REPRESENTACIONES SOCIALES DE PSICÓLOGOS SOBRE CONSUMO DE DROGAS, CONSUMIDORES Y TRATAMIENTOS. El Juicio Psicológico

September 26, 2017 | Autor: T. Gaete Altamirano | Categoría: Drug Policy, Política De Drogas
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ESCUELA DE PSICOLOGÍA

REPRESENTACIONES SOCIALES DE PSICÓLOGOS SOBRE CONSUMO DE DROGAS, CONSUMIDORES Y TRATAMIENTOS El Juicio Psicológico

Seminario de Título para optar al título de Psicólogo por Tomás Ernesto Gaete Altamirano Profesor Guía: Esteban Radiszcz, Psicólogo Santiago, Chile 2007

ÍNDICE PAGINA

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I. INTRODUCCIÓN II. MARCO TEÓRICO

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CAPÍTULO 1 – ANTECEDENTES DEL PROBLEMA

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1. LA ALARMA, PERCEPCIÓN Y MAGNITUD DEL PROBLEMA EN CHILE

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2. PROHIBICIONISMO

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A. LA NUEVA LEY

16

B. EL CONTROL A LA DROGA

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C. ENFERMEDAD Y DELINCUENCIA, PRIMERA PARTE

20

CAPÍTULO 2 – EL CONTROL DEL ADICTO

25

1. LA JUSTIFICACIÓN PSIQUIÁTRICA

25

2. UTILIDAD, VOLUNTAD Y DISCIPLINA

27

3. LA PROHIBICIÓN SUBJETIVA

31

CAPÍTULO 3 – NUESTRA A-DICCIÓN DE LA ADICCIÓN

34

CAPÍTULO 4 – MODOS DE INTERVENCIÓN: PREVENCIÓN, TRATAMIENTO Y REHABILITACIÓN 41 42

1. PREVENCIÓN A. ETIOLOGIZACIÓN DEL CONSUMO

43

B. MODALIDADES DE PREVENCIÓN

45

2. TRATAMIENTO Y REHABILITACIÓN

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A. EL TRATAMIENTO DE LO BIOPSICOSOCIAL

49

B. EL MOTIVO DE CONSULTA: LA VOLUNTAD EN JUEGO

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C. EL DIAGNÓSTICO, LA DEPENDENCIA A UN TÉRMINO

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D. OBJETIVOS DE TRATAMIENTO D.1. LA DESINTOXICACIÓN COMO OBJETIVO MÉDICO

55 56

D.2. LA ABSTINENCIA COMO OBJETIVO TERAPÉUTICO

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CAPÍTULO 5 – FORMULACIÓN DEL PROBLEMA

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III. DESCRIPCIÓN ENFOQUE METODOLÓGICO

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1. DISEÑO DE LA INVESTIGACIÓN 2. LA MUESTRA

65 66

2

3. PRODUCCIÓN DE INFORMACIÓN

67

4. METODOLOGÍA DE ANÁLISIS Y RELEVANCIA DE LA INVESTIGACIÓN

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5. SITUACIÓN DE LAS INVESTIGACIONES SOBRE DROGAS EN CHILE

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IV. RESULTADOS

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CAPÍTULO 1

77 1. TIPOS DE CONSUMIDORES

77

2. TIPOS DE INTERVENCIONES

87

CAPÍTULO 2 – REPRESENTACIONES DE CONSUMO Y CONSUMIDOR 1. LA REPRESENTACIÓN DEL CONSUMO: REGULARSE Y SER REGULADO

99 99

A. LA RACIONALIDAD DEL SÍNTOMA

102 B. LA FUNCIÓN EVASIVA

104 2. LA REPRESENTACIÓN DEL ADICTO: SUJETO IDEAL Y SUJETO ADICTO A. ALGUNAS CONSIDERACIONES RESPECTO AL DIAGNÓSTICO

CAPÍTULO 3 – DESVINCULACIÓN Y ACCIÓN TERAPÉUTICA

107 109 114

V. CONCLUSIONES 125 1. DISCUSIÓN DE RESULTADOS 125 A. REGULACIÓN Y NORMALIZACIÓN

125

B. EL “JUICIO” PSICOLÓGICO

129

C. ENFERMEDAD Y DELINCUENCIA, SEGUNDA PARTE

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2. EPÍLOGO, SOBRE LAS LIMITACIONES DE LA INVESTIGACIÓN VI. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

136 138

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I. INTRODUCCIÓN “Meditar una hora, entrar un rato dentro de sí e inquirir hasta qué punto tiene uno parte y es corresponsable en el desorden y en la maldad del mundo; mira, eso no lo quiere nadie”. Hermann Hesse, El Lobo Estepario

Muchos nos hemos preguntado, a propósito de la nueva Ley de Tabaco, si la incorporación de gráficas advertencias en las cajetillas de cigarros ha sido eficaz para disminuir el consumo de tabaco. Difícil respuesta que deberían resolver los impulsores de aquella intervención. Pero ¿y si fuera eficaz? Si gracias a la imagen de un fumador arrepentido bajan los niveles de consumo de tabaco, ¿debiéramos hacer lo mismo con el alcohol? Recordemos lo preocupados que estamos por nuestro alto índice nacional de obesidad infantil ¿Debiéramos advertir de igual manera el riesgo de la comida “chatarra”, que pareciera ser igualmente “adictiva” que algunas drogas? Probablemente la mayoría nos opondríamos decididamente; para nadie sería grato que le recordarán constantemente y de modo tan explícito los efectos nocivos de tal o cual conducta. ¿Por qué entonces no nos opusimos a la perturbadora imagen de las cajetillas? La respuesta nos parece podemos encontrarla en otra pregunta: ¿por qué habríamos de oponernos? Oponerse hubiese significado argumentar, y en cuanto a drogas se refiere,

nuestra

capacidad

argumentativa

se

ha

estrechado

considerablemente. Por lo general, el tema “drogas” no suscita debates muy profundos en la sociedad. Esto hace ver que en cierto modo el “fenómeno” de las drogas es en la actualidad complejo y simple a la vez. Complejo por todos los problemas a los que asociamos el consumo de drogas: mafia, delincuencia, deserción escolar, desintegración de la familia, violencia, daño

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físico y psicológico, improductividad, etc. Pero no deja de ser simple en el sentido de que no abundan las alternativas para abordar y comprender el fenómeno: las drogas no son deseables (salvo el alcohol, el tabaco y el café principalmente),

y

eso

basta

para

desatender

otras

cuestiones

fundamentales. Cuando alguien critica la ineficiencia de la represión al narcotráfico, por ejemplo, no es para sostener una visión distinta de cómo enfrentarlo: la crítica es que falta “mano dura”, y se solicitan más medidas de represión (Pareciera ser esa la opción que tenemos como sociedad frente a los problemas sociales: endurecer las leyes, aumentar el control, la vigilancia, etc. La nueva ley penal juvenil es un ejemplo que, en opinión del investigador, destaca por su insensatez: ahora que los mayores de 16 años pueden ser imputables penalmente ¿es qué acaso estamos dispuestos a otorgarles también más derechos como conducir vehículos, contraer matrimonio, viajar fuera del país sin autorización, y sobre todo votar?). Es a lo menos curioso, que ni la protección al medio ambiente genere tanto consenso (político y social) como la Guerra contra las Drogas. Incluso quienes consumen drogas ilegales no están tan seguros de su opción por la “legalización” de su droga, y con cierta seguridad estarían de acuerdo en mantener la prohibición de otras drogas. En ese sentido, el debate en relación a las drogas (acerca de la prevención, de su uso, de sus leyes, etc.) no es fácil, sobre todo si consideramos que el discurso oficial se sirve de metáforas que hace tiempo dejaron de ser simples metáforas: “di no a las drogas”, “estos cigarrillos te están matando”, “la marihuana es la puerta de entrada a otras drogas”, “hay drogas duras, drogas blandas, drogas de abuso y drogas sociales”, “la guerra contra las drogas”, “una sociedad libre de drogas”, etc. Estos verdaderos slogans llegan a ser argumentos serios en el debate acerca de las drogas, argumentos de los cuales la mayoría ya nos parecen del sentido común:

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¿quién puede negar que los cigarrillos matan, o que la dureza de las drogas determina su peligrosidad? Pero claro, la retórica detrás de estas metáforas impiden comprender que los cigarrillos (objetos inertes) no matan realmente, fumar en exceso tal vez sí lo haga; y que la dureza de las drogas las determina su “legalidad” y no su farmacología. Y nada más complejo que desarticular una metáfora: su intención “simbólica” elude cualquier conflicto con la “realidad”. ¿Sería distinto si el mensaje fuese “Fumando estos cigarrillos te estás matando”? ¿de quién sería la responsabilidad de que uno muera: del cigarrillo o de uno mismo? Oponerse hubiese sido, entonces, el camino difícil. Culpar es más cómodo que responsabilizarse, y en general es eso lo que hacemos con las drogas, ejemplificado por las dos formas más contemporáneas de eludir responsabilidades: la prohibición y la receta médica. La primera reduce ampliamente

las

decisiones

respecto

al

consumo,

producción

y

comercialización de algunas drogas, eliminando la posibilidad de ser responsables de algo que nunca se debió hacer. La segunda forma, la receta médica, implica dejar en manos de facultativos la responsabilidad de qué droga consumir (por supuesto, el lenguaje nos lleva a la creencia de que el médico no receta drogas, sino solo fármacos o medicamentos, y que lo que no está prohibido no son drogas, sino semi-drogas, o sustancias que emulan a las verdaderas drogas). ¿Cuál es el problema actual con las drogas? ¿Qué las transforma en objetos tan perturbadores? Es muy probable que la desocialización a la que ha sido sistemáticamente sometida (por medio de leyes represivas, de la estigmatización del drogadicto, de la vinculación con delincuencia...), haya hecho de la droga un objeto semejante a un virus del cual las personas se contagian, y al drogadicto un personaje peligroso. Esta es, por ejemplo, la

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opinión del legendario literato William Burroughs (1959), plasmada en la introducción de su libro “El Almuerzo Desnudo”, en el que se refiere a la adicción como la Enfermedad. Dice: “La droga es el producto ideal... la mercancía definitiva. No hace falta literatura para vender. El cliente se arrastrará por una alcantarilla para suplicar que le vendan... el comerciante de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente. Paga a sus empleados en droga” (p.9). ¡Pero qué distinta era la opinión sobre la droga tiempo atrás! Sin la mediación del narcotráfico como lo conocemos hoy en día, que enluta la milenaria relación entre seres humanos y drogas, es posible contemplar una disposición completamente distinta hacia las drogas. Esa degradación que W. Burroughs describe con especial pesimismo, ¿es atribuible a la droga, o a la inescrupulosa manipulación comercial de la que es objeto? La defensa que Sganarelle hace del tabaco en el “Don Juan” de Moliére (1665), nos recuerda la función cultural y social que poseían la mayoría de las drogas, algo cercano al “don” que describe Bataille (1933) en “La Noción de Gasto” (y que actualmente sólo se observa incipientemente en relación al consumo de drogas como el tabaco y la marihuana). Aclaremos este punto citando precisamente el pasaje inicial de la obra de Moliere: “Diga lo que quiera Aristóteles y toda la filosofía, no hay cosa que iguale al tabaco; en él cifran su pasión las personas bien nacidas, y quien vive sin tabaco no merecería vivir. No sólo despeja y alegra el cerebro humano, sino que además ilustra las almas en la virtud, y por medio de su poder llegan los hombres a ser gentes honorables. ¿No advertís cómo, desde que cualquiera se halla en posesión de un poco de tabaco, lo ofrece con corteses modos a cuantos le rodean y lo presenta a diestro y siniestro en todo momento? Ni aun aguarda a que se lo pidan, sino que se anticipa a los deseos de los demás; tan cierto es que el tabaco inspira sentimientos caballerescos y caritativos a cuantos lo usan”. (Moliére, 1665, pp.17-18)

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Tan cierto era para el tabaco como para otras drogas (el peyote en los indios norteamericanos y la coca en los sudamericanos, por ejemplo; y en nuestros días el alcohol sigue manteniendo esa forma de intercambio y regulación, al igual que la marihuana, razón que podría favorecer su consideración como una droga menos dañina). ¿Qué sentido tendría perseguir una droga que por el modo de uso se regula socialmente y motiva la solidaridad y la integración? ¿Qué sentido tendría quitar esa posibilidad por medio de la represión policial? Este preámbulo nos sirve para introducir el interés de esta investigación. El modo en que hemos decidido (o aceptado) regular el acceso a plantas y sustancias de usos inmemoriales, el modo en que decidimos comercializar y legislar a favor o en contra de algunas drogas no ha sido indiferente al modo en que decidimos consumir drogas duras o blandas, legales o ilegales. Y por supuesto, tampoco será indiferente al modo en que decidimos asistir o acompañar a quienes consumen drogas de manera “problemática” o fuera de la ley. Si bien las legislaciones sobre drogas dan una importante referencia acerca de qué es lo que consideramos bueno, malo, peligroso o sospechoso, la “Salud Mental” también tiene una injerencia importante en el asunto (es innegable que las drogas se inscriben como un capítulo fundamental e incluso fundacional para la Psicología, tanto más para la Psiquiatría). En concreto, los Tratamientos de Drogas reciben a una importante población con problemas asociados a las drogas, y sus funciones (para bien o para mal) no pueden ser ajenas a las políticas públicas que consideran el consumo de drogas como indeseable. El problema entonces es que la drogadicción, al tornarse una cuestión no sólo de salud mental sino también un asunto de

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seguridad ciudadana (o viceversa), le da al drogadicto una connotación doble: la de enfermo y delincuente. Este arbitrario cultural del adicto no puede ser ajeno al contexto terapéutico, por lo que es posible que las prácticas de prevención, tratamiento y rehabilitación, ejecutadas por psicólogos, respondan a este modo social de representarse al sujeto adicto. Precisamente es eso lo que desarrollaremos a lo largo de la investigación, proponiéndonos como objetivo describir y analizar las representaciones sociales que los psicólogos de servicios de salud ligados a la prevención, tratamiento

y

rehabilitación

de

drogodependencias

en

la

Región

Metropolitana elaboran respecto al consumo de drogas lícitas e ilícitas, de los mismos consumidores y de los modos de intervención. El sentido de la investigación es mostrar cómo a partir de un evento puntual –la judicialización del consumo de drogas debido a la prohibición que recae sobre un número importante de drogas y la persecución policial del consumidor-; cómo a partir de ese evento se fundamenta un saber sobre el drogadicto y se justifican ciertas acciones terapéuticas que sólo refuerzan la intención normativa y disciplinaria del control impuesto. Iniciamos con la exposición del marco teórico, el cual asume una estructura que va de lo general a lo particular. De esta manera, en una primera parte nos introducimos en el contexto nacional para aproximarnos a la magnitud del problema de las drogas en Chile. Luego abordamos lo relacionado al “control de la droga”, las leyes y sus implicancias, para continuar inmediatamente con lo relacionado al “control del drogadicto”, las justificaciones

psiquiátricas

y

disciplinarias.

Esto

nos

conduce

ineludiblemente al problema epistemológico para definir conceptos como

9

droga, adicción1, adicto, y que sugiere una relación íntima de las disposiciones legales con las terapéuticas. Una vez hecho este recorrido finalizamos el marco teórico con el abordaje de las intervenciones psicosociales en el tema de drogas, específicamente la prevención y el tratamiento. En este capítulo hacemos referencia a temas como la etiología del consumo de drogas, el diagnóstico de drogodependencia y los objetivos del tratamiento, que también se trataron en apartados anteriores pero es necesario retomar. Como cierre al marco teórico volvemos a hacer una mirada a nuestro problema de investigación, esta vez tomando en cuenta los elementos puestos en la discusión. Los resultados del análisis del discurso se presentan a continuación de la descripción metodológica de la investigación. Ahí consideramos la relevancia del estudio y algunas consideraciones respecto al enfoque metodológico y de análisis. Los resultados por su parte se presentan en tres capítulos en las que se abordan de manera descriptiva y analítica los discursos de los psicólogos, a partir de tres modelos obtenidos del análisis estructural del discurso que permiten construir las representaciones del consumo de drogas, del adicto y del tratamiento de drogas, principalmente. Finalmente, en las conclusiones retomamos la discusión iniciada en el marco teórico en función de los principales resultados presentados. A modo de obra literaria, pero sin pretensiones de serlo, se cierra con un epílogo en dónde se da cuenta de ciertas limitaciones de la investigación.

1

Sumándonos a esta indeterminación conceptual, es que utilizaremos indistintamente los términos drogodependencia, drogadicción, adicción o toxicomanía, para señalar una misma patología, si bien un análisis profundo pudiera reconocer diferencias.

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II. MARCO TEÓRICO CAPÍTULO 1 ANTECEDENTES DEL PROBLEMA 1. La alarma: percepción y magnitud del problema en Chile Oficialmente en Chile se señala al consumo de drogas como “un conflicto que traspasa todas las fronteras y penetra hondamente en todos los sectores de la vida pública, económica y social de los países” (CONACE, 1997, p.3), y que además “las personas que sufren problemas relacionados con drogas, suelen tener múltiples necesidades de tratamiento en una variedad de esferas personales, sociales y económicas” (CONACE, 2004a, p.5). La drogodependencia es vista como un problema, que en Chile (y en prácticamente todo el mundo) ha ido tomando ribetes de epidemia, señalado así tanto por la prensa, agentes policiales, políticos, médicos, como por los mismos sujetos afectados por el consumo de drogas. De esta manera, se abre la posibilidad de tematizar el consumo de droga como un problema de carácter multidimensional, pero que deja muchas dudas respecto a qué es efectivamente lo que se señala como problema y su composición interna. En la actualidad, y desde ya hace algunas décadas, hablar de drogas es también hablar de problemas sociales, de jóvenes delincuentes, de deserción escolar, de autodestrucción, de falta de oportunidades, de enfermedad y descontrol, entre otros tantos temas asociados. Es común encontrar textos de la materia que comiencen señalando este mismo punto. En la presentación de un informe de CEPAL y CONACE en conjunto, M.

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Hopenhayn enfatiza en lo transversal del problema de las drogas diciendo que “genera tensiones en las relaciones internacionales y en el vecindario, en los gobiernos y las familias. Invade la diplomacia, la política interna y exterior, la economía transnacional y la economía de supervivencia, los medios de comunicación, la acción comunitaria, el debate académico y la actividad policial. Ocupa titulares de prensa día a día, y abre preguntas fundamentales sobre los criterios para enfrentar el consumo, el tráfico, el tratamiento, los delitos asociados y las formas en que las personas cuidan o descuidan su salud” (Hopenhayn, en Quiroga y Villatoro, 2003, p.7). El listado parece excesivo. Pero cierto es que las drogas, esas sustancias que hemos acostumbrado a separar entre lícitas e ilícitas, efectivamente se han transformado en un asunto de gran complejidad, no sólo por la peligrosidad inherente a cualquier consumo de drogas, sino también por el escenario de criminalidad que la persecución legal y policial del tráfico ilícito ha generado. No es menor que en la Estrategia Nacional Sobre Drogas 2003-2008 el entonces Ministro del Interior, José Miguel Insulza, señalara que “el fenómeno de las drogas y las realidades asociadas a él, contienen un potencial desintegrador de la familia, de la convivencia social e incluso de las instituciones del Estado, lo cual nos obliga a enfrentarlo con firme y decidida voluntad” (en CONACE, 2003, p.1). Estas palabras, aunque poco específicas, no son menores dada la alarma y la amenaza que sugieren. Dichos como éste posibilitan hablar acerca del “fenómeno de las drogas” más bien como una “guerra contra las drogas”. Otra clara señal de cómo el fenómeno de las drogas es entendido como una guerra o un combate en su contra es que la Oficina de las Naciones Unidas de Fiscalización de Drogas y de Prevención del Delito pasó a llamarse simplemente Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito el año 2002 (es interesante notar que esta guerra, más que una guerra contra

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las drogas es una guerra contra quienes se drogan, pues no cabe enjuiciar ni encarcelar a estas sustancias). Para bien o para mal, el “fenómeno de las drogas” se ha transformado en un asunto corriente, del que todos estamos sensibilizados. Sin embargo, ¿podemos corresponder una percepción de un problema con su real magnitud? En una entrevista dada al Mercurio de Valparaíso, la directora ejecutiva del CONACE, María Teresa Chadwick dijo que “hay diferencias muchas veces entre percepciones y realidades. Trabajar con la percepción es lo que uno debe hacer” (en Valencia, Abril 2004). De acuerdo a esta declaración, en el caso del consumo de drogas pareciera ser que es la percepción del problema lo que define qué hacer con ese problema, y no las cifras oficiales que, como veremos más adelante, tienden a mostrar un problema casi ficticio. Ahora, se puede discutir si se está trabajando sobre las percepciones para modificar una realidad, o sobre la realidad para modificar las percepciones. Veamos un ejemplo que da más antecedentes a este problema. Citamos a continuación parte de la descripción en un folleto de un diplomado en drogodependencias de la Universidad de Chile impartido durante 2006 y parte de 2007: “El consumo de drogas se ha transformado en un problema social en aumento: cada vez más personas consumen algún tipo de droga, en mayor cantidad y a edades más tempranas. Es un problema complejo, y enfrentarlo es responsabilidad de todos los actores de la sociedad. Las nuevas estrategias que buscan enfrentar y dar solución a esta problemática, requieren de profesionales capacitados y especializados en el tratamiento y rehabilitación de personas con problemas por consumo de drogas y alcohol” (p.1).

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Como si de un slogan se tratara, en la portada de su página web oficial el CONACE tiene exactamente la misma frase subrayada más arriba, que enfatiza el carácter epidémico del consumo de drogas (CONACE, Septiembre de 2007), que se propaga cual virus sobre la población entera. Sin embargo, los últimos estudios que este organismo realiza son bastante reconfortantes en materia de consumo de drogas, que contrastan con esta alerta generalizada: “La investigación establece que el uso de drogas se ha estabilizado en los últimos años, después de haber aumentado sostenidamente en los años noventa. Las tendencias de consumo de marihuana y cocaína siguen este comportamiento característico; se elevan durante toda la década del noventa y se estabilizan en la década actual. (...)Los resultados más auspiciosos se obtienen entre adolescentes (12-18 años). En este caso, no sólo se ha detenido la progresión de los noventa, sino que las tasas de consumo de drogas tienden a descender, hasta alcanzar cifras cercanas a los puntos más bajos de la serie“ (CONACE, 2004c, p.1). Este estudio contradice claramente lo que el mismo CONACE y “expertos” señalan acerca del aumento de personas que estarían consumiendo drogas, “en mayor cantidad y a edades más tempranas”. Se confirma entonces la diferencia entre percepciones y realidades que se señaló más arriba, aunque no queda claro el sentido en el que habría que trabajar sobre la percepción, y principalmente, sobre la percepción de quiénes. De cualquier manera, indiquemos que en el año 2004 el 94,2% de la población no consumió droga ilícita alguna. Sólo un 5,8% (505 mil personas) utilizaron drogas ilícitas (marihuana, pasta base, cocaína), marca que supera al anterior dato de 2002 de 5,4% (476 mil personas), aunque como señalan en el mismo estudio la diferencia es estadísticamente no significativa. Destacan que la cifra más alta se alcanzó el año 2000 (6,2%) “que en casi

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todos los casos fue el año en que se obtuvieron las prevalencias de consumo más altas registradas en la serie” (CONACE, 2004c, p.1). Otras estadísticas igualmente significativas, indican que en el año 1998 el porcentaje de personas que habiendo consumido alguna droga dejaron de hacerlo son de 71,57% para la marihuana, 66,79% para la cocaína y un 64, 1% para la pasta base, en contraste con un 16% que dejó de consumir alcohol y un 34,5% tabaco (CONACE, 1998). Estas altas cifras de abandono del consumo de drogas ilegales podríamos suponer que se deben a programas de tratamiento eficaces a los que se sometieron estas personas. Pero no. El mismo informe señala que sólo un 4,7% de dependientes a la marihuana recibió tratamiento, lo mismo para un 23,5% de dependientes a la pasta base y un 7,15% de la cocaína. Es sugerente pensar que el problema de las drogas no es lo que comúnmente creemos que es: ¿no será que el aumento del consumo de drogas y a edades más tempranas que señalan los expertos esté referido a las “drogas psiquiátricas” y a la sobreutilización de Metilfenidato (Ritalín) en los colegios2? ¿Será que nadie quiere reconocer cuál es efectivamente la magnitud del problema, o más bien, que cada cual hace la interpretación que le sea más conveniente? He aquí otro ejemplo: el CONACE, en la declaración de la Estrategia Nacional sobre Drogas 2003-2008 dice que la leyes y planes de prevención y control de drogas han “permitido prevenir el consumo de drogas y contribuir al tratamiento y rehabilitación de los afectados, asegurando por 2

“En 1996 hubo una epidemia de gripe en Santiago, que es la enfermedad más prevalente en pediatría. El Hospital Calvo Mackenna realizo una encuesta cuyos resultados arrojaron que habían más niños tratados con Ritalín que enfermos por gripe. Es decir, la entrega de esta sustancia a escolares que teóricamente sufren déficit atencional era mayor que los que estaban resfriados”. (Barreda, 2004)

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medio de una legislación adecuada, dificultar la disponibilidad de drogas y aplicar las correspondientes sanciones a los responsables de actividades vinculadas a su tráfico ilícito” (p.10). En el manual de prevención “Abriendo Puertas” del CONACE (2004d) sin embargo señalan que “las drogas ilícitas son de fácil acceso tanto para la población en general como para los menores” (p.10). Esto último claramente sugiere que la legislación es menos que “adecuada”, o tal vez hemos malentendido la frase que asegura dificultar la disponibilidad de drogas. Mientras la primera cita señala la eficacia de las leyes, la segunda simplemente la sepulta, señalando una realidad que es precisamente la que se ha querido evitar: la disponibilidad de drogas. Claramente las afirmaciones respecto al problema drogas son contradictorias y poco rigurosas. En ese sentido, la magnitud del problema en Chile se torna gravísimo, en tanto se mantenga la confusión entre lo que es la percepción y la realidad del problema. 2. Prohibicionismo o la génesis de la causa a.

La nueva ley “Evidentemente, malo no es lo dañino o perjudicial para el yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento. Entonces, aquí se manifiesta una influencia ajena; ella determina lo que debe llamarse malo y bueno”. Sigmund Freud, El Malestar en la Cultura

En el año 2005, en Gobierno de Chile promulgó una nueva Ley de Drogas, la ley 20.000, que añadía modificaciones importantes a la antigua ley 19.366, como la presunción de culpa en vez de inocencia (Artículo 8). Por supuesto se mantiene la prohibición a un grupo importante de drogas, de las 16

cuales las más emblemáticas son la Cannabis Sativa (Marihuana), la Cocaína y la Pasta Base. Pero no son las únicas: también esta el MDMA, el Cacto Peyote, Ácido Lisérgico (LSD), los Hongos Psilocides y la Datura Estramonium, entre otras. En Chile, sin embargo, sólo las 3 principales drogas ilegales mencionadas las que causan mayor preocupación, junto con el alcohol y los psicofármacos. Es importante señalar que la falta de rigurosidad conceptual se observa también en esta ley: decir que se prohíbe el “Cacto Peyote” es como decir que se prohíbe el “Copete”, la “Marihuana” o la “Falopa”. Peyote es el nombre vulgar de la especie Lopophora Williansi, distinción que no aparece en la ley. Por supuesto que cualquier ley debe velar por su claridad, sobretodo si quiere protegernos de algún peligro. En este caso, el tráfico de la especie Lopophora Williansi no está penalizado, el del Peyote sí, lo que introduce una dificultad interpretativa de gran relevancia. Lamentablemente este no es el único error. La ley también prohíbe los Hongos Psilocides, pero en rigor esos hongos no existen: los Psilocibes sí. Este nombre (con “D”) se reproduce en la misma Ley y en la mayoría de las investigaciones chilenas revisadas y claramente puede llevar a confusión. Concordemos en que el error es mínimo, pero inaceptable. La motivación ideológica de la ley se hace aún más evidente cuando comprobamos que la Datura Estramonium (conocida como Chamico) está prohibida, pero frente a la Escuela Militar en Santiago hay algunos ejemplares bien crecidos. Y por último: hace un tiempo reciente se hizo conocido el caso de un sujeto que vendía semillas de cáñamo por internet. La policía lo detuvo como si se tratara de un gran narcotraficante. La defensa de este sujeto (y he aquí que la ley se interpreta como mejor convenga) presentó el hecho de que grandes y conocidas cadenas de supermercados venden por kilo semillas de cáñamo, sin ser condenadas ni multadas.

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Con esta nueva ley las posibilidades de fiscalización y control social se ven incrementadas, como la suspensión de inviolabilidad del domicilio y la privacidad de las comunicaciones (Artículo 24). Si bien esas son leyes dirigidas especialmente a combatir el narcotráfico, son sancionados con presidio menor (desde 541 días a 5 años) aquel que guarde o porte pequeñas cantidades de droga (no especificadas, quedando a criterio de la policía que haga la detención), a no ser de que logre demostrar el uso médico de la sustancia o su uso exclusivo y próximo en el tiempo (procedimientos que tampoco quedan especificados). b.

El control a la droga El control se refiere principalmente a la fiscalización del tráfico de drogas, de la oferta y de la demanda de drogas. El control “se orienta principalmente a impedir la fabricación y distribución de drogas, aunque también se controla la posesión y consumo ilegal” (Hurtado y Sáez, 2004, p.7). Al existir drogas ilegales, (drogas ilegales son también aquellas que no se pueden adquirir sin receta médica que las “legalice”) se hace necesario no sólo penalizar su tráfico, sino que también controlar su producción, elaboración y adquisición. Ahora, éste control se lleva a cabo tanto para drogas ilegales como para otro bienes legales, excepto en que, en el caso de las drogas, el control pesa también sobre su consumo. Esto traza una distinción entre el uso de las facultades del gobierno para protegernos contra otros que pudiesen dañarnos, y el uso de esas mismas facultades contra nosotros para protegernos del daño que nos pudiésemos causar (Szasz, 1992). En ese sentido, la población a la cual está dirigido el control de estupefacientes somos todos los ciudadanos insertos en un marco legislativo particular.

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Ya sea fiscalizando el tráfico de drogas, encarcelando a narco y microtraficantes, penalizando la producción y adquisición de drogas ilícitas3, entre otras medidas legislativas, lo que se está intentando controlar y prevenir es el consumo de drogas. Es decir, se interviene en la oferta para afectar a la demanda, si bien las políticas de prevención también ponen el acento en intervenir la demanda para afectar la oferta. Como lo señala De Rementería (2001) “la comprensión e interpretación del problema de las drogas debe poner en el centro que éste se da en un mercado, que cualquier intervención será una intervención en un mercado y que las respuestas de los actores serán siempre en un mercado, sea legal o ilegal” (p.30). En este sentido es que podríamos otorgarle a las medidas legislativas el rol de regular la oferta de drogas, desincentivando y/o prohibiendo el comercio de estas sustancias; mientras que las medidas sanitarias se hacen cargo de la demanda de drogas, habilitando a la población al consumo de ciertas sustancias legales e interviniendo clínicamente en personas con consumo abusivo o problemático de drogas. Así, la guerra contra las drogas se da en dos frentes distintos, aunque se podría aseverar que el énfasis está puesto principalmente en la oferta de drogas (¿pretendemos “una sociedad libre de drogas” ó “una sociedad libre del deseo de drogas”?), lo que implicaría ver al sujeto adicto como un sujeto que reacciona (-acerca del poder y su relación con el deseo se dirá algo más adelante-). Se entiende entonces que consume porque hay disponibilidad de drogas a su alrededor (oferta), dejando de lado el para qué de su consumo (demanda). Los modelos comprensivos que intentan explicar el fenómeno de las drogas identificando factores de riesgo (los por qué) posicionan al sujeto como un sujeto reactivo, vulnerable a las condiciones externas. Clínicamente esta

3

“De los detenidos durante 2002, 46% fue por tráfico y 51% por porte o consumo. El 14,5% de la población penal recluida en 2002 fue condenado por tráfico de drogas” (Hurtado y Sáez, 2004, pp.7-8).

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consideración no deja de tener relevancia. Como lo sugiere De Rementería (2001) “es necesario pasar de una concepción pasiva del usuario a una concepción activa del sujeto, a la indagación de la función de utilidad que tienen las drogas para quienes las usan, y de la capacidad de éstas de satisfacer deseos y necesidades entre ellos” (p.33). c.

Enfermedad y delincuencia, primera parte Las consecuencias sociales, morales, económicas y por supuesto sanitarias que ha conllevado el prohibicionismo son nefastas (Szasz, 1992; Escohotado, 1989abc). Tanto que sus principales objetivos (disminuir el consumo de drogas y combatir el narcotráfico) no sólo no se están cumpliendo, sino que ha favorecido un escenario de criminalidad y alarmismo, muchas veces producto de la desinformación, que impiden hacer una mirada retrospectiva que sugiera nuevas y más efectivas medidas de control. El daño que recae día a día en aquellos que por diversas situaciones han

decidido

consumir

alguna

droga

(hoy

por

hoy

prohibida)

es

principalmente (aunque digamos no únicamente) producto de la represión, de las redes de criminalidad, de la marginación y la estigmatización, más que del consumo mismo de la sustancia (Weil & Rosen, 1999). De hecho, en Chile a cualquier acto relacionado con drogas ilícitas (tráfico, producción, adquisición, tenencia, consumo) se le aplica la presunción de culpa, y no de inocencia, aun cuando la ley explicita situaciones en las que claramente no habría delito alguno (consumo personal próximo en el tiempo o médico). Las campañas anti-droga más bien fomentan la estigmatización, contrastando con la publicidad de alcoholes y tabaco (incluyamos café y té, analgésicos y tranquilizantes) que los ubican como prestigiosas formas de potenciar la socialización.

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El carácter marginal de los consumidores de drogas se reproduce también en la opinión “experta”, estigmatizando la figura del adicto, con argumentos médicos y socio-culturales: “La terapia en el campo de la adicción tiene por cierto aspectos distintivos. La dependencia de sustancias químicas –sea fisiológica o ‘psicológica’- es el primordial, junto con el ‘ansia’ que a menudo la acompaña. Más aún, los adictos suelen estar en una subcultura con sus pares y usan un lenguaje singular, tal como las subculturas que se desarrollan en las pandillas callejeras. Además, como usan sustancias que habitualmente son ilegales, los adictos a menudo adoptan una conducta delictiva, y en muchos casos pasan períodos de su vida en la cárcel” (Stanton y Todd, 1994, en Stanton, Todd y Minuchin, 1994, p.111). De ahí que la figura que legal y socialmente se maneja del toxicómano (o en un lenguaje menos académico, el drogadicto) sea doble, y digámoslo, un tanto contradictoria: la de un delincuente y enfermo a la vez (victimariovíctima). En primer lugar, el toxicómano es un delincuente porque infringe la ley al consumir drogas que le están prohibidas, amenazando no sólo su salud sino también la paz social. Además, comunicacionalmente se nos insiste en la relación entre drogas y delincuencia: jóvenes que se drogan para delinquir, consumidores que por su incapacidad de hacer otra cosa que drogarse se ven en la necesidad de robar. Es lo que De Rementería (2001) señala como el paradigma sanitario-criminal, “donde la necesidad sanitaria de impedir esta conducta desviada [el consumo de drogas] se pretende satisfacer mediante la criminalización de la provisión y el consumo, aplicando castigo penal” (p.35). La actual legislación basada en el prohibicionismo acerca de ciertas drogas considera a la víctima y al delincuente como la misma persona (el drogadicto), en tanto que “la orientación del derecho aquí es proteger al sujeto de sí mismo” (Escohotado, 1989a, p.17). Así, quienes cometan el delito de consumir drogas ilícitas estarán cometiendo un delito consumado (en contra de sí mismos), un delito de puro riesgo, que no busca

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responsabilidades ni perjuicios concretos contra alguien: basta con estar o haber consumido (o simplemente poseer) una sustancia prohibida para ser considerado un delincuente o, en el mejor de los casos, un infractor que debe demostrar su inocencia. En segundo lugar, el toxicómano es un enfermo mental porque estamos convencidos de que las drogas llevan inevitablemente a un estado de descontrol irrecuperable y a una dependencia física y psicológica que equivale a ser un esclavo del placer sin sentido. De ahí también la facilidad de asociar el consumo de drogas con conductas delictivas; aunque sea un enfermo, el drogadicto es, casi siempre, un personaje peligroso. Como lo señala Sánchez-Ocaña, en su libro “El Universo de las Drogas” (2003), “si la consideración del drogadicto es de enfermo, habría que proporcionarle la asistencia correspondiente. Hasta un punto. Porque lo que no se puede es mezclar los conceptos. Se debe definir si el drogadicto es un enfermo que atraca una farmacia para eliminar el síndrome de abstinencia o si es un delincuente que atraca establecimientos para drogarse” (p.225). Como sea, el consumo de drogas es una conducta de riesgo que amenaza tanto al propio consumidor, como a su entorno, ambas situaciones consideradas como perniciosas para la sociedad. Volveremos más adelante a tratar el aspecto perturbador del consumo de drogas. Así el cuadro clínico y penal de la “toxicomanía” se decretó en 1961, con la firma del Convención Única de Naciones Unidas sobre Estupefacientes (Gaete, 2002). Hoy en día es considerada incluso como una enfermedad “crónica, progresiva y terminal” (Musacchio, 1996, p.24). El mismo CONACE sentencia a una enfermedad crónica a quienes caen dentro de la definición de “adicto” o, para ser más exactos, “drogodependientes”. Sin embargo aclaran que “en el estado actual de los conocimientos, es mejor considerar la 22

adicción como un trastorno o un desorden crónico recurrente que responde satisfactoriamente al tratamiento adecuado” (CONACE, 2004a, p.46). De esta manera dicen que la ciencia ha hecho grandes progresos en los últimos años, pero todavía no se pueden explicar totalmente los procesos fisiológicos y psicológicos que transforman el ‘uso’ voluntario controlado del alcohol o de otras drogas, en una ‘dependencia’ involuntaria incontrolada, de esas sustancias, para la cual todavía no existe cura” (CONACE, 2004a, p.45). Bajo esta perspectiva, el drogodependiente queda atrapado en su determinación biológica o genética hasta que la ciencia descubra una cura, probablemente en forma de pastilla. Más importante aun es intentar dilucidar los objetivos de la cura que se está desarrollando; las posibilidades pueden ser variadas, sobretodo considerando la secuencia de actos que un sujeto realizaría voluntariamente para luego, involuntariamente, consumir drogas: conseguir dinero, conseguir droga, pagar por la droga, drogarse. En ese sentido, la cura podría estar en la imposibilidad de realizar esos actos que desembocan en un consumo involuntario, como el encarcelamiento, la internación, el control familiar, etc. Podríamos suponer que de ahí surge el arbitrario cultural que asocia los significantes Droga/Adicto con los significados Malo-Prohibido/EnfermoDelincuente. Así también se podría plantear que el “tratamiento de las drogodependencias” se asocia, como un esfuerzo conjunto, al “combate al narcotráfico”, como dos problemas que hay que erradicar a corto plazo de nuestras sociedades, y que hacerle frente a uno es debilitar al otro. “Además, se requiere reconocer el estrecho vínculo entre consumo y tráfico, dado que los alumnos que consumen necesariamente tendrán que vincularse con redes de microtráfico” (CONACE, 2004b, p.4). Que en la cita se señale únicamente a los “alumnos” no excluye al resto de la población para tener

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que necesariamente vincularse en redes de microtráfico si su intención es adquirir alguna droga. Esto nuevamente agrega valor al argumento de que consumir drogas se entiende

necesariamente como un acto delictivo. La

ONU (1998) refuerza esta idea cuando dice que “deberá existir un enfoque equilibrado entre la reducción de la demanda y la reducción de la oferta, de forma que ambas se refuercen mutuamente, con arreglo a un criterio integrado a la solución del problema de la droga” (citado en De Rementería, 2001, p.46). Por consiguiente, el control de la droga se asocia a un control del adicto (o del simple consumidor). Para ello se deben esgrimir una serie de argumentos y justificaciones que sirva para apoyar una y otra intervención.

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CAPÍTULO 2 EL CONTROL DEL DROGADICTO 1. La justificación psiquiátrica “La clasificación [psiquiátrica] no solamente creaba a los objetos sobre los que se aplicaba sino que creaba un lenguaje, un modo de pensamiento y unas reglas semiológicas que, a su vez, creaban a los psiquiatras como agentes de aplicación del sistema propuesto”. Néstor Braunstein, Psiquiatría, Teoría del Sujeto, Psicoanálisis (hacia Lacan)

Si nos atenemos, entonces, al discurso psiquiátrico nos encontramos con frases como esta: “El control de una enfermedad mental en términos ideales apunta a la capacidad, ya sea para prevenir su presentación o para modificar su curso con un determinado tratamiento.(...) Una clasificación es comprensiva cuando permite entender las causas de las enfermedades mentales y el proceso que se desarrolla en su persistencia y evolución en el tiempo” (Capponi, 2003, p.35). Respecto a las causas de la toxicomanía no hay mucha claridad (aspecto que trataremos más adelante como la etiología del consumo), por lo que una clasificación psiquiátrica de la misma resulta incomprensiva. “La clave de la comprensión psiquiátrica del daño –dice E. Galende (1994)-, ya vimos, es convertirlo en enfermedad, objetivarlo para el conocimiento y legitimar una intervención técnica que hemos mostrado como ideología de la segregación y custodia” (pp.196-197), a propósito del problema que surge de confrontar y definir la normalidad (en otras palabras, su enfermedad o su sanidad) de un sujeto en relación a una sociedad, una cultura, un consenso o

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un discurso del conjunto ya que en ese caso, el desviante será siempre el sujeto, y no la sociedad. La toxicomanía, sin embargo, es una de estas enfermedades del tipo “bio-psico-social”, tratada penal, moral, social y psiquiátricamente, y atrapada, por lo tanto, en conceptualismos de niveles lógicos distintos. Apoyada en los conceptos de “dependencia física” y “dependencia psicológica” a la droga, como la evidencia más clara de que estamos frente a una enfermedad a pesar de lo confuso de ambos términos, se la ve como una realidad médica con caracteres epidemiológicos. Así mismo se justifica su clasificación en manuales que versan sobre “trastornos mentales”, aun cuando pareciera ser que se expresa en función de conceptos psicosociales, éticos y jurídicos. Desde una mirada más sociológica, E. Galende (1994) plantea que “el sujeto de la psiquiatría, el enfermo mental, fue construido por la medicina mental como un objeto de conocimiento positivo y ocultó su dimensión de sujeto social y político” (p.210). Podríamos decir que el sujeto reacciona frente a los embates de la sociedad, y es ahí donde aparece el sujeto social y político. Esta reacción se toma muchas veces como inadaptación al medio, y cuando el sujeto manifiesta sentirse abatido por contingencias externas a él, entonces es posible aplicarle alguna clasificación psiquiátrica. Y lo que logra esta categorización es traspasar el conflicto hacia el individuo mismo, cuando inicialmente este conflicto se hallaba entre el individuo y la sociedad. Thomas Szasz (1970) también toma esta idea cuando dice que la enfermedad mental es “considerada la causa de la falta de armonía entre los hombres. Implícita en esta concepción está la idea de que la interacción social es intrínsecamente armoniosa, y su perturbación solo obedece a la existencia de ‘enfermedad mental’ en muchas personas” (p.25).

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Es lo mismo que el autor señaló como la táctica psiquiátrica de personalizar los problemas políticos en su libro “Nuestro derecho a las drogas” de 1992. Hoy en día, sea cual fuere el patrón de consumo de drogas en un individuo, se tiende a desconocer o pasar por alto la censura moral y legal que opera en su contra, situando esta conducta como patológica en sí misma. De esta forma, considerar a la toxicomanía como una enfermedad (señalada incluso como incurable), da la posibilidad de justificar la “cruzada” prohibicionista con argumentos médico-psiquiátricos (Escohotado, 1989abc; Szasz, 1992), que sin embargo se ajustan

menos a

un interés

fenomenológico del consumo de drogas que a lineamientos administrativos y de control, produciendo un alineamiento entre el discurso y prácticas “técnicas-profesionales” con las disposiciones “políticas e ideológicas”. Así se habla de “poblaciones vulnerables” y de “epidemias” de consumo, lo que se asemeja al discurso médico cuando lo que hay que prevenir es un brote de cólera, por ejemplo. La intervención social se centra, entonces, en erradicar el virus o bacteria (prohibir el tráfico y el consumo de droga) y evitar el contacto de los enfermos con personas sanas (encarcelar, internar, deshabilitar, desintoxicar para luego reinsertar a la sociedad un sujeto sano). 2. Utilidad, voluntad y disciplina Como señalamos anteriormente, CONACE (2004a) ha manifestado que la ciencia aun no logra dilucidar el mecanismo por el cuál un acto voluntario y controlado como el consumo de drogas se transforma en un acto involuntario e incontrolado. En efecto, la definición de adicción se basa en que sea un acto compulsivo en contra de los deseos racionales del sujeto. Sin embargo, sabemos cuales son algunos factores de riesgo que hacen a

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una población determinada “vulnerable” al consumo abusivo de drogas y a volverse un acto involuntario e incontrolado (deserción escolar, violencia intrafamiliar, cesantía, etc.). Sólo si reparamos en sus causas evitamos el problema de considerar la adicción como un acto de plena (y en muchos casos de decidida) voluntad. Al no indagar sobre la subjetividad de su utilización respecto de lo que se puede hacer con ella, no reconocemos, en ese sentido, la utilidad de cierto consumo de drogas, aun si hablamos de una adicción. Sin embargo, y de acuerdo a la tesis de G. Bataille (1933) sobre el gasto en la sociedad, sería un esfuerzo en vano intentar definir lo que es útil a los hombres, más allá de lo que consideramos como “utilidad material”. “Teóricamente –dice Bataille (1933)-, ésta tiene por objeto el placer –pero solamente bajo una forma atemperada, ya que el placer violento se percibe como patológico- y queda limitada a la adquisición (prácticamente a la producción) y a la conservación de bienes (...), a la reproducción y conservación de vidas (...)” (p.26). Precisamente, el consumo de drogas tendría la forma de ese placer violento “patológico”, o la forma de un “gasto improductivo”4, según el concepto de Bataille. En este sentido, en consumo de drogas como fin en sí mismo (la adicción) carece de utilidad ya que se aparta de las necesidades fundamentales de la producción y la conservación. Podríamos añadir, entonces, que el adicto es, además de un enfermo y un potencial delincuente, un individuo improductivo, incapaz de generar un bien para sí y para otros.

4

El consumo de drogas, al igual que “el lujo, los duelos, las guerras, la construcción de monumentos suntuarios, los juegos, los espectáculos, las artes, la actividad sexual perversa (...), que representan actividades que, al menos en condiciones primitivas, tienen un fin en sí mismas. Por ello, es necesario reservar el nombre de gasto para estas formas improductivas” (Bataille, 1933, p.28).

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Sin embargo, la experiencia personal, dice el autor, se opone a esta concepción de inutilidad. Aun así, dirá, cuando “se prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el más lúcido ignora el porqué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar utilitariamente su conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad humana puede estar interesada (...) en pérdidas considerables, en catástrofes que provoquen, según necesidades concretas, abatimientos profundos, ataques de angustia y, en último extremo, un cierto estado orgiástico” (Bataille, 1933, p.26). Bajo esta perspectiva, el consumo de drogas sería una conducta socialmente perturbadora, en tanto no respondería a las expectativas de un logro utilitario productivo (sumándose a lo expuesto anteriormente). De esta manera, y como ya se esbozaba, no será un obstáculo señalar al consumo de drogas (así como al suicidio y al asesinato) “como si fuera una enfermedad o producto de una enfermedad” (Szasz, 1992, p.67). Al definirse como un acto inútil e involuntario en su forma extrema, se justifica el diagnóstico psicopatológico del consumo de drogas, que además representa una

pérdida

tanto

personal

(su

independencia)

como

social

(su

productividad). Podemos suponer, entonces, que a la base de prácticas como el control del consumo de drogas está la necesidad de un sistema socioeconómico por controlar cada vez con mayor fuerza la esfera privada de los seres humanos, delimitando el campo de acción y de pensamiento. La psicología y la psiquiatría han contribuido notablemente a fundar este poder sobre los “desviados”, por medio del desarrollo de clasificaciones psicopatológicas, que permiten controlar sus manifestaciones. Sin embargo, como lo señala Foucault (1964), si el médico puede aislar la locura no es porque la conozca sino porque la domina. El sentido que podemos darle a

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esta sentencia hecha por Foucault en la “Historia de la Locura en la Época Clásica”, es el de reconocer a la institucionalidad de la Salud Mental como parte de un poder disciplinario, dispuesto a trabajar el “cuerpo humano” como una máquina manipulable, educable, dócil. Si el “poder soberano” se caracterizaba por ejercer el derecho a muerte (la disposición constante de la vida de los súbditos en virtud de la muerte que el soberano puede exigir), la introducción de las “disciplinas” se sostiene, en cambio, en “un poder cuya más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente” (Foucault, 1976, p.169), y que “procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales” (p.165). Es éste un poder destinado a potenciar, administrar y ordenar las fuerzas más que a doblegarlas o destruirlas. La modalidad que asume el ejercicio de este poder sobre el cuerpo viviente, como objeto administrable, Foucault (1975) la define como una coerción ininterrumpida, que mantiene su énfasis en los procesos de la actividad más que sobre su resultado, lo que se manifiesta en una codificación precisa del tiempo, el espacio y los movimientos. A estos métodos de control operacional del cuerpo Foucault (1975) los denomina “disciplinas”, que además garantizan la sujeción constante de las fuerzas del cuerpo, imponiéndole una relación de docilidad-utilidad. Nace así “un arte del cuerpo humano, que no tiende únicamente al aumento de sus habilidades, ni tampoco a hacer más pesada su sujeción, sino a la formación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y al revés” (Foucault, 1975, p.141). Este “bio-poder”, como lo llama Foucault (1976), fue “un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción” (p.170). Lo destacable es que se reafirma o reactualiza el poder de lo político sobre lo biológico. Foucault (1976) habla de “biopolítica para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos, y convierte al poder-saber en un agente de

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transformación de la vida humana” (p.173). La anatomopolítica del cuerpo humano, por su parte, es cómo se definen los procedimientos característicos de las disciplinas: intenta aumentar las aptitudes y capacidades del cuerpo, mientras convierte esa misma energía en una relación de sujeción estricta. La

posibilidad,

entonces,

de

ejercer

estrictas

regulaciones

y

prohibiciones entorno a las drogas, y la autorizada coacción que se aplica a quien transgrede dicha norma son prácticas que se llevan a cabo sólo en la medida en que los mecanismos del poder puedan entrometerse en los procesos de la vida. Un análisis histórico podría dilucidar el recorrido normativo que desembocó en la lucha en contra de unas sustancias y en contra de quienes las utilizan, en el sentido amplio de la palabra (véase Escohotado, 1989, Historia de las Drogas). Baste decir, sin embargo, que no fue precisamente una preocupación sanitaria lo que la motivó, sino que se justificó en el hundimiento moral que el consumo de drogas significaría al grupo social. Paradójicamente, en relación a las drogas el poder disciplinario no solicitó una actitud disciplinada y responsable, que motivara a los sujetos a actuar de acuerdo a su templanza. La disciplina no se refiere sino a una obediencia de las leyes que definen qué es bueno y malo, protegiendo a los sujetos de la esclavitud a las drogas. 3. La prohibición subjetiva En rigor, las drogas no podrían ser prohibidas, puesto que no son más una amenaza que una oportunidad, considerando el concepto del pharmakon griego. Esto sugiere la posibilidad de “aceptar la propia definición del sujeto sobre lo que es una droga peligrosa y su conveniencia” (Szasz, 1992, p.67). Aunque no vamos a adentrarnos en el ya problemático concepto de pharmakon, diremos sin embargo que su división entre lo bueno y lo malo

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impone a los sujetos una moral. Pareciera ser que en relación al consumo de drogas

existe

una lucha

moral

en

contra

de la autodisciplina y

autorresponsabilidad, lucha que no se extiende a otras formas de conducta, no tan explícitamente, al menos. La prohibición de una conducta que atañe a un sujeto en relación a sí mismo es negar esa relación. La disciplina se impone y la responsabilidad se coarta. El sujeto queda dividido a merced de la fuerza del discurso experto, asimilándolo y reproduciéndolo. El considerar el consumo de drogas como algo malo en sí mismo o por entero indeseable, dificulta la consideración clínica de que lo fundamental es lo que el paciente dice, y no lo que el terapeuta piensa que el paciente debería decir. El tratamiento de drogas que pretenda realizar un trabajo psicoterapéutico (y no solo un trabajo médico de desintoxicación) debería considerar que no existe una correlación necesaria entre el hecho y lo dicho (Miller, 1987), y que “lo esencial es (…) localizar el decir del sujeto (…), la posición que aquel que enuncia toma con relación al enunciado” (p.39). Si los tratamientos de droga sólo responden al hecho de que consumir drogas es malo, en cierto modo restringen la dimensión del decir del paciente, obscureciendo su posición subjetiva y evitando un posible conflicto entre el deseo del paciente y la deseabilidad social. El consumo de drogas, claramente no escapa a los dispositivos de poder que se ejercen sobre la vida de las personas, cayendo también en la censura (prohibición), exclusión (pérdida de empleo, desconfianza social…) y degradación (enfermos). Lo significativo de todo esto, como señala Foucault (1976), es que siempre la relación entre el poder y los placeres se da de modo negativo: “el poder nada ‘puede’ sobre (...) los placeres, salvo decirles no” (Foucault, 1976, p.101). Para evitar que la población consumiera cierto tipo de drogas consideradas perniciosas para la salud, la única solución fue

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despojarla de ese derecho básico, no restringiéndolo, sino que, por el uso del poder, simplemente negándoselos. Pero esta negación sólo es posible en la medida que se entienda como el resultado de una actitud a favor de la vida.

33

CAPÍTULO 3 NUESTRA A-DICCIÓN DE LA ADICCIÓN “A decir verdad, no es fácil determinar dónde comienza el vicio y dónde termina, pues la distinción de lo normal y de lo anormal, de lo natural y de lo artificial, no podría ser un medio de prueba suficiente para los comportamientos humanos”. Pierre Vachet, Psicología del Vicio

No es extraño que, por ejemplo, las definiciones de adicto y de droga que circulan por los discursos de voces autorizadas sean tan dispares, si se tiene presente que se está tratando de definir un problema que es más bien ético, con argumentos médico-legales. Un ejemplo muy representativo es el concepto de “estupefaciente”. Aunque intentó ser definido farmacológicamente (con el fin de clasificar un grupo de drogas) “tras varias décadas de esfuerzos por lograr una definición ‘técnica’ del estupefaciente, la autoridad sanitaria internacional declaró el problema insoluble por extrafarmacológico, proponiendo clasificar las drogas en lícitas e ilícitas (concretamente, ‘por no conciliarse los datos biológicos con las necesarias medidas administrativas’)” (Escohotado, 1989a, p.21), según expuso el jefe de la división de toxicología de la OMS en 1963. Preocupante, si consideramos que sobre estas “necesarias medidas administrativas” se fundamentan los conceptos psiquiátricos y psicológicos de adicción y dependencia (con sus derivados) que aportan el supuesto saber teórico y la justificación terapéutica para intervenir no sólo en sujetos adictos, sino en la sociedad entera. No olvidemos tampoco que la entidad más importante en nuestro país relacionada al fenómeno drogas lleva en su nombre el mencionado concepto de estupefaciente. ¿Sobre qué definición de

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estupefaciente funcionará el CONACE (Consejo Nacional para el Control de Estupefacientes)? Por su parte, el DSM-IV (2002) ni siquiera hace mención al término estupefaciente. Más bien se inclina por otros conceptos. De esta manera nos encontramos con que “los trastornos relacionados con sustancias incluyen los trastornos relacionados con la ingestión de una droga de abuso (incluyendo el alcohol), los efectos secundarios de un medicamento y la exposición a tóxicos. En este manual el término sustancia puede referirse a una droga de abuso, a un medicamento o a un tóxico” (p.181). Cuándo una sustancia es una droga de abuso, un medicamento o un tóxico queda a criterio de quien quiera definirla como droga de abuso, medicamento o tóxico. Por supuesto que esta diferenciación es solo contingente y responde a la calidad legal de las sustancias: la cocaína, que alguna vez fue medicamento de seguro ahora es una droga de abuso o un tóxico. Esta diferenciación tiene el problema de expresarse en niveles lógicos distintos, que dependen de variables distintas, y que aparece como muy conveniente para ajustarse a las disposiciones legislativas relacionadas. ¿Y el alcohol? Es legal y se incluye dentro de las drogas de abuso, pero al parecer por descarte; claramente no es un tóxico, mucho menos un medicamento. ¿Qué es lo que hace al alcohol ser una droga de abuso? Seguramente una estadística que señala que mucha gente abusa del alcohol, después de todo, es de las pocas drogas que aún se pueden consumir libremente. ¿Y por qué se tuvo que explicitar su inclusión como droga de abuso? Porque al alcohol es de esas drogas que no son drogas, sino que se asocian a las drogas y por eso decimos “tratamiento de alcohol y drogas”, y separamos el alcoholismo de la drogadicción. L. Schnitmann (1995) defiende el buen uso del alcohol cuando dice que “no constituye un patrón de alcoholismo tomar un par de copas en

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algunas reuniones, en una sociedad en que ello es parte de un ritual cultural. Así, con otras drogas tampoco tenemos qué decir dentro de este modelo (...) llamado ‘uso de drogas’” (p.18). Sin embargo, después señala que “hay algunas sustancias NO PASIBLES DE USO, de las cuales la heroína es el ejemplo clásico, sin ser el único5” (p.18). Recapitulando, el alcohol es una droga de abuso, pero puede usarse bien, la cultura misma lo exige. Pero la heroína y “otras drogas” no, aunque la heroína en su momento se vendiera como calmante para la tos. Es por lo menos sugerente, entonces, que ni el alcohol ni cualquier otra droga no sean más una droga de abuso que una droga de buen-uso, y lo mismo para los medicamentos y los tóxicos. No puede ser la droga la que define su intención abusiva o curativa, es el consumidor quien lo hace. Pero el consumidor está tan sometido a las caprichosas elaboraciones conceptuales como lo es la droga. En tanto al concepto de adicto, encontramos definiciones como la de Winick, de 1957, que resalta por su neutralidad: “Un sujeto con ciertas características psicológicas determinadas, que ha elegido este modo de enfrentarse con su problemas por razones diversas, que normalmente ignora. Una de estas razones, y no la menos importante, es su incorporación a un grupo social donde el uso de la droga se practica y se valora” (citado en Escohotado, 1989b, p.377). Por otra parte, encontramos definiciones más contemporáneas, como la que plantea que: “(...) El drogadicto es un verdadero agente patógeno que, enquistado dentro de la comunidad, va contaminando al resto de sujetos predispuestos, entre los cuales practica el proselitismo (contagio psíquico) ensalzando las virtudes de la droga con el afán egoísta de convertirlos en consumidores para así

5

Destacado en el original.

36

obtener beneficio al suministrarles mercancía” (Martí-Tusquets y Murcia, 1988, p.75). Las diferencias entre una definición y otra son notables. La OMS ofrece a su vez una definición “políticamente correcta” y menos exaltada, aunque arriesga el no poder diferenciar claramente lo que es dependencia de lo que es hábito. En tanto, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales DSM IV (2002), enumera una serie de criterios para determinar la presencia o no de dependencia de sustancias:

(a) (b) (a) (b)

“Un patrón desadaptativo de consumo de la sustancia que conlleva un deterioro o malestar clínicamente significativos, expresado por tres (o más) de los ítems siguientes en algún momento de un período continuado de 12 meses: (1) tolerancia, definida por cualquiera de los siguientes ítems: una necesidad de cantidades marcadamente crecientes de la sustancia para conseguir la intoxicación o el efecto deseado el efecto de las mismas cantidades de sustancia disminuye claramente con su consumo continuado (2) abstinencia, definida por cualquiera de los siguientes ítems: el síndrome de abstinencia característico para la sustancia (...) se toma la misma sustancia (o una muy parecida) para aliviar o evitar los síntomas de abstinencia (3) la sustancia es tomada con frecuencia en cantidades mayores o durante un período más largo de lo que inicialmente se pretendía (4) existe un deseo persistente o esfuerzos infructuosos de controlar o interrumpir el consumo de la sustancia (5) se emplea mucho tiempo en actividades relacionadas con la obtención de la sustancia (...), en el consumo de la sustancia (...) o en la recuperación de los efectos de la sustancia (6) reducción de importantes actividades sociales, laborales o recreativas debido al consumo de la sustancia (7) se continúa tomando la sustancia a pesar de tener conciencia de problemas psicológicos o físicos recidivantes o persistentes, que parecen causados o exacerbados por el consumo de la sustancia (...)” (pp.186-187) La definición es muy detallada, pero imprecisa, en tanto se ajusta tanto a la legislación como a lo multidisciplinario del fenómeno. En efecto, el primer

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criterio depende de la farmacología. El segundo, se refiere a la “dependencia fisiológica” y su síndrome de abstinencia, lo que sería un criterio médico (de hecho, el criterio 2b corresponde a la particular labor del psiquiatra para recetar medicamentos). El tercer y cuarto criterio se ajustan más a la psicología, como comportamientos desviados de acuerdo a los deseos del sujeto mismo. El quinto depende de la facilidad con la que una sustancia puede adquirirse en el mercado (farmacia, hospitales, supermercado, mercado clandestino, etc.) o por producción personal; el tiempo invertido en el consumo y en la recuperación de los efectos depende de la sustancia y su influencia en la persona (toxicología). El sexto criterio señala las consecuencias para la sociedad del consumo (sociología). El séptimo, depende de la psicopatología y de la medicina. Si bien se señala que estos comportamientos deben ser desadaptativos (lo que ya introduce la relación del sujeto con su entorno), los criterios son poco específicos para señalar en qué sentido se vuelven un problema. En otras palabras, estos criterios pueden definir un problema subjetivo de la persona, un asunto médico, un problema del entorno social, un problema legal, o un “trastorno mental” como la “dependencia de sustancias”. Intentar una definición de adicto cuando no se puede hacer una distinción clara de lo que es uso, abuso, hábito, dependencia, adicción, consumo experimental, consumo problemático, entre otros, es sencillamente un intento vano. Más aun cuando estas distinciones se sacrifican por generalizaciones de tipo moral, que permiten la justificación de la intervención terapéutica. La cita a continuación de Beck, Wright, Newman y Liese (1993) en su libro “Terapia Cognitiva de las Drogodependencias” representa esta manera de interpretar el consumo de drogas:

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“No vamos a ahondar mucho en la distinción entre ambos términos (abuso y dependencia). En vez de ello, consideramos cualquier patrón de consumo de sustancias psicoactivas como problemático y que requiere de intervención, si acaba generando consecuencias adversas ya sean sociales, profesionales, legales, médicas o interpersonales, independientemente de que dicho consumidor experimente, o no, tolerancia fisiológica o síndrome de abstinencia. Es más, aunque somos cautelosos ante las visiones simplistas del tipo o todo o nada, sobre la adicción y su recuperación, y aunque reconocemos que algunos pacientes tienen más capacidad que otros para mantener un consumo controlado y un abuso moderado, somos partidarios de un programa de tratamiento que se esfuerce por conseguir la abstinencia total. De esta forma, intentamos maximizar las oportunidades del paciente de mantener un estilo de vida capaz y responsable, reduciendo el riesgo de recaída y evitando mostrar a los pacientes la falsa impresión de que consideramos una mera reducción en su consumo de droga como resultado positivo de la terapia” (pp.20-21). ¿Dónde quedan los deseos del sujeto? Puesto que de lo que aquí se trata es de lo que el terapeuta quiere y considera mejor para su atendido. Este discurso no sólo refuerza la confusión clínica ya referida. Permite que el consumidor de drogas, sea adicto, dependiente o un mero experimentador, se apropie de un discurso que le simplifica sus problemas: todo es consecuencia de la droga. Jacques A. Miller (1989) lo señala de esta forma: “la fórmula de Markos Zafiropoulos ‘El Toxicómano No Existe’, se justifica ciertamente si se designa así, el hecho de que la categoría clínica de la toxicomanía no está bien formada. Pero, no resulta menos por ello que con el nombre de toxicómano, se designa un sujeto que ha entrado en cierta relación con la droga y que consiente en definirse cada vez más, en simplificarse a sí mismo, en esta relación con la droga” (en Sinatra, Sillitti, y Tarrab, 1994, p.17). Asimismo, Le Poulichet (1987) critica el uso del término toxicómano “como si fuera natural que una categoría, aun marginal, en psicopatología o en psiquiatría, se elaborara a partir de un uso de productos por individuos” (p.42).

Si

la

categoría

psicopatológica

de

las

toxicomanías

o

drogodependencias se fundara en un uso de productos (los alcohólicos, los 39

cocainómanos, los morfinómanos, y más coloquialmente, los marihuaneros y pastabaseros), sólo podría adquirir sentido en cuanto el mismo sujeto señalado como drogadicto se identifica con ese señalamiento. De lo contrario, se corre el riesgo de emitir un juicio apresurado respecto a la subjetividad de cierto individuo, que por lo que sabemos hasta ahora, sólo consume drogas.

40

CAPÍTULO 4 MODOS DE INTERVENCIÓN: PREVENCIÓN, TRATAMIENTO Y REHABILITACIÓN En el tratamiento de drogodependencias, así también como en la prevención y rehabilitación de las mismas, intervienen el Estado con sus organismos respectivos (Ministerio del Interior, CONACE), y los profesionales de la salud mental (Psiquiatras, Psicólogos, Asistentes Sociales, Terapeutas Ocupacionales...). El Estado mantiene un discurso oficial que se actualiza a través de la promulgación y publicación de leyes (en este caso leyes relacionadas al tráfico y consumo de drogas), y que tiene directa relación con los procedimientos a seguir en caso que se requiera una intervención terapéutica (véase Título IV, párrafo 1, artículo 50, y párrafo 3, articulo 53 de la Ley 20.000). Al mismo tiempo, como miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA), Chile adscribe a las Estrategias de Control de Drogas6. De esta manera, el Consejo Nacional para el Control de Estupefacientes (CONACE) se instala como el organismo que se dedica a ejecutar las políticas públicas en torno al problema de las drogas y a prevenir el consumo y tráfico de sustancias ilícitas en el país. Por su parte, los profesionales de la Salud Mental cumplen el rol ejecutor, por así decirlo, de los lineamientos técnicos para el tratamiento de drogodependencias que se desprenden de las estrategias nacionales e internacionales para el control del tráfico y consumo de drogas. Dependiendo de si la labor de estos profesionales tiene por objetivos prevenir, tratar o rehabilitar, los usuarios variarán sus características (escolares, jóvenes, 6

En el año 1986, la Organización de Estados Americanos (OEA) creó a la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD), comisión en la cual participan, desde 1998, los 34 miembros de la OEA, como reacción a la agudización del problema de drogas ilícitas en el hemisferio occidental.

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adultos, padres, comunidades, delincuentes, etc.), manteniendo tal vez el pertenecer a una población en riesgo como única variable dependiente. Para una mayor claridad de sus conceptos relacionados es que pasaremos a una descripción y análisis de los modos de intervención que se mencionan tanto en las estrategias internacionales como en las nacionales, específicamente las referidas a la Prevención, Tratamiento y Rehabilitación de drogodependencias. 1. Prevención Respecto al problema de las drogas, pareciera haber consenso en que la prevención es una de las mejores estrategias para intervenir en la población y disminuir las posibilidades de consumo. La Estrategia Nacional Sobre Drogas 2003-2008 considera a la prevención como la principal área de intervención, y del presupuesto del CONACE, gran parte está destinada a la prevención. Esta estrategia de intervención se concibe “como un conjunto de intervenciones cuyo fin es persuadir a quienes no usan drogas de abstenerse de hacerlo y a quienes sí lo hacen a dejarlas. Cualquier uso de drogas es considerado incompatible con una buena salud y calificado de alto riesgo sanitario, social y criminal” (De Rementería, 2001, p.14). Ya que la prevención más temprana debiera ser la más eficaz, la prevención primaria en el ámbito escolar ha sido una de las intervenciones más desarrolladas. La prevención en este ámbito “debe promover estilos de vida saludables y el desarrollo de actitudes, valores y comportamientos que les permitan a los alumnos y alumnas enfrentar eficazmente los riesgos a que se ven enfrentados, autocuidarse, acrecentar su poder de decisión y comprometerse con un proyecto de vida” (CONACE, 2004b, p.4).

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CONACE reconoce que la población escolar y la laboral son dos poblaciones a las que hay que dirigir con mayor esfuerzo la acción preventiva, aprovechando las características de ambas que las hacen más receptivas. “Es necesaria la acción preventiva en todos los ámbitos y edades, privilegiando aquellos grupos y contextos donde el problema se presenta en forma más crítica. Se deben concentrar los esfuerzos en los ámbitos de la educación y del trabajo: ambos involucran a una importante población en riesgo y un grupo significativo que consume. Además, reúnen características que facilitan la implementación de programas de prevención” (CONACE, 2002, p.5). Esto supone la presencia de elementos reconocibles que llevan a cierta población (en este caso escolar y laboral) a iniciarse en el consumo de drogas. ¿Cuáles serían estos factores que definen a un sector como “riesgoso”, en contraparte de otro sector menos riesgoso? Claramente se está haciendo referencia a la etiología del consumo de drogas, un aspecto absolutamente necesario a la hora de plantear políticas de prevención. A.

La etiologización del consumo Al prevenir se hace necesario conocer causas, factores que

desencadena lo que queremos evitar. Es así como el conocimiento de la etiología de una enfermedad permite actuar sobre los primeros signos de aquella. Sin embargo, “las causas que llevan al consumo de drogas, y de allí a los daños por efecto del consumo, son inespecíficos y la ciencia no ha logrado precisar la etiología del consumo. En general se argumentan razones demográficas (...), sociales (...) y psicológicas (...). Pero todas estas situaciones son generales y las

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padecen tanto quienes consumen como quienes no consumen drogas” (De Rementería, 2001, p.52). De todas formas, la “naturaleza biopsicosocial” de las drogodependencias se utiliza no sólo para prevenir, sino para comprender el fenómeno. Un fenómeno que, según lo expuesto, se define como multifactorial, y su etiología se basa en “factores constitucionales como: la vulnerabilidad por factores genéticos (...); factores individuales tanto a nivel psicológico, molecular, etc.; por acción de características de personalidad (Cloninger), búsqueda de novedad, dependencia de recompensas, evitación del daño; factores sociales y ambientales (...)” (Seijas, 2000, p.185). Respecto a las políticas de control de drogas sus métodos de acción están acotados a la represión de la demanda y la oferta, desincentivando por medio de publicidad y sanciones penales. La prevención, en cambio, no parece estar tan bien definida. Esta dificultad la reconoce el psiquiatra R. Florenzano (1994), señalando que “a pesar de la mucha atención reciente prestada a la prevención primaria de las farmacodependencias, se ha argumentado que éstas no pueden prevenirse en forma primaria dado que no se conoce su etiología” (citado en Hopenhayn, De Rementería y Sunkel, 1999). En efecto, el consumo de drogas no siempre es un problema, es un acto más cercano al plano volitivo que contagioso, y sus causas son tan oscuras como sus motivaciones. Los factores de riesgo relacionados al uso indebido y consumo abusivo de drogas son de una gran vastedad y particularidad que dificulta pensar en una prevención primaria eficiente y significativa en ese ámbito. En ese sentido “la prevención no puede seguir siendo un conjunto de normas y acciones inespecíficas que promueven una vida sana y conductas saludables, sino medidas específicas que minimicen tanto el riesgo como el daño producido por el consumo de drogas” (De Rementería, 2001, p.25). 44

En tanto la comprensión de las drogodependencias siga siendo inespecífica, tomando elementos de la neurología, de la sociología, de la política, entre otros, la prevención seguirá siendo inespecífica, lo que la sitúa más en el orden de la promoción. B.

Modalidades de prevención El consenso que mencionábamos no se traspasa a los modos en que la

prevención se aplica, habiendo múltiples interpretaciones y prácticas de implementación. Por supuesto que si “se considera que las políticas de prevención

y

control

de

drogas

son

sectorialmente

transversales,

multidisciplinarias, y a ellas concurren actores muy diversos y con distintas racionalidades” (Hopenhayn, en Quiroga y Villatoro, 2003, p.7), surgirá el problema de cómo conciliar la interpretación que cada uno de esos actores haga de la prevención. Sin embargo, Ibán de Rementería (2001) señala dos grandes paradigmas, aunque ideológicamente opuestos. Uno de estos paradigmas se esfuerza por prevenir el consumo, es decir, su motivación es la reducción del riesgo. Es lo que De Rementería señala como una actuación ex ante. Mientras, el segundo paradigma se basa en la reducción del daño, es decir, se ajusta a una actuación ex post. “La primera reduce el problema al modelo infecto contagioso, donde de lo que se trata es de impedir que la población vulnerable o en condición de riesgo entre en contacto con ella o esté vacunada ante tal eventualidad. En cambio, la segunda propuesta que pone el problema en el campo cultural – conjunto de valores y símbolos que guían la conducta humana- reconoce la funcionalidad de las drogas en la sociedad y se propone intervenir sobre las consecuencias negativas de su abuso” (De Rementería, 2001, p.10). Sin dudas esta última opción no se ajusta al modelo de una sociedad libre de drogas. En ese sentido es que se advierte que

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“es necesario poner en claro que ni las experiencias de reducción de daños (...) ni las instituciones que las ejecutan o las promueven tienen por propósito liberar la provisión y el consumo de drogas y sustancias psicotrópicas, incumplir o soslayar los acuerdos internacionales o las normas para el control de la oferta y la demanda de esas sustancias que de aquellos convenios se derivan” (Red Chilena de Reducción del Daño, 2004). Lo interesante es que uno u otro modelo sugieren figuras muy distintas respecto de las drogodependencias y del sujeto adicto. En Chile, impera el paradigma de intervención ex ante, que reduce el problema a un modelo infecto contagioso, cuyo objetivo sería evitar que la población vulnerable entre en contacto con la droga, y si lo hace, que haya desarrollado “anticuerpos” que la protejan (De Rementería, 2001). Sin embargo, y debido a que el fenómeno de las drogas se da siempre en un mercado7, el principal modo de prevención adquirió una forma penal basada en la prohibición, y no una forma médica. La prevención de las drogas, dice I. De Rementería (2001) “tiene dos modalidades de intervención: la prevención de la oferta mediante medidas legales administrativas y penales para impedir su provisión: y la prevención de la demanda, también con medidas legales administrativas y penales para impedir su adquisición y uso” (p.14). De esta manera se asegura, por medio de leyes que involucran a toda la población, una prevención con elementos coercivos, lo que da la posibilidad de que la sanción ejemplar sea más efectiva que la entrega de información. Esto nos recuerda la discusión ya planteada respecto al poder disciplinario. “La prevención, en especial la educativa con su capacitación de docentes, las investigaciones, la consulta precoz, la capacitación de profesionales son nuestras armas para reducir el riesgo implícito en el 7

Ver Szasz (1992) “Nuestro Derecho a las Drogas”. El autor analiza la actual legislación de drogas como un atentado al derecho de propiedad y al derecho de disponer de sí mismo, derechos que en parte se sustentan en la instauración de un mercado libre.

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consumo, que debería informar pero sin coerción. Para lo cual se debe creer que la gente tiene capacidad de optar” (Míguez & Grimson, 1998, p.23). En efecto, la prevención con supuestos de amenaza no requiere de disciplina, sino de obediencia. En Chile, las leyes de drogas no favorecen que las modalidades de prevención adopten otra forma, ya que la información que se entrega no puede ir en contra de regulaciones y prohibiciones específicas, sino que debe poder justificarlas y actualizarlas. 2. Tratamiento y rehabilitación Ya hemos mostrado como el control que se ha impuesto sobre las drogas las ha definido como algo malo per se, “sin indagar sobre la subjetividad de su utilización respecto de lo que el hombre puede hacer con ella” (Buján, 2001, p.54). Es así como se considera prácticamente cualquier uso de drogas como algo indeseable, una potencial amenaza para la sociedad, la familia y para el consumidor mismo. Como lo dice el psiquiatra Thomas Szasz (1992), “de acuerdo con ello, intentar salvar a los individuos de sus propias tendencias a consumir drogas se considera una buena justificación para privarlos de la vida, la libertad, la propiedad y cualesquiera otras salvaguardias constitucionales que obstaculicen tan elevado objetivo” (p.80). La condición legal y moral entonces que recae en quienes consumen drogas, y la consideración de aquellos como una “población vulnerable”, en riesgo de abusar y hacerse dependiente a las drogas, autorizaría a diversas acciones dirigidas a impedir que continúen drogándose, y a asegurar que no se vuelva a consumir en el futuro. “La técnica es presentar y diseñar un discurso en el que la droga, presentada como flagelo social, sea objetivizada y se le impute la concreción de otros fenómenos (...) siendo la finalidad última

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su transformación en objeto de tratamiento” (Buján, 2001, p.52). En este sentido, los dispositivos terapéuticos para tratar y rehabilitar a pacientes con problemas de drogas (enfermos o delincuentes) remitirán constantemente a estas acciones dirigidas a controlar el consumo de drogas. Una evidencia inapelable dice relación con el organismo del cual emanan los lineamientos técnicos para el tratamiento de las drogodependencias para el sistema público, al menos. El CONACE, organismo al cual nos referimos, es parte del Ministerio del Interior, y no del de Salud, como la lógica bien lo intuiría. Pareciera ser que en todo sentido la preocupación sanitaria del consumo de drogas es sólo parcial. De esta manera, en los tratamientos de rehabilitación se tenderá a confundir cierto “imperativo de cura” por un “imperativo de control”8, y cierta queja del paciente con una queja social, aspecto que desarrollaremos más adelante. Señalemos, además, que según el Quinto Estudio Nacional de Drogas del año 2002 “209.799 personas (12 a 64 años) presentarían consumo problemático de drogas y, de ellos, 37.340 declaran desear tratamiento. El año 2003 fueron atendidas 11.885 personas por consumo problemático de drogas, en los 227 centros que ofertaron planes de tratamiento en convenio con CONACE, en el país” (CONACE, 2004a, p.34). Las 209.799 personas con consumo problemático de drogas corresponden al 44% del total de consumidores. Los que demandan tratamiento corresponden al 8% del total de consumidores. Y según las cifras, solo un 2,5% de consumidores problemáticos se atendieron.

8

De hecho, actualmente se está condonando el castigo por infringir la ley de drogas por el sometimiento a un proceso de rehabilitación.

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A.

El tratamiento de lo biopsicosocial Dado que, como vimos, las drogodependencias se entienden desde su

naturaleza bio-psico-social, es consistente que los tratamientos terapéuticos consideren los planos biológico, psicológico y social. De lo biológico se encarga los médicos, principalmente en lo referido a desintoxicaciones y prescripción farmacológica. Del plano psicológico se encargan los Psicólogos o Médicos con formación psicoterapéutica (Psiquiatras), quienes en palabras del CONACE (2004a), asumen la responsabilidad de la rehabilitación. Del plano

social

Ocupacionales,

se

encargan

Técnicos

en

los

Trabajadores

Rehabilitación,

y

Sociales,

Terapeutas

profesionales

afines,

trabajando en lo referido a reinserción en todos los ámbitos, redes de apoyo, e incluso manejo del tiempo libre. No es menor el gasto económico social que este esfuerzo implica, y preocupa además por el hecho de que su eficiencia alcanza a un porcentaje menor de pacientes, como ya veremos. El CONACE (2004a) plantea que cerca del 70% de los pacientes sometidos a desintoxicaciones recaen, al igual que los que fueron sometidos a algún tipo de reclusión. Un trabajo de “destete físico”, parafraseando a Le Poulichet (1987), aparece entonces como insuficiente. La conclusión a la que llega el CONACE (2004a) es “que los tratamientos más apropiados para el abuso/dependencia de drogas, son aquellos que consideran todos los ámbitos de la persona y su contexto, con intervenciones sanitarias que incluyan el uso de psicofármacos, si se requiere, e intervenciones psicosociales; tratamientos integrados en programas terapéuticos de mayor intensidad, ambulatorios o residenciales, de acuerdo a la complejidad y severidad del problema de consumo y de su compromiso biopsicosocial, junto con acciones de seguimiento continuadas, con objeto de obtener y mantener los máximos beneficios posibles” (p.47).

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La omnipotencia del problema del abuso/dependencia de drogas queda reflejado en el párrafo anterior, donde la necesidad de un tratamiento de lo biopsicosocial hace pensar en un imperativo de dejar de consumir drogas, como su principal y más importante objetivo. Ahora, como señala el CONACE (2004a) “el carácter de las intervenciones terapéuticas, entre ellas, los servicios médicos y psicosociales, las prácticas curativas tradicionales y demás servicios de rehabilitación, puede variar de un país a otro. Lejos de ser estáticas, esas intervenciones se ven afectadas por diversos factores políticos, culturales, religiosos y económicos, entre otros, que influyen en la forma en que se organizan, se ejecutan y evolucionan con el tiempo” (p.9). Es esto exactamente a lo que hemos hecho referencia anteriormente. El tratamiento de drogas parece ya no sólo influido por lo “biopsicosocial” del fenómeno tal como se lo describe, sino que además se ve afectado por factores políticos, culturales, religiosos y económicos. El sentido de esta afirmación no puede ser otro más que el de reconocer la intencionalidad y la racionalidad normativa entorno a las drogas. De otra manera, esta afirmación es absolutamente equívoca y sin sentido. B.

El motivo de consulta: la voluntad en juego Muchas veces la queja respecto al consumo de drogas no es del

paciente. Hay un entorno, ya sea familiar, laboral o judicial que reclama por la “rehabilitación” del individuo en cuestión. Lo significativo es que los consumidores de drogas, como señala Le Poulichet (1987), presentan “en el lugar de su demanda, una queja que de algún modo prolonga la queja social de que son objeto” (p.44), y de esta manera refuerzan ellos mismos el estereotipo de víctimas de un flagelo como lo es la droga. No es extraño esto

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último, si es que todos los dispositivos están dispuestos para responder sin cuestionamientos una queja como ésta, dispuestos para “acoger” y hacer sentir al individuo como un sujeto enfermo. Por lo demás, pareciera ser un rasgo común de los sujetos adictos el que no quieran someterse a tratamiento si no es por presiones externas. Como lo indica el CONACE (2004a) la mayoría de las personas que presentan consumo abusivo o dependencia a sustancias “deciden o ingresan a tratamiento como resultado de una combinación de factores de motivación interna y externa, tales como presiones familiares, laborales o judiciales” (p.46). Esas presiones, dice CONACE (2004a) “pueden incorporarse al proceso terapéutico en beneficio de la propia persona y de la sociedad” (p.46). He aquí una clara manifestación de lo que Le Poulichet (1987) mencionó como “la ley a hacerse curar”: la queja social, la presión social pareciera ser un motivo de consulta suficiente para tratar psiquiátrica y psicológicamente a un sujeto que, sin embargo, no quiere tratarse. Pero si acordamos que estas presiones pueden ser beneficiosas para el individuo en cuestión, se autoriza entonces a cualquier acción que responda a estas presiones, y el sujeto queda nuevamente fuera de la ecuación. Citamos a continuación parte de un debate titulado “Do Drugs Cause Addiction?” del año 1996, en el que se discutió acerca de la involuntariedad de los tratamientos de droga. El dr. Schottenfeld argumenta a favor, y el dr. Szasz replica brevemente: “Dr. Schottenfeld: Bien, incluso la sección involuntaria, muchas de las personas que han llegado involuntariamente en un inicio, a medida que han hecho los tipos de cambio y han sido capaces de entregarse y alejarse de las drogas están agradecidos de tal intervención. Y la experiencia que a menudo

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ellos tienen es lo que señalé en el comienzo. Las drogas los han engañado. Los han engañado en la creencia de que esa es la forma de tener placer, eso es lo que es importante, es más importante para ellos que cualquier otra cosa en sus vidas, y esa es, en parte, el engaño químico, es el modo en que las drogas trabajan en el cerebro, eso causa problemas terribles. Y cuando ellos ya no están siendo engañados, son capaces de hacer enormes cambios, y con frecuencia se sienten extremadamente agradecidos de que alguien –el gobierno, un miembro familiar, un empleado, un amigo- los haya presionado hacia el tratamiento. Dr. Szasz: Déjenme solo decir que eso me parece –y no sé si le parece a usted- muy, muy inquietantemente similar a una forzosa conversión religiosa”9 (Do Drugs.Cause Addiction, 1996, p.8) En efecto, el trabajo de convencimiento está más cercano a lo político y a lo religioso que a lo psicoterapéutico (recordemos la cita que señalaba el efecto de lo político, religioso y económico en los tratamientos). Es tal vez el mismo sentido que vemos en las palabras de Jean-Michel Oughourlian (1977) cuando dice que “el único método terapéutico que tiene posibilidades de éxito en el tratamiento de los toxicómanos actuales es la integración del joven en un centro de terapia comunitaria. Y es necesario –y esto explica los resultados tan desiguales de estas experiencias- que a la cabeza de esta comunidad se halle un leader con la personalidad lo bastante poderosa para agrupar a los toxicómanos a su alrededor y enseñarlos a hacer algo juntos –algo que no sea tomar la droga. Estamos también seguros de que los centros en que sea mayor la severidad, es decir en los que la ley y la autoridad estén más seguras de sí mismas, serán los más eficaces en el plano terapéutico” (pp. 291-292).

9

Traducción del original en ingles: “DR. SCHOTTENFELD: Well, even the involuntary section, many of the people who have come in initially involuntarily as they have made the types of changes and have been able to give up and move away from drugs are thankful for that intervention. And what they have often experienced is what I said at the outset. The drugs have fooled them. They have fooled them into thinking that this is the way they get pleasure, this is what's important, this is more important than anything else to them in their lives, and that is in part a chemical fooling, it's the way drugs work on the brain, it causes terrible problems. And when they are no longer fooled, they're able to make enormous changes and feel often extremely grateful that somebody--government, a family member, an employer, a friend--helped push them into treatment. DR. SZASZ: Let me only say that this sounds to me--and I don't know if it sounds to you--very, very eerily similar to forcible religious conversion”. (Do Drugs Cause Addiction?, 1996, p.8)

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Esto vuelve a plantear una cuestión ya esbozada anteriormente: ¿es la drogadicción una enfermedad? Puesto que de lo que aquí se trata es de juegos de voluntades. Si la adicción fuera una enfermedad médica, bastaría un médico para sanarla. Pero lo señalado hasta ahora parece acercarnos más a la idea de que el consumo de drogas involucra solo la voluntad de la persona, ya sea para continuar o terminar su consumo, ya sea para someterse o no a tratamiento. Con particular sarcasmo, Thomas Szasz (1992) advierte sobre la retórica de los tratamientos antidroga, que desvía nuestra atención del hecho de que “el usuario de drogas desea la droga de su elección, no el tratamiento que las autoridades escogen para él. Estamos inundados con historias periodísticas sobre adictos que roban para conseguir dinero y pagar sus drogas. Pero ¿quién ha oído hablar de un adicto que roba a una persona para conseguir dinero y pagarse un tratamiento contra las drogas? Quod erat demonstrandum” (p.58).

C.

El diagnóstico: la dependencia a un término Respecto a las drogas se han definido una serie de “actos”, algunos

considerados patológicos, de menor o mayor gravedad, y otros considerados como adaptativos. Las personas pueden usar drogas, consumir drogas, abusar de drogas, depender de drogas, experimentar con drogas, sanarse con drogas, recrearse con drogas, cultivar drogas, traficar o comerciar drogas, compartir drogas, etc. La enumeración parece absurda, y de nunca acabar. Sin embargo, nos recuerda que las drogas son “objetos” con las que las personas “hacen cosas”, y que para cada acción las drogas adquieren calificativos distintos: psiquiátricas, adictivas, duras o blandas, legales o ilegales, nutritivas, placenteras, de abuso, socialmente aceptadas, etc. Incluso dependiendo del sentido del término droga, podemos hablar de

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medicamentos,

fármacos,

sustancias,

drogas

y

alcohol,

tóxicos,

psicotrópicos, alucinógenos, estupefacientes, estimulantes, vicio, etc. Y como lo señala Sejías (2000), “algunos de los términos que se aplican al uso de drogas y a los usuarios tienen un estigma y un juicio valórico asociado, tanto por la sustancia (...) descrita como también por las actitudes de los observados” (p.183). Esta misma ambigüedad en el uso de los términos se aplica a la psicopatología relacionada al consumo de “sustancias psicoactivas”. Ya se trató anteriormente estas dificultades respecto al diagnóstico, por lo que baste solo agregar algunas consideraciones pendientes. Vimos que el diagnóstico para la dependencia de sustancias de acuerdo al DSM IV conllevaba algunas confusiones de criterio. Tal vez la principal dificultad es la combinación de criterios diagnósticos objetivos con otros subjetivos. Y pareciera ser que desde un diagnóstico que es inicialmente médico se van obteniendo deducciones “lógicas” que llevan a un diagnóstico psicológico: de la dependencia física a la psíquica, y de ésta a la personalidad dependiente. Dice Le Poulichet (1987): “Así ciertas derivas implícitas se consuman con demasiada facilidad: de la fármaco-dependencia a una dificultad en la relación de dependencia primaria con la madre, o también del ‘síndrome de falta’ (que surge en los primeros tiempos de una desintoxicación) a una relación ‘del toxicómano’ con la falta. Por otra parte, las perturbaciones orgánicas engendradas por el consumo de drogas, o aun el problema de las ‘sobredosis’ –que solo alcanza a un pequeño número de toxicómanos-, autorizan con demasiada frecuencia a una forma de complacencia teórica que tiende a presentar ‘la toxicomanía’ como una ilustración de la pulsión de muerte” (p.49). Es como si el campo de lo biológico se homologara con el de lo psicológico, y permitiera este tipo de deducciones. Así es que los conceptos

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de dependencia fisiológica y dependencia psicológica a las drogas son determinantes para evaluar al paciente. Ahora, hay una gran diferencia entre un diagnóstico médico y uno psicológico (a menos que consideremos un diagnóstico de la psicología como objetivo y que no depende de la persona, omitiendo el hecho de que “su evaluación es esencialmente subjetiva por cuanto sólo se sostiene del discurso del paciente” (Dor, 1991, p.17). Podríamos decir que un diagnóstico médico determina la elección del tratamiento más apropiado. Pero como lo señala Dor (1991) “desde un principio, entre un diagnóstico [del campo de la clínica psicoanalítica] y la elección del tratamiento existe una relación lógica singular; relación que no pertenece al orden de la implicación lógica, como ocurre en la clínica médica” (Dor, 1991, p.17). Y la drogadicción impone una gran dificultad para precisar a qué ámbito corresponde. Por lo tanto, ¿qué tipo de tratamiento sugiere el diagnóstico de dependencia a sustancias? D.

Objetivos de tratamiento En lo que se refiere a tratamiento de pacientes adictos, con abuso o

dependencia de drogas, no parece haber otra “motivación” más que dejar de consumir drogas. El tratamiento de las drogodependencias se entiende “como un proceso cuyo objetivo final ideal es el de la recuperación personal y social de la persona con problemas asociados al consumo de drogas, que logre cambiar a un estilo de vida incompatible con el uso de drogas” (CONACE, 2004a, p.38). Y como bien lo señala Sylvie Le Poulichet (1987), los pacientes que llegan señalando (o señalados) con problemas por consumo de drogas generalmente reclaman dos tipos de intervenciones: la internación o encierro, o una “forma de extracción” (“quiero olvidar la droga; quiero sacarme la droga de la cabeza”). De cualquier manera, es el cese del

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consumo de drogas lo que surge como la posibilidad de volver a sentirse bien. Ya sea que consulten por voluntad propia o por una queja familiar, por ejemplo, entre el paciente y el terapeuta se organiza un discurso en el que la sustancia droga adquiere cierta omnipotencia que, en palabras de Le Poulichet (1987), anula “la perspectiva de una posición de sujeto” (p.36). En efecto, el “drogodependiente” pierde parte de su subjetividad para transformarse en un objeto de tratamiento. Esto se puede abordar analizando lo que se hace con estos pacientes en función de 2 objetivos que operan dentro del panorama general del tratamiento del consumo de drogas: la desintoxicación y la abstinencia. D.1.

La desintoxicación como objetivo médico La cita a continuación corresponde a un protocolo clínico del Servicio de

Salud Metropolitano Norte (2003), para la atención de personas con problemas por consumo de drogas y/o alcohol: “la desintoxicación asistida no debe ser confundida con el tratamiento. En efecto, la primera es sólo la etapa inicial de un proceso más ambicioso y de mayor envergadura: el proceso de tratamiento” (p.4). Por supuesto, la desintoxicación permite observar un elemento esencial de los drogadictos: el síndrome de abstinencia. Una vez desintoxicados es posible entrar en tratamiento a través de esta sensación de falta que hace pensar en la posibilidad de una recaída. El tratamiento entonces pareciera condicionarse a esta constante referencia a la droga, como una amenaza y como un fracaso. Lo que parece paradójico de la desintoxicación es que se permuta por una nueva forma de intoxicación otorgada por la solicitada labor del

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psiquiatra. Desde cierto punto de vista, esto corresponde a una nueva forma de drogodependencia, como se aprecia en la opinión de Beck y cols. (1993): ”Las intervenciones farmacológicas han proporcionado datos a corto plazo muy prometedores pero, a su vez, presentan dificultades con el cumplimiento y mantenimiento de la abstinencia a largo plazo: los pacientes puede que no tomen sus antagonistas o agonistas químicos, y por tanto, corren el riesgo de recaer cuando dejan sus medicaciones” (p.16). Visto de esta manera, hablar de desintoxicación se hace un tanto ambiguo. Claramente el problema no es consumir drogas, sino consumir drogas que nos parecen despreciables. Claro que este cambio de sustancias (de “drogas” a “medicamentos”) se hace de manera controlada, quedando el paciente “sujeto” a lo que el psiquiatra determine. Y los pacientes simplemente acatan, sin tener conocimiento alguno de las drogas que les están recetando, lo que nuevamente vuelve a situarlos en una posición de irresponsabilidad, al amparo del equipo tratante. La desintoxicación y la receta de medicamentos para mantenerse “desintoxicado” se circunscribe netamente a aspectos médico-psiquiátricos, que sin duda tiene efectos en la terapia, pero que corresponden a un trabajo aparte. Corresponde a la parte “Bio” de lo Biopsicosocial. D.2.

La abstinencia como objetivo terapéutico El problema de la abstinencia Le Poulichet (1987) lo trata al preguntarse

“¿cuál es el modelo médico-psicológico que se invoca para dar sentido a esta operación (la abstinencia)?¿Y de qué índole es el corte que se viene a representar aquí?” (p.52). Más adelante señala cómo la ausencia de la droga, del farmakon, evoca una forma de mutilación, que en los pacientes cobra la figura de un “miembro fantasma” lesionado y doloroso. La queja que surge, 57

entonces, se desenvuelve en el límite de lo psíquico y lo somático. Citamos a Le Poulichet (1987) para clarificar la implicancia de lo señalado en los tratamientos de drogas: “En cuanto al problema terapéutico planteado por la abstinencia, pienso que mientras subsista una formación alucinatoria de ‘miembro fantasma’ los pacientes se limitarán casi siempre a una demanda ‘psicomédica’, por ejemplo: ‘¡Quítenme lo que anda mal dentro de mi cabeza!’ La respuesta a semejante demanda sólo podría ser de naturaleza ortopédica. En esas condiciones, la ambigüedad de la ‘cura’ en el caso de los toxicómanos cobra toda su dimensión (¡la cura psicoterapéutica como cura de desintoxicación psicológica!). Con semejante planteo, el ‘especialista’ sería requerido para tratar la psique como si fuera un órgano intoxicado” (pp.66-67). En tanto es una demanda inducida por el imperativo de la abstinencia, solo queda determinar en qué sentido esta “demanda psicomédica” beneficia la cura del paciente, y en qué sentido “el especialista” logra hacerse cargo de esa demanda. Así, surge una lógica médica que objetiviza el fenómeno y que favorece que las intervenciones psicoterapéuticas se ajusten a este modelo. Entonces, el mejor indicador de si el tratamiento está funcionando es si la persona se mantiene abstinente a consumir. Queda claro que cuando el problema es la droga, el imperativo es principalmente uno: la abstinencia. No importa quien la solicite, la abstinencia es un objetivo terapéutico que se asume por los más diversos actores, y se elaboran los más variados métodos para lograrla. No pretendemos con esto señalar que el paciente no pueda él mismo tener una queja respecto a su consumo, pero si señalar la fuerza normativa que tiene el discurso social y moral al respecto, que entiende el consumo de drogas como incompatible con un estilo de vida saludable y como un riesgo sanitario, social y criminal.

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Aunque el terapeuta refiera a la abstinencia como objetivo secundario, siendo el primario un trabajo más profundo que tome en cuenta los vínculos familiares, los estados de ánimo, dificultades personales, etc., la abstinencia seguirá siendo un elemento de control para el terapeuta, el medidor de éxito de la terapia: si el paciente se mantiene abstinente, entonces todo va bien. Una recaída se entiende como parte del proceso para lograr la abstinencia, pero es igualmente una falla del paciente que se aborda desde lo preventivo: no manejar dinero, no salir solo, no visitar amigos con los que consumía, tomar sus medicamentos, respetar las indicaciones terapéuticas, asistir a terapia. La

principal

dificultad

que

surge

al

respecto

es

el

poco

cuestionamiento de la abstinencia como objetivo del tratamiento, y que la ubica como una condición necesaria para el bienestar de la persona. Esto no quiere decir que la abstinencia como objetivo sea errado, muchas veces puede ser muy recomendable (enfermedades asociadas, peligros de muerte, etc.). Pero su casi incuestionable ubicación dentro del tratamiento sugiere al paciente (y al terapeuta) darse una explicación respecto de sus problemas que no se aparta del consumo de drogas. Y permite al paciente refugiarse en sus deseos de consumir, en su ansiedad producto de la abstinencia para no pensar en otra cosa. La droga cumple de esta manera el efecto que antes se le atribuía: si el consumo de drogas se atribuye a una forma de huida de los problemas, una vez interrumpido el consumo, pareciera ser que mantiene simbólicamente su utilidad.

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CAPÍTULO 5 FORMULACIÓN DEL PROBLEMA “Los especialistas en salud pública denuncian regularmente el ‘desastre sanitario’ del alcoholismo y el tabaquismo, pero las campañas de información no hablan del hundimiento de la moral de la nación, de la indignidad de aquellos que no respetan los deberes individuales de higiene de vida”. Gilles Lipovetsky, EL Crepúsculo del Deber

Las cajetillas de cigarros introducen un mensaje aterrador y se prohíbe la publicidad de tabaco en televisión; mientras, gigantografías publicitarias de cerveza inundan el transporte público y las carreteras; el café a media mañana es sagrado y las farmacias ya no pueden ofrecer “precios más bajos y convenientes”. Por otra parte, la marihuana, la cocaína y la pasta base siguen siendo el leitmotiv del 70% de los delincuentes aproximadamente, según algunas encuestas10. Claramente nuestra posición acerca de las drogas es dispar, tanto que tendemos a reconocer como drogas sólo un grupo reducido de sustancias: por supuesto que drogas tan inocuas como el café, el té, el mate, la aspirina, los antihistamínicos o el metilfenidato (ritalín) quedan fuera de la categoría. Estas drogas –las “drogas blandas”- no producen los problemas sociales que sí producen otras drogas –las “drogas duras”- (deserción escolar, delincuencia, desempleo), mucho menos el daño moral asociado a cierto tipo de consumidor. Esta observación es pertinente para explicitar la dificultad de precisar nuestro objeto de interés: las drogodependencias. Las diferencias evidentes en los modos de enfrentar 10

Véase un ejemplo en “Consumo de drogas en detenidos” (Hurtado, 2005) de Paz Ciudadana: “El consumo abusivo de drogas y la infracción a las leyes son dos conductas de riesgo que muy comúnmente se presentan juntas, porque hay factores primarios que inciden en la aparición de ambos, porque la presencia de una induce la aparición de la otra, y porque una vez que ambos comportamientos se manifiestan, tienden a retroalimentarse, profundizando el daño personal y social que provocan” (p.7).

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(preventiva o terapéuticamente) el consumo de alcohol, café, cocaína, antidepresivos, marihuana o tabaco dificultan la comprensión global del consumo de drogas. En esta dificultad comprensiva (indeterminación epistemológica) ha jugado un papel fundamental el prohibicionismo que se aplica a ciertas drogas, que ha determinado una clasificación arbitraria de drogas legales e ilegales, según la peligrosidad que representan, sin consideración al concepto griego de phármakon, noción que implica que una sustancia sea veneno y remedio, “no una cosa u otra, sino las dos inseparablemente” (Escohotado, 1989a, p.20). De esta manera, el consumo de drogas como la cocaína, heroína, cannabis o LSD dejó de ser sólo una preocupación sanitaria (como lo sigue siendo el tabaquismo, por ejemplo) y pasó a ser también una preocupación de orden jurídico. Y he aquí el problema que define esta investigación. Cuando hablamos de trastornos mentales (no de trastornos o enfermedades cerebrales) es innegable que esa clasificación se realiza en función de lo que consideramos normal y anormal social o culturalmente, y de ahí la posibilidad de reconocer en otros ciertas “patologías” mentales: las fobias, los trastornos obsesivos, las

depresiones,

son

un

ejemplo.

Y

esta

consideración

implica

inevitablemente un juicio subjetivo y ético (Capponi, 2003). “Sólo la cultura puede rendir cuentas de las conductas y las actitudes humanas, más aun de sus desviaciones patológicas” (De Rementería, 2001, p.12). El consumo de drogas ilegales, y el exceso de “algunas” legales es claramente una de estas anormalidades definidas socialmente; no es gratis la carga moral del término drogadicto. Casi sin importar el patrón de consumo, éste se señala por antonomasia como un problema. Ser dependiente a una

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droga es visto como un trastorno mental o de personalidad, un descontrol de los impulsos, y una predisposición a otros trastornos psicológicos. Pero este sujeto no sólo se desvía de una norma social y sanitaria, como un depresivo o un obeso, sino también se desvía de una norma jurídica (norma que sanciona casi cualquier relación con algunas drogas), lo que introduce la dificultad de conjugar un imperativo de cura, que podríamos asignarle a los dispositivos terapéuticos, con un imperativo de control, propio de los dispositivos legales. Como lo señala Le Poulichet (1987) “estas circunstancias colocan a todo clínico en un límite de su práctica y de su ética, aunque no tenga la intención de intervenir en un nivel jurídico. Es cierto que no todas las toxicomanías son ilegales, pero este marco jurídico, así como la imagen social del toxicómano, no dejan de ser determinantes para el pensamiento de una clínica de las toxicomanías” (p.46). En este sentido es que Sylvie Le Poulichet (1987) se cuestiona acerca del fenómeno de la toxicomanía como híbrido médico-legal y de la indeterminación epistemológica que genera. Como salida a esta compleja situación, organismos como el CONACE insisten en la importancia de la mirada multidimensional, multidisciplinar, multiparadigmática, multicausal y multifactorial (CONACE, 2004a) para hacer frente al multi-fenómeno del consumo de drogas. Bajo esta perspectiva se hace notar que las drogodependencias tienen una “naturaleza biopsicosocial” (p.11), siendo, por lo mismo, indeterminada. Esta multidisciplinariedad sugiere más bien cierta confusión epistemológica de la toxicomanía, que le hace perder su especificidad. Le Poulichet (1987) lo señala con acierto cuando advierte que el objeto (la toxicomanía) es con dificultad “pensado en el interior de un campo conceptual homogéneo: el sociólogo psicologiza su investigación, el jurista defiere su ley a una decisión médica, los psicoanalistas solicitan modelos comportamentalistas u operan una psicologización secundaria de los conceptos analíticos” (p.18). 62

Una reflexión algo similar plantea Foucault (1975) al analizar la justicia penal moderna. Señala que la justicia incorporaría elementos no jurídicos para evitar que la sentencia sea puramente un castigo legal. Así se disculparía al juez de tener que castigar al estar buscando, al mismo tiempo, una curación (véase Título IV, párrafo 1, artículo 50, y párrafo 3, articulo 53 de la Ley 20.000 de Drogas). “La justicia criminal no funciona hoy ni se justifica sino por esa perpetua referencia a algo distinto de sí misma, por esta incesante reinscripción en sistemas no jurídicos y ha de tender a esta recalificación por el saber” (Foucault, 1975, p.29).11 ¿Será esto lo que ocurre hoy en día con la penalización del consumo de (algunas) drogas? ¿Es el consumo de drogas una acción que por efectos de un mismo discurso se ha logrado conjuntamente penalizar y patologizar (castigo igual a rehabilitación)? O más bien, ¿resistiría la drogodependencia su carácter patológico en un escenario en el cual no exista prohibición de droga alguna? ¿Es la figura patológica del consumo de drogas independiente de su figura penal? Si bien la respuesta a estas preguntas merece una consideración aparte, plantearlas sigue siendo pertinente ya que definen la problemática de base de cualquier investigación relacionada a la drogadicción. Agreguemos que en función de las medidas penales en contra del consumo de drogas, podemos sugerir que entorno a la drogadicción se ha erigido una disciplina social que no conjuga con lo que se le exige al sujeto moderno: responsabilidad, iniciativa y autonomía (Ehrenberg, 2000). “La existencia social de una disciplina – dice Emiliano Galende (1993)- requiere entonces formularse la siguiente pregunta: ¿sobre la base de qué necesidad 11

Véase el artículo “Justicia Terapéutica: El Juez Como Agente de Cambio”, de C. Droppelmann (Abril 2007), de la Fundación Paz Ciudadana, basado en “Therapeutic Jurisprudence and Problem Solving Courts” de Bruce Winick (2003), en el cual se enfatiza “la necesidad de los jueces de manejar temas que van más allá del Derecho y que corresponden a las Ciencias Sociales y a la Psicología” (p.1)

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de la estructura social se ha constituido y opera?” (p.87). Una posible respuesta la obtenemos del psiquiatra Thomas Szasz (1992), que ve como estructura social un estado terapéutico “totalitario, que como mucho enmascara hasta ahora su tiranía como terapia” (p.203), siendo una característica fundamental del estado terapéutico “que, como principio médico y política social, impide a los adultos sanos tomar las drogas que desean, y a los adultos enfermos rechazar las drogas que no desean” (p.186). Así, no vemos en la automedicación un bien social, sino una práctica riesgosa de la cual las personas no podemos hacernos responsables, necesaria de supervisión médica-psiquiátrica12. Y por supuesto que consumir drogas ilegales está lejos de ser, al menos, una práctica de auto-medicación, sino un inmediato y condenable acto (en sentido literal) de auto-flagelación. Es así como comienzan a configurarse las realidades asociadas al “drogadicto” que, en palabras del ex ministro Insulza en la Estrategia Nacional Sobre Drogas 2003-2008, son una potencial amenaza familiar, social e institucional. “La toxicomanía, en efecto”, dice Le Poulichet (1987), “es designada como un flagelo social y constituye el objeto de una ley jurídica: he aquí una primera dificultad que será preciso ponderar” (p.19). ¿Desde que posición organizamos el saber acerca del consumo de drogas? ¿Desde qué lugar lo definimos como problema?

12

Un ejemplo del control médico sobre las drogas se expresa a continuación: “Las benzodiacepinas están siendo controladas internacionalmente a partir de 1984, con su inclusión en el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas, de 1971. En 1989 se modificó el Reglamento D.S.nº405/83, del Ministerio de Salud, con la inclusión, en la Lista IV, de tres benzodiacepinas (Flunitrazepam, Lorazepam, Triazolam). Posteriormente, el 1º de Octubre de 1993, debido al alto nivel de consumo de estas sustancias se incluyeron en dicho reglamento las restantes benzodiacepinas, disponiendo que la condición de venta de sus productos fuera bajo receta médica retenida, a partir del 1º de Abril de 1995” (CONACE, 1997, p.35).

64

III. DESCRIPCIÓN ENFOQUE METODOLÓGICO 1. Diseño de la investigación La presente investigación se basa en un diseño exploratorio-interpretativo, de carácter cualitativo. Se adoptó este enfoque, en tanto se ha decidido una aproximación a las representaciones sociales de psicólogos a partir de su discurso en torno a la drogodependencia y su práctica terapéutica. Es por ello, que se requirieron de técnicas capaces de producir o activar el habla de los sujetos a través de mediaciones que den lugar a reflexiones personales, transmisión de experiencias subjetivas, juicios y evaluaciones, consiguiendo la producción de información con la profundidad y amplitud necesarias para el posterior análisis dirigido a identificar y describir representaciones sociales. El objetivo general de la investigación es describir y analizar las representaciones sociales que los psicólogos de servicios de salud ligados a la prevención, tratamiento y rehabilitación de drogodependencias en la Región Metropolitana (RM) elaboran respecto al consumo de drogas lícitas e ilícitas, de los mismos consumidores y de los modos de intervención relacionados al consumo de drogas. Como objetivos específicos se planteó: 1. Describir y analizar los modos en que se fundamentan las intervenciones de los psicólogos relacionadas al consumo de drogas. 2. Caracterizar el rol que los psicólogos le atribuyen a las disposiciones sociales y legales respecto del consumo de drogas y de los modos de intervención Por ser esta una investigación de enfoque cualitativo se optó por la elaboración de preguntas directrices y no de hipótesis de trabajo, las cuales tienen directa correlación con los objetivos.

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1. ¿Cuáles son las representaciones sociales que psicólogos que trabajan en programas de prevención, tratamiento y rehabilitación elaboran sobre el consumo de drogas lícitas e ilícitas, de los mismos consumidores y de los modos de intervención relacionados al consumo de drogas? 2. ¿Cómo se fundamentan las intervenciones de los psicólogos relacionadas al consumo de drogas? 3. ¿Cuál es el rol que los psicólogos le atribuyen a las disposiciones sociales y legales respecto del consumo de drogas y de los modos de intervención?

2. La muestra La muestra contempla a psicólogos que trabajaban con personas con problemas asociados al consumo de drogas (consumidores, familiares, población en riesgo) de la Región Metropolitana. El muestro se hizo de manera intencionada, en base a la modalidad opinática descrita por Ruiz (2003). De esta manera, los informantes fueron seleccionados de acuerdo a la facilidad de contacto directo, su disponibilidad de tiempo y disposición para ser entrevistados. En algunos casos el contacto fue directo, en otros fue facilitado por un tercero. Aun así se tomó en consideración los años de trabajo en el área como una variable relevante para la selección de los casos. De esa manera, se seleccionaron psicólogos con al menos 1 año de experiencia en el ámbito de las drogodependencias, tanto en el ámbito de prevención como de tratamiento. Esto permitió cierto grado de seguridad de que los entrevistados tendrían conocimiento de las políticas públicas relacionadas, así como también de trabajo directo con usuarios de los programas de prevención, tratamiento

y

rehabilitación

(terapia

individual,

grupos

terapéuticos,

actividades comunitarias, investigaciones, etc.).

66

Teniendo en cuenta criterios de saturación, el corpus final quedó compuesto, entonces, de 7 casos: una psicóloga del programa Previene del CONACE, una psicóloga de una institución privada dedicada al tratamiento de drogas, una psicóloga de programas de tratamiento y rehabilitación de drogas en un Hospital, y cuatro psicólogos de distintos Consultorios de Salud Mental y Familiar (COSAM) de distintas comunas de la Región Metropolitana. De acuerdo al avance y la experiencia obtenida del trabajo en terreno es que se dio prioridad a estos últimos por la riqueza de la información, en tanto su trabajo en consultorios públicos contemplaba intervenciones en distintos ámbitos (prevención, tratamiento –terapia individual, talleres grupales y familiares-). 3. Producción de información Como técnica de producción de información se aplicó la entrevista en profundidad, dirigida a relevar el discurso y experiencia de los psicólogos ligados

al

trabajo

preventivo,

de

tratamiento

y

rehabilitación

de

drogodependencias de la RM. La entrevista en profundidad es una técnica cualitativa enmarcada en las técnicas de conversación, y se caracteriza por una estructura abierta y flexible que permite al entrevistado profundizar y abordar las temáticas planteadas por el investigador desde sus propias palabras y puntos de vista (Sierra, 1998). Esta entrevista carece de preguntas predefinidas y un ordenamiento temático rígido, pues aspira a que sea el propio entrevistado quien determine el orden y secuencia de los asuntos abordados pero propuestos por el entrevistador.

67

Por encontrarse cercana a la estructura de la conversación cotidiana, pero en un contexto controlado como es la investigación social, la entrevista en profundidad permite solicitar aclaraciones a los entrevistados en relación con el sentido de sus palabras, contribuyendo así con la riqueza informativa (contextual, intensiva y holística) que no proporcionan otras técnicas (Sierra, 1998). La aplicación correcta de la técnica supuso la planificación y concertación de encuentros con el entrevistado en contextos propicios o adecuados (es decir disponibilidad de tiempo, en un espacio de neutralidad, en un escenario libre de distracciones, etc.), el registro de la conversación y su posterior transcripción textual, estableciendo un compromiso de confidencialidad. Las entrevistas en profundidad contemplaron como ejes temáticos y de análisis: ! Visión general del consumo de drogas y la drogodependencia, así como del sujeto adicto; ! Reflexiones

e

interpretaciones:

causas;

pronósticos;

fundamentos

del

tratamiento; ! Relaciones discursivas: psicólogo-usuarios; psicólogo-oficialidad; psicólogopercepción popular. Dado el carácter cualitativo de la investigación estos ejes son sólo propuestas aproximativas, que de ninguna manera pretenden agotar a priori las posibilidades de temáticas originales. Por último, las entrevistas tuvieron una duración promedio de una hora y quince minutos, y contaron con el consentimiento informado acerca del uso para fines exclusivamente académicos, además del anonimato y la confidencialidad de datos personales.

68

4. Metodología de análisis y relevancia de la investigación Como perspectiva metodológica se utilizó el modelo del Análisis Estructural para la interpretación de datos. Es éste un método de análisis semántico y estructural del discurso, que busca “exceder el contenido manifiesto, inmediato del discurso y a liberar la estructura semántica profunda que tiene como base, el conjunto de elementos centrales y de sus interrelaciones que caracterizan este discurso” (Piret, Nizet & Bourgois, 1996, p.2). Se postula que los elementos del discurso toman sentido sólo dentro de una estructura y en sus relaciones. El método de Análisis Estructural trabaja bajo el supuesto de que “todo sujeto participa y realiza un modelo simbólico determinado. El modelo es una manifestación de sentidos culturales codificados. Lo que se expresa en un texto da cuenta de índices de reglas de selección y combinación propias al modelo, evidenciando así una estructura, (...) [con limitantes que también] constituyen sus condiciones sociales de producción.(...) El método intenta describir y construir los principios que organizan estos modelos y que tienen como referencia las representaciones a través de las cuales el actor define su medio, construye su identidad y despliega sus acciones” (Martinic, 1992, p.6). Este método de análisis fue elaborado para comprender cómo en la práctica de los sujetos se manifestaba el efecto de lo cultural. “Pero, al mismo tiempo, [el método] pretende describir la lógica propia de lo cultural, en su autonomía y funcionamiento en situaciones sociales en las cuales los sujetos despliegan sus prácticas” (Martinic, 1992, p.4). Es por lo tanto un modelo compatible al enfoque de las representaciones sociales. Como señala Piret, Nizet y Bourgois, (1996) las representaciones de los individuos

69

“se expresan en sus maneras de hablar, pero de forma no ordenada (...). El objetivo del análisis estructural es de dar al investigador herramientas y reglas que le permitan analizar el contenido del curso con el fin de construir sobre la base de este material bruto las representaciones de la persona que se ha expresado” (p.1). Denise Jodelet (1986) describe la representación social como “una manera de interpretar y de pensar nuestra realidad cotidiana, una forma de conocimiento social. (...) Lo social interviene ahí de varias maneras: a través del contexto concreto en que se sitúan los individuos y los grupos; a través de la comunicación que se establece entre ellos; a través de los marcos de aprehensión que proporciona su bagaje cultural; a través de los códigos, valores e ideologías relacionadas con las posiciones y pertenencias sociales específicas” (en Moscovici, 1986, p.473). De esta manera, cobra sentido la propuesta de analizar las representaciones sociales de psicólogos sobre el consumo de drogas tomando en cuenta, entre otros elementos, el trabajo práctico específico que realizan, además de las aprehensiones socioculturales al respecto que puedan estar interviniendo. En palabras de Claudine Herzlich (1986) “la representación no se confunde, entonces, con una pura superestructura ideológica ‘atravesando’ un sujeto social, imponiéndose a él, y se admite más bien una ‘reciprocidad de relaciones’ entre un grupo y su representación social” (en Moscovici, 1986, p.395). En ese sentido, la representación social no consiste únicamente en una “idea de una cosa” sino que consta de información, organización de esa información y un determinado tipo de acciones o prácticas asociadas (punitivas, evasivas, por ejemplo). Se justifica de esta manera un análisis que vaya más allá de lo meramente técnico y teórico de los programas de tratamiento para drogodependencias, y que dirija sus objetivos hacia las representaciones

sociales

que

se

configuran

en

la

relación

entre

70

disposiciones “oficiales” y “expertas” en esa práctica específica, y a la vez configuran ellas mismas una práctica con ciertos efectos o consecuencias en la realidad social. No hay que olvidar, de todos modos, que no hay “una” representación social de algo y que sea aislable, al modo de una figuración o imagen de contenidos concretos. Más bien “una representación ‘llama’ (...) a otras para formar un sistema simbólico más amplio, regido por un código propio” (Herzlich, en Moscovici, 1986, p.406). Algunas representaciones, entonces, servirán para distinguirse de otras, algunas se fusionarán, otras se excluirán. Lo relevante es tener en cuenta las limitaciones y alcances que esto pueda significar para la investigación y producción de resultados válidos. En ese sentido, es en el “diálogo” que pueda establecerse entre una representación y otras de donde saldrá la mayor riqueza del análisis. La utilización del Análisis Estructural facilita la posibilidad de establecer y analizar este sistema simbólico amplio, en tanto el método se fundamenta en la emergencia de un concepto y su “contrario”, en sentido estructural y de significación particular. La relevancia de realizar un análisis tal es que permitiría comprender la congruencia o correspondencia entre la representación social de los consumidores de drogas y los fundamentos de las intervenciones de los psicólogos en el área, que como se señaló anteriormente, parecieran responder más a valores socioculturales e ideológicos que a concepciones clínicas. Esta investigación pretende abrir la posibilidad de triangular sus resultados con los que se obtengan de investigaciones similares pero enfocadas en otros agentes involucrados en el diseño, implementación y

71

utilización de programas de tratamiento para drogodependencias. Esto adquiere relevancia en tanto, como señala Galende (1993) “las estructuras generatrices de la enfermedad mental funcionan en todas las culturas y sociedades, y en los distintos momentos históricos, en el mismo campo semántico en que se constituye el discurso social. Es decir que no hay una representación de la enfermedad mental, tanto en quien la padece como en quien construye saberes y prácticas sobre ella, que no esté sustentada en un orden de lenguaje y significación” (Galende, 1993, p.81). Así, las representaciones sociales asociadas al consumo de drogas deben ser consideradas dentro de un contexto sociocultural amplio, que permita aproximarse la complejidad del fenómeno. En el caso de esta investigación, el énfasis está en la manera en que el trabajo clínico moldea (y a la vez es moldeado por) las representaciones y definiciones que los psicólogos hacen de “sujetos adictos y no adictos”, así como de su propio rol y participación en los programas prevención, tratamiento y rehabilitación. 5. La situación de las investigaciones sobre drogas en Chile El estudio realizado por L. Quiroga y P. Villatoro para la CEPAL el año 2003 llamado “Tecnologías de información y comunicaciones: su impacto en la política de drogas en Chile”, señaló que el material más abundante del Centro de Documentación e Información (CDI) del Consejo Nacional para el Control de Estupefacientes (CONACE) corresponde a investigaciones cuantitativas, “en su mayoría estudios epidemiológicos sobre poblaciones nacionales, escolares, regionales o comunales, y en menor medida estudios cuantitativos sobre percepciones, actitudes y motivaciones vinculadas a las drogas (33.7%)” (Quiroga y Villatoro, 2003. p.19). En contraste, los estudios

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cualitativos, relacionados a investigaciones sobre representaciones sociales y discursos de consumidores solo representan 4.1% y las sistematizaciones de experiencias (4.4%) –entendiendo por sistematizaciones “a las prácticas de recuperación y análisis de experiencias de intervención, tanto desde el punto de vista histórico (etapas, fases, procesos) como estructural (reglas, prácticas, procedimientos, cajas de herramientas” (Quiroga y Villatoro, 2003, p.26). Sin embargo, el estudio también reflejó que un 51,1% de los encuestados (entre los que había un grupo seleccionado de expertos) manifestaba

una

preferencia

por

estudios

cualitativos

en

drogas

(representaciones sociales, análisis de discurso de consumidores). El estudio además señala que los expertos consultados califican la oferta de productos de investigación en Chile como “todavía insuficiente en cantidad, mejorable en calidad, especialmente en lo que dice relación con la elaboración de desarrollos teóricos” (Quiroga y Villatoro, 2003). Una de las causas señaladas para explicar esta falta de desarrollo, dice relación con la carencia de espacios para compartir experiencias y falta de medios de difusión de conocimiento. Es decir, habría una necesidad por crear espacios de diálogo interno, entre expertos, que permitieran compartir experiencias, información y conocimiento (Quiroga y Villatoro, 2003). También se señala como causa de este estancamiento en la generación de conocimiento a la falta de participación de las universidades en la producción de investigaciones en el tema drogas. Más importante, tal vez, es que se señale que “las universidades chilenas no han asumido el papel de generación de conocimiento crítico” (Quiroga y Villatoro, 2003, p.25), con poca iniciativa para implementar investigaciones en drogas, involucrándose sólo cuando CONACE les solicita su participación. Esto se

73

traduciría, según la opinión de los encuestados, en una falta de vínculos entre el mundo académico y práctico. Por último, se señaló también que habría una merma en las oportunidades para el desarrollo de investigaciones con una perspectiva crítica. De acuerdo a los resultados del estudio “esta dificultad es más notoria para las personas del área tratamiento que trabajan en ONG´s y universidades. Esta mirada, que tiene matices, refiere a una agenda de investigación definida desde el Estado, que obstaculiza la generación de conocimiento que no esté en función de los requerimientos de gestión del CONACE, o en una versión más radical, que no sea consonante con el paradigma de reducción de la demanda” (Quiroga y Villatoro, 2003, p.25). En efecto, no abundan las investigaciones que desarrollen una crítica “radical”

a

las

modalidades

de

intervención

social,

penal

o

terapéutica/sanitaria, siendo en general, condescendientes con las políticas públicas. De esta manera, los resultados del estudio insisten en “la relevancia de contar con más estudios cualitativos, que permitan la comprensión de las especificidades y dinámicas culturales vinculadas al problema de las drogas, y que consideren, entre otros factores, la diversidad propia de los contextos socioculturales y de las sustancias consumidas. Se sugieren como aspectos relevantes a explorar los mitos y creencias sobre las drogas, así como la profundización en los ámbitos de la infancia, juventud y marginalidad” (Quiroga y Villatoro, 2003, p.28). En consecuencia, la postura crítica de esta investigación se condice con las inquietudes manifestadas por los expertos, además de responder a la necesidad de estudios cualitativos que profundicen en los mitos y creencias

74

sobre las drogas, mitos que los expertos no tendrían por qué no compartir con la población general.

75

IV. RESULTADOS A continuación se presentan los resultados obtenidos del análisis aplicado al discurso de los psicólogos entrevistados. Para efectos de una mayor claridad del análisis, la descripción se divide en tres capítulos. En una primera parte se describirán las figuras de los consumidores y las modalidades de intervención que emergen de los discursos expertos. En esta parte la descripción se centra principalmente en el contenido del discurso, para lo cual nos apoyaremos en la exposición de citas textuales obtenidas de las entrevistas. La interpretación de los datos se posterga para el segundo capítulo, donde en un nivel más abstracto se compara la representación del adicto y su relación con las drogas y su entorno sociocultural con la representación de una figura opuesta, en el sentido del análisis estructural del discurso. En este capítulo, al igual que en el tercero, la utilización de hipótesis interpretativas adquiere mayor relevancia. El tercer capítulo presentará un análisis dinámico de las representaciones y acciones terapéuticas analizadas, como una manera de poner en juego las hipótesis planteadas anteriormente.

76

CAPÍTULO 1 1. TIPOS DE CONSUMIDORES El esquema que se presenta –basado en el modelo de estructura cruzada de Piret, Nizet y Bourgois (1996)- es un modelo descriptivo para la caracterización de tipos de consumidores de drogas, que toma en cuenta dos variables que en el discurso de los psicólogos surgieron como relevantes: tipo de consumo (abusivo/dependiente y no abusivo/dependiente) y el grado de motivación para dejar de consumir (con motivación y sin motivación). El cruce de estas variables permite conceptualizar a cuatro tipos de consumidores: el culpable, el culposo, el cacho y el social. La descripción de cada uno será pertinente para introducir luego la interpretación de la representación del adicto.

Consumidor Dependiente o con Abuso de Drogas (-)

Quiere tratamiento o dejar el Consumo (+)

Consumidor Culpable (-+)

Consumidor Cacho, Irresponsable (--)

Consumidor Culposo (++)

Consumidor Social, Recreativo (+-)

No quiere Tratamiento o dejar el consumo (-)

Consumidor sin Dependencia o Abuso de Drogas (+)

Es importante señalar que el consumo de drogas aquí se refiere indistintamente tanto al consumo de drogas legales como ilegales. Inclusive la diferenciación entre consumo problemático y no problemático no sería prudente, ya que como veremos, lo problemático no es un criterio asignable al consumo, sino al consumidor. Por su parte, la variable relacionada a la motivación por dejar de consumir considera que esa motivación tiene además

77

un correlato con la voluntariedad para asistir a tratamiento, lo que será relevante para la caracterización posterior de los tipos de intervenciones. a)

El consumidor culpable: el que entiende que está enfermo Principalmente son individuos que consumen sustancias abusivamente y/o han desarrollado una dependencia. Este tipo de consumidor se caracteriza además por ser consciente de todos los problemas que se ha generado producto de su consumo y asociado al consumo, problemas que además, por las consecuencias, generalmente involucran a otros. Por lo mismo han perdido su trabajo y no logran establecer buenas relaciones con su familia. Son individuos que están en un evidente estado de desgracia. En ese sentido, lograr ver lo que les está ocurriendo y sopesar las consecuencias los hace sentir culpables y responsables de toda su desgracia. Las siguientes citas reafirman lo señalado: “Es que va a depender de la etapa en que el sujeto llegue. O sea, si el sujeto llega y se ha dado cuenta que perdió a su señora, que lo dejaron, que perdió la pega, que los cabros chicos no lo quieren ver, no es necesario motivarlo para que se de cuenta del daño que tiene. Por el daño familiar, que lo dejaron, ya sabe que está pasando algo con la droga. Él viene decidido a, de alguna manera, cómo puedo parar esta cuestión”. (E-VI, p.35)13 “Han tenido síntomas de abstinencia. Se ponen agresivos, que han faltado al colegio, se han cortado las venas, se han querido matar, que la mamá llora todo el día, porque ve que el niño no va al colegio, que su pareja no está trabajando, le sacan cosas de la casa, que le ha hecho tira muchas cosas, que le ha pegado. Por eso, ahí como que tocan fondo. Y se dan cuenta y van, me quiero rehabilitar”. (E-I, p.157) Este sentimiento de culpa es lo que lo motiva a someterse a tratamiento para dejar de consumir. Es un individuo que ha “tocado fondo” y que es

13

E-VI, p.35 indica Entrevista nº IV, párrafo 35.

78

conciente de eso. Sin embargo, no se hace conciente de las consecuencias sino en la medida en que su familia u otras personas son capaces de mostrárselas y de hacerlo sentir que tiene que tomar una decisión. En ese sentido, se considera a su familia como un reforzador del tratamiento y con “conciencia de enfermedad”. Si bien hay consumidores que logran ver los problemas que generan, el “consumidor culpable” es además quien logra hacerse conciente de que los cambios dependen de él mismo. “(...) Entonces, claro, muchos se quieren mejorar, pero hay que empezar a trabajar el tema de que el mejorarse implica un trabajo personal, implica aceptar cosas que yo no acepto, implica darme cuenta de que yo también soy responsable, de que yo también he hecho cosas para que las cosas resulten así. Claro que a lo mejor mi familia no es la ideal, pero de alguna manera tampoco es un monstruo, o sea yo no soy la víctima completamente y desde ahí los pacientes empiezan como a tomarle sentido, cuando tú empiezas a trabajar con ellos de una manera más... que ellos se empiecen a responsabilizar más, cuando empiezan a sentir que los cambios dependen de ellos, yo creo que a ellos les hace click y empiezan como a comprometerse con el tratamiento”. (E-IV, p.29) La culpa, además, se refleja en el modo en que desean enfrentarse al tratamiento. El sentirse responsable implica no querer involucrar a la familia en el tratamiento, asumir por sí mismos la responsabilidad de rehabilitarse, y así evitar sentir más presión. Es una manera de evitar ser la carga que habían sido mientras consumían drogas. “(...) O sea, cuando ya ha habido una larga historia de consumo y tratamientos anteriores, de repente el paciente dice, el índice dice que prefiere que la gente no vaya, que sus familiares no van a ir al taller, que prefiere hacerlo solo, que se yo. E: ¿Y por qué quiere ir solo? S: Por que como ya han tenido intentos anteriores y no les ha resultado, claramente la gente... como que tiene un costo seguir ayudando. Y si se vuelven a caer por ejemplo, si vuelven a consumir, es como pucha, yo te he ayudado siempre, y tú eres él que no se pone las pilas”. (E-V, p.32-34)

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Es evidente la similitud del malestar de este tipo de consumidor con el malestar propio de un individuo con depresión: la culpa, la responsabilidad, la dependencia, el fracaso. Sin embargo, parecieran diferenciarse en cuanto a que el peso de la responsabilidad y el sentimiento de culpa es para el deprimido un elemento paralizante, inhibidor; para el adicto, en cambio, estas afecciones son las que le permitirían motivarse a realizar un cambio, serían elementos movilizadores. Paradójicamente, mientras se mantenga esta sintomatología “depresiva” el adicto se motivará a asistir a tratamiento y dejar de consumir. Es más, el tratamiento para estos paciente pareciera basarse fuertemente en la instauración de esta culpa y esta responsabilidad. b)

El consumidor culposo: el que se siente enfermo Al igual que el “consumidor culpable”, este tipo de consumidor quiere voluntariamente asistir a tratamiento por sentirse aproblemado con el consumo de drogas. Sin embargo, este paciente tiene una clara valoración positiva por parte de los psicólogos, por dos razones principalmente: no presenta dependencia ni abuso de drogas, pero además siente malestar por ese incipiente consumo. Los problemas por los que consulta no serían tan “reales” o graves como señala. En otras palabras, al no presentar dependencia ni consumo abusivo de drogas, los problemas que manifiesta tener pueden relativizarse y adjudicárseles a otra causa que no sean las drogas. “S: Hay pacientes que fuman una vez marihuana y es como uf... E: ¿Cómo se trabaja ahí, en ese caso? S: En el fondo, eh, ¿por qué es tan malo? ¿qué es lo malo de qué consuma? Casi como aliarse al impulso, más que al superyo. No, si no es malo. Usted consume porque está angustiado, ¿qué pasó ese día? Ah, bueno, estaba solo, se siente solo, siente que no hay nadie que lo cuide. No consuma tanto, consuma menos”. (E-VII, p.108-110)

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La culpa, en este caso, también se hace presente, pero anticipadamente y eso es lo valorable de este consumidor. El individuo es culposo porque el consumo mismo lo atormenta, no por las consecuencias que el consumo podría provocar. En ese sentido, él no sería culpable de nada en relación a otros. Este tipo de consumidor es el que permite a los psicólogos señalar que no es la droga el problema, sino las personas, como se aprecia en la siguiente cita. “(...) Ahí esta lo que te decía yo de que las drogas no son el problema sino la persona, porque yo me puedo fumar un cuete a la semana y sentirme pésimo y tengo un problema con eso, y quién soy yo para decirle ‘no, relájate, todo el mundo se fuma un cuete a la semana, no es un problema’. Bueno, la persona viene a consultar, ella es la aproblemada, yo tengo que ver por qué la aproblema y cómo puedo ayudarla en estricto rigor”. (E-III, p.57) De cierta manera, es posible ver en estos sujetos una manifestación de los prejuicios existentes entorno al consumo de drogas, y que algunos de los psicólogos entrevistados logran advertir. “Quitar lo terrible de la droga” serviría

para,

en

algunos

casos

(como

el

“culposo”),

lograr

un

cuestionamiento de las vivencias respecto al consumo de drogas y comprender la utilidad del consumo de manera profunda y particular, apelando a una etiología del malestar más que a las consecuencias del mismo. c)

El consumidor “cacho”: el que enferma a los demás El cruce de variables que se puede establecer entre un individuo que abusa o es dependiente a las drogas y que, sin embargo, no quiere dejar de consumir ni asistir a tratamiento, señala a un individuo irresponsable, poco confiable, manipulador y sin límites. Las características de su consumo y las

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consecuencias del mismo son similares a las del “consumidor culpable” (no trabajar, deteriorar las relaciones familiares, no estudiar). Sin embargo, la diferencia es que este “consumidor” no se hace cargo de las consecuencias de sus actos, y es un “cacho”, usando una expresión que se repitió en los discursos de los psicólogos. “(...) Si el sujeto no quiere venir, pero si la familia quiere hacerse cargo de este problema, nosotros trabajamos con la familia. Porque la familia mientras... o sea, un consumidor que se está gastando todo su sueldo en consumo, alguien tiene que darle comida, alguien tiene que lavarle la ropa, alguien tiene que tenerle una cama, y un lugar, de algún lado sacará ropa, detergente, lavadora, para lavar su ropa. O sea, alguien le está permitiendo que haga eso. Si la familia le dice ‘bueno, si usted quiere seguir viviendo aquí, tiene que pagar un arriendo, tiene que pagarme el lavado de la ropa, tiene que pagarme la comida’... y es cacho”. (E-VI, p.57) En este caso, el consumidor es un problema porque se desentiende de las consecuencias de su consumo, y su familia contraproducentemente lo sostiene en su actitud. Así es posible identificar a una familia como codependiente, como un reforzador de la enfermedad. Pero no sólo porque les sea funcional para su particular dinámica familiar, sino porque no hay conciencia de enfermedad por parte de la familia y del consumidor de drogas. “(...) Muchas veces es la familia la que se hace cargo de las consecuencias. Por ejemplo, roba y no dicen nada, pide plata por ahí, y la familia paga esa plata, le roban algo a la vecina, y ‘no, ya le vamos a devolver las cosas’, lo que haya robado, por ejemplo. Todo eso que es tapar hoyitos pequeños, que es la codependencia, permite que la persona no tenga consecuencias de su consumo. En la medida que no tiene consecuencias de su consumo, no tiene problemas, y como no tengo problemas, estoy feliz, no me pasa nada”. (E-III, p.118) Este individuo no sólo no siente malestar, además su placer es a costa de otros, manteniéndose en una posición de absoluta impunidad. En opiniones más radicales, este “consumidor” no sólo no sería conciente de su 82

enfermedad, sino que además proyecta los problemas en los otros, eludiendo así toda responsabilidad. El conflicto está en los demás, no en él. “Es como muy proyectado, en el fondo, es un problema de los otros, no es para mí. Los demás me joden, los demás no quiere que fume. Pero para él, en el momento en que consume es placentero... no hay una motivación genuina”. (E-VII, p.98) “(...) Pasa que los pacientes adictos cuesta mucho que ellos logren autoresponsabilizarse de sus actos, generalmente ellos tienden a proyectar todo, entonces la familia tiene la culpa, la sociedad tiene la culpa y ellos no logran hacerse partícipes de su tratamiento, no logran responsabilizarse de su enfermedad”. (E-IV, p.29) Por la misma ausencia de conciencia de enfermedad, aun cuando vaya a tratamiento, no estará motivado a cambiar, y solo buscará preservar su consumo. Este individuo no quiere cambiar, ni dejar el consumo. Eso se considera como un “engaño”, un “auto-boicot”, porque consumir drogas es pernicioso para su bienestar. “Mira yo creo que en los pacientes adictos, (...) yo creo que cuando los pacientes consumen no lo pasan mal, ellos pueden reconocer de alguna manera que se están embarrando la vida, que se les han pasado muchas posibilidades, entienden que es como cachos para la familia, me entiendes, pero la sensación de consumir para ellos es agradable (...), puede estar el mejor equipo médico, los mejores tratantes, pero si ellos realmente no quieren dejar de consumir, no lo van a hacer, no lo van a hacer porque es un tratamiento difícil”. (E-IV, p.27) Este tipo de consumidor se considera poco confiable. Se califica como mentiroso, tendiente a minimizar u ocultar su consumo de drogas, tanto para evitar el tratamiento como para seguir consumiendo. Esto plantea un dilema esencial, relacionado a la voluntariedad del “consultante” por tratar su problema con las drogas, y que ubica al psicólogo en una posición de constante suspicacia.

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“(...) Si, por lo general tiene que ver con el consumo el motivo de consulta, aunque digan otra cosa” (E-III, p.53) “ (...) En general los pacientes adictos son muy mentirosos, entonces uno tiene que partir de la base que ellos van a querer seguir consumiendo”. (E-IV, p.23) Es la voluntariedad para tratarse lo que falta en estos individuos, simplemente no están dispuestos a sacrificar el placer que les permite estar drogados por el costo que significa asumir responsabilidades. De cierta forma, se comportan como “niños”, tanto por la necesidad que tiene de cuidados familiares que lo protejan, como por su ignorancia respecto a los daños que él mismo se administra. “(...) La necesidad, ponte tú, de la terapia familiar. Porque generalmente la mayoría tiene que ver con que este mismo consumo les permite permanecer pegados a la familia, cachai. Terminan siendo protegidos de la familia, cuidados, y el hijo cacho que va a estar siempre con ellos”. (E-VII, p.72) La representación del consumidor como una carga para la familia, se asemeja a la figura del sentido común que asocia consumo y delincuencia, en tanto lo que prima en ambas es el sentido antisocial de la conducta, y la sensación de mantenerse impunes. Esta representación es valorada negativamente, y como veremos más adelante, según la opinión de algunos entrevistados, sirve como “chivo expiatorio”, tanto para la familia como para la sociedad. d)

El consumidor social: el potencial enfermo El “consumidor social” es tal vez la representación más cercana al sentido común, junto con la del “consumidor cacho”. Es la persona que no es

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dependiente ni abusa de las drogas, pero que consume en situaciones sociales o recreacionalmente, es decir, motivado por una finalidad clara que no interfiere en la vida normal del sujeto. Tal vez más importante que la cantidad de drogas que consuma, es el hecho de que no tiene problemas asociados a ese consumo, ya que se ajusta a lo socialmente aceptado. “(...) Ahí tu puedes ver una persona que puede pasar toda su vida fumando marihuana sin tener nunca un problema y es su vida y es su problema cachai, y no debería haber otro que le dijera cuestiónate porque a lo mejor estás haciendo algo malo, si al sujeto no le trae ningún problema o catástrofe personal, fantástico”. (E-II, p.55) “(...) Porque en estricto rigor las drogas no son los problemas, la persona es la que tiene los problemas. Porque hay muchas personas que consumen drogas y no tienen problemas de abuso o de dependencia”. (E-III, p.55) El “consumidor social” es social no sólo porque consuma preferentemente en situaciones sociales, sino también porque regula su consumo de acuerdo a las exigencias sociales. Y a diferencia del “consumidor culposo” no tiene necesidad de tratamiento ni de cuestionarse su consumo, ya que no tiene consecuencias del mismo, ni objetivas ni subjetivas. El problema es que consumir drogas siempre tendrá la connotación de una conducta de riesgo, lo que hace que la valoración de esta representación sea ambigua. “(...) Si tú te das cuenta, la marihuana, si bien es adictiva, no disfuncionaliza tanto. Hay sujetos que fuman toda su vida marihuana, sin embargo, tienen su familia, trabajan constantemente, se capacitan... luchan contra el síndrome amotivacional que genera la marihuana, pero son socialmente eficaces. Es más, andan relajados muchas veces con su señora, otra hippie, que fuman pitos, lo pasan rebien. (E-VI, p.101) Al igual que el “consumidor culposo”, esta representación del “consumidor social” permite afirmar que no son las drogas el problema. El problema es, al

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parecer, que el consumidor pierda la confianza de su entorno social, y no ser validado como “consumidor social”. “El problema de la droga no tiene que ver con la droga en sí mismo... cuando ves que se instala la adicción, que lo pone en riesgo, pero el consumo ocasional, desde mi punto de vista, hay un tema social que está validado, tendríamos que meternos con el cigarrillo, con todo lo que es una sustancia de alguna manera”. (E-VII, p.114) En este caso se observa claramente cómo es a través de la regulación social que este consumidor adquiere cierto grado de valoración positiva. Sigue siendo un sujeto responsable, que responde a las expectativas y respeta las normas.

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2. TIPOS DE INTERVENCIONES Del mismo cruce de variables con las que se caracterizó a los tipos de consumidores, es posible ahora conceptualizar cuatro tipos de intervenciones y/o tratamientos, como lo muestra el siguiente modelo: Consumidor Dependiente o con Abuso de Drogas (-)

Quiere tratamiento o dejar el Consumo (+)

Rehabilitación (-+)

Psicoeducación del daño (--)

Psicoterapia (++)

Prevención (+-)

No quiere Tratamiento o dejar el consumo (-)

Consumidor sin Dependencia o Abuso de Drogas (+)

El hecho es que para cada tipo de consumidor es posible pensar un tipo de intervención, aun en consideración de la baja o nula motivación para dejar de consumir drogas y asistir a tratamiento. Esto se relaciona con la percepción de alto riesgo hacia el consumo de drogas presente en los discursos, que sugiere la necesidad de disponer de intervenciones de tipo preventivo, educativo, comunitario, individuales, entre otros. En ese sentido, por ejemplo, si tenemos a una persona que consume drogas socialmente y no se está cuestionando la posibilidad de dejar de consumir, la intervención más apropiada será la prevención (y así con cada realidad fecundada a partir del cruce de variables). De este modo, a partir del análisis realizado es posible identificar cuatro modalidades para abordar el consumo de drogas,

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sea o no abusivo o dependiente. Estas serían: la rehabilitación, la psicoterapia, la psicoeducación del daño, y la prevención. a)

Rehabilitación Este tipo de intervención está dirigida principalmente al tipo de pacientes que llega por motivación propia y que además presenten dependencia a las drogas o consumo abusivo. El hecho de que la persona con consumo problemático de sustancias llegue a consultar por iniciativa propia, señala que ha vivido un proceso en el cual el problema se ha vuelto “muy complejo”. Eso es lo que hemos señalado anteriormente, respecto a que el sujeto que abusa o es dependiente a las drogas tiene que sufrir consecuencias para motivarse a cambiar. En ese sentido sería necesario disponer de dispositivos de rehabilitación que promuevan un cambio de vida radical. “(...) En general los pacientes que llegan aquí son pacientes que de alguna manera ya han pasado por mucho, me entiendes y generalmente ellos dicen ‘mira, yo llevo años en esto y recién ahora si quiero rehabilitarme’ lo han pasado pésimo, han perdido familia, han perdido trabajo, hay muchos que duermen en la calle, entonces hay que…nuestra función aquí es como bien comunitaria, nosotros vemos…tenemos gente durmiendo en el Hogar de Cristo, muchos de aquí salen a trabajar una vez que ya están rehabilitados”. (E-IV, p.37) La rehabilitación implica el reconocimiento por parte del paciente de que ha llevado una vida llena de errores. En ese sentido, esta intervención tiene dos finalidades claras: favorecer la abstinencia y reparar los vínculos familiares. De esa forma, se propone un trabajo a dos niveles: uno que considere concretamente el problema del consumo, y otro nivel que considere “lo otro”, es decir, todos los problemas que el consumo generó en las personas cercanas al consultante, y los problemas que él mismo evadía. 88

“Yo trabajo, siempre viendo al paciente en dos niveles: uno es la droga, y lo otro es lo otro que pasa, en estricto rigor. Entonces, porque la droga tiene técnicas bien conductuales que se aplican, algunas tienen que ver con la familia, de control monetario, las salidas, un apoyo, etc, una serie de cosas que son más bien conductuales. Y está lo otro que es más psicoterapéutico que es trabajar vínculo familiar, ver si la persona tiene otras problemáticas asociadas al consumo, producto del consumo o asociadas al consumo”. (EIII, p.55) “(...) Yo creo que tiene que ver con el... con entender la problemática del consumo más allá del tema de las drogas, cachai, entender el conjunto, o sea todas las cosas que pasan en todos los temas cercanos al tema del consumo propiamente tal, la integridad del sujeto, la integridad real del sujeto, (...) el tema del consumo puede ser más bien la solución química a otros temas, nosotros claramente tenemos que encontrarnos con esos otros temas”. (E-II, p.55) Es decir, el problema del consumo de drogas no se resuelve sólo eliminándolo. Por lo tanto, trabajar sólo con la abstinencia no es suficiente. Es necesario inducir a un cambio en el estilo de vida, tendiente a recobrar los vínculos familiares y sociales sanos, que se aparten de la posibilidad de consumir drogas. Significa rehabilitar su red de apoyo. “La mayoría van solos digamos. (...) Efectivamente cuando nosotros les planteamos que nuestro enfoque es familiar y dado que somos un programa ambulatorio necesitamos de otras personas que lo apoyen si es que tiene alguna dificultad, es como ‘no, yo lo quiero hacer sólo, si esto pasa solo por fuerza de voluntad, etc., etc.’. Entonces, las personas no tienen la visión de que la familia los puede ayudar, sino que tienen que salir solos: si ellos se metieron en el tema, ellos solos tienen que salirse. (...) Entonces como que hay que empezar a lidiar rápidamente con esas cuestiones porque... y tratar de instalar que el problema no es solo de él, y que no le afecta solo a él, también al resto de la familia”. (E-V, p.36) “De hecho se plantea el hecho de que, efectivamente, si la persona no cambia su estilo de vida, eso se va a dar [la recaída], concretamente. Porque nadie puede estar soportando, eh... solo aguantando y solo evitando, cachai.

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Entonces, eso justamente ayuda a sostener este planteamiento que le hacemos al principio, de que solo chantándose no van a lograr mucho”. (E-V, p.54) Por una parte, la motivación personal permite trabajar con la abstinencia de manera no impuesta, sino según el “deseo honesto” del consultante de dejar el consumo. Esto evitaría dedicar esfuerzos para lograr la complicidad del paciente respecto a los objetivos del tratamiento. Y aunque estos objetivos se construyen conjuntamente con el paciente, y éste pudiera señalar el deseo de hacer reducción de daño, por ejemplo, el psicólogo casi siempre mantiene el ideal de la abstinencia. Esto se da porque el tratamiento se entiende como un proceso que, independiente de la motivación del paciente, siempre será difícil y mostrará sus beneficios solo después de unos meses sin consumo. “(...) O sea, evidentemente siempre el fin, (...) en reducción del daño, en ir al ritmo del sujeto, siempre tiene como fin lograr la abstinencia. Pero muchas veces es una fantasía del terapeuta que este sujeto va a lograr la abstinencia como yo deseo que sea, o como lo propone el modelo... cuando en realidad el sujeto es un sujeto de derecho y él decide qué hace con su vida. Por eso se propone trabajar con la reducción del daño. Que ellos mismo se vayan dando cuenta de las cosas que van recuperando en la medida que van logrando procesos de abstinencia mayores”. (E-VI, p.16) Por último, la rehabilitación funciona en tanto el consultante posee conciencia de enfermedad, lo que lo hace un individuo dócil y dispuesto a los requerimientos propios del programa de tratamiento. b)

Psicoterapia Cuando la queja del consultante no tiene un correlato cierto con el consumo de drogas, se le resta relevancia a este último, relativizándolo o considerándolo como un pretexto para consultar por otros motivos. Si el 90

consumo de drogas no se aprecia tan grave como es manifestado por el consumidor (ni abusivo ni dependiente), entonces es posible intervenir psicoterapéuticamente en otros niveles, y trabajar con la culpa y el malestar que parecieran remitir a condiciones subjetivas más que objetivas, como no sería el caso del “consumidor culpable”. “De alguna manera, por un lado, la persona que está consumiendo poco y que se está haciendo harto daño... potenciar, bueno, qué otras actividades cree usted... o sea, de alguna manera, propender a los aspectos positivos que tiene el sujeto. A ver, usted me dice que consume mucho, cuénteme que está haciendo... y si hiciera estas otras cosas... en vez de ir a tomar chela, porque no va a visitar a sus familiares, o hace un ciclo de cine y arrienda películas todos los días, o sale con su familia... en realidad no puedo porque se me presentan algunos síntomas... bueno, veamos a qué se refieren los síntomas... sabe qué, me pongo ansioso... bueno, buscaremos una técnica de relajación, buscaremos un medicamento. O el estar jugando con sus niños hace que la angustia se vaya. Cómo potenciar aspectos sanos de este sujeto”. (E-VI, p.167) “(...) Hay que relativizarlo, en la forma de que no es un problema que si podría llegar a ser, pero lo que tú entiendes que se va a trabajar es por qué está consumiendo, por qué vive el consumo como algo tan descontrolado si tú evalúas que no así, y al mismo tiempo darle herramientas para manejar y entender la angustia y canalizarla de otra manera”. (E-VII, p.112) En este nivel de intervención, el psicólogo se abstiene de emitir un juicio a modo de sentencia, por ejemplo, como el imperativo de la abstinencia. El paciente, de alguna manera, no viene interferido por el consumo de drogas sino por la culpa que siente por consumir. Por lo tanto, el psicólogo se esforzará más en cuestionar e interpretar al paciente que en explicar y señalar los problemas que provoca el consumo, como lo veremos a continuación.

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c)

Psico-Educación del Daño Este nivel de intervención es tal vez el más complejo, y el que conlleva las mayores dificultades, ya que se debe lidiar con un sujeto que no asistirá por voluntad propia a tratamiento, aun cuando las consecuencias del consumo de drogas sean evidentes (las relacionadas al ámbito educacional, laboral, familiar, social). La intervención se remite en gran medida a educar al paciente, a motivarlo a cambiar, y a hacerlo conciente de su enfermedad, como se aprecia en las siguientes citas: “(...) Un sujeto precontemplativo que cree que no tiene ningún problema con el consumo, a lo mejor, hacer psicoeducación y mostrarle concretamente que les pasa a los sujetos que consumen, en su cerebro, en su hígado, en sus relaciones interpersonales, entregarle información respecto al daño que se está haciendo” (E-VI, p.29) “(...) Uno es la conciencia de enfermedad, verse como un adicto, y de ahí la motivación al tratamiento”. (E-III, p.46) Para lograr concienciar al paciente de su “enfermedad” es que se utiliza la “Psicoeducación”. Por un lado, como estrategia de intervención, la Psicoeducación permite un acercamiento poco intrusivo en un comienzo, ya que no se trabaja con la subjetividad, sino con información objetiva y general respecto a los daños que puede estar provocándose. Por otro lado, es también una manera de sensibilizar al individuo confrontándolo con una realidad que es la suya (y la de los “adictos” en general). “(...) El proceso terapéutico es para que el sujeto entienda como él también se engaña, cómo él se hace todas las zancadillas posibles para seguir consumiendo”. (E-VI, p.29) “(...) Entonces la idea un poco es trabajar también con el paciente, con la familia en todo lo que es psicoeducación de la enfermedad, adherencia a 92

tratamientos, conciencia de enfermedad, todo lo que es terapias grupales, bueno y los procesos de terapia individual también que la idea es que ellos un poco se vayan haciendo responsables de su enfermedad, que vayan teniendo conciencia de esta enfermedad”. (E-IV, p.13) La Psicoeducación pareciera ser que intenta resolver dos problemas a la vez: la baja motivación del adicto y la baja conciencia de enfermedad. Ahora bien, aunque hay cierto consenso en que la decisión de tratarse y dejar de consumir es personal, también hay consenso en que consumir drogas, para estos individuos, es un problema. La intervención, más allá de lo Psicoeducativo, asumiendo la posibilidad de tomar medidas coactivas, se justifica si alguien externo lo señala como un problema, ya que se transforma (por contigüidad) en un problema para el señalado también. “S: (...) ¿Quién eres tú para intervenir si él no quiere? E: ¿Pero si lo lleva alguien? S: Ahí problematizas, porque si lo lleva alguien ya está siendo un problema para el paciente también. Independiente que no lo vea, si lo lleva alguien es porque hay un problema... el problema de que alguien lo lleva, ya hay un problema”. (E-VII, p.126-128) Este modelo de intervención se basaría entonces en la posibilidad de evaluar por uno mismo el nivel de sufrimiento de otra persona. En ese sentido, la Psicoeducación está constantemente condicionada por el juicio externo. Un juicio que se fundamenta en el hecho de que quien no quiere dejar un consumo que se vislumbra como problemático se debe a que es un sujeto que no sabe realmente lo que hace, y por lo tanto sería necesario controlarlo. “Pero nosotros no podemos decirle a una persona tu eres alcohólico y tu nunca en la vida te vas a poder acercar a un trago, tal vez en algunos casos más riesgosos donde hayan otros temas implicados probablemente sí, pero son casos específicos”. (E-II, p.43)

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Este nivel de intervención en individuos que no quieren asistir a tratamiento también se sostiene en la concepción de la adicción como enfermedad, en parte porque el consumo de drogas provoca cambios a nivel cerebral que le impiden al sujeto tener el control de sus actos, y que lo determinan a ser drogodependiente. “(...) Si efectivamente en el cerebro se hacen transformaciones en los centros del placer por ejemplo, así súper específicamente, y eso genera, no es cierto una necesidad distinta no es cierto de estimulación del sujeto, si yo no entiendo eso en la clínica, cachai, cómo trabajo esos temas con el sujeto, o sea es imposible que lo saques del escenario”. (E-II, p.60) “Claro, pero necesitas a alguien de la familia que intervenga a nivel de sacarlo y después (...). En un principio, hasta que el paciente pierde... la droga se instala a nivel biológico... y hay una etapa en que este circuito queda activado, y va a querer consumir igual”. (E-VII, p.90) Por consecuencia, considerando el factor biológico que favorece el descontrol de impulsos, además de la falta de conciencia respecto a los riesgos, la intervención con sujetos motivados por terceros no sólo estaría justificada, sino que de alguna manera se haría deseable. Deseable no en el sentido de una valoración positiva, sino porque es la única manera de hacer responsable a un individuo que ha sobrepasado todos los límites, y que daña a otros. “(...) Porque una de las técnicas es hacer que la persona toque un poco fondo, y hacer que él se haga cargo de las consecuencias de su adicción, porque muchas veces es la familia la que se hace cargo de las consecuencias”. (E-III, p.118) Claramente los dispositivos terapéuticos buscan hacer sentir culpa, generar en el adicto la visión de que tiene un problema, que no sólo le afecta a él, sino también a su entorno, a su familia específicamente. Pero a pesar de

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la culpa que pueda sentir, el sujeto adicto no se motivará a cambiar si es que no sufre de las consecuencias de su consumo. Es, en ese sentido, un sujeto irresponsable, un “cacho”, tanto para la familia como para los terapeutas que deben educarlo y motivarlo. d)

Prevención La prevención está dirigida a todas las personas potenciales drogodependientes: los que consumen social y recreacionalmente, y niños y adolescentes

que

consumirán

por

la

necesidad

de

exploración

y

socialización. Por lo tanto, no son individuos que deseen tratamiento ni dejar de consumir. En cierto sentido, la prevención es un tipo de intervención que invita a ser responsable, a ser seguro en la toma de decisiones, a tener una vida saludable, y a compartir con la familia. “(...) Con las personas que no van a consulta, que tienen un consumo recreacional por ejemplo... con ellos si puedes hablar de responsabilidad”. (E-V, p.82) “(...)Si su niño es sumiso, o sea ‘no’ de forma clara, lo más probable que a la larga le va a afectar la presión del grupo, va a ceder a la presión del grupo. Le van a decir ‘¿quieres fumar un pito?’, va a decir que sí. Entonces cómo fortalecer mejor a nuestros hijos, como hacer que ellos sean más seguros, tengan mayor identidad y que no cedan frente a la presión del grupo, eso es lo que se les va a hablar a los papás. Y eso es un trabajo preventivo”. (E-I, p.54) “(...) La prevención, cómo tú educas desde chicos a los niños a cuidarse y a aprender a decidir, y eso tiene que ver con lo sexual, tiene que ver con las drogas, tiene que ver con otras conductas de riesgo”. (E-II, p.63) Ahora, todo eso se lograría principalmente llevando a cabo un proceso educativo, que enseñe sobre los riesgos de consumir drogas, pero no en

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función de la culpa (como es en el caso del modelo anterior), sino en función de la responsabilidad. El objetivo sería tener a personas informadas, y que ellos mismos pudieran actuar luego, preventivamente, a nivel familiar y de comunidad, generando redes de apoyo y potenciando factores protectores. “(...) En vez de tenerlos en la esquina fumando marihuana o tomando chela, como van a empezar a hacerlo, ¿por qué no estar en la cancha? Yo sé, que si voy a jugar a la pelota y voy volao no voy a tener el mismo rendimiento (...). Entonces yo mismo me empiezo a regular, si tengo compañeros que necesitan que yo esté bien para jugar con ellos, lo más probable es que eso sea algo importante que yo quiero hacer. Pero si llego con copete lo más probable es que mis fallas también perjudiquen al equipo. El grupo ya no se transforma en un gatillador del consumo, sino que en un elemento que promueva la abstinencia”. (E-VI, p.119) De hecho, una labor preventiva sólo se preocupa de que las personas estén atentas a los riesgos y puedan decidir con conocimiento de causa. Según la opinión de una psicóloga del área prevención: “(...) Hay un trabajo que es preventivo y, también hay un trabajo… ¡no es mi labor sacarlos de la droga, no es mi labor! Es una labor de la familia y de las redes de apoyo que están dentro del círculo de la familia. No es mi labor. Mi labor es dar información, o analizar casos, o fortalecerlos para que ellos tengan herramientas”. (E-I, p.52) El trabajo preventivo de alguna manera busca hacer responsables a las personas respecto del consumo de drogas. Entregar información a las personas es hacerlas conscientes tanto de las causas como de los efectos implicados en el consumo de drogas. Sin embargo, se observa cierta contradicción a la hora de evaluar la posibilidad de legalizar ciertas drogas prohibidas, como el cáñamo. Por una parte, educar a las personas para ser responsables es confiar en que utilizarán correctamente la información, y que además pueden y deben tomar decisiones autónomamente. Por otra parte, se desconfía de las personas cuando las posibilidades de consumir drogas 96

disminuyen sus trabas. Respecto a la legalización de algunas drogas, algunos entrevistados señalaron: “No, no estoy a favor de eso, porque mientras más haya, más acceso hay. Y más probable que alguien se vuelva adicto, porque la gente no tiene cultura, no tiene educación, entonces vas a darle acceso a gente que no sabe eso, mucha gente no sabe... bueno mucha gente no sabe leer, de partida, mucha gente no sabe los riesgos que corre con ciertas cosas. Entonces el tener acceso, bueno, mientras más oferta ahí va la demanda, en estricto rigor. Entonces, es muy probable que eso aumente las dependencias, porque va a haber mayor libertad de acceso a la droga. Entonces no estoy de acuerdo con eso”. (E-III, p.74) “(...) Yo creo que eso es como, es una discusión como de perros grandes, probablemente faltan procesos cachai, de maduración social”. (E-II, p.63) Por eso, tal vez, la prevención se centra más en señalar los riesgos y los daños que causan las drogas, más que a reforzar buenos hábitos de consumo. Porque recordemos, de acuerdo al discurso de los psicólogos consumir no es necesariamente un problema, pero si es siempre un gran riesgo. Si bien el trabajo educativo de la prevención intenta potenciar la toma de decisiones autónomas de los individuos, decidir consumir drogas es de todas maneras una mala elección. O en otras palabras, decidir consumir drogas es una decisión que parece determinada por conflictos que la persona buscaría evitar, o que no logra ver. “Hay que hacer un trabajo más vivencial: ¿qué te pasa a ti como persona, qué vives tú en tu familia, qué está pasando en tu familia para que tú puedas consumir esto? Porque no se trata de… o sea, si lo quieres probar, pruébalo, si quieres tomar, toma, pero que te va a pasar a ti como familia o qué está haciendo tu grupo familiar para que tú caigas en esto. Más vivencial que teórico”. (E-I, p.77)

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La descripción hecha para los tipos de consumidores y para las intervenciones indica que para la mayoría de los entrevistados, el consumir drogas representa un gran riesgo para el individuo consumidor y para su entorno. Puede amenazar a la salud, la educación, la estabilidad laboral y económica, y las relaciones familiares, todo a la vez. Esto se observa en parte en la opinión unánime de que la abolición de las medidas prohibitivas hacia algunas drogas solo podría generar más problemas de dependencia, por ser esta una sociedad poco responsable, “poco educada”, “inmadura”, y poco disciplinada a fin de cuentas. Pudimos establecer una correspondencia entre tipo de paciente e intervención, lo que en un nivel meramente descriptivo sólo nos muestra modos de proceder. También se desprende el hecho de que no todo consumo es un problema ni llega a serlo. Todos consumimos drogas en algún momento de nuestras vidas (la gran mayoría durante toda su vida), tanto niños como adultos, drogas de uno u otro tipo, legales o ilegales, en forma de medicamentos (aspirina), o de sustancia nutritiva (té), porque queremos o porque nos lo imponen. El problema del consumo de drogas, según al discurso experto, depende del contexto en que se consuma, del entorno social y de las características estructurales de personalidad de las personas, que pueden favorecer el control o predisponer al descontrol. Así como hay personas que no logran regular su consumo y generan una “dependencia”, hay quienes pueden llevar una vida normal, sin daños, asumiendo con responsabilidad (social) el consumo de drogas. La identificación de tipos de consumidores es pertinente para comenzar a establecer una distinción general entre las representaciones del adicto y del no-adicto, distinción que desarrollaremos en el siguiente capítulo.

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CAPÍTULO 2 REPRESENTACIONES DE CONSUMO Y CONSUMIDOR De acuerdo a lo señalado anteriormente, la tensión presente en el discurso de los psicólogos no se encuentra en el consumir o no consumir drogas, en ser o no un consumidor de sustancias. El hecho de que el consumo de drogas no se considere necesariamente como un problema, enriquece de antemano la comprensión de la representación del adicto, en tanto permite profundizar en sus aspectos subjetivos, y no quedarse sólo con el elemento perturbador de la droga. En ese sentido, la representación del adicto no se constituiría en oposición a un “no consumidor” (distinción suficientemente concreta y de bajo aporte comprensivo), sino que es en relación a otro consumidor que el adicto se constituiría como sujeto (u objeto) de desgracia. Señalemos además que la descripción hecha en el apartado anterior en relación a los tipos de consumidores no fue sino una manera de explicitar distintas acciones asociadas al consumo de drogas. En un nivel más interpretativo que descriptivo, estas acciones pasan a conformar modos de “ser” respecto a las drogas, como veremos cuando describamos la representación del adicto. Primero que todo, es necesario abordar la representación del consumo de drogas, que introduce un primer acercamiento a la dinámica de inclusión y exclusión que tensará constantemente a la figura del adicto. 1. La representación del consumo: regularse y ser regulado La constitución de la relación entre el consumidor adicto y el consumidor no-adicto se sostiene de la dinámica social que el consumo de drogas motiva, que puede apreciarse en el siguiente esquema:

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El Consumo de Drogas

Totalitario Vinculante a un objeto Regulado por uno mismo Desubjetivante

Parcial Vinculante a un grupo Regulado por otros Subjetivante

A pesar de que en el discurso de los psicólogos el adicto pierde sus vínculos sociales, las primeras experiencias consumiendo drogas se enmarcarían dentro de un contexto social. Por una parte está el grupo de pares, que por medio de la presión que ejerce induciría a sus miembros a consumir drogas. Por otra parte está la familia, que otorga modelos de aprendizaje en los cuales el consumo de ciertas drogas sería aceptado. Son causas que bien se pueden generalizar a todos los consumidores. En ese sentido, el consumo de drogas, se instala como la posibilidad de participar en un encuentro con otros que tiene como finalidad la socialización, donde el consumo de drogas tiene sólo una función parcial, recreacional, circunscrita a un evento específico. “Yo creo que todo el consumo en algún nivel empieza por algo lúdico, entretención, por experiencias nuevas. Nadie sabe lo que hace la droga al principio antes que la prueben. Y ahora… el para qué, al inicio, por aceptación social, grupo de pares. Es difícil que alguien que no haya consumido droga y que su grupo de pares no consuma, parta y compre droga para probarla. Es poco probable eso. Tiene que ver con un ambiente, de grupo de pares, como te digo, y de… o familiar de repente”. (E.III, p104) La funcionalidad del consumo inicial sería la de ser aceptado en un grupo, ser incluido (o evitar ser excluido), y ese vínculo se lograría a través del compartir droga. Esta es también la función del “consumo social”, en eventos sociales, por ejemplo. El consumo de drogas en un encuentro con otros, mantiene la ventaja de suscitar una regulación grupal, aun cuando el consumo pudiera ser excesivo. Pareciera ser que esta regulación no pasa

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necesariamente por la moderación del consumo, sino por mantener un vínculo con otros que circunscriba y condicione el consumo a ser una actividad grupal, en un contexto de aceptación social. Esto permitiría mantenerse funcional en otras esferas de la vida, como en lo familiar, lo laboral, lo afectivo, lo intelectual. Surge la pregunta de por qué se producirían las dependencias. Si bien los factores que influyen en el inicio del consumo son fácilmente generalizables, los que influirían en la manifestación de una dependencia a sustancias parecen ser difíciles de identificar. Por alguna razón ese consumo que en un momento se condicionaba al encuentro social, puede perder su funcionalidad vinculante a un grupo, donde la droga es solo un objeto parcial. El consumo, entonces, comienza a hacerse en solitario o apartado, se deja de compartir y es el individuo quien regula por sí mismo las condiciones del consumo. S: “Por ejemplo, hay consumos que siempre son sociales... suponte el consumo de un pito de marihuana, siempre se da en contextos sociales, son muy pocos los sujetos que fuman marihuana solos, y aún si los hay, de alguna manera obedece a ciertas características de ese sujeto. Una, el precio, o sea, si un pito me cuesta luka y lo reparto entre 4 y quedamos los 4 volados, bien. Total, el otro sacará otro pito en la tarde, tengo 4 posibilidades de fumar. Ya, y la volá me dura un buen rato. Pero si tengo una bolsa de cocaína, que cuesta 10 lukas, y me tiro 4 jaladas no más, al principio a lo mejor la reparto, pero después como la necesidad es tan rápida, a la media hora quiero de nuevo otra raya, y si la reparto no sé si alguno de los otros se va a poner. Por el costo que tiene, esa bolsa la guardo para mi nomás. Y empieza a ser más solitario”. (E-VI, p.85) La droga pierde su principal y tal vez único valor socialmente aceptado que sería precisamente el de ser un objeto de uso social. Asimismo, el consumo de drogas pierde su valor como medio para lograr la socialización, y pasa a ser solo un fin. Carecer de una motivación para consumir y aun así

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hacerlo, permite pensar en una adicción instalada. Consumir por consumir dejaría de considerar la mediación subjetiva y voluntaria entre un sujeto y su acción. A. La racionalidad del síntoma Aun así, en individuos dependientes a sustancias, si lo situamos como síntoma el consumo de drogas se constituye –de acuerdo al discurso de los psicólogos- en contraposición a la racionalidad de los síntomas neuróticos. Origen del Síntoma

Falta de límites Falta de autoridad (Padre Ausente) Falta de Cultura

Exceso de límites Exceso de autoridad (Padre presente) Incorporación de Cultura

De esta manera, el análisis del discurso muestra cómo el consumo de drogas puede ser considerado como un síntoma de la adicción, y que tendría su etiología en la falta de límites, de autoridad, de educación y de control. Algo falta en el adicto, algo de orden cultural y normativo, que lo lleva precisamente a desatender las regulaciones sociales. En ese sentido, para comprender el consumo de drogas como síntoma, es necesario considerar que el deseo de consumir ejerce una imposición ineludible para el adicto. Si el síntoma del consumo de drogas permite la evasión de exigencias sociales, permite olvidar los problemas, y genera la sensación de goce cuando debiera sentir malestar; el síntoma neurótico es todo lo contrario. Precisamente, es la imposibilidad de evadir lo que lo constituye como

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síntoma, la incapacidad para olvidar los problemas que se repiten una y otra vez, y sólo genera malestar cuando se tiene todo para sentir placer. “No lo va a dejar [el consumo], para qué lo va a dejar si es placentero. Como te digo, no es como el depresivo... eso va a ser un problema para el paciente. Acá no es un problema en sí mismo, son un problema las consecuencias del síntoma. Es como muy proyectado, en el fondo, es un problema de los otros, no es para mí. Los demás me joden, los demás no quiere que fume. Pero para él, en el momento en que consume es placentero... no hay una motivación genuina. Si no que está como muy escindido, hay una parte que quiere consumir, y hay una parte que no.” (E-VII, p.98) “S: (...)También hay que tener en cuenta en términos psicopatológicos, la adicción, y los síntomas perversos son los únicos síntomas que son egosintónicos. E: Que el sujeto no estaría dispuesto a cambiar. S: Más resistente porque es rico, y es placentero. E: Y eso tiene relación con la baja motivación al tratamiento. S: Claro, porque obviamente un paciente depresivo va a querer mejorarse, va a querer a volver a su estado de salud. Pero un paciente adicto no necesariamente, porque la droga en sí en placentera. Las consecuencias no lo son. Las drogas, en sí mismas, el síntoma, es placentero”. (E-VII, p.80-84) En ese sentido, la función del síntoma para el adicto será muy distinta que para el neurótico. Mientras que el adicto, por medio del consumo de drogas evita pensar y elude todas sus responsabilidades, el neurótico, por medio de sus síntomas, se cuestiona constantemente qué es lo que hace mal. Así, mientras el síntoma para el adicto lo lleva a sentir placer, para el neurótico significa un gran malestar, que lo motivan rápidamente a intentar cambiar. El adicto obedece a sus deseos y así puede liberar angustia; el neurótico obedece a su angustia y reprime sus deseos. El adicto es adicto y no quiere cambiar, confirmando su identidad a través del síntoma; el neurótico está neurótico y quiere cambiar, cancelando su identidad a través del síntoma.

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Función del Síntoma

Evitar pensar Liberar Angustia Sentir Placer Mantener una identidad

Cuestionar Reprimir Angustia Sentir Malestar Cancelar una identidad

Actitud del Paciente ante el Tratamiento

Desmotivado a cambiar Sin conciencia de enfermedad

Motivado a cambiar Con conciencia de enfermedad

B. La función evasiva De acuerdo al discurso de los psicólogos, la evasión como función del síntoma del adicto tendrá un mayor impacto en el individuo, porque querer evadir los problemas a través del consumo de drogas es desconocer que es el mismo consumo lo que está generando los problemas. Aquí se observa el “círculo vicioso” de la droga: estar drogado para evitar ver los problemas que provoca estar drogado. “Entonces muchas familias tampoco... porque una de las cosas que llega también es cuando hay una adicción severa y hay violencia, o múltiples robos, que la persona sea echada de la casa. No como la única alternativa, sino como la alternativa de que la persona o se va de la casa o se hace el tratamiento. (...) O te vas a rehabilitar o te vas de la casa. Y haces tu vida como quieras, en estricto rigor. Yo creo que la clave es hacer algo diferente, que en lo sistémico se llama un cambio tipo 2. No más de lo mismo, en estricto rigor. Porque en la medida que yo, claro, lo reto, por ejemplo, o sea, cuantas veces lo ha retado, o sea, ¿va a pasar algo nuevo? No va a pasar algo nuevo. Si es más de lo mismo se va a perpetuar, la conducta. En la medida que yo no hago algo diferente que quiebre un poco el esquema de la relación, no voy a lograr cambios, en estricto rigor. Eso es lo que más se 104

trabaja, hacer algo diferente, hacer un quiebre, en el ciclo circular que tiene la dependencia”. (E-III, p.118) De alguna manera, ya no es simplemente la fórmula de “el consumo por el consumo”, sino que se reconoce una motivación, pero una motivación para no hacer otra cosa. La tensión de la dependencia a las drogas se caracteriza por esta circularidad, que dificulta reconocer con claridad que empezó primero: tener problemas por consumir o consumir por tener problemas. De esta forma, el círculo vicioso de la droga es también una manera de señalar un camino sin salida, y sin entrada... en otras palabras, sin relaciones, sin vínculos; y el consumo ya no significaría relacionarse con otro u otros sujetos, sino que solo con un objeto. “E: ¿Y cómo es el inicio del consumo? S: Generalmente empiezan a la entrada de la adolescencia, generalmente aquí los pacientes empiezan a consumir jóvenes, muy jóvenes por abandono familiar, empiezan por monería y es más que nada como probando, o sea ese es como el inicio. La droga te ayuda a sentirte perteneciente en un grupo, la gente te acepta así como tú eres, con tus frustraciones, sin ser nada en la vida o siendo algo, entonces yo creo que de alguna manera una de las cosas que atrae del consumo de droga es eso, que tú perteneces, que tú no eres enjuiciado, que tú siempre que te sientes solo sales a la calle y encuentras a alguien. Después la realidad se va poniendo mucho más cruda porque ellos se van enfermando, la gente se va alejando, te vas frustrando, y las frustraciones y el sentirse solo y el sentir que eres inútil, más encima el escaso apoyo familiar, que en general los adictos, son muy pocos los que tienen buenas redes de apoyo, la mayoría no tiene redes de apoyo entonces de a poquito tú vas cavando un hoyo súper difícil de…pero en general es por eso, ellos empiezan así, por compañía”. (E-IV, p.110-111) Recapitulando: la droga como objeto de uso social permite la inclusión a un grupo, y la regulación externa del consumo. El fin del consumo no sería sentir placer, sino que sentirse perteneciente a un grupo. Si alguien contraviene esa disposición cultural y consume “egoístamente”, sólo puede deberse a que es un adicto, ya que carecería de una función racional:

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consumiría sólo porque tiene que hacerlo. De esa manera, el consumo, como un acto involuntario y sin motivación clara, puede ser comprendido bajo la “racionalidad” de un síntoma. Sin embargo, a diferencia de un síntoma neurótico que provoca malestar (al menos concientemente), el síntoma para el adicto genera placer, un placer por completo nihilista y desregulado, puro goce. ¿En qué momento entonces aparece el malestar en el adicto que lo motivaría a cambiar? Como dijimos al comienzo, el consumo de drogas permitía una vinculación particular con un grupo. De alguna manera podemos apreciar que no es el consumo de drogas lo que ese sujeto desea, sino que incluye una motivación adicional. El consumo es sólo el medio para mantener una relación con otros. Podríamos pensar que el malestar surge por el quiebre de esa vinculación, o más bien, porque logra sentir las consecuencias de esa desvinculación, consecuencias que se reflejarían en una invalidez social, en el amplio sentido de la palabra (volveremos más adelante sobre este punto). Esto nos plantea el dilema de que el adicto no siente malestar sino bajo un efecto cultural, que lo sitúa al margen de los lazos sociales, únicamente porque siente placer. ¿Es posible que el adicto no pueda sentir malestar por lo que se ha hecho a sí mismo, sino que sea necesaria la introducción de la culpa, del daño a otros y a sí mismo como otro – recordemos que el adicto no posee conciencia de enfermedad, lo que sugiere una desubjetivación completa de su cuerpo?

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2. La representación del adicto: el sujeto ideal y el sujeto adicto Ser o no sujeto, validarse o invalidarse como persona, tener o no derechos, estar incluido o excluido de la sociedad: el ser o no un adicto plantea este tipo de disyuntivas, confrontando la figura ideal de un “individuo social” con la figura de un “individuo antisocial o a-social”. El adicto, lejos de ser sólo un simple consumidor compulsivo, se perfila como un ciudadano que contraviene todas las expectativas sociales. La estructura representacional del adicto puede apreciarse en el siguiente cuadro: Tipo de Persona / Paciente

ADICTO Irresponsable, “Cacho” Improductivo Sin límites claros Sometido a su propia norma Ignorante “Niño” Liberado No confiable

NO ADICTO Responsable Productivo Con límites claros Sometido a la norma social Educado “Adulto” Reprimido Confiable

Por una parte, la antitesis del adicto es un sujeto responsable, capaz de formar una familia y trabajar. Es productivo, utiliza su dinero eficientemente para mejorar la calidad de vida de su familia, y destina tiempo para educar a sus hijos y compartir con su pareja. Es también un sujeto que tiene claros los límites de sus acciones, sometiéndose a la norma social, incorporándola como propia y compartiéndola con los demás. Es, en ese sentido, un adulto educado y confiable, ya que logra reprimir sus impulsos en pos de las expectativas que su ambiente le impone. Este es un sujeto al que no se puede cuestionar, puesto que ha sacrificado sus intereses personales por los sublimes intereses de la sociedad: es una “víctima”.

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Como contraparte a este ideal de persona surge la representación del adicto. Si la responsabilidad primaba en la descripción anterior, en el adicto es precisamente la ausencia absoluta de responsabilidades lo que lo marca como un sujeto “sin ley”. Sus límites se difuminan, es un sujeto desatado por el descontrol que le impone la necesidad de consumir drogas, y por lo tanto, responde solo a su propia norma (o más bien, a la norma de la droga: su disponibilidad, su precio, sus efectos, etc.). “En el sujeto (...) que tiene mucho consumo y él no lo ve... cómo le mostramos el daño... le muestras lo contrario, de alguna manera. Sí, usted parece alcohólico y él lo puede entender... pero... le entrego información respecto al daño que producen cada una de las drogas... a lo mejor, ’no, a mi no me pasa nada, no tengo problemas de daño, no tengo nada’... y hace cuánto tiempo que no sale con su familia, hace cuánto tiempo que su jefe lo mira como medio raro, porque a lo mejor no cumple con las metas de producción, porque llega con la caña... hace cuánto tiempo no se levanta en la mañana y dice ‘¡ah, que rico, me voy a trabajar!’. Es hacerlo consciente de las pérdidas que está teniendo... a lo mejor, no logra cuantificarla, pero cómo yo me encargo de, producto de este gran consumo, si hay cosas que están pasando que no logro ver”. (E-VI, p.167) El adicto no se hace responsable de sus actos ni de las consecuencias de aquellos; no es responsable con el consumo de drogas, y tampoco es “responsable de su enfermedad”. El adicto no es capaz de formar una familia o de mantenerla eficientemente, sino que por el contrario, se despreocupa del bienestar de sus hijos y de su pareja. Todo el dinero que es capaz de obtener lo destina a la adquisición de drogas: mientras aun pueda trabajar, lo hará sólo porque le permite costearse el consumo; si no es capaz de trabajar, entonces comienza a robar. “(...) Y de repente eso significa tiempo, si tú no consumes en pareja, por ejemplo, si consumes solo, vas a estar menos tiempo con tu… yo a veces le hago la asociación a los pacientes hombres, por lo general ves más hombres, que el consumo de drogas es como tener un amante, porque tú te

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vas de la casa para estar con ella, cierto, gastas plata y es en secreto. Y el cuarto factor que es que destruye la pareja, si lo haces aparte”. (E-III, p.64) Finalmente, se comporta como un niño ignorante y libertario, ya que no se somete a las convenciones ni a sus represiones. Desestima las expectativas que el ambiente le exige, actuando de modo impulsivo y descontrolado de acuerdo a sus deseos. Al adicto se le puede cuestionar, puesto

que

no

es

víctima

de

la

sociedad:

él

ha

sacrificado

irresponsablemente el bienestar de sus cercanos por su propio placer. “(...) La idea es que ellos un poco se vayan haciendo responsables de su enfermedad, que vayan teniendo consciencia de esta enfermedad y que después se vayan haciendo responsables, o sea que no son individuos víctimas de la sociedad”. (E-IV, p.13) De esta manera, el adicto se constituye como un individuo liberado de responsabilidades, dedicado al goce. Su contraparte es el individuo reprimido por las exigencias, dedicado al trabajo y la familia. Más que dos opciones de vida, estas figuras representan una relación particular con la estructura sociocultural, y una articulación dialéctica entre las posibilidades de inclusión y exclusión social; y bajo una perspectiva clínica representan una articulación entre las posibilidades de subjetivación y desubjetivación. Así se observa claramente cómo la dinámica del ser adicto está en constante tensión entre dos acciones: una, liberarse activamente de las exigencias impuestas típicamente a los adultos (formar una familia y trabajar), y otra, ser excluido, ser apartado de lo social pasivamente. A.

ALGUNAS CONSIDERACIONES RESPECTO AL DIAGNÓSTICO Un elemento del discurso de los psicólogos fundamental para

comprender con mayor profundidad el sentido de la representación del

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adicto, es lo referente al diagnóstico de adicción o dependencia a sustancias. Este diagnóstico, hecho a partir de indicadores objetivos de consumo de drogas y otros subjetivos relacionados a la vivencia de descontrol, es visto como un diagnóstico que no dice mucho, “es sólo un nombre” y que tampoco da indicaciones de tratamiento. Su consideración parece ser irrelevante como diferenciador de otros diagnósticos, que permitiera una especificidad descriptiva. ”Si, [el diagnóstico] no te da ninguna indicación de para dónde va el tratamiento. Es un nombre nada más”. (E-III, p.44) “Ahora eso... por mucho que esté definido eso [el diagnóstico de acuerdo al CIE10], y nosotros hagamos un diagnóstico en términos de esa nomenclatura, ese diagnóstico no te dice cómo vas a tener que operar en lo clínico. Lo que te planteo de que si la persona, su explicación tiene que ver con uno u otra, si es un mal hábito, si es un problema de dependencia, o no sé qué, eso en términos clínicos yo lo voy a aceptar. Es para tener mayor maniobrabilidad en términos terapéuticos”. (E-V, p.56) El diagnóstico de adicción parece ser muy inespecífico, y por sí solo no sería un buen indicador de cómo intervenir. Sin embargo, como vimos en el capítulo anterior, habría una correspondencia bastante clara entre el “tipo de tratamiento” y el “tipo de consumidor”. ¿Qué es lo que hace considerar este diagnóstico como inútil a la clínica? En primer lugar, nos encontramos con el hecho de que lo relevante para el tratamiento no es si el consultante tiene o no una adicción o si cumple o no con los criterios estandarizados, sino los problemas que ese consumo suscita y el grado de voluntariedad para someterse a tratamiento. No importa realmente la correspondencia del diagnóstico a los criterios por los cuales se diagnostica una dependencia a sustancias, sino la identificación y el señalamiento hecha por otras personas de un problema que puede ser una

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dependencia. En ese sentido, el consumo de drogas no es más un indicador para un diagnóstico que un motivo de consulta (sea o no justificado) y un síntoma. “(...) Pero al funcionar como un programa esto, (...) ya desde que se le da hora al paciente se le identifica con un problema de adicción. Entonces inmediatamente entra por esa vía. Uno al presentarse dice que trabaja en este programa, cuáles son los objetivos que se van a tratar acá, va ligado que viene por eso. Entonces es fácil… hay que ver cuánto, desde cuando, qué te pasa… no sé, eso”. (E-III, p.53) En este sentido, el adicto (como categoría diagnóstica relevante para el tratamiento) no sería necesariamente el que más consume –si bien es un criterio objetivo para el diagnóstico de adicción, no es suficiente. El adicto propiamente tal es el que más ha perdido en los ámbitos social y valórico, y el menos conciente de su “enfermedad” y, por lo tanto, el que más evade el malestar y goza impunemente, sin culpa. No es entonces el diagnóstico lo que dará las indicaciones del tratamiento, sino el rechazo que logre provocar el adicto en su entorno y que autoriza a intervenir. En segundo lugar, el diagnóstico de drogodependencia, adicción, alcoholismo, etc., se instala como un enjuiciamiento de índole moral que no aporta al proceso de mejora del paciente, sino que solo favorece al estigma. Esto ocurre porque la adicción pertenece al orden del “ser”, y no del “estar” o “tener”. El sujeto es adicto (ser total), no está adicto, a diferencia de otro sujeto que está deprimido (estar parcial), y no es deprimido. En ese sentido, el diagnóstico sería una forma de señalar que para el “Ser Adicto” el consumo de drogas lo es todo, su única motivación esta puesta en aquello, su vida se organiza en función de la droga. El discurso se sostiene en que el adicto se vincula únicamente con el objeto droga, perdiendo así su posición

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subjetiva respecto a otros. Su definición de sujeto queda indisolublemente ligado a la droga. “(...) Ellos tienen un estigma social muy fuerte de ellos mismos, o sea ellos supuestamente, por ejemplo si tu vas, un adicto va a pedir trabajo en muchas partes se les va a cerrar la puerta porque los adictos son adictos siempre y van a crear conflictos, lo cual es verdad y la gente lo ve, entonces también ellos que empiecen a validarse en sus cosas positivas”. (E-IV, p.15) “Una decisión personal también, sí, porque si el día de mañana una persona decide que es alcohólica nosotros no somos quién para decirle usted lo va a ser de por vida, más bien si podemos decirle, o sea date cuenta y cuestionémonos en conjunto cuáles son tus capacidades para cuidarte, para manejar este tema y cuáles son tus partes más deficitarias y que te van a complicar la vida respecto de este tema, pero al final la decisión es del sujeto”. (E-II, p.42) “Si hay una identidad frágil, y te dicen, mira, tú eres musulmán, eres musulmán porque eres parte de algo que te da cierta tranquilidad ser. Que te digan que eres adicto, que eres no sé que, es bueno. Por último, algo eres, ante el no ser nada, ser adicto es algo que te permite ser. Ir en contra de esta etiquetación es fundamental. Lo tiene que sacar de la cabeza la idea de que es adicto y de que va a ser adicto para siempre. No! Está consumiendo adictivamente, es un problema pero porque le faltan cosas, y usted va a dejar de consumir si quiere... a pesar de que teóricamente puedas pensar de que porque hay una adicción hay aspectos dependientes de personalidad, entonces es probable que se haga adicto de la señora. Pero para el paciente, terapéuticamente no puede estar la idea, y es iatrogénico, tildarlo de que usted es adicto y va a serlo para siempre. Técnicamente le estas diciendo váyase para su casa, porque no hay nada que hacer”. (E-VII, p.128) El psicólogo, en ese sentido, desestimaría el diagnóstico porque de esa manera no enjuicia a un sujeto por lo que es, o por lo que un sujeto decidió ser, evitando así caer en moralismos. Sin embargo, el psicólogo enjuicia por lo que ese sujeto no es, o por lo que ha dejado de ser. El diagnóstico claramente pierde su valor cuando su descripción se entiende desde su negativo: ser adicto es no ser otra cosa. El adicto es representado

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como un individuo al que le falta algo: educación, afecto, responsabilidad, límites, trabajo, dinero, vínculos; solo se queda con las ansias de drogarse. De esa manera, no se necesitaría de un diagnóstico psicopatológico de la dependencia a sustancias, ya que el tratamiento de drogas no está dispuesto para responder al estado de dependencia, sino a promover un nuevo estado. “Antes estaba todo acá, la droga me lo daba todo, pero me doy cuenta de que acá también obtengo cosas, mis cabros chicos me quieren, mi familia también, me siento mejor conmigo mismo... y acá está solamente el deseo de consumir. Pero acá está todo lo demás, la salud, la familia, el trabajo, la plata. Y después ya empiezo a agarrar vuelo para este otro lado”. (E-VI, p.141) Quien consume drogas y no tiene problemas se debe principalmente a que puede ser alguien validado por otros, validado por lo que es: buen padre, trabajador, buen hijo... Su relación con la droga es solo parcial. Por el contrario, el adicto es un sujeto socialmente invalidado (por lo que es) e inválido (por lo que dejó de ser). En tanto pueda invalidarse como sujeto, puede invalidarse en cuanto a sus deseos, y será posible disponer de un tratamiento que no sea voluntario o que acoja la queja de otras personas. Y el adicto tampoco podrá ser otra cosa que ser adicto, en tanto siga siendo un inválido social, incapacitado por él mismo para hacer algo por lo que sea reconocido.

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CAPÍTULO 3 DESVINCULACIÓN Y ACCIÓN TERAPÉUTICA La estructuración del discurso de los psicólogos bien puede representarse, en última instancia, a partir de dos dinámicas que sugieren una coherencia entre la acción social frente al adicto y la acción terapéutica que la continúa. Estas dinámicas surgen a partir de dos estructuras fundamentales en el discurso de los psicólogos, que se representan en los siguientes esquemas: Relación con la Sociedad

Apartado de la Sociedad Cuestionado Desestima las expectativas Culpable Desvinculado Mal Visto

Integrado a la Sociedad No Cuestionado Responde a las expectativas Víctima Vinculado Bien Visto

Acciones Terapéuticas

Educar, hacer comprender Dar Información Restringir Enjuiciar Culpabilizar Coactar con la familia

No educar, comprender Buscar información Habilitar Abstenerse No culpabilizar No imponer

Estas estructuras estáticas adquieren mayor valor interpretativo si se organizan dinámicamente a partir del modelo de actuantes complementarios de Piret, Nizet y Bourgois (1996) en el cual se pone en juego, entre otras cosas, el sentido de la acción que puede derivarse de las representaciones

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de los psicólogos. De esta manera, obtenemos dos modelos de análisis que describiremos a continuación.

ESQUEMA 1. El Consumo de drogas Adicto Placer, evasión de responsabilidades Desvincular

Mostrar las consecuencias, invalidar

Vincular

Mostrar los beneficios, validar

La Sociedad

Malestar La Represión

No Adicto

El esquema 1 muestra el dilema fundamental en el que está inserto el consumo de drogas. La sociedad desvincula a quien consume drogas por placer y para eludir responsabilidades, alejándose de él, marginándolo, señalándolo como enfermo, disolviendo sus lazos sociales, etc. A su vez, quien consume drogas por placer y para eludir responsabilidades también estaría favoreciendo esta desvinculación; en cierto sentido la desearía. Ahora, el objetivo de la sociedad sería que el adicto tuviera consecuencias negativas por su consumo; la evidencia es que mientras el adicto no deje de ser adicto se lo mantendrá apartado. Estas acciones, como muestra el esquema, van dirigidas al adicto, lo que indica cierta circularidad en el

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discurso de los psicólogos que dificulta comprender qué acción induce a otra: ¿es el consumo lo que induce a la desvinculación, o viceversa? Por una parte, la sociedad fundamentaría la posibilidad de incluir o excluir a sus miembros a través de valoraciones culturales de ciertas conductas. Así, el consumo de drogas que solo pretenda la consecución de placer tenderá fuertemente a valorarse negativamente y servirá de aliciente para considerar ese objetivo como una evasión de las responsabilidades, y una desavenencia con las regulaciones sociales. Las leyes que definen qué tipo de drogas es permitido consumir y cuáles no, por supuesto que favorecen la valoración negativa de cierto consumo de drogas, aun cuando no represente necesariamente un problema. Sin embargo, del discurso de los psicólogos se sostiene que, a pesar de la relevancia de las disposiciones legales que afectan a las drogas para comprender el fenómeno en general, en la clínica de las drogodependencias eso parece ser irrelevante. Es con el malestar del sujeto con lo que se trabaja, no con preconcepciones culturales o legales. Al parecer, no habría ninguna incidencia de estas disposiciones en la comprensión del malestar de un adicto. Aun así, la función de los otros para mostrarle a un sujeto su adicción es crucial, y aquí entra en juego lo que es

socialmente

aceptado

y

lo

que

no

(que

no

tiene

necesaria

correspondencia con lo legalmente aceptado, aunque como veremos, sí comparten el mismo fin). Por una parte, si nadie es capaz de enterarse de la adicción de un individuo, ya sea a través de los efectos que conlleva o de observar la conducta misma, a ese individuo se le facilitaría mantener una vida “normal”. Los demás no se relacionarían con un Adicto, sino con otro Sujeto. En estricto rigor, un individuo que consuma adictivamente pero que no despreocupe sus labores sociales no consume para evadir ni por placer; sus

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motivaciones habría que buscarlas por otra parte. En rigor, éste individuo debiera conformar una quinta categoría de consumidor, algo así como un “adicto social”. Sin embargo, no es un adicto para los demás y no tiene problemas asociados, por lo que se puede considerar dentro de la categoría de “consumidor social”. “S: Yo creo que para que uno pueda definir si una persona es adicta es porque ese otro logra percibir cierto deterioro en los funcionamientos de esa persona… E: Para ser adicto basta con que hayan consecuencias visibles… S: En los otros sí…a ver, no sé...para que otro diga que yo soy adicto yo tengo que tener ciertos comportamientos que el otro se de cuenta que a mí me están perjudicando, ahora, tu puedes ser una persona que trabaja todo el día, que no tomas, pero llegas a tu casa y no puedes estar sin tomar, me entiendes? Si nadie me ve nadie va a saber que yo soy adicto y yo puedo funcionar bien en todas partes, me entiendes, pero si yo no puedo dejar de tomar, yo si soy adicta, ahora, otra cosa es que yo lo haga consciente, me entiendes, al final los otros te diagnostican por tu comportamiento… E. ¿O sea no siempre la adicción va a ser un problema? S: Yo creo que según como se maneje, creo que la adicción pasa por una cosa de carencia afectivas de relación personal y que lamentablemente, claro, no te va a traer problemas a nivel conductual pero sí a nivel afectivo, a nivel más interno, los demás a lo mejor van a ver que tu funcionas bien, pero yo voy a encontrar que soy una plasta, y de alguna manera yo creo que la adicción te trae problemas igual, en cualquier área, en cualquier nivel, ahora depende del nivel de consciencia, depende de mi patología, depende de si conductualmente yo soy capaz de actuar adecuadamente que los otros no se den cuenta, hay personas que han sido adictos durante muchos años y nadie se da cuenta, y llegan a su casa solo a tomar, pero al otro día se levantan hacen sus cosas y llegan a la casa y se ponen a tomar”. (E-IV, p.79-83) Por otra parte está el adicto al cual sí se puede “ver” (el que deja de estudiar, el que pierde el trabajo, el que se despreocupa de su familia y de su salud). Surge, entonces, la posibilidad de culparlo por el “daño” que ha generado, e instarlo a responsabilizarse. Ahora, un individuo que cae en depresión también deja de estudiar, también puede ausentarse en su trabajo, también se despreocupa -y por sobretodo se despreocupa- de su familia y de

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sí mismo. Pero al deprimido no se le culpa, básicamente porque siente malestar. El adicto, por el contrario, asumimos que sólo siente placer. En esta posibilidad de señalamiento se oculta la funcionalidad que adquiere el adicto tanto para su familia como para el resto de la sociedad: la función de ser el “chivo expiatorio”. “Y la sociedad le hace el quite al mismo adicto... nosotros también somos adictos a la botillería, a que las fiestas todas tienen que ser con alcohol... igual que el adicto, nos hacemos los lesos, y la sociedad también se hace la lesa, les echamos la culpa a los pobres, a los delincuentes”. (E-VI, p.175) Es necesario reconsiderar que el problema que plantea el consumo de drogas es el de mantenerse dentro de las expectativas que la sociedad impone a sus miembros, y así no caer en la categoría de “lo mal visto”. Lo “mal visto” es una valorización cultural de ciertas conductas señaladas como indeseables. Y lo que se “ve” del consumo de drogas son los daños que sufre la sociedad (familias desconstituídas, sujetos improductivos, delincuencia). Esto sugiere que respecto a las drogas se tiene la posibilidad cierta de sindicar a otro. Al parecer, tendría cierta función social señalar a alguien como adicto, y mantenerlo como una figura marginal, distinta, cuestionada. La función social del consumo de drogas es claramente una función asignada culturalmente. Asimismo, la no-función del consumo tendría que ser también un producto cultural. ¿En qué sentido se produce entonces la marginación del adicto? La reproducción del estigma del adicto (a saber: mentiroso, irresponsable, improductivo, descontrolado) no sólo sería una función social, sino que es el mismo adicto quien se encargaría de confirmarlo. Porque como ya se dijo en alguna parte, para el adicto ser adicto es su última oportunidad

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de ser alguien. El adicto no parece sentirse presionado, sino por el contrario, pareciera ser que mantiene activamente su estigma, desestima las expectativas y las oportunidades que tiene. La figura del adicto como chivo expiatorio parece ser una especie de profecía autocumplida: el adicto fácilmente se identifica con su estigma y lo reproduce, lo justifica. El hecho es que el adicto se mantiene al margen de lo social. El caso opuesto es el del individuo que reprime sus deseos, pospone su satisfacción, se somete a la cultura y por lo mismo llega a sentir malestar. Para estos individuos es necesario sentirse vinculados, y que logren ver los beneficios de aquello: tener familia, trabajo, educación, reconocimiento, y ser “bien vistos”, en última instancia. Y por lo mismo este individuo, cuando su malestar aumenta, no se subleva con su cultura, sino consigo mismo, lo que lo motiva a consultar con un psicólogo, por ejemplo. El adicto, en cambio, si siente malestar volverá a consumir para sentir placer, en contra de toda deseabilidad social. La desvinculación para el adicto entonces tendría como objetivo mostrar las consecuencias, ¿pero de qué: del consumo de drogas o de la misma desvinculación? Para responder a esta pregunta aun tendríamos que conciliar el placer de consumir drogas y la evasión activa de la vida social con el hecho de que el adicto está enfermo, perdió el control, el consumo “se le escapó de las manos”, y en ese sentido no estuvo presente la voluntad de ser adicto. Esto introduce la dificultad para comprender la acción del adicto y su fin último, y así comprender por qué y de qué se lo culpa. Entonces tenemos a un individuo que “elige” su síntoma estableciendo una relación activa que lo mantiene; y por otro lado, un individuo sumido en su condición de enfermo que lo pasiviza y le resta responsabilidad a sus actos (o síntomas si se prefiere).

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De todas formas, la desvinculación de tal consumidor no llegaría a ejercerse sino por la doble acción de quien se droga (que voluntaria o involuntariamente elude sus responsabilidades) y de su ambiente social. Lo relevante es como la acción terapéutica continúa con la acción iniciada por la sociedad, que busca generar consecuencias en quien ya no pertenece a ella. ESQUEMA 2.

Otros, la Familia

Tratamiento de Drogas

Tratamiento Neurosis

La Teoría

Adicto Educar, mostrar el daño, hacer comprender

Interpretar

Culpar, restringir, disciplinar, subjetivar

Mostrar Relativizar, los beneficios, habilitar, liberar, validar desubjetivar

No Adicto

Por una parte, se observa como la labor del psicólogo cuando se trata de tratamientos para “afecciones neuróticas” (pasando al esquema 2) no sería la de reproducir la dinámica social que intentaría favorecer la represión de sus individuos. Precisamente, en este caso el tratamiento se enmarca en la posibilidad de mantener un espacio de intimidad para el paciente. El psicólogo no se valdría, idealmente, de valores morales para interpretar o comprender el malestar de su paciente, sino que de la “Teoría”. La abstención en el juicio moral del psicólogo se debe a que no es un agente de la sociedad que vele por sus intereses. Más bien se sitúa en una posición de

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“neutralidad”, una posición dispuesta para reflejar transferencialmente los deseos del paciente, validándolo como sujeto. Sin embargo, la llegada de un paciente adicto a tratamiento se da en condiciones que permiten al psicólogo continuar con la acción social de mostrar el daño, hacerlo conciente de las consecuencias que está teniendo, semejante a un deber moral. “S: Ningún tratamiento de alcohol o de drogas es voluntario. (...)O sea, me obliga la justicia, me obliga mi salud, o me obliga mi señora, o me obligan mis hijos. O sea, a lo mejor llega y dice ‘no, yo quiero dejar de tomar’ y empiezas a indagar el motivo de consulta de él... E: La queja de otro... S: ...en realidad mi señora me echó para la calle, entonces, me vi obligado a consultar. Siempre hay un otro que hace que yo me mueva. (...)Y eso me hace ver... bueno, sigo con esto o no sigo con esto? A lo mejor llega solo, hay algo que lo motiva... o me obliga. O dice ‘sabe qué si sigues tomando me voy a separar de ti’. Eso ya es obligado”. (E-VI, p.49-51) La representación del adicto ya lo sitúa como un individuo que no tiene real conciencia del daño que provoca, se ha desubjetivado de su propio cuerpo, y además, ha franqueado todo lo socialmente permitido. Los tratamientos de drogas, de acuerdo al discurso de los psicólogos, están además dispuestos para recibir la demanda de la familia o de un juez, y no necesariamente la del individuo señalado. Es como si en los tratamientos de drogas el psicólogo estuviera más dispuesto a hacer algo por el paciente que el paciente mismo: lógico, si es que consideramos al adicto como mentiroso, desmotivado y enfermo. En ese sentido, la Psicoeducación no es sino el objetivo primario de los tratamientos de drogas. Es un modo “terapéutico” de hacerle comprender al adicto el impacto negativo de sus actos.

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“(...) El tratamiento terapéutico es mucho más exitoso, si las personas realmente saben que esto es una enfermedad, si las personas… yo te aseguro que las personas que consumen no tienen idea los daños que provocan las drogas, no tienen idea, ¿porqué? Porque los daños que le provoca a ellos es lo que se ve, es la crítica de la gente, ¿pero lo que no se ve?” (E-IV, p.123) Pero con esto el paciente adicto queda en una encrucijada insalvable. Si acepta el dictamen del psicólogo y asume su condición de enfermo e ignorante, se anula él mismo como sujeto, desatendiendo a sus propios deseos, que pueden no ser coincidentes con los del psicólogo. Si por el contrario, el adicto miente para resguardar sus propios deseos, lo hará ignorando que de esa manera confirma todas las suposiciones del psicólogo. Su última opción sería desertar del tratamiento, pero sería incluso más cómodo aceptar su condición de enfermo, y así asumir una identidad que lo justificaría en su conducta. Ahora, lo que hace que el tratamiento de pacientes adictos funcione (en la puesta en marcha más que en la efectividad) es la toma de medidas coactivas, que encaucen al paciente hacia un estilo de vida compatible con las responsabilidades, el trabajo y la familia. El descontrol que se le atribuye al adicto, el placer que siente al consumir, y los beneficios que obtiene de aquello haría inevitable una intervención asistida: no se puede confiar en que el adicto tendrá una motivación “genuina” y “honesta” para dejar o disminuir el consumo de drogas. “Yo creo que hay que trabajar como... necesitas de alguien de la familia, de donde sea, necesitas poder agarrarte de una especie de palanca que te ayude a impedir... en un momento necesitas, como la cuestión está fuera del control del paciente, necesitas de otra persona, de otra gente, que le impida concretamente el consumo”. (E-VII, p88)

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“Ellos no pueden manejar plata, tienen que venir acompañados, o sea hay harto control en un principio para realmente lograr la abstinencia”. (E-IV, p.57) El psicólogo y la familia hacen una especie de alianza para hacer que el adicto tenga que asumir las consecuencias de su consumo, y de esa manera, no dejarle otra alternativa más que asistir a tratamiento, o irse de la casa. Se requiere de la familia para intervenir sobre el sujeto adicto, y en ese sentido, la asistencia del consumidor al tratamiento aparece como una acción coerciva, a partir de una amenaza. Así, la figura del juez y de la familia no parece ser muy distinta. Mientras el psicólogo intenta comprender al neurótico, nada hay que comprender del adicto, “nada tiene que esconder”. La razón por la cual perdió el control es irrelevante, lo importante es recuperarlo. Puesto que obligar a alguien no es deseable, el psicólogo educa, restringe, informa, convence. Mostrar el daño es mostrar lo que el adicto pierde, y lo que deja de ganar. El imperativo no es comprender al adicto, sino hacerle comprender. El imperativo está en dejar de ser adicto, principalmente (aunque no únicamente) para los casos en los que opera una queja social. A esta queja responden los tratamientos de drogas. Si eso se logra por medio de la abstinencia o la reducción del daño deja de ser relevante, lo importante es disciplinar. ¿Es el adicto un sujeto “sin ley” que hay que normalizar? ¿O es una víctima de una enfermedad que hay que curar? En ambos casos, la solución es para los psicólogos una sola: la educación. “(...) La pasta base es difícil que se haga una reducción del daño, porque las personas por lo general tienen una dependencia severa a la pasta base. Difícil que lleguen con un consumo habitual, infrecuente, es difícil. Ahí habría que educar un poco, que vea el riesgo, en estricto rigor, para controlar. Yo diría que la pasta base y la cocaína, si, por lo general, el objetivo es buscar la abstinencia total”. (E-III, p.57) 123

Ese imperativo asumido por el psicólogo y la familia del paciente, se impone como objetivo hacer sentir culpa en el adicto, culpa que por supuesto viene en relación a otros. “Al final todo proceso de tratamiento implica que el sujeto tenga culpa, pero que la culpa sea reparatoria”. (E-VI, p.127) Esta culpa tendría la función de re-vincular al adicto, favoreciendo que su conducta ahora se motive teniendo presente a los demás. La culpa y el sentido de la responsabilidad son finalmente un modo de promover una actitud solidaria para con otras personas. Esto permitiría la subjetivación: a través de moldearlo como objeto se rehabilita como sujeto.

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V. CONCLUSIONES 1. DISCUSIÓN DE RESULTADOS ...Cuanto más eficaz es la retórica justificatoria mediante la cual el opresor oculta y desfigura sus verdaderos objetivos y métodos- como ocurrió en el pasado con la justificación teológica de la tiranía y como ocurre en el presente con su justificación terapéutica-, tanto más logra el opresor, no solo someter a su víctima sino también despojarla de un lenguaje con el cual expresar su condición de víctima, convirtiéndola así en un cautivo privado de toda posibilidad de escape. Thomas Szasz, Ideología y Enfermedad Mental

a. Regulación y Normalización Tiempo atrás, Jean-Jacques Rousseau (1762) ya hizo una denuncia respecto a la civilización. “Aunque el orden social –decía- es un derecho sagrado que sirve de basa a todos los otros, no obstante él no proviene de la naturaleza; está pues fundado en meras convenciones (p.3). Rousseau además parecía convencido de que la civilización arrancaba al hombre de su genuina mismidad, de su estado natural, de una relación con él mismo y con otros basada en sentimientos como la compasión y la simpatía, y no en mandatos morales (Safranski, 2000). ¿Qué nos lleva a recordar las ideas de Rousseau en la discusión acerca de la representación del adicto? Las ideas de Rousseau no son ajenas a nuestras reflexiones. La socialización es para este autor mantener al hombre fuera de sí. El adicto, en cambio, mantenido al margen de los lazos sociales, sería un individuo vuelto nuevamente en sí mismo, lo que parece coherente al análisis de los discursos. De acuerdo al

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discurso de los psicólogos, el adicto sería un individuo dentro de sí, sin relaciones, sin regulaciones, sin subjetividad (sin deseos válidos). Es un individuo que no sabe lo que hace, y que merece ser corregido. El adicto parece representar precisamente al “hombre al natural” de Rousseau, que sin embargo, queda insalvablemente atrapado bajo los efectos normativos de la socialización, y que por lo mismo debe revelarse constantemente en su contra. “Por la socialización, comoquiera que se produzca, el hombre es sacado fuera de sí. Pierde el sentimiento natural del sí mismo, y gana en cambio la sencilla o la opulenta autoconservación”, dice Safranski (2000, p.143) en relación a las reflexiones de Rousseau. Sin embargo, es necesario que para lograr la socialización se dé al individuo algo que compense la pérdida del sí mismo natural, y que le haga sentir los beneficios de aquello: “Y eso exige ‘buenas instituciones sociales’. Merecen considerarse así aquellas ‘que mejor saben despojar al hombre de su naturaleza y quitarle su existencia absoluta, dándole en cambio una relativa y trasladando el yo a la unidad de la comunidad, de modo que cada individuo ya no sienta como uno, sino como parte de la unidad, que el ciudadano particular ya sólo es capaz de percibir en el todo’” (Safranski, 2000, p.143). ¿No es acaso esta la función de los “Tratamientos de Drogas” para con sus pacientes adictos: desubjetivar y culpar, despojarlo de su existencia de “Adicto”, para luego insertar en la sociedad a un nuevo sujeto rehabilitado? La representación del adicto por lo menos así lo sugiere. De lo contrario, ¿bajo qué supuesto operaría la educación y la culpabilización a la que es sometido el adicto, sino es bajo el supuesto de que el adicto no tiene cultura? Pero no es cierto que el adicto sea un “hombre al natural”. Nunca ha estado realmente fuera de nada, aunque así sea representado socialmente por los psicólogos y así se fundamente su intervención. Por eso en las

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representaciones de los psicólogos las infracciones del adicto no violan ninguna ley particular, sino que solo regulaciones y expectativas sociales y morales, que sin embargo justificaría verlo como un individuo sin cultura (un ignorante) y sin ley (un descontrolado). Las ideas de Rousseau sirven para reflejar lo que las representaciones del adicto sugieren en su decir. Pero nos permite a la vez iniciar una discusión respecto a lo que estas representaciones ocultan. De esta manera consideremos, en palabras de Galende (1993) que “una norma, una regla, es aquello que sirve para hacer justicia, instruir, enderezar. Normar, normalizar, implica imponer una exigencia a una existencia. La norma se propone como un posible modo de unificación de la diversidad, de reabsorción de una diferencia: la posibilidad de referencia y de regulación que ofrece incluye la facultad de otra posibilidad, que no puede ser más que inversa. Oposición polar de una positividad y una negatividad (...). La infracción no es el origen de la regla sino de la regulación” (Galende, 1993, p.83). De acuerdo a lo mencionado, para que el consumo de drogas mantenga su función social es necesaria la representación del adicto tal cual la describimos, aunque no tenga ésta un correlato con la realidad; como dijimos, su función no es instaurar una regla, sino regulaciones. La utilidad social del adicto es la de facilitar la regulación el consumo de otras personas. Como lo señala Escohotado (1989a), “la diferencia rechazada por razones morales es al mismo tiempo una producción de moral” (p.19). La representación del adicto como un individuo que infringe daño moral a él mismo y a otros es también una producción de moral, e inscribe al adicto dentro de una cultura, en donde su función es la de ser un anti-modelo, el clásico y poco novedoso recurso del “chivo expiatorio”. No puede ser entonces un sujeto fuera de la cultura o des-socializado; es precisamente en el orden social y cultural donde el adicto adquiere una dimensión de sentido. 127

El hecho de que además la representación del adicto sea tan homogénea y poco conflictiva entre los discursos de los psicólogos hace sugerente pensar que el adicto es puramente una construcción sociocultural, encubierta bajo conceptos psicopatológicos. Esto nos podría llevar a pensar que la prohibición, el control estricto a algunas drogas pierde relevancia a la hora de analizar la representación del adicto y de los tratamientos de drogas. Que el adicto no viole necesariamente una ley no nos exime de considerarla como un elemento indispensable en la comprensión del fenómeno. Evocando nuevamente a Foucault (1976), no queremos decir con esto “que la ley se borre ni que las instituciones de justicia tiendan a desaparecer; sino que la ley funciona siempre más como una norma, y que la institución judicial se integra cada vez más en un continuum de aparatos (médicos, administrativos, etc.) cuyas funciones son sobre todo reguladoras” (p.174). No se puede desconocer, entonces, la relación entre la institución judicial y la institución de salud mental, en tanto ambas operan, en relación a las drogas, como un discurso normativo y moral. Por una parte, entonces, las prohibiciones facilitan que el adicto se considere como fuera de la ley, aunque no viole necesariamente alguna de esas leyes: al adicto se le puede castigar moralmente por consumir una droga ilegal, aun cuando su consumo se enmarque dentro de la legalidad. Por otra parte, las regulaciones sociales facilitan que el adicto se considere como fuera de la cultura, aunque no viole necesariamente alguna de esas regulaciones: al adicto se le puede culpar por el riesgo al que se expone. Desarrollaremos este punto a continuación.

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b. El “Juicio” Psicológico …Por lo que se refiere a los grupos y al dominio de los mismos, las prácticas discriminantes de un grupo presuponen unas cogniciones sociales prejuiciadas, compartidas por muchos o por la mayoría de los miembros del grupo dominante. Teun Van Dijk, Racismo y Discurso de las Élites Una sociedad normalizadora fue el efecto histórico de una tecnología de poder centrada en la vida. Michel Foucault, Historia de la Sexualidad

En los apartados anteriores hemos hablado de culpa e impunidad, de responsabilidad

y

negligencia,

de

socialización

y

marginación,

de

consecuencias y beneficios. El análisis del discurso de los psicólogos nos llevó a la ineludible utilización de un lenguaje técnicamente judicial. Y no por eso dejamos de referirnos a la particular relación de un sujeto con el consumo de drogas, a la condición “subjetiva” del adicto y a la pertinencia de los programas de tratamiento de drogas. Para ser justos, también hablamos de goce y malestar, de síntomas y motivaciones, de conciencia e inconciencia de enfermedad, de dependencia “bio-psicológica” y represión (inconciente), conceptos que no son propios del Derecho (aunque no es raro que esta ciencia social se apropie de sinónimos –como discernimiento o alevosía, por ejemplo- para justificar sentencias). Pero la discusión que está en juego aquí no es si el lenguaje es o no propio de la Psicología o del Derecho. En efecto, lo relevante es el sentido normativo y moral que adquiere el discurso psicológico respecto al uso de drogas, favorecido por la convergencia con un discurso jurídico. Veamos en qué consiste esta convergencia de la que hablamos.

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En primer lugar, no podemos pasar por alto la semejanza en los procedimientos y objetivos que definen una acción judicial en relación a infractores en general, con los procedimientos y objetivos que definen a los tratamientos de drogas. El juez (o la figura judicial que corresponda), a partir de la denuncia hecha por otros, procede declarando culpables e inocentes de acuerdo a los grados de responsabilidad implicados en el acto en cuestión. Luego aplica el castigo correspondiente en función del daño y las consecuencias provocadas a terceros. El objetivo sería lograr que el imputado sienta culpa, arrepentimiento, y que asuma su responsabilidad. De esa manera, el juez sabrá que obró con justicia, valga la redundancia. Sabido es que si el imputado manifiesta evidentes sentimientos de culpa y arrepentimiento, éstos podrían de cierto modo aliviar la sentencia o el cumplimiento de la misma. Estos se consideran como signos de rehabilitación. El tratamiento de drogas opera de manera análoga. El psicólogo, a partir de la denuncia hecha por una familia, recibe a un sujeto que voluntaria o involuntariamente asistirá al tratamiento. Su función será educarlo, mostrarle el daño que ha producido en sí mismo y a otros, con el objetivo explícito de hacerlo sentir culpable (con la ayuda de otras personas, la familia del “drogadicto” usualmente). El problema del adicto, como vimos anteriormente, no es solo del adicto, siempre involucra a otros, por lo que puede ser declarado de antemano como culpable. Solo a través de la culpa logrará hacerse responsable de su enfermedad (del daño a otras personas, en otras palabras). Su castigo será entonces el mismo tratamiento, que lo reinscribirá constantemente en la culpa, lo restringirá en su deseo de consumo, lo condicionará a cambiar su estilo de vida, hasta que su conciencia de enfermedad y arrepentimiento señalen a un adicto rehabilitado (cumplido un plazo -¿o sentencia?- mínimo de 6 meses según lo establecido para los programas básicos ambulatorios).

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Como se observa, adictos enfermos y delincuentes son sometidos a procesos análogos, de lógicas normativas y disciplinarias similares. ¿Es el adicto enfermo tratado como un delincuente, o el delincuente tratado como enfermo? Utilizando una analogía de Escohotado (1989a), el régimen penitenciario pretende evitar que el cuerpo escape a sus ánimos, mientras que los tratamientos de droga pretenden evitar que los ánimos no puedan escapar a su cuerpo. Que los métodos para alcanzar uno u otro objetivo sean estructuralmente

comparables

sugiere

un

problema

adicional.

¿Son

independientes entre sí? Esta convergencia de los discursos judiciales y de la salud mental se observa también en ciertas particularidades de las leyes de control de drogas, que hace de estos discursos sean además complementarios. Como vimos, en los discursos de los psicólogos se valoraba positivamente el consumo de drogas que mantenía como finalidad la socialización. Lo contrario ocurre cuando el consumo de drogas es personal; el riesgo de la dependencia aumenta en este caso. Las leyes, por su parte, consideran que el consumo social de drogas ilegales concertado es un delito (no es lo mismo reunirse concertadamente para consumir, que espontáneamente consumir por estar reunidos, si es que es posible demostrar una u otra condición), mientras que el consumo personal de drogas ilegales, en rigor, no merece sanción alguna (de hecho, ser descubierto fumando marihuana solo en una plaza es menos grave que ser descubierto con la misma cantidad de droga en el bolsillo del pantalón: lo primero demuestra que la droga era de uso personal, mientras que lo segundo hace sugerente la posibilidad de “socializar” la droga –venderla, compartirla, regalarla- lo que si está penado). ¿Son, entonces, estos dos discursos contradictorios? En lo absoluto. Podríamos decir incluso que se refuerza el concepto de “cruzada” en contra de las drogas y el de “alianza” médico-legal. De lo que no es conveniente que

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se encargue una institución de poder (parafraseando a Foucault), otra más próxima puede hacerse cargo. Ya que no se podía encarcelar a todos los usuarios de drogas ilegales ya que saturarían los sistemas penitenciarios, se despenalizó el consumo de drogas, a costa, sin embargo, de considerar como enfermos mentales a esos consumidores14. ¿Qué función tiene el CONACE sino es la de institucionalizar esta alianza, siendo parte del Ministerio del Interior, aconsejando políticas de control, y diseñando campañas de prevención, modelos de tratamiento clínico? El conjunto de variables queda así cubierto y bajo control. c. Enfermedad y Delincuencia, segunda parte Estás dispuesto a mentir, engañar, denunciar a tus amigos, robar, hacer lo que sea para satisfacer esa necesidad total, de posesión total, imposibilitado para hacer cualquier otra cosa. Los drogadictos son enfermos que no pueden actuar más que como actúan. Un perro rabioso no puede sino morder. William Burroughs, El Almuezo Desnudo

La relación que establecimos anteriormente entre enfermedad y delincuencia (ver capítulo 1) ya no solo se justifica porque el adicto tenga que incularse necesariamente en redes de narcotráfico. Se justifica ahora porque el adicto es tratado como un individuo culpable, no de contravenir leyes necesariamente, sino de revelarse en contra de las expectativas que se le imponen. Recordemos que el tratamiento de drogas se propone como una prolongación de la dinámica social en la que está inserto el adicto, que lo trata como una especie de fugitivo. El tratamiento de drogas asume la captura de este fugitivo, y en una acción antidemocrática lo despoja de su 14

Véase la introducción del tomo 1 de la “HISTORIA DE LAS DROGAS” (1989) de A. Escohotado, y el capítulo 4 del libro “NUESTRO DERECHO A LAS DROGAS” (1992) de T. Szasz.

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diferencia para reabsorberlo como un sujeto válido para el homogéneo conjunto social. No es la protección de la diferencia lo que aquí interesa. En su libro “Racismo y discurso de las élites” Teun van Dijk (1993) hace referencia a este proceso activo por el cual se continúan sistemas (de discriminación, en este caso). El autor señala que “la reproducción social también implica la continuación de las mismas estructuras, fruto de unos procesos activos, como es el caso de una cultura, una clase o, de hecho, todo el sistema social. En este caso es fundamental que los propios integrantes sociales estén activamente comprometidos en el proceso de continuación: esta contribución continuada sirve para perpetuar una estructura social o unas normas y unos valores culturales” (Van Dijk, 1993, p.50). Pareciera ser que los tratamientos de drogas, de acuerdo a las representaciones de los psicólogos, sirven como reproductores de una estructura social específica relacionadas al consumo de drogas. Recordemos otro hecho de esencial relevancia para la clínica de la drogadicción. El adicto siempre tendrá culpa de hacerle daño a otro (lo que para la justicia se tipificaría como crimen o delito). Aun cuando no haya otras personas, siempre está ese otro que es uno mismo. La educación de la que es objeto el adicto logra desubjetivarlo completamente de su propio cuerpo. La educación del daño es respecto a un cuerpo otro, un cuerpo del cual el adicto no tiene conciencia, puesto que negligentemente lo expuso a un daño irreparable. De esta manera, la culpabilización del adicto no necesita de evidencia real: el daño puede no existir, pero el riesgo al que se expuso a sí mismo ya lo incrimina. Estas comparaciones entre las instituciones “Salud Mental” y “Justicia” por supuesto no son originales. Ya hicimos referencia a la claridad histórica

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de Foucault y al radicalismo de Szasz para introducir este problema. Permitámonos citar nuevamente a Szasz (2003) para ejemplificar, según su opinión, cómo la Psiquiatría ofrece la posibilidad de separarnos de quienes consideramos molestos o peligrosos: “¿Cómo hacen eso los Psiquiatras? Aliándose con el aparato coercivo del Estado y declarando a los individuos ofensivos como mentalmente enfermos y peligrosos para ellos mismos y otros. Este mantra mágico nos permite encarcelarlos en una prisión que llamamos “Hospital Mental”. Ostensiblemente, el término ‘enfermedad mental’ (o ‘psicopatología’) nombra una condición patológica o enfermedad, de modo similar a una diabetes; en realidad, eso señala una táctica o justificación social, permitiéndole a miembros de la familia, cortes, y a la sociedad como entidad, separarse a ellos mismos de individuos que exhiben, o son acusados de exhibir, ciertas conductas identificadas como ‘peligrosas enfermedades mentales’15” (Szasz, 2003, pp.376-377). Para Szasz, la relación que la Psiquiatría establece con sus pacientes es esencialmente coerciva. La Psicología, sin embargo, no se incluye usualmente en esta discusión como una disciplina coercivamente normativa. Tampoco es nuestra pretensión hacer una reflexión del papel histórico de la Psicología en la instauración de la “enfermedad mental” como posible elemento de coerción social. De todos modos, sigue siendo sugerente que, para la Psicología, los tratamientos de drogas representen una atractiva posibilidad de tener cierta cuota de poder. De esa forma, en los tratamientos de drogas el Psicólogo emerge como la figura que introduce la culpa, la disciplina, la educación; en una palabra, la cultura. Si la labor del Psicólogo ha sido clásicamente, en un sentido lato, la de comprender y liberar al 15

Traducción del original en ingles: “How do psychiatrists do this? By allying themselves with the coercive apparatus of the state and declaring the offending individual mentally ill and dangerous to him or her or others. This magic mantra allows us to incarcerate him in a prison we call a ‘mental hospital’. Ostensibly, the term ‘metal illness’ (or ‘psychopathology’) names a pathological condition or disease, similar say to diabetes; actually, it names a social tactic or justification, permitting family members, courts, and society as a body, to separate themselves from individuals who exhibit, or are claimed to exhibit, certain behaviors identified as ‘dangerous mental illnesses’.” (Szasz, 2003, pp.376-377)

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paciente (ya sea de la represión o de sus ideas irracionales, por ejemplo), el adicto otorga la posibilidad de controlarlo y de no tener que comprenderlo, sino por el contrario, de hacerlo comprender. Precisamente, esta suposición de que al adicto no es necesario comprenderlo se fundamentaba en que el tratamiento mantenía como imperativo que el paciente dejara de ser adicto aspirando a ser un “sujeto social ideal”. En otras palabras, al adicto no se le comprende más allá de lo necesario para hacerlo un objeto moldeable y educable, que aspira a ser un sujeto disciplinado y responsable –misma pretensión atribuible al sistema judicial. De cierto modo, se ha teñido recíprocamente un imperativo de control con un imperativo de cura, lo que por supuesto solo desembocará en acciones coercivas maquilladas como iniciativas terapéuticas. Ya planteamos la pregunta anteriormente: ¿es la figura patológica del consumo de drogas independiente de su figura penal? Mientras castigo y tratamiento sigan invocando el mismo tipo de lógica normativa, no habrá mejor argumento para responder negativamente.

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2. EPÍLOGO SOBRE LAS LIMITACIONES DE LA INVESTIGACIÓN El análisis estructural del discurso de los psicólogos nos permitió una aproximación al fenómeno de las drogas que fue sin dudas parcial, pero de algún modo estratégico. Pudimos relevar las representaciones respecto al consumo

de

drogas,

respecto

a

los

consumidores

(deteniéndonos

profundamente en la representación del adicto) y respecto a los tratamientos de drogas. La particular posición del psicólogo en los dispositivos de intervención de drogas lo insta a conjugar su visión del problema con la “realidad” de sus pacientes o usuarios, las exigencias de las políticas públicas respecto a las drogas con las posibilidades de tratamiento. Como dijimos en algún momento, las representaciones no son aislables, sino que emergen en relación a otras, excluyéndose o atrayéndose, oponiéndose a algunas, apoyándose en otras. De esta manera, las representaciones en las que logramos indagar no carecían de un grado importante de conflictividad entre ellas, si bien se enmarcaban dentro de una lógica coherente y de sentido. Tampoco es conveniente pasar por alto los intereses propios del investigador. Coincidimos con J. Bleger (1964) cuando dice respecto a la situación de entrevista que “la rigidez y la proyección [del entrevistador] conducen a encontrar solamente lo que se busca y se necesita, y a condicionar lo que se encuentra tanto como lo que no se encuentra” (p.29). A pesar de que Bleger se refiere a la rigidez y proyección en el marco de una entrevista psicológica (donde sus efectos pueden ser indeseables), creemos que esa rigidez y proyección inciden igualmente en el ámbito de una investigación, pero tomando ciertas precauciones pueden conducirse con sensatez y responsabilidad. De esa manera se planteó un marco teórico que reflejara en detalle la posición crítica e inconformista desde las cuales se

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abordarían las temáticas de la investigación. De esa manera se pretendía dejar en evidencia las pretensiones del análisis, dirigido a desenmarañar la irracionalidad de la cruzada en contra de las drogas, que se prolonga, como vimos, hacia los tratamientos de drogas. Por último, no desconocemos tampoco las limitaciones de la investigación, principalmente respecto a la representatividad de los discursos para la “Psicología”. Sin embargo, no deja de ser interesante la homogeneidad en la que se desarrollaron las temáticas planteadas (que finalmente satisfizo el criterio de saturación de información) y la correlación que se pudo establecer con la teoría revisada. Es que el discurso entorno al consumo de drogas parece evocar apreciaciones bastante similares, principalmente las que dicen relación con la problemática del adicto, quienquiera que sea. Ahora, lo interesante es encontrar en esas similitudes algunas diferencias, como la que señala que el adicto no es necesariamente un delincuente, aunque clínicamente se lo trate como tal.

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