Reseña de \"Marta Lorente Sariñena (coord.), De justicia de jueces a justicia de leyes, Madrid, CGPJ, 2007\"

August 7, 2017 | Autor: Sebastián Martín | Categoría: Criminal Justice History, Historia De La Justicia
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Descripción

Marta Lorente Sariñena (coord.), De justicia de jueces a justicia de leyes: hacia la España de 1870, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 2007, 460 pp. (http://www.forhistiur.de/legacy/zitat/0809martin.htm) Refrescante contrapunto historiográfico en una colección eminentemente dogmática, la monografía que reseñamos suma el sexto de los volúmenes integrados en la anualidad de 2006 de la revista Cuadernos de Derecho Judicial, publicación de la Escuela de jueces adscrita al órgano de gobierno de nuestra magistratura. Su enclave ya nos indica la procedencia de los capítulos en ella recogidos: unos cursos dictados por sus autores para la formación de jueces en esa misma Escuela. Según veremos, no nos encontramos simplemente ante las transcripciones de las citadas lecciones, aunque la instancia editora y la misma presentación nos señalan que sus destinatarios fueron, y son ahora, «los encargados de hacer justicia en general». Se nos hace saber que hubo además, en tal momento originario de transmisión oral, un estimulante turno final de debate no registrado entonces y, por tanto, no incluido entre las páginas que nos ocupan. Cabría especular con la posibilidad de que tal intercambio de pareceres nos hubiese transmitido el desconcierto, la perplejidad o la indiferencia de quienes, instruidos y disciplinados en el principio de legalidad y en la independencia judicial como categorías desprovistas de historicidad desde su formulación constitucional1, han conocido su complejo, desmitificador y esquivo proceso de emergencia e implantación en la genealogía judicial hispana, pues de eso mismo trata el texto que pasamos a examinar. Es resultado de un proyecto de investigación sobre Historia cultural e institucional del constitucionalismo español (HICOES) y expresión del trabajo conjunto del grupo de historiadores del derecho que lo componen. Tales pormenores no son gratuitos. El ámbito de indagación del que HICOES, en sus sucesivas ediciones, se viene ocupando, a saber, el de las relaciones y compenetraciones entre los órdenes jurisdiccional y constitucional en España y América entre los siglos XVIII y XIX2, nos suministra su escenario temático general. Por otra parte, contemplamos en él la confluencia sistematizada de las parcelas particulares de estudio cultivadas por cada uno de sus miembros. Todas las contribuciones, o bien traen causa de análisis más exhaustivos y extensos sobre idéntico asunto, o bien anticipan de forma quintaesenciada publicaciones inminentes3. Aparte de la relativa falta de novedad que ello pueda comportar, tal circunstancia propicia utilidades y condiciona, aligerándolo, el formato. Ofrece así nuestro volumen un sintético destilado de la aportación global del mencionado grupo a la historia de la justicia, hábil compendio que, mediante una visión panorámica del problema, nos introduce en sus herramientas conceptuales y sus conclusiones científicas más salientes. Invitaciones razonadas a profundizar sobre el asunto, las «orientaciones bibliográficas» de cada capítulo, junto a las recomendaciones 1

O al menos carentes de introducción y encuadre historiográficos en el temario de oposición memorizado por los aspirantes a judicatura (y fiscalía) disponible, el último de ellos, en el Boletín Oficial del pasado dieciocho de marzo, con la mera concesión de un apartado, en el primero de los temas, sobre «El constitucionalismo en España: Precedentes históricos». 2

Puede consultarse la memoria técnica de la tercera edición, recién comenzada en 2008, sobre Cultura jurisdiccional y orden constitucional: justicia y ley en España e Hispanoamérica, en http://portal.uam.es 3

Caso, digno de destacar, del capítulo de Mª Paz Alonso, adelanto, según sus palabras (p. 242), de su próximo título sobre Juicios y garantías procesales entre Antiguo Régimen y constitucionalismo en España, aunque sintetice asimismo extremos ya tratados en El proceso penal en Castilla (siglos XIIIXVIII), Salamanca, 1982.

generales, suelen localizar los más profusos escritos originarios, evitándonos con ello el habitual acarreo de notas, reservadas ahora en exclusiva para la citación de fuentes históricas. Pero si esta monografía plasma un empeño científico solidario, no es tan sólo, ni siquiera principalmente, por precipitarse en ella trabajos anteriores o de próxima aparición con el fin de componer una reconstrucción trabada y coherente de la historia judicial hispana. A diferencia de los libros colectivos habituales, formados en su mayoría por participaciones singulares yuxtapuestas e incomunicadas, el que aquí examinamos refleja una investigación coordinada, fruto ostensible de una -cada vez más infrecuente- reflexión compartida. Una de sus señas identificativas, el diálogo interno entre las diferentes contribuciones, ya nos lo pone de manifiesto. Personalmente, en este debate colectivo que nuestro tomo presupone encuentro una de sus principales virtudes, la de plantear resistencia al voraz individualismo que también invade el menester científico, labor acaso más fructífera si fuese desempeñada, como sucede en este caso, aunando esfuerzos. Objetivamente, a mi juicio, lo más valioso del volumen se halla en las consecuencias epistemológicas de este modo de obrar conjunto, en los «supuestos historiográficos homogéneos» que su coordinadora nos anuncia en la «Presentación» y gracias a los cuales se obtiene una visión coral al tiempo que uniforme del tema tratado. Pero vayamos por partes. Antes del abordaje sucinto de esta mirada historiográfica común, pasemos a la sinopsis de los argumentos que en esta ocasión presenta ante el lector. Llama la atención en primer término la división periódica ensayada, inferencia ella misma de uno de los supuestos antes aludidos: la máxima adherencia al objeto estudiado. En lugar de transferir, siguiendo la costumbre más extendida, las etapas canónicas de la historia política al análisis del desenvolvimiento específico del aparato judicial, se opta porque sea la morfología concreta de la justicia histórica la que se dote a sí misma de su propia cadencia cronológica. El dilatado tracto comprendido entre la Baja Edad Media y el término de 1870, año, como es sabido, de la promulgación de la Ley Orgánica del Poder Judicial, comprendería así, según esta distribución autónoma, cuatro lapsos bien diferenciados entre sí: el primero, de vigencia exclusiva o de preponderancia palpable de la «cultura jurisdiccional»; el segundo, de solapamiento, fusión y decantación genuina final entre el modelo antiguo y las tempranas, y tímidas, prácticas constitucionales; el tercero, coincidente con el reinado de Isabel II, de absorción completa de la justicia por parte de la administración; y el cuarto, de configuración inicial, pronto «desfigurada» y al poco frustrada, de una justicia más propiamente constitucional. Esta parcelación temporal también admite distinciones internas, pues en general nos encontramos, para cada uno de dichos períodos, con ambientaciones discursivas, políticas o comparadas seguidas de recorridos pormenorizados por cada uno de los correspondientes organigramas judiciales. Sin embargo, por encima de dichas divisiones, ya de por sí ilustrativas, en nuestra síntesis habrán de guiarnos los hilos conductores que a mi entender enhebran cada una de las aportaciones. Dichas constantes constituyen campos de tensiones íntimamente interrelacionados y reductibles, en última instancia, a los siguientes tres pares de conceptos: el más evidente, esbozado desde el mismo título, contrapone justicia y legislación, al cual debe adjuntarse el que confronta jurisdicción y administración para, por último, coronar con el que opone justicia y constitución. Planeando sobre todos ellos, hemos de colocar la dialéctica entre la mentalidad y organización del Antiguo Régimen y el tipo moderno del orden constitucional. Y para fijar en sus aspectos cultural e institucional este primer referente denominado «jurisdiccional», al que se remitirá constantemente el grueso del trabajo, acuden los

capítulos primeros de Alejandro Agüero y Carlos Garriga4. En una sagaz y completa reconstrucción de la «estructura conceptual del discurso jurisdiccional», cuya consigna teórica procedente de la antropología proclama el «reconocimiento» de la alteridad5, Agüero caracteriza la cultura jurídica clásica por basarse en la idea de un «orden trascendente» de proveniencia divina, composición plural y contenido tradicional, con severa jerarquización interna y subsiguiente «primacía de la comunidad sobre los individuos», indisponible por la voluntad humana y recreado teóricamente en términos religiosos y organicistas. La función que en este marco semántico corresponde al poder público es de naturaleza primordialmente declarativa, cual concreción normativa de aquel orden primigenio, ya en esencia jurídico. La sujeción que de ello deriva no puede sin más desdeñarse, pues de ella depende la legitimidad misma de la actuación política, entendida así en términos exclusivos de Iurisdictio, como actualización local de un orden objetivo precedente que comunica moralidad a las decisiones institucionales que lo corporeizan. En lo que atañe a la actividad judicial, junto a la superioridad de la costumbre entre las fuentes y la centralidad de la interpretación, las dos consecuencias principales de esta cosmovisión pluralista, a las cuales se vincula la justicia de las decisiones, son el carácter sustantivo del proceso y la importancia capital de los atributos morales del magistrado. Por último, y como vaciamiento del imperio jurisdiccional, despieza Agüero el orden doméstico, espacio de sumisión superpoblado regido por la voluntad, religiosa y económicamente disciplinada, del padre de familia y proveedor, en su dimensión más pública, de argumentos y justificaciones a la «exaltación absolutista», dada la representación del monarca como el «supremo padre de familia» de todo el reino. Con un eficaz arranque, Garriga por su parte explora con detalle, ciñéndose al ejemplo castellano, la materialización institucional del paradigma jurisdiccional, de este mundo tradicional «que cambiaba permaneciendo». Interrogándose, y realizando una perspicaz lectura, acerca del «proceso» de «encumbramiento de la jurisdicción real sobre las restantes», el autor propone como gozne que desdoble el «pluralista», interiormente homogéneo e históricamente constituido aparato de justicia la concurrencia, o no, de nombramiento regio en el oficio de juez. Junto a la descripción minuciosa de la compleja y «conflictual» organización de la magistratura, perfila finalmente, tanto en positivo como en negativo, la esencial figura del iudex perfectus -modelo regulado por el católico «temor de Dios», fundamentado, «no en la ciencia», sino en la esfera interna de la «conciencia» del juez y distinguido por el «secreto» de sus actuaciones- y el cuadro de garantías procesales recusación, apelación y, sobre todo, responsabilidad personal y patrimonial-, extremos de los que la cultura antigua predicaba la rectitud de las resoluciones judiciales y en el interior de los cuales debe situarse hoy la comprensión historiográfica cabal de las «leyes reales». En suma, el cuadro resultante nos depara una justicia sin legislación que tase competencias ni predetermine sentencias, acompañada en el siglo XVIII por una paralela «administrativización de la Monarquía» que no socava sus cimientos y sujeta a

4

Agüero, «Cap. 1. Las categorías básicas de la cultura jurisdiccional», pp. 19-58; Garriga, «Cap. 2. Justicia animada: dispositivos de la justicia en la Monarquía católica», pp. 59-104. 5

Por creer que pueda iluminar esta consigna, evoco aquí la «transición paradigmática» propuesta por Boaventura Sousa Santos del moderno «conocimiento-regulación» al posmoderno «conocimientoemancipación», en el cual «la ignorancia es el colonialismo y el colonialismo es la concepción del otro como objeto, es decir, el no reconocimiento del otro como sujeto», en A crítica da razão indolente. Contra o desperdício da experiência, Porto, 2002, p. 29. Puede continuarse esta ilustración teórica con Emmanuel Levinas, Entre nosotros: ensayos para pensar en otro, Valencia, Pre-textos, 1993, y Totalidad e Infinito: ensayo sobre la exterioridad, Madrid, Sígueme, 2002.

una muy particular constitución, la que instituye aquel orden religioso y tradicional desplegado y «animado» por la función jurisdiccional. Contra el criterio al parecer dominante, es axioma fundamental para nuestra monografía la persistencia casi incólume del modelo descrito hasta el umbral mismo de la génesis constitucional6. A estos albores van dedicados los capítulos siguientes, inspirados en la premisa según la cual el nuevo sistema se alza forzosamente sobre las «ruinas del viejo edificio»7, se limita, por constricciones materiales, «al arreglo de lo existente»8. Con una narración sobre las recolocaciones del triángulo MonarquíaNación-Constitución en estos comienzos constitucionales, nos pone en perspectiva José Mª Portillo, quien ahonda además en una de las constantes de este trabajo: la atención a la dimensión americana de la experiencia cultural e institucional analizada9. Con tonalidad algo discrepante, Mª Paz Alonso también introduce sugerencias preliminares de interés, que vienen en cierto modo a quebrar la compacidad de la justicia premoderna antes diseñada al dar entrada y peso específico a las fundadas acusaciones liberales e ilustradas contra unos oficiales que reputaban arbitrarios, recriminaciones que desde el siglo XVIII hasta Cádiz pondrían en movimiento una transformación histórica del proceso consistente, no tanto en un desecho de leyes medievales estimadas suficientes, cuanto en una sustitución de magistrados considerados incompetentes10. Descienden después al detalle organizativo, sin abandono de principios e indicaciones culturales y gnoseológicas, Carmen Muñoz11, Fernando Martínez12 y la misma Alonso. En su texto, ejemplo de claridad y síntesis no reñida con minuciosidad, Muñoz de Bustillo nos relata la (escasa) suerte en el solar hispano de las reformas judiciales francesas, propósitos en los que se entremezclan provisionalidad, realismo político y extemporaneidad. Condicionada por determinaciones político-militares y por lo efectivamente instaurado y operativo en España, la renovación josefina del aparato de justicia resultó ser una amalgama de prácticas pasadas y tentativas modernas. La lectura que de ella hace la autora nos coloca ya ante dos factores de constante aparición en los capítulos ulteriores: el peso insorteable del pasado jurisdiccional, encarnado en este caso particular en la continuidad del personal y del «estilo» del Consejo Real, y la preceptiva adhesión política de los magistrados, concretada ahora en las depuraciones «a través de cese» promovidas por el gobierno. En efecto, estos elementos serán también los ejes centrales de la contribución de Fernando Martínez, provista además de una prelusión metodológica de imprescindible consulta para quienes apetezcan ponerse al tanto de los presupuestos teóricos movilizados en nuestro libro. Con la bien construida premisa según la cual, a falta de Estado al que imputar las resoluciones judiciales, continúa siendo la persona del juez el epicentro de la justicia, el autor distingue su versión doceañista por la persistencia de un legado jurisdiccional sostenido por dos claves 6

«Estaba en marcha un proceso de estatalización de los jueces, pero nada apuntaba a la legalización de la justicia», afirma Garriga, ob. cit., sobre el «reformismo borbónico», p. 101. Es inevitable aquí la cita de Luca Mannori y Bernardo Sordi, Storia del diritto amministrativo, Roma-Bari, 2001. 7

Agüero, op. cit., 23.

8

En expresión de Mª Paz Alonso, recogida en el texto del que enseguida damos cuenta (p. 211).

9

José Mª Portillo, «Crisis de la Monarquía y necesidad de la Constitución», pp. 107-134.

10

Mª Paz Alonso, «Las reglas del juego: herencia procesal y constitucionalismo», pp. 209-242, especialmente pp. 224 ss. 11

Carmen Muñoz de Bustillo, «La fallida recepción en España de la justicia napoleónica (1808-1812)», pp. 135-168. 12

Fernando Martínez Pérez, «La constitucionalización de la justicia (1810-1823)», pp. 169-207.

básicas: por un lado, la permanencia de «una concepción patrimonial del oficio», y por otro, la relevancia tanto de «los trámites procesales» como de las «‘calidades’ externamente apreciadas» del juzgador, punto, este último, que, además de agregar a las virtudes morales del iudex perfectus la variable afección política del primer juez constitucional, sustenta el expediente definitorio de este intervalo histórico: la responsabilidad del magistrado en cuanto empleado público. Por último, y ejerciendo nuevamente de relativo contrapeso, Mª Paz Alonso subraya el alcance de algunas reformas penales humanitarias registradas en la Constitución de Cádiz y los variados intentos de enmendar «las dilaciones procesales», mal endémico del tipo judicial anterior. Como balance final obtenemos, por lo tanto, una justicia que opera todavía sin motivar sentencias y, sobre todo, sin «canon normativo» de referencia, aunque ya aparezca vinculada a disposiciones constitucionales expresas y se oigan voces que derivan garantías y responsabilidades de la fijeza y claridad de las leyes (Alonso, p. 237); una justicia sin segregar de la administración -como demuestran los alcaldes con facultades gubernativas-, que puede por vía ordinaria fiscalizar sus actuaciones y potencialmente sometida a ella al equipararse el magistrado al funcionario y depender del ministerio correspondiente el esclarecimiento de responsabilidades de frecuente cariz político; una justicia, en fin, que deja parcialmente de estar suspendida sobre la constitución encantada del Antiguo Régimen para penetrarse, sólo en una proporción mínima, del moderno constitucionalismo de salvaguardia de los derechos individuales y organización y limitación explícita del poder público, pues lo que en realidad se acumula (y quiebra) a la compartida axiología anterior es la moderna controversia entre programas e intereses políticos, cuya resonancia a nuestros efectos es la transmutación del juez perfecto en el juez afecto (a los sucesivos regímenes). El posterior tríptico de contribuciones forma, a mi entender, el nudo de nuestra historia, por examinarse en él una tipología de justicia desembarazada ya de la herencia jurisdiccional y triunfante a la postre en nuestro escasamente constitucional siglo XIX13. Atendiendo desde el universo de los principios hasta el campo más inabarcable de las prácticas procesales, esta serie comienza con un capítulo de Marta Lorente que de nuevo incorpora apartado metodológico enjundioso y no menos decisivo. Tras abocetar los rasgos fundamentales de la justicia bajo el reinado de Fernando VII, materia sobre la cual se ensayarán las nuevas reformas, Lorente encara el montaje extraparlamentario e «infralegal» de la «justicia moderada». La contrafigura para el contraste la procura el paradigma democrático de estirpe jacobina; de la comparación entre estos parámetros y la realidad hispana se desprende el imperceptible calado entre nosotros de la noción moderna de ley como «norma general, cierta y accesible» o, en sentido contrario, la extendida vigencia de una mentalidad tradicionalista que atribuye validez a disposiciones remotas. Esta formidable acumulación normativa, ni siquiera aliviada por las técnicas de publicidad al uso, hacía de la indeterminación el signo característico del ordenamiento isabelino, también complejo e internamente conflictivo en lo que respecta a la pluralidad de jurisdicciones y la persistencia práctica de la «confusión entre gubernativo/contencioso». Por su parte, encuadrando sus valoraciones en las líneas trazadas por Lorente, y teniendo asimismo al sistema legalista francés como punto implícito de referencia, Mª Julia Solla, con un cuidado y encomiable acopio de fuentes, 13

Me refiero a los siguientes capítulos: Marta Lorente, «Justicia desconstitucionalizada. España, 18341868», pp. 245-287; Mª Julia Solla, «Justicia bajo Administración (1834-1868), pp. 279-324; Jesús Vallejo, «Justicia en casos. Garantía, código y prueba en el procedimiento penal decimonónico», pp. 325360.

indaga en algunos aspectos concretos de la justicia isabelina, como la motivación de las sentencias, la ubicación de la justicia, el estatuto del juez y su responsabilidad e inmovilidad. Si el orden normativo del momento era incierto e indeterminado, ¿qué otra función podía desempeñar el deber de motivar que «el control administrativo de los fallos»?, ¿qué otra dimensión podía tener la responsabilidad que un «control sobre la persona del juez»? Dada la prescriptiva adhesión a la ideología y moralidad dominantes, ¿qué destino aguardaba en el reclutamiento del personal a las aptitudes técnicas sino el de ser oscurecidas por las viejas, y constantemente actualizadas, «calidades» morales del magistrado? Ya que no podía ser entonces garantía de independencia política, ¿qué sentido podía tener la inamovilidad sino el de preservar al modo antiguo la estabilidad en el oficio? Con su habitual destreza y pulcritud estilística y una destacable, rara y exquisita deferencia por las miniaturas históricas, Vallejo culmina con un modélico ejemplo de case history, y así lo califico porque trasciende la anécdota para elevarse al plano categorial donde interactúan las normas, las garantías, el gobierno, las audiencias, la prensa, los textos de causas célebres y los juristas. Con el truculento y representativo episodio de historia criminal narrado, estamos en realidad ante la corroboración empírica de lo consignado en los dos capítulos anteriores, ante la recreación microhistórica de una «opinión pública» impermeable a los principios constitucionales, de unos aparatos judiciales que, espoleados por la dirigencia, funcionaban con celeridad carente de garantías, de obras facturadas por juristas abarrotadas de prejuicios deletéreos, de fiscales y magistrados que empujaban al garrote con la apoyatura de normas medievales expresamente derogadas. Vista la imposibilidad de articular en la praxis el principio de legalidad, la imagen ahora resultante vuelve a problematizar la sumisión del juez a la legislación. La piedra angular de todo el sistema es ya la administración, que por una parte, mediante el trámite de la autorización previa para encausar a sus empleados, se sustrae por completo de la fiscalización judicial, y por otra, somete a la justicia a través de su configuración reglamentaria, su funcionarización y su distribución territorial. Y es tan sólo aquí, en esta subordinación al gobierno, donde cabe contemplar la residual relación entre justicia y constitución, ya que ésta, en su acepción moderada, ni designa protección de derechos ni habilita, limitándolo, al poder, sino que pone a disposición de éste la determinación normativa de aquéllos para mejor garantía de un orden público, trasunto ideológico de las pulsiones de los sectores socialmente dominantes. Se cierra la monografía con dos contribuciones dedicadas al momento en que el binomio antedicho de justicia y constitución parece cobrar cierta sustantividad. Con su ejercicio de «historia integral» y comparada de la justicia, Bartolomé Clavero14 nos introduce en las posibilidades genéricamente disponibles a fecha de 1868. Compartiendo comienzos «ciudadanos» -uno por concebir la justicia como «garantía de derechos frente a los poderes todos» y por fundamentarse en la institución igualitaria del jurado, y otro por ser la justicia de carácter electivo, comprender arbitraje y conciliación y basarse en leyes democráticas-, los modelos estadounidense y francés llegan bien mudados al instante en el que España intenta reconstituirse a sí misma sobre bases constitucionales. En el segundo caso, «reinventada» la universidad, codificado el derecho y suprimida la representatividad de las leyes, la justicia se convierte en «función del Estado» y deja principalmente de proteger derechos. En el primero, situado en una segunda fase posterior a la Decimocuarta Enmienda y anterior a su perverso uso por la Corte Suprema, la justicia sí se compromete con la defensa de las libertades y 14

«Justicia en España entre historia y constitución, historias y constituciones», pp. 397-428.

sirve entonces de ejemplo para «un constitucionalismo de derechos antes que de poderes» como a priori lo era el de la Carta de 1869. A su elaboración y desarrollo legislativo y reglamentario en lo que concierne a la justicia atiende Carmen Serván en su texto15, donde puede observarse cierta atemperación del rigor crítico de los juicios formulados sobre el particular en su tesis doctoral16. En los variados terrenos que la autora recorre, el diagnóstico sobre el estatuto de los derechos individuales es homogéneo: a un inicio «prometedor», por cuanto los declara naturales e indisponibles, sigue una plasmación constitucional más tibia, dilatoria y polisémica que finalmente, en leyes orgánicas y disposiciones menores, se concreta en un vaciamiento a favor de la potestad estatal (y aun de la doméstica de los padres de familia, como sucede en la institución del jurado). Y todo ello repercute en la justicia, que pasa de custodio supremo de los derechos en la esperanzadora fase constituyente, a tercer poder sometido todavía a la vigilancia gubernamental de la conformidad política, desplazado a nivel capilar por los arrestos gubernativos y sustituido incluso por la jurisdicción militar en el sangrante caso de las previsiones de excepcionalidad. Por último, con sugestiva reflexión final de actualidad, y respondiendo al significativo interrogante de si «¿puede la justicia garantizar derechos frente a ley?», Clavero confirma en lo sustancial este parecer sobre la génesis constitucional de nuestra organización judicial, caracterizada entonces por la intromisión de la legislación en el diálogo, así mediatizado y estatalizado, entre justicia y constitución. Antes de comenzar con esta síntesis ya concluida decíamos que una estrategia cognitiva común recorre casi todas las contribuciones. En ella, repito, se concentra la utilidad teórica, que es mucha y profunda, de la presente obra. Ante todo debe subrayarse su carga polémica, el hecho de que marca desde hace años 17, y a día de hoy, «el estado de la cuestión» sobre el asunto de la historia judicial (y constitucional) hispana18. No basta, en cambio, con señalar que estamos ante una alternativa meditada a la consueta y anacrónica historia normativa, que con positivismo acrítico busca en las disposiciones pasadas la realización paulatina de los principios liberales de organización de la justicia. La dialéctica de convicciones supone además la inclusión en negativo de la opción criticada. En los textos académicos no sólo sedimenta la razón analítica sino que también cristalizan las oposiciones, fracturas y compensaciones que escinden, unifican y constituyen el campo científico. Y esta determinación polémica del propio punto de vista, con las consecuencias que ello pueda arrastrar, resulta perfectamente perceptible en nuestro libro. Estamos, pues, ante un cuestionamiento íntegro de la historiografía convencional de la justicia, ante una enmienda a la totalidad de sus pautas discursivas19: en lugar de identificarse norma y realidad, se dilucida la imbricada 15

«Configuraciones y desfiguraciones de la justicia bajo el constitucionalismo de 1869», pp. 363-395.

16

Carmen Serván, Laboratorio constitucional en España: El individuo y el ordenamiento, 1868-1873, Madrid, 2005. 17

Baste para comprobarlo con la consulta de Marta Lorente, «Reglamento provisional y administración de justicia (1833-1838)», en Johannes-Michael Scholz (ed.), El tercer poder. Hacia una comprensión histórica de la justicia contemporánea en España, Frankfurt am Main, 1992, pp. 215-295; y Marta Lorente, Carlos Garriga, «El juez y la ley: la motivación de las sentencias (Castilla, 1489-España, 1855), Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid (La vinculación del juez a la ley) 1 (1997), pp. 97-142, integrado ahora en Id., Cádiz, 1812. La Constitución jurisdiccional (Epílogo de Bartolomé Clavero), Madrid, 2007, pp. 261-312. 18 19

Vid. la memoria técnica citada (n. 2) del proyecto en curso HICOES III.

Para ponernos en antecedentes, valga la cita de la organizada y legalista monografía de Juan Sainz Guerra, La Administración de justicia en España (1810-1870), Madrid, 1992, el inconsistente estudio preliminar de Javier Paredes, La organización de la justicia en la España liberal (los orígenes de la

relación entre normatividad y facticidad; en vez de presuponerse categorías tales como las de Estado, ley o administración, se problematiza su campo semántico y se les atribuye sentido en función de su articulación histórica concreta; deja de diluirse la fenomenología judicial en las etapas genéricas de la historia política para restituirle su autonomía; se prescinde de la cesura en nuestros orígenes constitucionales, no porque el absolutismo hubiese ya preparado el terreno a la racionalización estatal, según sostiene la visión ortodoxa, sino porque, contrariamente, la sombra jurisdiccional se alarga y expande por todo el siglo liberal; los principios abstractos, en fin, ya no son el observatorio escogido, ni su (insuficiente) grado de realización la guía exclusiva de la búsqueda, emprendida ahora con el fin de aprehender, metodología mediante, la fisonomía cultural e institucional de la praxis judicial pasada. Es en este plano, el de los principios, donde más sobresale la aportación de dicha perspectiva historiográfica20. Lo más evidente no es sino el intento de contrarrestar la «naturalización» interesada de ciertos conceptos e instituciones -colocados así fuera de la disposición colectiva- con la reversión de la historicidad que les corresponde. Esta historiografía como ciencia de la contingencia se desembaraza por tanto del relato usual de la modernidad21 para, deslastrada de gravámenes trascendentes, aterrizar en la complejidad irreductible de la trama jurídica histórica22. Por eso debe reputarse impertinente aquella crítica que, formulada aún desde el plano soporífero de los relatos, descalifica por reaccionaria, antimoderna o antiliberal la postura aquí ensayada. La torcedura del gesto, el escándalo o el malestar que puedan provocar sus conclusiones son más síntoma de sordo dogmatismo y unilateralidad que de reflexión científica. También esta observación ampliada al máximo, este amor facti que nos permite descender hasta el nivel molecular de los mecanismos concretos, los dispositivos tangibles y las personas con nombre y apellidos, distingue este enfoque del célebremente propuesto por Arno J. Mayer23. No hay aquí detección llana y simple de la persistencia de una organización impoluta en sus trazas más superficiales, sino reconstrucción, sobre la base de una multiplicidad de fuentes, de unas realidades nuevas que por imperativo de las circunstancias no podían ser más que una aleación compleja de prácticas jurisdiccionales y tentativas constitucionales o tácticas gubernamentales24. Prescindir de tales prótesis teleológicas implica por último el abandono de la dicotomía, cara a la ilustración liberal, entre el orden y el caos, lo regular y lo excepcional, lo carrera judicial), Madrid, 1991, y también, aunque en menor medida pero con mayor y más eficaz dogmatismo (retórico) de principios, Eduardo García de Enterría, «La democracia y el lugar de la ley», Anuario cit. (n. 17), pp. 79-95. 20

Clavero nos lo advierte: «manifiesto preferencia, como piedra de toque, por los constitucionalismos concretos frente al pensamiento constitucionalista en abstracto», ob. cit., p. 401. 21

Para las estupefacientes funciones semánticas, éticas y políticas de los relatos, véase Jean-François Lyotard, La condición posmoderna (1979), Madrid, 1987. 22

Percibiéndose con ello el grado de contemporaneidad que caracteriza esta contemplación histórica. Mejor que la acepción funcionalista de Niklas Luhmann, que tiene la discutible y cada vez más propagada ‘virtud’ de equiparar complejidad e inmovilismo, acúdase a Edgar Morin, Introducción al pensamiento complejo, Barcelona, 1995. 23

Me refiero, como es obvio, a La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran Guerra, Madrid, 1984 (versión española de Fernando Santos Fontanela) 24

En Lorente, Garriga, Cádiz, 1812 cit. (n. 17), pueden encontrarse alusiones introductorias a la «forma de ver» que articula dicha selección de escritos y que también está en la base de los nuestros. Desde dicho ángulo de observación, en lugar de asignar a los agentes históricos fines trascendentes y sublimes, «son más bien los medios disponibles los que condicionan los fines alcanzables y hasta concebibles», p. 21, y, en general, pp. 11-40.

«fisiológico» y lo «patológico». Los acontecimientos que desde el ángulo de los principios eran entonces calificados como desviación transitoria y corregible, son aquí elevados a factor estructural y propio de la dinámica pretérita de la justicia. Y también lo que, desde ese mismo estrato, era sencillamente desestimado u olvidado como desecho del paso triunfal de la modernidad, es ahora recuperado con sensibilidad benjaminiana como posibilidades canceladas, como valiosas rutas obliteradas por la preclusión histórica y el idealismo historiográfico25. No se piense sin embargo que la renuncia a observar la realidad pasada a través de la pantalla tergiversadora de la racionalización progresiva del mundo supone, sin más, un amoral rechazo de todo principio ético y racionalizador. Antes bien, en nuestro texto -y en el grupo de historiadores que lo suscribe- puede contemplarse la convivencia, con eventuales trasvases y conexiones recíprocas, entre dos concepciones preliminares de la justicia y la política26. Una de ellas, presente de modo tácito en las disquisiciones de Marta Lorente, pero también latente en las contribuciones de Fernando Martínez y Mª Julia Solla, toma como horizonte de lectura la democracia popular, donde la ley pasa a ser, no ya monopolio del derecho en manos del poder, sino instrumento primero de garantía por obedecer a la aspiraciones sociales. La segunda, seña indiscutible de identidad de buena parte de la producción de Bartolomé Clavero, y visible asimismo en el capítulo de Carmen Serván, compone un «jurisdiccionalismo de los derechos» que confía en la justicia ciudadana otorgándole la responsabilidad de defender la libertad inclusive contra la decisión legal de la política. Además, obviando esta cuestión de los principios, poca duda ofrece cuál sea la opción con mayor impacto ético: si narrar nuestro pasado constitucional como antesala esforzada de nuestra libertad política actual tapando, o minimizando, sus vulneraciones, o más bien ponerlo al descubierto por entero para, fijado el contraste, no tolerar ya más excepciones. Cerremos, más que con apartado de críticas, con sugerencia de interrogantes. Ya se ha señalado que el propio punto de vista se construye en buena medida en diálogo con fuentes y polemistas. La lectura de los textos jurídicos -al menos teóricos- circulantes a partir de la fecha en que nuestro libro concluye ha compuesto hasta el día de hoy mi material básico de trabajo. De ella quizá provenga la sensación de que acusa cierta ingenuidad política la oposición neta entre poderes y derechos, sin cabida alguna para un poder conculcador de derechos adquiridos en orden a la consagración de otros más universales, y sin lugar tampoco para la realidad nada infrecuente de unos derechos devenidos en poderes o de unos poderes que se escudan en derechos para ejercer su dominio opuesto precisamente a los derechos. En estos textos más cercanos se refleja además la obstinada supervivencia de la noción jurisdiccional de un orden providencial inmodificable por la decisión política, si bien comparece para legitimar ahora un régimen como el de la Restauración, que no sería sino la materialización razonable de tal orden armónico de ascendencia divina, o para desacreditar después un régimen democrático como el de la II República, Estado voluntarista que con sus leyes arbitrarias opuestas al orden indisponible dividiría la sociedad. Cierto es que existen diferencias sustantivas entre la declinación tradicional y ésta más reciente de la que hablo. En primer término, la rígida jerarquía de los status viene sustituida por la no menos severa jerarquía de las facultades y aptitudes naturales de los individuos aislados. 25

Puede en este sentido recurrirse a un ejemplo de esta actitud en Clavero, «La gran innovación. Justicia de Estado y Derecho de Constitución», en Scholz, ob. cit., pp. 169-188. 26

Vid. sobre esto Antonio Serrano González, «Chocolate a la española: formación y afección de jueces en el siglo XIX», en Aldo Mazzacane e Cristina Vano (a cura di), Università e professioni giuridiche in Europa nell’età liberale, Napoli, 1994, pp. 425-462.

Pero el caso es que también en este paradigma más moderno se traza un orden natural, prepolítico, inmanente e infranqueable por la acción estatal. Dejando a un lado la suerte y difusión del organicismo krausista, católico o nacionalista, me refiero al orden de los equilibrios y compensaciones producidos entre los individuos libres e iguales, inviolable por las leyes estatales y actualizado, preferentemente, por la actividad de los jueces inclusive en contra de la legislación vigente. En efecto, el liberalismo religioso y económico será en este sentido un continuador de algunas estrategias inherentes al paradigma jurisdiccional. Adoptará la forma de defensa del principio de igualdad ante la ley como clave de bóveda de todos los derechos individuales con el fin de neutralizar jurisdiccionalmente la democracia contraria al privilegio27. Lo que interesa indicar es que parece claro entonces que el modelo jurisdiccional, interiormente transformado pero sustancialmente inalterado, permanece vigoroso hasta bien entrado el siglo XX, haciendo no más de reflujo del pasado sino sirviendo al liberalismo devoto e individualista. Pero esto implicaría que unos mismos planteamientos, que unas concepciones teóricas homogéneas, han inspirado usos políticos dispares. Significaría esto, en suma, que los principios definidores del modelo jurisdiccional son susceptibles de ser utilizados con diferentes objetivos prácticos. ¿Por qué entonces no suponer lo mismo para su vigencia durante el Antiguo Régimen, buscando materializaciones opuestas de un mismo marco cultural en lugar de describirlo como la época de su estable e inconmovible reinado? ¿Para constatar su carácter duradero, su rango «ontológico» y omnicomprensivo, basta con fundamentarlos en consensos doctrinales sin registrar el hecho de que las capas mayoritarias de la sociedad no nos legaron fuente alguna que nos permita hoy conocer sus creencias? ¿No contrasta en cierto modo la exhaustividad con que se describe la interferida materialización de los principios liberales con el carácter monolítico, sin fisuras, que se asigna al modelo jurisdiccional hasta incluso su prolongación decimonónica? ¿No podría recogerse la propuesta de Foucault y perseguir líneas antagónicas, unas destinadas a lubricar el gobierno de los hombres y otras a promover su indocilidad, pero ambas desenvueltas en el interior de un discurso homogéneo? ¿Por qué no rastrear las funciones políticas de ese orden jurisdiccional sin adherirnos a la representación que de él hacían sus promotores? ¿Por qué pensar que era un orden de imperio del derecho con exclusión de la política y no que era una forma histórica de la política misma? En definitiva, ¿por qué no pensar que el desencantamiento del mundo tiene efectos retroactivos? Sebastián Martín Universidad de Huelva

27

Vid. Erich Kaufmann, Die Gleichheit vor dem Gesetz im Sinne des Art. 109 der Reichverfassung, Berlin, 1927, y, entre nosotros, Eduardo L. Llorens, La igualdad ante la ley, Murcia, 1934.

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