Revueltas lógicas: el ciclo de movilización del 15M y la práctica de la democracia radical

July 3, 2017 | Autor: Pablo La Parra Pérez | Categoría: Social Movements, Spain, 15M movement
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Revueltas lógicas: el ciclo de movilización del 15M y la práctica de la democracia radical a

Pablo La Parra-Pérez a

Department of Spanish & Portuguese, New York University, New York, NY, USA Published online: 27 Aug 2014.

To cite this article: Pablo La Parra-Pérez (2014): Revueltas lógicas: el ciclo de movilización del 15M y la práctica de la democracia radical, Journal of Spanish Cultural Studies, DOI: 10.1080/14636204.2014.938457 To link to this article: http://dx.doi.org/10.1080/14636204.2014.938457

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Journal of Spanish Cultural Studies, 2014 http://dx.doi.org/10.1080/14636204.2014.938457

Revueltas lógicas: el ciclo de movilización del 15M y la práctica de la democracia radical Pablo La Parra-Pérez

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Department of Spanish & Portuguese, New York University, New York, NY, USA Resumen: Este artículo tiene por objeto el punto de inflexión político abierto por el 15M en el Estado español. La tesis central que se defiende es que el 15M constituye un movimiento radicalmente democrático que ha planteado la primera contestación masiva y sistemática formulada contra el régimen establecido a partir de la Constitución de 1978. Mi argumentación se estructura en cuatro pasos. Primero, tomando como punto de partida el carácter eminentemente democrático del movimiento 15M y con el referente fundamental del pensamiento político de Jacques Rancière, propongo una reflexión general sobre el término “democracia” para establecer una distinción entre la concreción institucional del término y un posible sentido disruptivo del mismo. En segundo lugar, abordo el contexto histórico, social y político en contra del que arremetió el 15M: el Régimen de 1978. En tercer lugar, examino algunas objeciones relevantes formuladas contra el 15M, tratando de argumentar que, a pesar de sus veleidades radicales, gran parte de estas lecturas no son sino la prolongación de una larga tradición de desprecio por las formas autónomas de politización desde abajo. Por último, analizo la práctica política desarrollada por el 15M con el objetivo de argumentar que sus consecuencias sobrepasan con creces los límites temporales del evento de mayo de 2011. Así, sostengo que la praxis contestataria del 15M sigue inspirando nuevos imaginarios políticos y formas de lucha en el marco de un ciclo de movilización todavía en curso y que constituye el frente social más activo en la crisis política del Régimen de 1978. Palabras clave: 15M, crisis, España, democracia, movimientos sociales.

Este artículo tiene por objeto el punto de inflexión político abierto por el 15M en el Estado español. El 15M es considerado aquí como un movimiento radicalmente democrático que habría supuesto la primera contestación masiva y sistemática formulada contra el régimen establecido a partir de la Constitución de 1978. Esta tesis se opone a la caracterización del 15M como un movimiento inmaduro y superficial sin ningún efecto tangible. Esta interpretación denigratoria, suscrita por no pocos pensadores y colectivos desde los inicios de la movilización en 2011, no sólo no se ha mitigado sino que es evocada recurrentemente mientras persisten los efectos de la crisis socioeconómica en el Estado español. Mi argumentación se estructura en cuatro pasos. Primero, tomando como punto de partida el carácter eminentemente democrático del movimiento 15M, propongo una reflexión general sobre el término “democracia”. Este punto toma como referencia principal el trabajo de Jacques Rancière, considerado como una perspectiva apropiada para afrontar la dialéctica compleja entre las democracias institucionalizadas y los movimientos democráticos de base. En el segundo epígrafe se aborda el contexto © 2014 Taylor & Francis

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histórico, social y político contra el que arremetió el 15M: el Régimen de 1978. Basándome fundamentalmente en el trabajo de Emmanuel Rodríguez, mi objetivo es esbozar un análisis del diseño institucional surgido de la Constitución del 78 como premisa necesaria para entender el modo en que el 15M socavó coherentemente sus pilares fundamentales. En el tercer punto abordo algunas objeciones planteadas contra el 15M. Centro mi análisis en los trabajos de Manuel Delgado y el colectivo Cul de Sac, tomados como dos ejemplos complementarios de los argumentos esgrimidos contra el 15M desde el llamado “pensamiento crítico”. Pese a sus veleidades radicales, apunto que ambos casos pueden entenderse como la prolongación de una larga tradición de desprecio por las formas autónomas de politización desde abajo. En el último apartado, analizo la práctica política desarrollada por el 15M con el objetivo de argumentar que sus consecuencias sobrepasan con creces los límites temporales del evento de mayo de 2011. Así, sostengo que la praxis contestataria del 15M sigue inspirando nuevos imaginarios políticos y formas de lucha en el marco de un ciclo de movilización que todavía permanece abierto. Resignificar la democracia Cuando el 15 de mayo de 2011 decenas de miles de manifestantes salieron a las calles de más de 50 ciudades españolas, lo hicieron a partir de una consigna fundamental: democracia. Pocos días después, las principales plazas del estado fueron ocupadas pacíficamente, iniciándose un proceso de deliberación asamblearia que, insistiendo en su carácter eminentemente democrático, dio forma al movimiento 15M. El hecho de que este ciclo de movilización se articulara en torno a la palabra “democracia” entraña una extraordinaria complejidad en la medida en que este término es una de las voces más controvertidas y disputadas del imaginario político contemporáneo (Agamben et al.). Cuando la palabra “democracia” fue reapropiada en el marco del 15M, sus integrantes estaban llevando a cabo una operación política mediante la cual no sólo se desentendían de la acepción dominante y la concreción institucional de la misma sino que la enunciaban, y ponían en práctica, en un sentido sustancialmente distinto. El título “Revueltas lógicas” apunta al origen de esta tensión semántica. Tomando intencionalmente cierta distancia, remite al poema en prosa de Arthur Rimbaud “Démocratie”. Con afilada ironía, Rimbaud empleó este título para describir una escena en que el ejército francés somete brutalmente un territorio colonizado. Los “soldados demócratas” del poema anuncian orgullosos su intención de “masacrar las revueltas lógicas” [Nous massacrerons les révoltes logiques]. El texto, escrito inmediatamente después de los eventos de la Comuna de París, refleja la paradoja de una “democracia” – la III República francesa – que no sólo aniquiló militarmente la insurrección democrática de la Comuna sino que además hizo de su carácter “democrático” un pretexto civilizatorio para legitimar su expansión colonial. Como apunta Kristin Ross, el poema de Rimbaud captura las transformaciones que la palabra “democracia” experimentó en el imaginario político occidental desde mediados del siglo XIX. Citando a Dubois, Ross subraya cómo el II Imperio fue capaz de apropiarse de esta palabra al oponer lo que literalmente designaba como “democracia real” frente al “partido de orden” burgués que las clases dirigentes afirmaban representar (“Democracy” 90). Ross reconoce en el poema de Rimbaud el momento histórico preciso en que la palabra “democracia” no sólo dejó de designar las aspiraciones populares en el marco de un conflicto nacional de lucha de clases sino que confirmó un desplazamiento semántico en virtud del cual las mismas

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clases sociales que se declaraban abiertamente antidemócratas a principios del siglo podían reivindicar el término con entusiasmo a finales del mismo (“Democracy” 95). No es casual que Jacques Rancière creara a principios de la década de los 70 una revista titulada precisamente Les révoltes logiques. Cuando algunos de sus textos fueron reeditados en 2003, el pensador francés abría la antología con un prólogo titulado “Las grandes palabras” [Les gros mots]. En el prefacio, Rancière admitía que palabras como “revolución”, “proletario” o “emancipación” pueden parecer demasiado ambiciosas y semánticamente sobrecargadas como para ser empleadas con naturalidad. Su proyecto aspiraba, sin embargo, a reapropiarse de las mismas, a problematizar sus significados y reinscribirlas en el terreno de la lucha política. En una entrevista reciente, Rancière reconocía que “democracia” no sólo es uno de estos gros mots sino probablemente el significante que con más urgencia debe ser resignificado. Según sus propias palabras: “in the field of the conflictive significations of the people, of the power of the people, there is a wealth of forces to be mobilized that cannot be found anywhere else” (Bustinduy). Dicha resignificación encuentra en el trabajo de Rancière una aportación relevante. En obras como La haine de la démocratie (2005) el pensador francés alerta de la simplificación que supone reducir el término “democracia” a una mera forma jurídicopolítica de gobierno, arguyendo que la evidencia que equipara “democracia” con un sistema gubernamental representativo es una noción históricamente muy reciente (60). Rancière remonta el uso de esta palabra a su sentido original, esto es, como forma de designar la irrupción como sujeto político de aquellos – llámese demos, plebeyos, proletariado o communards – a los que históricamente se ha negado el derecho de participación en la vida pública. En esto consistiría la “revuelta lógica” de la democracia: en la impugnación, necesariamente escandalosa, del sentido común que asume una desigualdad legítima entre gobernantes y gobernados – un movimiento que, como recuerda Bensaïd, “must keep pushing further, permanently transgress” los límites jerárquicos del poder instituido (43). En palabras del propio Rancière, el movimiento democrático describe dos direcciones fundamentales: la proclamación de la igualdad radical de todos los miembros de la comunidad y la afirmación de la pertenencia de cualquiera a una misma esfera pública ampliada (Haine 65). La paradoja de la Comuna, según la cual un movimiento radicalmente democrático puede constituir una revuelta intolerable contra la lógica de las democracias “realmente existentes”, resurgió con fuerza en las décadas de 1960–70. Tras la II Guerra Mundial prácticamente todos los regímenes del planeta apelaban al prestigio del término “democracia”: las dictaduras socialistas se reclamaban “democracias populares”, los sistemas parlamentarios occidentales eran “democracias representativas” e incluso sistemas dictatoriales como el franquismo acuñaron términos como “democracia orgánica” (Rodríguez 226–7). Sin embargo, todos estos regímenes fueron contestados por movimientos de base movilizados en torno a la reclamación, formulada con mayor o menor concreción programática, de una democracia más real. El ciclo de protestas que Arrighi, Hopkins y Wallerstein denominan “revolución mundial de 1968” constituye un hito en este sentido. Cabe destacar una observación de los autores al respecto: “we cannot understand 1968 unless we see it as simultaneously a cri de coeur against the evils of the world-system and a fundamental questioning of the strategy of the old left opposition to the world-system” (101). En otras palabras, la democracia enunciada desde abajo en 1968 impugnó no sólo las fuerzas conservadoras y autoritarias tradicionales sino también aquella “antigua Izquierda” – social-democracia, comunismo soviético y nacionalismo postcolonial – que había accedido a diferentes grados de poder estatal e institucionalización

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(88, 102). Significativamente, en los escenarios más convulsos, la cooperación entre los sectores izquierdistas tradicionales y las fuerzas conservadoras fue el elemento crucial para neutralizar la revuelta – léase Francia con el paradigma de los acuerdos de Grenelle. Una serie de pactos políticos y económicos sentó las bases para una nueva configuración de los regímenes occidentales, redefiniendo, con ello, un consenso que clausuraba unívocamente el significado de “la democracia” en torno a los principios de la representatividad parlamentaria y el libre mercado. El actual régimen del Estado español nace en este preciso contexto histórico. A finales de los 60 el franquismo se encontraba desbordado por la resuelta contestación política del movimiento obrero y una universidad crecientemente politizada. Tras la muerte de Franco en 1975, se inició un complejo y violento proceso de transición que desembocaría en el establecimiento de una democracia parlamentaria formalizada en la Constitución de 1978. Este resultado fue fruto de la negociación entre los remanentes del franquismo y unas fuerzas opositoras que, retomando la terminología de Arrighi, Hopkins y Wallerstein, podrían considerarse representativas de la “vieja Izquierda”. Los términos de esta negociación no distaron en lo fundamental de los reconocidos previamente en los acuerdos de Grenelle. Así puede entenderse, por ejemplo, el primer gran pacto nacional de la Transición – los Acuerdos de la Moncloa de 1977 – cuya estrategia de compromiso entre gobierno y fuerzas izquierdistas tradicionales reprodujo la estrategia de desmovilización y clausura desde arriba del ciclo de lucha del 68 como sucediera en los casos del “Social Contract” británico o el “Compromesso Storico” italiano (Barker 82).1 Como señala Rodríguez, la crítica convencional del régimen surgido de la Constitución de 1978 suele incurrir en el error de considerarlo como una continuación eufemística del franquismo (232). Si bien el proceso de transición no transcurrió en términos de ruptura revolucionaria, es igualmente cierto que desembocó en un nuevo sistema político e institucional equiparable a la mayor parte de democracias parlamentarias europeas – con las que, como se ha visto, compartió tempranamente las estrategias de pacificación del conflicto social. La pregunta fundamental, no obstante, es cuán democráticas son esas democracias. Rancière es contundente al respecto: no vivimos en democracias.2 Propone, en cambio, el concepto de “estados oligárquicos de derecho” [États de droit oligarchiques], entendiendo como tal un modelo en que el poder de la oligarquía está limitado por el doble reconocimiento de la soberanía popular y las libertades individuales. Unas libertades, aclara el autor, que en ningún caso deben considerarse como dones de los oligarcas sino que han de entenderse como victorias parciales de la acción democrática, una acción que es asimismo la única garantía de su tutela y continuidad (Haine 81–82). Este razonamiento es relevante para abordar el caso español. Sin duda, la Constitución de 1978 define una relación más abierta entre gobierno y sociedad civil, demarca un campo de legitimidad política substancialmente ampliado y reconoce un conjunto de derechos nada desdeñable. Esto debe ser entendido como un logro innegable de los movimientos democráticos antifranquistas activos desde finales de los 60. Sin embargo, como resultado de la tensión desigual entre estos movimientos y la oligarquía española, el diseño institucional del régimen ha restringido severamente el desarrollo de esos principios democráticos (Pisarello).

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Contra el Régimen En términos analíticos, “régimen” es el concepto preciso para designar un sistema político en sentido amplio, tomando en consideración no sólo su configuración institucional y sus mecanismos de toma de decisiones sino particularmente los modos socioculturales de relación entre sociedad civil y estado. Con todo, la normalización de este término en el Estado español está directamente vinculada con la contestación político-social derivada de la crisis. Como indica Errejón, la incorporación de la voz “régimen” al léxico político es un fenómeno reciente, vinculado con la expresión de “un desacuerdo radical no sólo con los principales actores políticos y económicos, sino con el conjunto del edificio institucional y cultural salido de la Constitución de 1978” (175). Así, la expresión “Régimen de 1978” se revela no sólo como un término analítico idóneo para referirse a la configuración institucional, social y cultural contra la que ha arremetido el ciclo de luchas abierto por el 15M sino que registra, además, el efecto directo de la movilización sobre la formación de categorías y narrativas políticas. Un régimen es, ante todo, una demarcación de las fronteras del campo político legítimo. Todo régimen se constituye por oposición a un afuera hacia el que se expulsan formas y relaciones políticas intolerables (Errejón 177). En términos generales, el diseño institucional del Régimen de 1978 ha conseguido regular, con relativa eficacia hasta 2011, tres aspectos fundamentales: una rígida lógica de representación, una economía política definida por la integración en la Unión Europea y un aparato consensual volcado en la formación de adhesión al régimen.3 Tal y como indican los artículos 6 y 7 de la Constitución de 1978, el único medio legítimo de expresión de la soberanía popular es la representación. El texto constitucional limita los interlocutores legítimos de discusión política a los partidos políticos, los sindicatos y las organizaciones patronales. Este modelo trilateral había sido ratificado previamente, sobre todo en su faceta de regulador del conflicto laboral, en los ya citados Acuerdos de la Moncloa (238–9). El principal logro de esta rígida estructura de representación habría sido su capacidad para absorber y neutralizar el intenso conflicto político que, desde el tardofranquismo, se encuentra en la génesis de la lucha por la democracia en el Estado español. Cabe observar, al respecto, que la “oposición antifranquista” no era un bloque monolítico. Muchas organizaciones políticas y sociales activamente implicadas en la lucha contra la dictadura no formaron parte de los partidos legalizados y los sindicatos que devendrían representantes exclusivos de la soberanía popular.4 La Constitución de 1978 no sólo disipa la legitimidad de cualquier forma de expresión colectiva desmarcada de las formas codificadas de representación – “los modos de participación más intensos” de los que hablara Jesús Ibáñez (63) – sino que además margina notablemente los escasos mecanismos de participación directa que sí reconoce – las limitaciones a las Iniciativas Legislativas Populares y los referéndums son notables en los artículos 87 y 92. Por otra parte, la Constitución se encuentra blindada contra su propia reforma, una posibilidad que, de nuevo, se reduce a una prerrogativa de los principales partidos políticos. No es precipitado afirmar que la calidad de esta lógica de representación ha conocido una degradación notable con el tiempo.5 Además de exponer sus dudas sobre la efectividad del principio de separación de poderes en el Régimen de 1978, Rodríguez analiza cómo la propia discusión parlamentaria se encuentra las más de las veces reducida al “trabajo en comisiones cerradas y opacas”, un modelo de deliberación que habría encontrado “la más elevada forma institucional” en el funcionamiento de la Unión

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Europea (217–8). En términos generales, este autor considera que el “instrumento de economía política supraestatal” de la UE habría implicado una cortapisa fundamental contra los mecanismos de profundización democrática al introducir “nuevas modalidades de gobierno ‘a distancia’ que operan a partir de preceptos económicos naturalizados como el orden legítimo de la política y que se imponen, aparentemente desde fuera, al ámbito tradicional de la política: la soberanía de los Estados” (103–4).6 La incorporación española a la Comunidad Europea, ratificada en 1986, estuvo precedida por una compleja negociación con sus miembros. La cuestión crucial era qué posición debía ocupar el Estado español en la división internacional del trabajo a escala europea (245). Las condiciones fueron claras: el obsoleto aparato industrial español debía ser desmantelado, promoviendo el desarrollo del sector de servicios – una premisa que se tradujo en un modelo de acumulación especializado en la especulación financiera, el sector inmobiliario y el turismo. La contrapartida en forma de generosos fondos de cohesión europeos explica que los gobiernos socialdemócratas de Felipe González en los 80 desarrollaran tímidos avances en derechos sociales sin intervenir en la estructura oligárquica de la economía española. Ciertamente, la integración europea coincide con un intenso movimiento de liberalización de mercados financieros y privatización de grandes empresas públicas en que la alta burguesía – en muchos casos ya afianzada durante el tardofranquismo – se aseguró el control de un reestructurado sistema bancario, de las compañías constructoras beneficiadas por un ambicioso programa de obra pública y de la industria inmobiliaria favorecida por el auge de los precios de la vivienda (246). En los años sucesivos estos principios fueron una y otra vez ratificados. De un lado, en 1992, el control del gasto público acordado en el Tratado de Maastricht limitó a escala europea las posibilidades de consolidación de los estados de bienestar. Del otro, las medidas adoptadas por el gobierno español como estrategia de recuperación de la crisis de 1991 beneficiaron extraordinariamente a la oligarquía financiera-inmobiliaria-constructora a través de desregulaciones del mercado, el incentivo de la propiedad inmobiliaria en detrimento del alquiler y la expansión de la obra pública en materia de infraestructuras de transporte (249–50).7 Es cierto que de este modelo – sostenido sin solución de continuidad – resultó un deslumbrante crecimiento hasta 2007. Sin embargo, mientras las estadísticas del PIB, consumo y empleo se exhibían triunfalmente, una profunda regresión de derechos sociales ya estaba teniendo lugar (Etxezarreta). Rodríguez aporta dos datos significativos. Primero: desde 1990, al menos el 35% de trabajadores españoles ha tenido contratos laborales temporales o precarios y más del 10% ha trabajado ilegalmente. Segundo: durante una década de espectacular crecimiento (1997–2007), los salarios reales descendieron más del 10% y una serie de sucesivas reformas legislativas confirmaron un recorte constante de derechos laborales. El reverso del boom económico era la consolidación de una arraigada cultura de la precariedad.8 La pregunta fundamental es cómo este orden de cosas pudo contar con un grado de consenso masivo sufriendo tan sólo críticas parciales y generalmente minoritarias hasta 2011. Además del papel de los grandes sindicatos – ciertamente reconvertidos en una instancia de pacificación del conflicto social y por lo general indiferentes a las condiciones de vulnerabilidad del nuevo precariado (251) – y la masiva autoidentificación de la sociedad española con un vago concepto de “clase media” – favorecida, entre otras razones, por las políticas de incentivo de propiedad inmobiliaria y la concesión masiva de crédito hipotecario (253–4) – Rodríguez señala la existencia de una “maquinaria de formación de consenso” que habría sostenido la adhesión social al régimen con relativa

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eficacia (259). Moviliza, para ello, un concepto acuñado por Guillem Martínez y que ha obtenido una extraordinaria relevancia en los últimos años: la “Cultura de la Transición” (CT). Si bien algunos empleos analíticos de este término merecerían un examen crítico atento, sus premisas generales son convincentes. Martínez define la CT como “una cultura vertical en la que el Estado […] gestiona la agenda de accesos a la realidad” (“La cultura” 129).9 Según este autor, durante 35 años una clase intelectual amparada por el Estado y amplificada por las principales corporaciones mediáticas habría trabajado en la formación de la opinión pública española en torno a una idea central: el Régimen de 1978 es el mejor de los mundos posibles. El terreno político acotado por esta narrativa consiguió monopolizar el significado de las palabras a través de una serie de contrarios binarios tan sólo aparentes. La oposición izquierda/derecha es un buen ejemplo de ello. En su uso mediático dominante, estos términos han polarizado el debate político en torno a los dos elementos de la alternancia bipartidista (PSOE/PP). Sin embargo, indica Rodríguez, lo que estos conceptos-pantalla parecen haber conseguido afianzar en primer lugar es un consenso que reduciría “la democracia” a una cuestión de libertades civiles – la única diferencia sustancial entre el programa de ambos partidos – obviando “el debate sobre el modelo de economía política y los privilegios de las oligarquías (incluida la clase política)” (262). Igualmente significativa es la oposición Constitución/terror, piedra de toque de la legitimidad del Régimen de 1978, consistente en la normalización de la idea según la cual las alternativas al orden constitucional derivarían de forma casi inevitable en la intransigencia, el totalitarismo o, literalmente, el terrorismo (264).10 Cuando la crisis global del capitalismo se desencadenó en 2007–2008 con efectos particularmente severos sobre el modelo financiero-inmobiliario español, el Régimen de 1978 se limitó a reproducir sus propias limitaciones democráticas. La lógica de la representación evidenció su agotamiento tanto en el plano político – en forma de un gobierno socialdemócrata que, incumpliendo su programa electoral y atenazado por las limitaciones del gasto público dictadas desde la UE, se volcó en un programa de recortes con devastadores efectos sociales11 – como en el sindical – donde los sindicatos, fosilizados tras décadas de renuncia a la confrontación, confirmaron su incapacidad de responder a un escenario de regresión de derechos sin precedentes, perdiendo su posición de monopolio y regulación de la movilización social.12 En el plano cultural, se insistió recurrentemente en la necesidad de recuperar el “espíritu de la Transición” – esto es, un reforzamiento de la lógica fundacional del Régimen de 1978 – como el único medio posible de superar la crisis. En este contexto, la irrupción del 15M fue capaz de desestabilizar la inercia política del sistema. Por decirlo en palabras de Rodríguez, el 15M debe ser entendido como causa y consecuencia de la crisis del Régimen de 1978 (267–80). Sin duda, la citada situación de deterioro institucional y socioeconómico actuó como catalizador de la movilización, si bien el desarrollo de la misma ha planteado un desafío inédito para la continuidad inalterada de la lógica del régimen. A los pocos días de la ocupación de las plazas, la movilización consiguió abolir las narrativas sedimentadas por la CT. Como indica Martínez, “el 15M inició, sin proponérselo, tan solo a través de su existencia, un cambio de paradigma cultural” desencadenando “una revolución – o, al menos, una reacción cultural – contra treinta y cinco años de cultura vertical y cohesionadora” (“La cultura” 139). El 15M puso en circulación un nuevo vocabulario crítico que, a partir de una denuncia de la gestión dominante de la crisis a escala estatal y europea, fue capaz de vehicular una impugnación sistemática de la democracia parlamentaria española. Su legado político posterior, en forma de un ciclo de luchas protagonizado por un frente

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social plural y masivo, ha constituido – y constituye – el elemento más activo tras la crisis política del Régimen de 1978.

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Idólatras e iconoclastas Esta lectura del 15M como movimiento democrático coherente, capaz de abrir un nuevo ciclo de movilización con una capacidad de agregación social masiva y con un discurso de impugnación sistemática de un régimen sólidamente asentado hasta la fecha disiente de un discurso intelectual muy extendido con que la movilización ha sido recurrentemente caracterizada. Desde sus inicios en 2011, el 15M ha sido acusado, por diversos pensadores, escritores y artistas de, entre otros cargos, indefinición ideológica y esnobismo (Monzó), de empobrecer el pensamiento y el lenguaje (Vila-Matas), de impotencia política posmoderna (Volpi), de simulacro revolucionario (Muchnick y Arroyo), de emocionalidad carente de reflexión y solidez (Bauman) o de narcisismo (de Azúa).13 Si bien esta enumeración se refiere a reflexiones breves y por lo general poco desarrolladas – formuladas en entrevistas, entradas de blog o artículos de opinión – es revelador que estas ideas hayan sido retomadas con mayor calado por autores y colectivos convencionalmente asociados a un discurso crítico con veleidades transformadoras. A continuación se examinan dos ejemplos diferentes pero complementarios en este sentido: de un lado, el trabajo del antropólogo Manuel Delgado – un “intelectual crítico” plenamente legitimado por la academia y el aparato cultural institucional – y, del otro, el colectivo Cul de Sac – situado en una posición contracultural y militante. La relación de Manuel Delgado con el 15M en Barcelona no está exenta de ambigüedad. Pocos días después del arranque de la movilización, Delgado, un reconocido investigador en materia de conflictos sociales en contextos urbanos, fue invitado por los propios activistas a intervenir en la Plaça de Catalunya ocupada. En su discurso, Delgado introdujo la que posteriormente se convertiría en su categoría de análisis fundamental del 15M: el peligro del “movimientismo ciudadanista”. El profesor alertaba del riesgo de que la todavía reciente movilización se redujera a “articulaciones cooperativas momentáneas en aras a la consecución de objetivos compartidos” sin ningún efecto transformador más allá de una pose moral de descontento con los excesos del capitalismo. Delgado definió el movimientismo como la “ideología que ha venido a administrar y atemperar los restos del izquierdismo de clase media, pero también de buena parte de lo que ha sobrevivido del movimiento obrero”. Así, “prescindiendo de cualquier referencia a la clase social como criterio clasificatorio” el movimientismo no sería más que una “difusa ecumene de individuos” bienintencionados pero incapaces de impulsar un proceso de cambio real (“El peligro”). Pocos meses después de este discurso, lo que era “un riesgo” se convierte en una constatación descriptiva. El 15M pasa a ser definido por Delgado como “la apoteosis” del movimientismo y como un ejemplo terminado de lo que Žižek denomina post-política – “a colossal process of de-politization and the ultimate triumph of a sort of emotional reformism”. La “effervescent mixture of emotion, impatience and conviction” del 15M no habría supuesto, constata Delgado tras seis meses de andadura del movimiento, nada más que un “provisional yet satisfactory refuge from the elements of the existing social and political structure […], serving as an ultimately illusory emancipation from the gravitation of the classes and enclassments” (“Indignation”).14 En textos posteriores, Delgado insiste en este argumento subrayando la oposición, ya establecida por Bauman en su breve entrevista de 2011, entre emocionalidad y pensamiento: así, el 15M termina

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siendo caracterizado como “una especie de comunidad emocional, sin apenas discurso, sin alternativas claras, sin dirección, en el doble sentido de sin metas y sin liderazgos. […] Lucha pero no piensa” (“El Procés”).15 La crítica formulada por Cul de Sac es diferente, aunque tan sólo en parte. Desarrollada en el libelo 15-M: obedecer bajo la forma de la rebelión, el colectivo propone un “intento de distanciamiento crítico respecto al movimiento de los indignados” (11). Sus tesis, resultado de la elaboración de algunas discusiones acaecidas en la Muestra del Libro Anarquista de Madrid, pretendían contestar la adhesión que el 15M suscitó entre algunos militantes y pensadores libertarios.16 Si bien este contexto de enunciación difiere notablemente del identificado en Delgado, sus análisis presentan coincidencias notables. Si Delgado entiende el movimientismo del 15M como la inercia que sucede a la desarticulación del movimiento obrero tradicional, Cul de Sac se refiere al 15M como “derrota de las aspiraciones históricas de la emancipación social” (11) identificadas en “lo que pudieron ser las aspiraciones revolucionarias inauguradas a mediados del siglo XIX” (27). Si Delgado denuncia la desarticulación ideológica del 15M y su reformismo biempensante camuflado, tan sólo formalmente, por una retórica participativa, Cul de Sac carga contra la “amalgama de reclamaciones, propuestas de mejora y sanción de derechos […] inútiles para la solución de cualquier problema vital, pero que poseen el aura de lo participativo” (26). Si Delgado impugna la atomización individualista del movimientismo, Cul de Sac lamenta que “los sujetos de estas movilizaciones [sean] aquellos adoctrinados en el individualismo más atroz” (28). Sin duda, las tradiciones ideológicas de las que provienen estos autores son distintas, como también lo es el fondo teórico de sus críticas. Un examen atento de las tesis de Delgado remite a una ansiedad poco disimulada ante lo que en la tradición marxista se ha denominado espontaneísmo. De acuerdo con el vocabulario leninista, este concepto designaría aquellas sublevaciones “de descontento” que, al carecer de una vanguardia programática sólida y formular tan sólo embrionariamente su conciencia de clase, no pasarían de una mera “expresión de desesperación” incapaz de subvertir el statu quo (Lenin 30).17 Por su parte, el Colectivo Cul de Sac hace suyo un repertorio crítico que podría denominarse discurso antiespectacular.18 Tomando como referente las tesis de Debord, esta corriente de pensamiento crítico se construye sobre la convicción de que el Espectáculo, como cima del desarrollo capitalista contemporáneo, habría subsumido totalitariamente todos los aspectos de la vida social bajo la lógica de la mercancía, neutralizando cualquier atisbo de insurrección a través de la atomización individualista y el adocenamiento del consumo de masas. Por diferentes que sean estas tradiciones de fondo, las críticas de Delgado y Cul de Sac comparten una misma “política del pensamiento”19 con un efecto principal: su desincronización con la realidad de las formas de lucha. No es casual que el punto fundacional de este hecho se remonte, precisamente, a la tensión democrática de 1968 previamente referida. Como indica Ross: What was revealed in the failed meeting between Althusserian theory and the insurrection of 1968 was that the antagonisms and disagreements of empirical politics will never provide philosophy with the right moment to connect with political action: it is never the moment, and it will never be the moment. (“Historizing” 24)

Rancière considera que este límite de la crítica althusseriana sería compartido por un amplio espectro del pensamiento crítico posterior – desde ciertas manifestaciones de la

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sociología crítica hasta el discurso antiespectacular, pasando por un sinfín de posicionamientos radicales en contra de la sociedad de consumo. Un límite que se habría justificado ante los hechos de 1968 a través de un doble razonamiento. De un lado, que la revuelta del 68 no sería más que un movimiento fútil, protagonizado por unos estudiantes tan sólo estéticamente revolucionarios que participaban de una ideología pequeñoburguesa sin saberlo. Del otro, que “las masas” contemporáneas, inmersas en la ética individualista del consumidor compulsivo, no sólo serían incapaces de oponerse autónomamente a la lógica de la dominación sino que son, en primer término, cómplices y responsables de la misma (Leçon 11–2). Estas dos ideas han sido constantemente retomadas, bajo los más diversos giros retóricos, por la tradición crítica posterior. Así, la lógica del primer punto puede ser reformulada por Delgado como una denuncia del “movimientismo ciudadanista” que revelaría que aquellos que se creen contestatarios no son sino los defensores últimos del orden establecido.20 Del mismo modo, en relación con el segundo término, el colectivo Cul de Sac puede construir un encendido relato crítico contra un 15M considerado como un grotesco baile de máscaras posmoderno en que “el consumidor de política indignado ostenta el mismo autismo existencial que cualquier otro consumidor” (25). La relación social que subyace a esta desincronización entre la práctica política y sus intérpretes puede entenderse como un trasunto de la dialéctica entre idólatras e iconoclastas. Como indica Mitchell, la denuncia del iconoclasta es, ante todo, un posicionamiento social mediante el cual se enuncia “a social structure grounded in the experience of otherness and especially in the collective representation of others as idolaters”. La lógica del iconoclasta moviliza en su favor una gramática muy concreta, según la cual siempre es una segunda o tercera persona la responsable de haber sucumbido a los falsos ídolos (Mitchell 19–20). Las críticas formuladas por Delgado y Cul de Sac pueden superponerse coherentemente a este esquema: sólo tras haber reificado al 15M como una otredad definida por la ignorancia y la sumisión más o menos inconsciente puede ganar crédito la posición del intelectual crítico como intérprete privilegiado de la realidad social. Si bien este razonamiento tiene como principal consecuencia el agotamiento de los imaginarios políticos de resistencia y la legitimidad de las luchas es cierto que tiene la innegable virtud, al menos para sus formuladores, de exaltar la relevancia social del intelectual crítico – responsable último de, por decirlo en los términos de Delgado, aportar a la lucha “el pensamiento” del que carece.21 Las herramientas de la revuelta El 15M no supuso tan sólo una impugnación frontal de la lógica del Régimen de 1978 sino que sus modos de hacer pusieron en práctica dos principios fundamentales del pensamiento democrático radical. Rodríguez los describe en los siguientes términos: de un lado, la república de los iguales – la convicción de que “una sociedad sólo es democrática cuando se reconoce que la libertad sólo puede remitir a la igualdad” – y, del otro, la asamblea o Ekklesía – el principio según el cual “la democracia exige una precondición fundamental y ésta es que el poder, o más aún la esfera política, debe ser realmente común, pública” (210). No es casual que ambas premisas coincidan con la concepción ampliada de la democracia en tanto que movimiento igualitario y de expansión de la esfera pública previamente reconocida al examinar el trabajo de Rancière. Por supuesto, no se trata de encajar mecánicamente la práctica del 15M en un aparato teórico dado sino de subrayar la materialización y puesta en práctica de un

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pensamiento democrático radical que, tras desproveer al término “democracia” de su sentido y concreción institucional dominantes, es capaz de generar nuevas subjetividades políticas e inspirar prácticas concretas de contestación.22 Como se ha indicado a menudo, existe una genealogía de movilizaciones sociales que precede la eclosión contestataria del 15 de mayo de 2011.23 Con todo, el elemento diferencial del ciclo abierto por el 15M es su capacidad masiva de repolitización, incorporando a amplios sectores sociales que se habían mantenido al margen de la movilización política activa hasta la fecha. El hecho de que las asambleas del 15M se basaran en lo que se convino en llamar inclusividad, esto es, en la discusión entre iguales sin establecer un requisito identitario previo ni aspirar a monopolizar el compromiso de los participantes,24 no sólo contribuye a explicar la extraordinaria capacidad de agregación social y legitimidad del movimiento25 sino que constituye, además, la confirmación práctica de su ideal igualitario. Los componentes que confluyeron en el 15M fueron capaces, pese a su heterogeneidad y aparente dispersión, de articularse de forma políticamente coherente. Desde este punto de vista, y contestando las lecturas denigratorias basadas en una aplicación analítica rígida del concepto de clase – Delgado podría ser un ejemplo terminado de ello – Mario Espinoza Pino propone entender el 15M como una “producción colectiva de conciencia de clase/política” [common production of class/political consciousness]. Siguiendo a E.P. Thompson, Espinoza renuncia a entender la clase social como una categoría estática y homogénea sosteniendo, en cambio, una concepción de la clase en tanto que proceso histórico y social dinámico, fruto del intercambio de experiencias, trayectorias sociales, memoria histórica y objetivos sociopolíticos diversos (236). Si bien esta noción no sería totalmente independiente de la posición en la esfera productiva – siendo el precariado26 desposeído por los efectos de la crisis uno de los agentes fundamentales de la movilización, pero no el único – Espinoza insiste en la importancia de situar la cuestión en el marco de luchas concretas y subjetividades emergentes. Desde este punto de vista, la deliberación asamblearia habría actuado como el “modo de articulación” entre los diferentes antagonismos participantes en el 15M, permitiendo la producción colectiva de tomas de posición y herramientas concretas de intervención en la realidad (237–8). El hecho realmente relevante es la posterior socialización de la subjetividad política y los repertorios de reivindicación surgidos de estas asambleas, siendo el 15M el inicio de un nuevo ciclo de protesta sostenido, con altibajos, durante dos años y medio. Es cierto que puede distinguirse una diferencia fundamental entre el 15M como acontecimiento – las ocupaciones masivas y las grandes asambleas de la primavera de 2011 – y el 15M como movimiento – la posterior dispersión en multitud de asambleas barriales y formas organizativas diversas. Con todo, y si bien muchas de las preguntas fundamentales abiertas por el 15M como acontecimiento – por ejemplo, su voluntad constituyente – no se han resuelto en su desarrollo inmediato, no puede negarse que las consecuencias políticas del 15M sobrepasan con creces el marco temporal de los hechos de mayo de 2011. Esta circunstancia puede concretarse en dos observaciones. Primera, la deslegitimación y crisis profunda del Régimen de 1978, cuyas instituciones y mecanismos de formación de consenso atraviesa actualmente un descrédito y desafección sin precedentes (Rodríguez 277–80). En este nuevo escenario permanece abierta una ventana de oportunidad en la que una serie de posicionamientos radicalmente democráticos, tan sólo hace unos años circunscritos a espacios contestatarios minoritarios, se ha normalizado en una escala social muy amplia, creando las condiciones de posibilidad para el

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desarrollo de alternativas políticas inéditas. Segunda, las resistencias más sólidas contra las políticas de desmantelamiento del estado social y regresión de derechos civiles y democráticos mantenida por el gobierno español bajo el pretexto de la crisis provienen de movimientos socio-políticos directamente influidos por los principios y la praxis reivindicativa del 15M. A continuación se examinan brevemente dos ejemplos significativos de ello: las mareas y la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). En paralelo a su dispersión en asambleas de barrio, uno de los epígonos más visibles de las ocupaciones del 15M son las denominadas “mareas”: movilizaciones sectoriales masivas que se han convertido en la principal expresión de resistencia social contra la política de degradación y privatización de servicios públicos emprendida por el gobierno español.27 El legado subjetivo, contra-representativo e inclusivo del 15M es fácilmente identificable en su práctica reivindicativa. En el plano de la subjetividad política las mareas evidencian la concreción de uno de los puntales del 15M: la superación de la subjetividad culpable – “habéis vivido por encima de vuestra posibilidades” – con que el Régimen de 1978 intentó justificar el desmantelamiento del estado social a la par que mantenía intactas las condiciones de privilegio de la oligarquía especuladora responsable de la crisis (Valenzuela). Como práctica de lucha, las mareas rompen con la lógica de representación sindical codificada por el Régimen de 1978, confirmando una tendencia de desafección creciente con los modos de actuación de las principales centrales sindicales – no es casual, de hecho, que los sindicatos dominantes hayan tratado de apropiarse de la capacidad de movilización de las mareas, un hecho que resultó evidente en las tensas circunstancias que precedieron las movilizaciones del 20 de noviembre de 2013 (“Cumbre Social y Mareas…”).28 Prescindiendo de cualquier aparato representativo al uso, las mareas basan su acción en asambleas localizadas con gran capacidad de agregación social y adaptación a los diferentes contextos sociales del Estado español. Las mareas han sido capaces de movilizar espectros sociales de una amplitud extraordinaria, haciendo partícipes de su reivindicación no sólo a los trabajadores sectoriales sino también a los usuarios de los servicios en lucha. La marea verde por la educación pública constituida en Balears en septiembre de 2013 es un ejemplo notable de todo ello. Si bien su referente fundamental fue la marea verde madrileña – un hecho que demuestra la adaptabilidad del modelo –, este movimiento se desencadenó en respuesta a la situación específica del sistema educativo balear – intervenido por el gobierno autonómico tanto en su vertiente cultural (con una serie de medidas que discriminaban la posición del catalán como lengua de formación) como presupuestaria (reproduciendo la política, generalizada a escala estatal, de precarización y desatención del modelo público). La marea verde fue capaz de articular no sólo a profesores, estudiantes y familiares sino que extendió su movilización a amplios sectores sociales bajo la consigna “todos somos docentes”, sosteniendo un largo proceso de huelga general indefinida que congregó multitudinarias marchas de apoyo.29 A diferencia de las mareas, un movimiento surgido ex novo en la estela del 15M, la PAH inició su actividad dos años antes de la revuelta de mayo de 2011. Sin embargo, no cabe duda de que el 15M actuó como una plataforma de amplificación e intensificación de su capacidad de movilización (Mir Garcia y Prat Carvajal 31). La PAH nace como respuesta a una de las circunstancias sociales más acuciantes de la crisis española: la generalización de las ejecuciones hipotecarias y los desahucios forzosos.30 La explicación de esta circunstancia remite directamente a los privilegios de los que ha gozado la oligarquía financiero-inmobiliaria bajo el Régimen de 1978. De un lado, en torno a 2004, el sector financiero español – en el caso de las cajas de ahorros indiscerniblemente

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vinculado a los poderes políticos – amplió, en busca de nuevos cauces de acumulación, la concesión de crédito inmobiliario a capas sociales precarizadas, a menudo en forma de nuevos productos financieros no muy diferentes de las subprime estadounidenses. Del otro, en caso de impago, el marco legal español prevé toda una serie de garantías para que los acreedores recuperen la deuda contraída o en su defecto la vivienda mientras que desampara notablemente a los endeudados, en su mayoría desempleados y clases desposeías por los efectos de la crisis. La respuesta de la PAH al respecto ha abierto varios frentes de lucha simultáneos que incluyen la convocatoria de asambleas de asesoramiento colectivo para los afectados, la paralización de desahucios mediante la congregación masiva de activistas a las puertas de las viviendas amenazadas de desalojo, un programa de realojamiento de familias desahuciadas en inmuebles vacíos propiedad de los bancos, la propuesta de alternativas legislativas y la presión pública (escrache) sobre los grupos parlamentarios contrarios a su aplicación.31 Al igual que las mareas, la PAH habría tenido un efecto notable en la formación de subjetividades políticas emergentes. Como indican Mir, França, Macías y Veciana, “cuando una afectada llega a la PAH lo hace destrozada, con vergüenza y sentimiento de culpa, no es el perfil del sujeto político dispuesto a enfrentarse a una comitiva judicial y a la policía para paralizar el desahucio”. Las asambleas de la PAH habrían actuado, precisamente, como un proceso colectivo de desculpabilización y empoderamiento (57). Asimismo, la práctica de la PAH recogería un rasgo fundamental de la generación de activistas formados en el 15M: la normalización de un repertorio de desobediencia civil pacífica que pasaría a ser entendida “como una práctica normal y como una obligación moral ante una ley injusta” (58). Conclusión A lo largo de este artículo se ha propuesto una lectura de la formación y desarrollo del 15M en el Estado español entre 2011 y finales de 2013. Se han tratado de perfilar dos características fundamentales de esta movilización, considerada como la primera crítica masiva y sistemática formulada contra el Régimen de 1978. Primera, su capacidad de poner en práctica unos principios democráticos radicales. Segunda, la socialización de sus herramientas contestatarias, que han conocido diversas reapropiaciones en las luchas integradas en un nuevo ciclo de movilización todavía en curso y que constituye el frente social más activo tras la crisis política del régimen. La referencia al trabajo de Rancière ha servido para marcar una distancia fundamental entre el sentido de la democracia institucionalizada bajo la forma del Régimen de 1978 – tomado como un ejemplo terminado de estado oligárquico de derecho – y la práctica democrática formulada desde las asambleas del 15M. Sin embargo, la referencia a este autor ha servido para demarcar una toma de posición más amplia: la renuncia a una concepción del pensamiento crítico como instancia denunciadora de la alienación e intérprete privilegiado de la acción política para tomar en consideración los modos en que la contestación social se enfrenta a los discursos dominantes generando nuevas subjetividades políticas y estrategias emancipadoras. Por ello me ha parecido relevante examinar la desincronización entre la propuesta efectivamente disruptiva del 15M y un cierto pensamiento crítico afanado en argumentar no sólo la impotencia política del movimiento sino también su supuesta complicidad con las reglas de la dominación. La relevancia de llevar a cabo un análisis en estos términos va más allá del esfuerzo por historiar y situar el 15M. En un contexto en que los efectos de la crisis capitalista global persisten en el Estado español con particular crudeza, la lectura denigratoria del

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15M como un movimiento sin efectividad alguna es retomada recurrentemente. No está de más, por ello, insistir en algo que David Fernàndez, recordando las palabras de Howard Zinn, dejaba escrito en el transcurso de las ocupaciones de mayo de 2011: “el canvi social és tan lent, i tan costós, que finalment només és possible per la suma i agregació de milers de gestos, coherents, acumulats al llarg del temps” (70).32 Al fin y al cabo, el objetivo de este artículo no era más que reconocer en la revuelta del 15M uno de estos gestos.

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Notas 1. Esta sucinta lectura de la Transición hace suyos dos posicionamientos propuestos por el colectivo Espai en Blanc: primero, la necesidad de contestar el tópico que insiste en la debilidad de la contestación antifranquista y describe el final de la dictadura como un proceso plácido y, segundo, la inscripción del ciclo de luchas del tardofranquismo y la Transición en el marco de la revolución mundial de 1968 (20–22). 2. Aclara, no obstante, su distancia respecto a la caracterización, sostenida entre otros por Agamben, de los regímenes contemporáneos como una suerte de permanente estado de excepción totalitario (Haine 81). 3. La concisa – y necesariamente simplificada – caracterización del Régimen de 1978 que sigue se basa en el reciente trabajo de Emmanuel Rodríguez Hipótesis democracia (2013). Si no se indica lo contrario, las referencias de este epígrafe remiten a esta fuente. Además de por su solidez crítica y argumentativa, este trabajo resulta relevante por ser un ejemplo de “investigación militante” formulada en la intersección entre el activismo político y la producción de conocimiento (Bookchin, et al.). 4. Merece la pena insistir en este punto dado que, incluso en textos rigurosos sobre la materia, suele asumirse una relación de transparencia representacional entre los partidos opositores reconocidos en la Transición y las demandas de unas “bases” difusamente definidas – por ejemplo, “en aquel momento [los líderes antifranquistas] conectaban plenamente con buena parte de los sectores sociales que representaban” (Molinero 43). Al respecto pueden citarse posicionamientos que expusieron, desde la propia contestación antifranquista, una crítica articulada y madura contra los modos de hacer de los principales partidos y sindicatos antifranquistas en la clandestinidad (ver Sala y Durán – pseudónimos de José Antonio Díaz Valcárcel y Santiago López Petit). 5. En una fecha tan temprana como 1989 y con el trasfondo de la huelga general política del 14 de diciembre de 1988, Ibáñez ya sostenía que tras la primera fase transicional “en la que las relaciones cambiaban en un sentido cada vez más democrático” se habría iniciado una involución de esa tendencia (62). 6. Esta referencia al marco europeo exige pensar los límites de la democracia parlamentaria española en una escala ampliada. Sería erróneo asumir que las deficiencias democráticas del Estado español son exclusivas del mismo; de hecho, la insistencia del punto anterior en situar el Régimen de 1978 como una “democracia europea” y no como una mera continuación del franquismo apunta en esa dirección. Si bien esta cuestión sobrepasa los límites de este artículo, cabe destacar que los análisis más lúcidos del 15M – el propio libro de Rodríguez es un ejemplo cabal de ello – insisten en la importancia de situar los esfuerzos por redefinir los términos de la democracia representativa en una escala europea. Foros de confluencia de nuevos movimientos políticos europeos como Agora 99 podrían ser un interesante caso de estudio en este sentido. 7. Para un análisis exhaustivo del desarrollo del modelo capitalista español, ver López y Rodríguez (2001). 8. El trabajo de Gálvez Biesca es extraordinariamente relevante al respecto. Ver su “Movimiento obrero” y particularmente el monógrafico Cultura de la precariedad, generaciones y conflicto social editado por este autor. 9. La elaboración teórica del concepto de CT varía desde la teoría de los marcos de Lakoff citada por el propio Martínez (“La cultura” 131) hasta la comprensión de la CT a partir del concepto rancieriano de policía (Fernández-Savater, “El arte”). Ver, por otra parte, el libro colectivo

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editado por Martínez CT o la Cultura de la Transición, cuyas desiguales contribuciones evidencian la superficialidad analítica que en algunos casos ha vehiculado el recurso a este concepto. Rodríguez propone un tercer binomio: la oposición centralismo/descentralización, argumentando que las más de las veces este debate reproduce a escala nacional la dicotomía izquierda/ derecha y se reduce a una negociación de atribuciones e inversiones en beneficio de las oligarquías periféricas. Si bien esta observación es cierta – y, como indican algunas voces críticas, el actual repunte de la cuestión nacional catalana estaría sirviendo en parte para reencauzar el debate político en los rieles de la CT tras la ruptura del 15M (Garcés et al.) – proyectos como las Candidatures d’Unitat Popular catalanas (CUP), capaces de conjugar un discurso nacional con un modelo de fuerte innovación democrática, ilustran la existencia de aristas complejas en esta discusión. Esta dinámica alcanzaría su cénit con la reforma del artículo 135 de la Constitución Española en junio de 2011 donde el pago de la deuda se convertía en “prioridad absoluta” del Estado. Como indica Pisarello esta cláusula “neutraliza la ya menguada fuerza normativa del principio del Estado social” y “rinde abiertamente el principio democrático a los designios de la deudocracia, o gobierno de los acreedores”. La huelga general del 29 de septiembre de 2010, por ejemplo, fue convocada por CCOO y UGT pero evidenció en su desarrollo una presencia masiva de movimientos sociales independientes y heterogéneos que desbordaron los discursos y los modos de hacer de las grandes centrales sindicales (Mir Garcia 11–2). Para un examen crítico de las posiciones de Vila-Matas, Monzó y Mulchnick y Arroyo ver Moreno-Caballud (110–1). Para una contestación de las tesis de Volpi y Bauman ver Espinoza Pino (232–3). Cabe observar que este artículo parafrasea, traducidas al inglés, las palabras textuales pronunciadas a modo de advertencia en el citado discurso ante la plaza ocupada de mayo de 2011. Aparentemente, los complejos avatares que atravesó el movimiento 15M entre mayo y diciembre de 2011 – incluyendo, por citar sólo dos ejemplos, crudos episodios de represión policial o la mutación de la forma del movimiento, que pasó de la estrategia de ocupación de plazas a la atomización en asambleas de barrio coordinadas – no merecen la más mínima matización en el razonamiento de Delgado, que se limita a reconvertir un discurso conativo en un texto enunciativo: lo que en mayo eran hipótesis son constataciones descriptivas en diciembre. En este texto, una intervención ante un encuentro de activistas constituyentes en Sant Adrià del Besòs, Delgado reconocía en la plataforma “Procés Constituent” impulsada en Catalunya por Arcadi Oliveres y Teresa Forcades una “superación de la desideologización y el movimientismo” del 15M. Si bien no es referido explícitamente en el texto de Cul de Sac, puede citarse al respecto el trabajo de Carlos Taibo, quien sostiene un vínculo fundamental entre las tesis libertarias y la movilización del 15M. No es la primera vez que estos argumentos resuenan en el contexto español: las acusaciones vertidas contra el movimiento obrero autónomo durante los primeros años de la Transición por Nicolás Sartorius, el entonces ideólogo de unas Comisiones Obreras definitivamente reconducidas a la órbita del PCE, también apelaron al “efecto negativo” que los “movimientos desorganizados”, “deficientemente conducidos”, “no planeados con seriedad” ni “controlados en su desarrollo” podían suponer para los intereses de la clase trabajadora (cit. Quintana 60). Los miembros de Cul de Sac tan sólo citan como referente explícito el trabajo de Jacques Ellul – un autor abiertamente influenciado por Debord – si bien su discurso revela una deuda manifiesta con dos de los principales epígonos del discurso antiespectacular: Agamben y el colectivo Tiqqun. Con Rancière, entiendo como tal “la manière dont cette pensée s’empare des signifiants et des enjeux politiques d’un temps et définit elle-même para là une scène et un temps spécifiques d’effectivité politique de la pensée” (Leçon 8). Otras formulaciones críticas contra el 15M, menos preocupadas por atemperar el origen de su razonamiento, no tuvieron inconveniente en despreciar al movimiento en tanto que “movimiento interclasista” y “de claro carácter ideológico pequeñoburgués” (PCPE).

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21. La comprensión de esta tensión encuentra un desarrollo significativo en el trabajo de Luis Moreno-Caballud centrado, precisamente, en el desbordamiento democrático de los accesos restringidos a la formación de discurso político y producción cultural en el Estado español contemporáneo. 22. Subsumir la realidad de una práctica política a los principios de un aparato teórico supondría una contradicción respecto a las bases mismas del proyecto intelectual de Rancière (Leçon 11). Por otra parte, sería erróneo considerar el concepto de “democracia” evocado aquí como un patrimonio exclusivo de este autor. Por ejemplo, Rodríguez cita como uno de sus referentes los trabajos de Cornelius Castoriadis (210n1), lo cual sitúa el problema en una constelación más compleja: la de aquellos pensadores/militantes que, a partir de una doble crítica del entonces llamado marxismo ortodoxo y la teoría político-económica liberal en los 60 y los 70, se esforzaron por rescatar un significado emancipatorio del término “democracia”. 23. Ver, por ejemplo, la varias veces retomada genealogía propuesta por Fernández-Savater que incluiría la movilización contra la Guerra de Irak de 2003, las protestas ante las sedes del PP que sucedió a los atentados de Atocha en 2004, los movimientos por el derecho a la vivienda de 2006 o la oposición a la llamada Ley Sinde de 2009 (“Emborronar…”). Otros estudios (Mir Garcia) analizan, en el marco de Catalunya, un amplio espectro de lo que denominan “colectivos de organización política autoconstituidos” (COPA) organizados al margen de partidos políticos y sindicatos pero con actuaciones y objetivos eminentemente políticos que habrían encontrado en el 15M un espacio de visibilidad y coordinación. En un sentido más amplio, el 15M puede inscribirse en el ciclo de movilización global iniciado en 2011 (Mateos). 24. Ésta es, precisamente, una de las características definitorias de los COPA que precedieron al 15M (Mir Garcia 38). 25. Los sondeos de opinión en torno al movimiento reflejaron porcentajes masivos de apoyo y adhesión: por ejemplo, un estudio de junio de 2011 concluía que el 81% de los españoles consideraba que la movilización “tenía razón” (Metroscopia 16–7). 26. Por otra parte, la propia naturaleza del precariado – como afirma Gálvez Biesca “un fenómeno transversal, interclasista e intergeneracional” (212) – exige poner en juego una flexibilización analítica considerable para su comprensión. 27. Si bien sus dos ejemplos más notables serían la marea blanca por la sanidad pública y la marea verde por la educación, este modelo de movilización ha sido reproducido y apropiado por diversos sectores sociales y profesionales. Para una crónica de las diferentes mareas ver Sánchez. 28. La cuestión de la desafección sindical entraña una gran complejidad, aunque se pueden reconocer dos puntos básicos para la comprensión. Primero, el descrédito de la estrategia protesta/pacto normalizada por UGT y CCOO, que habría alcanzado un límite claro en la sucesión de la ya citada huelga general de septiembre de 2010 (cf. nota 12) y el pacto trilateral con gobierno y patronal de enero de 2011 (Campos Lima y Martín Artiles). Segundo, la dualización creciente del mercado laboral español, evidenciada en la brecha de derechos y atención sindical entre trabajadores fijos y mano de obra precarizada (Gálvez Biesca 216). De ambas circunstancias se deriva la percepción de los sindicatos tradicionales como aparatos acomodados en la estructura estatal y como plataformas de reivindicación ineficaces (Morán; Espinoza 232). 29. Por ejemplo, la manifestación del 29 de septiembre de 2013 congregó, de acuerdo con la Societat Balear de Matemàtiques, a más de 80.000 personas, siendo la manifestación más populosa de la historia reciente de Mallorca. 30. Mir, França, Macías y Veciana ofrecen un completo resumen de los estudios que aportan datos en la materia: todos ellos arrojan cifras masivas (53–4). Por citar sólo las estimaciones de la PAH, publicadas en un reciente y completo informe sobre la situación de emergencia habitacional en el Estado español, se calcula que entre 2008 y 2012 se iniciaron 415.117 procedimientos de ejecución hipotecaria y se ejecutaron 244.278 desalojos forzosos (Alemany et al. 13). 31. La página web de la PAH aporta información actualizada sobre los resultados de su actividad. En el momento de redacción de este artículo, finales de 2013, se habían paralizado 936 desahucios y realojado a 712 personas. Ver también el citado informe de 2013 como muestra de la vertiente analítica y propositiva del movimiento (Alemany et al.).

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32. “El cambio social es tan lento, y tan costoso, que finalmente sólo es posible por la suma y agregación de miles de gestos, coherentes, acumulados a lo largo del tiempo” (mi traducción).

Resumen biográfico

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Pablo La Parra-Pérez es doctorando en el Department of Spanish and Portuguese Languages and Literatures de la New York University (NYU). Actualmente trabaja en una investigación sobre las relaciones entre prácticas culturales y movimientos políticos contestatarios en el tardofranquismo y la Transición, con un interés particular por el cine clandestino e independiente. Antes de incorporarse a NYU cursó una licenciatura en Historia del Arte (Universitat de València) y un máster en Estudios Comparados de Literatura, Arte y Pensamiento (Universitat Pompeu Fabra). Sus líneas de trabajo incluyen los estudios de cultura visual y la memoria histórica de las culturas de protesta en el Estado español.

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