
Valery, P. (1927). La situación en Baudelaire. Citado por Benjamin, W. (1999 [1939]), p. 7.
Director literario del periódico La Presse.
Gaspard la Nuit es un personaje identificado con el diablo, que recorre las calles de Paris, creado por Aloysius Bertrand, seudónimo de Louis-Jacques Napoléon Bertrand (1807-1841).
Baudelaire, Ch. (1980 [1857]). Las Flores del Mal. "Al lector". Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, p. 6.
[Rostros en la Multitud]
El narrador, el lector y los personajes en Los pequeños poemas en prosa de Baudelaire

Taller de LEO II – Prof. Conde - IES Nº 1 Alicia Moreau de JustoPágina 2
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Página 2

Rostros en la multitud
El narrador, el lector y los personajes en Los pequeños poemas en prosa de BaudelaireRoxana Menzel Otranto

El narrador, el lector y los personajes en
Los pequeños poemas en prosa de Baudelaire



Roxana Menzel Otranto






Índice


Introducción: un artista de la vida moderna, pág. 3
El Hombre de la Calle: de la mirada panorámica a la mirada microscópica, pág. 5

Un Poeta en la Ciudad: el narrador como protagonista de lo cotidiano, pág. 7

En Diálogo con el Lector: la relación del creador con el público, pág. 9

Conclusión: el ojo de los gatos, pág. 11

Datos Bibliográficos, pág. 13

Apéndice, pág.14

Introducción: un artista de la vida moderna
En 1840, Edgar Allan Poe publica "El hombre de la multitud", cuento que encabeza con una cita de Jean de La Bruyère: "Qué gran desgracia no poder estar solo". El relato desmenuza magistralmente la masa informe de gente que el narrador –del cual sólo sabemos que convalece de una larga enfermedad– observa pasar del otro lado de la ventana en un café de Londres. Su mirada se detiene en un viejo anónimo que lo obsesiona a punto tal de perseguirlo durante dos noches, para finalmente descubrir que su característica más singular es ser un hombre cualquiera, inclusive el propio narrador.
El poeta simbolista francés menciona esta historia en su ensayo (Baudelaire C. , 2013 [1863]) donde se refiere elogiosamente a la obra de Constantin Guys al tiempo que rinde tributo al gran cuentista estadounidense. Una y otra referencia dan pie al autor para discurrir sobre el arte, el oficio del artista, la naturaleza del genio (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 7) la figura del dandy como símbolo de la resistencia al naturalismo que se asoma y el eje de este trabajo, la multitud, ese actor colectivo que irrumpe en la ciudad moderna.
Creemos que, a diferencia de Poe, Baudelaire le confiere identidad a los hombres y mujeres que encuentra en su vagabundeo por una París iluminada a gas, con amplios bulevares y constantes remodelaciones edilicias, innovaciones llevadas a cabo por impulso del barón Haussmann y que promueven, subsidiariamente, la vida pública y las actividades nocturnas.
¿Es posible que este sibarita indolente, que disfruta de mezclarse en la multitud y que aguza sus sentidos con el espíritu del vino y los adormece en el mullido lecho del láudano, haya creado un narrador capaz de retratar, sin culposa conmiseración ni ánimo redentor, a los miserables que ya habían asomado a la superficie en la novelística de Víctor Hugo? Este es uno de los interrogantes que proponemos.
Asimismo, dado el carácter inclusivo que el propio Baudelaire se atribuye en su obra, en tanto flaneur, queremos ir un poco más allá y preguntarnos sobre el yo poético del escritor y la relación que establece con su lector modelo. Personajes, poeta y público como rostros reconocibles en la multitud.
Para abordar esta empresa, utilizaremos como fuente los Pequeños poemas en prosa o El spleen de París, colección de cincuenta textos publicados póstumamente en 1869, como parte de las obras completas de Baudelaire, por entender que éstos reflejan la intención deliberada del autor de dar cuenta de sus "baños de multitud", con la complicidad de un público que camina junto a él por las calles de la gran ciudad, siendo ora lector, ora protagonista de estas pequeñas historias cotidianas.


2. El Hombre de la Calle: de la mirada panorámica a la mirada microscópica

Ningún tema se ha impuesto con más autoridad a los escritores del siglo XIX que la multitud, una multitud que, gracias a la extensión del hábito de la lectura, comenzaba a organizarse como público y que, por lo tanto, estaba expuesta al halago de los escritores que rápidamente habían comprendido el juego, como Víctor Hugo, como Eugene Sue. (Benjamin, 1999 [1939], pág. 12) Tanto el joven Friedrich Engels como Edgar Allan Poe dieron cuenta de esa masa amorfa, que camina indiferente por la gigantesca Londres del mil ochocientos y tantos.
Está claro que este fenómeno no podía tener otro marco que la ciudad. Baudelaire, a la vez extasiado y reticente, disfruta de este escenario, porque para el poeta la naturaleza ha muerto con el último romántico. A él sólo le provoca desasosiego, mucho más que la multitud, tal como lo expresa en "El ruego del artista":
Y ahora, la profundidad del cielo me consterna; su limpidez me exaspera. La insensibilidad del mar, la inmutabilidad del espectáculo, me rebelan... ¿sufrir eternamente o eternamente huir de lo bello? ¡Naturaleza, maga despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes mis deseos y mi orgullo! El estudio de lo bello es un duelo donde el artista grita de espanto antes de ser vencido. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 10)

Baudelaire va a hacer "botánica al asfalto" (Benjamin, 1972 [1933], pág. 50), en su calidad de fláneur, ese paseante aparentemente ocioso que callejea por la ciudad, observa y luego escribe. (Manzano Arjona, 2002)
Es tan intrínseca la multitud en la poética baudelaireana que no existe en toda su obra ninguna descripción cabal de ella ni de la ciudad que la contiene. Es que "sumergirse en la multitud no es para cualquiera", se requiere una sensibilidad especial para disfrutar de este arte:
Multitud, solitud: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 34)

Precisamente en "Las multitudes", el narrador nos instruye sobre el oficio del poeta, en su doble papel de fláneur y escritor:
El paseante solitario y pensativo obtiene una singular ebriedad en la comunión universal. El que desposa fácilmente a la multitud conoce febriles alegrías, de las que eternamente se verá privado el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, enquistado como un molusco. El adopta todas las profesiones, todas las dichas y todas las miserias que la circunstancia le presenta. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 35)

Esto ya marca una diferencia con el hombre de la multitud de Poe, que no es un fláneur sino un obseso que no disfruta de ese "baño de multitud". Donde Poe siente asco, repugnancia, miedo, el yo lírico que utiliza Baudelaire se mueve como pez en el agua. Es más: siguiendo una idea de Benjamin podríamos aventurar que se trata de una anguila, que recarga su batería con la electricidad del contacto con la muchedumbre.
Por otra parte, el rasgo sobresaliente del hombre de Poe es que puede ser cualquiera al azar, incluso un espejo del narrador:
-Este viejo –dije por fin- representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que "er lässt sich nicht lesen". (Poe, 1956, pág. 250)

Muy distinta es la versión de Baudelaire sobre los transeúntes, se diría que hasta hay cierta complicidad en la mirada, o al menos, una observación más profunda, tal es la conmovedora enunciación que da inicio a "Las viudas".
Vauvenargues dice que en los parques hay senderos sólo frecuentados por la ambición frustrada, los inventores despreciados, las glorias abortadas, los corazones rotos, y todas las almas tumultuosas y cerradas, estremecidas por suspiros, que huyen de la insolente mirada de los felices y los perezosos. En esos sombríos rincones se dan cita los lisiados por la vida.

El ojo experimentado nunca se equivoca. En los rasgos rígidos o abatidos, los ojos sumidos y opacos o donde brillan los últimos relámpagos de la lucha, en las arrugas profundas, en los movimientos lentos o bruscos, descifran de inmediato las innumerables señales del amor engañado, la devoción secreta, los esfuerzos sin recompensa, el hambre y el frío, humilde y silenciosamente soportados. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 37)

Luego de este melancólico preludio, el narrador se detiene en las historias particulares, reales o supuestas, de esas mujeres solitarias que transitan la ciudad:
Era una mujer alta, majestuosa y con aire tan noble que no pude recordar ninguna comparable entre las bellezas aristocráticas del pasado. Destilaba un aroma de elevada virtud. Su rostro, triste y delgado, concordaba perfectamente con el luto riguroso que vestía. Como la plebe, a la que se había mezclado pero que no advertía, también miraba el mundo luminoso y escuchaba moviendo dulcemente la cabeza. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 40)

Son estas pequeñas historias que atraviesan los poemas en prosa donde, creemos, se singulariza la multitud, a la vez que se la universaliza porque son personajes que pueden reconocerse en cualquier gran ciudad. Todas ellas adelantan un tópico del siglo XX: la alienación de la urbe, la conciencia de ser solo entre tanta gente.

Un Poeta en la Ciudad: el narrador como protagonista de lo cotidiano

"No tuvo la vida que merecía", comienza por decir Jean-Paul Sartre en su estudio sobre Baudelaire, en referencia a las estrecheces materiales, a la sífilis y, sobre todo, a la prematura muerte del poeta, para luego dar cuenta de las contradicciones del hombre:
[…] aquel perverso adoptó de una vez por todas la moral más vulgar rigurosa, aquel refinado frecuenta las prostitutas más miserables, […] aquel solitario tiene un miedo horrible a la soledad, nunca sale sin compañía, aspira a un hogar, a una vida familiar; aquel apologista del esfuerzo es un abúlico incapaz de someterse a un trabajo regular, […] ¿Es, pues, tan diferente de la existencia que llevó? ¿Y si hubiese merecido su vida? (Sartre, 1967 [1947], pág. 15)

Lo que no toma en cuenta Sartre, al atravesar el análisis por la psicología del autor, es lo que apunta Gerard Genette con respecto a la poesía:
En la poesía lírica, nos encontramos sin duda con enunciados de realidad y, por tanto, con actos de lenguaje auténticos, pero cuyo origen permanece indeterminado, pues, por esencia, no puede identificarse con certeza el «yo lírico» ni con el poeta en persona ni con otro sujeto determinado alguno. (Genette, 1993, pág. 7)

¿Es Baudelaire quién se coloca dentro de los poemas, tal como propone Sartre, o es una construcción del poeta, su yo lírico? Podemos afirmar que el narrador es el protagonista principal de los poemas, pero no estamos en condiciones de precisar cuánto de este narrador es identificable con Baudelaire.
El spleen, ese taedium vitae, expresión que para Séneca consistía en la inapetencia para la acción y los goces, que suele ser consecuencia de una vida ociosa y entregada al placer, pero que en la versión decimonónica toma el cariz de un agotamiento por la vida, atraviesa su obra. El propio Baudelaire lo explica como "este hastío, extraña afección que es fuente de todas las enfermedades y de todos los miserables progresos". (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 99)
¿Cómo este hombre abismado al abandono y al aislamiento, "condenado a justificar su existencia" (Sartre, 1967 [1947], pág. 35) construye este personaje de lo cotidiano, que se mimetiza con la multitud y contribuye a difundir lo que Roger Caillois denomina el mito de la gran ciudad? Sartre responde a medias esta cuestión: "Quiere agradar y desagradar a la vez, el menor gesto es para el publico." (Sartre, 1967 [1947], pág. 127) Nuevamente, ofrece una opinión desde la psicología y no conforma.
Por su parte, Paul Valéry lo analiza desde el contexto literario:
El problema de Baudelaire podía ser por lo tanto planteado en los siguientes términos: llegar a ser un gran poeta, pero no ser Lamartine ni Hugo ni Musset. No digo que tal propósito fuera en él consciente; pero debía estar necesariamente en Baudelaire y, sobre todo, era esencialmente Baudelaire. Era su razón de estado.

Podemos rastrear esta manifestación del yo baudelaireano a la que hace referencia Valéry en el poema X, "A la una de la mañana":
¡Por fin solo! Lo único que se oye pasar son unos vehículos retrasados y destartalados. Por algunas horas tendremos silencio, ya que no descanso. ¡Por fin! La tiranía del rostro humano ha desaparecido y sufriré solamente por mí. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 27)

"¡Vida horrible, ciudad horrible!", dirá unas líneas más adelante, pero luego reconocerá la exhibición falaz de acciones viles que no cometió y el ocultamiento cobarde de otras travesuras que sí realizó, por lo que vuelve a sembrar la duda sobre dónde están los límites entre el narrador y el escritor.
¡Almas que amé, almas que celebré, fortifíquenme, sosténganme, alejen de mí la mentira y la corrupción del mundo, y vos, mi Dios y Señor, concédeme la gracia de producir unos versos bellos que me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio! (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 28 y 29)

En la invocación final hay a la vez angustia, provocación y artificio, una urgencia por reivindicarse a través de su arte para fundirse en la multitud, pero a la vez una necesidad imperiosa de ser reconocido y singularizado. Baudelaire, el hombre, rehúye la mirada del otro, pero el poeta no puede evitar mirar los ojos de la multitud.

En Diálogo con el Lector: la relación del creador con el público

Señala Walter Benjamin que "Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades" (Benjamin, 1999 [1939], pág. 3) Sin embargo, como el filósofo alemán también apunta certeramente, causa sorpresa que un poeta se dirija a semejante público, el más ingrato y difícil, que está tan inmerso en el spleen como el autor y busca placeres más ligeros e inmediatos.
Benjamin despeja la incógnita al suponer que Baudelaire deseaba ser comprendido por sus semejantes, ser la voz de esa multitud anónima, como se puede corroborar en la "Carta a Arséne Houssaye":
¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia?

Esta obsesión nace de frecuentar las grandes ciudades, del entrecruzamiento de sus incontables relaciones. También usted, mi querido amigo, trató de traducir en canción el grito estridente del vidriero y de expresar en prosa lírica sus desoladoras resonancias cuando atraviesan las altas brumas de la calle y llegan a las buhardillas. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 4)

Como una suerte de Gaspard la Nuit, Baudelaire se propone como una suerte de tesorero nocturno, que guarda todo lo de oscuro, oculto y misterioso que encierra la noche, por lo que ya no necesita apostrofar al "hipócrita lector", como lo había hecho en Les Fleurs du Mal:
¡Es el Tedio! -los ojos preñados de involuntario llanto,
Sueña con patíbulos mientras fuma su pipa,
Tú conoces, lector, este monstruo delicado,
-Hipócrita lector, -mi semejante, -¡mi hermano!

Sin embargo, mientras escribía los poemas reunidos en El spleen de París, Baudelaire tomó varias decisiones conscientes en relación con sus lectores. El autor se propuso escribir un texto accesible tanto para el lector habituado a la prosa como a la poesía, combinando ambas en un género nuevo, la prosa poética.
Anne Jamison ha explorado lo que ella denomina la estética de la transgresión en Baudelaire, esto es, su insistencia en que el arte tiene que sorprender y conmover, para quebrar las restricciones que inevitablemente lo contienen. (Jamison, 2001, pág. 280)
Jamison argumenta que la prosa poética es un género deliberadamente transgresor, uno que rompe nuestras expectativas convencionales de poesía pura o prosa pura, un género que está "permanentemente generando extrañeza al violar aquello que es definido como puro".
Por otra parte, la accesibilidad del texto y la posibilidad de que el lector eligiera leer un poema al azar, dejara el libro y volviera a retomar en cualquier parte y en cualquier momento era un tema crucial, especialmente considerando su opinión sobre la calidad de sus lectores, como vemos en el poema "El perro y el frasco":
Tú también, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, al que jamás hay que ofrecerle perfumes delicados que lo exasperen, sino basura cuidadosamente seleccionada. (Baudelaire, 2014 [1862], pág. 22)

Benjamin nuevamente interviene para considerar que "el lector al cual se dirigía le sería proporcionado por la época siguiente" (Benjamin, 1999 [1939], pág. 3), cuando estén dadas mejores condiciones para la lírica. Lo cierto es que a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la fama de Baudelaire se extendió sin interrupción, constituyendo un extraño fenómeno de masas, siendo uno de los poetas más reeditados y leídos en todo el mundo.

Conclusión: el ojo de los gatos

"¿Qué miras con tanto esmero, qué buscas en los ojos de esta persona? ¿Miras la hora, mortal pródigo y ocioso?", yo respondería sin dudar: "¡Sí, miro la hora; es la eternidad!". (Baudelaire C. , 2014 [1862])

A lo largo del trabajo, fuimos arriesgando posibles respuestas a las preguntas iniciales sobre la base de la bibliografía consultada y los poemas seleccionados. Es momento de recapitular: con respecto a la cuestión acerca de si Baudelaire individualiza los rostros de la multitud consideramos que, a pesar de no utilizar la descripción exhaustiva de otros autores contemporáneos como Víctor Hugo, confiere a sus eventuales compañeros de calle una humanidad que los hace identificables a través de la percepción. Como los chinos que podían conocer la hora exacta al observar el ojo de los gatos, podemos adivinar los rostros de la multitud en la impresión que dejan los protagonistas de los poemas en Baudelaire.
El segundo interrogante indagaba sobre la ubicación del yo poético en su doble rol de voz narrativa y protagonista. La duplicidad de esta función tiene su correlato en la construcción de Baudelaire como personaje de la noche parisina y Baudelaire, el poeta: el primero, se muestra como un dandy solitario y hastiado de la vida, el segundo, celebra el abrazo multitudinario de sus criaturas que a la vez reflejan a sus potenciales lectores y los comprende en una poética rica y plena de vitalidad.
Y con esto llegamos al último punto: cómo establece esta relación con el público. Hay un propósito voluntario de construir un texto accesible y amable que sobrevuela El spleen de París. El uso de un lenguaje sencillo, la apelación a la prosa poética como género, los personajes que surgen de las clases populares, en coincidencia con los cambios sociales en boga. Todo colabora para convocar a un lector no familiarizado con la lírica, y, a la vez, para lograr esa diferenciación con sus contemporáneos. Ambas condiciones le proporcionaron, aunque póstumamente, el reconocimiento literario que tanto ansiaba, a la par de una vigencia permanente en las librerías. Hoy, pocos leen a Musset, pero muchos continúan reconociéndose en los rostros de la masa urbana que retrató Baudelaire.


Datos Bibliográficos


Corpus
Baudelaire, C. (2014 [1862]). El spleen de París (Pequeños Poemas en Prosa). Madrid: Alianza Editorial.
De la obra seleccionamos fragmentos de: "Carta a Arséne Houssaye" (Prólogo del autor, p. 3-5), "El ruego del artista" (Poema III, p. 9), "El perro y el frasco" (Poema VIII, p. 22), "A la una de la mañana" (Poema X, p. 27-29), "Las multitudes" (Poema XII, p. 34-36), "Las viudas" (Poema XIII, p. 37-41) y "El reloj" (Poema XXVI, p. 50).

Bibliografía
Baudelaire, C. (2013 [1863]). El pintor de la vida moderna. Madrid: Taurus.
Benjamin, W. (1972 [1933]). Iluminaciones II - Baudelaire, un poeta en el esplendor del capitalismo. Madrid: Taurus.

Benjamin, W. (1999 [1939]). Sobre algunos temas en Baudelaire. Madrid: Leviatán.
Genette, G. (1993). Ficción y dicción. Barcelona: Lumen.
Hiddleston, J. (1987). Baudelaire and Le Spleen de Paris. Oxford: Clarendon Press.
Jamison, A. (2009). "Any Where Out of this Verse: Baudelaire's Prose Poetics and the Aesthetics of Transgression" en Poetics en passant, Nueva York: Palgrave Macmillan, p. 19-52.

Manzano Arjona, J. (2002). Charles Baudelaire, el poeta de la ciudad. Barcelona: Tindon.org.

Poe, E. (1956). "El hombre de la multitud" en Cuentos Completos I. Bogotá: Círculo de Lectores, p. 241-250.

Sartre, J.-P. (1967 [1947]). Baudelaire. Buenos Aires: Losada.


Apéndice
A ARSÈNE HOUSSAYE

Mi querido amigo, le envío una obrita que no tiene ni pies ni cabeza porque aquí todo es pies y cabeza a la vez, alternativa y recíprocamente. Considere las admirables comodidades que ofrece a todos esta combinación, a usted, a mí y al lector. Podemos cortar donde queremos, yo mi ensueño, usted el manuscrito y el lector su lectura, porque no supedito su esquiva voluntad al hilo interminable de una intriga superflua. Sustraiga una vértebra y los dos trozos de esta tortuosa fantasía se unirán sin esfuerzo. Córtelo en muchos fragmentos y verá que cada cual puede existir separado. Con la esperanza de que algunos de estos pedazos sean lo bastante vívidos para gustarle y divertirlo, me atrevo a dedicarle la serpiente entera.
Tengo una pequeña confesión que hacerle. Hojeando por lo menos una vigésima vez el famoso Gaspard et la Nuit de Aloysius Bertrand (¿acaso un libro que conocemos usted yo y algunos amigos no tiene todo el derecho a ser llamado famoso?) se me ocurrió intentar algo parecido y aplicar a la descripción de la vida moderna -mejor dicho, una vida moderna y más abstracta- el procedimiento que él aplicó a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.
¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia? Esta obsesión nace de frecuentar las grandes ciudades, del entrecruzamiento de sus incontables relaciones. También usted, mi querido amigo, trató de traducir en canción el grito estridente del vidriero y de expresar en prosa lírica sus desoladoras resonancias cuando atraviesan las altas brumas de la calle y llegan a las buhardillas.
A decir verdad, temo que mi celo no me haya traído felicidad. Apenas iniciado el trabajo me di cuenta de que estaba muy lejos de mi misterioso y brillante modelo y que además hacía algo -si puede llamarse algo a esto- singularmente diferente. Este accidente enorgullecería a cualquier otro, pero humilla profundamente a un espíritu para quien el más grande honor del poeta es cumplir exactamente con lo que había proyectado hacer.
Su muy afectuoso
C. B.
III. EL RUEGO DEL ARTISTA
¡Qué penetrantes son los atardeceres de los días de otoño! ¡Penetrantes hasta el dolor! porque hay deliciosas sensaciones donde lo vago no excluye lo intenso; y no hay punta más afilada que la del Infinito.
¡Qué delicia ahogar la mirada en la inmensidad del cielo y el mar! ¡Soledad, silencio, incomparable castidad de lo celeste! una vela pequeña tiembla en el horizonte y en su pequeñez y soledad imita mi irremediable existencia, monótona melodía de las olas, todo piensa en mí y yo pienso en todo (en la magnitud de la ensoñación, el yo se pierde) musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.
Pero tanto los pensamientos que surgen de mí como los que proceden de las cosas, se vuelven en seguida demasiado intensos. La energía en el placer crea malestar y sufrimiento positivo. Mis nervios crispados sólo producen vibraciones estridentes y dolorosas.
Y ahora, la profundidad del cielo me consterna; su limpidez me exaspera. La insensibilidad del mar, la inmutabilidad del espectáculo, me rebelan... ¿sufrir eternamente o eternamente huir de lo bello? ¡Naturaleza, maga despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes mis deseos y mi orgullo! El estudio de lo bello es un duelo donde el artista grita de espanto antes de ser vencido.
VIII. EL PERRO Y EL FRASCO
"Mi lindo perro, mi buen perro, mi querido pichicho, acércate y huele el excelente perfume comprado al mejor perfumista de la ciudad".
Y el perro, meneando la cola, que es, para estos pobres seres, el signo de la risa o la sonrisa, se acerca y pone curioso su nariz húmeda sobre el frasco abierto; luego, retrocediendo de repente con temor, me ladra como reprochándomelo.
-"¡Ah! perro miserable, si te hubiera ofrecido un montón de excrementos lo hubieras husmeado con delicia y hasta lo hubieras comido. Tú también, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, al que jamás hay que ofrecerle perfumes delicados que lo exasperen, sino basura cuidadosamente seleccionada."
X. A LA UNA DE LA MAÑANA
¡Por fin solo! Lo único que se oye pasar son unos vehículos retrasados y destartalados. Por algunas horas tendremos silencio, ya que no descanso. ¡Por fin! La tiranía del rostro humano ha desaparecido y sufriré solamente por mí.
¡Por fin! ¡Ahora puedo descansar en un baño de oscuridad! Ante todo, doble vuelta de llave. Me parece que eso aumentará mi soledad y fortificará las barricadas que actualmente me separan del mundo.
¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitulemos la jornada: haber visto a varios hombres de letras, y uno me preguntó si se podía llegar a Rusia por tierra (sin duda tomaba a Rusia por una isla); haber discutido con un director de revista que a cada objeción respondía "aquí somos gente honesta" lo que significa que los otros diarios están redactados por canallas; haber saludado a una veintena de personas, quince de ellos desconocidos, y sin la precaución de comprar guantes; haber subido, para matar el tiempo durante un chaparrón, a lo de una acróbata que me pidió que le diseñara un traje de venusina; cortejar a un director de teatro que al despedirme dijo: "Tal vez hiciera bien en dirigirse a Z..., que es el más pesado, el más tonto y el más célebre de mis autores; tal vez llegue a algo con él; véalo y después hablamos"; haberme jactado (¿por qué?) de varias acciones viles que nunca cometí y negar cobardemente otras travesuras que ejecuté con alegría, delito de fanfarronada, crimen de respeto humano; rehusar un sencillo favor a un amigo y dar una recomendación escrita a un perfecto estúpido. ¿Habré terminado?
Descontento de todos y descontento de mí, querría redimirme y enorgullecerme en el silencio y la soledad de la noche. ¡Almas que amé, almas que celebré, fortifíquenme, sosténganme, alejen de mí la mentira y la corrupción del mundo, y vos, mi Dios y Señor, concédeme la gracia de producir unos versos bellos que me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio!
XII. LAS MULTITUDES
Sumergirse en la multitud no es para todos: gozar de la muchedumbre es un arte; una francachela de vitalidad a expensas del género humano y sólo puede dársele uno al que el hada inspiró desde la cuna el gusto del disfraz y la máscara, el desprecio por el domicilio y la pasión por viajar.
Multitud, solitud: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada.
El poeta disfruta de ese incomparable privilegio, porque puede ser él mismo y otro, según su voluntad. Como almas errantes que buscan un cuerpo, entra cuando quiere en el personaje de cada quien. Sólo para él, todo está disponible y si ciertos sitios parecen estarle vedados es que a su criterio no vale la pena visitarlos. El paseante solitario y pensativo obtiene una singular ebriedad en la comunión universal. El que desposa fácilmente a la multitud conoce febriles alegrías, de las que eternamente se verá privado el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, enquistado como un molusco. El adopta todas las profesiones, todas las dichas y todas las miserias que la circunstancia le presenta.
Lo que los hombres llaman amor es demasiado pequeño, demasiado restringido y demasiado débil, comparado con la inefable orgía, la santa prostitución del alma que se da entera, poesía y caridad, a lo que imprevistamente aparece, al desconocido que pasa.
A veces es bueno enseñarle a los felices de este mundo, más no sea para humillar un instante su estúpido orgullo, que hay una felicidad superior a la suya, más vasta y más refinada. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros exiliados en el fin del mundo, sin duda algo conocen de esas misteriosas embriagueces; y, en el seno de la vasta familia que su genio creó, a veces deben reírse de quienes los compadecen por su suerte, tan agitada, y por su vida, tan casta.
XIII. LAS VIUDAS
Vauvenargues dice que en los parques hay senderos sólo frecuentados por la ambición frustrada, los inventores despreciados, las glorias abortadas, los corazones rotos, y todas las almas tumultuosas y cerradas, estremecidas por suspiros, que huyen de la insolente mirada de los felices y los perezosos. En esos sombríos rincones se dan cita los lisiados por la vida.
El poeta y el filósofo dirigen allí sus ávidas conjeturas y encuentran pasto seguro porque si hay un sitio que desdeñan visitar es la felicidad de los ricos. Su movimiento en el vacío no ofrece ningún interés. Pero se sienten irresistiblemente atraídos hacia todo lo débil, ruinoso, triste y huérfano.
El ojo experimentado nunca se equivoca. En los rasgos rígidos o abatidos, los ojos sumidos y opacos o donde brillan los últimos relámpagos de la lucha, en las arrugas profundas, en los movimientos lentos o bruscos, descifran de inmediato las innumerables señales del amor engañado, la devoción secreta, los esfuerzos sin recompensa, el hambre y el frío, humilde y silenciosamente soportados.
¿Observaron alguna vez a las viudas sentadas en bancos solitarios? Viudas pobres que es fácil reconocer, vistan o no luto. En el luto del pobre siempre falta algo, cierta ausencia de armonía lo hace más lacerante. Está obligado a regatear con su dolor. El rico en cambio lleva el suyo sin que le falte nada.
¿Cuál es la viuda más triste, la que lleva de su mano un niñito con quien no puede compartir su pensamiento, o la que está completamente sola? No lo sé... Una vez seguí durante horas a una anciana afligida: rígida, tiesa, bajo su chalcito raído, todo su ser irradiaba orgullo de estoica.
Evidentemente, su absoluta soledad la había condenado a los hábitos de un viejo solterón y el carácter masculino de sus costumbres agregaba un agudo misterio a su austeridad. Almorzó cualquier cosa en un café miserable. La seguí hasta una biblioteca y la espié mientras buscaba en los periódicos, con ojos activos y hace mucho quemados por las lágrimas, noticias de poderoso y personal interés.
Finalmente, a la tarde, bajo un encantador cielo de otoño, del que bajan en procesión las penas y los recuerdos, se sentó un poco aparte en un parque a escuchar, lejos del gentío, uno de los conciertos con que la banda del regimiento recompensa al pueblo parisino.
¡Sin duda era ése el pequeño derroche de la anciana inocente (o purificada), el bien ganado consuelo de los largos días sin amigos, sin conversación, sin alegría ni confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, desde hacía muchos años! Trescientos sesenta y cinco veces por año.
Y una más:
Jamás pude contener una mirada -si no universalmente simpática, al menos curiosa- hacia la multitud de parias que se apretujan alrededor del recinto de un concierto público. La orquesta lanza a través de la noche, cantos de fiesta, triunfo y placer. Los vestidos lanzan destellos, las miradas se encuentran, los ociosos, cansados de no hacer nada, se bambolean fingiendo disfrutar, indolentes, de la música. No hay aquí nada que no sea rico y feliz; nada que no respire e inspire despreocupación y placer de vivir la vida; nada, excepto el aspecto de la turba apoyada en el cerco exterior que recoge gratis, por el viento, jirones de música mientras mira la brillante hoguera del interior.
Siempre interesa el reflejo de la alegría de vivir del rico, en la mirada del pobre. Pero ese día, entre medio del pueblo vestido con batones y zapatillas vi un ser cuya nobleza contrastaba poderosamente con la trivialidad circundante.
Era una mujer alta, majestuosa y con aire tan noble que no pude recordar ninguna comparable entre las bellezas aristocráticas del pasado. Destilaba un aroma de elevada virtud. Su rostro, triste y delgado, concordaba perfectamente con el luto riguroso que vestía. Como la plebe, a la que se había mezclado pero que no advertía, también miraba el mundo luminoso y escuchaba moviendo dulcemente la cabeza.
¡Singular visión! Seguramente su pobreza; si es que hay tal pobreza -me dije- no admite una economía rigurosa; la nobleza del rostro me lo afirma ¿por qué entonces permanece allí, donde contrasta con tanta claridad?
Pero creí adivinar la razón cuando pasé cerca de ella impulsado por mi curiosidad. La noble viuda llevaba un niño de la mano, vestido de negro como ella; por módico que fuera el precio de la entrada alcanzaría para pagar una necesidad del pequeño, o mejor incluso algo superfluo como un juguete.
Y habrá vuelto a pie, pensando y soñando, sola, siempre sola, porque el niño es travieso, egoísta, sin dulzura ni paciencia; pero tampoco puede, como un animal, perro o gato, servir de confidente de los dolores solitarios.
XVI. EL RELOJ
Los chinos miran la hora en el ojo de los gatos. Un día, un misionero que paseaba por los alrededores de Nankín se dio cuenta de que había olvidado su reloj y le preguntó la hora a un chico.
Al principio, el chico del Celeste Imperio dudó, después cambió de idea y contestó: "Se lo voy a decir". Poco después volvió trayendo en brazos un gato muy gordo, le miró el centro del ojo y sin dudar afirmó: "Falta poco para el mediodía". Lo que era muy cierto.
En cuanto a mí, si miro a la bella Felina, la tan bien nombrada, que es el honor de su sexo, el orgullo de mi corazón y el aroma de mi espíritu, tanto de noche como de día, a plena luz o en la sombra opaca, en el fondo de sus adorables ojos siempre veo la hora con claridad, la misma siempre, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin división de minutos o segundos -una hora inmóvil que los relojes no marcan, liviana como un suspiro y rápida como una mirada.
Y si algún inoportuno viniera a perturbarme mientras mi mirada descansa sobre este delicioso cuadrante, si algún genio deshonesto e intolerante o algún demonio del contratiempo viniera a decirme: "¿Qué miras con tanto esmero, qué buscas en los ojos de esta persona? ¿Miras la hora, mortal pródigo y ocioso?", yo respondería sin dudar: "¡Sí, miro la hora; es la eternidad!".
¿Verdad, señora, que es éste un madrigal verdaderamente valioso y tan enfático como usted misma? Para ser sincero, sentí tanto placer bordando esta preciosa galantería que no pediré, a cambio, nada.

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