Reseña: el capital en el siglo XXI

June 23, 2017 | Autor: Humberto Bezares | Categoría: Book Reviews, Le Capital Au XXIe Siècle, Thomas Piketty
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Descripción



El Capital en el Siglo XXI [Fondo de Cultura Económica, 2014]
Thomas Piketty y el sutil arte francés de tomar títulos prestados
Humberto Bezares Arango

Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del impuesto progresivo sobre el capital. Baste esta línea para saber que Marx no ha renacido en el siglo XXI. Del comunismo solo queda un espectro maltrecho. La lucha de clases ha muerto, ¡larga vida a la lucha de clases!
Thomas Piketty no es ni pretende ser un marxista, ni siquiera se refieren a lo mismo cuando hablan de capital. No busca, ni por medios dialécticos ni positivos ni ningún otro, dar coherencia y sistema al desenvolvimiento de la historia humana que desemboca en la superación del capitalismo. Sus intenciones son más modestas pero no del todo desligadas: encontrar los medios democráticos para que la sociedad retome el control del capitalismo financiero. Es, en este sentido, más un keynesiano: un doctor del capitalismo.
Desde un principio Piketty se describe como "vacunado" contra las posturas comunistas que rehúyen a la petición de verificabilidad científica. También se distancia de lo que con justicia puede calificarse como ortodoxia económica contemporánea – particularmente en lo que refiere a los Estados Unidos – a la cual descalifica por su "gusto excesivo por los modelos matemáticos simplistas", producto estos del deseo desaforado por diferenciarse de las ciencias sociales, y una ingenuidad epistemológica que confunde la objetividad científica con la exactitud matemática.
El Capital en el Siglo XXI es un estudio sobre la distribución de la riqueza y, en consecuencia, un estudio sobre la desigualdad. Es también un libro adecuado a los problemas económicos de nuestro tiempo –la desigualdad y la deuda pública – cuya manifestación más viva son los movimientos de protesta como Occupy Wall Street en contra del 1% más rico y avaro de la escala social. El debate sobre la desigualdad no es algo nuevo –de hecho el tema de la distribuci+on de la riqueza está en el centro de la economía clásica–, sólo se manifiesta más fuertemente en este principio de siglo. El mérito de Piketty está en aportar evidencias sólidas, series estadísticas extensas, a un debate al que le han sobrado argumentos viscerales, no necesariamente equivocados, pero siempre basados más en la intuición que en la certeza. "Negarse a usar cifras rara vez favorece a los más pobres", puede ser verdad, pero no solo de cifras vive el hombre.
Desde un punto de vista literario la mayor debilidad de la obra consiste en pretender abarcar cada detalle que se asoma a lo largo de su disertación central – pretensión nada exagerada para un hombre que se doctoró a los 22 años en London School of Eeconomics – sin profundizar ni evadir ninguno, teniendo como consecuencia un rollizo texto de más de 600 páginas que resulta francamente tedioso y aburrido. Acaso consciente de este hecho, intenta dar color a su disertación con citas de Jane Austen y Honore de Balzac, referentes a la visión literaria de la riqueza y la desigualdad ahí donde los datos históricos fallan. Sobra decir que fracasó: no logra integrar las referencias en un texto fluido y terminan por sentirse forzadas, fuera de lugar. He aquí algo que pudo aprender de Marx, en cuya obra se cita de forma natural y casi poética a Virgilio, Aristóteles e incluso Defoe, entre otros; en donde en palabras de Schumpeter "el frío metal de la teoría económica está inmerso en una riqueza tal de frases hirvientes que adquiere una temperatura que sobrepasa la suya natural". Piketty acusa al leguaje de los economistas por usar una jerga de tecnicismos y matemáticas aplicadas que excluyen del debate al ciudadano promedio. No podemos estar más de acuerdo. Sin embargo se le olvidó de que existe también la exclusión voluntaria que se excusa en el tedio del debate económico. La naturaleza aburrida del economista que se hace manifiesta en este nuevo Capital.
Su principal mérito es su solidez empírica. Al contrario de muchos cuasi-científicos que se contentan con torturar series de datos hasta obtener el resultado deseado, sin poner en tela de juicio su adecuación o siquiera preocuparse por investigar el origen de los mismos, el libro es un monumento al celo estadístico. Cual buen heredero de la tradición sociológica francesa, cuyo máximo representante es sin duda Pierre Bourdieu, para Piketty el objeto de estudio y su construcción están en la base del auténtico debate científico: un neo-empirismo que se contrapone a la tradición deductivista que ha sido lastre del entendimiento económico en las últimas décadas. Si bien critica a Marx y los clásicos por faltarles los datos que confirmen sus acusaciones – no del todo carentes de datos ni de verdad, por cierto – critica más duramente a los economistas hiper-matemáticos que ni siquiera aciertan a reconocer el aspecto político de los fenómenos económicos, de hecho, llegan a negarlo. Los primeros, dice Piketty, tienen el mérito de "hacer las preguntas correctas"; los segundos suelen recurrir a modelos matemáticos complejos como "una excusa para ocupar terreno y disimular la vacuidad del objetivo".
Así es como, sin necesidad de recurrir a complejas modelaciones matemáticas, las dinámicas de la acumulación del capital se revelan en la parte central libro: hacia el final del siglo XIX y principios del XX, la Belle Epoque, la concentración del capital en Europa llegó a un punto extremo con cerca del 90% de la riqueza en manos del 10% más rico, para después descender sistemáticamente durante los "30 gloriosos", y volver a ascender desde 1980 hasta niveles cercanos a los observados antes de la Primera Guerra Mundial a principios del siglo XXI. La tesis central del libro se resume en una simple identidad matemática: r > g; si la tasa de rendimiento del capital (r) es superior a la tasa de crecimiento de la producción (g), la desigualdad aumenta, y viceversa. Más interesante resulta el hecho de que "r", contrario a lo que los defensores del héroe-empresario, no es una medida del emprededurismo y la innovación: las ganancias del capital son un producto orgánico de sí mismo y de la suerte de haber nacido en el seno de una familia rica. El capital se engendra solo y mientras más crece más fácil le es multiplicarse, independientemente del talento del poseedor. La herencia sustituye al mérito en este principio de siglo, y el monopolio devora a la innovación. La desigualdad no es mala en sí misma, afirma Piketty, pero en su estado actual se ha vuelto injustificable: "no es de utilidad común".
Piketty no es dogmático. No es sólo economista sino también historiador y analista político. Ahí donde Simon Kuznets expuso los mecanismos auto-regulados de la desigualdad, Piketty ve la "mano invisible" de la guerra y los impuestos. No fue por las fuerzas ocultas del mercado sino por el nacimiento del Estado Social que la desigualdad tocó su límite inferior a mediados del siglo XX. Estado Social que es al mismo tiempo producto de la guerra que hizo tabula rasa de la desigualdad y de la competencia política de la guerra fría: "la historia de las desigualdades depende de las representaciones que se hacen los actores económicos, políticos y sociales, de lo que es justo y de lo que no lo es, de las fuerzas entre estos actores y de las elecciones colectivas que resultan de ello". ¡Larga vida a la lucha…! ¿de actores?
Si las predicciones marxistas sobre el derrumbamiento del capitalismo nos parecen ahora una curiosidad histórica, aunque no una imposibilidad futura, es debido a un error fundamental del determinismo económico de Marx que reducía al gobierno a un instrumento de la clase dominante. Aunque en general eso es cierto, los marxistas deberán aceptar, por lo menos como una coyuntura temporal, que el Estado Social del siglo XX es una refutación del determinismo dialéctico base-superestructura. Una inversión estructural en todo caso: la política nacional determinando la propiedad del capital y no a la inversa. Así pues el capitalismo fue salvado de su derrumbe, a pesar de la objeción de los dueños del capital, por un Estado fuerte y distributivo, alimentado por altísimos impuestos a la riqueza.
No obstante, nada ha evitado que la concentración del capital retome su curso hacia el apocalipsis marxista de la concentración infinita. De nuevo no hay nada de espontáneo en este proceso: es producto de fuerzas tanto políticas como económicas. Con la revolución conservadora de Reagan y Thatcher inició un proceso mundial de desregulación y privatización del capital que amenaza con crear un mundo de desigualdades sin precedentes.
Pero tampoco parecen existir obstáculos técnicos o supra-humanos para controlar la acumulación excesiva. Nada impide, en principio, concebir un regreso al control impositivo de la acumulación. Piketty propone un impuesto progresivo sobre el capital. Un impuesto que él mismo califica como necesario para volver al control democrático de la economía y que de paso supone una alternativa a los nocivos programas de austeridad promovidos por las instituciones financieras internacionales para reducir la deuda pública (la cual ha funcionado como un impuesto regresivo: en lugar de pagar impuestos, los ricos prestan dinero al gobierno y reciben intereses a cambio).
Piketty no es un marxista. No es un socialista científico, es un economista utópico. El desenlace del libro es una patética ironía que parece darle la razón a Marx: el impuesto progresivo al capital es una utopía. La competencia fiscal, la falta de integración y la poca transparencia financiera hacen del proyecto un sueño, al menos en el mediano plazo. La influencia política de las clases altas, los dueños del capital, opone una resistencia terrible al cambio. Una resistencia que parece haber encontrado los medios de represión de la protesta suficientes para abrir el camino a su enriquecimiento ilimitado. No obstante, el hecho de ser una utopía no anula por sí mismo la deseabilidad de buscarla. El impuesto sobre el capital aparece entonces menos como un fin que como un inicio, un primer intento basado en la deliberación democrática para lograr regular las fuerzas de divergencia del capitalismo financiero del siglo XXI. Marx pudo haber cometido un error al pasar de la necesidad teórica de las clases (abstractas) a su existencia social (concreta). Las clases, tanto como los impuestos, sólo pueden ser resultado de la acción política y nunca necesidades históricas ineludibles. Depende del hombre encontrar los caminos –del hombre socialmente determinado agregarán los marxistas.
Dieciséis años antes de la aparición de El Capital en el Siglo XXI, el economista francés y colega de Piketty, Daniel Cohen, escribió un libro titulado: Riqueza del Mundo, Pobreza de las Naciones, hace referencia a la obra célebre de Adam Smith. Al igual que Piketty, el libro de Cohen gira en torno al estudio de la desigualdad y muy lejos de las ideas de Smith. La ciencia económica parece encontrarse en un estado de estancamiento y de catarsis que le revela su culpa histórica en la defensa de las desigualdades del mundo moderno. Estancada y culpable voltea la vista al pasado: la economía pide a gritos volver a ser economía-política. A veces desandar el camino errado es una forma de avance. No se trata de volver al pasado, no es posible, sino de retomar las cuestiones irresolutas que no nos permiten avanzar hacia el futuro. Estamos lejos del objetivo y tomar prestados títulos no nos acerca, pero de alguna manera hay que atraer la atención.



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