“Rituales” [Rituals]. Ámbitos feministas 2012, Revista Crítica Multidisciplinaria de la Coalición Feministas Unidas. Print.

June 24, 2017 | Autor: Hilda Chacon | Categoría: Creative Writing
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Descripción

Rituales Hilda Chacón Nazareth College

Wynona quiere que vaya a una fiesta de cumpleaños que organizará en su casa, por mi cumpleaños. Eso me dijo. La invitación me tomó por sorpresa porque yo apenas la he visto un par de veces. Nos conocimos en una estación de autobús mientras yo naufragaba en un mar de información sobre rutas y nombres en otro idioma. Se me acercó y me dijo: “Eres extranjera, ¿verdad?”. Le pregunté cómo lo había adivinado, pensando que haría alusión a mi torpe transcurrir por el mapa de la ciudad, o al color de mi piel, pero me dijo algo muy diferente: “Mueves las manos de manera distinta, como si estuvieras pintando todo el tiempo. Aquí nadie hace eso en público”. Me sentí inesperadamente expuesta, porque de hecho soy pintora. El tono solemne fue seguido por una carcajada que removió por completo su cuerpo de matrona medieval, de espía del público Hilda Chacón es Profesora Asociada de literatura y cultura latinoamericanas en Nazareth College, Rochester, New York. Obtuvo su doctorado en The Ohio State University (1999) y su área de especialización es literatura y cultura en México contemporáneo. Ha publicado sobre temas como la crónica urbana en el México post-NAFTA, las relaciones México-Estados Unidos en la era global, narrativas testimoniales, asuntos de género en Centroamérica. Este año es chair del MLA Division Executive Committee on Twentieth-Centiry Latin American Literature (2009-2014). En este momento trabaja en una publicación sobre usos contestatarios del ciberespacio en América Latina (Cambridge Scholars Publishing, UK). Parte de su escritura creativa ha sido publicada en Estados Unidos y en España.

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que entre bambalinas se burla de la puesta en escena formal. Se veía como si acabara de dejar atrás la adolescencia, pero había algo de arcaico en ella. No sé si era el vestido de encaje negro, cerrado hasta los puños y excesivamente tallado a la cintura, como si lo hubiera tomado ilícitamente de algún maniquí con una figura más delgada que la suya. Los pechos de nodriza aglutinados por encima del escote, desafiando a todas luces la intención primaria de algún diseñador recatado. Había también algo de familiar en ella. Hablaba la lengua concreta y fría de la gente de este país, pero con una entonación más bien mediterránea. Su voz ronca y pausada tenía algo de la temperatura de las lenguas romances. Se me antojó que era una campesina del sur de Francia. Del sur de Italia, de España. Pero del sur. Decía cualquier cosa con un tono de fatalidad irreverente y cómico, apuntando con sus ojillos diminutos y oscuros encima de la nariz aguileña, puesta allí como por broma, para luego soltar una carcajada en Do profundo, mientras su cuerpo entero era una onda de júbilo. “Las brujas adivinamos estas cosas en la calle” me dijo mientras blandía su boca, pequeña y carnosa. Fue precisamente mientras pronunciaba esta frase que noté su boca. Se movía fuerte, y los labios se deslizaban por las palabras lo mismo que una lombriz sobre la tierra. O que un impacto eléctrico sobre la atmósfera. Sin preguntárselo, me dijo que la ruta 66 pasaba cada quince minutos y que el indicativo era la línea verde. “Todo funciona como tiene que ser en este país” dijo burlona, refiriéndose a cosas que yo aun no podía descifrar. Me comentó que estudiaba antropología. Todos sus amigos eran interesantes. ¿Así que yo pintaba? Mira qué bien... A ver cuándo nos juntamos para que conozcas a mis amigos. Son rockeros, escultores, pintores, y filósofos. También hay algunos creyentes. Sí, esos nunca faltan. Por supuesto. Hay de todo. Como en botica, pensé. Y, ¿yo qué pintaba? Ah, sí. Torsos, ahora estoy interesada en los torsos humanos. Mira qué bien. Qué interesante. Lástima que el suyo, con lo gorda que estaba, no lo pintaba ni Goya en su época de la “Maja desnuda”, dijo antes de desparramarse en una nueva carcajada. Era mi primer año en este involuntario exilio, so pretexto de formación cultural y artística, y no había tenido ninguna amiga hasta el momento. Wynona era la primera mujer que me hablaba como lo hacen las mujeres de mi tierra. Por lo menos, de manera parecida. Ya venía el autobús. Qué divertido conversar contigo. Seguro que el próximo jueves nos vamos a ver aquí mismo, en esta parada, cuando vayas a tu clase de pintura. Mira qué casualidad, yo también tengo clase a la misma hora. Aunque pensándolo bien, la verdad es que mejor voy a tomar el autobús de la línea azul que pasa al frente para ir a hablar con mi director de tesis, acaba de regresar de una conferencia y querrá saber cómo va mi investigación, me dijo. Muy bien. Chao. Chao. Gusto de conocerte. “Cómprate una guía para descifrar mapas” me gritó riéndose mientras yo me subía al ómnibus. Miré su figura desaparecer mientras su presencia me siguió por muchas horas. Los días siguientes fueron particularmente difíciles. El dinero de mi beca no llegó a tiempo, mis padres no se comunicaron conmigo el miércoles, que era mi cumpleaños; Román andaba de gira en el interior del país, me lo dijo la última vez que hablamos por teléfono, razón de más para no llamarme, dicho sea de paso.

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Pudo haberme mandado una tarjeta antes de irse a su gira de campo. Sabía que estaría en la selva para mi cumpleaños y la imagen me reconfortó. Los hombres... Nos pasamos la vida explicándoles todo. Pocos son los que saben escuchar. Dos horas de natación en la piscina de la universidad y un baño caliente el miércoles por la noche. Un whisky doble, sin hielo, para relajar el espíritu mientras leo Las noches blancas de Dostoievsky. En medio de un sueño reparador, volando por los aires que de repente se convierten en aguas azules, me invade un calor profundo. El calor del trópico. Home. La selva. Allá está Román. No lo veo. No, no es el trópico. Es un universo de rojos varios, que me circundan, y de repente los labios de Wynona rodeándome con sus palabras y sus ojillos que me miran desde un punto lejano. Me siento extraña. No estoy cómoda. Y Wynnona, no, no tengas miedo, es natural, viaja. Y yo me cuelgo de su cuello y siento sus pechos suculentos sobre mi pecho flaco y estoy cómoda, vuelo por los aires sonrojados mientras ella se ríe, como siempre. Desperté en la madrugada con una certeza de alerta. Sobresaltada. Pero, ¿por qué? No había motivo. Un sueño es sólo un sueño. A la semana siguiente, volví a encontrar a Wynona en la estación de autobús, tal como me lo advirtiera siete días antes –los conté, todos y cada uno de ellos. Tomamos juntas el transporte y ella me hablaba de sus clases y de una reparación que estaban haciendo en la calle donde vivía la cual hacía difícil salir en auto y por lo tanto, tenía que tomar el autobús por los próximos…. Tuve pudor de que notara mi sobresalto y pretendí esconder el sabor que me dejó el sueño de la noche de mi cumpleaños. Pero ella lo notó de inmediato. No cabía duda. Lo supe desde que me miró y explotó su risa insolente. Había algo de luminoso hoy en sus ojos. Parecía complacida de haberme atrapado en un ámbito en el cual yo me sentía incómoda. “¿Puedo ver tus dibujos?” me dijo. Bueno, son sólo trazos. No importa. Adoro incursionar en el universo de las artes. Abrí mi carpeta y se perdió entre mis torsos masculinos. “Wow, qué delicia tener cerca alguno de éstos...”. Le dije que todos los modelos eran gay y que por lo tanto, ninguno serviría para tales fines. Y se rió de nuevo, con esa sabrosura que sólo su risa parecía tener. ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué? ¿Cómo es posible que hayas cumplido años y que nadie te haya celebrado? ¿Cuántos son? ¿Veintiuno? No, no. Esto hay que remediarlo de inmediato. Dame tu teléfono porque voy a hacer una fiesta de cumpleaños para ti y de paso, así conocerás a mis amigos. Sería bueno. Yo no conozco a nadie en esta ciudad todavía. Entre el estudio y el manejo del idioma, ya sabes, cuesta mucho. No te preocupes. Yo sé que les vas a caer de maravilla. Ahora estoy alistándome para ir a su casa. El número 86 en St. Davis Street, Rupperton. Primero se reunirán las amigas, para que yo las conozca, y al final de la tarde llegarán los muchachos. Todos son gente muy interesante, sí. Conscientes de que las cosas en este mundo deben ser diferentes, asegura. Y yo me preparo para una fiesta que me organiza alguien que apenas conozco, con invitados que no he visto nunca en mi vida y que probablemente jamás volveré a ver, me digo, pero con una cierta y secreta emoción. Qué sé yo, la soledad, la extranjería, el desarraigo –¿te dan emoción? Really? La casa de Wynona es de piedra toda. Oscura. Me recibe con una sonrisa y un abrazo fuerte y me presenta

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al resto de sus amigas. Contestan con un cortés y distante “buenas tardes”, quizás alguna sonríe. Todas se han mirado entre sí. Noto que todas son blancas y rubias. Las únicas que tenemos el pelo oscuro somos Wynona y yo. Bueno, quizás sea la usual desconfianza que esta cultura minuciosamente observa frente a los extranjeros. O el desprecio, de plano, por venir del sur del planeta. O quizás sea solo mi paranoia. Wynona está ajena a la apatía de sus amigas con respecto a la extraña y dice que va a servir un coctel para brindar por mi cumpleaños, que fue la semana pasada, y que éste es el motivo de la fiesta. Todas se vuelven a mirar de nuevo, como si pudieran intuir otros motivos, que a lo mejor yo descubriré en mi propia fiesta. O quizás no, de nuevo la paranoia. El coctel tiene whiskey, una rodaja de naranja, gotas de Angostura, hielo y... adivinen ¿qué más? Un néctar muy especial extraído de una noble criatura del reino fungi, en mi honor, dice Wynona. Sólo unas gotitas, no más. Las amigas se animan de pronto y casi no les importa que yo esté ahí, ni que sea la excusa para hacer una fiesta en casa de Wynona. Que no me asuste, me dice, que no es sangre de conejo, ríe ella y por primera vez, se ríen todas, eufóricas. Es un regalo producido por mamá Naturaleza para el deleite de sus criaturas féminas reunidas aquí esta tarde, traído de los desiertos del sur del país. No debo asustarme, dice, está segura de que estoy preparada para el viaje. Me dice que me relaje. Sólo experimentaré un poco de sensación de vómito al principio, pero no hay que hacerle caso. Es pasajero. Lo interesante viene después. Recostadas en los sillones de la sala, todas nos tomamos de las manos. Tranquilas. Wynona está a mi lado y yo me siento segura asida de su mano. Dejen pasar el vértigo y las malas sensaciones, nos dice. Pero yo abro los ojos para confirmar que la única asustada soy yo. Wynona entonces, acerca su torso al mío y comienza a acariciar mi espalda largamente “no temas, verás el universo con distintos ojos: lo que mires podrá hablarte y el habla se convertirá en cantos, colores, olores o sabores, eso no se sabe”, me dice, “yo te regalo este universo”. Y ahora no la veo, pero la siento reír dentro de mi pecho. El temblor que azota a mi cuerpo causa risa a varias de las allí reunidas. Siguen riéndose y sus risotadas son caricaturas de colores que brincan desde sus bocas y se pasean por la habitación alrededor de mi cuerpo. Me da miedo, pero Wynona me rescata y me dice “ha comenzado la travesía, no le hagas caso a nada ni a nadie que no sea amable contigo; tú diriges tu barca –es como la vida misma”. Me mira a los ojos y me dice que me serene, “estás conmigo”. Como el resto de las mujeres no dejan de reírse y yo siento que se burlan de mí, Wynona se levanta de repente y les dice, matrona: “ustedes ocúpense de ustedes, yo me hago cargo de ella, es su primera vez”. Ven conmigo, Afrodita, yo cuidaré de ti, y la sigo por los pasillos de su casa oscura y su mano es un haz de luz refulgente que me provoca una sensación agradable en el centro del cuerpo. ¿Con quién vivirá Wynona? ¿Vivirá con su padres que, a lo mejor, o a lo peor, pienso, aparecerán de un momento a otro? No, no van a aparecer, me susurra mientras me acaricia el pelo. Vivo sola. Mis padres murieron cuando yo era niña, crecí con una tía vieja que ya se murió también. Pero estos muebles Luis XV y estos candelabros de iglesia, y tu cama

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con toldo de reina, ¿no es del gusto de tu tía vieja? Wynona se ríe como sólo la he oído reírse a ella. ¿Mi tía? ¿Pero qué estás diciendo, nena? Las mamás, las tías, las monjas…. todas están muertas, me dice mientras me acaricia de nuevo pues he empezado a temblar un poco. Tengo miedo del miedo, me doy cuenta. Muertas, muertas, muertas, y observo literalmente sus palabras retumbar en las paredes de la casa y el eco se devuelve hacia mí con olor a magnolias. Wynona me acaricia el torso. “Ven, sentémonos en la parte de arriba de la escalera, para que te dé el aire de la ventana, frente a mi cuarto, eso te hará sentir mejor”, dice. Hay un pequeño ático que da a la ventana, arriba de su cuarto. Desde la ventana del ático veo la ciudad entera. Todavía hay luz porque es verano, aunque estoy segura de que es tarde. La luz reflejada en las hojas de los árboles se convierte en chispas multiformes que brincan a través de la ventana sin romperla y llegan hasta mi vientre para hacerme cosquillas. Y ahora soy yo, quien se ríe sin parar, igual que Wynona. Y damos vueltas las dos por el suelo muertas de la risa y nos asimos de la cintura y damos vueltas de carnera por el piso, amenazando con arrojar a la otra por el abismo de la escalera que da al cuarto. Abajo está el cuarto de Wynona. Y su cama blanda, con su toldo de reina. En una voltereta por el suelo, antes de caer al abismo, me encuentro con los ojos de Wynona sobre mi rostro. Y ahora no ríe. ¿Qué te pasa, amiga? ¿Verdad que eres mi amiga? ¡Eres la primera amiga que tengo en un año! ¿Verdad que vamos a ser amigas siempre? Pero Wynona se ha levantado como una esfinge, con el torso extendido hacia el cielo. Yo me incorporo, para seguirla. Me acerco a ella, que está ahora distante, y me aterra su lejanía. Pero ella me acerca su torso. “Píntame”, me pide. Yo no entiendo qué sucede y ella se pone a llorar, sin curvear la línea de su cuello. Se acerca más y me dice “Yo no creo en nada más que en lo que una descubre por sí misma, ¿entiendes?”. Pero no respondo, sus palabras son gotas de colores que se precipitan como un arco iris sobre las paredes de la casa, y expelen notas musicales al chocar contra la piedra. “Mira, Wynona, ¡tus palabras suenan!”... Pero ella no me escucha. Estoy sentada contra la pared observando las notas romperse contra las piedras y contra el suelo y ella me acerca su pecho. “Píntame” me pide de nuevo. Ya no llora. Es entonces cuando llega a mí la noción del gesto básico que inicia el acto de dibujar. “Píntame”, insiste mientras toma mis dedos entre su mano cálida y se los lleva a la boca. Me besa las manos: “Eres pintora, ¿no? ¡Píntame!”, ordena. Y toma nuevamente mis dedos y se los pone entre los labios abiertos, húmedos, y siento su lengua jadeante. “Recórreme”, ruega, mientras las risas de las otras mujeres son cada vez más lejanas y se transforman en silencios de otra dimensión. Mis dedos humedecidos con su saliva recorren su cuello fuerte, su torso firme, un poco tímidos pero firmes. Primero los contornos, los lados, la espalda. “Esta soy yo, Wynona, la que se ríe”. Se encorva como una gata cuando le pinto el lomo desnudo con mis dedos. Jadea aun más y se vuelve de golpe para tomarme los dedos y dirigirlos. “Píntame entera, Afrodita” y moja el pincel de mis dedos con los colores de su boca para luego arrastrar mis dedos por las colinas de sus pechos, y llevarme hasta la cumbre y por ende, al abismo. “Píntame, siénteme”,

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suplica delirante. En mi cuerpo veo crecer una descarga luminosa que me azota y estalla a lo largo de mi espalda. Entonces rompo la cárcel encaje de los pechos de Wynona para mirarlos en libertad. Inmensos, ansiosos, palpitantes. Abiertos para mí. “Píntame, por favor, pero píntame con tu boca”. Y yo me desboco ansiosa sobre sus pechos de ninfa y los lamo sedienta, y mi lengua es la punta del pincel que define sus detalles sobre el lienzo del aire. Y se los recorro una y mil veces y ella se estremece y me toma la cabeza y me besa el pelo y me pide más, más, que la pinte entera con el pincel de mi boca. “Recórreme, píntame, píntame con el pincel de tu boca, extranjera deseable”. Wynona desesperada, su cuerpo pleno de olores familiares y voces nuevas, me suplica, me sumerge, convulsa: “píntame, píntame entera”, y lleva el pincel de mi boca al botón oculto entre sus piernas, manjar de hembra que esconde para mí, para que la pinte. Me lo jura, esto lo soñó desde el día en que nos vimos por vez primera y le dije que yo pintaba. Así, así, artista. Dame más, píntame más, inmortalízame, tómame, llévame... Y la recorro toda entera con mi lengua. Y me deleito hurgando la flor escondida en el fondo de su vientre, lamiendo hasta la saciedad la miel que se derrama por el pistilo enhiesto entre sus piernas. Mi boca-abeja que recorre cada milímetro de su flor, golosa, bebiéndose el néctar. La pinto completa con la lengua y los dedos, me meto en cada pliegue de su cuerpo, donde a la vez voy reconociendo el mío, devolviéndome cada tanto a sus pechos exquisitos, mientras la escucho gemir de placer, gritar, y finalmente explotar en el aire con una carcajada maravillosa después de que mi pincelada la estremece sobre el suelo en una convulsión final, apretando mi cabeza entre sus piernas, retozando sobre la punta del pincel de mi lengua aun húmedo. Y ahora es ella quien me recorre con su lengua maestra, su lengua madre, su lengua hembra, y me lleva a su mundo, nuestro mundo, para darme el mejor orgasmo que he tenido en mi vida. Extenuadas ambas. Profundamente felices. Vuelvo a recobrar la percepción habitual de mis sentidos mientras me recuesto junto al cuerpo de Wynona, exhausta, que me acaricia la espalda y ronronea como una gatita. Yo sabía, yo sabía, me dice suavemente mientras me revuelve el pelo y frota su torso con el mío. Y nuestras cabelleras oscuras y abundantes se enmarañan entre nuestros besos largos y recurrentes, nuestras bocas insaciables del placer descubierto. No sé si Román habrá recordado mi cumpleaños. Tampoco sé si habría congestión telefónica cuando papá y mamá intentaron llamarme por mi cumpleaños, o si lo intentaron siquiera. Tampoco importa si vuelvo a soñar que vuelo en un cielo de rojos en el trópico, o si sueño con estos lares. Ya no tengo miedo. Cuando me cerquen los labios de Wynona y me envuelva su risa exuberante, o cuando me invada alguna incertidumbre, podré extender mi brazo y alcanzar el torso de Wynona que duerme a mi lado, para volver a pintarla entera, una vez más, con el pincel de mi boca. O quizás sea yo quien le suplique que por favor, me pinte entera. Rochester, NY, 2012.

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