Represión clandestina en la Argentina de los setentas. Algunas reflexiones sobre sus posibles puntos de partida

July 17, 2017 | Autor: Pablo Scatizza | Categoría: Military Dictatorship, Dictadura, Dictadura Militar Argentina, Represión Política
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Vol. 12, No. 3, Spring 2015, 138-157

Represión clandestina en la Argentina de los setentas. Algunas reflexiones sobre sus posibles puntos de partida

Pablo Scatizza Universidad Nacional del Comahue

No es tarea sencilla ubicar un comienzo exacto o indiscutible del terrorismo de Estado en la Argentina, si bajo tal concepto entendemos a la represión clandestina por sobre la población desplegada tanto por alguna institución estatal, como por alguna organización parapolicial o paramilitar que hubiera actuado bien bajo el paraguas protector o encubridor del Estado, bien con el financiamiento y/o apoyo logístico o de otro tipo por parte de este. En tal sentido, debe quedar claro que en lo que sigue evitaremos pensar al terrorismo de Estado como si fuera exclusivo de una dictadura militar, para ampliar la mirada también hacia momentos en los que el país se encontraba bajo un gobierno constitucional. En tal sentido, podríamos hacer un rastreo del comienzo de una lógica represiva por sobre sectores políticos y sociales de izquierda—en

su

sentido

más

amplio—dentro

de

una

larga

periodización que podría comenzar en la década del 50 y la autodenominada “Revolución Libertadora” que derrocó a Juan Domingo Perón en septiembre de 1955. Podríamos animarnos también a pensar en algún punto de partida aún mucho más atrás en el tiempo, a partir del primer golpe de Estado que llevó al poder en septiembre de 1930 al teniente general Félix Uriburu o, alejándonos incluso hasta la sanción de la Ley de Residencia en los albores del siglo, con la cual se formalizó la persecución y la represión del movimiento obrero, sindical

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y anarquista. Sin embargo, las lógicas represivas antes y después del ‘55 no fueron las mismas—caracterizada luego de “la Libertadora” por el antiperonismo, el contexto de la Guerra Fría, el paradigma de la “guerra revolucionaria” y su consecuente legislación represiva, la constitución de un enemigo interno que había que aniquilar, y demás—, y por ello creemos que la reflexión que aquí presentamos es pertinente para pensar la segunda mitad del siglo XX1. En lo que respecta a este trabajo, nos interesa analizar precisamente el proceso represivo puesto en práctica con mayor intensidad durante la década de 1970, y atender a lo sucedido en torno a la última dictadura militar e intentar establecer sus posibles puntos de partida. Como es sabido, es propio del campo periodístico, escolar e incluso judicial, por ejemplo, pensar el inicio de este período en el mismo momento en que las Fuerzas Armadas ocuparon la Casa Rosada y los edificios de gobierno, así como el Congreso Nacional y las estaciones de radio y televisión en la madrugada del 24 de marzo de 1976. Si bien no caben dudas acerca de la importancia de ese acontecimiento como el inicio “institucional” de la etapa dictatorial, no sólo creemos posible sino necesario tener en cuenta que dicho proyecto se puso en marcha mucho antes del golpe de Estado perpetrado en aquella noche de otoño. Desde el punto de vista de la instrumentación del plan represivo hay una línea de continuidad inexorable entre una facción del tercer peronismo y el gobierno dictatorial, más allá de los matices propios de cada momento histórico. Es innegable que el accionar de las Fuerzas Armadas no fue el mismo antes que después del derrocamiento de María Estela Martínez, así como tampoco lo fueron ciertas “libertades” que—aunque coartadas de alguna manera en los hechos—estaban amparadas constitucionalmente como la libertad de expresión, sindical, de movilidad, etc. Asimismo, si bien la propia práctica implementada masivamente por el gobierno militar consistente en la desaparición de personas como método de eliminar a la oposición y de infundir el terror en toda la población fue institucionalizada a partir del 24 de marzo, son numerosos los elementos de continuidad en términos de represión, persecución y aniquilamiento, como casos en que hombres y mujeres fueron efectivamente detenidas y desaparecidas Agradezco a Esteban Pontoriero sus valiosos comentarios a un borrador de este trabajo, y en particular sobre este punto. 1

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durante el gobierno constitucional de la viuda de Perón2. Lo que sigue a continuación es una propuesta—no cerrada—de pensar no uno sino al menos tres puntos de partida del proceso represivo desplegado en todo el territorio nacional en la década del ‘70, todos ellos consecuentes y ligados entre sí con precisos elementos que le dieron continuidad dentro del tercer gobierno peronista: el surgimiento de la Triple A en noviembre de 1973, la declaración del estado de sitio en noviembre de 1974, y la sanción de los denominados “decretos de aniquilamiento” en octubre de 1975. No pretende ser una proposición definitiva ni mucho menos. Resulta evidente que es posible ubicar otros puntos de partida susceptibles de ser considerados como “el comienzo de la represión”. Entre ellos, la denominada “Masacre de Trelew”, ocurrida el 22 de agosto de 1972, en la que 16 presos políticos que se habían fugado del penal de Rawson fueron fusilados clandestinamente en la Base Aeronaval Almirante Zar3 de Trelew. O un poco más atrás en el tiempo con el golpe de Estado que puso al General Juan Carlos Onganía en el poder, en junio de 1966, a partir de cuando se redactan y dan forma a la mayor parte de los reglamentos y normativas militares que luego serían doctrina durante todo este período. Los decretos de aniquilamiento como punto de partida Un primer momento en el que podemos ubicar el posible comienzo del plan represivo, el más cercano al inicio “oficial” de marzo de 1976, es a principios del mes de octubre de 1975; más precisamente el 6, cuando el entonces presidente provisional del Senado a cargo del Ejecutivo, Italo Luder, sancionó en ausencia de la presidente María Estela Martínez de Perón—quien se encontraba de licencia—tres decretos en los que delegaba en las Fuerzas Armadas la intervención

2 Cfr Izaguirre (2009), en especial capítulo 4 “El mapa social del genocidio” 3 Resulta ineludible referenciar sobre este tema a Francisco “Paco” Urondo, y su magistral entrevista a los tres únicos sobrevivientes de los fusilamientos de Trelew, María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar en La patria fusilada (2011 [1973]). La mención al episodio de Trelew no es fortuito. Eduardo L. Duhalde ha señalado que “Trelew es la prueba más palpable de que la metodología del terrorismo de Estado ya estaba asumida por las Fuerzas Armadas argentinas cuatro años antes del golpe genocida”, toda vez que ese episodio reuniría las características esenciales del modelo impuesto en 1976: la política genocida, la pedagogía del terror, la no asunción de la autoría del hecho criminal, el pacto de sangre y la aplicación de la ley de fugas (Duhalde 1999, 40/41).

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directa en materia de seguridad interna con el objetivo concreto y explícito de aniquilar a la “subversión”. De allí su posterior calificación como “decretos de aniquilamiento”, que se completaban con un primer documento de ese tipo que había sido sancionado de manera secreta ocho meses antes, el 5 de febrero de 1975. Esta primera norma, el Decreto “S” 261/75, sí fue firmada por la viuda de Perón junto con su gabinete4. Con ella se le dio un marco legal a la puesta en marcha del denominado “Operativo Independencia”, facultando al Comando General del Ejército para “ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”5. Mediante esta norma se montó toda una estructura operativa e institucional al servicio del accionar represivo del Ejército, poniendo a su disposición y bajo control operacional a las policías Federal y Provincial, e instruyendo a la Secretaría de Prensa y Difusión de la Presidencia para que desarrolle—a instancias del Comando General del Ejército—las operaciones de acción psicológicas que fueran necesarias para la aplicación del plan represivo. Un verdadero tubo de ensayo para lo que vendría en los años venideros, ya que aquí comenzarían a aplicarse una gran variedad de técnicas propias de la “escuela francesa” que fueron gradualmente incorporadas por la oficialidad castrense argentina a lo largo de la década anterior6. El general Adel Vilas,

El Decreto “S” 261/75 fue firmado además de la presidente por los ministros del Interior Alberto Rocamora; de Defensa, Adolfo Mario Savino; de Bienestar Social, José López Rega; de Cultura y Educación, Oscar Ivanissevich; de Economía, Alfredo Gómez Morales; de Relaciones Exteriores y Culto, Alberto Vignes; y de Trabajo, Ricardo Otero. 5 El “Operativo Independencia” fue el nombre que el propio Ejército le dio al plan represivo que implementaron las Fuerzas Armadas—avaladas por el Ejecutivo nacional—para eliminar el accionar de la guerrilla rural del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que venía actuando en el monte tucumano desde el año anterior con el objetivo de “construir velozmente poderosas unidades bien armadas y entrenadas, capacitadas para golpear duramente al enemigo en terreno favorable, disputarles las zonas, (…) y hacer posible la construcción de base de apoyo” (Roberto Santucho, “Editorial”. El combatiente, 5 de junio 1974, citado en Werner y Aguirre (2007, 333). Para ver más en detalle sobre el Operativo Independencia, ver entre otros, el propio diario de campaña escrito por Adel Edgardo Vilas (1977); Novaro y Palermo (2006, 68/71); Andersen (2003); Kohan (2007, 18/20); Dirección del Partido Revolucionario de los Trabajadores (1991); Izaguirre (2009). 6 Hacia fines de la década del '50, y en especial durante los '60s, un importante número de oficiales militares argentinos comienzan a instruirse en la Doctrina francesa de Guerra Revolucionaria (DGR), así como en la particular adaptación estadounidense de la misma que daría forma a la denominada Doctrina de Seguridad Nacional (DSN). La DGR tomó forma a partir de las 4

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Comandante de la V Brigada de Infantería perteneciente al III Cuerpo del Ejército fue el responsable de la primera fase del Operativo Independencia (luego continuará con esa tarea el general Antonio Domingo Bussi), y en sus manos estuvo la aplicación de los métodos que luego serían corrientes durante la dictadura: secuestros clandestinos a cargo de grupos de comando integrados por militares y policías, detenciones ilegales7, interrogatorios bajo torturas, asesinatos y desaparición de personas. Según relata el propio Vilas en su diario, Hubo que olvidar por un instante—un instante que se prolongó diez meses—las enseñanzas del Colegio Militar y las leyes de la guerra donde el honor y la ética son partes esenciales, aunque muchos no lo crean así, consubstanciarse con este nuevo tipo de lucha para extraer saldos positivos. Si por respeto a las normas clásicas nos hubiésemos abstenido de emplear métodos no convencionales, la tarea de inteligencia—y ésta era una guerra de inteligencia—se habría tornado imposible de llevar adelante. (Diario de campaña, III Parte) A cargo de este militar estuvo también la creación de uno de los primeros centros clandestinos de detención y torturas8 que funcionaron experiencias militares del ejército francés en Indochina (1946-1954), y luego tras la aplicación de esos aprendizajes en la guerra colonial que libró en Argelia (1954-1962). Sintéticamente, fue una doctrina sostenida por la teoría de la guerra permanente librada en el contexto de la Guerra Fría entre el capitalismo y el comunismo, que postulaba la exitencia de un enemigo que ya no estaba en el frente de batalla como en una guerra convencional, sino en todas partes; un enemigo que además era interno al territorio y que pretendía la subversión de todos los órdenes de la vida democrática, occidental y cristiana. Y para combatirlo, proponía una serie de métodos muy precisos como la división en zonas del territorio a controlar, la superlativa importancia a las tareas de inteligencia para detectar al enemigo, los operación clandestina de “grupos de tareas”, la subordinación de todas las fuerzas de seguridad bajo el mando de las Fuerzas Armadas, los secuestros, los interrogatorios bajo torturas y la desaparición de personas, entre otras. Para más detalle de la DGR, la DSN y su difusión en la Argentina ver Scatizza (2013), Summo y Pontoriero (2012), Pontoriero (2012), Ranalletti (2011), Amaral (1998). 7 Resulta necesario distinguir lo que entendemos por “secuestros” y “detenciones ilegales”, ya que no son lo mismo más allá de sus características similares y sus generalmente idénticas consecuencias a lo largo de todo este período: por secuestros nos referiremos a aquellas acciones de detención de personas en situaciones de clandestinidad, generalmente de noche—aunque esto no fue excluyente—, llevados a cabo por personal policial, militar o civil sin identificación, la mayoría de las veces con sus rostros cubiertos o camuflados. En cambio, las detenciones ilegales se producían generalmente a plena luz del día, muchas veces quienes las llevaban a cabo se identificaban—o era posible identificar a qué fuerza pertenecían—, y más allá de no contar con orden judicial alguna que ordenara dicha detención, las víctimas eran trasladadas a cárceles o comisarías previo a ser pasadas a la clandestinidad. 8 Son varios los nombres con las que se denomina genéricamente a estos lugares, más allá de las diferencias específicas que los caracterizaron. Desde el propio nombre con el que los identificaba el Ejército, Lugar de Reunión de Detenidos (LRD) o bien Lugar de Reunión de Detenidos

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en el país. En diciembre de 1975 el general Vilas será enviado a Bahía Blanca como Segundo Comandante del V Cuerpo del Ejército, institución que tendría bajo su jurisdicción a la zona militar que abarca esta investigación. El Decreto “S” 261/75 que acabamos de referir fue de alguna manera el antecesor de los denominados “decretos de aniquilamiento”— 2770/75, 2771/75 y 2772/75—sancionados en el mes de octubre de 1975, los cuales no hicieron más que extender a todo el ámbito nacional lo dispuesto en aquella norma con la que se inició el Operativo Independencia9. Con ellos, se puso en marcha todo un entramado normativo a través del cual—y por el cual—actuarían las Fuerzas Armadas en los siguientes 8 años. En este sentido, mientras los dos primeros decretos (2770/75 y 2771/75) creaban, respectivamente, el Consejo de Seguridad Interna compuesto por el Ejecutivo y el Ejército, y ponían bajo el control operacional de dicho Consejo al personal y los medios policiales y penitenciarios de todas las provincias, el tercero de esos decretos (2772/75) extendía la autorización a las Fuerzas Armadas para que ejecuten “las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”. Para llevar a cabo tal cometido, el Consejo de Defensa dictó el 15 de ese mes la Directiva 1/75 “Lucha contra la Subversión” y, por su parte, el Comandante General del Ejército hizo lo propio el 28 de octubre con la Directiva Secreta N° 404/75, a través de la cuales se disponía con total detalle cómo se preveía llevar a cabo la aniquilación del “accionar de los elementos subversivos”. Entre esas precisiones y siguiendo al pie de la letra la DGR, quedó establecido un nuevo mapa de la Argentina en términos de seguridad, es decir, una nueva división territorial en la que los distintos cuerpos del Ejército ejercerían su comando para la operacionalización Transitorios (LRDT)—aunque algunas voces sostiene que era un eufemismo para referirse a los “Lugares de Reunión de Delincuentes Terroristas—, hasta el más difundido Centro Clandestino de Detención (CCD), utilizado sobre todo en el ámbito jurídico. En tal sentido, creemos importante marcar una sustancial diferencia entre dos tipos de espacios que si bien funcionaron de manera articulada durante el período dictatorial y fueron por igual fundamentales en el despliegue del dispositvo represor, fueron diferentes en sus lógicas de funcionamiento y en los objetivos perseguidos con su uso: los campos/espacios de concentración y los CCD (Cfr. Scatizza 2014) 9 Los decretos de octubre fueron firmados por Italo Argentino Luder, Manuel Arauz Castex, Carlos Ruckauf, Tomás Vottero, Antonio Cafiero, Angel Federico Robledo y Carlos Alberto Emery.

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del plan represivo10. En términos concretos, es posible comprobar cómo se instrumentaron estos decretos en el espacio en que se centró este estudio (Norpatagonia), a partir de analizar, por ejemplo, el Libro de Entradas y Salidas de la Unidad N° 9 del Servicio Penitenciario Federal, de la ciudad de Neuquén. Hasta abril 1974 todos los ingresos registrados a esa cárcel fueron de hombres condenados por delitos comunes. Desde noviembre de ese año, a menos de un mes de sancionados los decretos que autorizaban a las Fuerzas Armadas a intervenir en materia de seguridad interior, comenzaron a ingresar masivamente personas detenidas por el Comando de Brigada de Montaña VI—institución militar desde donde se ejerció la jefatura de la Subzona 52—y por las policías Federal y Provincial. Así, en lo que quedaba de 1975, ingresaron “blanqueados” a este penal 21 personas detenidas por esas distintas fuerzas, bien a disposición del Comando o del Poder Ejecutivo Nacional (PEN), y un total de 109 que en esa misma situación quedaron registradas al 1 de abril de 1976. En todo ese período, ningún “preso común” quedó inscripto en ese libro; el último, como mencionamos recién, había ingresado en abril de 1974. Resulta interesante observar también que entre todos esos ingresos de presos políticos hubo una gran cantidad de mujeres, lo que evidencia aún más la aplicación de los “decretos antisubversivos”, ya que esa prisión federal era (y es) una cárcel de varones. Indicios, todos estos, que sirven para demostrar los trazos de continuidad entre aquella normativa “constitucional” y las prácticas ilegales y clandestinas perpetradas desde el Estado dictatorial. Especialmente si se tiene en cuenta que esa prisión fue utilizada como principal lugar de reclusión de presos políticos de la región durante todo el período, quienes eran registrados a su ingreso bajo la misma modalidad previo a ser trasladados a algún CCD de la región, o luego de haber sido llevados a alguno de ellos.

En efecto, mediante dicha normativa el territorio nacional quedó dividido en cinco zonas de defensa cuyos límites coincidirían con los que demarcaban la jurisdicción de los cuatro Cuerpos de Ejército -1°, 2°, 3° y 5° Cuerpo- más el Instituto Militar, y se los puso bajo el mando de sus respectivos comandantes. Cada zona quedaba dividida a su vez en subzonas y éstas en áreas. En lo que respecta a este trabajo nos detendremos a analizar la denominada la Subzona 52 (dentro de la Zona 5), que incluyó a las provincias norpatagónicas de Neuquén y casi la totalidad de Río Negro. 10

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La Triple A y otro posible punto de partida A la vista de lo dicho hasta aquí no sería equivocado ubicar entonces un posible comienzo del proceso represivo estatal que caracterizó a los setentas en octubre de 1975, trazando inexorablemente una línea de continuidad con el Operativo Independencia iniciado en febrero de ese año. Sin embargo, creemos que es posible también pensar un momento similar un par de años antes de la sanción de aquellos decretos; precisamente, a partir de la aparición en escena de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en noviembre de 197311. Ello, toda vez que son varios los elementos de continuidad entre el accionar represivo de esta fuerza paramilitar y el plan del gobierno dictatorial. Si bien la presencia de grupos de extrema derecha no era novedosa para entonces12, la primer particularidad que tuvo la Triple A fue la característica dada por su lugar de gestación—en el riñón del propio gobierno nacional—tanto como por su estrecha vinculación con sectores determinantes del poder político, durante el tercer gobierno peronista. El espacio físico desde donde operó esta banda fue el Ministerio de Bienestar Social de la Nación, a cargo de José López Rega, del cual no sólo recibió apoyo institucional sino sobre todo financiero y logístico, tanto como de otros organismos estatales como la SIDE, ciertos gobiernos provinciales y municipales, y fuerzas policiales. Sus filas estaban integradas por oficiales y suboficiales del ejército y de la policía tanto en situación de retiro como en plena actividad, así como matones de sindicatos e integrantes de organizaciones de la extrema derecha

11 Aunque el 21 de noviembre de 1973 cuando surge públicamente, con el atentado—fallido—al entonces diputado Hipólito Solari Yrigoyen, la Triple A ya se venía gestando desde la masacre de Ezeiza, en junio de ese año (Verbitsky 2002). Ver también sobre la Triple A González Jansen (1987); Larraquy (2007); Robles (2007); Bufano (2005); y Paino (1984). 12 La Concentración Nacional Universitaria (CNU) es un ejemplo de ello. Formada a fines de la década del ’60 en el Colegio Nacional de La Plata, fue un grupo de choque de la ultraderecha peronista con una fuerte impronta antisemita, y devino en una organización parapolicial a principios de los ’70. Su primera aparición pública fue en diciembre de 1971, cuando un comando de la organización interrumpió a los tiros una asamblea en la facultad de Arquitectura de Mar del Plata y asesinó a la estudiante Silvia Filler. LA CNU fue un claro antecesor de la Triple A, y continuó actuando durante la hegemonía de ésta, llegando incluso a realizar actividades terroristas de manera conjunta. (Ver Daniel Cecchini y Alberto Elizalde Leal (2011); Carlos Bozzi (2007)). Tampoco debe deseñarse en este despliegue represivo el accionar de fuerzas del peronismo que llevaron a cabo la purga interna del partido conocida como “depuración ideológica del peronismo”, llevada a cabo entre mediados de 1973 y durante el año siguiente, para eliminar toda posible “infiltración marxista” (Cfr. Franco (2011); Merelle (2013))

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peronista, muchos de los cuales pasaron luego a formar las filas de los diferentes “grupos de tarea” que tendrían a su cargo gran parte de la instrumentación de plan represivo dictatorial. Pero no serán estos los únicos elementos de continuidad entre la Triple A y el gobierno militar que gobernó desde marzo de 1976. Algunas características del modus operandi de esta fuerza parapolicial fueron propias de la “escuela francesa” que se detallaron más arriba, así como de la Doctrina de Seguridad Nacional en la que se fundamentaría ideológicamente el proyecto dictatorial. En este sentido, gran parte de la guerrilla revolucionaria y de la oposición política de izquierda fue diezmada por estos verdaderos “escuadrones de la muerte”, y el propio comisario general de la Policía Federal, Alberto Villar, quien había sido adiestrado en Panamá en contrainsurgencia y participó de brigadas policiales antisubversivas en los sesentas, se transformaría en uno de los hombres clave de esta organización (Paino 1984; Bufano 2005; Larraquy 2007) Los militares, por su parte, tenían una visión de la Triple A que dejaba bien en claro “de qué lado estaban” frente a la polarización que el terrorismo instaurado por la banda de López Rega y el accionar guerrillero habían puesto de manifiesto. Más allá de las declaraciones del propio Videla en su mensaje del 30 de marzo de 1976, diferenciando el régimen que encarnaba del “uso indiscriminado de la violencia de uno u otro signo”, la opinión real de la Junta era sin dudas favorable al “somatén criollo”13. Según el propio contralmirante César Guzzetti, primer canciller de la dictadura, Mi concepto de la subversión se refiere a las organizaciones terroristas de izquierda. La subversión y el terrorismo de derecha no son lo mismo. Cuando el cuerpo social del país ha sido contaminado por una enfermedad que le devora las entrañas, forma anticuerpos. Esos anticuerpos no pueden considerarse del mismo modo que los microbios. A medida que el gobierno controle y destruya a la guerrilla, la acción del anticuerpo va a desaparecer. Yo estoy seguro que en los próximos meses no va a haber más acciones de la derecha, cosa que ya está ocurriendo. Se trata sólo de una reacción natural de

13 En referencia a los dichos que el exiliado general Perón habría dicho durante una reunión en residencia madrileña, respecto a que “lo que le hace falta a la Argentina es un Somatén” (Bonasso, 1997). El somatén había sido una organización/institución civil de autodefensa creada en Cataluña en el siglo XI, pero es con la dictadura de Primo de Rivera a comienzos de la década de 1929 que adopta un cariz ultraderechista, de carácter represivo para con huelguistas y trabajadores.

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Scatizza un cuerpo enfermo14.

Por otro lado, existen evidencias de las conexiones entre la Triple A y la Concentración Nacional Universitaria (CNU) con el Ejército desde el momento mismo en que se sancionaron los decretos de aniquilamiento, y de cómo el personal de aquellas organizaciones se fue integrando en las Fuerzas Armadas, especialmente hacia fines de 1975 y en paralelo con el declive de José López Rega, quien para entonces se había fugado a España y estaba prófugo de la justicia15. Según reveló a la Conadep en 1984 Orestes Estanislao Vaello, un suboficial del Batallón 601 de Inteligencia, los grupos de tareas de la CNU que venían operando bajo las órdenes del gobierno de Victorio Calabró en la provincia de Buenos Aires, pasaron a realizar secuestros y asesinatos ordenados por el Ejército y la Armada en los últimos meses de aquel año (Cechini y Leal, 2011). Indicios como estos hacen que las líneas de continuidad entre los gobiernos de la viuda de Perón y de Videla se vuelvan más claras, especialmente si se tiene en cuenta que a partir de la habilitación presidencial para que las Fuerzas Armadas intervengan en

materia

de

seguridad

interior—mediante

los

decretos

de

aniquilamiento—, volvía innecesario que el terror y la represión sobre la oposición al statu quo de entonces quedara en manos de una banda de matones, sin dudas clandestina y cuestionada fuertemente por la opinión pública. Y más aún si quién siguió haciendo esa tarea en su lugar fue ni más ni menos que una institución profesional y con alto grado de legitimidad social como lo eran las Fuerzas Armadas. No obstante lo hasta aquí argumentado, hay elementos que aportan matices necesarios de tener en cuenta al momento de intentar trazar una línea de continuidad entre noviembre de 1973 y marzo de 1976. En tal sentido, son fuertes las particularidades entre un momento y otro y sería riesgoso soslayarlos, al menos en términos analíticos e históricos. Aún a riesgo de resultar obvios o redundantes, debe quedar claro lo siguiente: una cosa es el proceso represivo en su conjunto y otra

Agosto de 1976, citado en Novaro y Palermo (2006, 81/82). Cabe aclarar que la causa judicial en la que estaba procesado no era por el accionar de la Triple A, sino por malversación de caudales públicos. En julio de 1975 López Rega y los comisarios Eduardo Almirón y Juan Ramón González habían sido denunciados ante la justicia por el delito de asociación ilícita por el diputado Angel Radrizzani Goñi, pero la misma no avanzaría en sus actuaciones sino hasta después de 1983. 14 15

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bastante diferente son el inicio el terrorismo de Estado, por un lado, y la dictadura militar, por el otro. Es indudable que la Triple A instauró un “estado de hostigamiento” (Feierstein 2007) en casi todo el territorio nacional, que así como resultó clave para el debilitamiento de la oposición política y el resquebrajamiento de los lazos sociales, contribuyó en términos superlativos a instaurar un marco de violencia y caos con el cual las Fuerzas Armadas justificarían su intervención. Y en este sentido es imposible plantear un serio análisis sobre el período si no se tiene en cuenta tal situación. Sin embargo, señalar de manera determinante y sin más que el terrorismo de Estado comenzó a partir de la aparición pública de la Triple A, puede hacernos perder elementos importantes respecto a la modalidad que adquirió el plan represivo a partir del 24 de marzo de 1976, por ejemplo; o antes, con la aplicación de los decretos de aniquilamiento en octubre de 1975. Y, al mismo tiempo, nos crea serios problemas al intentar dar cuenta de las lógicas represivas perpetradas por el Estado. ¿Por qué? Porque más allá de los aspectos comunes que tuvieron el accionar de ese grupo parapolicial y las Fuerzas Armadas—que básicamente nos habilitan a hablar y sostener que hubo un proceso represivo que duró toda una década— estos fueron sobre todo de fondo (en cuanto a los fundamentos ideológicos, políticos y económicos de su existencia, del tipo de enemigo a combatir, del tipo de sociedad por el que luchaban, etcétera) y no tanto de forma (la modalidad represiva, el tipo de prácticas realizadas, sus acciones específicas). Y si bien esto nos puede dar pistas para reflexionar respecto a la continuidad entre los objetivos de ciertos sectores del gobierno constitucional y el cívico-militar que lo prosiguió, al no existir todavía una concreta intervención de las Fuerzas Armadas ni en el accionar represivo ni en su elaboración, corremos el riesgo de homogeneizar el análisis y concluir que “fue todo lo mismo”. Pero no fue así. La Triple A se gesta y comienza a actuar en el marco de un gobierno democrático (al menos en términos formales), donde las garantías constitucionales se encuentran vigentes y los derechos humanos más elementales aún son (en teoría) exigibles. Sus acciones son públicas y ostentosas, tanto cuando dan a conocer las amenazas de muerte y difunden sus “listas negras” en las que aparecen los nombres de sus objetivos condenados, como cuando atentan contra algún dirigente político acribillándolo a balazos o bien colocando una bomba en su

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automóvil. Como cuando dejan cadáveres calcinados en las calles y autos incendiados. Y a pesar de la publicidad de sus acciones y de sospecharse para entonces que el propio López Rega (y el Ministerio de Bienestar Social) estaba detrás de esta banda clandestina, el gobierno puso en escena toda una pantomima condenando su accionar y negando cualquier vinculación de esta fuerza con el Estado. Una situación que no se condice con el accionar represivo instrumentado por el Estado dictatorial luego de que quedara habilitado para intervenir en la seguridad interna del país a partir de los decretos de aniquilamiento. Las formas de la violencia instaurada por la Triple A fue diferente a la que posteriormente implementaran las Fuerzas Armadas, y si bien es cierto que no podemos comprender la complejidad del período sin atender las acciones, los objetivos, métodos y resultados de esta unidad parapolicial, unificar todo bajo un mismo concepto analítico nos pone en riesgo de no detectar los matices y particularidades propias de todo el proceso. En síntesis, sostenemos que puede resultar importante observar la aparición de la Triple A como posible inicio del proceso represivo consolidado a partir del 24 de marzo de 1976. Sin embargo, creemos que es necesario no perder de vista que más allá de los fundamentos ideológicos

y

políticos

en

común

que

subyacieron

entre

los

perpetradores de la violencia paraestatal y estatal en todo este proceso (sustancialmente, eliminar a un enemigo caracterizado por su oposición al régimen, subversivo y/o comunista y/o marxista y/o montonero, etcétera), ambos instauraron el terror de manera diferente. No fueron lo mismo las Tres A que las Fuerzas Armadas. Los métodos y técnicas de unos y otros fueron distintos, y soslayar eso nos llevaría a un serio error histórico. Y si de algo se trata todo esto es de comprender un poco mejor todo el período, no de simplificarlo. El estado de excepción como inicio del plan Con todo lo dicho hasta aquí vemos que es posible probar la hipótesis de que el accionar terrorista que caracterizó al Estado dictatorial no se inició el 24 de marzo de 1976, ya que pensar en cualquiera de los dos momentos señalado nos permiten de una forma u otra reflexionar respecto a lo acontecido de una manera diacrónica, y observar en todo el período ciertas continuidades y rupturas que

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complejizan el análisis acerca del proyecto represivo puesto en acto durante la segunda mitad de los setentas. Sin embargo, consideramos que aún queda un tercer momento en el que es factible colocar un hito que indique el comienzo de dicho proyecto, y el mismo está ni más ni menos que en pleno gobierno constitucional de María Estela Martínez, más precisamente en la declaración de estado de sitio a través del decreto 1368 del mes de noviembre de 1974. Veamos por qué. Se argumentó más arriba lo determinante que resultaron ser los decretos de aniquilamiento para el accionar deliberado de las Fuerzas Armadas en el proceso represivo de los siguientes ocho años, toda vez que estos le brindaron a los militares el marco de legalidad necesario para su intervención en la seguridad interna del territorio nacional. Sin embargo, es necesario señalar que estos decretos no habrían sido sancionados si previamente no hubiera sido instaurado un estado de sitio que los avalara. Un estado de excepción que fue decretado el 6 de noviembre de 1974, fue prorrogado posteriormente por Luder el 1 de octubre de 1975—cinco días antes de sancionados los decretos de aniquilamiento—y mantenido durante toda la dictadura. Podría cuestionársele, es cierto, un cariz legalista al argumento de referir el inicio de un período a una norma legal, y se podría cuestionar incluso por qué no tomar en cuenta otros momentos intermedios entre los dos analizados, en los que también existió por parte de las fuerzas estatales una deliberada acción represiva con métodos típicos de la “escuela francesa” que caracterizaron el terror perpetrado por—y desde el— Estado en la segunda mitad de los setentas16. Sin embargo, lo que aquí interesa particularmente observar es en qué momento la metodología represiva que caracterizó el período que estamos analizando adquirió un cierto grado de legitimidad institucional, para poder desde allí reflexionar y lograr explicar las características de la lógica represiva con la que actuaron en todo este

Podríamos pensar en este sentido en los hechos de agosto de 1974 en Catamarca, por ejemplo, cuando se produjo el ataque frustrado de la Compañía de Monte del ERP al Regimiento 17 de Infantería Aerotransportada de esa provincia, cuando operaron de manera conjunta elementos del Ejército y de la Fuerza Aérea, con el apoyo de la Policía Federal y Provincial. En esa oportunidad, luego de apresar y desarmar a sus adversarios, fueron golpeados y fusilados por las fuerzas del Estado, para luego decir públicamente—tal como sucedería ante similares situaciones en los años posteriores—que “habían muerto en un enfrentamiento” (Plis Steremberg 2006, 54/59). 16

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proceso los perpetradores de la violencia estatal. Especialmente, si tenemos en cuenta que gran parte de esa lógica estuvo comprendida en un marco normativo concreto—los decretos de aniquilamiento, así como el gran número de directivas y reglamentos militares—que pudo ser puesto en práctica a partir de la instauración del estado de sitio. Un estado de excepción que la propia Constitución Nacional prescribía entonces (y también hoy luego de la reforma de 1994) en su artículo 23 al precisar que En caso de conmoción interior o de ataque exterior que ponga en peligro el ejercicio de esta Constitución y de las autoridades creadas por ella, se declarará en estado de sitio la provincia o territorio en donde exista la perturbación del orden, quedando suspensas allí las garantías constitucionales. Pero durante esta suspensión no podrá el presidente de la República condenar por sí ni aplicar penas. Su poder se limitará en tal caso respecto de las personas, a arrestarlas o trasladarlas de un punto a otro de la Nación, si ellas no prefiriesen salir fuera del territorio argentino. El decreto sancionado por Martínez y su gabinete estuvo fundado a su vez en el artículo 86 inc. 19 de la Constitución, y aunque no se precisa allí la potestad de sancionar normas especiales para terminar con la situación de “conmoción interna” que se estaba viviendo en el país, resulta evidente que la normativa represiva sancionada inmediatamente después estuvo apoyada en este decreto17. Respecto a esta situación excepcional que puede ser puesta en práctica en un estado de derecho, Giorgio Agamben ha señalado que (…) si las medidas excepcionales son el fruto de los períodos de crisis política y, en tanto tales, están comprendidas en el terreno político y no en el terreno jurídico-constitucional, ellas se encuentran en la paradójica situación de ser medidas jurídicas que no pueden ser comprendida en el plano del derecho, y el estado de excepción se presenta como la forma legal de aquello que no puede tener forma legal. (Agamben 2004, 25) En otras palabras, lo que el estado de excepción produce es una suspensión del derecho (o de ciertos derechos, paradójicamente para garantizar en cierta medida la continuidad del derecho)18, que a su vez

El art. 86 precisa que tal potestad la tiene el presidente sólo en caso de que el Congreso se encuentre de receso. Y en efecto, al momento de decretar el estado de sitio no estaba sesionando. En 1974 las sesiones ordinarias finalizaban el 30 de septiembre y, puntualmente en ese año, hubo llamado a sesiones extraordinarias que comenzaron el 12 de diciembre, por lo que entre octubre y noviembre el Congreso estaba en receso. 18 Es este uno de los ejes interesantes sobre los que gira el debate en torno al estado de excepción. Al suspender legalmente ciertos derechos (el 17

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posibilita la instauración de un orden jurídico de facto. Y que en el caso que nos ocupa hizo posible el inmediato dictado de los decretos de aniquilamiento y, con ellos, la intervención “legal” de las Fuerzas Armadas en la represión de la oposición política. Una “legalidad” que duró hasta el apogeo del régimen, más allá de que sea discutible la existencia de algún tipo de legitimidad en ese cuerpo normativo. En este sentido, algo similar ocurrió en 1933 en Alemania, cuando el 28 de febrero de ese año, a poco de serle entregado el poder a Hitler19, se proclama el “Decreto para la protección del pueblo y el Estado”. Con esa norma se suspendían los artículos de la Constitución de Weimar relacionadas con las libertades personales y no fue nunca revocado. Por lo que desde el punto de vista jurídico todo el Tercer Reich puede ser considerado como un estado de excepción que duró doce años. Y apunta Agamben al respecto: El totalitarismo moderno puede ser definido, en este sentido, como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político. (Agamben 2004, 25; Las cursivas nos pertenecen) No nos parece pertinente, sin embargo, pensar a la última dictadura militar argentina como una experiencia totalitaria, más allá de que sí sea factible—y necesario—tener presente ciertos rasgos totalitarios que efectivamente pudo haber tenido. ¿Por qué? Porque el concepto totalitarismo remite a experiencias históricas concretas que adoptaron una serie de características particulares, y soslayarlas u omitirlas sin duda provocarían más confusión que claridad al momento de reflexionar sobre ellas. Totalitarios fueron, por ejemplo, los regímenes nazi, el fascismo italiano o el stalinismo, los cuales más allá de sus diferencias compartieron ciertos elementos comunes que hoy nos permiten pensarlos de esa manera. Tal como lo ha señalado Emilio Gentile (2005) el totalitarismo contiene en su significación la idea de movimiento

revolucionario

dirigido

por

un

partido

de

masas

rígidamente disciplinado que, una vez en el poder—al cual conquista estado de excepción se supone provisorio, no lo olvidemos), lo hace bajo el argumento de garantizar la continuidad del derecho una vez pasada la crisis política que lo motivó. 19 Agamben ironiza con esta idea. Sin embargo, la hipótesis de la entrega del poder a Hitler sí aparece muy bien argumentada en el trabajo de Henry Ashby Turner en A treinta días del poder (2000)

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por vías legales o extralegales destruyendo el régimen preexistente— construye un nuevo estado basado en un régimen de partido único con el objetivo de lograr la conquista de la sociedad y crear una nueva civilización supranacional20. Y en este sentido, si bien es posible observar en la dictadura argentina algunos elementos que pueden ser considerados totalitarios, consideramos que no es adecuado dicho término para conceptualizar en su generalidad a la dictadura. Sin embargo, la definición que propone Agamben es sugerente para reflexionar el caso que nos ocupa, ya que si analizamos el decreto 1368 a través de su lente, vemos que los argumentos esgrimidos en la fundamentación de la norma son sin dudas susceptibles de ser incluidos en la observación del filósofo. En este sentido, en el texto en cuestión se justifica que “las medidas adoptadas hasta el momento por el gobierno nacional para que los elementos de la subversión depongan su actitud y se integren a la reconstrucción nacional”, tanto como las “reiteradas expresiones de repudio y recomendaciones que en igual sentido hicieron las instituciones y sectores del país—políticos, religiosos, económicos y sociales—lejos de hallar eco, se agravan con las amenazas dirigidas, también ahora, contra niños de edad escolar”, y que por tal motivo “ejerciendo la plenitud de su poder el Estado Nacional Argentino debe, con toda energía, erradicar expresiones de una barbarie patológica que se ha desatado como forma de un plan terrorista aleve y criminal contra la Nación toda”. Se declara el estado de sitio, dado que “la generalización de los ataques terroristas, que repugnan a los sentimientos del pueblo argentino sin distinción alguna, promueven la necesidad de ordenar todas las formas de defensa y de represión contra nuevas y reiteradas manifestaciones de violencia”21. De aquí a los decretos de aniquilamiento y la posterior toma del poder por parte de las Fuerzas Armadas—junto con sectores de la sociedad civil—, hubo sólo un paso. Y no tan largo, por cierto. Un paso iniciado con un estado No son pocas las discusiones teóricas respecto a este tema. En tal sentido, Hannah Arendt (2006) ha diferenciado al totalitarismo del movimiento totalitario, y ha llegado incluso a sostener que ni la Alemania nazi ni la Italia fascista conocieron regímenes totalitarios completos. Esta postura es criticada por Gentile (2005) en su trabajo debido a que pareciera que para la pensadora alemana la aplicación del concepto de totalitarismo depende de la personalidad más o menos homicida de su jefe. 21 Decreto 1368/74 (las cursivas son nuestras. Nótese la proximidad que tienen con las señaladas en la anterior cita de Agamben...). 20

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de excepción dispuesto por decreto presidencial que no haría más que legitimar jurídica e institucionalmente el terror impuesto por un proceso represivo que se extendería por toda una década. A modo de cierre Vimos entonces hasta aquí tres momentos históricos que nos resultan sugerentes para pensar como posibles puntos de partida de la puesta en funcionamiento del dispositivo represivo que dominó el territorio nacional durante la década del setenta. Tres momentos que, como quedó demostrado, no son excluyentes entre sí sino que, por el contrario, tiene claros visos de continuidad: el surgimiento de la Triple A en noviembre de 1973, la declaración del estado de sitio en noviembre de 1974, y la sanción de los decretos de aniquilamiento en octubre de 1975. Tres momentos con sus propias características y particularidades que los vuelve sustancialmente distinguibles entre sí, pero al mismo tiempo poseedores de elementos en común que los liga en el interior de un proceso histórico. Es posible, como se dijo en las primeras líneas de este escrito, ver en otros hechos algún posible punto de partida del proceso represivo que llegó a su clímax durante el gobierno dictatorial. Quizá el más sugerente pueda ser la Masacre de Trelew, tal como lo señalábamos al comienzo y que fuera destacado en el fundante trabajo de Duhalde (1999). Un episodio que si bien contenía, a sus ojos, las “características esenciales del modelo impuesto en 1976”, se podría objetar hasta qué punto dichas características fueron más sustanciales que otras, y que en tal sentido puedan llegar a ser en sí mismas elementos explicativos del proceso en cuestión. Sin dudas que lo que Duhalde denomina “la política genocida”, “la pedagogía del terror”, “la no asunción de la autoría del hecho criminal”, “el pacto de sangre” y “la aplicación de la ley de fugas” fueron componentes clave del dispositivo represivo; pero no más que la práctica sistemática de la desaparición forzada de personas, la instrumentación de los centros clandestinos de detención— aquello que Pilar Calveiro (2006) ha caracterizado como “dispositivo concentracionario”—, los secuestros y las detenciones ilegales, los interrogatorios bajo torturas—y la tortura como acto disciplinar en sí mismo—, las tareas de inteligencia como etapa primigenia y sustancial de las operaciones represivas y la división del territorio nacional en zonas de seguridad, entre otras acciones que también se convirtieron en

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“características esenciales del modelo impuesto en 1976”, y no precisamente desde la masacre en Trelew. Por todo esto, lo hasta aquí planteado no pretende ser una tesis concluyente, y sí una propuesta reflexiva en torno a las continuidades que se pueden verificar a lo largo de todo el período en que se desplegó el proyecto represivo perpetrado desde el Estado nacional, y que nos permiten pensar en un proceso que no comenzó el día del asalto militar a la Casa Rosada.

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