ROJIGUALDA Y SIN LETRA. LOS SÍMBOLOS OFICIALES DE LA NACIÓN ESPAÑOLA

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Descripción

Javier Moreno-Luzón y Xosé M. Núñez-Seixas, “Rojigualda y sin letra. Los símbolos oficiales de la nación”, en Javier Moreno-Luzón y Xosé M. Núñez-Seixas (eds.), Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX, Barcelona, RBA, 2013 (en prensa).

ROJIGUALDA Y SIN LETRA. LOS SÍMBOLOS OFICIALES DE LA NACIÓN Javier Moreno Luzón (Universidad Complutense de Madrid) Xosé M. Núñez Seixas (Ludwig-Maximilians-Universität, Múnich)

A la hora de explorar y analizar imaginarios nacionalistas, los símbolos tienen una importancia difícil de exagerar. Sirven para moldear las identidades nacionales, ayudan en la nacionalización de las poblaciones y legitiman regímenes y movimientos políticos nacionalistas. Algunos de ellos, los símbolos oficiales, se han utilizado para fundir nación y Estado, con resultados heterogéneos (Geisler 2005): pensemos por ejemplo en Alemania, con una identidad nacional sólida pero banderas e himnos cambiantes; o en Gran Bretaña, donde varias naciones o protonaciones se agrupan en un solo Estado con emblemas duraderos asociados a la Monarquía. En todo caso, las redes de significados que entretejen los símbolos no sólo permiten difundir los valores nacionalistas entre los ciudadanos, sino que constituyen también una parte sustancial de las ideologías dedicadas a la afirmación nacional: ilustran, condensan y simplifican los contenidos de las identidades y los idearios nacionalistas, con sus propias visiones del pasado y del presente, pero figuran a la vez entre sus componentes esenciales. Aquí estudiaremos dos símbolos fundamentales para el imaginario españolista a lo largo del siglo XX, la bandera y el himno nacionales. Y lo haremos desde una triple perspectiva. Por un lado, la de su empleo oficial, como representación del Estado y también como instrumento nacionalizador en manos de las autoridades, a través de la escuela o del ejército pero también de rituales y conmemoraciones. Por otro, la de los usos sociales de esos iconos, que les atribuyeron diferentes significados, transformándolos y añadiéndoles toda clase de elementos, en interacción constante con los actores que configuraron el espacio social de los símbolos (Bourdieu 1997). Y, finalmente, la de los conflictos en torno a ellos, tanto entre diversas versiones del nacionalismo español como entre el españolismo y los nacionalismos subestatales. Las trayectorias de la bandera y del himno españoles estuvieron marcadas por notables altibajos, en un proceso dinámico lleno de complicaciones para quienes querían convertir los emblemas del Estado en símbolos nacionales, aceptados como tales por la mayoría de la población. Podemos sintetizar esas trayectorias en una paradoja: fueron símbolos contestados pero resistentes. Contestados porque siempre despertaron rechazo en sectores sociales políticamente movilizados. Los movimientos nacionalistas subestatales protestaron contra ellos de diferentes formas, desde la ignorancia de los preceptos legales hasta la quema de banderas o las agresiones a sus portadores, pasando por los silbidos al himno. Pero dentro del campo españolista tampoco reinó el consenso. Una porción relevante del mismo los identificaba con un régimen político determinado —la Monarquía, la República, una dictadura—y no con la nación. Y resistentes porque, pese a los vaivenes políticos y a esa contestación, dos de sus variantes permanecieron como símbolos oficiales durante la mayor parte del siglo. La bandera rojigualda y la Marcha Real fueron emblemas del Estado español más de nueve décadas, y solamente se prescindió de ellas en el breve intervalo republicano (entre 1931 y 1936 y, en una parte del territorio, de 1936 a 1939). Trataremos de explicar este aparente contrasentido.

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Regeneración nacional y militarización de los símbolos Alrededor de 1900, los símbolos oficiales eran los de la Monarquía constitucional restaurada veinticinco años antes y, como ocurría por entonces en otros Estados monárquicos europeos, la Corona intentaba legitimarse vinculándose a la nación. Lo cual implicó, en los primeros lustros del nuevo siglo, un esfuerzo creciente por nacionalizar su simbología. La bandera roja, amarilla y roja —con la franja central de doble anchura— había sido institucionalizada para su manejo en la marina por Carlos III en 1785 y se había convertido poco a poco en emblema estatal a lo largo del XIX, aunque aún no existía una regulación de su uso fuera de los ámbitos militares (Serrano 1999). Podía aparecer con o sin escudo, y cuando éste se incorporaba solía hacerlo como en las unidades castrenses, es decir, en su versión dinástica simplificada, que incluía tan sólo las armas de Castilla y de León, contracuarteladas y acompañadas en los estandartes del ejército por el escudete de los Borbones españoles y la granada en punta. Menos frecuente resultaba la versión territorial —y por tanto nacional, al margen del régimen monárquico— del escudo, que añadía los cuarteles de Aragón y de Navarra y que habían adoptado tanto José I Bonaparte como el Gobierno Provisional establecido tras la revolución de 1868 (Menéndez Pidal 1999: 211-15). Esta bandera y la Marcha Real se utilizaban en los momentos en que parecía obligado, como en las relaciones exteriores, frente a los símbolos de otros Estados nacionales. Ya en 1915 se reguló la exhibición de la enseña rojigualda en embajadas y consulados (Orden de 19.4.1915). Al mismo tiempo, ambos emblemas disfrutaban de usos sociales muy consolidados. La bandera aparecía en múltiples contextos, como en las plazas de toros y en balcones particulares o en decoraciones de papel durante las fiestas locales, así como en postales o publicaciones de amplia difusión, como la edición de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós que vendió la casa Hernando a partir de 1904. Cuando un grupo de escritores jóvenes encabezado por José Martínez Ruiz —luego Azorín— quiso mostrar su arrojo patriótico en 1903, publicó una revista llamada Alma Española con el título enmarcado por la rojigualda.1 Después de cien años de constante exhibición, el rojo y el amarillo se veían como colores nacionales. El himno se empleaba, ya desde su oficialización como marcha de honores militares en el siglo XVIII, no sólo para saludar la presencia del rey, de la familia real o de algunas autoridades, sino también en actos religiosos. Así lo recogió, por ejemplo, el compositor Joaquín Turina en su obra orquestal Procesión del Rocío (1912). De acuerdo con una práctica que todavía hoy sobrevive, se tocaba en el instante más sagrado de la misa —al alzar a Dios—y, por extensión, en otros momentos solemnes como la recogida del paso que presidía una procesión o la coronación de una imagen. Hasta la actualidad se ejecuta asimismo en la misa asturiana de gaita, todo un subgénero musical.2 Este vínculo confirió a la Marcha Real un contenido, además de monárquico, fuertemente confesional. La escena política de comienzos de siglo estaba marcada por dos fenómenos muy unidos que afectaban a los símbolos. Por una parte, el Desastre – la humillante derrota española en la guerra con Estados Unidos de 1898—desautorizó algunas expresiones patrióticas frecuentes durante ese conflicto colonial e incluso antes, en episodios como el contencioso con Alemania por las islas Carolinas de 1885. Aquellas movilizaciones habían acarreado una gran profusión de banderas rojigualdas en las calles y la popularización de canciones nacionalistas. La más famosa era la Marcha de Cádiz, 1 2

P. O’Jordan, “Introducción” a la edición facsímil de Alma Española, Madrid, Turner, 1978, pp. vii-xiv. Cf. A. Medina, La misa asturiana de gaita, Gijón, Fundación Valdés Salas, 2011.

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extraída de la zarzuela Cádiz. Episodio nacional cómico-lírico-dramático —de Javier de Burgos, Federico Chueca y Joaquín Valverde (1886)— y elevada a la categoría de himno oficioso por su éxito arrollador. Al principiar la centuria todo el mundo renegaba de esta Marcha, tenida por encarnación de un patrioterismo suicida. El poeta Antonio Machado proponía en 1908 no insultar la memoria de los héroes de la epopeya antinapoleónica, cuyo centenario se conmemoraba, haciendo “resurgir aquella profunda inconsciencia que, al son de la marcha de Cádiz nos llevó a perder nuestras colonias”.3 El españolismo se tiñó de seriedad, pues de lo sublime se había pasado a lo ridículo en pocos meses. Por otro lado, la aparición de movimientos políticos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco, y más tarde en Galicia, dio lugar a una pugna pública con los símbolos nacionales. Desde muy pronto se airearon ataques a los españoles en aquellos territorios. Fue el caso de los silbidos a la Marcha Real escuchados en Barcelona en 1899, con motivo de una visita de la escuadra francesa (Blanco y Negro, 29.7.1899), de las protestas contra la rojigualda que ocasionaron la suspensión de los Juegos Florales de la capital catalana en 1902 (El Liberal, 8.5.1902) o de la quema de otra bicolor en Lekeitio en 1905 (El año político, 5.9.1905). Esta situación alarmó a los círculos españolistas y, sobre todo, señaló la entrada en la vida política del ejército, autoproclamado defensor de la patria frente a sus nuevos enemigos: los separatistas de la península, que además sucedían a los cubanos y que en algunos casos —como el de la bandera independentista catalana o estelada— se inspiraron en ellos para forjar sus emblemas. Los militares consideraban cualquier gesto desdeñoso con la enseña oficial un insulto contra ellos y no resultaba infrecuente que exigieran al público que se descubriese a su paso. Una hipersensibilidad trufada de sentido del honor que decidió el destino de los símbolos nacionales, sobre todo de la bandera, durante buena parte del siglo XX. Muchos jefes y oficiales estaban convencidos de que, ante la debilidad del sentimiento nacionalista entre los españoles y el peligro del separatismo, eran ellos quienes debían asumir las tareas de nacionalización que habían descuidado los gobernantes. Lo que la escuela no hacía lo debía hacer el cuartel. El regeneracionismo militar, como otros regeneracionismos de la misma época, asumía la necesidad y la urgencia de fortalecer la identidad nacional, en una suerte de nacionalismo integral reforzado por las experiencias coloniales. Comenzaron así a producirse agresiones militares a centros nacionalistas en Bilbao y en Barcelona, en una escalada que desembocó a fines de 1905 en el asalto a las redacciones de los periódicos catalanistas Cu-Cut! y La Veu de Catalunya por parte de oficiales de la guarnición barcelonesa ofendidos por sus sarcasmos. Ese acto ilegal obtuvo la inmediata solidaridad de otras unidades y del propio rey Alfonso XIII, y forzó la dimisión de un gobierno liberal y el nombramiento de otro dispuesto a negociar con los sublevados, que exigían el castigo efectivo de los delitos contra la patria y el ejército y su adjudicación a los tribunales militares.4 De esa negociación salió la Ley de Jurisdicciones de 1906, un mazazo para la preeminencia del poder civil en el régimen constitucional. Los militares no obtuvieron todo lo que querían, sólo los delitos de opinión contra ellos, pero quedaron penadas las agresiones a los símbolos nacionales. La ley establecía que “los que de palabra, por escrito, por medio de la imprenta, grabado, estampas, alegorías, caricaturas, signos, gritos o alusiones, ultrajaren a la 3

A. Machado, “Nuestro patriotismo y la marcha de Cádiz” [1908], citado en A. Romero Ferrer, Escribir 1812. Memoria histórica y literatura, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2012, p. 199. 4 Véase, por ejemplo, J. Romero Maura, “El ejército español y Cataluña. El incidente del Cu-Cut! y la ley de jurisdicciones, 1905-1906”, en id., La Romana del Diablo. Ensayos sobre la violencia política en España, Madrid, Marcial Pons, 2000, pp. 111-42.

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Nación, a su bandera, himno nacional u otro emblema de su representación serán castigados con la pena de prisión correccional”. A continuación añadía que lo mismo ocurriría a quienes cometiesen iguales delitos contra “regiones, provincias, ciudades y pueblos de España y sus banderas o escudos”.5 Se reconocían pues como símbolos nacionales —no sólo de la Monarquía o del Estado— la bandera y el himno y se les protegía frente a futuras acometidas. No hay muchos datos disponibles sobre la aplicación de esta norma represiva, aunque en Cataluña debió ser importante en coyunturas como la guerra de banderas de 1918-1919 y hubo varios juicios contra bizkaitarras por ese motivo (Abc, 11.9.1915). También se abrió algún proceso por ultraje a la enseña catalana (Abc, 9.5.1908). El nacionalismo español, en su intensa variante militar, mostraba su carácter reactivo y provocaba a su vez un refuerzo del catalanismo, que triunfó en las elecciones generales con la coalición Solidaritat Catalana un año después del episodio de las jurisdicciones. También fue la respuesta a los desafíos catalanistas la que provocó la normalización legal del uso de los símbolos: un gobierno conservador de Antonio Maura, en 1908, obligó a colocar la bandera en los edificios públicos los días de fiesta nacional —básicamente, los hitos del calendario religioso y del monárquico, como las onomásticas y los cumpleaños de los reyes— y mandó arreglar la Marcha Real. El decreto sobre el izado de banderas (25.1.1908) se ha malinterpretado al dar a entender que entonces comenzó a realizarse, cuando lo cierto es que ya se producía en los lugares oficiales con anterioridad y que ahora, ante el incumplimiento de la costumbre por el municipio de Barcelona, se impuso desde arriba. Mientras tanto, diversas asociaciones recreativas de élite —como el Real Sporting Club de Bilbao o la Real Sociedad Colombófila de Cataluña— solicitaban y obtenían permisos para utilizar la bandera nacional adornada con sus siglas (decretos de 17.4.1907 y 4.8.1908), una práctica social de largo recorrido. La preocupación de los militares por las labores nacionalizadoras pudo comprobarse cuando el Ministerio de la Guerra convocó un concurso con el fin de premiar una composición dedicada a la bandera que debía fijarse en las paredes de las escuelas para que los niños la recitaran y así “el culto a la Patria adqui(riese) expresión adecuada”.6 La Salutación galardonada, del escritor nacionalista Sinesio Delgado, era un canto guerrero que ensalzaba la enseña nacional (“¡Salve, Bandera de mi Patria, salve!/y en alto siempre desafía al viento...”) y evocaba hogares campesinos, pobres y católicos puestos bajo su protección. Una orden la introdujo en las aulas, aunque eliminando sus excesivas alusiones a las tumbas y la sangre de los muertos (13.8.1907). No desentonaba en un ambiente cuajado de nacionalismo en el que proliferaban las poesías e himnos a las banderas, como el dirigido a la senyera catalana por Joan Maragall. Y su empleo escolar se sumaba a otros usos educativos de los símbolos españoles. Ya en 1893, un gobierno liberal había ordenado que se colocara el escudo —su versión territorial—en el frontispicio de las escuelas y que en todas ondease a diario la bandera, que tenía que izarse al comienzo de la jornada y arriarse al final. Los maestros habían de fomentar el patriotismo de los alumnos con actividades como desfiles y saludos ante ella. Con ese fin florecieron las oraciones patrióticas y en algunos lugares —como ocurrió en Tortosa en 1902— se celebraron fiestas infantiles de la bandera con odas al estilo de los juegos florales.7 De vez en cuando se proponía la idea de implantar este tipo de festejos en todo el país, según el ejemplo del Empire Day británico (Abc, 26.6.1914). Más aún, incluso en los colegios creados por la sociedad civil, como los que 5

Ley de 23 de abril de 1906, en Gaceta de Madrid, 24.4.1906. 30 de abril de 1906, publicada en la Gaceta de Madrid el 1.5.1906. 7 R. Vergés Pauli, La bandera española en las escuelas, Tortosa, Imp. de José L. Foguet, 1906. 6

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financiaron los emigrantes gallegos, asturianos y castellanos entre 1905 y 1930, las ceremonias ante la bandera —inspiradas en las de los países latinoamericanos— representaron un papel central. Aunque no faltaron las críticas a estos hábitos, con el tiempo se extendieron y los niños escolarizados se familiarizaron con el culto a la enseña nacional, que también promovían los libros de texto de educación cívica (Pozo Andrés 2000). En las primeras décadas del siglo XX, la utilización de los símbolos oficiales se entreveró de militarismo. El himno marcial de Sinesio Delgado se cantó fuera de las escuelas: por ejemplo, en una función de teatro presidida por el rey en 1908 o, con música del maestro Manuel Penella, en los círculos obreros católicos de Valencia8. El empeño nacionalizador del ejército se manifestó asimismo en el fomento de la enseñanza patriótica de los reclutas y, por encima de todo, en la conversión de las juras de bandera, que los soldados realizaban durante su periodo de instrucción, en grandes festivales públicos. Tomando como modelo lo que se hacía en el Imperio alemán, desde 1903 se celebraron en las calles de ciudades y pueblos ceremonias que incluían desfiles, una misa de campaña —con el toque de la Marcha Real y presentación de armas en la eucaristía— y el beso a la enseña (Reales Órdenes del 18 y 28.3.1903). Que no siempre era la rojigualda, puesto que, pese a los esfuerzos uniformadores, algunas unidades conservaron estandartes propios. La fórmula establecida, fiel a las ordenanzas de la época de Carlos III, obligaba al soldado a jurar por Dios y prometer al rey seguir sus banderas y derramar por ellas hasta la última gota de su sangre, sin aludir a la nación como se había hecho en los periodos progresistas del XIX. Ahora se reforzó el simbolismo religioso al formar la bandera una cruz con el sable del oficial, aunque desde 1910 se relevó del juramento a quienes manifestaran problemas de conciencia (Pinto Cebrián 1999: 104-08). Los festejos adquirieron un enorme auge, a veces con añadidos como la condecoración de héroes de las guerras coloniales, y a ellos asistían tanto los escolares como diversas asociaciones civiles. A partir de 1912, cuando se aprobó la ley del servicio militar obligatorio y se acentuó así la nacionalización del ejército, las juras rozaron la categoría de fiestas nacionales. Hasta se estrenó alguna zarzuela llamada La jura de bandera.9 Los reclutas recibían como recuerdo cartillas llenas de expresiones patrióticas donde se recogían cantos como el de Delgado con el objetivo de alimentar el amor a la enseña, sacralizada hasta el paroxismo.10 La exhibición de los símbolos oficiales en actos públicos se asoció también a la figura de Alfonso XIII, convertido por los monárquicos en adalid de la regeneración patria. A su paso, en los numerosos viajes regios, se desplegaban los colores nacionales en arcos, colgaduras y vestimentas. El monarca y sus familiares, siempre acompañados por los acordes de la Marcha Real, participaron con entusiasmo en toda clase de homenajes a la bandera, desde la entrega de estandartes —supuestamente bordados por las reinas, esposas y madres de soldados— a unidades militares hasta la jura, cuyo acto central en Madrid, con miles de figurantes, presidía el rey. Los rituales de reposición o donación de banderas, según las normas fijadas en 1842, invocaban la fidelidad a Dios, la gloria de la nación y al mismo monarca (Pinto Cebrián 1999: 52-53). En las conmemoraciones de mitos nacionales, como las que menudearon entre 1908 y 1914 para señalar el centenario de la Guerra de la Independencia, la socialización de los 8

La función del Teatro Apolo, en Serrano (1999:159); M. Picó Pascual, “La música en los círculos obreros católicos de la Valencia de finales del siglo XIX”, en Revista de Folklore de la Fundación Joaquín Díaz, 294 (2005), http://www.funjdiaz.net/folklore/07ficha.cfm?id=2239. 9 J. Redondo y Menduiña, La jura de la bandera: zarzuela en un acto, Madrid, s.ed., 1912. 10 Véase, como muestra, F. Redondo, Patria y bandera. Dedicado a los soldados del regimiento de Infantería Sicilia núm. 7, San Sebastián, Imprenta de Artes Gráficas-Gutenfelder, 1907.

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símbolos se ligó con la asistencia de la familia real a actos militares, procesiones cívicas en las que desfilaban múltiples organizaciones de la sociedad civil y homenajes a los héroes y heroínas con discursos sobre la enseña rojigualda y monumentos cubiertos por ella (Moreno Luzón 2004). Frente a este fervor militarista y monárquico por los símbolos, el republicanismo rechazó los que consideraba emblemas del régimen, no de la nación. En la prensa y en el Parlamento se planteó a menudo el debate sobre el asunto, con los dinásticos dedicados a demostrar que se trataba de símbolos nacionales y los republicanos poniéndolo en duda. Acerca de la bandera subsistían ciertas ambigüedades. La tricolor —rojo, amarillo y morado— convivía entre los antimonárquicos con la bicolor, utilizada también durante la Primera República, sobre todo cuando se trataba de defender a la patria de los envites catalanistas. El caudillo republicano Alejandro Lerroux se paseaba por las calles de Barcelona con cintas rojas y amarillas en el sombrero, y sus seguidores enarbolaban ambas enseñas. Algunos círculos republicanos de Madrid ostentaban todavía la rojigualda, sustituyendo el escudo —como en 1873— por otro con la corona mural o alguna alegoría. Y al morir el expresidente de la República y jefe de la Solidaritat Catalana Nicolás Salmerón, en septiembre de 1908, su féretro fue envuelto en una enseña bicolor.11 Sobre la Marcha Real había menos dudas. Los republicanos la rechazaban como una música identificada con la dinastía borbónica, extranjera como ella —pues se le atribuía un origen prusiano—y en modo alguno un verdadero himno porque ni siquiera tenía letra. Por ejemplo, El Motín ridiculizaba aquella “antipática melopea”: “Chinda, chinda, tachinda, chinda, chinda...” (24.8.1901). En cambio, a los monárquicos la Marcha les parecía grandiosa y solemne (Heraldo de Madrid, 4.2.1915). No era el único himno nacional sin letra, pues ahí estaba el italiano de los Saboya, otra marcha militar. Y se ajustaba sin duda al modelo de ciudadanía que postulaban desde el poder: obediencia a las autoridades y cumplimiento de obligaciones como el pago de impuestos y el servicio militar. De acuerdo con ese molde jerárquico, el himno debía escucharse en actitud respetuosa, de pie, descubriéndose y en silencio. La comparación con La Marsellesa, el canto preferido del republicanismo español, resultaba inevitable, por cuanto este poseía fuertes connotaciones emocionales, participativas y democráticas. En segundo plano, el Himno de Riego —escrito en homenaje al comandante liberal Rafael del Riego, alzado contra la Monarquía absoluta en 1820, y declarado marcha nacional de ordenanza en 1822— nutría la memoria compartida del progresismo decimonónico. Lo utilizaban sobre todo los republicanos, aunque también los liberales dinásticos en campañas comunes que desempolvaban su raigambre avanzada, como la del bloque de las izquierdas de 1908-1909 (Abc, 5.10.1908) o la de la concentración liberal de 1922 (Abc, 11.6.1922). No obstante, algunos monárquicos advirtieron ya que la falta de versos cantables en el himno nacional suponía una grave carencia de cara a su transformación en un vehículo que excitase las emociones patrióticas y fortaleciera de paso las adhesiones al Estado. Desde entonces, a lo largo de décadas y casi hasta el día de hoy, la búsqueda de una letra para la Marcha Real se convirtió en una especie de obsesión intermitente. Así, el saludo a la bandera de Sinesio Delgado se adaptó a sus acordes, quizá en 1915 o en 1921, aunque no está claro si llegó a cantarse con ella o no. Se hablaba también, y no siempre con seriedad, de otros posibles himnos nacionales, como la jota aragonesa, una música que tenía la ventaja de ser muy popular y de proceder del pueblo heroico de la Guerra de la Independencia, registrándose incluso proposiciones parlamentarias en ese 11

Así lo recordaba el alcalde republicano de Madrid Pedro Rico, en un opúsculo editado originalmente en el exilio en 1950: P. Rico López, Roja, amarilla y morada, A Coruña, ARGA, 2006, p. 13.

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sentido (La Época, 2.2.1915). No era tan extraño, si se piensa que entre los himnos de los nacionalismos subestatales también convivían una variante seria con otra menos solemne e igualmente revestida de valor identitario, caso de la dialéctica vasca entre el canto tradicional Gernikako arbola y el himno nacionalista Gora ta gora, o de la gallega entre el himno formal Os pinos y la muy popular Alborada de Pascual Veiga.

Los símbolos de la Monarquía conservadora y autoritaria Las connotaciones militares y conservadoras de los símbolos oficiales se agudizaron desde los años de la Iª Guerra Mundial. Las crecientes tensiones políticas desgastaron las expectativas de un españolismo monárquico a la vez que liberal y potenciaron en cambio las de su contraparte reaccionaria. El auge de los movimientos obreros y de los nacionalismos subestatales provocó la proliferación de expresiones españolistas que no se limitaban a defender la estructura centralizada del Estado sino que también asociaban a España con la Monarquía católica y con un orden social contrarrevolucionario. A la larga, en el terreno de las identidades los germanófilos ganaron la partida, paradójicamente, a los amigos de los vencedores en la contienda europea. Los republicanos que festejaban la victoria de las democracias silbaban la Marcha Real, a la que Miguel de Unamuno negaba la categoría de himno nacional (El País, 28.11.1918). Pero la principal pugna simbólica se libró a propósito de las campañas por la autonomía que, alentadas por lo que parecía ser un triunfo continental del principio de las nacionalidades, agitaron la política española desde el País Vasco, Galicia y —sobre todo— Cataluña, y ocasionaron una masiva exhibición de los emblemas nacionales. A finales de 1918 y comienzos de 1919, en Barcelona se vivió una auténtica guerra callejera de himnos y banderas. En uno de los bandos, Els segadors complementaba la senyera, y a su lado también aparecía La Marsellesa, signo de la pujanza del catalanismo republicano; en el otro se enarbolaba la bandera española y hubo quien entonó, no sabemos con qué letra, la Marcha Real. Se produjeron choques violentos entre independentistas catalanes —como los militantes del Centre Autonomista de Dependents del Comerç i l’Indústria (CADCI), que seguían a Francesc Macià y ondeaban la estelada— y españolistas de extrema derecha, entre los que figuraban militares y miembros de la efímera Liga Patriótica Española. Cada cual lucía escarapelas y lacitos con las respectivas combinaciones de colores. En los teatros, unos y otros escuchaban cantos patrióticos y con frecuencia las funciones acababan a tiros y estacazos. La Marcha Real coronaba las actuaciones de la polémica cupletista MaryFocela, que interpretaba temas como La sangre de Malasaña para terminar con un rotundo “¡Viva España!” (Moreno Luzón 2006). Hasta que el gobernador prohibió el uso de distintivos no reglamentarios y encerró las banderas oficiales en los centros autorizados (Abc, 29.1.1919). Mientras tanto, en Madrid se orquestaba un homenaje militar a la enseña nacional donde se le estrenó un nuevo himno y en lugares como Caravaca (Murcia) miles de personas se manifestaban tras ella contra el separatismo (Abc, 4.1.1919 y 2.1.1919). Durante la guerra mundial y el periodo de conflictos sociales que la siguió se redujeron los rituales monárquicos en espacios abiertos y la jura de bandera regresó a los patios de los cuarteles. Pero tanto las autoridades como algunas asociaciones nacionalistas promovieron el patriotismo vinculado a las campañas de Marruecos, algo ya muy visible en los años 1909-1913 —por ejemplo, en torno a héroes como el cabo Noval, cuyo monumento en Madrid estaba arropado por una bandera española en piedra— y que ahora se acentuó. Aunque parecía difícil superar el rechazo a una guerra

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que las izquierdas atribuían a los intereses bastardos de oligarcas y militares, la popularidad de las campañas escaló algunos picos, como el que marcó la reconquista del terreno perdido en un nuevo desastre, el de Annual de 1921. Un síntoma de la extensión del nacionalismo bélico podía hallarse en el eco que obtuvieron cuplés y otras canciones que consagraban el culto a la bandera, cumbre tardía de las músicas patrioteras ochocentistas (Serrano 1999). Como La tirana de Trípili de 1911 (“España de mis amores/el día que yo me muera/que me entierren en tu suelo/y me cubra tu bandera”) y La canción del soldado, de 1917 (“Madre de mi corazón/no te dé pesar por mí/que sirviendo a mi bandera/es como te sirvo a ti”), frecuente compañera de la Marcha Real en las expansiones patrióticas. O el archifamoso pasodoble Banderita, de la revista Las corsarias (1919) de Enrique Paradas, Joaquín Jiménez y Francisco Alonso, dedicado a los soldados que morían en África (“Banderita, tú eres roja/Banderita, tú eres gualda,/tienes sangre y tienes oro/en el fondo de tu alma”). Este último logró un éxito abrumador y, convertido en marcha militar o incorporado a su repertorio por las estrellas de la canción española, ha sobrevivido hasta la actualidad (Salaün 1990). Otros testimonios, sin embargo, sugerían que una parte de la población, de origen rural, no tenía aún muy claro cuál era la bandera de España. Muchos inmigrantes gallegos que llegaban al Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires no sabían a qué puerta dirigirse para ser atendidos, pues cada país estaba representado por sus colores.12 La deriva derechista del nacionalismo español cuajó bajo la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, que a partir de septiembre de 1923 intentó forzar una nacionalización definitiva de los ciudadanos mediante su adoctrinamiento a base de valores católicos, imperialistas y antiliberales. Los emblemas oficiales pasaron ya, irremediablemente, a fundirse con la vertiente confesional y autoritaria del españolismo. Nada más iniciar su camino, el Directorio Militar prohibió cualquier bandera que no fuera la nacional rojigualda en edificios públicos de todos los niveles, en buques o en “lugar alguno”, según un decreto (18.9.1923) que, de modo un tanto confuso, también autorizaba la exhibición de “señeras, pendones o banderas tradicionales o históricas” en “ocasiones y lugares adecuados”. Haciendo realidad los deseos frustrados por la Ley de Jurisdicciones de 1906, trasladó al fuero militar las ofensas a los símbolos nacionales, que después se introdujeron en el código penal de 1928. Así pues, se sometieron a consejos de guerra reos acusados de ultrajar a la enseña patria, por promover un escándalo cuando entraba en escena durante la representación de Las corsarias o por arrojarla a un retrete (Abc, 14.3 y 24.7.1925). Para combatir la extensión del independentismo en Cataluña, algo que preocupaba de manera especial al dictador, también se castigaron con multas y privación de derechos las actitudes de resistencia a las normas de uso de la lengua española, la bandera y el himno (Decreto de 17.3.1926). Con la dictadura, los actos de juramento a la bandera de los reclutas volvieron a ocupar calles y plazas, se enriquecieron sus ceremoniales y adquirieron el rango oficial de fiestas nacionales. La Real Orden correspondiente (21.3.1924) les otorgaba esa categoría y exhortaba a las autoridades a procurar el esplendor de los rituales, a izar banderas, disparar salvas y guardar un minuto de silencio “en memoria de los muertos por la Patria”, una de las primeras expresiones españolas del culto a los caídos que se expandió por Europa tras la Gran Guerra. La jura se perfeccionó más adelante (Decreto de 20.2.1927) para efectuarla los domingos, con el fin de favorecer la afluencia de público, y añadir, por boca del capellán castrense, una mención a la patria, ausente con anterioridad (Pinto Cebrián 1999: 108-109). Se le adjuntaron asimismo otros contenidos, como la fiesta de la despedida del soldado. Además, el ejército amplió sus 12

R. Castro López, La emigración en Galicia, A Coruña, Tipografía El Noroeste, 1923.

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competencias nacionalizadoras a través de la acción de los delegados gubernativos y bajo su égida se multiplicaron en todo el país los festejos patrióticos. Entre ellos sobresalían el día de la Raza —fiesta nacional desde 1918—, la del Árbol y la bendición religiosa de las banderas del Somatén, el cuerpo armado auxiliar primorriverista, rojigualdas como la nacional. También la Unión Patriótica, el partido oficial, bendecía sus enseñas, al tiempo que las omnipresentes misas de campaña exaltaban la comunión entre catolicismo y nación. En aquellos fastos participaban los escolares, cuyos libros de texto subrayaban los mismos mensajes nacionalistas que proclamaba el dictador, y los Exploradores de España, la rama española de los Boy Scouts patrocinada por los militares y por la familia real, quienes contaban con sus propias promesas de bandera (Quiroga Fernández de Soto 2008). La Monarquía pasó de nuevo a primer plano, con un remozado papel ceremonial que pudo contemplarse en viajes y desfiles y que recordaba los comienzos del reinado. En 1927, cuando se cumplieron veinticinco años de su jura de la Constitución, Alfonso XIII se opuso a que se montase un gran jubileo. Pero hubo distintas iniciativas patrióticas. El escritor Eduardo Marquina —autor de dramas históricos nacionalistas como Las hijas del Cid (1908) o En Flandes se ha puesto el sol (1910)— confeccionó, de acuerdo con el monarca, doce posibles letras para la Marcha Real, de las cuales el rey eligió tres: “Viva España”, con referencias a los veinte pueblos que compartían la lengua española; otra dedicada a España guiadora; y una tercera a la bandera, estrenada ya en 1921 durante el traslado de los restos del Cid Campeador a la catedral de Burgos (La Época, 21.7.1921) y utilizada quizás con antelación (“Gloria/ gloria, Corona de la Patria /soberana luz/ que es oro en tu Pendón…Púrpura y oro: bandera inmortal;/ En tus colores, juntas, alma y carne están”). Estos versos se cantaron durante la consagración en la misa conmemorativa de las bodas de plata con el trono, fueron emitidas por radio y luego grabadas en discos editados en 1930. Su popularización, por lo tardío de la fecha, resultó escasa.13 El rechazo a los símbolos monárquicos procedía de los protagonistas habituales, republicanos y nacionalistas subestatales, aunque ahora en nuevos escenarios. Como el que enmarcó en junio de 1925 una sonora pitada a la Marcha Real en el campo del Fútbol Club Barcelona, que provocó su clausura durante seis meses por “una actitud de franco insulto para nuestro Himno nacional” (El Imparcial, 25.6.1925). La caída de Primo de Rivera en 1930 supuso la desaparición de algunas de sus controvertidas medidas antiseparatistas. El gobierno del general Dámaso Berenguer, encargado de salvar la Monarquía mediante el regreso a la normalidad constitucional, derogó el famoso decreto de septiembre de 1923 (9.6.1930) y permitió la exhibición de enseñas regionales al establecer que “las señeras, pendones y banderas de significación histórica” pudieran aparecer en rituales públicos y que se izasen “banderas cuyas características hayan sido consagradas por el uso con significación local y regional”, siempre que lo hicieran junto a la española, colocada en lugar preferente. De manera inmediata, la senyera catalana fue repuesta, con improvisación pero también con cierta solemnidad, en la Diputación de Barcelona y en numerosos ayuntamientos de Cataluña, así como en el de Valencia (Abc, 11 y 12.6.1930).

Las dudas simbólicas de la Segunda República

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Real Biblioteca MUS/MSS/1581. Véanse también la Voz, 17.5.1927; La Lectura Dominical, 21.5.1927; y Blanco y Negro, 22.5.1927.

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La rápida politización del espacio público tras la caída de la dictadura fue acompañada por la irrupción callejera de la bandera nacional republicana. Esta era tricolor, de acuerdo con el modelo instaurado por la Revolución Francesa, pues añadía debajo de las dos bandas superiores roja y amarilla una tercera morada —normalmente del mismo grosor que las otras— con medio siglo de arraigo entre las izquierdas españolistas. El morado se identificaba con Castilla y, por extensión, con el mito liberal de la revuelta de los comuneros, que en 1520 se habían levantado en defensa de las libertades ciudadanas contra la tiranía monárquica de Carlos V. No se trataba de una bandera muy distinta, sino que completaba la predominante hasta entonces con referencias liberales y democráticas. En palabras recogidas por un diario republicano sobre la madre del mártir Fermín Galán, uno de los adalides de la fallida sublevación militar antimonárquica de diciembre de 1930, “ha llevado la ofrenda de una franja morada a la invicta bandera de la patria española” (La Libertad, 19.4.1931). La marea republicana del 14 de abril de 1931, tras el triunfo urbano de las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones municipales del día 12, instituyó, sin que hubiera resquicio para una respuesta diferente, la sustitución de una bandera por otra. Unos días después, el 27 de abril, un decreto la certificaba con alusiones a la historia de los colores nacionales, a la revolución popular que había traído el cambio de régimen y a Castilla como “nervio de la nacionalidad”. Y más adelante la novedad se introducía —y era la primera vez que esto pasaba en España— dentro de la Constitución: el artículo primero de la de 1931 rezaba, de forma concisa, que “la bandera de la República española es roja, amarilla y morada”. Si la rojigualda se había ligado a una Monarquía hundida por sus veleidades autoritarias, la tricolor sería el símbolo de la nueva democracia, por lo que las posibilidades de lograr un amplio consenso acerca de emblemas nacionales compartidos se quebraban para mucho tiempo. El gobierno también renovó el escudo, ubicado en el centro de la franja amarilla de la enseña, con la recuperación de las armas territoriales de 1808 y 1868, eliminando el escudete borbónico y restituyendo la corona mural, que encarnaba la idea de autoridad colectiva frente al poder único del monarca. El cambio de bandera oficial dio lugar, no podía ser de otra manera, a alguna que otra polémica. Los sectores conservadores opinaban, desde luego, que habría bastado con sustituir los atributos dinásticos del escudo, como en 1873 (Abc, 18.8.1931). Una postura original —y minoritaria— fue la de Miguel de Unamuno, quien afirmaba que la bicolor había sido la enseña de todos los españoles, monárquicos o republicanos, y que lo mismo debía ocurrir con la tricolor, pues ambas representaban a la patria (El Sol, 6.2.1932). De cualquier modo, la desaparición de las rojigualdas fue fulminante. Empezando por el ejército, que las envió a los museos: una orden firmada por el ministro de la Guerra Manuel Azaña (6.5.1931) aceleró su remplazo. Secularizó además la fórmula de fidelidad de los soldados, que ya no la juraban sino que la prometían, al margen de cualquier ceremonia religiosa. Ahora a los reclutas se les pedía que fueran "fieles a la Nación" y “leales al Gobierno de la República” (Pinto Cebrián 1999: 111). En las escuelas, los maestros debían explicar la sustitución de la bandera y la retirada de los retratos del rey con lecciones de ciudadanía sobre el valor ejemplar del pueblo español, que había decidido pacíficamente su destino. La enseña y el escudo, presentados a menudo junto a una figura femenina —la República— o un león —las virtudes nacionales— aparecieron en los manuales escolares con el fin de fomentar en los niños actitudes respetuosas y patrióticas (Campos Pérez 2010: 87-95). Los colores republicanos, tal y como se comentaban en las aulas, contenían cierta polisemia: simbolizaban la libertad y el progreso humanos, pero también la unidad nacional (Pozo Andrés 2007).

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Con el himno, la historia resultó algo distinta. No se impuso, ni desde abajo ni desde arriba, de un modo tan contundente como la bandera, quizás porque los mismos republicanos albergaban dudas sobre él. Desde el comienzo se utilizó el progresista Himno de Riego, pero dentro del republicanismo había opiniones que lo consideraban de mala calidad, y hasta un tanto populachero. El influyente músico Amadeo Vives, por ejemplo, se refirió a “aquella expresión insubstancial y ‘ratonil’ que lo caracteriza” (La Voz, 7.11.1931). De hecho, a lo largo de 1931 hubo varios intentos de encontrar un nuevo himno nacional. Algunas propuestas obtuvieron bastante eco, como la firmada por el compositor Óscar Esplá y el poeta Manuel Machado, que difundieron un canto rural y civil a la República (Crisol, 30.4.1931). Y se anunció un concurso al efecto, iniciativa del Ayuntamiento de Madrid que asumió el Ministerio de Instrucción Pública (Abc, 8.11.1931). Pero lo provisional se convirtió en definitivo y el uso del Himno de Riego se mantuvo durante los años republicanos, si bien, curiosamente, no llegó a oficializarse en la legislación. Sus versos hablaban de los hijos del Cid dispuestos a morir por la patria, aunque de él se popularizó una letrilla anticlerical muy conocida: “Si los curas y frailes supieran/la paliza que les van a dar…”. La Carmagnole hispánica usurpó aquí el lugar de La Marsellesa y se confundió con ella. Los gobernantes republicanos abolieron la normativa monárquica que protegía los emblemas oficiales pero aprobaron otra que impedía –algo que no había hecho la Monarquía constitucional, aunque sí la dictadura de Primo de Rivera—el uso de símbolos alternativos a los del régimen establecido. La Ley de Defensa de la República (21.10.1931) colocaba, entre los “actos de agresión” al nuevo Estado, la “apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación, y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras”. En consecuencia, la prensa monárquica desgranó noticias sobre multas y clausuras de locales, por parte de los gobernadores civiles, a quienes tocaban la Marcha Real en actos políticos o religiosos (Abc, 2.9,1931, 20.5.1933 y 25.6.1935). También hubo arrestos de militares por escribir artículos en pro de la enseña rojigualda (Informaciones, 12.7.1934) o por quemar la republicana (Luz, 6.8.1932). La persecución de los símbolos de la Monarquía redujo tanto su presencia pública que casi los condenó a la clandestinidad. En realidad, las autoridades de la recién estrenada democracia carecieron de la efectividad y del tiempo necesarios para enraizar los nuevos símbolos oficiales en los sectores no republicanos de la ciudadanía (Radcliff 1997). Las manifestaciones españolistas —como las que se opusieron al Estatuto de Autonomía de Cataluña, protagonizadas en 1932 por actores muy parecidos a los que ya se habían echado a la calle en 1918— emplearon como bandera nacional la tricolor (El Sol, 28.7.1932). Y en 1934 se realizó un serio esfuerzo por infundir valores patrióticos durante la fiesta nacional del 14 de abril. Sin embargo, los emblemas de la República tenían fuertes enemigos en su propio campo. Por un lado, el crecimiento de las expresiones nacionalistas subestatales, aunque el galleguismo y el catalanismo mostraban una mayor aceptación de la bandera tricolor y del Himno de Riego que el nacionalismo vasco, que no compartía la cultura política republicana salvo en grupos minoritarios. Por otro, y de forma más significativa, la competencia de los emblemas de la izquierda obrera, más importantes que los nacionales para el grueso de quienes militaban en partidos de masas que apoyaban al régimen como el socialista. La Internacional y la bandera roja tenían entre ellos más fuerza emotiva que el Himno de Riego y la tricolor. Guerra civil: renacionalización y nuevos significados de los símbolos patrios

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La guerra civil fue presentada por ambos bandos como una pugna por la independencia nacional. Y los simbolos de la nación constituyeron un ingrediente esencial de la movilización bélica (Núñez Seixas 2006; Cruz 2005). En la zona republicana, la suerte de la bandera y la del himno divergieron. En teoría, la enseña de la República fue adoptada por todas las unidades del ejército popular creado en octubre de 1936. Pero muchas milicias enarbolaban sus propias banderas, ya visibles a fines de julio. Sólo las de los partidos liberales, como Izquierda Republicana o Unión Republicana, mostraban la simbología de la República en lugar destacado y empleaban la jura de bandera como vehículo para transmitir emociones patrióticas. Cuando en septiembre los batallones Largo Caballero, Octubre y Margarita Nelken marcharon por el madrileño paseo de la Castellana, portaban “banderas socialistas y comunistas” y al final un gramófono lanzaba los sones de La Internacional y del Himno de Riego (Abc, 5.9.1936). En las milicias heterogéneas, la enseña tricolor tendía a adoptarse como mínimo común denominador. Durante el desfile de la Iª División del Ejército Popular creada en Cataluña, en marzo de 1937, el predominio de la tricolor entre las tropas — aunque no desaparecieran las senyeras ni los estandartes de las distintas organizaciones— fue ya más evidente, al igual que entre el público (Abc, 1.3.1937). Para los republicanos de izquierda y otros sectores gubernamentales, los símbolos de la República eran sin duda los de la auténtica patria, y la tricolor “la bandera de la independencia española”.14 Los esfuerzos por recentralizar la administración y el gobierno, junto con el discurso nacionalizador elaborado por el gabinete del socialista Juan Negrín desde mayo de 1937, también implicaron una acentuada sacralización de la enseña, asociada al “orgullo indomable de la nostra raça”.15 Y por ella se ofrecía la vida, como mostraban relatos de la prensa de trinchera como este: “Alfonso Galeote era el abanderado del batallón y en el avance enarbolaba el pabellón de la República. [...] De pronto, un balazo hizo caer a Alfonso. No se arredró. Incorporándose, cogió de nuevo la bandera y ¡adelante! […] Un tercer balazo le hirió mortalmente pero aún le quedaron arrestos y coraje suficiente para, cogiendo la bandera con las dos manos, levantarla en alto y en supremo esfuerzo clavarla en tierra y caer para siempre. ¡La bandera de España no se arría nunca!”.16 Distinto fue el sino del Himno de Riego: fuera de actos solemnes con intervención de las autoridades, cayó progresivamente en desuso ante el empuje de La Internacional, del anarquista A las barricadas o de otras canciones revolucionarias. Lo reconocía implícitamente Antonio Machado cuando advertía en 1937 que, aunque el pueblo español cantase “los temas más abstractos”, entonara La Marsellesa y gritase ¡Viva Rusia!, no había que llamarse a engaño: seguía siendo patriota.17 ¿Cuál era la situación en la zona rebelde? Al principio reinó una cierta confusión sobre los símbolos. Muchos alzados contra la República blandían la bandera tricolor y varios generales eran reacios a enarbolar la monárquica, ya que postulaban una solución autoritaria dentro de un régimen republicano. Sin embargo, el pacto suscrito días antes del golpe por el general Emilio Mola y la Comunión Tradicionalista implicaba la restauración de la rojigualda como enseña nacional. Tras las semanas iniciales se impuso esa restauración, sancionada por un decreto de la Junta de Defensa Nacional el 15 de agosto de 1936. La norma se justificaba afirmando que, frente a una tricolor partidista, aquella había sido la bandera defendida por varias generaciones de españoles. 14

Manuel Azaña, discurso en el ayuntamiento de Valencia de 21 de enero de 1937, en id., Obras completas, México DF, Oasis, 1966, vol. III., pp. 329-41. 15 Treball, 12.4.1938. 16 Citado en Núñez Seixas (2006: 150). 17 A. Machado, “Sigue hablando Mairena a sus alumnos”, Hora de España, III (marzo 1937), pp. 5-12.

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En las poblaciones bajo dominio de los sublevados se celebraron entonces solemnes ceremonias de reposición de la bicolor (Box 2010: 287-90). Pero esa bandera tenía muchos himnos. Mientras en unas localidades concluía el acto con el falangista Cara al sol, en otras se imponían músicas religiosas o una selección de “himnos patrióticos”, incluyendo a veces el pasodoble Banderita (Abc, 18.8.1937). En septiembre, una orden (13.9.1936) implantaba también una fórmula de juramento a la bandera similar a la de la dictadura primorriverista, sustituyendo al rey por España y destacando la defensa del “honor e independencia de la Patria, y del orden dentro de ella” (Pinto Cebrián 1999: 111-12). A eso se añadieron meses después nuevas disposiciones acerca de los cuartos de banderas en los cuarteles, así como sobre la presencia de la rojigualda y del lema Todo por la patria en su fachada (BOE 21.1.1937). Y los primeros manuales escolares franquistas incluían ilustraciones con los símbolos, así como relatos que aleccionaban a los niños acerca del respeto que debían observar ante ellos. La matrona liberal fue sustituida por la Madre España, que sostenía escudo y bandera; y el león ahora encarnaba a la raza (Campos Pérez 2010: 137-38, 146-48). Las normas no acabaron con la multiplicidad de banderas. Junto a las rojinegras de Falange Española y las blancas y las rojigualdas con distintos motivos de los tercios requetés se podían encontrar esporádicamente enseñas regionales —como la navarra— y pendones religiosos.18 Los tradicionalistas veían en la bicolor un símbolo de restauración monárquica y católica a la vez que patriótica. Y los falangistas no tuvieron grandes problemas a la hora de aceptarla: para el escritor fascista Dionisio Ridruejo, la extensión de la rojigualda había sido “hecho espontáneo y generalizado antes de ser decreto legal”.19 La prensa falangista consideraba que la enseña rojinegra simbolizaba el sacrificio revolucionario de una nueva generación por la patria, representada por la tradicional rojigualda, cuya preeminencia apenas se discutía. Más adelante el escudo republicano —denostado por “afrancesado” y por su corona mural— se sustituyó no por el de la Monarquía borbónica sino por otro distinto, seña del Nuevo Estado (decreto del 2.2.1938). Lo elaboró un equipo designado por el jerarca Ramón Serrano Suñer y del que formaba parte Ridruejo, que se inspiró en la heráldica de los Reyes Católicos y los Austrias e incorporó reminiscencias imperiales (el águila de San Juan), así como el yugo y las flechas, además del lema falangista “Una, Grande, Libre”.20 Su institucionalización, empero, todavía fue lenta. Hasta el 30 de abril de 1940 no se definieron los modelos de banderas y escudos de las distintas unidades militares; y la versión detallada de los emblemas y enseñas de organismos del Estado, cargos y cuerpos castrenses no fue publicada hasta octubre de 1945 (BOE 12.10.1945). Los himnos de la zona sublevada se caracterizaron por una gran variedad e inestabilidad. En las fiestas de retaguardia predominaba la algarabía: se cantaban el Oriamendi carlista, el Cara al Sol, el himno de la Legión y pasodobles varios, acompañados de canciones regionales. A menudo surgían disputas simbólicas locales, según el número de falangistas o requetés presentes.21 Si había consenso sobre la bandera rojigualda, al principio incluso los tradicionalistas abrigaban dudas sobre la Marcha Real. Román Oyarzun escribía así en octubre de 1936 que, ante la escasa prestancia guerrera de la Marcha Real por su carácter “pobre y ramplón”, la Junta de Burgos debía abrir un concurso entre artistas y músicos para componer un nuevo himno 18

Cf. J. M. Peña López y J. L. Alonso González, La guerra civil y sus banderas: 1936-1939, Madrid, Agualarga, 2004, pp. 53-78. 19 D. Ridruejo, Con fuego y con raíces. Casi unas memorias, Barcelona: Planeta, 1976, p. 77. 20 Testimonio de Joaquín Satrústegui, en Abc, 28.2.1980; Menéndez Pidal (1999: 219-20). 21 Véase, por ejemplo, J. Augusto, Jornal de um correspondente da guerra em Espanha (Crónicas de reportagem), Lisboa, Empresa Nacional de Publicidade, 1936, p. 104.

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“vibrante, majestuoso, solemne, digno de España, sobre todo digno de la nueva España”.22 Pero en el tradicionalismo y en otros sectores de la coalición sublevada se impuso pronto la restauración de la Marcha Real, vista como un himno conciliador de sensibilidades patrióticas en torno a un común denominador: Historia, religión y tradición (La Voz de España, 12.12.1936). Como resumía el periodista monárquico F. Javier de Arvizu, aquélla expresaba de forma “vibrante y mayestática […] nuestra condición de españoles” al anunciar “la llegada del Rey, encarnación suprema de la Patria, símbolo permanente de la España de ayer, de hoy y de mañana”; aunque también era la “Marcha de Dios”, cuyos compases “han saludado siempre en nuestra Patria a la Hostia Santa en los momentos inefables de la elevación” (Abc, 30.12.1936). Al final consiguieron su propósito. La Marcha Real fue repuesta como himno nacional por un decreto de 27 de febrero de 1937. Se debía escuchar de pie, en silencio y brazo en alto. El Cara al Sol, el Oriamendi y el himno de la Legión recibieron el rango de himnos subordinados, lo que también incluía la obligación de escucharlos en pie y de forma respetuosa. En mayo, además, en algunos periódicos se hizo pública una nueva letra, obra del escritor monárquico fascistizado José María Pemán. Este habría recibido el encargo del propio Francisco Franco, quien lamentaba que la Marcha Real careciese de suficiente fuerza emotiva. La letra de Pemán retomaba con ligeros retoques la que él mismo había compuesto en 1928 y aunaba la glorificación del imperio ultramarino (“por el azul del mar/el caminar del sol”), la idea de nuevo comienzo (“vuelve a resurgir”) y una vaga alusión al saludo falangista (“alzad los brazos hijos del pueblo español” en lugar del “alzad la frente” de diez años antes) y al trabajo y la solidaridad en las tareas de reconstrucción (“los yunques y las ruedas cantan al compás”), en una empresa presidida por Dios (“nuevos himnos de fe”).23 Empero, el hecho de que la letra del himno nunca fuese oficializada por decreto sembraba dudas sobre la obligatoriedad de su uso y de su aprendizaje en las escuelas. Las ceremonias patrióticas incluían la Marcha Real al principio o al final, pero siempre sin letra. Y el falangista Sindicato Español del Magisterio proponía en abril de 1938 otra alternativa, obra de J. Beltrán (“¡Gloria! ¡Gloria! Repitan los clarines/ con clamor triunfal./ ¡Tu gloria es inmortal!), para difundir en las escuelas.24 Los conflictos acerca de la preeminencia de la Marcha Real sobre los demás cantos tardaron años en desaparecer. A ella se oponían sobre todo los falangistas, que la identificaban con la caduca Monarquía. De hecho, entre los objetivos que se marcaba la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda en octubre de 1936 estaba el popularizar el Cara al Sol en los frentes y la retaguardia, y asimismo que fuese cantado en las escuelas.25 Entre 1937 y 1940 menudearon los actos de boicot al himno oficial: los jerarcas de Falange permanecían sentados o entonaban el Cara al sol cuando sonaban sus notas, dando lugar a incidentes variopintos (Box 2010: 302-03). Frente a ello, los medios monárquicos publicaron varios llamamientos para que se respetase. Al ser la Cruzada “española y tradicional”, no podía tener un mejor himno que condensase la “presencia eucarística del alma de la Patria” (Abc, 30.6.1937 y 29.8.1937). Mas el fin de la guerra no terminó con las reticencias falangistas. En las expediciones de voluntarios de la División Azul a Rusia en julio de 1941, “al ser tocado el Himno Nacional […] en vez de escucharlo en la forma debida en algunos vagones cantaron el himno de

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Román Oyarzun, “La bandera y el himno de España”, La Voz de España, 8.10.1936. Véase J.Mª Pemán, Mis encuentros con Franco, Barcelona, Mundo Actual, 1976, pp. 66-67. 24 “Himno Nacional”, Unidad, 26.4.1938. 25 “Cómo funciona la Jefatura Nacional de Prensa y Propaganda”, Unidad, 29.10.1936. 23

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Falange”26. Quizás para liquidar este tipo de conflictos, el 17 de agosto de 1942 un nuevo decreto exhortó a que se dieran los honores debidos a la Marcha Real. Sin embargo, no se trataba de una vuelta pura y simple a los símbolos de la Monarquía. Las interpretaciones franquistas buscaban entroncar con tradiciones anteriores e incardinar los emblemas en una restauración patriótica y autoritaria de la identidad nacional, íntimamente vinculada a la fe católica (Box 2010: 296-297). La bandera se denominaba bicolor o rojigualda, pero nunca monárquica. Y su puesta en escena respondía al mismo aliento nacionalista: por ejemplo, la nueva fórmula de bendición de la bandera (4.7.1941) recuperaba el ritual religioso, pero en la alocución reglamentaria sólo se invocaba el “símbolo sagrado de la Patria inmortal” (Pinto Cebrián 1999: 58-59). Además de definir los emblemas, había que difundirlos en la retaguardia a través de una pedagogía renovada. Empero, en las primeras disposiciones, dictadas por los alcaldes y gobernadores civiles de la España franquista, acerca de la inauguración del curso escolar 1936/37, no se prestaba excesiva atención a esos aspectos y se otorgaba prioridad sobre todo a la reposición de crucifijos en las aulas y a la reintroducción de rezos y cantos religiosos. La circular del Ministerio de Educación Nacional del 5 de marzo de 1938 alentaba a crear en las escuelas un “ambiente patriótico". De modo paralelo, desde agosto de 1936 la imaginería españolista invadía todos los ámbitos de la vida cotidiana, desde la propaganda comercial hasta corridas de toros.27 Así se mantenía la movilización social proautoritaria: la prensa exhortaba a escuchar respetuosamente los himnos, saludar a la bandera o portar escarapelas rojigualdas. No hacerlo era incurrir en “delito de lesa patria” (Faro de Vigo, 9.9.1936). El franquismo: símbolos oficiales y oficiosos El primer franquismo recuperó para el sistema educativo buena parte de las prácticas oficiales decretadas por los gobiernos de la Monarquía y amplió sus contenidos nacionalistas. En las Normas para la escuela primaria de 6 de mayo de 1939 se recogía la obligatoriedad “de colocar la Bandera antes de empezar las clases y arriarla al terminar, mientras se entona el Himno Nacional”. Y las reglas de octubre de 1940 sobre enseñanzas medias instaban a celebrar en los institutos “con el esplendor posible las fiestas nacionales” (Mayordomo y Fernández Soria 1993: 146-49). La ley de 6 de diciembre del mismo año adjudicaba a Falange la educación política, cívica y física, siempre que se atuviese a la ortodoxia católica, facultando para ello al Frente de Juventudes y a la Sección Femenina. Los falangistas tenían a su cargo la asignatura Formación del Espíritu Nacional, que reunía desde 1945 las actividades de adoctrinamiento ideológico y premilitar. La nueva ley educativa de 17 de julio de 1945, que consagraba el predominio católico sobre los programas escolares, no incluía indicaciones acerca de banderas e himnos; mientras que en los manuales abundaban las referencias a la enseña y al escudo de España, pero no a su uso en ceremonias.28 Con todo, en los años cincuenta las orientaciones pedagógicas para los maestros seguían

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Informe del comandante Mariano del Prado, Grafenwöhr, 21.7.1941, Archivo General Militar, Ávila, 2005/272/23. 27 Véase J.C. Rodríguez Centeno, Anuncios para una guerra. Política y vida cotidiana en Sevilla durante la guerra civil, Sevilla, NosDo/ Ayuntamiento de Sevilla, 2003. 28 Cf. Enciclopedia Escolar en Dibujos. Grado Superior, Madrid, Afrodisio Aguado, 1941, y A. Fernández, Enciclopedia Práctica. Grado Medio, Barcelona, Miguel A. Salvatella, 1948 [5ª ed].

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incidiendo en la importancia de los símbolos “para llevar al conocimiento del niño una idea primaria de la patria”29. El interés por los ceremoniales que fomentaban el culto a las banderas y el canto de himnos provenía sobre todo del falangismo. Por ejemplo, las instrucciones del Frente de Juventudes instaban a conmemorar fechas señaladas de la historia del Movimiento y a educar a los jóvenes en el patriotismo, el servicio y la jerarquía por medio de rituales específicos. Una circular de noviembre de 1944 recomendaba izar y arriar la bandera española y las del Movimiento todos los días. Al elevarla se cantarían de forma rotatoria el Cara al sol, el Oriamendi y el Prietas las filas; la máxima autoridad izaría la rojigualda y los alumnos más destacados las demás enseñas; se daría la voz “Por el imperio hacia Dios. ¡Viva Franco!”, y se corearía un “¡Arriba España!” Seguidamente se comentaría la consigna del día. Al acabar las clases se arriarían las banderas, se cantaría el himno nacional y se corearían las consignas “Viva Franco” y “Arriba España”, seguidas de dos oraciones y del recuerdo a los caídos (Mayordomo y Fernández Soria 1993: 188-189). Diez años después la normativa era similar, pero había desaparecido de ella, significativamente, el himno español (Cruz Orozco 2001: 181182). No obstante, la aplicación de las normas resultó muy irregular y decayó de manera acusada desde los años cincuenta. Ya en noviembre de 1943 los falangistas lamentaban que muchos centros privados —religiosos— prescindieran de ceremoniales, banderas e himnos.30 Y ni siquiera en las escuelas públicas existía un patrón regular. Un maestro que ejerció en varias provincias entre 1938 y 1959 recordaba que sus alumnos se limitaban a cantar el Cara al sol o “algún himno de los legionarios”, además de un "Padre Nuestro al entrar”; pero que cuando trabajó en Huelva tuvo que cumplir los rituales con banderas por insistencia del director.31 El propio Frente de Juventudes comprobó entrados los años sesenta que el grado de cumplimiento de sus instrucciones relativas a la Formación del espíritu nacional era minoritario en la enseñanza pública y casi nulo en la privada (Cruz Orozco 2001: 222-24). Falange seguía sin mostrar, además, un entusiasmo excesivo por el himno nacional. A mediados de la década de los cincuenta, un texto de formación política de la Sección Femenina afirmaba que dos composiciones representaban a España, la “Marcha Real o granadera y el Cara al Sol”. De la primera se recordaba su “origen germánico” y su incapacidad para generar empatía patriótica: “Más bien que un himno nacional, es […] una marcha Real para acompañar la presencia del Rey o del Caudillo. [...] Como no tiene letra, el pueblo no se siente incorporado a él más que de una manera pasiva”. Así pues, el “verdadero himno popular de España” era el Cara al sol, "el que cantan los españoles, sean o no falangistas, en la gloria y en el peligro".32 Quizás por ello, el Cara al sol se impuso como himno nacional sustitutorio entre los partidarios del régimen en sus horas crepusculares.33 Y para incrementar la confusión, de la Marcha Real se aprendían, además, en muchas escuelas hasta cuatro letras: la de Marquina, la de Pemán, una llamada ¡Patria mía! y otra más de tinte religioso: “La Virgen María/ es

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Por ejemplo, F. Izquierdo, “Iniciación político-social. De los símbolos”, Vida Escolar, 2 (1958), pp. 3233. 30 “Izar y arriar banderas”, Mandos. Revista general del Frente de Juventudes, 23 (1943), pp. 274-75. 31 Testimonio de Manuel González García, citado en V. Guichot Reina, "La cultura escolar del franquismo a través de la Historia Oral", Cuestiones Pedagógicas, 20 (2009/2010), pp. 215-45. 32 Formación política. Lecciones para las Flechas, Madrid, Sección Femenina de FET y de las JONS, s. f. [ca. 1955], 6ª ed., pp. 36-37. 33 Por ejemplo, en 1974 un lector de Abc (4.10.1974) lamentaba el uso que se hacía del himno falangista cada vez que se quería mostrar “fervor patriótico”, en vez de recurrir a la Marcha Real.

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nuestra protectora,/ nuestra defensora,/ no hay nada que temer./ Guerra al mundo,/ al demonio y la carne./ Guerra, guerra, guerra/ contra Lucifer”.34 Con todo, algunos testimonios de personas nacidas en los años cincuenta y escolarizadas en ese período también sugieren que, con limitaciones, los ritos nacionalistas también conseguían algunos de sus objetivos. Pero los cantos más recordados son los de Falange: “Puestos en fila, cantando canciones patrióticas [...] a los niños del franquismo nos hacían emocionarnos cantando ‘Montañas Nevadas’”. Pese a que las letras eran “duritas y retorcidas”, lo marcial de la música y los ceremoniales creaban empatía. Un antiguo alumno de una escuela rural de Cáceres en los cincuenta recuerda el “entusiasmo tremendo” con el que se cantaba el Cara al sol todas las mañanas: “peleábamos por ser cada uno de nosotros el encargado de izar la bandera […]. Lo que representaba no estaba a nuestro alcance. Lo que nos gustaba era la parafernalia que se establecía alrededor”.35 En la escuela primaria, los alumnos interiorizaban rápidamente, además, dos cosas: el mapa y los colores de la bandera.36 La Marcha Real y la enseña bicolor nunca fueron aceptadas allí donde los símbolos nacionales alternativos tenían un profundo arraigo social o donde se mantenía la fidelidad consciente a la República. Pero el uso de la rojigualda se extendió de modo informal en ámbitos públicos y parcialmente privados al margen de connotaciones políticas. Fiestas populares, verbenas o celebraciones deportivas la acogían sin mayores problemas. Otro indicador de que la lluvia fina del sistema educativo había logrado una progresiva banalización de los emblemas oficiales podía encontrarse en la perspectiva de los miles de emigrantes que se ausentaron de España entre 1947 y 1970. Muchos de ellos aceptaron como símbolos propios la bandera bicolor, la Marcha Real y otros elementos que identificaban en la lejanía con España, sin más connotaciones (Fuertes Muñoz 2012: 297-98). Y no siempre entendían, en Argentina o en Francia, el rechazo a esos símbolos de las asociaciones con fuerte presencia de exiliados o inmigrantes de anteguerra. Por otro lado, en el tardofranquismo algunas composiciones de éxito ayudaron también a trivializar la identidad nacional, transformándose en himnos extraoficiales. Sin duda, la pieza más conocida fue Que viva España (1973), del cantante Manolo Escobar, cuya letra mezcla la evocación nostálgica, un ambiente pseudoandaluz (fandanguillos y alegrías) y alusiones a los toros (así como al torero como “hidalgo español”), con un estribillo pegadizo y polivalente. También algunos temas de música pop aludieron obsesivamente a la palabra España, caso de Mi querida España (1974), de la malograda Cecilia, o En el nombre de España, paz, poema de Blas de Otero versionado por el grupo Jarcha en 1977, que expresaban un lamento por un país atrasado y cainita. Por el contrario, el Himno de Riego se convirtió en una reliquia del pasado que ni siquiera era popular en los círculos antifranquistas, donde imperaban las adhesiones a símbolos internacionalistas o de partido. El apego por la bandera de la República subsistía sobre todo entre quienes se habían socializado políticamente en los años treinta —que, como el escritor Jorge Semprún, querían ser enterrados con la tricolor—, pero no en las nuevas generaciones. Si catalanistas y galleguistas desplegaban senyeras y blanquiazules en cuanto surgía una oportunidad y, desde principios los años sesenta, los jóvenes nacionalistas vascos colocaban ikurriñas en lugares de difícil acceso, era mucho 34

Cf. A. Sopeña Monsalvo, El florido pensil. Memoria de la escuela nacionalcatólica, Barcelona, Crítica, 1994, pp. 221-22. 35 Testimonios en Fuertes Muñoz (2012: 288) y J. L. Rodríguez Mera, Recuerdos escolares (I), manuscrito inédito (2012), p. 1. 36 I. Carrión (comp.), Querido Señor Rey...(Cartas al Rey de los niños españoles), Madrid, Ediciones 99, 1976.

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menos frecuente que actos semejantes estuviesen protagonizados por enseñas republicanas. Sólo a principios de los setenta se produjeron detenciones esporádicas de manifestantes por llevarlas, o de universitarios acusados de colocarlas en algunas facultades (Abc, 30.4.1971). La tricolor se veneraba sobre todo en los medios republicanos del exilio, como símbolo de la continuidad del régimen de 1931.37 Aun así, fue más longeva que el Himno de Riego. De hecho, muchos exiliados fueron recibidos a su vuelta a España con la bandera pero sin el himno: cuando el último presidente de la República transterrada, José Maldonado, arribó a la estación de Oviedo en 1977, fue saludado con tricolores, puños en alto... y La Internacional (El País, 12.2.1985). En cambio, los símbolos de las naciones sin Estado, y otros emblemas regionales a los que no necesariamente se les atribuía un significado opuesto al español, actuaban como denominador común en sus respectivos territorios. Las banderas y los himnos nacionales (Els segadors u Os pinos) fueron compartidos por toda la oposición. Pues ante todo representaban la solidaridad con los oprimidos, con las víctimas de la represión política sobre las culturas proscritas. El régimen de Franco no había emitido una legislación tan detallada y obsesiva contra ellos como su antecesor primorriverista, pero cualquier alusión a su existencia podía provocar incidentes. Uno de los más conocidos sucedió en el Palau de la Música Catalana, en la Barcelona de 1960, cuando los asistentes desafiaron a varios ministros al entonar el Cant de la Senyera de Maragall, lo cual provocó varias detenciones y condenas, entre ellas la de un joven Jordi Pujol. En los últimos años de la dictadura la exhibición de los símbolos de los nacionalismos subestatales creció de manera imparable. Sin embargo, el antifranquismo carecía de emblemas nacionales españoles poderosos o suficientemente emotivos; y entre sus seguidores imperaba un notable malestar hacia los oficiales del Estado. Desasosiego que se vinculaba con las dificultades para atribuirles un contenido cívico y positivo. Transición y democracia: símbolos consensuados, prácticas conflictivas A la muerte del dictador, la bandera republicana resurgió brevemente como emblema de las izquierdas opuestas a una Monarquía heredera del franquismo. El 14 de abril de 1976, por ejemplo, aparecieron en varias ciudades enseñas tricolores, retiradas de inmediato por las autoridades (Abc, 15.4.1976). La exhibición de esta bandera estuvo prohibida durante los primeros años de la transición y en ocasiones su mero tremolar en una manifestación desencadenaba una carga policial. Así ocurrió en Alicante en julio de 1976, aunque los asistentes portaran en su mayoría enseñas rojas y senyeras (Abc, 20.7.1976). Mientras se toleraban las enseñas regionales desde fines de 1976, las tricolores se toparon con el encono de los gobiernos monárquicos de Carlos Arias Navarro y Adolfo Suárez, preocupados por proteger a la Corona. Los más reformistas de sus ministros veían en ella la garantía de una democratización ordenada, y en la memoria de la República la amenaza del caos. Los principales partidos izquierdistas estaban legalizados para las elecciones generales de junio de 1977, pero los republicanos tuvieron que esperar varios meses más. Con todo, algunos grupos radicales sí mostraban cierta querencia por la tricolor, como el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), fundado en 1973, o el Movimiento Comunista surgido en 1975. Igualmente, en sindicatos como la Unión General de Trabajadores y Comisiones Obreras su uso estaba bastante extendido, para conciliar tal vez las distintas sensibilidades políticas de sus afiliados. 37

A. Duarte, El otoño de un ideal. El republicanismo histórico español y su declive en el exilio de 1939, Madrid: Alianza, 2009, pp. 303-31.

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Sin embargo, la restauración de la bandera republicana se reveló pronto como una opción inviable para las izquierdas mayoritarias. Renunciar a ella y aceptar el horizonte de una Monarquía constitucional constituyeron dos peajes necesarios para su integración en la nueva democracia, pagados sin excesivo sufrimiento. Así lo hizo el Partido Comunista de España (PCE), legalizado el 9 de abril de 1977. Pese a la oposición de parte de la militancia, su Comité Central acordó una semana después mostrar la enseña “del Estado que nos reconoce” al lado de la roja en todos sus actos, pues aquel pabellón no podía entregarse “a los que quieren impedir el paso pacífico a la democracia”. Eso se unía a la aceptación de la Monarquía —siempre que fuese democrática— y a la defensa de la “unidad de nuestra Patria común”, compatible con el reconocimiento de sus nacionalidades, pueblos y regiones (El País, 16.4.1977). Su secretario general Santiago Carrillo añadió que “nosotros no corremos el riesgo de una guerra civil por un color” y recordó que su identificación con la republicana era relativa: “con la bandera del color morado se efectuó la represión de octubre de 1934”. A su juicio, la rojigualda ya era la enseña de España: “y España no son los reaccionarios” (El País, 24.4.1977). El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) tampoco convirtió la bandera de la República en casus belli. Lo demostró en su XXVII Congreso, celebrado en Madrid en diciembre de 1976. Durante la clausura, un militante enarboló una tricolor y, jaleado por sus compañeros, intentó colocarla en la mesa presidencial ante la incomodidad de sus miembros. El incidente se disipó cuando alguien entonó La Internacional puño en alto y fue secundado por los congresistas (Abc, 9.12.1976). La cuestión se plantearía en más ocasiones. En septiembre de 1977, el palacio de congresos madrileño denegó el recinto a las Juventudes Socialistas (JJ.SS.) para su XIII Congreso, pues en la cabecera figuraba una gran tricolor que se negaron a retirar (El País, 29.9.1977). Pero ese gesto fue rápidamente contrarrestado por los dirigentes del partido, que se distanciaron de la simbología republicana para incorporarse al nuevo sistema político. Pocos días después, los delegados al congreso provincial de las JJ. SS. en Guadalajara rechazaron que la tricolor lo presidiese (Abc, 4.10.1977). Durante la campaña electoral de marzo de 1979 la enseña republicana todavía se desplegó en algunos mítines socialistas. Pero cuando los simpatizantes izquierdistas celebraron en diversas ciudades la victoria en las municipales de abril predominaron claramente las banderas rojas (Abc, 4 y 5.4.1979). La actitud de las izquierdas mayoritarias en este terreno, tan sensible para los reformistas del franquismo, allanó el camino a un acuerdo duradero sobre los símbolos. En su artículo 4.1, la Constitución de 1978 establece que “la bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas”. Una combinación que se consideraba legitimada por su propia historia, muy anterior a la dictadura. Pero ninguna norma constitucional recogía cuál era el himno español, si bien, por defecto, se prolongó el uso de la Marcha Real. La conveniencia de dotarla de letra se convirtió una vez más en motivo esporádico de debate. En agosto de 1978, un militar retirado lamentaba la carencia de un canto que despertase emociones patrias y proponía convocar un concurso público para que surgiese una letra del alma popular.38 Y en enero de 1982 se constituyó una Comisión pro Himno Nacional cantado, promovida por la Unión Musical Española y varios particulares, cuyo objetivo consistía en que la selección española de fútbol pudiese entonar una letra durante el campeonato mundial de aquel verano (Abc, 21.3.1982). La falta de apoyo oficial hizo que la comisión cayese pronto en el olvido.

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M. Vázquez Prado, “Lírica y amor a la Patria”, Abc, 3.8.1978.

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Para evitar que la exhibición pública de la rojigualda fuese identificada con la nostalgia del franquismo, ya antes de aprobar la Constitución se tomaron medidas preventivas. El decreto de 24 de noviembre de 1978 prohibía a los partidos, sindicatos y asociaciones “la utilización de la bandera de España o de sus colores” como “símbolos distintivos y diferenciadores”. En las concentraciones se vetaba su profusión, y sólo podría mostrarse una rojigualda en lugar preeminente. Eso no evitó que las banderas siguiesen siendo motivo de disputa. Las manifestaciones unitarias por la autonomía en algunos territorios fueron una fuente adicional de discordia, pues formaciones nacionalistas, regionalistas o de izquierda radical se oponían a que en ellas figurase la rojigualda, y la ultraderechista Fuerza Nueva pretendía sumarse a ellas enarbolándola (Abc, 5.12.1979). La ley de 28 de octubre de 1981 reguló con detalle la ostentación del pabellón español en sedes institucionales, acuartelamientos y embarcaciones, fijó su jerarquía sobre las enseñas autonómicas y locales y prohibió su uso “en cualesquiera símbolos o siglas de partidos políticos, sindicatos, asociaciones o entidades privadas”, aunque desaparecieron las prevenciones hacia su presencia en la calle. Una vez eliminado el escudo franquista de los pabellones oficiales, ahora se veía la bandera como un emblema de la “soberanía, independencia, unidad e integridad de la patria”, así como de los “valores superiores expresados en la Constitución”. Ese mismo significado pasó, con bastante retraso, a figurar en la jura o promesa de la bandera por parte de los soldados (Ley Orgánica del servicio militar de 20 de diciembre de 1991), variante de una fórmula acordada en 1980 que insistía en la “unidad e integridad” de la patria y en la lealtad al rey (Abc, 3.6.1980). La profesionalización de las fuerzas armadas en 1999 simplificó el juramento, que se limitó a exigir a los soldados “guardar y hacer guardar la Constitución”, así como respetar y obedecer al monarca. La normalización simbólica del régimen democrático fue muy lenta. Durante varios años, el nuevo sistema político convivió con una cierta provisionalidad, que también se tradujo en los manuales escolares utilizados hasta el curso 1982/83 (Campos Pérez 2010: 308). Al principio se supuso que la bandera constitucional carecía de escudo, pero en las instituciones públicas reinaba la incertidumbre acerca de la necesidad de sustituir las viejas banderas por otras sin las armas franquistas. Durante varios meses, hasta que en septiembre de 1979 se instaló en su presidencia una rojigualda sin escudo, en el Congreso de los Diputados no hubo bandera alguna (El País, 26.9.1979). La redefinición del escudo de España tampoco preocupó en exceso a los políticos durante más de un año tras la entrada en vigor de la Constitución. Mientras tanto, presidió los edificios oficiales y apareció a menudo en las enseñas el franquista, modificado por el gobierno Suárez en enero de 1977, con el que los hombres de la gubernamental Unión de Centro Democrático (UCD) parecían sentirse a gusto. En febrero de 1980 el grupo parlamentario socialista, empeñado en construir nuevos símbolos, propuso dotar a la bandera de armas que representasen a la nación con “permanencia en el tiempo” —es decir, recuperando su modelo tradicional—, moción que fue aceptada por UCD.39 Tras quince meses de debates, la ley de 5 de octubre de 1981 fijó el diseño definitivo del escudo oficial, consistente en una versión modernizada del territorial empleado durante el Sexenio revolucionario, con el añadido del escudete de los Borbones y una corona monárquica. Sobre las columnas de Hércules se asentaron otras dos coronas para representar el reino y el imperio (Menéndez Pidal 1999: 221-25). Poco más tarde se incorporó a la bandera. Tras el fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 se agudizaron los acentos españolistas en el discurso y en la praxis de las élites políticas democráticas, 39

Veáse Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, 68/1980, pp. 4565-69; 166/1981, pp. 10163-66; y 183/1981, pp. 10952-88.

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conscientes de la necesidad de relegitimar los símbolos para evitar que la identidad nacional española siguiese siendo un monopolio de la extrema derecha. Las manifestaciones en defensa del orden constitucional que se celebraron en casi todas las capitales de provincia el 27 de febrero enarbolaron la rojigualda como emblema común. Y los altos cargos ministeriales recibieron instrucciones de fotografiarse siempre con una bandera detrás (Abc, 12.4.1981). El clima de exaltación patriótico-constitucional impuso el respeto a los símbolos heredados de la Historia, aunque ahora se les atribuyesen otros significados. Por ejemplo, la figura del rey Juan Carlos I, que aunaba en sus numerosos viajes y actos públicos las alusiones históricas con la defensa de la democracia; o la fiesta del 12 de octubre, confirmada en noviembre de 1981 e instituida de modo definitivo como fiesta nacional en 1987. Buena prueba de ese ambiente fue el Día de las Fuerzas Armadas celebrado el 30 y el 31 de mayo de 1981 en Barcelona, con el concurso entusiasta de la Generalitat de Cataluña. Su presidente, el pragmático Jordi Pujol, declaró que aquellos actos encarnaban el deseo catalán de edificar una España constitucional y solidaria, e hizo entrega de una gran bandera española al ejército como muestra de la “voluntad de asegurar nuestro futuro, el futuro de todos los pueblos de España” (Abc, 29.5.1981). La ciudad condal apareció engalanada con senyeras y rojigualdas por igual, y la presencia de los reyes fue saludada por numeroso público, en una clara asociación entre la Monarquía parlamentaria, la pluralidad hispánica —el vínculo de la Corona con Cataluña— y la bandera constitucional (Abc, 30 y 31.5, 4.6.1981). Por las mismas fechas, el antiguo miembro del PCE Ramón Tamames reivindicaba la legitimidad histórica de la enseña bicolor.40 Y el 6 de diciembre de 1981, aniversario de la Carta Magna, varios periódicos repartieron una bandera española de papel con el lema Viva la Constitución. Salvo en Navarra y el País Vasco, ese día se vieron numerosas enseñas rojigualdas en los balcones, y varios ayuntamientos protagonizaron homenajes al texto constitucional y a la bandera. A la exaltación de la enseña nacional se sumó el PSOE, que veía próximo su acceso al gobierno y moderaba sus tonos revolucionarios. Por primera vez, el partido celebraba un congreso —el XXIX, en octubre de 1981— ubicando la rojigualda en la presidencia (Abc, 23.10.1981). Y, a lo largo del año siguiente los líderes socialistas expresaron repetidas veces su adhesión a la bicolor, que a su juicio superaba las divisiones fratricidas y encarnaba los principios constitucionales. En el mitin de clausura de la campaña electoral de 1982, en medio de “gran profusión de banderas nacionales ondeadas por los asistentes”, su líder Felipe González reivindicó la “bandera de la Constitución” que “ya hemos conquistado para todos” (El País, 27.10.1982). Con el PSOE en el poder se reforzaron los vínculos de la enseña rojigualda con la España democrática, mientras se generalizaba, pese a las reticencias conservadoras, la denominación bandera constitucional.41 Pero al mismo tiempo se insistía también en su legitimidad histórica. Una oportunidad propicia para ello llegó con el bicentenario de su creación en mayo de 1985. Además de la emisión de un sello conmemorativo, el acto principal consistió en una ceremonia celebrada en el Palacio Real de Aranjuez. Para subrayar la antigüedad de la bandera desfilaron soldados ataviados con trajes de época y estandartes utilizados hasta 1785. Se incluyó una ofrenda a los caídos por España e izaron la enseña un parlamentario conservador y otra socialista. Los portavoces políticos destacaron al unísono su compromiso con ella, aunque hubo matices. Mientras Manuel Fraga, de la derechista Alianza Popular, exaltaba su valor como síntesis de un pasado 40

R. Tamames, “Símbolo de nuestra historia”, Abc, 31.5.1981. Véanse, por ejemplo, las cartas al lector “La bandera constitucional”, Abc, 15.12.1983; “Bandera constitucional”, La Vanguardia, 6.9.1983; y “El escudo y la bandera nacional”, La Vanguardia, 12.6.1985.

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compartido, los representantes centristas y del PSOE afirmaron que la bandera encarnaba, además del pasado común, los valores cívicos recogidos en la Constitución. El de la catalanista Convergència i Unió (CiU) recordaba la pluralidad territorial que compendiaba; y el del PCE añadía que el pleito de las dos Españas quedaba cerrado (Abc, 28.5 y 29.5.1985; La Vanguardia, 29.5.1985). Una vez aprobado el nuevo escudo se procedió a la paulatina sustitución de emblemas en los edificios públicos, con frecuentes rituales de donación de banderas a regimientos militares y cuarteles de la Guardia Civil. En ellos se hacía constar que los símbolos reflejaban el orden constitucional y, en algunos territorios, se insistía en los nexos de la bandera con la variedad de España, compuesta de nacionalidades y regiones, como en Girona en julio de 1982 (La Vanguardia, 3.7.1982). Los cargos institucionales del Partido Nacionalista Vasco (PNV) protagonizaron asimismo varias donaciones a unidades castrenses, sugiriendo —como hizo el diputado general de Guipúzcoa José Antonio Ardanza— que el Ejército también aceptase los símbolos autonómicos (La Vanguardia, 21.5.1983). Y el alcalde peneuvista de San Sebastián veía en la bandera constitucional una España donde la Corona ejercía la “función aglutinadora […] de todos los pueblos y nacionalidades” (Abc, 28.11.1983). El envío de enseñas a los ayuntamientos suscitó también resistencias. Algunas provinieron de alcaldes de UCD y AP reticentes a retirar la antigua bandera (Abc, 15.9.1984). Pero el rechazo más frontal procedió de la extrema izquierda, y en particular del nacionalismo vasco radical, cuyos militantes retiraban con frecuencia las rojigualdas de los ayuntamientos durante las fiestas locales, como había ocurrido en San Sebastián en 1979 (El País, 26.1.1979). El acceso de fuerzas antisistema a los municipios amplió los repertorios de protesta contra las banderas. La presión de la izquierda abertzale, en un momento en el que necesitaba reforzar su capacidad de movilización en la calle, se incrementó en el verano de 1983, durante las fiestas patronales de varios pueblos guipuzcoanos. Los ediles de Herri Batasuna presentaron mociones, apoyadas a veces por el PNV y por Euskadiko Ezkerra, para que la bandera constitucional no fuese izada y se devolviera al Gobierno Civil; en paralelo, se sucedían los enfrentamientos callejeros y actos de protesta como quemas de rojigualdas y manifestaciones en favor de la exclusividad de la ikurriña. Para estos grupos, la bicolor era simplemente un símbolo de las “fuerzas de ocupación” del País Vasco, tanto del franquismo como de la democracia (Abc, 16.7.1983). El ejecutivo autónomo y el PNV buscaron soluciones intermedias: la que se adoptó en Bilbao, imitada en varias localidades por acuerdo de nacionalistas moderados y socialistas, fue retirar todas las banderas del balcón consistorial (Abc, 27.7.1983). Tras varios años de enfrentamientos, una nueva idea bilbaína consistió en colocar todas las enseñas durante unos minutos a primera hora de la mañana el día grande de las fiestas, y arriarlas acto seguido (Casquete y De la Granja 2012: 528-29). En la sede del Gobierno vasco se prescindió de colocar banderas. Junto con esta guerra simbólica, también empezaron a producirse expresiones públicas de rechazo al himno español. La más notoria tuvo lugar en septiembre de 1989, cuando varias organizaciones independentistas catalanas protagonizaron un boicot al rey y a la Marcha Real en el estadio de Montjuich (El País, 9.9.1989). Sin embargo, tres años después la gala inaugural de los Juegos Olímpicos de Barcelona se caracterizó por la práctica ausencia de gestos de rechazo al rey y a los deportistas del equipo español. El uso social de la vieja bandera republicana sufrió altibajos varios. Algunos partidos minoritarios, como Acción Republicana Democrática Española (ARDE), la resucitada Izquierda Republicana o ciertos grupos izquierdistas radicales hacían ostentación de la tricolor a principios de los años ochenta. También la enarbolaban los principales sindicatos obreros, sobre todo en las manifestaciones del Primero de Mayo.

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En la que recorrió Barcelona en 1980 predominaban las enseñas rojas, catalanas y republicanas (Abc, 2.5.1980). A mediados de la década tan sólo unos cuantos revolucionarios enarbolaban estas últimas. Sin embargo, reemergieron en las movilizaciones contrarias al ingreso de España en la OTAN (El País, 13.6.1983 y 13.3.1986). La tricolor también asomaba en las marchas de los objetores de conciencia, así como en las concentraciones antisistema de los noventa, asociándose a menudo a estéticas alternativas —“banderas republicanas y anarquistas, fulares sobre el cuello y [...] canutos”, resumía El País (20.11.1995)— en consonancia con una relectura del legado republicano que lo asimilaba a posturas de izquierda radical. El fervor del PSOE por la bandera constitucional remitió a lo largo de los ochenta. En los mítines socialistas de la periferia abundaron mucho más las enseñas autonómicas, lo mismo que en las reivindicaciones sindicales y laborales. E incluso en la derecha se registró una eclosión de fervor por las enseñas autonómicas. A menudo no se trataba tanto de expresar una identidad separada de la española, como de emplear un símbolo libre de connotaciones políticas negativas, e incluso de reivindicar una españolidad amenazada por un nacionalismo subestatal colindante. Así se explica la difusión de la blavera en amplios sectores anticatalanistas de la sociedad valenciana desde finales de los setenta.42 De hecho, aún a mediados de la década de 1990 la profusión en actos políticos de la bandera rojigualda se seguía asociando a la ultraderecha. Alianza Popular, como mostraba su primer logotipo —las siglas en rojo sobre fondo amarillo— también la había utilizado de manera constante, y tan anecdótica como simbólica era la imagen de su presidente, Manuel Fraga, vistiendo unos tirantes rojigualdas. Sin embargo, desde mediados de los ochenta esa simbología cedió ante los colores autonómicos y de partido. Un periodista comentaba durante la campaña electoral del Partido Popular (PP) en 1993 que “de la vieja escenografía de Alianza Popular queda alguna bandera española —que los organizadores de los mitines logran sustituir en ocasiones por otra del PP”.43 Todo ello coincidía con el abrazo en varias secciones territoriales, como las de Galicia y Baleares, de un acusado regionalismo que otorgaba prioridad a los símbolos de la comunidad autónoma, y con un cierto funambulismo simbólico en el País Vasco y Cataluña. Durante las campañas de 1993, 1995 y 1996, los mitines del PP en Barcelona se caracterizaban por la profusión de banderas catalanas y la escasez de rojigualdas (El País, 18.11.1995 y 28.2.1996). Desde su llegada al poder en 1996, el Partido Popular encabezado por José María Aznar intentó aplicar un programa de renacionalización españolista. Uno de sus ejes consistía en fortalecer símbolos y conmemoraciones para estimular los sentimientos patrióticos, cemento necesario a su juicio de la cohesión social (Núñez Seixas 2010: 5457). En octubre de 1997 —una vez adquiridos por el Estado los derechos de la Marcha Real, registrada por su arreglista en los años treinta— se reguló la preeminencia del himno español sobre los autonómicos, así como la obligatoriedad de su ejecución ante el rey y el presidente del Gobierno, estableciendo dos versiones —completa y corta— según el tipo de acto y de autoridad presente. La versión final del decreto (10.10.1997) suavizaba una primera que incluía el mandato de escucharlo de pie y en “posición respetuosa”, lo que había provocado el rechazo del PNV y de CiU (El País, 11.10.1997). Otra de sus iniciativas fue la instalación de una gigantesca bandera española en la plaza de Colón de Madrid. Primero se intentó asociarla a los desfiles militares, pero más tarde se propuso rendirle honores una vez al mes. La ceremonia de izado tuvo lugar el 2 de octubre de 2002. Según el ministro de Defensa, Federico Trillo, 42

Véase V. Flor, Noves glòries a Espanya. Anticatalanisme i identitat valenciana, Catarroja, Afers, 2012, pp. 127-40 y 296-301. 43 V. Ruiz de Azúa, “Aznar o la fe del convencido del éxito”, El País, 24.5.1993.

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la enseña evocaba un “proyecto sugestivo de vida en común”, pero también un pasado y una cultura, el “orgullo de tener una lengua, de pertenecer a una tierra, de compartir una sangre, unos sueños y unos recuerdos históricos”. Ante la polémica desatada, el PP pactó con el PSOE que los homenajes se redujesen a ciertas efemérides.44 Al finalizar el siglo XX, los símbolos oficiales de la nación española seguían sufriendo algunos problemas de aceptación. La mayoría de los ciudadanos afirmaba en 1998 sentir “algo de emoción” cuando escuchaba el himno español (Moral 1998: 5253), con un porcentaje mayor entre los votantes del PP e inferior entre los de Izquierda Unida, una cuarta parte de los cuales afirmaba no sentir nada especial, lo mismo que el 62 por ciento de los seguidores del PNV y el 50 por ciento de los de CiU. Los niveles de identificación emotiva alcanzaban sus máximos cuando se trataba de emblemas informales y sin aparentes conexiones políticas. Sin embargo, también podía constatarse, desde los años noventa y fuera de los territorios con nacionalismos alternativos fuertes, un claro aumento del uso social de la bandera española. Si las fiestas patronales contaban con rojigualdas en las ventanas, los éxitos deportivos desembocaban en su exhibición espontánea. En ese ámbito avanzó una progresiva normalización, que ha proseguido a comienzos del siglo XXI. Y han surgido nuevos elementos icónicos, como el toro de Osborne, que de la publicidad ha saltado a la bandera rojigualda como escudo informal. Sus colores tiñen hoy múltiples objetos, desde camisetas hasta gorras. La nación española se convierte así en artículo de consumo y se trivializan sus contenidos. Lo que quizás explica la reacción, cada vez más intensa, de los nacionalistas subestatales. *

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Contestados pero resistentes. Los símbolos sufrieron a lo largo del siglo XX los conflictos políticos que rodearon de constantes polémicas la identidad y la nacionalización de los españoles. El desarrollo de movimientos nacionalistas subestatales, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, recibieron como respuesta un auge del españolismo que acabó por imponerse, en sus facetas más reaccionarias e intolerantes, durante las dos dictaduras. Desde la época regeneracionista, el ejército tomó la delantera en el empeño de sacralizar los emblemas patrios, por ejemplo con las juras de bandera de quienes cumplían el servicio militar. A la vez, las escuelas trataban de implantar el culto a los símbolos y se multiplicaba su ostentación en conmemoraciones y otros actos públicos. Estos esfuerzos, incluso contando con el respaldo absoluto del Estado bajo regímenes autoritarios y centralistas, obtuvieron resultados muy desiguales. Porque el ineficaz aparato administrativo no los garantizaba, pero también porque cualquier oposición a los dictadores desembocaba, de manera inevitable, en un rechazo completo de sus signos identitarios, que eran al mismo tiempo los de España. El breve intermedio republicano, que intentó remplazar los distintivos de la Monarquía por otros de raigambre democrática, adoptó asimismo medidas represivas contra sus enemigos y no tuvo mejor suerte. De manera que entre 1923 y 1977 los emblemas oficiales se implantaron por la fuerza, y los que desafiaban el orden vigente fueron perseguidos, lo que impidió la consecución de consensos simbólicos. Sólo con el asentamiento de la democracia en el último cuarto de la centuria pudieron superarse, y no por completo, esos obstáculos. 44

Cf. El Mundo, 14.10.2002: Abc, 4.10, 26.10 y 27.11.2002. El alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, planeaba colocar en todas las juntas de distrito banderas de gran tamaño. Según manifestó posteriormente (“La bandera nacional”, Abc, 9.3.2006), la iniciativa partió de Aznar, quien le dio las medidas de la bandera mexicana que ondeaba en la plaza del Zócalo de México DF.

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Sin embargo la conflictividad convivió con la persistencia, como símbolos oficiales, de la bandera rojigualda y la Marcha Real. A falta de otros mejores, los emblemas institucionalizados desde finales del siglo XVIII y extendidos durante el XIX, identificados con la Monarquía pero también con la nación, adquirieron connotaciones diversas que les permitieron adaptarse con éxito a diferentes coyunturas. Mientras la bandera disfrutó de una mayor atención por parte de los gobernantes y de una aceptación más amplia como elemento consustancial de la identidad española, el himno corrió peor fortuna. Los colores rojo y amarillo funcionaron, sin apenas discusiones, como colores nacionales, y los republicanos se limitaron a agregarles el morado por sus reminiscencias progresistas. Bien es cierto que la bicolor, asociada a las fuerzas renacionalizadoras del franquismo, quedó recluida durante años en los ambientes de extrema derecha, un estigma superado en buena medida, aunque no en todas partes, por el cambio de escudo y su consiguiente difusión como enseña constitucional a partir de 1981. Tan sólo los afanes renacionalizadores de finales de siglo han puesto en peligro ese acuerdo. Por el contrario, la Marcha Real, menos cuidada por las autoridades, despertó con mucha mayor frecuencia reacciones adversas —faltas de respeto, burlas y abucheos, con animosidad variable—a cargo de grupos políticos variopintos. Desde los republicanos bajo la Monarquía constitucional hasta los falangistas bajo el franquismo, por no hablar de los catalanistas de 1925 o de 1989. Poseía sonidos que, según sus partidarios, infundían emociones sublimes al auditorio; pero la ausencia de una letra redujo sus posibilidades de ser considerado un auténtico himno nacional. Si de modo recurrente se planteó la necesidad de encontrarle una, ninguna de las propuestas, aun las las encargadas por Alfonso XIII o por Franco, llegó a oficializarse. El progresista Himno de Riego, poco empleado y pronto olvidado, no fue un rival muy duradero; y el Cara al sol, aunque amenazó su hegemonía durante la dictadura franquista, se evaporó con rapidez en la transición a la democracia. Para sustituir al himno oficial y representar el papel de canción patriótica popular aparecieron otras músicas de largo recorrido, como el Banderita de Las corsarias o el Que viva España de Manolo Escobar. La conflictividad y la duración de los símbolos se combinaron con usos sociales crecientes, beneficiados por la lluvia fina que caía no sólo a través del ejército o del sistema educativo, sino también de canales nacionalizadores informales. A la altura de los años treinta, el grueso de los españoles estaba nacionalizado, lo cual no quería decir que lo estuviera de acuerdo con una versión única del nacionalismo español o, en algunos territorios, al margen de imaginarios nacionalistas alternativos. Nacionalización no significaba uniformidad. Y es que ni siquiera el franquismo pudo revertir procesos de construcción nacional que ya habían arraigado con fuerza y que han continuado hasta nuestros días. Pero ciertos emblemas nacionales españoles, más o menos trivializados, se emplearon de un modo cada vez más visible en toda clase de eventos. Se ha mantenido el toque de la Marcha Real en ceremonias religiosas, pero esta popularización ha afectado sobre todo a la bandera rojigualda en cualquiera de sus manifestaciones, con o sin escudo, en festejos locales o en espectáculos deportivos. En estos ámbitos, menos politizados, la transformación de los símbolos oficiales en verdaderos símbolos de la nación sí ha sido posible.

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