Reseña: Mentes, cerebros y ciencia, de John Searle

May 25, 2017 | Autor: L. Periáñez Llorente | Categoría: John R. Searle, Cognitivism, Ciencias Sociales, Reseñas
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Descripción

Mentes, cerebros y ciencia, de John Searle Reseña Luis Periáñez Llorente

Universidad Complutense de Madrid Sobre el autor: John Rogers Searle (Denver, Colorado, 31 de Julio de 1932) es profesor de Filosofía en la Universidad de California y ha realizado algunas de las más importantes contribuciones del siglo XX al ámbito de la filosofía del lenguaje (desde un punto de vista pragmatista, anti-chomskyano), así como al de filosofía de la mente, atacando duramente al conductismo y a los teóricos de la Inteligencia Artificial desde su particular naturalismo biológico. Es mundialmente conocido por su experimento mental de la habitación china y fue escogido en el 2013 para impartir la cátedra Profesor Alberto Magno, de la Universidad de Colonia, compartiendo así el destino de otros filósofos de renombre como Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy y Noam Chomsky. Sobre la obra: SEARLE, John, (2001), Mentes, cerebros y ciencia, Madrid, Ediciones Cátedra.

*** *** *** John Searle facilita, desde las primeras páginas de su libro, no sólo la tarea del lector, sino también aquella que aquí nos ocupa, la del reseñista. La labor de toda reseña se desglosa en dos partes principales. La primera de ellas es recoger las pretensiones del autor a la hora de escribir sobre X tema, así como la forma en que este tema y la obra que habla del mismo se comprenden dentro de la carrera del autor. La segunda es comprobar si las pretensiones se han cumplido de hecho, si el libro ha sido llevado a buen puerto y si, a grandes rasgos, ofrece un recorrido coherente a ojos de aquel que reseña. En resumen, una reseña ha de avisar al lector de qué habla el libro y de si el mismo va, desde el punto de vista siempre falible del reseñista, a satisfacerle. Forma parte del argumento de la segunda de estas partes reconocer, como avisábamos, lo fácil que resulta no sólo para el lector, sino también para el reseñista, explicar cuáles son las pretensiones, el tema, y la conexión con el resto de su carrera, de Mentes, cerebros y ciencia. Y es que el libro proviene de las Reith Lectures de 1984, seis conferencias breves cuya realización ha de cumplir dos requisitos básicos: ofrecer resultados novedosos acerca del núcleo de problemas en que el conferenciante haya estado trabajando, y ofrecerlos de forma asequible al público de a pie. Así, como transcripción directa de estas conferencias, el libro que nos ocupa tiene la virtud de recoger de forma sumaria y brillante las tesis básicas del naturalismo biológico del autor, al tiempo que da respuesta a las siguientes preguntas, cuyo nexo temático son las relaciones de los seres humanos, tal y como nos comprendemos usualmente a nosotros mismos, con el resto del universo, tal y como solemos comprenderlo (es decir, desde paradigmas fisicalistas): ¿cuál es la relación de la mente con el cerebro?, ¿pueden los computadores digitales tener mente?, ¿es plausible y en qué grado el modelo de mente como programa de computación?, ¿cuál es la naturaleza de la estructura de la acción humana? ¿cuál es el estatus de las ciencias sociales en cuanto ciencias? ¿qué decir, entonces, del problema libertad-determinismo? (p.12) 1

Cabe destacar que el desarrollo de las respuestas a estos problemas es acumulativo: en la medida en que problematizan el mismo tuétano de autocomprensiones cotidianas, cada sección se apoya en los resultados extraídos de las precedentes para dotar de credibilidad y unidad a las tesis propuestas. Esto nos obliga, por ende, a mantener el mismo orden de exposición que Searle en su obra. Podemos afirmar que el naturalismo biológico de Searle es el que articula el conjunto, siendo así que ya la respuesta a la primera de las preguntas, aquella que se plantea el problema clásico mente-cuerpo, remite a su concepción de la mente como un proceso generado en y por el cerebro cuya correcta comprensión reduce cualquier dualismo a poco menos que motivo de risa. Tal es la fuerza de convicción del discurso de Searle: su uso de un lenguaje sencillo y directo, dotado de un más que agradable sentido del humor llama al lector a un cierto “sentido común” filosóficamente justificado, que liquide lugares comunes anquilosados, aceptados tras siglos de malas formulaciones filosóficas. Así, cree que lo que es un problema del siglo XX ve su solución obstaculizada por formulaciones en términos del XVII (p.18): nadie habla – y aquí entra en juego por primera vez el naturalismo biológico – de “dualismo” para explicar la relación digestión-estómago. “Los fenómenos mentales, todos los fenómenos mentales, ya sean conscientes o inconscientes, visuales o auditivos, dolores, cosquilleos, picazones, pensamientos, toda nuestra vida mental, están causados efectivamente por procesos que acaecen en el cerebro”. (p.22) Tal es la tesis principal de este primer capítulo del libro. Y si no hay problema al pensar que los fenómenos digestivos, todos ellos, están causados efectivamente por procesos que acaecen en el estómago, no debería haber problema para reconocer la mente como el producto por excelencia de los procesos cerebrales sin apelar a ningún tipo de vocabulario filosófico pleno en telarañas. Por supuesto, Searle sabe que hay ciertos problemas: el carácter específicamente subjetivo, intencional, consciente y causante de la mente hace parecer mucho más problemática su explicación no metafísica, su explicación exclusivamente biológica. Es, tras este primer acercamiento al naturalismo biológico como respuesta al problema mente-cuerpo, tarea del resto del texto dar trato correcto al problema de la intencionalidad, la subjetividad, la causalidad específicamente mental y la consciencia (como mente cualitativa y consciencia de la existencia libre de uno mismo). Asimismo, si bien una formulación en términos de naturalismo biológico puede llevar a posturas reduccionistas y/o cerebrocentristas que pretendan explicar absolutamente toda la realidad mediante estudios físico-químicos, encontraremos más adelante, en su ataque al cognitivismo y en su explicación de la estructura de la acción humana, así como del papel específico de las ciencias sociales, una crítica al monismo metodológico, reivindicando así la necesidad de estudios sociofenomenológicos, psicológicos, etc, centrados en aquellos aspectos de la mente que, pese a ser causados por procesos físico-químicos, no se dejan reducir a estos (tales como la experiencia del significado). Sirvan estas notas de argumento en favor de la perfecta cohesión de las conferencias.

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El capítulo concluye reflexionando sobre el sentido en que se habla de una causación de lo mental por parte del cerebro, de cara a evitar cualquier posible malentendido, así como a entender el porqué de los malentendidos previos. La forma de alcanzar un concepto de causación más sofisticado (p.25) pasa por renunciar al prejuicio que requiere, para que A cause B, que A y B constituyan dos eventos discretos, uno identificado como causa, otro como efecto. Antes bien el concepto de causación que está en juego responde a la forma como los microprocesos de una estructura (por ejemplo la velocidad de las partículas) causan macrorrasgos en la misma estructura (estado líquido, sólido o gaseoso, en el ejemplo mencionado). Bajo esta comprensión del sentido en que hablamos de causación de lo mental por procesos cerebrales evitamos la disyuntiva entre aceptar un dualismo en sentido fuerte o aceptar una “causa sui” filosóficamente dañina, metafísica, en la que la mente se “causaría” a sí misma, (a modo de donación teológica). En el siguiente capítulo, ¿Pueden los computadores pensar?, Searle se adentra en el meollo de la filosofía de su tiempo, desestimando ciertos experimentos mentales triviales, atacando duramente las tesis que reducen el pensamiento humano a mera sintaxis, olvidando el componente semántico-intencional, y proponiendo su famoso ejemplo de la habitación china, de cuya explicación breve nos ocuparemos aquí. La importancia de este capítulo se muestra así fundamental: en cuanto polemiza con las más activas lides filosóficas de su época, ha generado una amplia bibliografía en respuesta. A día de hoy podríamos afirmar que el núcleo duro de su argumento persiste imbatido. ¿Cómo se instala el experimento de la habitación china dentro del capítulo? Pues bien, lo que éste trata de demostrar es que cuando hablamos de que alguien “sabe” algo – esto es, cuando piensa acerca de ese algo correctamente – no nos referimos exclusivamente a que es capaz de manejar de forma satisfactoria ciertos símbolos. El argumento contra aquellos que pretenden reducir el pensar al mero proceder sintáctico pasa por demostrar al lector que ni siquiera él se maneja en la vida como si esto fuese así, sería catastrófico: el pensamiento no sólo maneja símbolos, no es simple estructura formal, sino que además versa sobre algo. (p.37) Así, Searle empieza por situar al lector (“Imaginemos que usted, (como yo) no entiende chino”, p.38) en el centro mismo del experimento: se nos encierra en una habitación con cestas llenas de símbolos chinos y un manual en castellano para manipularlos adecuadamente. De lo que disponemos dentro de la habitación es, en definitiva, de un algoritmo que, para cada conjunto de signos que nos introduzcan en la habitación, nos permite seleccionar otros tantos en orden correcto de cuantos tenemos en las cestas. Sin embargo, quien ha introducido los símbolos en la habitación (que corresponden a preguntas), ignorante de cuanto sucede dentro, cree que dentro habita un perfecto conocedor del chino, porque los símbolos que ha obtenido a cambio efectivamente responden a las preguntas. Nunca aceptaremos que la creencia de aquel que ha introducido los símbolos es correcta, describe adecuadamente la realidad, porque nosotros (que nos hallamos dentro de la habitación) no tenemos ni pajolera idea

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de chino. Lo irrenunciable es, en todo momento, el necesario contenido semántico de todo pensamiento. Siguiendo este argumento, Searle acaba por desmantelar algunos experimentos triviales que se suelen observar en este contexto de discusión, dando así paso a una especificación de qué es lo que en verdad se quiere preguntar y cuál es la respuesta que, según el argumento, obtenemos. No estamos preguntando “¿pueden las máquinas pensar?” pues la vaguedad de la cuestión, así como de lo que comprendemos por “máquina” nos lleva a contestar “sí”, por cuanto somos máquinas (vivas1, intencionales, nunca neutrales, pero máquinas al fin y al cabo). Pero es éste un sí trivial, tan trivial como cualquier experimento que empiece por suponer una máquina que efectivamente sea indistinguible de un humano para acabar deduciendo que “piensa” como éste. Que algo pueda ser descrito “como si” fuese x no lo convierte en ese x. En cambio, si la pregunta es si es suficiente para pensar el poner en funcionamiento un sistema sintáctico, la respuesta es un rotundo no, y es que el pensamiento humano no maneja signos por relación a otros signos exclusivamente, sino que, además, los maneja por relación a significados posibles, que arrastran pautas de acción correctas: todo un sistema semántico-moral irreductible al simple manejo satisfactorio de símbolos.

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No se hace específica referencia en el texto al problema de la vida. Sin embargo, nosotros creemos fundamental en la correcta descripción de la intencionalidad de la conciencia humana el hecho de que ésta sea una conciencia viva, es decir, el hecho de que se ponga en juego a sí misma en cada acción, en cada pensamiento, en cada comprensión de sí misma. En la necesidad de la vida de vérselas para su supervivencia con el mundo, de responder a su hospedaje o a su hostilidad, encontramos la base de la intencionalidad de todo sistema vivo y, con ello, de la conciencia en cuanto que producto de un cerebro biológico. La vida se importa a sí misma, la vida no es nunca neutral, y ahí es donde arraiga la intencionalidad, es éste el hecho por el que al mundo le brotan las palabras. Creemos conveniente mencionar esto aquí, porque creemos que es lo que se halla operante al relacionar el naturalismo biológico ya mencionado con el ataque a toda comprensión meramente sintáctica de la conciencia: la conciencia posee intencionalidad, el pensamiento opera semánticamente, porque es bio-lógico, sigue la lógica de la vida. Un índice de lo mismo se observa al final del libro cuando Searle ata la sensación inalienable de libertad que uno posee siempre con la evolución de la especie, es decir, con fines biológicos. Sería, por hacer algún apunte acerca de cómo sería posible proseguir con este argumento, conveniente hacer alusión a las investigaciones de Canguilhem y los fragmentos póstumos de Nietzsche, de cara a ahondar en el problema vida-lenguaje-valor(moral). Asimismo Heidegger y, sobre todo, Gadamer, pueden ayudarnos a comprender cómo, de hecho, opera una conciencia en cuanto que semánticamente competente. El metaforismo fundamental de Gadamer ofrece un modelo para la formación viva de un lenguaje significativo que comprende, a una, el movimiento de un organismo vivo, finito e intencional, que busca significar hechos siempre en cierta medida nuevos mediante símbolos heredados y el movimiento propio de esos símbolos en su ser usados, legados o desechados. Así, su crítica al modelo clásico de formación de conceptos sirve de crítica también para todos aquellos que pretendan explicar la conciencia humana como computación de símbolos pre-programados para referirse a x fenómenos. El computador digital puede ser programado para decir “verde” ante x longitud de onda, o “azul” ante tal otra, así como para llamar verde a todo el espectro hasta cierto límite z a partir del cual comienza a hablar de “azul”. Sin embargo nunca se verá envuelto en una discusión acerca de si tal tono es verde agua o azul verdoso, porque esa cuestión sólo puede surgirle a un ser vivo que encuentra un cierto desajuste entre el fenómeno a describir y las palabras que ha heredado para describirlo. Es éste un ejemplo de la plasticidad del lenguaje en cuanto herramienta de una conciencia intencional, plasticidad bio-lógica de la que carecerá todo sistema de símbolos bajo las órdenes de un programa no-vivo, es decir, indiferente al mundo que pretende describir.

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En continuidad, el siguiente capítulo parte de los resultados anteriores para impugnar el cognitivismo, si bien no refutándolo por completo, sí dando argumentos más que convincentes acerca de su falibilidad (llega a decir que sus posibilidades de éxito son cero en la página 63). Estos argumentos son tres: 1) los presupuestos básicos en los que se funda el cognitivismo sin implausibles, pese a que están tan arraigados en nuestra cultura intelectual que los aceptamos, junto con sus consecuencias, sin alzar palabra ni sospecha alguna en contra, 2) no hay suficiente evidencia empírica para validar el modelo (ni tampoco para refutarlo por completo, de ahí la necesidad de estos argumentos), hecho imbricado con el uso reiterado, y crucial, de ciertas nociones intrínsecamente ambiguas, problemáticas, y aceptadas por principio, tales como procesamiento de información y seguir una regla (pp. 58-61). Por último, 3) existen modelos alternativos, tales como el del naturalismo biológico que defiende el autor, que permiten explicar los mismos fenómenos sin caer en los fallos 1) y 2): el naturalismo biológico no sólo no es implausible, sino que permite reducir la complejidad del planteamiento típico del problema mente-cuerpo a la de otros fenómenos biológicos tales como el de la digestión o la secreción de bilis (p.62), y evita caer en el uso de nociones ambiguas apoyándose en el vocabulario de la biología. Expuesto esto, en los tres capítulos que restan el autor aplica sus resultados a cuestiones de ciencias sociales tales como el estatuto de las mismas, la estructura de la acción y el problema libertad-determinismo. Así, comprender la estructura de la acción humana a partir de la especificidad de su componente mental, pero también del arraigo de éste en lo biológico, servirá a la comprensión de aquellos estudios que se encargan de ésta misma y sus productos histórico-concretos. A la altura de la página 71 Searle ya ha reconocido que para explicar la acción humana es irrenunciable su intencionalidad (componente mental), condición de posibilidad de ese autoconocimiento característico que la constituye. Quizá, por usar un argumento al estilo de Searle, al caminar hacia la facultad de filosofía estoy también caminando en dirección a Jerez de los caballeros. Sin embargo, para explicar la acción, es fundamental el hecho de que yo quiero conscientemente ir a la facultad, y sin embargo me son indiferentes todas las posibles explicaciones compatibles con mi conducta “caminar en dirección sudoeste”. Así, hay una cierta intención caracterizada, por lo pronto, por un cierto contenido mental que rige mis acciones. A su vez, analiza Searle, estos estados intencionales de la acción poseen condiciones de satisfacción y un cierto potencial de causación. Tres aspectos fundamentales más de la teoría de la acción de Searle, antes de pasar al siguiente capítulo: 1) se diferencia necesariamente entre acciones premeditadas o conscientes y acciones espontaneas, 2) la explicación de una acción (y esto cobra importancia mayor en el siguiente capítulo) ha de referirse2 al contenido intencional de 2

Searle habla aquí de identidad entre el contenido que, mediante causación intencional, causó la conducta, y el contenido de la explicación de la conducta, como requisito para que la explicación sea “realmente explicativa” (p.77). Sin embargo, creemos que esta afirmación no ha de tomarse en el sentido fuerte de la palabra identidad, sino más bien en el sentido de “remisión a”: el objeto principal de

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quien la llevó a cabo, y 3) se elude todo unilateralismo, tanto en la estructura de la acción como en su posible explicación, por cuanto todo estado intencional se halla inmerso en una “malla” de estados intencionales, en una red de remisiones mutuas que da sentido a cada uno de sus nodos, y que funcionan sobre el fondo posibilitador de nuestras capacidades físicas y las estructuras biológicas que las soportan (pp. 78 – 79). El capítulo quinto se articula en torno al conflicto entre ciencias sociales y ciencias de la naturaleza, especialmente la física y la química. Culturalmente asociamos la existencia de leyes, de generalizaciones válidas, a la legitimidad de una ciencia y sus juicios. Sin embargo, debido a la estructura de la acción humana y a las exigencias deducidas anteriormente, nos es imposible aceptar en ciencias sociales – en historia, en sociología, incluso en economía (aunque el factor matemática dé la impresión contraria) y en lingüística (aunque la sistematicidad dé la impresión contraria) – una generalización como explicación de la acción. El argumento de Searle apuesta por una división radical entre aquellas ciencias meramente físicas y aquellas que contienen un componente mental (la intencionalidad). Habría que tener en cuenta que en las ciencias sociales los conceptos usados en el análisis de conductas, movimientos sociales, etc, son determinantes para lo analizado. La categoría “guerra” no es una herramienta trascendente para analizar las guerras, sino que es una categoría inherente al guerrear, una categoría operante en las mentes de los sujetos que hacen la guerra, que quieren, sufren, evitan o disfrutan la guerra. Encontramos, pues, una apología muy acertada de las ciencias sociales en su especificidad legítima, denunciando todas aquellas posturas que las reducen a pre-ciencias o pseudociencias por no haber sido capaces de proveerse de leyes aún. Nunca – esto es lo que quiere decir Searle – van a proveerse de leyes en el sentido en que éstas se establecen en física, porque ese tipo de leyes son una herramienta inútil para el estudio de fenómenos determinados por estados intencionales. Siguiendo este camino también dirige duras palabras hacia aquellos proyectos neurocientíficos que sobrepasan sus límites, pretendiendo abarcar terrenos específicamente intencionales: así por ejemplo la neuroeconomía, el neuromarketing, etc. El último capítulo ofrece una lectura coherente de nuestro sabernos libres, una conciencia de libertad irrenunciable, que resiste frente a los embistes del avance de la física y la química. La concepción fisicalista del universo, aceptada mundialmente, es incompatible con nuestra concepción de la libertad humana como hecho irrenunciable y condición de posibilidad de nuestros planteamientos ético-morales. El autor aquí es, en cierta medida, desalentador. Reconoce abiertamente que no puede menos que reconocer que la visión fisicalista está en lo cierto, y que efectivamente en su cadena causal no cabe libertad alguna. No obstante, este hecho, nuestro imposible renunciar a la libertad pese a cualquier prueba científica, juega en favor de su argumento: Searle lo explica apelando a la evolución. “La evolución nos ha dado una forma de experiencia de la acción voluntaria donde la experiencia de libertad, es decir, la experiencia del sentido de la explicación de la acción será el contenido mental, intencional, aunque la complejidad de éste (por el punto 3) sea tal que la identidad completa se torne imposible.

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posibilidades alternativas, está empotrada en la misma estructura de la conducta humana intencional, voluntaria, consciente. Por esta razón, creo que ni esta discusión ni ninguna otra nos convencerá jamás de que nuestra conducta no es libre”. Así, el foco se desplaza: no es tanto que la libertad sea condición de posibilidad de la intencionalidad, siendo así que la vida haya de ser efectivamente libre. Es perfectamente plausible que lo que sea condición de posibilidad de la acción bio-lógica, intencional, sea la experiencia de la libertad, la sensación, sin la cual nuestra conducta carecería de sentido, de que podríamos haber hecho otra cosa que la que de hecho hemos hecho. En suma, el esfuerzo por llevar el plexo de problemas de la filosofía analítica actual al gran público se ve recompensado: el lector encontrará un libro cuyo argumento es consistente, construido con coherencia y sorna. Sorprendentemente, en él el naturalismo biológico del que se parte desborda los horizontes de lo previsto y alcanza problemas políticos, de filosofía del lenguaje, de ética e incluso de economía.

The mind is like a butterfly That lights upon a rose or flutters to a stinky feces pile swoops into smoky bus exhaust or rests upon a porch chair , a flower breathing open and closed balancing a Tennessee breeze — Flies to Texas for a convention spring weeds in fields of oil rigs Some say these rainbow wings have soul Some say empty brain tiny automatic large-eyed wings that settle on the page3.

Allen Ginsberg 1997

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“La mente es como una mariposa / que se posa en una rosa / o aletea hasta un montón de apestosa mierda / se abate sobre el humeante escape de un bus / o descansa en la silla de un porche, flor respirando / - abierta y cerrada, meciendo la brisa de Tennessee - / vuela a Texas a un congreso / a las hierbas primaverales en los campos petrolíferos: / hay quien dice que esas alas arcoíris no tienen alma / otros que son cerebro vacío / pequeñas, automáticas, alas de grandes ojos / que se fijan sobre la página.” (Traducción propia)

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