Revolucionar un concepto: la democracia radical en Ernesto Laclau (capítulo de libro)

August 26, 2017 | Autor: M. Cadahia | Categoría: Sociology, Political Philosophy, Filosofía Política
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Descripción

REVOLUCIONAR UN CONCEPTO: LA DEMOCRACIA RADICAL EN ERNESTO LACLAU María Luciana Cadahia

0. La filosofía contemporánea se ha visto en la necesidad de reformular el marco categorial con el que la tradición moderna ha concebido la política. El surgimiento de este nuevo paradigma ontológico ha dado lugar, por un lado, a un nuevo campo de inteligibilidad desde el cual pensar la gestión de la vida del individuo y de la población en tanto objeto de la política, y, por otro, a una crítica de las categorías clásicas del pensamiento político, las cuales han privilegiado el momento del orden frente al conflicto. Si bien este diagnóstico es compartido por un gran número de pensadores, el desencuentro surge en el momento de pensar los vínculos a establecer con la misma tradición. Hay quienes consideran que, si el propósito es hacer pensable nuevamente la política, es imprescindible una ruptura radical con el léxico y las categorías clásicas de la modernidad, puesto que se asume que aquéllas sólo han conducido a una neutralización de la política. Otros, a pesar de sostener una actitud crítica frente a estas categorías, asumen el desafío de resignificarlas dentro de un nuevo campo discursivo. Entre los que defienden esta segunda postura podemos situar a Ernesto Laclau, cuyo trabajo consiste en reconsiderar las posibilidades de una democracia radical. De este modo, y en lo que se refiere al presente escrito, la propuesta es considerar los trabajos de Laclau dentro del pensamiento político contemporáneo, con el objeto de pensar en qué medida la manera en que concibe la democracia nos permite, por un lado, elaborar una crítica a los intentos teóricos de determinar modelos normativos de democracia y, por otro, concebir la democracia como un acontecimiento indeterminado cuyo horizonte de sentido no puede ser determinado a priori, sino que siempre está por venir en el terreno mismo de la experiencia política. Nuestra pro131

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puesta, por tanto, consiste en retomar y continuar la brecha abierta por Laclau, con el objeto de indagar las posibilidades para repensar la experiencia democrática dentro de este nuevo paradigma ontológico y reflexionar en qué medida esto nos ayuda a tomar una distancia crítica respecto del dispositivo democrático predominante en nuestras sociedades. Dicho dispositivo no sólo podría ser considerado como heredero directo del discurso político moderno del orden, sino que, al difundir un modelo estándar y exportable a los distintos rincones del planeta, propaga la asimilación de la lógica económica a todas las esferas de lo social y hace del derecho a la diferencia el guardián de un individuo posesivo y aislado, mientras reduce el momento político a un mero procedimiento administrativo del capital humano, simbólico y material.

1. Al desaparecer el fundamento divino como garante del orden social, la democracia no significaría otra cosa que la posibilidad del despliegue de un conjunto de relaciones inmanentes de poder. A través de estas relaciones los hombres deberían organizarse entre sí y dotar de legitimidad a una determinada forma de gobierno. La democracia sería aquella forma de ejercicio del poder propiamente política, en el sentido de que el momento de conflictividad del pueblo estaría inevitablemente presente como el lugar de negociación constante. No obstante, pareciera producirse el efecto contrario, es decir, un fenómeno de despolitización que, a su vez, funciona paradójicamente como una fuerza política que pretende instituir y conservar un determinado orden caracterizado como democracia liberal. ¿Cómo es posible, entonces, que esta forma de poder que prometía liberarse de los dogmas de la religión, y poner en escena el conflicto inherente a todo intento de legitimación del poder, se haya convertido en un modo de neutralización de la política?

un nuevo paradigma ontológico. A continuación, intentaremos esbozar en qué medida la propuesta de Laclau alcanza este propósito.

2. El malestar que atañe a la experiencia neutralizadora de la política se encuentra intrínsecamente vinculado con el fenómeno de las democracias liberales. Por tanto, analizar el discurso que se articula en el seno de las mismas permite constatar que esta determinada experiencia no se encuentra exenta de la histórica lucha simbólica por vertebrar discursivamente un orden político. Por esa razón, en lugar de enfocar el discurso de las democracias liberales como el resultado necesario de un desenlace natural, como si el modelo que trata de caracterizarlas fuese el único terreno semántico desde el cual tratar los problemas, parece conveniente acercarnos a él en los términos de una estrategia discursiva que intenta delimitar cómo se articula lo social. De allí la necesidad de tomar distancia de la idea de un «modelo original» de democracia, claramente formulado, y al cual deberíamos ajustarnos o precisarlo mejor. Para llevar a cabo esta tarea crítica, es necesario definir cómo vamos a enfocar el problema de la democracia. En vez de considerar a las democracias liberales como un conjunto de ideas o conceptos claros y precisos, cuyo sentido puede ser perfectamente determinado para expresar la organización de una comunidad política dada, es conveniente aproximarnos a este discurso en los términos de un dispositivo, es decir, tomarlo como un conjunto de prácticas y mecanismos que tienen por finalidad provocar un determinado efecto sobre la conducta de quienes se encuentran sujetados por ese discurso. El dispositivo funciona como una red invisible que articula los elementos que aparecen y constituyen un determinado sistema, es decir, es la manera en que se disponen las piezas de un mecanismo y, por extensión, es el mecanismo mismo.

Si bien este diagnóstico es compartido por un conjunto de pensadores políticos contemporáneos, las reflexiones sobre el sentido de este acontecimiento se escinde en dos vías. Por un lado, encontramos los trabajos de pensadores como Agamben y Esposito, quienes reconsideran el problema de la política en conexión con su origen teológico. Pero, por otro lado, encontramos los trabajos de pensadores como Laclau y Rancière, los cuales ponen en el centro del debate el problema de la democracia, las categorías clásicas con las cuales se la ha pensado y la necesidad de resignificarlas en

Por tanto, no consideramos que el discurso en general, y el de las democracias liberales en particular, sea el fiel reflejo de un realidad dada — lo cual muchas veces pretende operar como el marco normativo al que deben ajustarse aquellos ordenes sociales que escapan a su lógica—. Por el contario, concebimos el discurso como un modo característico de producción de sentido. Esto nos permite considerar los discursos no ya como un conjunto de signos que se remiten a contenidos o representaciones, sino, en cambio, como un conjunto de prácticas discursivas que conforman aquellos objetos de los que hablan.

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Dicho de otro modo, no nos interesa constatar el sentido de los enunciados, sino más bien la lógica que los articula, esto es, cómo tienen lugar dentro del sistema de sus relaciones recíprocas. Pensar el problema de las democracias liberales en los términos de un discurso que pretende establecer un determinado ordenamiento de lo real, nos permite poner en entredicho aquella actitud que parte de la existencia de un enlace natural entre democracia y liberalismo y lo convierte en el punto de partida evidente e incuestionable desde el cual deberían ser pensados todos los problemas. Al considerar las premisas del discurso democrático liberal como el resultado necesario del desarrollo de las sociedades, esta actitud deja sin responder la pregunta acerca de cómo un determinado discurso va articulándose, en qué medida genera efectos de sentido y hace aparecer aquellos elementos de los que habla. De lo que se trata, entonces, es de estudiar aquí cómo aquello que parece necesario dentro de un determinado discurso —en este caso el supuesto enlace natural entre democracia y liberalismo— es en realidad el resultado de una ausencia de problematización. A este respecto, encontramos dos enfoques desde los cuales pensar la democracia: o bien como modelo normativo, o bien como un acontecimiento abierto e indeterminado. El primer enfoque, a su vez, está atravesado por dos tendencias. Por un lado, encontramos una serie de propuestas que se inscriben dentro de la denominada democracia deliberativa, entre cuyos defensores más renombrados podemos citar a John Rawls1 y Jürgen Habermas2. Sin renunciar a los términos en los cuales una cierta tradición liberal identifica la democracia, estos autores tratan de bosquejar algunas soluciones que vengan a paliar las deficiencias de la histórica tensión entre el principio de igualdad (democracia) y el principio de libertad individual (liberalismo). Por otro, descubrimos una estrategia elaborada dentro del discurso de la corriente neoliberal, cuyo mayor impulsor ha sido Friedrich Hayek3. Esta perspectiva, en vez de elaborar algún principio que articule la democracia y el liberalismo, concibe las relaciones sociales a partir de los principios del libre mercado, a la vez que trata de desvincular éstas de la política y redefinir la democra-

1

John Rawls, El liberalismo político, Madrid, Crítica, 1996.

2

Jürgen Habermas Facticidad y Validez, Madrid, Trotta, 1998.

3

Friedrich Hayek, The road to serfdom, Londres, Routledge, 1944.

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cia más en los términos de un gestión técnica que de un conjunto de demandas y toma de decisiones colectivas. En relación con el segundo enfoque, los trabajos de Laclau toman distancia de la perspectiva normativa, a la vez que nos permite hacer una crítica a estas pretensiones y configurar otro tipo de discurso con el cual abrir una nueva brecha de inteligibilidad para pensar la democracia. Sin embargo, comparte algunos puntos con la propuesta de Habermas que es preciso mencionar. Tanto uno como otro rechazan el modelo neoliberal que reduce el proceso democrático a la expresión de intereses y preferencias a través de un voto que selecciona a los líderes que llevarán a cabo las políticas escogidas. También rechazan la visión empobrecida de la política democrática que no reconoce el modo en que las identidades políticas son constituidas y reconstituidas en la esfera pública, puesto que los intereses no son preexistentes sino que es en la misma experiencia política donde estos se van configurando y dando forma a un sujeto político. A pesar de estas coincidencias, Laclau toma distancia de Habermas en un punto clave. Mientras que en su propuesta normativa, Habermas procura adoptar una actitud en la cual el conflicto pueda ser erradicado mediante un consenso dialógico y racional, para Laclau el conflicto no sólo funciona como el punto de partida de sus reflexiones sino que además se convierte en la condición misma de la democracia. El papel central que la noción de antagonismo desempeña en su trabajo cierra toda posibilidad de una reconciliación final, de un consenso racional, de un nosotros plenamente inclusivo —como el caso de Habermas—. Para Laclau una esfera pública, sin exclusiones y dominada enteramente por la argumentación racional, es una imposibilidad conceptual —o mejor dicho, el resultado oculto de una exclusión—. Más aún, el conflicto y la división no son ni disturbios que desgraciadamente no pueden ser eliminados, ni impedimentos empíricos que hacen imposible la plena realización de una armonía a la que debemos aspirar como ideal regulativo. Laclau explicita que la creencia en una resolución final de los conflictos, lejos de proveer un horizonte necesario, pone en peligro cualquier proyecto democrático. Estas afirmaciones descansan en la idea de que es vital para la política democrática reconocer que toda forma de consenso es el resultado de una articulación hegemónica, y que siempre existirá una exterioridad que impedirá su realización plena. Y esto —a diferencia de Habermas y sus seguidores— no es algo que socava el proyecto democrático, sino su misma condición de posibilidad en los términos de una democracia radical.

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3. Ahora bien, para comprender mejor la propuesta de una democracia radical en Laclau es imprescindible adentrarnos en el concepto clave que articula su teoría, esto es, la noción de hegemonía. Este término lo recoge de la teoría de Gramsci, no obstante, toma distancia de éste al incorporarlo dentro de un paradigma ontológico diferente, puesto que la hegemonía es una teoría de la decisión tomada en un terreno indecidible. A este respecto, parte de la premisa de que la política es una articulación contingente en un terreno de indecibilidad última. Con este concepto, entonces, concibe las fuerzas sociales como un conjunto de fuerzas particulares, donde una de ellas asume la representación de una totalidad que es radicalmente inconmensurable. Considero que el aspecto más interesante de su propuesta es que esta estrategia de análisis le permite tomar distancia tanto de las posturas universalistas como de las posturas particularistas. Es decir, por un lado, rechaza la posibilidad de que la universalidad encuentre una expresión directa y se realice en la sociedad. Por el contrario, asume la idea de una «universalidad hegemónica», es decir, una universalidad contaminada cuya articulación hegemónica siempre se encontrará por una exterioridad que le impedirá su realización plena. Pero, por otro lado, también desestima aquellas lecturas que afirman la coexistencia de particularidades entre las que no es pensable algún tipo de articulación, ya que esta actitud no hace más que disgregar toda posibilidad de lazo social y perpetuar las desigualdades sociales entre los individuos. La estrategia del derecho a la diferencia y singularidad de los individuos, muchas veces cae presa de una lógica conservadora tendiente a perpetuar la brecha de desigualdad. A fin de evitar los problemas asociados con las posturas universalistas y particularistas, Laclau plantea una vía donde la articulación es posible gracias a una tensión dialéctica no resuelta entre el funcionamiento de dos lógicas: la lógica de la equivalencia, por un lado, y la lógica de la diferencia, por el otro.

4. Comprender el funcionamiento de esta dos lógicas tiene que ver con la pregunta acerca de cómo se determina un espacio dentro de la cual se constituyen identidades —siempre sujetas a un tipo de transformación—4. Aquí

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Laclau parte de la base de que no hay un centro estructural necesario dotado de capacidad a priori de determinación en última instancia, sino que, por el contrario, lo que tiene lugar es un efecto centralizador que intenta constituir un horizonte totalizador precario, y éste sólo puede proceder de la interacción de las propias diferencias entre sí. De este modo, no hay ni un más allá del juego de las diferencias —ningún fundamento que privilegie a algunos elementos del todo por encima de los otros—; ni un complejo relacional subordinado a una función y reintegrado a un todo estructural, retraduciéndose en algo más que las articulaciones diferenciales. Si seguimos la posibilidad que atisba Laclau, la cual consiste en afirmar que el exterior de una totalidad no es un elemento más dentro de la cadena de diferencias, sino el resultado de una exclusión. Es decir, algo que la totalidad expele de sí misma a fin de constituirse. Las otras diferencias se vuelven equivalentes entre sí, esto es, adquieren cierta identidad en la medida de que se reconocen negando aquello que ha quedado excluido del campo de representación. La equivalencia subvierte la diferencia y da lugar a la construcción de una identidad. Así, toda identidad es construida dentro de esta tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. La totalidad, por tanto, es fallida y sólo tiene lugar como la tensión entre estas dos lógicas, cuya plenitud se vuelve inalcanzable. Plenitud que constituye un objeto que es imposible y necesario. Imposible porque la tensión es insuperable. Y necesario porque es la manera en que tiene lugar algún tipo de cierre (por más precario que sea), ya que en caso contrario no sólo no habría identidad sino ni siquiera significación alguna. El sentido por el cual Laclau considera que la categoría de totalidad no puede ser erradicada se debe a que es lo que posibilita la construcción misma de la subjetividad, aunque esta categoría no debe concebirse como un fundamento —el consenso racional como punto de partida para la organización de lo social— se constituye más bien como un horizonte indeterminado teóricamente. Este horizonte, en vez de exhibirse como una universalidad pura y transparente, juega más bien el papel de un caleidoscopio, un campo de visibilidad que aprecia un objeto irregular, cuyas imágenes se ven multiplicadas simétricamente. Es decir, el espacio de representación se convierte un espejo turbio y roto, interrumpido constantemente por un real heterogéneo al cual no se puede dominar simbólicamente.

Cfr. Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, FCE, 2005. p. 92.

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5. Una vez que hemos delimitado los conceptos claves con los cuales Laclau piensa las posibilidades de una democracia radical, estamos en condiciones de reflexionar acerca de cuáles son los inconvenientes que presenta una propuesta normativa de democracia. Las pretensiones de los modelos normativos de democracia, que tratan de reabsorber dentro de sí mismos cualquier exterioridad heterogénea, bajo el marco conceptual de Laclau, se revelan como el resultado de la negación de su propio acto de exclusión. O dicho de otra manera, hacen de un determinado contenido óntico la dimensión ontológica desde la cual todo debe ser dicho, dejando fuera de este campo de representación simbólica la cadena óntica unificadora de este espacio ontológico5. Si tomamos en consideración la propuesta concreta de los trabajos de Habermas, encontramos que su condición de posibilidad depende de la no problematización del consenso racional como mecanismo adecuado de acceso al campo de la representación política, sobre todo porque se determina de antemano el modo en que entran en escena los particulares, esto es, como individuos con intereses propios que deben ser conciliados, sin explicitarse que es el mismo modelo el que está articulando simbólicamente, al naturalizarse como una grilla invisible, que el pueblo es la suma de individuos con intereses propios. Así, se supone que la fuente de validez de las razones precede a la representación —es necesario que los individuos entren al campo de representación para conciliar sus intereses— cuando en realidad es mediante la representación misma que se instituye esta idea. Es decir, se apela a una instancia previa —la totalidad de los individuos— para legitimar una determinada articulación de lo social (consenso racional); sin embargo, es esta misma articulación la que define esta instancia previa a la que apela para su legitimación. De esta manera, excluye todo aquello que no entra en este orden simbólico.

5 Por citar un ejemplo bien concreto. Los medios de comunicación incansablemente instituyen el espacio de representación, pero con la salvedad de que omiten ese juego suspicaz al anunciar que se limitan a reflejar una realidad que está ahí dada y a la que cualquier ciudadano normal puede adherir. Digamos que la democracia deliberativa adolecería de un mal similar, instituye el espacio de representación en el momento mismo que dice limitarse a construir el instrumento para que los individuos puedan conciliar sus intereses. En ambos casos, se evidencia que el espacio de representación descansa más en el modo de su articulación que en ser el simple espacio neutro en el cual irrumpen las cosas.

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6. Las reflexiones llevadas a cabo por Laclau nos ayudan a pensar desde un enfoque singular el problema de la representación, ya no sólo política sino simbólica. Lo que nos señala este pensador es que la representación simbólica es una instancia necesaria y problemática a la vez. Es necesaria porque de lo contrario no podría construirse sujetos políticos, pero también es problemática porque descansa en un ejercicio de constante negociación, donde las fuerzas sociales tratan de instituir un determinado modo de comprender lo real, hacer un diagnóstico y legitimar así las accionas que deben llevarse a cabo. Al evidenciarse este juego constante de negociación al momento de instituirse la representación simbólica de lo real, nos es posible señalar de otra manera las paradojas inherentes al clásico y paradójico conflicto entre representante y representado. En la instancia de la representación se define no sólo la identidad de quien debe representar al pueblo, sino además la identidad misma del pueblo que va a ser representado, dado que, si seguimos a Laclau, previamente a esta representación el pueblo no es sino pura heterogeneidad. Ahora bien, la paradoja tiene lugar en un doble sentido. El representante gobierna gracias al poder que emana del pueblo, pero el pueblo sólo se constituye como una unidad en el momento en que delega su poder en los representantes, de tal manera que el sí mismo sólo tiene lugar a condición de perderse. En este sentido es que la representación, por tanto, se convierte en necesaria e imposible al mismo tiempo. Necesaria porque constituye la idea misma de pueblo, desde la cual emana la potestas o capacidad para gobernar, pero imposible porque al momento de erigirse ese pueblo no hace otra cosa que delegar su poder al representante. Por su parte, en la experiencia de las democracias directas, tal como Rousseau7 pensó la cuestión, se produciría una identidad de representante y representado. Sin embargo, al darse esta unidad, se eliminaría la idea misma de representación política, puesto que no haría falta traer a presencia algo que se encontraría ausente, sino que el pueblo estaría plenamente presente en el acto mismo de gobernar. No obstante, la disolución de esta primera manera de pensar las cosas, no disuelve los problemas, sino que lo traslada del poder constituido al constituyente, esto es, al problema de cómo se constituye el poder constituyente. O mejor dicho, cómo la pluralidad de sujetos se reduce a la unidad.

7 J.-J. Rousseau, El contrato social o Principios de derecho político; Discurso sobre las ciencias y las artes; Discurso sobre el origen de la desigualdad, Barcelona, Porrúa, 1976.

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Miradas a los otros

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Si retomamos la noción de democracia indirecta (representativa) se produce una alienación del representante al representado, privándolo de su legitimidad como pueblo uno. Es decir, por un lado, se suprime la heterogeneidad al constituir la identidad representada, pero, a la vez, la representación conserva una idea de heterogeneidad (la pluralidad de intereses que ha de representar). Por tanto, el pueblo se muestra como sujeto unitario y soberano que se presupone y excluye al mismo tiempo de la representación. Del mismo modo, la representación presupone y excluye al mismo tiempo la heterogeneidad de lo social respecto de la política. De este modo se produce una relación de trascendencia-inmanencia de lo político respecto de lo social, es decir, y como lo expresa Elías José Palti8, se produce una simultanea ligazón-independencia del orden de la representación respecto de aquello representado. A la vez que se da simultáneamente una necesidad-imposibilidad de reducir la heterogeneidad de lo social a la unidad política. Por tanto, se hace presente la naturaleza eminentemente política de toda representación. O, como señala Pitkin, «lo que debemos buscar no es una definición precisa, sino el modo de hacer justicia a las varias aplicaciones particulares de la representación en los diversos contextos —cómo aquello ausente se hace presente y quién lo considera así»9. De una manera paradójica, entonces, la representación presupone aquello que la destruye — la distancia entre representante y representado—, a la vez que se construye sobre la base de lo que la hace innecesaria —volonté générale. Aunque ciertos modelos normativos de democracia se dirigen hacia una propuesta que intenta romper con la lógica tecnocrática, es decir, con determinadas formas de racionalidad tendientes a despolitizar la idea misma de democracia y circunscribirla a una especie de problema técnico procedimental —lo cual no hace más que reducirla a un instrumento formal de elección de representantes y ocultar la fuente de poder del instrumento mismo—, no obstante, mantienen un problemático vínculo entre liberalismo y democracia. Este vínculo se debe a que consideran ingenuamente que los problemas de la igualdad en la representación (principio democrático) se limitan sólo a la posibilidad de que cada uno de los individuos (principio liberal) pueda ingresar dentro del escenario del consenso racional. El

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Elías Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, pp. 206-218.

inconveniente, entonces, es doble. Por un lado, porque ese consenso racional no puede ser transparente a sí mismo, puesto que la soberanía popular es un marco que excede cualquier representación —a la vez que la posibilita—. Por otro lado, porque la heterogeneidad de lo social justamente indica que no hay una identidad preveía de comunidad, la cual simplemente debería encontrar los canales políticos para ver satisfechas sus demandas. Por el contrario, es en la representación misma que se ordena y reconfigura un orden simbólico de lo social. Y las propuestas de modelos normativos no pueden atender a al problema de que toda homogeneización de lo social se encuentra atravesada por una lógica de exclusión. El mayor inconveniente es que esta regulación procedimental establece una determinada homogenización de las prácticas, bajo el supuesto de que ofrece aquello que no puede realizar, esto es, la promesa de que todos los individuos puedan ver representadas sus demandas dentro del instrumento del consenso racional. El problema, entonces, es que se vuelve difícil determinar cuáles son las razones autorizadas que forman parte del consenso racional, a la vez que esto queda legitimado por un extraño ideal regulativo cuya condición de posibilidad es al mismo tiempo la condición de imposibilidad de su perfecta implementación. Instaura así una división entre las prácticas discursivas que, al identificarse con los principios de diálogo y consenso, quedan legitimadas como aproximaciones a ese ideal, a la vez que censura aquellas prácticas discursivas que justamente emergen para abrir o profundizar una determinada tensión dentro del campo de lo político. Promete lo que no puede llevar a cabo y por eso mismo no agota sus posibilidades, por tanto, entramos en una extraña paradoja que le da sentido al mismo modelo: la imposibilidad de su realización se presenta como la condición de posibilidad de su existencia.

7. A lo largo de este escrito hemos trabajado algunos de los aspectos dilemáticos que subyacen a las pretensiones de pensar la democracia en los términos de un modelo normativo. Hemos visto en qué medida esta lógica empobrece el rasgo propiamente político del acontecimiento democrático, a la vez que no explica el mecanismo de exclusión y nominación que ejerce el instrumento empleado para posibilitar el ingreso de las individuos en las instancias de representación.

Hanna F. Pitkin, The Concept of Representation, Los Angeles, University of California Press, 1967, p. 10; trad. esp. citada en ibid., p.217.

Si consideramos a la política como aquella práctica donde lo que está en juego es la potencia misma del actuar, la cual abre a los hombres a otras for-

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mas de sensibilidad y existencia, la desaparición o reducción del momento de negociación política y su reemplazo por un instrumento de consenso obtura el surgimiento de aquel espacio de imprevisibilidad e indeterminación propios del acontecimiento democrático. Reorientar las investigaciones en los términos de un acontecimiento abierto e indeterminado, tal y como consideramos que lo plantea Laclau, contribuye a pensar la democracia como el lugar del trabajo de un problema, esto es, asumirla como una experiencia en constante tensión y un lugar de negociación en donde lo que está en juego no es solamente la lucha para la representación simbólica de lo real sino la idea misma de democracia.

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