Resumen de \"Los públicos escritores: la autoría del siglo XVIII\", de James Van Horn Melton

June 16, 2017 | Autor: Gloria Pajuelo | Categoría: World Literatures, Literatura, Literatura Decimonónica
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Descripción

Resumen del Cap.4: "Los públicos escritores: la autoría del siglo XVIII",
de James Van Horn Melton

Antes del siglo XVIII, los pocos escritores que alcanzaban a obtener
grandes beneficios por la venta recuente de sus obras eran acusados de
codicia, pues ello suponía un "estigma". En general, escribían manuscritos
que se distribuían entre un selecto grupo de amigos o patrones que luego
diseminaban ejemplares a otros lectores. La preferencia por el manuscrito
en relación con la publicación impresa reflejaba el mayor prestigio de que
gozaba aquel en relación a estas, al tiempo que dicho renombre se desligaba
de intereses económicos, debido a que el comercio de los manuscritos
eliminaba al librero/editor como intermediario, de modo que el autor
recibía directamente todas las ganancias.

De otro lado, a principios del siglo XVIII la gran mayoría de
escritores prefería publicar sus obras de manera anónima o con seudónimos,
puesto que se ejercía un desprecio por la identidad de estos. No solo fue
la persistencia de actitudes tradicionales hacia la autoría lo que inhibió
la profesionalización de la escritura, sino también la ausencia de un
mercado literario lo suficientemente expandido para permitir que los
escritores vivieran de la publicación de sus textos. La remuneración
económica de un autor era una cantidad fija que recibía del editor, quien a
cambio obtenía todos los derechos de la venta de la obra. En muchos casos,
los honorarios eran tan bajos que los autores se conformaban con recibir
ejemplares gratuitos de su obra, los cuales vendían subrepticiamente o
presentaban a sus amigos, colegas o posibles patrones.

Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, en Gran Bretaña se vivía un
terrible aumento de la producción y consumo de la palabra impresa, hecho
que otorgó una nueva relevancia a los autores. Paralelamente, en 1789
Francia contaba con al menos 3000 autores. En tal contexto surge la idea
de la autoría como propiedad (propiedad intelectual), según la cual se
consideraba a los autores propietarios de una obra que no podía publicarse
ni venderse sin su consentimiento. Un mercado literario y público lector,
ambos en expansión, el auge de las revistas y los periódicos, la muy
creciente demanda de obras de literatura elevada y unas innovadoras
técnicas para vender y comercializar libros ampliaron todos ellos el
espectro de posibilidades que se abría para los escritores. De este modo,
en la cultura de la Ilustración la autoría adquirió una función autónoma
que reflejaba su nueva capacidad de comercialización.

Ahora bien, las nuevas oportunidades que presentaba aquel mercado
literario en expansión durante el siglo XVIII fueron visibles en primer
lugar en Inglaterra, pues las revoluciones económica y comercial de
principios del siglo despertaron en el público un voraz apetito de
información relevante para los mercados extranjeros e interiores (guerras,
acontecimientos políticos en el interior o en el extranjero, catástrofes
nacionales), de modo que los periódicos y folletos se multiplicaron de
acuerdo con él. La emergencia de un sistema de partidos también ofreció
trabajo a los escritores que quisieron alistarse en la causa del gobierno,
la oposición o, en algunos casos, de ambas. Para dar un par de ejemplos
tenemos que, bajo el reinado de Guillermo II (1680-1702) y Ana (1702-1714),
el reclutamiento de panfletistas tanto por parte del gobierno como de la
oposición produjo nuevas fuentes de sustento para los escritores; sin
embargo, el régimen de Walpole tenía poco interés en recompensar el mérito
literario de aquellos autores y, por el contrario, prefería subvencionar a
escritores mediocres deseosos de vender su pluma al mejor postor, lo cual
los calificaba con la etiqueta de "escritorzuelo de Grub Street", el cual
se ganaba miserablemente la vida de esta manera.

Una forma novedosa y rentable de generar considerables ingresos por la
venta de obras fue la suscripción, desarrollada con mayores alcances en
Gran Bretaña. Esta técnica de comercialización de un autor o autora
anunciaba su intención de publicar una determinada obra, e invitaba a los
futuros lectores a comprar billetes que les dieran derecho a recibir la
obra cuando estuviera terminada. Estos billetes se anunciaban en revistas y
periódicos o se entregaban a amigos o partidarios para que ellos los
vendieran. El sistema de suscripción representó una fase de transición en
la evolución del mercado literario del siglo XVIII, un desplazamiento desde
el patrocinio de un patrón hacia el de un público deseoso y capaz de
invertir en cultura literaria. Además, este sistema permitía a autores y
editores por igual construir y ensanchar un público comenzando con círculos
de amigos y seguidores relativamente reducidos para, si la obra tenía
éxito, alcanzar una audiencia más amplia.

Como consecuencia de este creciente mercado del libro los pagos por
los derechos de autor también se incrementaron, pues tan solo en Gran
Bretaña se elevaron de las 50 hasta las 4000 libras anuales, mientras que
en Francia llegaron a 13000 francos (250 libras), dado que la monarquía
francesa planteaba mayores constricciones a la profesión de las letras que
su homóloga británica por medio de un régimen de censura más estricto y un
mercado del libro rígido. No obstante, los retrasos sufridos a menudo para
obtener un privalège real, los riesgos legales de la publicación ilegal y
la pérdida de la protección de los derechos que acarreaba publicar en el
extranjero, convertían todos ellos a la autoría en una empresa más ardua en
Francia de lo que era en Inglaterra. Cabe recalcar, en primer lugar, que
aunque el mayor porcentaje de escritores franceses procedía de la clase
media, esta no era la burguesía económicamente dinámica identificada por la
tradición liberal y marxista, sino la más tradicional burguesía del Antiguo
Régimen, ya que ejercían profesiones como las de abogados, doctores,
profesores o sacerdotes. En segundo lugar algunos de estos escritores, como
Brissot y Marat, pudieron beneficiarse de la demanda de sus obras fuera de
Francia (sobre todo en Inglaterra y Holanda), por lo que no tenían que
depender de París para su sustento literario.

En cuanto al caso alemán, la fragmentación territorial del Sacro
Imperio Romano había fomentado una red de periódicos y revistas más extensa
y variada de la que existía en Francia. Sin embargo, la piratería era
desenfrenada, formaba parte de los riesgos que los editores tenían que
asumir y los condicionaba a pagar bajos honorarios a los autores alemanes,
causando que estos ganen menos que sus homólogos franceses o ingleses, por
lo que la idea y la realidad de la autoría profesional emergió más
lentamente. Frente a esta situación, a inicios de 1760 los autores fundaron
y dirigieron sus propias editoriales con el objetivo de independizarse
económicamente de los editores y crear una relación directa entre el autor
y el público para incrementar sus ganancias. Pese a esta medida de
autonomía comercial, la aplicación de las suscripciones fue difícil debido
a que el público estaba muy disperso geográficamente y carecía del mercado
literario concentrado de una capital metropolitana; asimismo, los editores
comerciales saboteaban constantemente a los autores al vender los libros
con tirajes más numerosos y menores precios que aquellos. Otro aspecto
relevante es que los autores alemanes estuvieron más ligados al estado que
los franceses e ingleses, lo cual reflejaba el papel que después de la
Reforma ejercieron las universidades alemanas como campo de formación para
funcionares locales y clero estatal. La mayoría de los escritores e
intelectuales significativos ocupaban empleos de funcionarios como
catedráticos, pastores luteranos o cargos palaciegos. Por último, la
expansión del mercado editorial trajo consigo el declive de la importancia
del patronazgo individual, pues cada vez se fue volviendo más común
considerarlo como un estado de dependencia que comprometía a integridad del
autor.

En cuanto a la definición del autor, esta no se entendía como el
creador de una obra original sino como el artesano que manipulaba formas
preexistentes en un estilo complaciente para una audiencia y a menudo
cortesana, de modo que tampoco se consideraba a los autores como
propietarios de sus obras. Si bien antes del siglo XVIII existían
disposiciones legales que protegían los derechos de las obras publicadas,
su objetivo no era no era defender a los autores de la piratería, sino
reforzar el monopolio comercial de los editores autorizados al detener la
marea de impresiones baratas. El estatuto de Ana (1709) fue la primera ley
de propiedad intelectual en Europa, pero se impuso con restricciones, pues
limitaba los derechos de edición a un periodo de catorce años, renovable si
el autor estuviese vivo, en tanto que, para los libros impresos, la
duración del copyright era de veintiún años. A partir de ello se originó
una gran polémica, ya que sin derechos de edición perpetuos los autores no
tendrían ningún incentivo para producir obras de valor perdurable.

En ese contexto, se debatía la noción de autor como propietario de su
obra desligado del concepto de genio enfocándose en que, si los autores
elaboraban obras de inspiración, lo hacían en virtud de sus talentos
especiales y no por la mediación de alguna agencia externa. Paralelamente,
en Francia existía el privilège real que aseguraba que un editor autorizado
y registrado publicara una obra y le garantizara los derechos exclusivos
para ello durante un periodo de diez a veinte años. Sin embargo, durante
las últimas décadas del Antiguo Régimen el monopolio de los gremios de
edición empezó a deshacerse debido a una serie de reformas instauradas por
la Administración del Comercio del Libro en 1777. Entre las consecuencias
de estas reformas sucedió que los textos pasaron a ser de dominio púbico y
podían publicarse por cualquier editor autorizado que tuviera permiso de la
corona, se legalizaban todas las ediciones piratas publicadas antes de tal
fecha y se reconocían legalmente a los autores como propietarios de sus
obras. Estos últimos y sus herederos adquirían derechos exclusivos y
perpetuos sobre sus obras a menos que decidieran venderlas a terceros. Muy
pronto hubo opiniones a favor y en contra de tales medidas, pues, en 1789
el mercado editorial estaba invadido por ediciones piratas, obras anónimas
y panfletos, por lo que era necesaria la definición clara de propiedad
literaria. El consiguiente derrumbamiento del comercio del libro amenazaba
no solo la supervivencia económica de los editores, sino también de la
estabilidad del nuevo régimen. De modo que, para el gobierno
revolucionario, la propiedad literaria se convirtió en algo crucial como
asunto económico y político.

Respecto al caso alemán (el Sacro Imperio Romano), cabe recalcar que
los propios gobiernos favorecían la piratería de ediciones publicadas en
otros principados, con el objetivo de evitar que saliera dinero de sus
territorios, empleando la excusa de promocionar las manufacturas
interiores. Otro dato importante es que el norte y sur de Alemania no
comerciaban libros con dinero, sino que los intercambiaban en ferias, sobre
todo la de Leipzig (al norte) y la de Fráncort (al sur). No obstante, a
mediados de siglo este sistema decayó debido a la brecha cultural entre
ambos lados que la Ilustración marcó: los editores y libreros protestantes
(del norte) tenían dificultad para comercializar con sus homólogos
católicos (del sur). Este paso del trueque al pago efectivo de los libros
fue un duro golpe para los editores austriaco del sur alemán, quienes
optarán por piratearlos, aunque sin preocuparse por editar la integridad de
los textos e incluso los adulteraban o adaptaban para su mayor
comercialización. Pese a ello, la piratería trajo algunos beneficios, al
menos para los consumidores, pues ensanchó la esfera pública literaria
haciendo asequibles reimpresiones relativamente baratas de obras alemanas
de la época, así como traducciones de textos ingleses y franceses.

Por otro lado, hubo también consecuencias beneficiosas, dado que estos
editores piratas crearon redes de distribución y mercados en zonas que
antes carecían de acceso a una cultura impresa, contribuyendo a la
integración cultural de lo que, de otro modo, habría sido un Sacro Imperio
Romano fragmentado. No obstante, emergió la idea de autoría propietaria, si
bien la estructura política del imperio impidió la implantación efectiva de
una legislación sobre el copyright hasta bien entrado el siglo XIX. Así,
aquellos que adquirían un libro lo poseían en tanto que objeto material y
eran libres de utilizar sus ideas como quisieran, pero los autores eran
propietarios de la forma en la que estaban expresadas esas ideas, y en ese
aspecto de sus textos conservaban un derecho de propiedad válido.

Otro aspecto resaltante es que una gran cantidad de las mujeres del
siglo XVIII se convirtieron en escritoras, inicialmente escribiendo diarios
íntimos y cartas, para pasar luego a las novelas epistolares. Fueron
colaboradoras y/o editoras en semanarios, sobre todo morales, y en varias
revistas periódicos. Sus novelas proyectaban personajes femeninos como
escritoras, personas letradas, mujeres maestras en el estilo. Estas
publicaciones proporcionaban a sus autoras ingresos económicos más
efectivos que los que pudieran ganar en otros oficios, además, convertirse
en escritora profesional exigía poco inversión de capital, por lo que el
factor económico fue el gran impulsador de estas prácticas literarias. Sin
embargo, hubo otros motivos más que impulsaron la incursión de las mujeres
inglesas, francesas y alemanas a una práctica propiamente masculina, entre
los que se destaca el padrinazgo que algunos escritores, mentores, amigos o
maridos realizaron a las damas de la época con talentos literarios. Si
bien el prejuicio más persistente y extendido fue la creencia en que una
mujer con aspiraciones literarias que ingresara en el mundo de las letras
ponía en peligro su feminidad, su matrimonio y su familia. Debido a ello,
las propias mujeres escritoras combatían con su identidad como autoras,
tratando de reconciliar el género y la profesión, la feminidad y la
escritura. No obstante, algunas mujeres escritoras escogían deliberadamente
no publicar su obra, en tanto que otras intentaban reconciliar su identidad
de escritoras y de mujer publicando anónimamente, bajo un seudónimo o
utilizando el nombre de sus maridos.

El paso inicial por el cual muchas escritoras optaron antes de
publicar textos de su autoría fue la traducción de textos griegos,
alemanes, franceses e ingleses. Ello les permitía escribir con una voz que
no era la suya, es decir, eran mediadoras literarias, aparentemente pasivas
y neutrales, que aparecían en forma más modesta que como autora por derecho
propio. Ahora bien, la mayoría de ellas legitimaban su ingreso en el
mercado literario mediante el didactismo moral de sus textos. De esta
manera, ellas parecían haberse retraído en su moralismo, como si
presentarse en público con sus escritos las obligara a disipar toda
sospecha acerca de sus virtudes privadas. Tanto en sus vidas como en sus
obras, se sentían impulsadas a suavizar su talento y su aprendizaje con una
exhibición de modestia y delicadeza.

En suma, la esfera pública literaria del silgo XVIII no era
intrínsecamente misógina ni feminista, aunque diera lugar a mujeres
escritoras que reafirmaron puntos de vista femeninos convencionales,
también produjo otras que los enfrentaron. Así, la posición de las autoras
en la esfera pública literaria era paradójica, pues, en la medida en que
procuraban salvaguardar su respetabilidad manteniendo las apariencias
convencionales de las mujeres, su ingreso en dicha esfera contribuyó más a
volver a inscribir los ideales de feminidad prevalencias que a desafiarlos.
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