Representar la Nación: las gestas libertarias en el cine de ficción latinoamericano del período silente

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Capítulo 1 Representar la Nación: las gestas libertarias en el cine de ficción latinoamericano del período silente

Andrea Cuarterolo ...... El cine de ficción nació en buena parte de Latinoamérica en los años inmediatamente previos o coincidiendo exactamente con las conmemoraciones centenarias de las independencias nacionales. Entre los temas privilegiados de estos primeros films, fueron recurrentes los tópicos relacionados con la historia vernácula y sobre todo con los procesos fundacionales de esas naciones, donde las revoluciones independentistas emergían como sucesos patrióticos claves de ese pasado local. En este capítulo nos focalizaremos en esas películas pioneras que, durante el período silente, representaron las gestas libertarias, inaugurando en estos países el género de ficción. Abordaremos con especial énfasis la producción fílmica de Argentina, Chile y México, tres países que comparten la fecha de sus centenarios patrios y cuyo cine revela en esta etapa fuertes conexiones y puntos de contacto. En la Argentina, el primer film argumental, sugerentemente titulado La Revolución de Mayo, se estrenó en 1909, apenas un año antes del Centenario, y su director Mario Gallo inició con él un ciclo de películas históricas que fueron proyectadas en forma ininterrumpida entre 1909 y 1910 acompañando los fastuosos festejos locales. En Chile, el género de ficción se inauguró el 10 de septiembre de 1910, tan solo una semana antes de las celebraciones del Centenario, con el estreno de Manuel Rodríguez (Adolfo Urzúa Rozas, 1910), un film histórico producido por la Compañía Cinematográfica del Pacífico, que introdujo por primera vez en el cine chileno la figura de este héroe de la independencia, luego recuperado por otras varias películas realizadas durante el período silente. En México, por su parte, la primera cinta ambiciosa de ficción fue estrenada en 1907, el mismo año en que se formó la comisión encargada de los festejos del Centenario, cuya misión sería llevar a buen

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puerto el anhelo de Porfirio Díaz de mostrar a los países del mundo un México próspero, progresista y confiable. El film titulado El Grito de Dolores o sea la independencia de México (Felipe de Jesús Haro, 1907) siguió exhibiéndose casi obligatoriamente cada 15 de septiembre hasta 1910. Teniendo en cuenta estos antecedentes, nuestra hipótesis general es que el cine argumental nació en estos países como una necesidad de representar esos procesos fundacionales de las historias nacionales con medios que excedían a los del cine de actualidades. En efecto, la ficción – que como vimos estuvo inmediatamente asociada al género histórico – permitía, mucho más fácilmente que el documental, rescatar la historia local y operar con símbolos de identificación propios a cada nación. No es casual que el cine argumental haya surgido en gran parte de Latinoamérica en ese período de conmemoraciones patrias, un momento profundamente marcado por la emergencia o el fortalecimiento de una serie de discursos nacionalistas que buscaban construir las identidades nacionales frente al avance de un conjunto de factores que tuvieron en cada uno de estos países sus propios matices y particularidades. Como sostiene Bernardo Subercaseaux: «Luego de la Independencia, para poder ejercer la soberanía y en el marco de la ideología ilustrada imperante, las elites y los nacientes estados se dieron a la tarea de constituir una Nación de ciudadanos, vale decir, una Nación cuyos miembros debían estar unidos por una sola cultura y por un conjunto de creencias, valores y tradiciones compartidas (. . . ). La construcción de las naciones latinoamericanas se dio por lo tanto con una dinámica altamente homogeneizadora y unicultural. En gran medida lo que hicieron los estados nacionales y las elites latinoamericanas fue, en lugar de articular y reconocer las diferencias culturales, subordinarlas al centralismo para desintegrarlas» (2002, pág. 31). En la Argentina, la llegada del siglo XX había traído los primeros síntomas de malestar ante los efectos desestabilizantes del aluvión inmigratorio sobre una estructura social que parecía perder rápidamente sus referentes tradicionales. Los discursos nacionalistas que emergieron en este período estuvieron entonces asociados a un proyecto de homogenización cultural, en el que la educación fue, sin duda, el principal instrumento. Si bien todas las manifestaciones artísticas fueron funcionales a ese proyecto educativo, el cine, por su alcance masivo y por la democrática accesibilidad de su lenguaje, se convirtió en un medio ideal para la configuración de un imaginario colectivo. Estos primeros films buscaron por tanto rescatar la historia patria, conmemorando con especial atención los sucesos relacionados con las gestas independentistas. La Revolución de Mayo, las luchas libertarias, la Declaración de la Independencia, fueron entonces los hitos a los que se volvió una y

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otra vez en busca de esa identidad vulnerada o amenazada por la presencia disruptiva del extranjero. De manera similar, en Chile, las primeras décadas del siglo XX estuvieron marcadas, como en la mayor parte de Latinoamérica, por un proceso activo de construcción de la nacionalidad. En las postrimerías del siglo XIX, la expansión salitrera había dado inicio a un acelerado proceso de modernización capitalista que produjo un profundo malestar en amplios sectores de la sociedad chilena. Este sentimiento de resquebrajamiento del orden tradicional se hizo evidente para un pequeño pero influyente grupo de intelectuales reformistas, que adoptaron una postura crítica respecto del sistema educacional y político. Se habló entre otras cuestiones de un deterioro del ser nacional, de una crisis en los valores, de la pérdida del consenso en los partidos políticos, de una extranjerización de la economía y de la falta de un proyecto de país en los grupos dirigentes. Camila Sastre Díaz sugiere que: «La situación de Chile no es un caso particular o excepcional en Latinoamérica (. . . ). Toda la región vivió un proceso parecido de modernización, de crisis, debido a las transformaciones que la instauración de la modernidad implica, que se respondieron por medio de la reconstrucción de una identidad nacional (. . . ). El cine mudo, como mass media, fue un instrumento para expandir una nueva identidad nacional compatible con la modernidad, (. . . ) una identidad que naturaliza la experiencia de la modernidad» (2008, pág. 55). Al igual que en Argentina, los primeros films históricos chilenos permitieron fusionar modernidad y tradición, en un período en que estos polos se vieron en muchos sentidos enfrentados por diversos tipos de tensiones y conflictos. Para los espectadores de la época, el cine cumplió «una función de sustento de indagación identitaria; (. . . ) era un espejo novedoso que incidía en la autoimagen del país, reafirmando un “nosotros” socialmente integrado o en vías de serlo, una comunidad singular anclada en una memoria histórica común» (Subercaseux 2007, pág. 217). En México, por su parte, el cine arribó hacia fines del siglo XIX, integrándose al sueño porfiriano de un país rico y pujante, digno de ocupar un lugar dentro de las naciones cultas y civilizadas. Durante la celebración del Centenario de la Independencia en 1910, suerte de apoteosis del extenso gobierno de Porfirio Díaz, el nuevo medio fue una parte integral de la histórica conmemoración, documentando por un lado los fastuosos festejos vernáculos y creando por el otro, a través de las primeras ficciones históricas, una nueva iconografía patria, que reproducía en varios sentidos a la producida por la plástica y otras formas artísticas tradicionales. Sin embargo, fue sobre todo después de la Revolución Mexicana que los diferentes discursos nacionalistas tuvieron su mayor impacto en el cine. La inestabilidad política, luego de la

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Foto 1.1 – Francis X. Bushman en el papel de Manuel Belgrano y Jacqueline Logan como su prometida en una escena de Una nueva y gloriosa nación (Albert Kelley, 1928).

derrota de Victoriano Huerta y la escisión del movimiento revolucionario en 1914, deterioró considerablemente la imagen de México en el exterior. Difundida sobre todo a través del cine estadounidense, esta imagen negativa del país provocó rápidamente el descontento de la sociedad que veía además en esas películas la amenaza latente de una intervención e incluso de una nueva guerra con Estados Unidos. Surgió entonces en el cine un renovado ímpetu nacionalista que se tradujo en la aparición de una serie de corrientes que buscaron dignificar la imagen del país en el exterior a través de la exaltación de los paisajes, las costumbres, los tipos y la historia nacional.1 El género histórico experimentó en este período un nuevo auge en el que los procesos fundacionales del pasado nacional volvieron a encontrar un espacio privilegiado. Como afirma Eduardo de la Vega Alfaro, «según el discurso de quienes detentaban el poder, los desastres provocados a lo largo y ancho del territorio mexicano por la lucha de facciones reclamaban la unidad de todos los sectores sociales en torno un nuevo proyecto político, y nada mejor que la evocación de la gesta independentista para contribuir con ese propósito» (2010b).

1. Para más información sobre estas corrientes véase De los Reyes (1996).

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Entre la imitación y la autoafirmación Ninguno de los emblemas de la modernidad caracterizó, a la vez que trascendió tanto el período de su inicial emergencia, como lo hizo el cine. Este medio llegó a buena parte de Latinoamérica apenas unos meses después de su presentación comercial en Europa,2 y al igual que otros dispositivos tecnológicos como la fotografía, fue inicialmente un producto de importación foránea. Nacido conjuntamente con los medios de transporte de la era industrial, el cine encontró en estos países una temprana veta comercial como ventana abierta al mundo y, al igual que sucedía con la mayoría de las modas e invenciones provenientes del viejo continente, fue aceptado con entusiasmo por la sociedades latinoamericanas, ansiosas de experimentar en carne propia las excitantes atracciones y divertimentos del mundo moderno. Sin embargo, a la vez que deseado y disfrutado por el público local, la experiencia del cinematógrafo fue paralelamente una fuente de ansiedad y sentimientos encontrados. Como sugiere López (2000), si por un lado el cine alimentaba la confianza de estos países de que su propio proceso de modernización estaba en camino, por el otro obligaba al espectador a asumir una posición de voyeur, más que de protagonista de esa anhelada modernidad. Esto provocó en los espectadores latinoamericanos la inmediata necesidad de reafirmarse como sujetos modernos, pero a la vez, y de manera más relevante, generó la urgencia de resaltar las diferencias que los constituían ante todo en sujetos nacionales. Los primeros films de la región estuvieron signados por ese precario equilibrio entre imitación y autoafirmación. Un ejemplo de esto es que muchas de las primeras películas rodadas en estos países buscaron trasladar a un escenario local algunas de las más populares vistas de los catálogos europeos como la célebre Llegada del tren a la estación de la Ciotat (Louis y Auguste Lumière, 1896), que tuvo varias versiones latinoamericanas como la chilena La llegada de un tren de pasajeros a la estación de Iquique (Luis Oddó Osorio, 1897), la mexicana Llegando el tren a Toluca (hermanos Becerril, 1899) o la argentina Llegada de un tren y subida de pasajeros a la estación de Flores (autor no identificado, 1902), por nombrar solo algunas. Pasada esta etapa pionera, que en Latinoamérica estuvo dominada casi exclusivamente por el cine de actualidades, el fenómeno volvió a repetirse con la emergencia de los primeros films de ficción. En efecto, si en el aspecto 2. El diario argentino Tribuna anuncia el 4 de julio de 1896 – menos de 6 meses después de la primera exhibición comercial del invento en París – las primeras proyecciones cinematográficas en Buenos Aires. En México las sesiones públicas del cinematógrafo comenzaron poco después, el 14 de agosto de 1896, de la mano de Claude Berdinand Bon Bernard y Gabriel Veyre, operadores de la compañía Lumière. Unos días más tarde, el 25 de agosto, ante una audiencia de 150 personas, tuvieron lugar en el teatro de la Unión Central de Santiago de Chile las primeras exhibiciones fílmicas del Cinematógrafo Lumière.

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temático el temprano cine argumental latinoamericano encontró su fuente de inspiración en la tradición nacional, las fuentes estéticas y narrativas de estas primeras películas provenían paradójicamente del Viejo Continente. En un intento por rescatar al séptimo arte de su pasado plebeyo como atracción de feria o espectáculo burlesco, en Francia hacía furor desde 1908 el llamado film d’art, un nuevo movimiento, heredero directo de los antiguos tableaux vivant, que pretendía jerarquizar al cine, acercándolo a las artes por entonces legitimadas. La historia, temática predilecta de los exitosos films d’art fue, como vimos, motivo predilecto de muchas de las primeras películas de argumento latinoamericanas. Los impulsores de este movimiento recurrieron también al teatro y a las letras en busca de asuntos nobles que atrajeran a un público culto y reacio a estas nuevas formas de espectáculo. Se adaptaron, así, las primeras versiones de algunos de los clásicos nacionales y se contrataron como guionistas a talentosos escritores y dramaturgos locales.3 De la misma manera que el film d’art se sirvió de reconocidos actores teatrales de la Comédie Française para prestigiar sus producciones, los pioneros del cine latinoamericano, involucraron en sus proyectos a los más celebres exponentes de las tablas vernáculas.4 En estos primeros films el acercamiento del cine al teatro trajo, además de pomposas ropas de época, fondos de cartón pintado y ademanes ampulosos, un marcado retroceso en el lenguaje cinematográfico. Si en el cine de actualidades, la cámara había comenzado a adquirir movimiento, los films de ficción la regresaron a su primitiva posición de distanciada inmovilidad, en un claro intento de reproducir la visión privilegiada del espectador teatral. Esto es inmediatamente visible en varios de los primeros films de ficción de estos tres países. La Revolución de Mayo, primera película argumental 3. En Argentina por ejemplo, el guión de El himno nacional (Mario Gallo, 1909) fue concebido por el periodista, escritor y compositor José González Castillo, mientras que Mariano Moreno y la Revolución de Mayo (1915) fue dirigida y escrita por el dramaturgo Enrique García Velloso en base a las Memorias de Manuel Moreno. Adolfo Urzúa Rozas, uno de los principales representantes de la dramaturgia anarquista chilena fue, a su vez, el director de Manuel Rodríguez (1910), que como vimos es considerada hoy la primera cinta de ficción de ese país. En México, por su parte, se convocó al dramaturgo Arturo Peón Cisneros para redactar el argumento de 1810 o los libertadores de México (Manuel Cirerol Sansores, 1916). 4. Por ejemplo, el actor argentino Eliseo Gutiérrez interpretó a San Martín en los films La batalla de San Lorenzo (Mario Gallo, 1910) y La batalla de Maipú (Mario Gallo, 1913), mientras que los célebres actores teatrales Pablo Podestá, José Podestá y Camila Quiroga fueron los protagonistas de Mariano Moreno y la Revolución de Mayo. En Chile, el mencionado Adolfo Urzúa Rozas, actor dramático y profesor de danza y declamación teatral del Conservatorio Nacional, fue también el encargado de la dirección artística de Manuel Rodríguez (1910). En México, el célebre actor teatral Felipe de Jesús Haro dirigió y redactó el argumento de El Grito de Dolores o sea la independencia de México, donde además interpretó al libertador Miguel Hidalgo.

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argentina, es en este sentido representativa. La escenografía de las escenas en interiores es despojada y simple y para los exteriores se ha recurrido a esquemáticos telones pintados, diseñados en una escala demasiado pequeña y que a causa de un defecto en la iluminación, parecen moverse con el viento. La cámara permanece estática y son los actores quienes, a través de sus salidas y entradas de cuadro, otorgan el movimiento a la acción. Este esquema se repite en la siguiente película de Gallo, La creación del himno, y aunque los demás films de este pionero argentino están hoy perdidos, es plausible suponer que el film d’art fue el modelo estético que predominó en aquellos realizados durante este temprano período.5 Si bien solo se conserva de la película chilena Manuel Rodríguez (1910) un breve fragmento recuperado recientemente por la Cinemateca Nacional, este permite arribar a similares conclusiones. Como vimos, el film había sido encargado por la Compañía Cinematográfica del Pacífico a Adolfo Urzúa Rozas, figura emblemática de la escena dramática vernácula. En las actuaciones, que se distinguen por sus movimientos y gesticulaciones ampulosas, se evidencia claramente el origen teatral de su autor. Como en La Revolución de Mayo, la cámara se mantiene fija y son los desplazamientos de los actores los que hacen avanzar la acción. A pesar de que la mexicana El Grito de Dolores o sea la independencia de México, es la más temprana de estas películas pioneras, es de todas ellas la que más parece alejarse del teatro filmado, sobre todo por sus tomas en exteriores y su profusión de extras, algunos de los cuales irrumpen velozmente a caballo en el cuadro. Como en el caso de Manuel Rodríguez, solo se conserva de esta cinta un pequeño fragmento incluido en el documental Memorias de un mexicano (Salvador y Carmen Toscano, 1950), que permite apenas esbozar su contenido estético y temático. Sin embargo, como afirma Ángel Miquel, también en este film «el movimiento (. . . ) depende por completo de los actores, pues la cámara está invariablemente fija, mientras que la actuación es teatral, como resulta lógico en una película de esos tiempos» (2010, pág. 14). Es posible suponer que fueron varios los motivos por los cuales los primeros cineastas latinoamericanos recurrieron a modelos estéticos foráneos a la hora de concebir sus films. En primer lugar, la inexistencia de una tradición cinematográfica local y la urgencia – tanto económica como política – por representar estas temáticas altamente simbólicas a tiempo para las conmemoraciones centenarias, debieron obligarlos a buscar su fuente de inspiración estética en Europa, de donde además varios de estos pioneros – muchos de ellos inmigrantes – provenía. En segundo lugar, el acercamiento al film d’art y por ende al teatro, debió ser una forma de ennoblecer los patrióticos temas abordados, acercando el cine a las artes ya legitimadas y dotándolo de 5. Los centrados en las gestas independentistas son Güemes y sus gauchos, (1910), La batalla de San Lorenzo (1910), El paso de los Andes (1910) y La batalla de Maipú (1913).

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Foto 1.2 – Antonio Luis Beruti y el gaucho Juan Balcarce reparten escarapelas en una escena de Una nueva y gloriosa nación (Albert Kelley, 1928).

un prestigio cultural del que por entonces carecía. Por último, dado que la mayoría de estas producciones eran producto de emprendimientos individuales, invariablemente costosos y muchas veces económicamente arriesgados, la repetición de formulas foráneas exitosas, que ya gozaban del favor del público local, ofrecía además mayores garantías de contar con la aceptación de las audiencias vernáculas y por tanto de recuperar el capital invertido. Si bien el modelo del film d’art se agotó en Latinoamérica en los primeros años de la década de 1910, el cine regional siguió mirando al exterior en busca de arquetipos estéticos. Los colosales films italianos al estilo de Cabiria (Giovanni Pastrone, 1914) o Quo Vadis (Enrico Guazzoni, 1913) primero y la épica estadounidense, cuya espectacularidad quedó plasmada en célebres películas como El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915) o Intolerancia (David W. Griffith, 1916) más tarde, fueron los espejos en los que se miró el cine histórico latinoamericano. Había un evidente deseo de imitar a estos fastuosos films mostrando que también aquí se había alcanzado esa modernidad, que éramos capaces de filmar películas tan dignas y espléndidas como las que se producían en el exterior. Sin embargo, como veremos en el último apartado de este ensayo, el móvil para este deseo pasó a ser más económico que artístico. Luego de la Primera Guerra Mundial, la irrupción en estos países del cine foráneo, sobre todo el estadounidense, significó una dura competencia a la que intentaron enfrentar con similares armas y resultados.

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Entre el realismo y la alegoría Como vimos, la llegada del cine a Latinoamérica fue recibida con entusiasmo por las elites locales, que alabaron sobre todo su realismo, la naturalidad de sus imágenes y la reproducción del movimiento. Sin embargo, aún en esta etapa pionera, la búsqueda de realismo no estuvo relacionada estrictamente con la capacidad del dispositivo para captar fielmente el mundo circundante, sino que incluyó una temprana preocupación por la autenticidad en la representación – o en el caso de Latinoamérica en la autorrepresentación – . Como sostienen Ella Shohat y Robert Stam, «los debates sobre el realismo y la precisión no son intrascendentes, ni son un mero síntoma de la “estupidez verista”, (. . . ) los espectadores (y los críticos) están inmersos en el realismo porque tienen interés en la idea de verdad, y se reservan el derecho a enfrentarse a una película con su conocimiento personal y su cultura» (2002, pág. 186). De este modo, muchos de los juicios vertidos por la crítica en relación a estos primeros films argumentales mostraban una marcada preocupación por la correcta representación de los rasgos identitarios nacionales, haciendo más referencia a la exactitud o inexactitud histórica de los episodios relatados que a problemáticas específicamente cinematográficas. Así por ejemplo, mientras que algunos críticos alabaron a Manuel Rodríguez (1910) por su ajustada correspondencia con la realidad chilena, otros mencionaron una serie de incongruencias que comprometían la verosimilitud de la obra. Entre estos últimos se encontraba un cronista del diario El Mercurio de Santiago que opinó que «las mujeres que salen a besar la imagen que lleva el lego deberían tener una indumentaria menos cuidada» y que había «soldados que hacen varios disparos sin cargar sus rifles, que debemos suponer son de chispa».6 De modo similar, El Grito de Dolores fue duramente criticada por sus anacronismos «que incluían una silla de montar moderna y gendarmes con garrotes y pistolas (. . . ) censurándosele también otras licencias como que Hidalgo ya tuviera el estandarte con la virgen al momento del grito»7 (Miquel 2010, pág. 15). El diario La Democracia declaró que «la susceptibilidad nacional» había sido herida por la impropiedad con la que se había representado a los héroes nacionales en este film,8 mientras que El Imparcial opinó que «tanto disparate» podía solo admitirse «como iniciación de una de las aplicaciones más provechosas que el cinematógrafo [tendría] (. . . ) en breve: dar lecciones 6. El Mercurio de Santiago, 10 de septiembre de 1910, pág. 7. 7. El Grito de Dolores es considerado el acto que da inicio a la guerra de independencia en México. Según la tradición, consistió en el llamado que el cura Miguel Hidalgo hizo a sus feligreses con el fin de que desconocieran y se sublevaran en contra de la autoridad virreinal de la Nueva España en la mañana del 16 de septiembre de 1810, para lo cual hizo sonar una de las campanas de la parroquia de Dolores. 8. E. Enríquez, «Esa película es antiestética y contra la verdad histórica», La Democracia, 29 de mayo de 1910. Citado en Miquel (2010, pág. 15).

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de historia a los niños en las escuelas».9 En efecto, en esta última declaración se encuentra una de las claves que signaron a los films históricos en este período: sus aspiraciones didácticas. Como adelantamos, la enseñanza de la historia y su papel preponderante en el proyecto educativo fueron uno de los principales ejes explotados hacia principios del siglo XX por las corrientes nacionalistas latinoamericanas. Los defensores de este discurso sabían que la identidad era básicamente la construcción de un relato, en el que el pasado fundacional de la Nación y las hazañas de los héroes que participaron en su construcción eran elementos fundamentales. Como sugiere Nicolás Shumway, cada vez que «los políticos quisieron unificar al pueblo bajo una bandera común, o legitimar un gobierno, la apelación a las ficciones orientadoras de una nacionalidad preexistente o de un destino nacional resultaron inmensamente útiles» (1995, pág. 17). Así, estos cineastas no dudaron en sacrificar el realismo de sus films en pos de un afán educativo o patriótico, que se valió de diversos tipos de mitologías o simbologías nacionales, muchas veces con poco o ningún asidero histórico pero socialmente efectivas. La Revolución de Mayo, es en este sentido un ejemplo emblemático. La película, que como vimos inaugura el género de ficción en la Argentina, se apropia del relato oficial – porteño y liberal – presentando la historia de un país que no existía antes de la gesta de Mayo, antes de que el sueño de varios grandes hombres, todos porteños por nacimiento o inclinación, lo hicieran posible. Como sostiene Irene Marrone: «Ya desde el primer acto, la conspiración de los patriotas en la quinta de Don Nicolás Rodríguez Peña se presenta como un acto consciente en el que el acontecer externo (caída de Sevilla en manos francesas) figura como dato para adelantar o retrasar un movimiento ya existente (. . . ). Se representa el 25 de mayo de 1810 desde su nacimiento, como si se tratara ya de una república independiente, cuando en realidad la Primera Junta gobernaría en nombre del Rey Fernando VII» (2010, pág. 144). El film es básicamente una ilustración de los conocidos episodios mitificados por los textos y la iconografía escolar: el pueblo congregado frente al Cabildo, los paraguas, los revolucionarios Domingo French y Antonio Luis Beruti repartiendo cintas celestes y blancas, la infaltable presencia de los vendedores ambulantes. La bandera y la escarapela argentinas, que no serían creadas hasta 1812, es decir dos años después de los episodios representados, aparecen en el film de manera reiterada, reflejando esa preferencia de lo simbólico por sobre lo realista. Está claro, sin embargo, que el objetivo de estos films no era la reconstrucción del pasado nacional, sino la difusión de 9. «Hidalgo en el cinematógrafo», El imparcial, 20 de septiembre de 1908, pág. 12. Citado en Miquel (2010, pág. 15).

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alegorías y mitologías patrias de las que las nuevas masas populares pudieran apropiarse. Esto se vuelve especialmente evidente al analizar el último cuadro de La Revolución de Mayo. El pueblo se ha reunido frente al Cabildo para escuchar el discurso de Cornelio Saavedra. Con un cambio súbito de plano, Gallo vuelve a tomar la misma escena pero desde una perspectiva lateral. En ese momento vemos en el extremo superior izquierdo del cuadro la insólita figura del general José de San Martín vestido de uniforme y envuelto en la bandera argentina, que como una suerte de deus ex machina observa la escena desde las alturas. El film termina con el pueblo emocionado que lo saluda agitando sus sombreros y exclamando «Viva la República». La figura de San Martín, ajena al momento histórico al que se refiere el film,10 funciona aquí como una homologación o fusión entre sujeto y Nación, una «metáfora de la futura gloria de esa Patria naciente» (Caneto 1996, pág. 98). Lejos de desentonar con el resto del film, esta metáfora visual refuerza el mensaje nacionalista e introduce por primera vez en el cine argentino la simbólica figura del padre de la Patria. Los finales en apoteosis11 fueron sumamente populares en estos tempranos films históricos y en el caso latinoamericano resultaron especialmente propicios para la difusión de mensajes alegóricos y simbologías patrias. El Grito de Dolores, primera cinta de ficción mexicana, estaba dividida en siete cuadros, el último de los cuales consistía, al igual que en La Revolución de Mayo, en una apoteosis en donde a través de un gran salto en el tiempo y el espacio, el relato histórico era reemplazado por una secuencia alegórica que introducía una serie de personajes nuevos. Aunque la escena hoy está perdida, la descripción que de ella se hace en el guión original del film aporta alguna información sobre lo que allí sucedía: «Han transcurrido once años. En los umbrales del templo de la Gloria está próxima a despertar una nueva Patria Mexicana que reposa sobre un lecho en que esplenden los colores de la nueva bandera surgida en Iguala. Las aclamaciones que llenan los aires el 27 de septiembre de 1921 atraen a don Miguel Hidalgo, que, acercándose a la Patria, le arranca las cadenas que aún conserva, 10. José de San Martín se mudó junto con su familia a España siendo aún un niño y realizó allí sus estudios militares. Regresó a la Argentina el 9 de marzo de 1812, a la edad de 34 años. 11. Este tipo de finales espectaculares, provenientes originalmente del ámbito del teatro y la pantomima, consistían en una gran clausura en la que los miembros principales del elenco volvían a aparecer en escena y posaban en una suerte de espacio alegórico atemporal que sintetizaba el contenido de la obra. Era además, el momento propicio para la utilización de maquinaria, efectos escénicos o escenografías elaboradas así como también para la participación de grandes cantidades de extras, ubicados en forma de procesión o como arreglos arquitectónicos para acrecentar el efecto espectacular.

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las rompe y arroja lejos de sí. Alzase la Patria, apoyándose en la mano del heroico cura que la enseñó a dar el primer paso. La Gloria levanta sobre su cabeza la corona de laurel del triunfo, la Fama anuncia al universo el fausto suceso, que hace estallar en entusiasmo. ¡Vivas! a los primeros mártires insurgentes».12 Si bien la siguiente película mexicana centrada en la gesta independentista, 1810 o los libertadores de México, también se encuentra perdida, sabemos que la actriz Carmen Beltrán interpretó el papel de la Madre Patria, lo que sugiere que este film contó con un final alegórico similar a los antes analizados. Aunque la falta material de estas valiosas cintas nos impide conocer de qué forma estaban representadas este tipo de escenas, Miquel (2010) sostiene que podían incluir escenografías similares a las utilizadas en los carros alegóricos de los desfiles de la época o bien estar inspiradas en el cine extranjero, que como vimos fue modelo estético para muchas de estas películas históricas, y en el que solían incluirse sofisticadas alegorías fotográficas como las que aparecen en films como El nacimiento de una nación e Intolerancia. La inclusión de personajes extemporáneos, ficcionales e incluso irreales pero investidos de atributos o propiedades simbólicas, como los de los films anteriores, fue un recurso común en estas primeras películas históricas, que incluso trascendió el período pionero de los aniversarios patrios y siguió utilizándose, con diferentes variantes, durante toda la etapa silente. Así El himno nacional, el segundo film de ficción exhibido en la Argentina, vuelve sobre este período revolucionario y fundacional de la historia vernácula y se vale de este procedimiento para reforzar su mensaje didáctico y nacionalista. Estrenada en el año 1909 y dirigida también por Mario Gallo, la cinta rememora la primera vez que el canto patrio fue entonado en un salón de la sociedad porteña y su argumento recoge los míticos episodios de esta historia enseñada en todas las escuelas. A pedido de la Asamblea General Constituyente, el Fray Cayetano Rodríguez y el diputado Vicente López y Planes compiten en la creación de un himno que, de manera heroica, resuma los ideales de la Revolución de Mayo. En un rapto de inspiración romántica, López y Planes compone en una noche el patriótico canto, logrando la unánime aceptación de la asamblea y del propio Fray Cayetano, quien admirado retira su letra. El film finaliza con una reunión en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, donde Vicente López y Planes recita para la concurrencia las estrofas del canto concluido. A continuación, y sorpresivamente, una insólita leyenda anuncia: «El General San Martín canta el himno». El militar, vestido de uniforme, hace su entrada, besa la mano de su anfitriona y comienza a cantar, al tiempo que Mariquita lo acompaña en el piano. Al igual que en La Revolución de Mayo, Gallo se permite una licencia poética y hace participar 12. Guión de El Grito de Dolores o sea la independencia de México reproducido en De los Reyes (1986, pág. 47).

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al prócer de este histórico momento. Es como si la ausencia del «padre de la Patria» en estos hitos fundacionales y altamente simbólicos de la historia nacional resultara inadmisible. En El húsar de la muerte (Pedro Sienna, 1925), film emblemático del cine histórico del período silente en Chile, el recurso vuelve a utilizarse, esta vez mediante la inclusión de un personaje ficcional pero altamente simbólico: el Huacho Pelao. Este personaje reúne las principales características del «pelusa» – un niño huérfano o bastardo, que sobrevive recurriendo a la mendicidad o al pillaje y que constituye uno de los tipos populares más emblemáticos de Chile – y funciona en el film como una especie de alter ego del héroe libertario Manuel Rodríguez. Esto se vuelve particularmente evidente en una de las secuencias iniciales de la película. El Huacho Pelao juega con otros niños, ellos son guerrilleros y él es el capitán que los arenga al grito de «¡Viva la Patria!». En ese momento San Bruno, líder del Batallón realista aparece por detrás, coge al muchacho de una oreja y lo derriba de un golpe «por patriota». Cuando el militar se retira, el pequeño se levanta adolorido y jura: «Desde ahora pelearé como hombre y seré guerrillero de veras». Esta suerte de puesta en abismo condensa en el juego infantil el núcleo dramático del film: la lucha idealista, valerosa y muchas veces solitaria del prócer chileno. Como sugiere Alicia Vega, la secuencia «es una variación respecto del tratamiento general que sitúa siempre a Rodríguez en primer plano de la acción [y] constituye una homología de la situación de Rodríguez y una síntesis de la película. El juego del Huacho Pelao es la lucha de Rodríguez y la paliza de San Bruno corresponde a la represión de la que Rodríguez y el pueblo son objeto» (1979, págs. 56-57). Estos personajes ficticios no tuvieron siempre, sin embargo, una función simbólica o alegórica. Como veremos en el próximo apartado, su inclusión tuvo muchas veces una motivación más relacionada con las imperativas de mercado y el gusto popular que con la educación patriótica. Pasada la ventana de oportunidad, que proporcionaron en estos países las conmemoraciones centenarias, el cine latinoamericano debió competir por las audiencias y los espacios de exhibición con la cada vez más avasallante producción estadounidense. Esto obligó a los cineastas locales a buscar nuevas estrategias y recursos para ganar el favor de un público cada vez más sofisticado, que trajeron como resultado una extrajerización de los film producidos en la región a partir de mediados de la década de 1910.

Entre las «ficciones orientadoras» y las «fantasías históricas» Si en un principio, el cine latinoamericano miró hacia Europa en busca de modelos estéticos que otorgaran al nuevo medio una legitimación social y cultural, para la década del veinte, la producción fílmica estadounidense se había convertido en el referente a imitar, ya no tanto por sus valores

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artísticos sino más bien por sus potencialidades comerciales, con las que rápidamente monopolizó los mercados de casi todo el mundo. El ímpetu nacionalista, que hacia la época de los centenarios había signado a los primeros films latinoamericanos de ficción, volvió con un espíritu renovado e internacionalista. Aurelio de los Reyes sostiene que en el caso del cine mexicano, el nacionalismo de esta nueva etapa «surgió por la pretensión de hacer cine de exportación (. . . ) para dignificar la imagen del país en el exterior» y según el autor adquirió rápidamente un sello cosmopolita, expresión del viejo conflicto de «ser como otros sin perder lo propio» (1996, págs. 213-214). En consonancia con estas ideas, Jorge Iturriaga sostiene que los films chilenos de este período «levantaron una imagen de país que pudiera competir en un mercado dominado por las imágenes extranjeras: en clave comercial, una imagen competitiva (rentable), en clave cultural, una imagen propia (culta y legitimada) pero cosmopolita» (Iturriaga 2006, pág. 86) a la que el autor denomina «nacionalismo universal». El género histórico fue particularmente operativo a esas aspiraciones pues permitió satisfacer el gusto por lo local haciendo referencia a valores patrios e identitarios, a la vez que ofrecía la posibilidad de convertir esas historias nacionales en espectáculo, a la manera del cine hollywoodense. Así, las escenografías y vestuarios se volvieron en esta etapa mucho más ambiciosos, aumentaron los extras y las escenas de acción y se recurrió a una hibridación de géneros en la que el relato histórico se fusionó sin conflictos con el cine de aventuras, el romance y el folletín. Surgieron entonces una serie de películas que, tomando como trasfondo esos períodos heroicos de las independencias patrias y a algunos de sus protagonistas, plantearon historias ficticias con personajes imaginarios «pero que, al menos en teoría, sirvieron para representar y evocar algunos de los aspectos de aquella[s] gesta[s]» (De la Vega Alfaro 2010a, pág. 40). Si bien Ángel Miquel sostiene que las historias de amor eran «algo que efectivamente falta, desde el punto de vista del cine, en la gesta patria» (2010, pág. 16), existen numerosos films en este período tanto en México como en Argentina y Chile que fusionan el relato histórico con el drama romántico. Una de las películas más tempranas que recurrió a esta hibridación de géneros fue la ya mencionada 1810 o los libertadores de México, hoy considerada el primer largometraje de ficción mexicano. El argumento, que como vimos estuvo a cargo del dramaturgo Arturo Peón Cisneros, narraba la turbulenta historia de amor entre Nicolás (Armando Camejo) y Carmen (Elena Vasallo), una hermosa joven codiciada a su vez por un malvado intendente español. Ante la reiterada negativa de la muchacha, el perverso realista se las ingenia para enviar a la pareja al calabozo, a pesar de los infructuosos intentos de los hermanos de la joven y de su padrino, que no es otro que el cura Hidalgo. Los jóvenes son finalmente rescatados por un grupo de patriotas revolucionarios que, cansados de los abusos de los realistas, los liberan

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durante la histórica toma de la alhóndiga de Granaditas. Producida por la empresa Cimar, propiedad de los yucatecos Manuel Cirerol Sansores y Carlos Martínez de Arredondo, la película fue filmada en las haciendas de Tixcacal y Opichén, donde se construyeron enormes decorados recreando la fachada de la Iglesia de Dolores y otros espacios históricos representados. Tratando de emular la espectacularidad y emoción de las batallas de los films estadounidenses, se utilizaron para la toma de la alhóndiga cuatrocientos soldados que participaron como extras y algunas proyecciones contaron con sonidos en vivo, que incluían cañonazos, clarines militares y el himno nacional hacia el final. Otra película mexicana que recurrió al sincretismo genérico fue Conspiración (Manuel R. Ojeda 1927), un film producido por la empresa Pro Mex Films. Esta compañía y academia cinematográfica era propiedad del actor y director Manuel R. Ojeda, que tenía un pasado profesional en Hollywood donde se había desempeñado bajo las órdenes del afamado director Thomas Ince. El film estaba ambientado en Nueva España en el año 1808 y evocaba la insurrección organizada ese año por un grupo de criollos que, aprovechando la rebelión popular en Madrid contra José Napoleón, se propusieron destituir al virrey José de Iturrigaray. Aunque este movimiento, que se considera precursor de la gesta independentista liderada poco después por Hidalgo y Morelos, fue sofocado en diciembre de 1809, Ojeda recuperó esos históricos sucesos y, según señalan varios autores, les agregó «su buena dosis de folletón» (Ramírez 1989, pág. 242) para acomodarlos al gusto del público. El film fue rodado en el período de mayor crisis de la cinematografía mexicana posrevolucionaria, seguramente aprovechando el latente sentimiento antiespañol surgido con el Movimiento Libertario de Reintegración Económica Mexicana, que pedía la expulsión de los españoles radicados en el país, así como la confiscación de sus bienes. En Chile, una de las primeras películas centradas en la revolución de independencia en la que se evidencia claramente esta hibridación de géneros es Manuel Rodríguez (Arturo Mario, 1920). Este film, verdadero ejemplo de las relaciones transnacionales que existían entre países latinoamericanos durante el período silente, estaba dirigido por el argentino Arturo Mario y producido por este y por su esposa, María Padín, que además se desempeñaron como actores. Célebres en Chile gracias a la notoriedad que allí había adquirido la película Nobleza gaucha (Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, 1915), también protagonizada por ambos, la pareja – que ya había filmado en ese país los éxitos Alma chilena (Arturo Mario, 1917) y Todo por la Patria (Arturo Mario, 1918) – decidió centrarse en su tercer film en la vida del libertador Manuel Rodríguez. El diario El Mercurio describió al guión de esta cinta como un «argumento (. . . ) que encierra una novela que gira dentro

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de un tema estrictamente histórico»13 y consideró que el tema planteado exigía en sí mismo una mezcla de géneros fílmicos: «La vida de Manuel Rodríguez es un verdadero romance. Su personalidad es una mezcla de los sentimientos más hermosos que pueden adornar el alma de un hombre: (. . . ) audacia (. . . ) temperamento fuerte (. . . ) amor a su tierra (. . . ) la fuerza y el empuje de la raza (. . . ). Toda esta epopeya es la que se ha puesto en un film, que por todo concepto, es grandioso».14 Mario y Padín aprovecharon al máximo la temática histórica y nacionalista creando una puesta en escena cuidada hasta los últimos detalles. Las diferentes escenas fueron rodadas en los mismos lugares en los que tuvieron lugar los sucesos reales. Para el diseño del vestuario se consultó el Álbum geográfico de Chile y los trajes militares y armamentos se basaron en los modelos facilitados por el Museo de Historia Militar. Como sugiere Jorge Iturriaga, para esa época era claro «que a mayor espectacularidad mayor repercusión comercial y cultural (. . . ). Manuel Rodríguez recogerá esas señales del mercado y llevará su producción a un nivel superlativo en relación a lo que habían hecho sus antecesoras, en el tamaño de la producción, en el nivel de asesoramiento histórico, en la cantidad de publicidad, y también en el éxito de taquilla y crítica» (Iturriaga 2006, pág. 83). Como Manuel Rodríguez (1920), El husar de la muerte, el siguiente film centrado en la figura de este héroe independentista recurre también al sincretismo de géneros y esboza una historia de amor entre el patriota chileno y Carmen, hija del Marqués de Aguirre y amiga del capitán San Bruno, enemigo de Rodríguez. La joven, en un principio fervientemente defensora de la causa realista, termina enamorándose del revolucionario y cuando este resulta herido frente a su hacienda, lo acoge y oculta hasta que se recupera y puede continuar su lucha. Como Manuel Rodríguez (1920), este film emblemático del cine chileno estaba protagonizado y dirigido por Pedro Sienna, figura clave del incipiente star system local En Argentina, el film histórico que mejor pone en evidencia este tipo de hibridación genérica es quizás Una nueva y gloriosa nación (1928), dirigido por el estadounidense Albert H. Kelley con la supervisión en Argentina del productor Julián De Ajuria y de su empresa, la Sociedad General Cinematográfica. Cruzando una imaginaria intriga sentimental entre Manuel Belgrano y la hija de un aristócrata español que secretamente abraza la causa patriota, el film se sumerge en los sucesos que condujeron a la Revolución de Mayo en 1810 y sigue las acciones de este prócer argentino hasta la batalla de Tucumán. La película fue interpretada por importantes estrellas estadounidenses de la época, como el actor Francis X. Bushman – que había participado en una serie de célebres films como Ben Hur (Fred Niblo, 1925) o Romeo y Julieta (Francis X. Bushman/ John W. Noble, 1916) – en el rol de Belgrano, y la 13. El Mercurio, 28 de mayo de 1920, pág. 14. Citado en Iturriaga (2006, pág. 84). 14. El Mercurio, 1 de junio de 1920, pág. 16. Citado en Iturriaga (ibíd., pág. 84).

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actriz Jacqueline Logan en el rol de Mónica. Los rubros técnicos también estuvieron a cargo de reconocidos profesionales de la industria hollywoodense. El film contó además con una cuidada y costosa puesta en escena. Las crónicas de la época afirman que la réplica del Cabildo de Buenos Aires le insumió a De Ajuria la exorbitante suma de 15.000 dólares. Se contrataron además asesores históricos para reconstruir lo más fielmente posible los escenarios y el vestuario y se utilizaron más de 2.000 extras en las escenas de masas. De Ajuria declaró haber realizado este film «henchido de entusiasmo y de gratitud al gran pueblo argentino (. . . ) con el fin de magnificar el concepto argentino ante todas las naciones de la tierra, divulgando los nombres de los próceres de la historia patria y el origen de nuestra nacionalidad» (1946, pág. 19). La idea de que el cine debía servir como un medio de educación para las nuevas masas de inmigrantes fue también sumamente enfatizada por los medios de prensa de la época, que exaltaron sobre todo la vocación didáctica y patriótica del film. En una de las crónicas más iluminadoras a este respecto, el diario La Razón opinó, por ejemplo, que: «En un país de aluvión como el nuestro, espectáculos que recuerden los sacrificios que costó hacer patria son de una gran importancia, un auxiliar inestimable de la buena obra nacionalista ¿Y que instrumento mejor que el cinematógrafo para ello? Esa muchedumbre cosmopolita que se vuelca en las salas de proyecciones cinematográficas, que no han tomado nunca un texto de nuestra historia en sus manos, aprende a conocernos mejor, a respetarnos más, sabiendo lo que costó a nuestros mayores el ideal de constituir una Nación libre. Y Una nueva y gloriosa nación, cualesquiera sean las objeciones que puedan formulársele, cumple dignamente con esa misión».15 A pesar de la temática y el carácter netamente nacionalista del film, ningún medio de la época reparó en la extranjeridad de sus responsables artísticos. Como sostiene Jorge Iturriaga respecto a Manuel Rodríguez (1920) que, como mencionamos, tuvo entre sus autores a dos argentinos, «en un mercado competitivo, no importaba que fueran extranjeros los que encarnaran el alma nacional. Lo importante era que fueran “los mejores”. Que fuera un buen producto y no necesariamente un producto que correspondiera a la realidad» (Iturriaga 2006, pág. 79). Como vimos, el surgimiento del cine de ficción en Argentina, México y Chile estuvo estrechamente relacionado con su particular e irrepetible contexto histórico, signado en aquel período por una serie de discursos nacionalistas que se vieron exacerbados con la euforia patriótica de los centenarios de las revoluciones independentistas. Como sostiene Bernardo 15. Crítica del diario La Razón, reproducida en De Ajuria (1946, pág. 674).

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Subercaseaux «el cine de la época cumple primordialmente (. . . ) una función de sustento de indagación identitaria» (2007, pág. 217) en el que esos hitos fundacionales de las historias nacionales desempeñaron una función simbólica e identificatoria. En esta etapa el cine europeo sirvió como modelo estético y legitimador, ennobleciendo así los importantes hitos representados. Pasado ese período de conmemoraciones patrias, aquel ímpetu nacionalista no desapareció del cine latinoamericano sino que se vio reconfigurado en función de los nuevos contextos político-sociales y sobre todo de los crecientes imperativos de la incipiente industria cinematográfica.

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