Reseña - Contrato versus caridad: una reconsideración de la relación entre ciudadanía civil y ciudadanía social (Nancy Fraser y Linda Gordon)

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María Victoria Pérez Monterroso

Reseña

Contrato versus caridad1: una reconsideración de la relación entre ciudadanía civil y ciudadanía social Nancy Fraser y Linda Gordon _______________ Sobre las autoras: Nancy Fraser (Baltimore, EEUU, 20 de mayo de 1947) es una feminista estadounidense, profesora de ciencias políticas y sociales en The New School, Nueva York. Fraser sugiere una síntesis de elementos de la teoría crítica y del post-estructuralismo con el objetivo de alcanzar una comprensión más completa de las cuestiones sociales y políticas relevantes. De esta forma, Fraser pretende enriquecer la tradición democrática liberal gracias a las contribuciones de la teoría feminista, la teoría crítica y el post-estructuralismo. Además de sus numerosas publicaciones y conferencias, Fraser es redactora de Constellations, revista internacional de teoría crítica y democrática. Linda Gordon (Chicago, Illinois, EEUU, 19 de enero de 1940), feminista estadounidense y profesora de humanidades e historia en la Universidad de Nueva York. A partir de 1970, la investigación de Gordon se centró en las raíces históricas de los debates sobre políticas sociales en los EE.UU., especialmente en lo referido a cuestiones de género y familia. Destaca su libro Woman's Body, Woman's Right (publicado en 1976 y reeditado en 2002). Su libro más reciente, The Great Arizona Orphan Abduction, the story of a vigilante action against Mexican-Americans, ganó el Premio Bancroft además del Beveridge.

-0Asistimos, como apertura del texto, a la conceptualización de la noción de “ciudadanía”, noción clave en tanto que es el eje central a partir del que el ensayo, precisamente, se articula. Como es sabido, aunque cotidianamente suele asociarse con la mera tenencia y ejercicio de derechos democráticos, el concepto ciudadanía ha adquirido múltiples significados a lo largo de la historia. Así, por ejemplo, las autoras comienzan hablándonos acerca del sentido y la emoción que contenía el citoyen francés: vocablo que condenaba la tiranía y la jerarquía social, a la vez que afirmaba la autonomía y la igualdad (p 65). No obstante, a pesar de estas múltiples variaciones, es claro que el término posee una especie de, podríamos decir, sublimidad: se trata de una expresión tan rebosante de dignidad que no se le imponen usos despectivos, sino que, al contrario, siempre se encontrará contenida en un aura de respeto. La piedra de toque de las autoras a la hora de comprender esta noción, así como sus vertientes, es el ensayo de T.H. Marshall “Citizenship and Social Class”, donde se concibe el desarrollo histórico de la ciudadanía moderna como inmerso en tres fases, lo que implicará, además, el reconocimiento de tres arquetipos de ciudadanía. La primera, la ciudadanía civil, que dataría del siglo XVIII, conlleva el establecimiento de los derechos derivados del reconocimiento de las libertades individuales: derechos de propiedad, autonomía personal, etc. La segunda fase, la ciudadanía política, cuyo 1

Fraser, N. y Gordon, L. Contrato versus caridad: una reconsideración de la relación entre ciudadanía civil y ciudadanía social, en Isegoría, Madrid, Instituto de Filosofía del CSIC, nº 6, noviembre 1992, pp. 65-82.

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desarrollo tuvo lugar fundamentalmente durante el siglo XIX, abarcaría el derecho de participación en la política, bien en su desempeño directo o bien a través del derecho de sufragio. En tercer lugar encontramos la fase de ciudadanía social, durante el siglo XX, que comprendería “no sólo el derecho a un mínimo de seguridad económica, sino que implicaría también un derecho, de mayor alcance, a compartir todo el patrimonio social y a vivir la vida de un ser civilizado según los patrones que prevalezcan en la sociedad” (p 67-68), es decir, hace referencia a la concepción de un estado del bienestar, concebido como constituyendo ayudas o bienes sociales y demás términos similares. A pesar de que Marshall reconociera el surgimiento de esta tercera fase como el culmen del desarrollo de la ciudadanía moderna, la expresión “ciudadanía social”, según Fraser y Gordon, brilla por su ausencia en el panorama político estadounidense2 en el tiempo en el ellas escriben. De esta forma, los bienes sociales, siendo derechos reconocidos, han quedado disgregados del aura de sublimidad y dignidad que, como se apuntó, rodea a la ciudadanía: “Ser receptor de «subsidios» se considera razón para la falta de respeto, una amenaza para la ciudadanía, más que su realización. Y en el campo de los servicios sociales, la palabra «público» es, a menudo, peyorativa.” (p 66). Mientras que la presencia de la ciudadanía civil se ve cada vez más acentuada, ciudadanía social parece una contradicción en sus términos. El utopismo de Marshall en cuanto a sus previsiones a propósito de la ciudadanía social se debería, según las autoras, a que escribía durante un periodo de optimismo (tras la II Guerra Mundial el electorado británico apostó por el gobierno de un Partido Laborista, cuya promesa era precisamente la de constituir un estado de bienestar), entre otros factores. Siendo esto así, Marshall previó grandes avances en cuanto a la supresión de desigualdades de clase3, según él, objeto prioritario de la ciudadanía social. No obstante, aunque en efecto la reflexión de Marshall constituye la base teórica del artículo que aquí tratamos de analizar, las autoras no se encuentran en disposición de asumirlo acríticamente: precisamente que se señale la eliminación de las desigualdades de clase como objetivo prioritario, deja entrever las insuficiencias de la reflexión de Marshall. Si centráramos nuestra atención no solamente en la supresión de la dominación de clase, sino propiamente en la de género o raza, los elementos clave de su análisis se vuelven problemáticos, por dejar de lado otros mecanismos de producción de opresión y desigualdades4. Además, este utopismo de Marshall también resulta interesante en otro sentido: “Para nuestros propósitos aquí, resulta más importante el optimismo de Marshall respecto a la facilidad con que la ciudadanía social podría construirse sobre la base establecida por los términos de la ciudadanía civil. Este optimismo parece fuera de lugar desde el punto de vista de los EEUU actuales […]” (p 69). Por lo tanto, diremos que la pretensión de las autoras es la de, partiendo de estos parámetros, examinar la relación entre ciudadanía civil y social, centrando su interés en la construcción histórica de la estricta oposición entre 2

Debemos señalar que el análisis político propuesto versa exclusivamente acerca de la situación estadounidense, haciendo uso de la expresión “ciudadanía social” con la pretensión de ofrecer un análisis crítico de esta cultura política en concreto. 3 “Marshall imaginó que los servicios universales de educación y salud, al desconectar progresivamente la renta real de la renta en dinero, ayudarían a disolver las diferentes culturas de clase en una «civilización unificada» […] de modo que los extras que los ricos podrían comprar serían simplemente objetos decorativos.” (p 68). 4 “Su periodización de las tres fases de la ciudadanía, por ejemplo, se adecua sólo a la experiencia de los hombres trabajadores y blancos. Una minoría de la población.” (p 69)

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contrato y caridad (acerca de la que más adelante trataremos). Buscarán los orígenes de esta oposición en la mitología cultural que se ha puesto en marcha en torno a la noción de ciudadanía civil, en tanto que parece necesario reconsiderar si no es ésta precisamente la traba para la construcción y progreso de la ciudadanía social. -I“En todas las sociedades hay personas que no pueden procurarse la subsistencia por los medios socialmente aceptados, por ejemplo, los minusválidos o las personas que carecen de apoyo familiar. Los nuevos derechos individuales que surgieron con la ciudadanía civil recortaron frecuentemente el tradicional derecho a la ayuda de la comunidad que estas personas tenían. También fundaron una oposición ideológica, marcada por el género, entre contrato y caridad, que aún hoy estructura la aportación estatal de bienes sociales.” (pp 69-70) La noción de “contrato” que aparece en el texto debe ser entendida en clave mercantil, en tanto que, como ahora expondremos, bebe directamente de la tradición inaugurada por los filósofos que desarrollaron la teoría del contrato social. En resumidas cuentas, el objetivo de esta teoría era el de legitimar o justificar el gobierno constitucional moderno, recurriendo a un cierto relato hipotético, estructural, que localizaría el origen de dicho poder político en un acuerdo voluntario entre individuos racionales y libres, conformantes del denominado “estado de naturaleza”, o sea, del estado precivilizado. El resultado de este pacto sería el gobierno de la ley y, por lo tanto, el nacimiento de una esfera “civil” en la que dichos individuos libres e independientes podrían contratar unos con otros, sin ningún tipo de coacción o amenaza. Estos individuos adquirirían de tal forma representación legal y derechos civiles, es decir, se convertirían en “ciudadanos” de esta “sociedad civil”. La relación paradigmática entre individuos sería, en esta sociedad que nace, el acuerdo contractual, que consistiría en un intercambio comercial de bienes equivalentes. Sin embargo, aunque en efecto este tipo de reflexiones supusieron un gran avance con respecto a las relaciones jerárquicas anteriores, debemos ser críticos con su alcance, pues no todo individuo quedaba incluido en esta clase de acuerdos en la medida en que, precisamente, exigían un intercambio de propiedades equivalentes. De esta forma, vemos cómo la cualidad de ser ciudadano, es decir, miembro por antonomasia de la sociedad civil, se predicaría de aquel individuo que, exclusivamente, pudiera formar parte de esta relación de intercambio equitativo. Como tal, la noción de ciudadano se va circunscribiendo a la de propietario. Seguido de esto, es fácil ver por qué las mujeres -así como los pobres y esclavos, por supuesto- fueron excluidas durante siglos de la ciudadanía civil, además de la política: “La ciudadanía civil hizo de los derechos de propiedad el modelo para los demás derechos, estimulando a la gente a que tradujera todas sus pretensiones a derechos de propiedad. No sorprende, por tanto, que los excluidos de la ciudadanía civil fueran normalmente quienes carecían de propiedad, incluyendo tanto a aquellos que eran incapaces de obtener los recursos definidos como propiedad, como a quienes eran propiedad.” (pp 72-73) Tal y como propone Marshall, parece que la sumisión de la mujer en estos términos puede ser entendida como la simple continuación de los paradigmas opresores anteriores. No obstante, según Fraser y Gordon, esta exclusión no debe reconocerse como un simple 3

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vestigio arcaico que tendería a suprimirse a medida que se desarrollara la ciudadanía, sino como, más concretamente, su otra cara “y el fundamento que la hizo posible” (p 72). En efecto, con la construcción de la sociedad civil moderna, con la proclamación de la ciudadanía civil, los hombres que habían sido oprimidos a partir de estructuras patriarcales mayores, pasan a ser “cabezas de familia”, o sea, propietarios, individuos libres y autoconstituyentes. De esta forma se puso fin al patriarcado5 entre hombres adultos, libres y blancos. No podemos, sin embargo, esperar que la concepción de la mujer como, literalmente, “propiedad” del hombre desaparezca también en el mismo sentido: tal y como apuntan las autoras, en ciertos aspectos, “tener dependientes” llegó a ser condición necesaria para la obtención de la ciudadanía civil completa. De tal forma, los derechos civiles no fueron derechos de los individuos como tal, sino que, paradójicamente, estaban basados en la responsabilidad del propietario hacia sus “dependientes” (p 73). En conclusión, la subordinación legal de las esposas bajo la protección de sus maridos, así como la concepción legalizada de los esclavos también como propiedad, no son exclusiones que tenderían naturalmente a desaparecer con el progreso de la ciudadanía civil, sino hechos que contribuyeron a su conformación. Siendo esto así, cuando reclamaron ser “individuos”, no estaban pidiendo simplemente ser admitidos en un estatus, sino desafiando todo el orden social (p 73). La construcción de la ciudadanía civil moderna también tuvo implicaciones a propósito de la distribución de los bienes y ayudas sociales. En sociedades precapitalistas, dicha distribución estaba regulada por una suerte de, tal y como lo denominan las autoras, “economía moral” cuya base eran los lazos familiares. En el artículo se habla de familia en sentido extenso, o sea, como organismo que abarcaba un amplio conjunto de relaciones que no se reduce simplemente a las parentales en sentido estricto, sino que en él también quedarían contenidos los lazos entre vecinos o paisanos. De esta forma se forjaban unas largas cadenas de dependencia y extensas redes de responsabilidad que no permitían que las necesidades básicas de cierta persona dependieran exclusivamente de una única relación (p 74). Sin embargo, con el nacimiento de la sociedad civil, el derecho legal de propiedad opacó estas obligaciones y derechos tradicionales6. Marshall señaló, efectivamente, que, por lo que acabamos de apuntar, el nacimiento de la ciudadanía civil supuso un obstáculo para el desarrollo de la ciudadanía social, pero no visualizó el problema en su concreción: según Fraser y Gordon, no percibió los sesgos familiares y de género que este nacimiento también supuso. Estas transformaciones implicaron la contracción de la familia a una “esfera” de la sociedad, o sea, la denominada “esfera familiar” que se definió como “el reino de “lo femenino” y “lo doméstico”, una “esfera privada” (p 75). En contrapunto se encontraba “la esfera masculina”, donde las relaciones quedaban definidas exclusivamente a partir del contrato, en el sentido en el que más arriba lo hemos expuesto. El patrimonio de la esfera doméstica quedaba totalmente aislado del ámbito de las relaciones de intercambio de tipo comercial, pues éste parecía reducirse a, 5

Las autoras no entienden por patriarcado un tipo concreto de relaciones entre hombres y mujeres cuya base es la dominación de las segundas por los primeros, sino sociedades articuladas por relaciones de poder jerárquicas, en las que un grupo, normalmente mayoritario, se encuentra subordinado a algún superior (el rey, noble, señor feudal, padre o marido). 6 “Cuando la tierra se transformó en una mercancía, las poblaciones rurales perdieron sus derechos consuetudinarios de uso y sus aparcerías. Después, las “reformas” de la beneficencia tradicional debilitaron los antiguos derechos a la ayuda de la comunidad, facilitando la creación de un mercado de trabajo “libre” -libre de las obligaciones económico-morales de pagar una remuneración justa.” (p 74)

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meramente, sentimientos. Cabe destacar, además, que esta oposición entre esferas posee una importante función ideológica, pues el ámbito de “lo masculino” era el paradigma que definía los principios económicos y políticos fundamentales. Por lo tanto, siendo así que lo contractual iba ganando terreno progresivamente, las formas no contractuales de reciprocidad fueron asimilándose gradualmente a este tipo de intercambio comercial, excepto aquellas que se encontraban exclusivamente en el ámbito de lo familiar. En consecuencia, toda relación o interacción que no dejara verse representada bajo estos patrones, se concebía como unilateral y enteramente voluntaria. De esta forma se forjó la concepción moderna de “caridad”, como alternativa contrapuesta al modelo contractual. “Según esta concepción, la caridad aparece como un donativo puro, unilateral, al que el receptor no tiene ningún derecho y al que el donante no está obligado” (p 76). - II Una vez expuesta, aunque de forma breve, la genealogía de esta oposición entre contrato y caridad, es momento de analizar cómo, aún hoy, se encuentra estructurando la distribución estatal de bienes sociales: “Al menos desde el siglo XIX, estas dudas dieron lugar a repetidas oleadas de “reforma” que trataban de contrarrestar los efectos “degeneradores” de las “donaciones indiscriminadas”, tanto sobre los receptores como sobre la sociedad como un todo.” (p 76) A medida que el desarrollo del contrato supuso una amenaza creciente para la caridad, sus prácticas perdieron tanto reconocimiento público como legitimación política, causando así su, cada vez mayor, degeneración y decadencia. Las autoras vuelven a hacer hincapié en lo profundamente marcadas que ambas esferas han estado por el género. Así, por ejemplo, señalan que la primera manifestación americana en la línea contractual tomó forma en las compensaciones del trabajador, mientras que por parte de la caridad encontramos las pensiones de viudedad. Esta oposición, dicen las autoras, persiste a día de hoy aún en muchos países, en la dualidad entre seguridad social y asistencia pública: mientras que los programas de seguridad social se presentaron como contributivos, tratando de entenderlos a través de la lógica del intercambio, la asistencia pública continúa ajustándose al paradigma de la caridad, “de modo que sus receptores parecen obtener algo por nada” (p 79). Lo que Fraser y Gordon, a partir del análisis de Marshall, han tratado de mostrar a lo largo de estas páginas, es que el paradigma contractual inaugurado en la modernidad, o sea, el surgimiento de la ciudadanía civil, sigue, hoy en día, siendo un impedimento para la consecución y distribución adecuadas de derechos sociales. Ejemplo eminente de ello es el panorama político estadounidense. No se debe concluir, sin embargo, que ambos polos son inexorablemente incompatibles, al contrario: su reconciliación representa una tarea urgente para los teóricos (p 80). Dejando de lado las expresiones que contribuirían, en todo caso, a disociar total e inevitablemente ambos polos (o sea, contrato e independencia en contraposición a caridad o dependencia, entre otras), debemos abogar por categorías lingüísticas que nos permitan escapar a estas dicotomías bélicas: solidaridad, fraternidad… “fundamentales para la construcción de una ciudadanía social humana” (p 80). 5

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