Reseña de: Francisco M. Carriscondo Esquivel. 2010. La épica del diccionario. Hitos lexicográficos del XVIII. Madrid. Calambur. 252 páginas.

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Descripción

Revista argentina de historiografía lingüística, III, 1, 83-86, 2011

Reseña bibliográfica Francisco M. Carriscondo Esquivel. 2010. La épica del diccionario. Hitos lexicográficos del XVIII. Madrid. Calambur. 252 páginas.

Esteban T. Montoro del Arco Universidad de Granada

Este libro no ha de abordarse, como su autor afirma desde el comienzo (“Presentación: ¿Una historia más?”), como un manual sobre la lexicografía del siglo XVIII, sino más bien como un conjunto de resultados de investigación sobre algunos hitos lexicográficos propios de este siglo. En efecto: podría decirse que los pilares sobre los que se asienta toda la monografía son el Diccionario de Autoridades (DA) (1726-39) de la Real Academia Española y el Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina e italiana (DC) (1786-88) del jesuita Esteban de Terreros y Pando. Pero quizá sea más apropiado invertir el orden de los componentes y poner los autores en primer lugar, antes que sus obras; y acompañarlos de otros muchas personalidades que, de uno u otro modo, sirven como ejemplo de aquello que el autor denomina la épica del diccionario. Este concepto, que da nombre al libro, hace alusión a las muestras de esfuerzo, valor y abnegación que esconde toda gran obra lexicográfica, y que contrastan trágicamente con el escaso reconocimiento social que reciben a cambio sus autores. El libro se organiza en dos grandes bloques. El primero se denomina, significativamente, “Héroes del diccionario” y va encabezado por el apartado “Vindicación del individuo”, donde Carriscondo expone sus consideraciones íntimas acerca de la labor lexicográfica y del diccionario como producto cultural. Como preámbulo al tratamiento de la obra de Terreros, retrata la especial disposición de espíritu que todo lexicógrafo ha de poseer ante el ejercicio de la lexicografía y se sirve para ello de ejemplos de los redactores del Oxford English Dictionary (1888-1928), tales como Herbert Coleridge, Samuel Johnson o Fitzedward Hall, entre otros, que acusaron dolencias y taras físicas como la ceguera, la sordera y la tuberculosis así como enfermedades mentales como la depresión, la demencia o la cleptomanía, todas ellas derivadas, en gran medida, de su dedicación obsesiva al desempeño de su tarea. Por encima de todo, mostraron lo que el autor denomina ardor intelectual, que implica renuncias familiares y desgaste de energías personales, y que induce a superar trabajos en condiciones inadecuadas o ambientes poco propicios así como a enfrentar la gran soledad del investigador y el desasosiego ante una obra que parece no tener fin. Los siguientes dos apartados, que completan este primer bloque, están dedicados a la figura del padre Esteban de Terreros. En el primero, “La labor lexicográfica de Esteban de Terreros”, se exponen las cualidades humanas que hicieron posible la consecución del DC, uno de los monumentos más importantes de la lexicografía hispánica: ardor intelectual, constancia, soledad, etc. Teniéndolas en cuenta, se analizan la originalidad del DC y su superación con respecto al modelo del DA, a través de aspectos como el formato tipográfico de la introducción de los lemas y las acepciones, los indicios de la posible conciencia de la noción de contorno definicional, el uso de ejemplos inventados, los métodos de obtención de léxico mediante técnicas de obtención provocada, así como otros aspectos relacionados con su condición liberal, como el uso de fuentes contemporáneas y publicaciones periódicas y la aplicación de un criterio ortográfico basado en el uso. Por último, se presenta una obra gobernada por el principio de utilidad pública propio de la ideología dominante en el XVIII, 

Correspondencia con el autor: [email protected].

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que explica que el jesuita intentara recoger distintos tipos de variedades idiomáticas, que incorporara equivalencias en otras lenguas, y que tuviera la pretensión totalizadora de reflejar “todas las especies y objetos del universo”, aspectos todos ellos que no hubieran sido posibles sin las cualidades personales expuestas al comienzo. El análisis llevado a cabo en “La revolución copernicana en la obra de Esteban de Terreros”, último de los apartados de este primer bloque, supone a mi juicio una concreción tanto de la visión general del lexicógrafo argumentada en el primero como de la caracterización general de la personalidad de Terreros expuesta en el segundo. A través del análisis de un buen número de voces –tales como eclíptica, equinoccial, gran orbe, retrogradar, deferente, ecuante, epiciclo, etc.–, Carriscondo rastrea la presencia en el DC del copernicanismo, concepción científica del universo que suponía una superación del sistema ptolemaico impuesto en la redacción del DA. Terreros realiza una síntesis de una serie de sistemas astronómicos, que se superponen en su obra y la dotan de un carácter enciclopédico y, aunque no se decanta por ninguno de ellos, muestra indicios de aceptación del sistema copernicano, a pesar de los condicionamientos ideológicos propios de la época y de su condición religiosa. Este hecho es considerado, pues, como un nuevo rasgo de la independencia del jesuita vizcaíno, ya que tanto él como los académicos compartieron idéntica formación y prácticamente las mismas fuentes representativas. Frente a la afirmación del individuo que caracteriza al primer bloque, el segundo, titulado “Del héroe al método colegiado”, se centra por contra en el trabajo colectivo que supuso la redacción del DA. No obstante, comienza con el estudio y reivindicación de la figura del que fue primer Secretario de la Real Academia Española (“El individuo como puente: Vincencio Squarzafigo”). Constituye un ejemplo perfecto del anonimato al que pueden verse relegados los responsables de tan magnas obras. Carriscondo aporta una información muy detallada sobre la genealogía de Vincencio Squarzafigo y, a través del análisis de las actas de las Juntas académicas, nos muestra a un individuo que supo entender la envergadura del proyecto y que estuvo fuertemente comprometido con el trabajo que le fue encomendado; como consecuencia, su labor excedió en gran medida sus obligaciones genuinas como Secretario, y aparte de colaborar en la redacción de la planta del DA y en la redacción de varias combinaciones de letras (así como de las voces relativas a las matemáticas), realizó el vaciado de numerosos textos para que sirvieran de autoridades, revisó gran parte de las colaboraciones de sus compañeros, corrigió galeradas y se encargó de la gestión de la biblioteca. El ardor intelectual que demostró hizo que tuviera enfrentamientos puntuales con el resto de los académicos, particularmente en lo que respecta a la ortografía, pues se erigió como uno de los más férreos defensores de la aplicación de un criterio etimológico en la fijación de las voces y en su correspondiente lematización en el diccionario. El apartado siguiente, “Otros puestos en el podio”, es un listado de biografías de algunas de las personalidades que participaron en la elaboración del Diccionario de Autoridades (1726-39), especialmente de aquellos individuos que cumplen con dos características: ser piezas importantes para la gestación de la obra y no ser especialmente conocidos (frente a otros que sí han sido más estudiados, como Juan de Iriarte, Ignacio de Luzán o el propio fundador de la Academia, Juan M. Fernández Pacheco, VIII Marqués de Villena). Por las páginas de esta sección aparecen en primer lugar personajes como Fernando I. Bustillo y José Cassani, a los que concede un segundo puesto en el podio, metáfora con la que evalúa gráficamente la importancia de sus aportaciones al diccionario; y se completa con otros tantos diplomas olímpicos para Bartolomé de Alcázar, Juan Interián de Ayala, Adrián F. J. Connink Jácome, Gabriel P. R. Álvarez de Toledo y Pellicer de Tovar, Antonio Dongo Barnuevo y Mesa, Alonso Rodríguez Castañón y Valbuena González Castañón y Díez de Canseco, Francisco S. Pizarro de Aragón y Mendoza y Chacón, Andrés González de Barcia Carballido

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y Zúñiga Vaudana, Lorenzo Folch de Cardona, Pedro Scotti de Agóiz, Tomás P. de Montes y Corral, Mercurio A. López Pacheco Acuña Manrique de Lara Silva Girón y Portocarrero, Tomás P. de Azpeitia y Orozco, José de Solís y Gante Osorio y Enríquez Sarmiento de Luna, Miguel J. Gutiérrez de Valdivia y Cortés, Pedro F. P. Serrano de Barahona Fernández del Moral y Almarza, Pedro M. F. Álvarez de Acevedo y Volante, Blas A. Nasarre y Férriz, Diego F. Suárez de Figueroa de Castilla Ramírez y de la Cámara, Lope F. C. Hurtado de Mendoza y Figueroa, Juan de Chindurza y Goitia, Juan de Aravaca y Felipe U. A. García de Samaniego y de Montalvo. La ordenación de estas biografías es cronológica y va desde los orígenes de la Academia hasta el proyecto de segunda edición del DA, del que solo se llegó a publicar un volumen. Si he enumerado todos sus nombres es para contribuir a la reivindicación del individuo que se defiende en el libro; pero también para mostrar que este apartado desentona en el conjunto de la obra, pues está redactado más para la consulta que para la lectura, pues las biografías constituyen en realidad entradas aportadas por el autor al Diccionario biográfico español (2009-) que lleva a cabo la Real Academia de la Historia. La lectura de estas biografías se nos presenta como una suma de individualidades, que se muestra finalmente como un conjunto orgánico en el último de los apartados de este bloque, titulado “En los orígenes del método colegiado académico”. En él se describe el método colegiado académico, tomado de las Academias italiana y francesa, a través del análisis de Papel de reparos al Diccionario (1731). Este documento muestra cómo los Académicos se dieron cuenta de la necesidad de revisar la confección del primer diccionario, a raíz sobre todo de la experiencia acumulada tras la redacción de los sus dos primeros tomos; así pues, denunciaron los fallos observados en la obra y tomaron decisiones que, en coherencia con sus Estatutos, hubieron de ser sometidas previamente a votaciones colectivas. Carriscondo altera la sucesión cronológica de los reparos y los organiza por conjuntos, concernientes a la ortografía de las entradas, la información sobre procesos flexivos y derivativos, la marcación gramatical, la presentación del contenido de las voces, la marcación de las voces, la inclusión de autoridades y la macroestructura del diccionario. Finalmente, considera que este documento responde en general al mismo deseo de uniformidad y coherencia metodológica que se le exige a la lexicografía moderna. El libro se completa con un epílogo (“Epílogo: Un tiempo que se acaba… o no”) en el que se defiende la vigencia de los modelos humanos descritos en el libro para el mundo actual de la investigación, corrompido en gran medida por intereses de mercado y el mero afán de promoción personal. En este punto, como en las páginas introductorias, el texto adquiere un tono muy personal: la admiración y empatía del autor hacia los lexicógrafos estudiados es patente, pero también su hastío ante los cauces por los que discurren a veces los proyectos lexicográficos en la actualidad: “Hay que saber lo que se pretende: si el medro personal a partir de la obra o la creación de esta por la simple necesidad vocacional de crearla. Si es lo primero, difícil será la empresa, por los obstáculos que conlleva: muchos esfuerzos paralelos y poco sentarse en el pupitre; si es lo segundo, tarde o temprano llegará, porque es lo que más importa. De proyectos se les llena la boca a los primeros; de silencios y esfuerzos anónimos, sin estridencias, a los segundos” (230). En realidad, en este epílogo parece tomar forma una pulsión presente de algún modo a lo largo de las páginas de la monografía, la cual adopta finalmente el valor de un gran ejercicio argumentativo: mostrar el desacuerdo del autor ante los algunos de los condicionamientos actuales de la investigación humanística, cuya insensatez adquiere mayor relieve al contrastarse con los que guiaron a los autores de los grandes hitos lexicográficos del XVIII. En suma, en este libro Carriscondo combina grandes dosis de erudición, rigor científico y reflexión íntima, que despliega con un estilo libre de constreñimientos académicos que hace muy amena su lectura. Al final consigue hacer patente una idea: la labor del lexicógrafo puede

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llegar a ser épica. Los diccionarios son obras cuyos autores no reciben el aplauso inmediato del público; están pensadas no para ser leídas sino consultadas y exigen mucho compromiso y una alta vocación por parte de individuos que, con frecuencia, sufren el desasosiego ante proyectos que no parecen tener fin y obras que siempre son susceptibles de ser completadas y mejoradas. Este sentimiento parece embargar al propio autor que, en varios momentos, parece excusarse por el hecho de no ofrecer una visión parcial del siglo XVIII. Pero esto no le resta en realidad un ápice de valor: en primer lugar, es obvio que no todos los libros han de tener el formato de un manual, pues todo depende del destinatario a los que van dirigidos; en segundo lugar, siendo el DA y el DC obras tan conocidas y estudiadas, Carriscondo tiene la virtud de plantear una perspectiva realmente novedosa y enriquecedora, que nos lleva inexorablemente a mirar más allá de los monumentos para admirar a sus artífices. Si entendemos que uno de los objetivos de la historiografía lingüística es contribuir a otorgarle a cada uno el lugar que le corresponde, esta obra cumple perfectamente con este objetivo.

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