Representaciones de la mujer en el Surrealismo. El caso de Salvador Dalí.

June 19, 2017 | Autor: Lara Rodríguez | Categoría: Salvador Dali, Historia del Arte, Arte contemporáneo, Mujer
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Descripción

Universidad de Salamanca Departamento de Historia del Arte - Bellas Artes

Máster Universitario en Estudios Avanzados en Historia del Arte

Representaciones de la mujer en el Surrealismo. El caso de Salvador Dalí

Autora: Lara Rodríguez Barbero Tutor: F. Javier Panera Cuevas

Fecha: 09/09/2015

Departamento de Historia del Arte - Bellas Artes

Máster Universitario en Estudios Avanzados en Historia del Arte

Representaciones de la mujer en el Surrealismo. El caso de Salvador Dalí

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Índice

1.

2.

3.

INTRODUCCIÓN .............................................................................................................. 1 1.1.

Hipótesis y objetivos ................................................................................................... 1

1.2.

Metodología................................................................................................................. 3

1.3.

Revisión de antecedentes............................................................................................. 4

SIMBOLISMO Y SURREALISMO .................................................................................. 7 2.1.

Femme Fatale ............................................................................................................ 10

2.2.

Hermafroditas y andróginos ...................................................................................... 11

2.3.

La esfinge y la sirena ................................................................................................. 12

2.4.

Mujer-Musa ............................................................................................................... 14

2.5.

Mujer-Niña ................................................................................................................ 15

FRAGMENTACIÓN Y OBJETUALIZACIÓN DE LA MUJER DESDE UNA

PERSPECTIVA DE GÉNERO................................................................................................ 17 3.1.

¿Envidia del pene o complejo de castración? ............................................................ 23

4.

LA MUJER DEVORADORA .......................................................................................... 25

5.

LAS MUJERES DE DALÍ ............................................................................................... 34 5.1.

6.

Gradiva ...................................................................................................................... 43

LA FIGURA FEMENINA EN EL CINE DALINIANO.................................................. 48 6.1.

Un perro andaluz ....................................................................................................... 48

6.2.

La edad de oro ........................................................................................................... 58

7.

CONCLUSIONES ............................................................................................................ 65

8.

BIBLIOGRAFÍA .............................................................................................................. 67

1. INTRODUCCIÓN Este trabajo es una mirada crítica a la representación de la mujer en la plástica surrealista, focalizando nuestra atención en la polifacética obra de Salvador Dalí durante el periodo que transcurre –aproximadamente– desde 1924 hasta 1939. La abundancia de representaciones femeninas en la corriente surrealista y el escaso estudio del tema en comparación con otras perspectivas (estéticas, psicoanalíticas…), hacen que la revisión del tratamiento recibido por el cuerpo de la mujer en las obras merezca una nueva aproximación, en este caso desde una perspectiva de género que aporte un enfoque más crítico que, en todo caso, no elude la imprescindible mirada desde el psicoanálisis. Nuestro estudio parte de las representaciones de la mujer en los movimientos artísticos de finales del siglo XIX, en especial del Simbolismo, pues intentaremos demostrar que el Surrealismo, –al margen del importante papel que juega en su iconografía el análisis e interpretación de los sueños en clave freudiana– en lo que se refiere a la representación de la mujer, en realidad perpetúa imaginarios desarrollados previamente en los últimos decenios del siglo anterior. La mujer en su papel de musa, polarizada: por un lado, como virgen y niña; y por otro como objeto erótico o mujer fatal. En ambos casos se encuentra supeditada a su existencia como complemento del hombre. Al centrarnos mayormente en Dalí, a partir de los capítulos 5 y 6; la figura de su esposa Gala, servirá en algunos casos de hilo conductor de los diferentes apartados del trabajo, pues ella es para muchos el ejemplo paradigmático de musa dentro del movimiento. Nuestro análisis abordará tanto obras pictóricas como cinematográficas, prestando especial atención a los cuadros La metamorfosis de Narciso (1937), Gradiva descubre las ruinas antropomorfas (1932) y los lienzos en torno al tema del Ángelus de Millet y a las películas Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930).

1.1.

Hipótesis y objetivos

El objetivo principal de la investigación es poner de relieve el papel de subordinación que tenía la mujer en relación al artista surrealista a través de representaciones que objetualizan el cuerpo y perpetúan la pasividad femenina. Dicho de otro modo: los artistas refuerzan su posición hegemónica sobre la mujer convirtiéndola en musa para sus obras. Por su cualidad de enigma viviente, la mujer, en el círculo surrealista, es una fuente de inspiración, un simple 1

complemento de la creatividad masculina y un objeto erótico, pero raramente un agente activo con presencia en la esfera pública. El surrealismo, no obstante, atrajo como ningún otro movimiento vanguardista a muchas mujeres artistas; y a priori, apoyó su creatividad sin cánones impuestos ni encorsetamientos estéticos. Parece que las artistas se vieron atraídas por un movimiento fundamentalmente antiacademicista que proporcionaba un claro interés por plasmar la realidad personal en la obra artística. Sin embargo, tal y como apunta Roxana Sosa, un número significativo de mujeres artistas que mantuvieron una relación sentimental con hombres del grupo, quedaron excluidas del círculo inmediato de escritores o artistas, siendo los hombres, no sólo los que encabezaron dicho movimiento, sino los que pasaron a formar parte de la historia del arte. Las mujeres artistas que simpatizaron con el surrealismo fueron conscientes de que se privilegiaba la figura del artista varón, y muchas de ellas profundizarían en su obra una vez que abandonaron las propuestas surrealistas, o se desvincularon sentimentalmente del artista (Sosa Sánchez, 2008: 3).

El Surrealismo, en suma, a pesar de apoyar la opción artística de la mujer, acabó por excluirla de sus filas y manifiestos, identificándola no como sujeto artístico, sino como simple objeto. Si las cosas sucedieron de esta manera –y esta es nuestra segunda hipótesis– es porque el Surrealismo perpetúa estereotipos femeninos que arraigaron a finales del siglo XIX en el movimiento simbolista que los artistas vinculados a la vanguardia retomaron insistentemente –de un modo menos crítico de lo esperado en un movimiento que se autodenominaba revolucionario–. Pero esa fascinación por el universo femenino no se corresponde con la visión revolucionaria y aparentemente progresista presente en el modo de vivir, actuar y trabajar de muchos de los componentes del grupo. Como apunta Paloma Rodríguez-Escudero: La mujer como tema, la mujer como signo, la mujer como forma, la mujer como símbolo, inunda la cultura visual en la misma medida en que la mujer como género o la mujer como realidad existencial diversa del hombre está ausente. La imagen femenina ha sido formada por el hombre, como realidad que adquiere consistencia y entidad en función de él (RodríguezEscudero, 1989: 418).

No obstante, al analizar la obra de Salvador Dalí, –seguramente por su confusa identidad sexual y sus particulares, y nunca del todo aclaradas, relaciones con el sexo femenino– desde su infancia, detectaremos tanto similitudes como diferencias significativas respecto al Surrealismo “oficial” (nos referimos al refrendado por André Breton). Para el pintor catalán 2

Gala fue, en efecto, su musa, su “Gradiva”, su “Oliva” (a causa del color de su piel), pero, a diferencia de otras figuras como la Nadja de Bretón, no fue sólo una modelo pasiva sino también principio y fin de su vida y de sus actos, lo que nos invita a explorar las causas de ese particular tratamiento, cosa que haremos en el capítulo 5.

1.2.

Metodología

Para establecer un estado de la cuestión lo más completo posible sobre el tema objeto de investigación, he intentado seguir una metodología crítica y multidisciplinar que parte de la observación y análisis de las obras de Dalí y otros artistas significativos dentro del movimiento surrealista y de la revisión de las fuentes dentro de su contexto histórico, político, social y cultural. En el proceso de investigación he combinado fuentes bibliográficas directas e indirectas (en español, francés e inglés) así como bases de datos y recursos audiovisuales on line. En la bibliografía he partido de estudios sobre la historia del arte del Simbolismo y el Surrealismo, en libros y revistas especializadas y en la revisión de catálogos de exposiciones individuales y colectivas, así como en diferentes monografías y textos del propio Salvador Dalí. De todas estas fuentes hablaremos a continuación en la revisión de antecedentes. Dado que la toma de contacto con las teorías de Sigmund Freud por parte de Dalí a finales de los años veinte, jugó un papel determinante en la evolución de su trabajo, la revisión de obras como Introducción al psicoanálisis (1917) o La interpretación de los sueños (1899), resultan imprescindibles en este sentido. El trabajo está dividido en 6 capítulos y una breve conclusión en los que he procedido de lo general a lo particular. Tras la introducción y el estado de la cuestión, el capítulo segundo explora los puntos de conexión entre los imaginarios femeninos desarrollados en el siglo XIX por el Simbolismo y los del Surrealismo. Los capítulos 3 y 4 se centran en los temas comunes a los principales pintores surrealistas como la fragmentación, metamorfosis y objetualización del cuerpo femenino y el tema de la femme fatale, personificado en la mujer devoradora. Los capítulos 5 y 6 exploran de modo particular el papel de la mujer en la iconografía daliniana, centrándose el primero en la pintura y el segundo en el cine.

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1.3.

Revisión de antecedentes

La primera publicación que se aproxima al Surrealismo desde un óptica que podemos considerar feminista fue realizada en 1971 por Xavière Gauthier bajo el título Surréalisme et sexualité. En esta década, casi al mismo tiempo que el arte feminista alcanza su propio protagonismo, aparecerán otras investigaciones sobre mujeres que participaron como creadoras en el movimiento, es el caso de Gloria Orenstein que publica un extenso artículo titulado: Art history and the case for the women of surrealism (1975), donde recoge el nombre y la obra de numerosas artistas que en poco tiempo serán consideradas “clásicas” dentro del movimiento como Leonor Fini, Remedios Varo o Leonora Carrington. Ya en la década de los 80, Whitney Chadwick publica Women and the Surrealist movement (1985) (traducida al francés en 1999), que se convertirá en uno de los trabajos referenciales para aproximarse no sólo a las mujeres surrealistas (analiza el trabajo de una treintena de artistas) sino al tratamiento de la mujer por parte de los pintores. En 1999, Georgiana Colville recupera la biografía y algunos extractos de la obra de estas y otras artistas en su libro Scandaleusement d’elles. 34 femmes surréalistes (Colville, 1999). A pesar de estos estudios, en oposición a lo que sucede en el caso de sus compañeros (y con destacadas excepciones como las de Frida Kahlo, Dora Maar, Claude Cahun, Remedios Varo y Leonora Fini) el Surrealismo todavía adolece de estudios monográficos sobre mujeres artistas, aspecto que me gustaría abordar en el futuro en una tesis doctoral. Desde finales de los años 80 el tema ha obtenido cierta fortuna crítica entre los investigadores españoles, y entre los textos de cabecera que me han servido como punto de referencia, destaco el artículo de Paloma Rodríguez-Escudero, Idea y representación de la mujer en el Surrealismo (1989), el libro de Juncal Caballero Guiral1, La mujer en el imaginario surreal. Figuras femeninas en el universo de André Breton (2002), el artículo de María Ruido, Histéricas, visionarias, seductoras. De las iconografías clásicas al surrealismo (1998), la aproximación a la esposa de Dalí de Estrella de Diego en Querida Gala: las vidas ocultas de Gala Dalí (2003), el libro de Lucía Guerra, La mujer fragmentada: historias de un signo (1994) y, entre los más recientes, el desmitificador libro de Juan Vicente Aliaga, Orden fálico. Androcentrismo y violencia de género en las prácticas artísticas del siglo XX (2007) que junto al de María Ruido es uno de los que adopta una perspectiva de género más crítica. 1

Véase también: CABALLERO GUIRAL, J. (1995). “Mujer y Surrealismo”, en: Asparkía: investigación feminista, nº 5, pp. 71-81. Castellón, Universitat Jaume I; y CABALLERO GUIRAL, J. (2001). “Tensiones: el cuerpo de la mujer en el Surrealismo”, en: Dossiers feministes, nº 5, pp. 85-92. Castellón, Universitat Jaume I.

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Asimismo, estrategias como la fragmentación y objetualización del cuerpo o el fetichismo, que también eran usadas en la concepción de las obras, servían para este mismo fin de dominación sobre la mujer, como demuestran los textos de Javier San Martín, Dalí y Duchamp, una fraternidad oculta (2004); Beatriz Fernández Ruiz, De Rabelais a Dalí: la imagen grotesca del cuerpo (2004); Rosalía Torrent, Mujeres e imágenes de mujeres en la vanguardia histórica (1996) o Marcia Castillo Martín, La construcción de Venus: fragmentación, montaje y despersonalización del cuerpo femenino en la estética vanguardista (2003). Estereotipos de origen simbolista de los que se apropia el surrealismo como la MujerNaturaleza, la Mujer-Histérica, la Mujer-Esfinge, la Mujer-Niña o la Mujer-Musa, así como imágenes de origen aún más lejano como la de la mujer-devoradora, la mujer-castradora o mitos como el de Medusa o Salomé han sido abordados en publicaciones ya clásicas como Las hijas de Lilith (1990) y La cabellera femenina (1994) de Erika Bornay, El arte simbolista (1991) de Edward Lucie-Smith o La sexualidad en el arte simbolista (1992) de este mismo autor. Para comprender mejor la imagen del cuerpo femenino que utilizaban los movimientos artísticos tratados, resulta inevitable revisar una de las categorías estéticas que más influyeron en ellos: lo siniestro. Para ello en la investigación se ha recurrido a obras como Lo bello y lo siniestro (1983) de Eugenio Trías, Historia de la fealdad (2007) de Umberto Eco

y

evidentemente Lo siniestro (1919) de Sigmund Freud. Por lo que respecta ya específicamente al papel que ocupa la figura femenina en la obra de Dalí, se ha recurrido al estudio de los temas recurrentes en su producción, principalmente desde un punto de vista psicoanalítico: el complejo de Edipo, que consecuentemente tiene relación con la figura materna, a través de El yo y el ello (1978) de Freud, el artículo Salvador Dalí desde el psicoanálisis (2004) de Ana Iribas Rudín o Salvador Dalí: la construcción de la imagen 1925-1930 (1999) de Fèlix Fanés; el complejo de castración, que en Dalí tiene una estrecha vinculación con el canibalismo amoroso y la fobia al sexo que, a su vez, tienen en las obras relacionadas con el Ángelus de Millet y la figura de la mantis religiosa su máxima expresión, tema que se ha abordado a partir de obras como Dalí: lo crudo y lo podrido (2002) de Juan Antonio Ramírez o El mito trágico del Ángelus de Millet (1989) del propio Dalí, entre otros; el mito de Narciso, a través del cual se tratan figuras como la de Gala o la del andrógino, cuestiones para las que se ha acudido a textos como el poema de Dalí, La 5

metamorfosis de Narciso (2009), Dalí: metamorfosis (2004) de Tonia Raquejo, Dalí y el mito de Narciso (2005) de Rosa María Maurell, Apuntes sobre narcisismo en psicoanálisis. La psicopatología del narcisismo (2009) de Josefa Alganza Roldán, Speculum animi: la autoimagen del artista (2010) de José Manuel Rodríguez Domingo, para el primer tema; Confesiones inconfesables (1973) de Salvador Dalí y André Parinaud, Gala ¿musa o demonio? (1989) de Tim McGirk, La vida secreta de Salvador Dalí (1942) autobiografía del pintor, para el segundo; y El Hermafrodita y sus avatares: una lectura sociocrítica de la intersexualidad e interculturalidad en la obra de Dalí (2011) de Sol Villaceque, para el tercero. Hay que destacar que la figura de Gala domina en todas las obras del artistas desde el inicio de su relación, en este sentido Dalí suele utilizar las leyendas como identificación de personajes reales importantes en su vida: Gala adquiere el estatus de Gradiva, mito que se trata en el trabajo teniendo en cuenta obras como el catálogo de la exposición Dalí: Gradiva (2002) comisariada por William Jeffett, el artículo de Ana Panero, La Gradiva daliniana (2012), o El mito de la vida verdadera en la Vida secreta de Salvador Dalí (2012) de Domingo Ródenas de Moya; la figura del padre suele personificarse en el mito de Guillermo Tell, cuestión que se trata mediante obras ya citadas. No obstante, El Gran Masturbador, uno de sus cuadros más significativos y presumiblemente autobiográficos, estaba acabado antes de conocer a Gala. Además de su producción pictórica, en el cambio de década Dalí llevó a cabo, junto a Luis Buñuel, dos obras cinematográficas que les otorgaron a ambos una posición relevante en el grupo surrealista: Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930). La relación entre pintura y cine ha sido estudiada por diversos autores2, pero la participación activa del artista catalán en estas películas nos permite identificar cómo trasladó algunas de sus obsesiones sobre la mujer a la gran pantalla. Para abordar Un perro andaluz se ha adoptado una perspectiva más freudiana y, para ello me ha sido de extraordinaria utilidad ObsesionesESbuñuel (2001), una recopilación de Antonio Castro Bobillo de las ponencias presentadas en el Congreso Internacional Luis Buñuel celebrado un año antes, el artículo Un perro andaluz de Luis Buñuel: Surrealismo al pie de la 2

Véase al respecto BORAU, J. L. (2003). La pintura en el cine. El cine en la pintura: discursos de ingreso en la RR.AA de Bellas Artes de San Luis y de San Fernando, con los de contestación correspondientes. Madrid: Ocho y Medio; CAMARERO, G. (2009). Pintores en el cine. Madrid. JC Clementine; CERRATO, R. (2009). Cine y pintura. Madrid: JC Clementine; y ORTIZ, A. y PIQUERAS, M. J. (2003). La pintura en el cine: cuestiones de representación visual. Barcelona: Paidós.

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imagen (2000) de Víctor Calderón de la Barca, los libros Salvador Dalí, cine y surrealismo(s) (2003) de Joan M. Minguet Batllori, Dalí y el cine (2008) editado por Matthew Gale o Luis Buñuel: quimera 1900-1983 (2005) de Bill Krohn y Paul Duncan, además de obras ya citadas de Freud y otros autores. En el caso de La edad de oro se han utilizado textos comunes al film anterior, debido principalmente a la estrecha relación que une ambas películas. No obstante, se han integrado las obras de Fernando Cesarman, El ojo de Buñuel. Psicoanálisis desde una butaca (1976), La edad de oro, deseo y provocación (2009) de Javier Espada, ¿Cine surrealista? Análisis de los films “La caracola y el clérigo”, “Un perro andaluz” y “La edad de oro” (2008) de Javier Medina, La edad de oro (2001) de Jesús González Requena y Sade y Buñuel (1998) de Manuel López Villegas.

2. SIMBOLISMO Y SURREALISMO Aunque el Surrealismo, junto con el resto de vanguardias, buscaba romper con el orden establecido y “todo esquema perceptivo institucionalizado”, así como con la armonía que había caracterizado el arte de siglos anteriores, adentrándose en el universo del inconsciente y denunciando la “alienación de la sociedad contemporánea” (Eco, 2007: 378), su iconografía podría inscribirse primero como una perpetuación y luego como una evolución de tendencias de finales del siglo XIX como el Simbolismo y el Decadentismo (herederos a su vez de los valores románticos). Como afirma William Jeffett, “el efecto principal del Surrealismo sobre el arte del siglo XX consistió en haberlo desviado del cauce formalista por el que había venido discurriendo desde el Cubismo para orientarlo de nuevo hacia los contenidos literarios heredados del Simbolismo” (Jeffett, 2002: 8). Según María Ruido, el Surrealismo continúa la tradición decimonónica con unas imágenes que “responden a una conceptualización de lo femenino que no sólo no rompe, sino que refuerza, el ideograma del moderno pensamiento misógino occidental, cuyos referentes máximos podríamos encontrar en Rousseau […] Schopenhauer […] Nietzsche […] o Freud” (Ruido, 1998: 380). Como veremos, la alteridad que representa la mujer como amenaza hacia el hombre continúa en el Surrealismo ocupando un papel muy destacado, tal como ocurría desde el siglo XVIII, y cuya bipolaridad se acentuó a partir del Simbolismo. A lo largo de esta investigación 7

analizaremos algunos de los conceptos relacionados con la femineidad que los surrealistas desarrollaron en mayor profundidad a partir de temáticas simbolistas, como la idea de la femme fatale, arquetipos femeninos como la Mujer-Esfinge o la Mujer-Niña, así como algunas de las diferencias que caracterizaban a cada movimiento. Los simbolistas conceptualizaban los motivos que representaban mediante símbolos, para ellos “la verdadera realidad de las cosas se halla detrás de las apariencias, y reside en la idea, que es la esencia interior” y se aproximaban a esa idea a través de “objetos [con] una virtud sugeridora, evocadora, mágica o mística” (Bornay, 1990: 97). Este mismo concepto lo aplicaban a la imagen de la mujer –su cuerpo era tratado como un símbolo, carente de racionalidad (Caballero, 2002: 71)–, de la que resaltaban su faceta negativa dentro de la dualidad que la caracterizaba: Una aproximación al porqué de esta dimensión negativa que ofrecen los simbolistas de la imagen femenina, puede hallarse en su concepción dual del mundo: existe un mundo superior, el del espíritu, y un mundo inferior, el de los sentidos. Esta supuesta bondad del espíritu, en oposición a la maldad de la materia, dará lugar, en ocasiones, a un fuerte sentimiento místico o religiosos y paralelamente, o como consecuencia, una desconfianza y rechazo de la mujer, puesto que ella es la imagen por antonomasia de lo que en el mundo se conoce como real. La mujer es la encarnación de la dominación del espíritu por el cuerpo, es la tentadora que pone de relieve la naturaleza animal del hombre e impide su fusión con el ideal. (Bornay, 1990: 98).

Asimismo, los surrealistas conservan esa visión dicotómica de la mujer y, aunque explícitamente resaltan su virtud de musa inspiradora, implícitamente representan en sus cuadros el temor que les infunde como mujer devoradora y castradora, y que heredan directamente de simbolistas como Moreau, Khnopff, Klimt o Munch. El pensamiento de final de siglo se dirigía principalmente contra el moralismo, el materialismo y el racionalismo que dominaba los años precedentes y, al igual que el Romanticismo, la subjetividad y la búsqueda interior triunfaron abriendo paso al primado de la imaginación. “No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación” (Breton, 1995: 7), escribía André Breton en su primer Manifiesto del Surrealismo (1924), dejando claro cuál era la prioridad surrealista, y no es de extrañar esta confluencia, pues se sabe que Breton era un asiduo del Musée Gustave Moreau, de cuyas obras quedó verdaderamente fascinado y las cuales tendrán una gran influencia en el movimiento vanguardista. Los artistas utilizaban sus lienzos como reflejos de sus vivencias, fobias y problemas personales, de su experiencia vital al fin y al cabo, declaraba Munch: “mi 8

arte ha dado sentido a mi vida […] Buscaba la luz a través de él, y ha sido para mí un bastón que he necesitado para apoyarme” (Lucie-Smith, 1991: 184). Al igual que diversos movimientos artísticos, el Simbolismo nació del ámbito literario más que del pictórico, es por ello que algunas de las características que identifican la poesía de Mallarmé pueden aplicarse a todo el movimiento: “ambigüedad deliberada; hermetismo; el sentimiento de que el símbolo es un catalizador (algo que mientras permanece inmutable en sí mismo, genera una reacción en la psique); la noción de que el arte existe junto al mundo real más bien que en medio de él; y la preferencia por la síntesis en oposición al análisis” (LucieSmith, 1991: 55). De aquí que, en 1891, el crítico de arte Albert Aurier valorara que la obra de arte debía cumplir cinco pautas para ser considerada simbolista: ideativa, simbolista, sintética, subjetiva y decorativa (Lucie-Smith, 1991: 60-61). En la misma medida, la corriente artística, filosófica y, principalmente, literaria que tuvo su origen en Francia en las dos últimas décadas del siglo XIX conocida –en origen de modo despectivo– bajo el nombre de Decadentismo, también presenta valores en común con el Surrealismo en cuanto al tratamiento de las mujeres. Genéricamente se definen como decadentes aquellas formas de arte que superan o alteran la realidad en la evocación, en la analogía, en la evasión, en el símbolo. Los representantes de esta tendencia estaban interesados en “antiguas y exóticas civilizaciones, el espiritismo, el erotismo (a veces en formas cercanas al sadismo), e incluso en la necrofilia […], en su revuelta contra el espíritu del siglo […] en su deseo de épater le bourgeois […] se dejarán seducir por inciertas sexualidades, las ciencias ocultas y la magia negra” (Bornay, 1990: 105). Estrella de Diego recuerda las características que confiere Breton a la protagonista homónima de su obra Nadja (1928) que tienen gran relación con las citadas del Decadentismo: “Nadja representa todas y cada una de las fantasías de autor y, por extensión, de los surrealistas: telepática, irracional, casi médium, por encima de todo intuitiva, al margen, un poco vidente, capaz de discernir el otro lado de la realidad absurda que aparenta estar” (Diego, 2003: 84). En esta novela de Breton domina uno de los motivos fundamentales del Surrealismo: el denominado azar objetivo –que el autor define como “de esta clase de azar a cuyo través el hombre siente, de una manera todavía muy misteriosa, una necesidad elusiva, pese a que, vitalmente, la experimenta como tal necesidad” (Caballero, 2002: 72)–, en el que el deseo y la casualidad se unen en un escenario compartido por los decadentes, el espacio urbano. El Decadentismo aboga por unos placeres que lo diferencien del hombre común, “con el fin de 9

romper con esa cotidianidad pequeño-burguesa […] [el] ideal de naturalidad lo desplazará por un ideal de artificiosidad. […] Sus placeres serán “modernos”, “urbanos”. La ciudad […] será su entorno inmediato por excelencia: lo artificial urbano frente a lo natural-rural” (Bornay, 1990: 104). Breton compartía este gusto por lo “artificial urbano”, sin embargo no todos los surrealistas seguían esta inclinación: Dalí representará en la mayor parte de sus lienzos los paisajes y playas que tanto lo marcaron en su infancia entre Cadaqués y Figueres.

2.1.

Femme Fatale

Aunque como vemos hay ciertas diferencias entre los artistas del Surrealismo; en relación a la figura femenina son muchas más las coincidencias que las discrepancias, sobre todo en el uso de diferentes arquetipos. La femme fatale es sin duda el estereotipo más inspirador, directamente relacionado con la figura de la mujer-devoradora y la mujer-castradora, el concepto tal como lo conocemos hoy tiene su origen en la segunda mitad del siglo XIX, aunque podemos encontrar antecedentes en la obra de Goethe, Götz von Berlichingen (1773), en el personaje de la condesa Adelaida (Bornay, 1990: 118). Con un componente más activo que en la representación tradicional de la figura femenina, a la femme fatale se le añaden grandes dosis de erotismo y sexualidad, así como atributos mortalmente amenazadores que ejemplifican el miedo masculino hacia la mujer moderna –conviene recordar que en el siglo XIX las mujeres toman un papel más activo en la esfera pública, reivindican sus derechos políticos, consiguen tener acceso a la educación superior, toman protagonismo a nivel profesional… Habitualmente se considera esta época como la primera ola del feminismo, y este poder adquirido por el género femenino genera sentimientos de miedo y amenaza en los hombres que ven a la mujer “como una fuerza del mal, que iba a destruir las instituciones, derechos y privilegios establecidos” (Bornay, 1990: 83)–, un miedo que continuaría en diversos movimientos artísticos posteriores como el Dadaísmo, tremendamente influyente en la corriente surrealista, que a pesar de su transgresión en cuestiones estéticas, mantenía “un estilo de vida convencional (salvo excepciones), además de insistir en la perpetuación de los roles de género tradicionales”; en este sentido Juan Vicente Aliaga se cuestiona el origen del sexismo dadaísta: Parece oportuno preguntarse si la existencia de este profundo poso sexista proviene del temor que sentían algunos hombres ante los cambios sociales que experimentaba la agitada sociedad […]. Cambios en la esfera laboral (la incorporación de población femenina a las fabricas durante la guerra), en el reconocimiento de los derechos políticos (participación en mítines, 10

lucha por el sufragio, exigencia del derecho al aborto…), en la presencia activa en el terreno de la política de destacadas mujeres emancipadas. Miedos masculinos que estaban anclados en las costumbres, en los ritos (habitus), en la vida cotidiana y que la cultura también había fomentado (Aliaga, 2007: 76).

Y, precisamente, fija en la femme fatale simbolista su posible origen: “sobre todo si se piensa en la tradición de imágenes sobre la mujer fatal –una suerte de animal castrador– que la pintura simbolista ofreció en el siglo XIX y que también repercutió en el ámbito del teatro” (Aliaga, 2007: 76).

2.2.

Hermafroditas y andróginos

Las características de dominación y poder de las féminas (normalmente atribuidas al hombre) en ocasiones otorgaban “a la imagen del ser femenino una apariencia a menudo andrógina” (Bornay, 1990: 107), algo que podemos observar, sobre todo, en la obra de Gustave Moreau. Esta figura, la del andrógino, tuvo un destacado protagonismo entre los artistas finiseculares que veían en él “la perfecta fusión de los dos principios, el femenino y el masculino que equilibran y unen la inteligencia y la estética […] significaba la belleza absoluta, superior a la de la mujer que pertenece a la naturaleza; una belleza que se basta con ella misma y no tiene necesidad de nadie” (Bornay, 1990: 307). Igualmente, entre los surrealistas y más concretamente en Dalí, la imagen andrógina será especialmente relevante. A Breton, El Banquete de Platón (considerado el texto precursor del tema, escrito en torno al 386 A. C.), le sirvió como consolidación de la idealización de la mujer y del amor: Breton, que alabó el mito del andrógino primordial según Platón, por el que el hombre busca su otra mitad, su realización, fundiéndose en el cuerpo de una mujer. Platón también había hablado en El banquete de otras unidades, las que forman las mujeres que aman a las mujeres y las de los hombres que quieren a otros hombres. […] Breton suprimió en sus textos estas dos categorías, dejando al descubierto su patente heterosexismo y focalizando su atención en una visión idealista de la mujer eterna (Aliaga, 2007: 152).

En Dalí, “la figura del hermafrodita y/o del andrógino, irradia como un escudo protector contra sus terrores íntimos y un ideal estético intraspasable” (Villaceque, 2011: 370). Hasta la llegada de Gala, los conflictos identitarios, el terror al aniquilamiento y la inestabilidad entre las fronteras genéricas marcarán la vida y obra del pintor, a partir de 1929, se produce “el descubrimiento de la sexualidad y la reapropiación del propio cuerpo diseminado” 11

(Villaceque, 2011: 384-385) donde las hibridaciones sexuales transcriben “a la perfección la metamorfosis inherente al arte que oscila en permanencia entre el caos de la indistinción y la plenitud de la forma perfecta” (Villaceque, 2011: 397).

2.3.

La esfinge y la sirena

Volviendo al concepto de la mujer fatal, y partiendo de él, las representaciones que utilizan los simbolistas primero, y los surrealistas después, son bastante concretas: “ellas son las poderosas Esfinges, las paralizantes Medusas, las peligrosas brujas, las vampirizadoras de su energía vital, decapitadoras de devoradora sexualidad, “lolitas” perversas…” (Ruido, 1998: 381). La figura de la Mujer-Esfinge es una de las más destacadas, relacionada principalmente con el mito de Edipo (uno de los más influentes en la obra de Salvador Dalí, como veremos), los simbolistas y decadentes se sintieron “seducidos por su exotismo, su naturaleza arcaica, sus connotaciones esotéricas y su fuerte potencial erótico. Les evocaba asociaciones con antiguos mitos, con misterios jamás expresados, y, al mismo tiempo, su hibridez les atraía” (Bornay, 1990: 258). La representación de la Esfinge ha sufrido ciertas transformaciones según los artistas, la confrontación explícita entre mujer y bestia la podemos observar en obras como Edipo y la Esfinge (1864) de Moreau, La Esfinge (1879) de Rops o La Esfinge y Psique (1899) de Toorop, sin embargo, vemos que autores como Franz von Stuck (El beso de la Esfinge, 1895; La Esfinge, 1904), Fernand Khnopff (El ángel (Animalidad o El encuentro del ángel con la animalidad), 1889) o Edvard Munch (Esfinge, 1909; La Esfinge, 1927) comienzan a identificar directamente el mito con el cuerpo femenino sin alusiones zoomórficas, reforzando la equivalencia entre lo animal, es decir, lo irracional e instintivo, con la mujer, quedando consecuentemente relegado el hombre al plano racional y cultural. Una dicotomía habitual y, que como veremos se continuará repitiendo, en la que “la separación de cultura y naturaleza se prolonga en la creación de opuestos, hombre-mujer y en el principio de que la cultura, y por ende el hombre, son superiores a la naturaleza-mujer […] esta segregación conceptual es jerárquica y falsa y […] obedece a una ideología patriarcal que surge y se acentúan tras la prehistoria” (Aliaga, 2007: 136). Relacionada con este mecanismo de “bestializar” a la mujer para otorgarle valores malévolos, encontramos también la figura de la Sirena –“muy a comienzos de la Era Cristiana se la identificó con la seductora de las almas de los hombres. Por lo tanto, durante la Edad Media 12

fue muy popular como emblema de pasión libidinosa. A menudo se la muestra con un pez cogido en su mano: el alma atrapada por la lujuria” (Lucie-Smith, 1992: 252)–, y ambas (junto a Medusa) personificarán el papel de híbridos monstruosos y a su vez seductores que “buscarán la perdición y ruina del héroehombre” (Bornay, 1990: 276). Un buen ejemplo

Fig. 1. “La invención colectiva” (1934), R. Magritte. Fuente: www.barbarainwonderlart.com

de ello es el cuadro de Moreau, El poeta y la Sirena (1895), del que Erika Bornay realiza una fenomenal interpretación, se trata de: La venganza de una cruel mujer-pez que tiene secuestrado al poeta en el interior de una gruta. La imagen exangüe y exquisita de un Orfeo andrógino se contrapone a la alta y poderosa Sirena que lo mira ferozmente y le acerca una mano como temerosa de que se le escape. Su larga cabellera se confunde con los rojos corales y con el esmeralda de las plantas acuáticas que rodean su cuerpo; y el extremo de su cola de pez, ondulante y estrecha, se asemeja a la de una enorme serpiente, lo que, iconográficamente, la acerca a la temible Harpía (Bornay, 1990: 281).

Pintores como René Magritte, realizaron su propia interpretación del mito resaltando los valores fálicos que se atribuía a la Sirena. En La invención colectiva (1934) [Fig. 1], Magritte invierte la combinación mujer-pez evidenciando al espectador que lo que ve es “una mujer que es ‘toda polla’” (Lucie-Smith, 1992: 253). Esta tendencia surrealista al falocentrismo, representado a través de “mujeres con pene”, suele sugerir “una inadecuación corporal anexa a la monstruosidad de un ser depravado, la mujer, que busca socavar el poder viril” (Aliaga, 2007: 146), así como una defensa, una respuesta ante el trauma del complejo de castración (símbolo de la pérdida del poder, del control) desarrollado por Lacan: La teoría lacaniana de que el falo es el significante de una falta (la castración) no hace sino abundar en una obsesión: la ausencia de pene en el cuerpo de la madre, de la mujer por extensión y el temor a perderlo por parte del varón, de ahí que éste, en el entramado literario y artístico del surrealismo, trate de dotar de carácter fálico a todo un conjunto de adminículos y de objetos que le ayuden a superar el miedo de la pérdida (Aliaga, 2007: 150).

En definitiva, y como afirma Juan Vicente Aliaga, “la materialización del falicismo en la producción surrealista, que es una llamada de atención al deseo posesivo, siempre desde la perspectiva excluyente del sujeto masculino heterosexual, se contrapone o se matiza 13

parcialmente con la presencia de construcciones disonantes de la uniformidad sexual y del continuum fálico” (Aliaga, 2007: 150).

2.4.

Mujer-Musa

En contraposición a los arquetipos derivados de la femme fatale, la figura de la Mujer-Musa adquiere en el Surrealismo una mayor relevancia. Aunque esta figura inspiradora estaba situada bajo la dominación del artista masculino, quizás por la herencia simbolista de la mujer-castradora que provocó que los surrealistas utilizasen técnicas como la fragmentación y la objetualización para mantener el control sobre ella, manejaban su figura para “iniciar y complementar su creación […] Ella guía hacia el reencuentro con la inocencia perdida y las zonas reprimidas del inconsciente […] el signo mujer es ubicado por los surrealistas en el terreno de una proyección idealizada de un Sujeto en el proceso de la creación artística” (Guerra, 1994: 91-92). A pesar de los elogios que recibía la mujer como musa, su papel subordinado es evidente “Monsieur Breton consideraba a la mujer un ser “superior y excelente” por el mero hecho de serlo, merecedor de admiración y pasión […] [pero] antes que sus obras valoraba, complaciente y dominante, su sexo” (Ruido, 1998: 409), se la consideraba una fuente de inspiración, una “especie de seres pasivos a los que el varón invoca, otorgándoles ellos la gracia de su presencia” (Caballero, 2002: 73). En líneas generales, [la mujer] es concebida como musa, como eje dócil de la inspiración artística, fundamentalmente debido a su belleza […] condición inventada y fabricada por poetas y artistas […] [pero] el proceso de idealización es la cara de una moneda que oculta en la mujer, según el ideario surrealista (salvo excepciones) una naturaleza indómita, abrupta, maligna (Aliaga, 2007: 138).

Pese a esta paradoja, la figura de la mujer-musa era la protagonista del concepto surrealista por antonomasia: el amour fou. María Ruido, citando a Sergio Lima, define el concepto amoroso surrealista “no como felicidad sino como búsqueda, como fuente de deseo, como luz orientadora del camino de la vida y de la rectitud” (Ruido, 1998: 392), no obstante, la idea del amor también tiene una doble vertiente, positiva y negativa, que desarrollaron André Breton y Georges Bataille respectivamente: La de Bataille revive las relaciones feudales encarnadas en la “laison” hombre/mujer, en un conjunto inspirado en Sade donde el hombre ejerce el dominio y la mujer es la sierva dominada. El amor como transgresión pública aparece aquí en su más alta cota poética […]. 14

En la práctica, no es más que la trasposición de la tradicional atribución sadismo masculino/masoquismo femenino […]. Es un amor en busca del éxtasis, con una gran carga física y un cierto ‘placer doloroso’ propio de nuestra herencia judeo-cristiana. […] No tan lejos como una antítesis se sitúa Breton, más suave y ceremonioso, recogiendo las tradiciones del amor cortés y del amor romántico donde la mujer responde al prototipo del ser ideal que vive en función de la pasión amorosa, ser lejano, inalcanzable, solo aprehensible a través del deseo (Ruido, 1998: 393).

Dalí, en concreto se inclinará especialmente por la propuesta de Bataille, que incluye un mayor acercamiento al sexo: Dalí lleva a cabo una escritura de la desocultación, de liberación del deseo que se esfuerza por aparecer con incontrolable violencia, produciendo esa característica mezcla de seducción y horror. Frente al sexo, único y absoluto tema, el artista mantiene una actitud instigadora: quiere hablar “de eso”, engrandecerse a través de la publicidad de su miseria masturbatoria, lograr un plano de expresión en el que las carencias aireadas por su arte adquieren un estatus de salud patológica. Así, frente al limpio onirismo de Breton, Dalí no sólo opone el flujo excrementicio, sino que propone el método paranoico, la reinvención de la enfermedad y la reivindicación de una visión deformada y constructiva (San Martín, 2004: 50).

Aunque el concepto del amor no se plasma únicamente en el ámbito sexual daliniano, para el artista catalán esta idea tenía connotaciones devoradoras, la faceta inspiradora y la destructora del amor eran complementarias y no opuestas, ambas convivían unidas e inseparables en el denominado “canibalismo amoroso” que analizaremos en profundidad en torno al tema del Ángelus de Millet (1857-59) y la mantis religiosa más adelante.

2.5.

Mujer-Niña

La mujer-musa tiene, además de una vertiente erótica y sexual, otra más inocente que se traduce en la figura de la Mujer-Niña (Bornay, 1990: 142-157) que los surrealistas utilizaban como una conexión más pura y “virginal” con el inconsciente y con lo irracional, y que los simbolistas dieron un amplio tratamiento, quizás porque “la ausencia de curvas acentuadas y de vello púbico, resultaba menos “obsceno”, más tranquilizador, y menos exigente, que el de la mujer madura” (Bornay, 1990: 144), sirvan como muestra las obras de Edvard Munch (Pubertad, 1894), Carl Larsson (La habitación de las niñas, 1895) o Daynes-Grassot (Niña frente al espejo, 1912). Por otra parte, la infantilización de la mujer puede ser una técnica con la que “se logra producir un desplazamiento real y tangible de la mujer en los asuntos 15

públicos en el que se toman las decisiones fundamentales” (Aliaga, 2007: 138), es decir, este estereotipo femenino podía ser utilizado como una estrategia de dominación sobre la mujer, en la que la infantilización “justificada en la exaltación de la ternura como condición y atributo inherente a la feminidad– va de la mano de una glorificación que remite a la fraseología medieval del amor cortés y que, a la postre, imposibilita la tarea de emancipación que se planteaba el incipiente movimiento sufragista y feminista” (Aliaga, 2007: 138). Como hemos visto, la identificación de la mujer con la parte instintiva del ser humano y la del hombre con la parte racional que se reitera en el arte de finales del XIX y principios del XX, refuerza la tradicional dicotomía Mujer-Naturaleza/Hombre-Cultura. En este sentido, la imagen de la Mujer-Naturaleza toma también fuerza durante el Surrealismo, cuyo cuerpo es trasmutado en elementos y formas sacadas del mundo natural, lo que les permite conectar con este universo no dominado por la razón. Ubican al Deseo en la noción de lo prohibido que necesita ser subvertido y que postulan lo erótico como aquella experiencia que una a todo lo cósmico. De allí, que proliferen las imágenes de mujeres rodeadas por la vegetación y que sus órganos sexuales se representen como inocentes y exuberantes flores que también tienen la posibilidad de convertirse en figuras de senos alargados como lanzas (Femme phallique de Salvador Dalí) o de vagina incrustada de ganchos filosos (La femme affamée de Roberto Matta) (Guerra, 1994: 90).

Esta identificación, al igual que con la de la Mujer-Niña, permite al artista dominar la figura femenina relegándola a “ámbitos de desposesión y cosificación” (Aliaga, 2007: 132) y sometiéndola a un papel totalmente pasivo, como se puede ver en un poema de Breton incluido en Clair de terre (1923), donde describe “los variados procedimientos sugeridos para poseer a la mujer transmutada en flor, en pura vegetación, en naturaleza: contemplarla, recogerla, cortarla, respirarla, comerla, atravesarla. Una posesión absoluta incitada por un olor a jazmín embriagador que despierta el deseo masculino” (Aliaga, 2007: 130). La asociación de la imagen de la mujer con la Naturaleza como medio carente de razón y, por tanto, de legitimidad a la hora de tomar decisiones, permite también el “alejamiento de aquélla de la participación activa en los foros de poder. Muy a menudo dicha vinculación [mujernaturaleza] apela a la capacidad reproductora y engendradora. La maternidad parece el destino obligado de toda mujer” (Aliaga, 2007: 134). En definitiva, la idea de la mujer que tienen los surrealistas proviene en gran medida de la imaginería simbolista, heredera a su vez de muchos de los valores románticos, y cuyo común denominador es la imagen soñada de ésta, es decir, la imagen irreal que los artistas 16

masculinos fabrican y utilizan como método de dominación sobre una figura que consideran peligrosa, no tanto contra sí mismos, sino como amenaza del poder que ostentan en la sociedad. Las mujeres soñadas por el Surrealismo son las hijas de “la Juliette de Sade, la Sylphide de Chateaubriand y la Aurélia de Nerval, un poco más tarde la Salomé de Gustave Moreau, L’Eve future de Villiers de L’Isle-Adam, la Morelle de Marcel Schwob, y más cerca de nosotros, la Mariée de Duchamp, la Poupée de Bellmer (…) y las diversas variantes que tienen en común proponer una mujer reinventada” (Ruido, 1998: 394-395).

Desde una perspectiva freudiana, se podría pensar que la idealización excesiva de la figura femenina suele desembocar en hostilidad hacia la mujer, aunque sea una mujer inexistente e imaginada. Es decir, “el método […] mediante el que se ensalza desmedidamente la condición femenina con el propósito, consciente o no de desactivarla […] obedece a una finalidad en unos casos claramente teleológica y en otros a reacciones miméticas más o menos justificadas. La divinización y veneración esconden una contrapartida: la representación de la mujer como demonio” (Aliaga, 2007: 145). Esta asociación entre la mujer y la idea del Mal, la veremos con mayor detalle en el apartado dedicado a la mujer-devoradora.

3. FRAGMENTACIÓN Y OBJETUALIZACIÓN DE LA MUJER DESDE UNA PERSPECTIVA DE GÉNERO Resulta evidente, a lo largo de diversas obras surrealistas, que la fragmentación o la desmembración del cuerpo femenino ocupa un lugar destacado en cuanto al modo de representar a la mujer. Aunque no es un recurso novedoso, ya Freud destaca este tema entre los motivos utilizados en el Romanticismo, sí resulta interesante la reelaboración y la justificación que alega el Surrealismo para hacer uso de ello. Nos remitimos a la dialéctica freudiana dada su evidente influencia en el movimiento surrealista, en este sentido, Juan Vicente Aliaga sostiene: Lo que Freud escribió, unido a su teoría sobre la envidia de pene, tuvo enormes consecuencias en la articulación de discursos posteriores […] que coadyuvaron a edificar la idea de que el cuerpo femenino está construido sobre un vacío, como hueco, cavidad, superficie penetrable […] el psicoanálisis, plagado de contenidos androcéntricos, contribuyó sobremanera a invisibilizar la autonomía y el placer sexual de la mujer (Aliaga, 2007: 124). 17

Como hemos dicho, Freud elaboró una compilación de algunos de los temas del Romanticismo inscritos en la categoría estética de lo siniestro en su obra homónima de 1919 – Freud aborda este concepto desde dos vías: a través de la evolución del lenguaje (alemán en este caso) y mediante las experiencias e impresiones de las personas. Interesa especialmente esta última, de la que concluye que “lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación” (Freud, 1919: 12)–, de los cuales resultan relevantes para esta investigación dos en concreto: por un lado, las imágenes de muñecas, figuras de cera o autómatas, de las que la figura femenina suele ser protagonista, nos remiten a una relación directa entre mujer y objeto, deshumanizando a ésta puesto que se genera “la duda de que un ser aparentemente animado sea en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado” (Trías, 2006: 46). La belleza femenina se sitúa en el centro entre lo animado y lo inanimado, entre lo humano y lo inhumano, encontrándonos representaciones habituales de “una belleza marmórea y frígida, como si de una estatua se tratara, pese a tratarse de una mujer viviente” (Trías, 2006: 46). Un buen ejemplo de este motivo sería la serie de Hans Bellmer, La poupée, iniciada en 1934, “una muñeca obsesiva, un objeto de deseo artificial, onanista, dispuesto para provocar y satisfacer todas las fantasías a las que una mujer real posiblemente no accediera” (San Martín, 2004: 43). El artista “somete el cuerpo femenino a una nueva anatomía: proyección de su propio deseo, el de hacer cuerpo con el cuerpo ajeno” (Aliaga, 2007: 129). Esta relación animado/inanimado tendrá también gran influencia en la obra de Salvador Dalí, quien lo interpretaba a través de lo orgánico y lo inorgánico, lo vivo y lo geológico, utilizando la “petrificación” como base en temáticas como el mito de Gradiva o Andrómeda, como veremos más adelante. No obstante, este juego petrificador y enteramente siniestro comienza ya desde su cuadro El juego lúgubre (1929), en el que una estatua que cubre su rostro puede ser identificada con Venus (Fanès, 1999: 172) (estableciendo una referencia a la eterna dicotomía Eros/Thánatos) y que, en general, desprende la idea de que la “representación de la sexualidad se ha petrificado” (Fanès, 1999: 173). Félix Fanès recuerda: J. V. Foix escribiría que en Dalí “las carnes pugnan, en su flacidez, por petrificarse”. Ello se debe a que la poética del pintor es “una manifestación franca de arcaísmo geológico” y que sus “realizaciones de avanzada” eran tan sólo “un retroceso multisecular, una búsqueda desesperada de formas primitivas de vida”. […] Con estas afirmaciones acercaba la poética de

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Dalí a aquella declaración efectuada por Breton en L’Amour Fou, “lo animado se halla tan cercano de lo inanimado” (Fanès, 1999: 172-173).

Por otro lado, las imágenes de amputaciones o descuartizamientos, y en especial, las lesiones de partes blandas o sensibles del cuerpo humano, “órganos muy íntimos y personales como los ojos o como el miembro viril” (Trías, 2006: 47), son una tónica dominante en el movimiento surrealista. En este sentido cabe citar la obra de E. T. A. Hoffmann, El hombre de arena (1817), en la que el protagonista Nataniel se enamora de una autómata llamada Olimpia, la cual al final de la narración es despedazada por su propio creador durante un forcejeo, y al verlo Nataniel, que creía que se trataba de una mujer de verdad, cae en la más absoluta locura y termina suicidándose. Vemos en este relato varios elementos destacables: el protagonismo de una autómata dominada por su creador que es quien decide despedazarla, nos remite a la representación que hacen los surrealistas de la mujer-musa, ejerciendo su papel de artista-creador disponiendo de ella, desmontándola y montándola a su antojo; además, en el texto se da una importancia especial a la agresión a los ojos, que Freud vincula directamente con el complejo de castración (Freud, 1919: 7), uno de los temas que dominan el arte surrealista, relacionado a su vez con el mito de Edipo, quien “pierde su poder reventándose los ojos con un broche de su madre, que había sido su amante, cumpliéndose de ese modo la predicción del oráculo. Un hombre sin ojos, desprovisto del sentido fálico de la vista, equivaldría a un hombre castrado” (Aliaga, 2007: 123). La justificación que daban los surrealistas a la fragmentación femenina era la búsqueda del misterio de la mujer, de su esencia enigmática, con la disección simbólica del cuerpo. Éstos consideraban a la mujer como un ser que había venido al mundo con la única finalidad de ser descubierta (por el varón, desde luego). Por ella misma la mujer no gozaba de autonomía. Únicamente existía porque, algún día, al cruzar la calle, un hombre se fijaría en sus ojos, sus manos o su forma de andar. Algunas de estas cualidades le atraparían, convirtiéndose en el punto de partida para que, progresivamente, fueran interesándose por el resto de su ser (Caballero, 2002: 71).

Los artistas proclamaban una liberación del deseo donde la mujer jugaba un papel clave, pero esta liberación “beneficiaba a los hombres, pues a la postre ellos eran los protagonistas de ese deseo, mientras que las mujeres ocupaban el lugar objetualizado de sitios o lugares del deseo, convirtiéndose en imágenes pasivas, constitutivas de una feminidad estereotipada” (Aliaga, 2007: 122). La pulsión del deseo masculino desemboca en ocasiones en una deformación

19

anatómica de la mujer amada, “desarticulada, hinchada, amputada, puesto que se ve reducida a sus orificios, sus pliegues, sus múltiples vaginas” (Aliaga, 2007: 129). Según Estrella de Diego, utilizaban la estrategia desmembradora para “desactivar a las mujeres […] hacerlas pedazos, presentar de ellas la parte por el todo” (Diego, 2003: 89), y así también lo reafirma Juan Vicente Aliaga, “la veneración hacia la mujer objetualizada suele acarrear la desactivación de su capacidad y su potencial en tanto que sujeto” (Aliaga, 2007: 130). Es decir, las reducían a partes concretas de su cuerpo (labios, senos, brazos, piernas…) que, junto con la fuerte sexualización que se les atribuía, adquirían un carácter fetichista muy acentuado: La fetichización, fenómeno que en términos freudianos reenvía al terror que el niño siente al recorrer ascendentemente el cuerpo de la madre –pies, piernas y, más arriba, lo que no está, la falta– para darse de bruces con una diferencia que se instala como amenaza, se suele ejemplificar a través de un objeto privilegiado, el zapato, que representa la zona limítrofe donde el terror a esa ausencia no se ha visualizado aún. El zapato adquiere de este modo una significación privilegiada; es la madre antes del terror, la mujer completa, el todo desplazado, lugar de construcción de fantasías y exorcización de miedos (Diego, 2003: 89).

El terror al que se refiere Estrella de Diego no es otro que el terror a la castración, “el varón ante el miedo de la castración necesita gestar o al menos recrear formas alusivas al pene que pueblan y anidan en la superficie corporal de la mujer que es, a la postre de donde dimana la amenaza” (Aliaga, 2007: 124), es decir, el fetiche surge a modo de protección del hombre, pero también, y paradójicamente, “como recordatorio de que ésta se ha efectuado. En este sentido se produciría una contradicción entre el paradigma propuesto por André Breton y Louis Aragon según el cual la mujer, idealizada, es el destino del hombre […] y quienes temen su poder castrador” (Aliaga, 2007: 125). Otra famosa obra estudiada por Juncal Caballero que a mi modo de ver responde de modo paradójico a esta categoría es La violación, pintura realizada por Magritte en 1934. El lienzo ofrece a primera vista la apariencia de un rostro de mujer. Tan sólo la apariencia, pues los elementos que lo componen no guardan ninguna relación con los que conforman un rostro. En la cara de la mujer (que también evoca un contorno femenino desnudo) han desaparecido los ojos, la nariz y la boca, habiendo sido sustituidos, respectivamente, por pechos, ombligo y vello púbico. El juego metamórfico es propio del imaginario surrealista pero aquí adquiere una dimensión que no puede pasarnos por alto: “el rostro todo / el cuerpo todo; los sentidos principales sustituidos por los ‘sentidos sensuales’, la mujer que cierra su boca para hablar 20

con su sexo. Ni siquiera el lúdico equívoco de esta pintura puede hacernos pasar por alto esta aproximación fálica al cuerpo femenino” (Caballero, 1995: 73). La misma autora también cita en este artículo las fotografías de Man Ray El violín de Ingres, de 1924, y Erotique Violé, de 1933, en las que la delicadeza de las formas del objeto musical trasladadas a la espalda femenina de la primera y el énfasis maquinista en la segunda no hacen olvidar la cuestión principal: "otra vez la mujer se hace objeto, su espalda es un instrumento para ser tocado, su sexo el inicio de la actividad maquinal" (Caballero, 1995: 73). Los surrealistas reinventan el cuerpo femenino como síntoma, al que “inmovilizan como maniquí, lo maniatan, lo cadaverizan, lo someten a un proceso de fetichización que no habla de su placer sino de su miedo” (Ruido, 1998: 391). María Ruido pone de manifiesto en su artículo Histéricas, visionarias, seductoras. De las iconografías clásicas al surrealismo (1998), el fetichismo y el sadismo que domina la visión de lo femenino en los surrealistas: El cuerpo femenino aparece como objeto de sus impulsos, pasivo y amordazado, padece sus embestidas amorosas carentes de capacidad para la comunicación o acción. Su impotencia, su frustración, su patologizado intento extralingüístico (la histeria), incluso su subversiva pasividad, son desoídas y manipuladas por un imaginario que legitimiza y escuda en los territorios del arte la más descarada continuidad de la dominación patriarcal y sus metodologías (Ruido, 1998: 402).

Además, reforzando esta idea la autora cita a Miguel Cereceda, quien caracteriza al Surrealismo “por el uso y el abuso del cuerpo femenino como objeto privilegiado de las fantasías, las perversiones y las obsesiones de los artistas […] es el cuerpo sufriente, el cuerpo torturado de la mujer, el cuerpo asediado, no como objeto de delectación de fantasías eróticas, sino como el efecto miserable de tales fantasías” (Ruido, 1998: 395). En este sentido, también resulta interesante el concepto de “mujer desmontable” que maneja Dalí. En 1934 publica en la revista Minotaure su artículo Los nuevos colores del sex-appeal espectral, en el que diferencia entre los conceptos de “fantasmas” y “espectros” –los primeros, “corresponden a una degeneración de la materia: se han hecho gordos, carnales y grasientos. El uso los ha vuelto groseros”, los segundos, “están construidos en el fulgor de un instante […] son “rapidez luminosa”, “erección exhibicionista”, “instantaneidad rígida, histérica, de mirón”. Los espectros son los que verdaderamente representan la sustancia real, la urdimbre más cierta de la visión paranoica” (San Martín, 2004: 39)–, enarbolando los segundos sobre los primeros y estableciendo que “el nuevo atractivo sexual de las mujeres vendrá de la posible utilización de sus capacidades y recursos espectrales, es decir, de su 21

posible disociación”, sentenciando finalmente que “la mujer espectral será la mujer desmontable” (San Martín, 2004: 40). El artista catalán aplica este concepto a obras como Rostro de Mae West utilizado como apartamento surrealista (1934) [Fig. 2], la actriz que para Dalí representa ese ideal espectral y a quien reduce a objeto dividiendo los elementos de su rostro

–también

Francisco

Javier

San

Martín

interpreta que “predomina la idea de penetración en la modelo que […] está relacionada con su obsesión por refugiarse otra vez en el útero de la madre y ser devorado por ella, ya que el lugar de descanso, el Fig. 2. “Retrato de Mae West” (1934), S. Dalí. Fuente: www.taringa.net

sofá, es una boca cerrada que previsiblemente se abrirá para devorar al amante que la ha penetrado

[…] En Dalí, rostro y sexo se identifican creando la imagen deseada de la madre” (San Martín, 2004: 91)–, o Venus de Milo con cajones (1936) en el que se materializa la “mujer desmontable” y a la que añade pequeñas matas de pelo que “transforma la fría e inerte figura de mármol en un cálido objeto, seductor al tacto” (San Martín, 2004: 43). Como se ha podido intuir, la imagen que tenían los artistas del Surrealismo de la mujer queda relegada a su utilización como medio, como vehículo para la consecución de la obra final, es decir, que ocupan una posición de objeto-pasivo en relación al sujeto-activo que era el artista masculino, quien mediante la fragmentación del cuerpo les otorgaba ese papel: “no hay mejor inutilización de su condición de sujeto pensante que acentuar los ligámenes entre la mujer y la pasividad, desposeyéndola de la capacidad de movimiento” (Aliaga, 2007: 130). Asimismo, la enarbolación de un cuerpo-objeto supone para los surrealistas que las mujeres no pudiesen acceder a otros ámbitos, “ser sobre todo cuerpo significa dejar de ser otras cosas; abandonar la posibilidad de existencia en esferas distintas de lo material. Significa, en ocasiones, no poder acceder al verdadero estatuto humano; perder la posible dimensión ética, social o política de la existencia” (Aliaga, 2007: 156).

22

3.1.

¿Envidia del pene o complejo de castración?

Este reparto de papeles estaría justificado, además, por el discurso freudiano que define “la femineidad en términos de la carencia de su pene [considera el clítoris como un falo atrofiado], partiendo así de un elemento ausente para definir una Totalidad que explicaría a la mujer como individuo sicológico” (Guerra, 1994: 77). Para Freud La posesión de un pene equivale […] al privilegio de convertirse en un Sujeto activo, en un individuo capaz de modificar su entorno mientras la mujer, en su posición de objeto, está condenada a la pasividad y a una impotencia que origina envidias y frustraciones. […] sin embargo, resulta de gran utilidad para reafirmar el poder del falo y sus estructuras patriarcales (Guerra, 1994: 79).

Sin embargo, ya Karen Horney una discípula de Freud, en una serie de artículos entre 1922 y 1933, refuta la teoría freudiana argumentando que “la envidia del pene es sólo lo que el hombre supone que debe sentir una mujer, en un proceso de transferencia de su propio temor a ser castrado” (Guerra, 1994: 83), de igual modo, el grupo surrealista idealiza su propia idea de lo femenino, elaborando una “imagen irreal, producto del inconsciente, del ensueño, divorciada de lo concreto histórico y existencial y apta para ser manejada libremente como un objeto” (Rodríguez-Escudero, 1989: 419), es decir, se apropian de lo femenino sin tener en cuenta a la mujer real. Lucía Guerra recuerda que “los testimonios de las mujeres que participaron en el Surrealismo ponen en clara evidencia esta dicotomía tajante entre la imagen venerada de la mujer imaginada y la posición ideológica e histórica de los surrealistas que tuvieron siempre tendencia a marginarlas y discriminar en contra de ellas” (Guerra, 1994: 89). Asimismo, vemos en el célebre cuadro de Dalí, El gran masturbador (1929), que la imagen de la mujer forma parte del autorretrato masculino del artista, de lo que puede desprenderse que “no tiene identidad propia, sólo existe en tanto que es imaginada, construida a partir de la mente y del cuerpo masculino […] La presencia de la mujer es sólo mental, en tanto que juega el papel de material combustible para encender y quemar el deseo” (Raquejo, 2004: 33-34). Esta hipocresía surrealista que adoraba a la mujer y a su vez la oprimía, queda también reflejada en un maniqueísmo en el que se establecía una dicotomía entre la idea de mujer positiva y mujer negativa. Aunque este dualismo proviene de la tradición judeo-cristiana que se proyecta en la Historia del Arte, de forma más o menos definitiva, a partir del siglo XII con la oposición María/Eva –“la Iglesia medieval adora y glorifica a María porque ella es […], la que fue concebida y concibió a su vez sin el pecado, en oposición a Eva, de la cual la mujer común es hija. […] Estas dos visiones de la mujer […] una, como expresión de lo más puro y 23

luminoso, otra, como expresión del mal, de lo diabólico, lo hallaremos más adelante, en el siglo XIX” (Bornay, 1990: 43)–, el psicoanalista Carl Gustav Jung en el siglo XX establecía que “en cada siquis humana se da lo femenino y lo masculino como dos modalidades de Ser que poseen una expresión explícita dominante y otra inferior latente” (Guerra, 1994: 84). Distinguía entre dos conceptos, el ánima y el ánimus: En el ánima predomina el impulso instintivo, las emociones, la sensibilidad, la ternura, los celos y la creatividad. A nivel de representación simbólica, corresponde a las figuras de la diosa, la bruja, la mártir y la musa. El ánima, como sinónimo de la tierra, el amor y la sabiduría tiene su equivalente metafórico en la vaca, la paloma, la lechuza y el gato y es, por excelencia, de carácter pasivo, razón por la cual le corresponden los verbos intransitivos y los sustantivos. Por el contrario, el ánimus funciona a partir de la actividad, la racionalidad y las aspiraciones de poder. Suyos son los verbos activos y la capacidad de dominar, iniciar, crear, articular y expresar significados. Sus imágenes arquetípicas corresponden al padre, el príncipe azul, el juez, el profeta, el mago, el héroe, el rey, el sabio y los animales que lo representan son el toro, el chivo, el perro y el águila. (Guerra, 1994: 85)

Los surrealistas veían en la figura de la Mujer-Musa la realización de su concepto de mujer positiva, que era aquella “mujer que fecunda la imaginación, transmisora de lo desconocido, que conecta al hombre con la naturaleza” y cuya función era “provocar y estimular la creatividad del hombre” (Rodríguez-Escudero, 1989: 420), la veneraban hasta la saciedad, pero puede que no fuese más que una estrategia, “una forma de paralizar la creación autónoma de las mujeres que los rodeaban” (Ruido, 1998: 409) para mantener su poder de dominación y exclusividad creadora. Dentro de esta categoría, como hemos tratado en el capítulo anterior, encontramos diferentes arquetipos femeninos, como el de la Mujer-Niña o la Mujer-Naturaleza. Por otra parte, la idea de mujer negativa, como “la mujer destructora, que puede reducir a sombras el mundo del hombre, poseedora de lo misterioso, dominadora de fuerzas ocultas y presagio de la muerte” (Rodríguez-Escudero, 1989: 421) dominaba con fuerza en los lienzos surrealistas. Encontramos su antecedente en la femme fatale decimonónica y su representación por antonomasia en la mujer-devoradora o mujercastradora. No obstante, y obviando brevemente estas diferencias, es destacable la reflexión de Lucía Guerra sobre otro uso de la figura femenina por parte del Surrealismo, expone que se “asignó a la mujer el valor de todo lo opuesto a la axiología burguesa para hacer de ella la plataforma

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imaginaria que sirvió para escandalizar, revolucionar y contradecir, tanto la moral burguesa como los formatos artísticos tradicionales” (Guerra, 1994: 92). Podemos concluir que el artista surrealista, víctima de sus miedos, fobias, complejos y depravaciones, continuaba una estructura patriarcal heredada de los siglos XVIII y XIX donde “las mujeres juegan el papel de lo Otro, lo excluido, satisfaciendo de esta forma la estructura de la dialéctica binaria hegeliana y reafirmando así las bases de la doble tradición judeocristiana y greco-latina” (Ruido, 1998: 380), y aunque contribuyen a una renovación y recuperación de ciertos conceptos y estereotipos, la figura femenina sigue ocupando un papel receptor, pasivo, en el que los hombres se proyectan y ejercen su autoridad, en otras palabras, asistimos a una “redefinición de valores sociales en un mundo androcéntrico que volvió a imperar con el orden fálico […] [a] los conflictos sobre las políticas del cuerpo, la feminidad y la masculinidad, que cristalizan mediante las distintas variantes de la vanguardia surrealista” (Aliaga, 2007: 122).

4. LA MUJER DEVORADORA Uno de los estereotipos que más cautivó al grupo surrealista fue el de la mujer como devoradora de hombres, interpretado a partir del concepto de femme fatale de finales del XIX, en el que la figura femenina interpreta un papel amenazador y destructivo hacia el hombre, y que tiene sus antecedentes desde la poesía de Baudelaire hasta, entre otros, los mitos de Medusa y la mujer-vampiro o las figuras bíblicas de Salomé y Judit. Aunque el Surrealismo adoptó otras figuras, como la de la mantis religiosa, las influencias que se advierten de las temáticas simbolistas citadas resultan evidentes. Estos temas románticos, recuperados por los simbolistas y reinterpretados por el Surrealismo, fueron especialmente obsesivos para algunos pintores decimonónicos como Gustave Moreau, Edvard Munch o Gustav Klimt, de los que destacaremos algunas obras que ilustrarán la influencia en pintores como Salvador Dalí. En el universo daliniano, el concepto de canibalismo amoroso, es decir, “el erotismo y el sentimiento de la muerte […] [que] adquirieron en Dalí una connotación nutritiva. [En la que] el cuerpo del deseo se despedaza para ser inmediatamente devorado” (Ramírez, 2002: 50), inspirado por la teoría freudiana y que se corresponde con la primera etapa del desarrollo psicosexual (etapa oral) en la que “el fin sexual consiste en la asimilación del objeto […] El canibalismo se refiere a la fantasía de la incorporación física de otro objeto o persona” (Iribas 25

Rudín, 2004: 31), causa y a la vez domina gran parte de su obra, pero tiene su punto álgido en la obsesión que desarrolló Dalí en torno al Ángelus de J. F. Millet (1857-59) [Fig. 3]. Sus interpretaciones pictóricas sobre esta obra [Fig. 4] –“en un período de unos cuatro años, Dalí pintó hasta diez óleos con el tema de El Ángelus de Millet. Las dos figuras que rezan aparecieron por primera vez en el Monumento imperial a la mujer-niña, un óleo comenzado en 1929, pero con fecha de finalización incierta […]. Si el Monumento imperial es probablemente el primer óleo en el que se cita la famosa pintura, el más fiel a la disposición figurativa y espacial de Millet es El atavismo del crepúsculo (1933-34). En otras obras el motivo aparece muy estilizado (El Ángelus arquitectónico de Millet, 1933), con una manifiesta interpretación simbólica (Reminiscencia arqueológica del Ángelus de Millet, 193335), o como un elemento decorativo (Gala y El Ángelus de Millet precediendo a la llegada inminente de las anamorfosis cónicas, 1933)” (Fanés, 2004: 71)–, junto al texto El mito trágico del Ángelus de Millet escrito entre 1932 y 1935 por él mismo (aunque publicado en 1963 tras haberse perdido durante la Segunda Guerra Mundial (Ramírez, 2002: 54-55)), nos permiten obtener una idea bastante ajustada de la imagen de la mujer que tenía el artista. Dalí identifica al personaje femenino con la hembra de un insecto muy seductor para los surrealistas: la mantis religiosa –encontramos diversos ejemplos artísticos que tienen como cuestión central la imagen de la mantis religiosa: La mitrailleuse en état de grâce (1937) de Han Bellmer; Femme égorgée (1932) de Alberto Giacometti; Mantis religiosa (1938) de Óscar Domínguez; Paysage à la mante (1939) de André Masson; Mantes religieuses (1943) de Félix Labisse; un artículo de Roger Caillois en la revista Minotaure (nº 5, 12 de mayo de 1934) que desvela que Breton había criado dos mantis en su casa (Aliaga, 2007: 146-147)–. Señala el pintor: La posición de las manos cruzadas bajo el mentón, dejando al descubierto especialmente las piernas y el vientre, es una actitud frecuente […] se trata de la típica postura de espera. Es la inmovilidad que preludia las violencias inminentes. Es también la clásica actitud de los saltos de animales, es la común al canguro y al boxeador; y, sobre todo, la que ilustra con resplandor la mantis religiosa (Dalí, 1989: 69).

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Fig. 3. “Ángelus” (1857-59), J. F. Millet. Fuente: www.wikipedia.org

Fig. 4. “Los atavismos del crepúsculo” (1933), S. Dalí. Fuente: www.salvador-dali.org

La atracción hacia este insecto está justificada en varios sentidos. Por un lado, tanto los surrealistas como Dalí, veían en él una materialización natural de la idea del amour fou, es decir, una representación perfecta de la naturaleza que secundaba la imagen extrema y preconcebida de la mujer como devoradora de hombres. Una relación que Marie-Laure Bernadac sintetiza admirablemente: Toda la superficie de la tierra ondula como una carne penetrable en la que el hombre se introduce y se hunde. La tierra es la matriz material que se entreabre como la puerta de un laberinto para alimentar, proteger pero también devorar a los humanos. Puesto que la mujer es también amenaza de muerte, mantis religiosa de pesadas mandíbulas castradoras (Aliaga, 2007: 133).

Por otro lado, Beatriz Fernández Ruiz sostiene que los insectos son animales grotescos que “resultan a la vez familiares y muy extraños, como si vivieran ‘dentro de otras ordenaciones inaccesibles al hombre’; además, […] sentimos que ‘su procedencia poco clara’, les carga de sentido maléfico” (Fernández Ruiz, 2004: 167), quizás esa “siniestralidad” intrínseca de los insectos explique en parte la obsesión de Dalí por ellos (moscas, langostas, hormigas…) ya que “contienen todo el espanto de la lucha a muerte entre lo vivo y lo podrido […] su anatomía cobra muchas veces un simbolismo sexual caricaturesco, y coloca al hombre como un bicho más en un universo ordenado por el instinto y explicado por las ciencias naturales” (Fernández Ruiz, 2004: 168). Concluye la autora que “cuando Dalí en sus confesiones íntimas es impúdicamente exhibicionista y cruel, imitando el comportamiento sin culpa, bondad o perfidia de algunas especies de insectos, no hace más que colocarse fuera del mundo de la norma, la rutina y la seriedad” (Fernández Ruiz, 2004: 168).

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Resulta evidente, además, la relación de las características que atribuye Dalí a la figura femenina con los rasgos más significativos del estereotipo de la femme fatale de finales del siglo XIX que, según Erika Bornay, “destacará por su capacidad de dominio, de incitación al mal, y su frialdad, que no le impedirá, sin embargo, poseer una fuerte sexualidad, en muchas ocasiones lujuriosa y felina, es decir, animal” (Bornay, 1990: 115). Dalí se identifica con el “macho devorado”, intimidado por el acto sexual desde tiempos de su estancia en Madrid – confiesa que fue “una época en que viví bajo el terror del acto del amor, al que confería caracteres de animalidad, de violencia y ferocidad extremas, hasta el punto de sentirme completamente incapaz de realizarlo, no sólo a causa de mi supuesta insuficiencia fisiológica, sino también por miedo a su fuerza aniquiladora, que me hacía creer en consecuencias casi mortales” (Dalí, 1989: 81)–, y deja claro en El mito trágico… (equiparando a los personajes del Ángelus con el “encuentro fortuito, en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas” de Los cantos de Maldoror (1869) del Conde Lautréamont) este sentimiento de victimismo frente a la mujer: Ante él la máquina de coser, símbolo femenino conocido por todos, extremadamente caracterizado, llega a proclamar la virtud mortal y caníbal de su aguja, cuyo trabajo se identifica con esa perforación superfina de la mantis religiosa “vaciando” al macho, es decir, vaciando su paraguas, transformándolo en esa víctima martirizada, lacia y depresiva en que se convierte cualquier paraguas cerrado después de su funcionamiento amoroso, paroxístico y tenso de unos momentos antes. (Dalí, 1989: 161-162).

Esta imagen del artista impotente revela una consecuente relación con el sadomasoquismo, una tendencia que enlaza violencia y sexo, y que tomará una gran relevancia dentro del movimiento surrealista, sobre todo por el enaltecimiento que hizo Breton de la figura y obra del Marqués de Sade. Cabe resaltar que, aunque los temas sádicos ya eran tratados en el siglo XIX, en el cambio de siglo se produce una focalización en torno a la agresión sádica dirigida hacia las mujeres y “los temas en que son los hombres quienes sufren se vuelven menos comunes” (Lucie-Smith, 1992: 224). Es decir, la violencia relacionada con el ámbito sexual se torna hacia figuras como la de la mujer-devoradora o la mujer-castradora, representadas bajo temáticas mitológicas o bíblicas cuyo “modelo de representación revela sentimientos de culpabilidad o impotencia” (Lucie-Smith, 1992: 188), y en los que parece que el artista lleva a cabo un castigo contra esa mujer amenazadora que tanto temor le inspira.

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Encontramos, por ejemplo, figuras bíblicas como las de Salomé y Judit. La primera3 se convirtió en una obsesión para el pintor Gustave Moreau, en ella convergían las características representaciones

que

otorgaba femeninas,

a

la

mayoría

quienes

eran

de

sus

“seres

inaccesibles, misteriosos, insondables, mujeres-mito […] sustraídas a lo cotidiano y lo vulgar” que en muchas ocasiones eran “portadoras de la muerte o provocadoras de dolor y catástrofes” (Bornay, 1990: 138). En su célebre obra Fig. 5. “Salomé” (1903), E. Munch. Fuente: www.turnofthecentury.tumblr.com

La aparición (1875), Moreau nos presenta a una Salomé exótica y enjoyada que trata de alcanzar la visión de la cabeza cortada de San Juan Bautista, Edward Lucie-Smith

interpreta la escena como “una metáfora (inventada por el inconsciente masculino) de la situación de la mujer frígida. La satisfacción que ella tan ardientemente desea está suspendida en el aire fuera de su alcance, mientras que al mismo tiempo ella codicia y amenaza el instrumento del cual ésta debe conseguirse” (Lucie-Smith, 1992: 133-134), no obstante, Erika Bornay entiende que Moreau “convierte a la mujer, en un mito inaccesible, lo que equivale a decir inexistente, y, por tanto, ausente de su entorno real” (Bornay, 1990: 140); por otra parte, en textos coetáneos al cuadro, nos topamos con diversas descripciones que muestran a Salomé como la unión y metamorfosis de la inocencia y la depravación (Bornay, 1990: 190), así como símbolo del Eros y el Thánatos, como observamos en la obra de Oscar Wilde, Salomé (1891), en la que personifica la “máxima realización orgiástica que es la muerte, significado último de la mujer fatal, en la que convergen Amor y Muerte” (Bornay, 1990: 123). Queda en evidencia que las interpretaciones en cuanto a la Salomé de Moreau son diversas, pero de lo que no cabe duda es que fue uno de los antecedentes de las representaciones de la figura bíblica que hicieron artistas como Aubrey Beardsley, Gustav Klimt o Edvard Munch, antes que los surrealistas. La obra de Munch en torno a la leyenda de Salomé resulta especialmente atractiva si la relacionamos con la mantis religiosa surrealista. En su litografía de 1903, Salomé [Fig. 5], vemos a una mujer sonriente que apoya su cabeza sobre la del 3

Salomé era hija de Herodías, casada en segundas nupcias con Herodes Antipas, quien tenía preso a San Juan Bautista por desaprobar dicho matrimonio. El día del cumpleaños de Herodes, Salomé bailó una danza de lo más cautivadora y éste, en agradecimiento, le concedió el regalo que ella quisiera. Por recomendación de su madre, Salomé pidió la decapitación del Bautista, puesto que Herodes no se había atrevido a matarlo por las posibles quejas de su pueblo. Finalmente, Herodes entregó (a través de un guardia) la cabeza de San Juan en una bandeja de plata a la joven.

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personaje masculino (queda patente que se trata de un autorretrato del artista) y mediante su larga cabellera, que rodea a ambos, parecen fundirse en una misma figura, quedando el hombre atrapado por ella, al igual que la mantis que “atrapa” a su macho y, en una fusión sin precedentes, devora su cabeza mientras lleva a cabo el acoplamiento. Erika Bornay aclara: Para esta litografía Munch se basó en la misma idea que aparece en su acuarela Autorretrato/ Paráfrasis de Salomé (c. 1898), en la que la cabeza del artista cuelga aprisionada por una larga y fantasmal cabellera, que para él siempre tuvo la atracción de un elemento fetichista, de un erotismo esencial, por ello, para simbolizar a la mujer castradora, sólo ha necesitado de la escueta imagen de una envolvente cabellera oscura sobre un fondo rojo de enérgicas pinceladas (Bornay, 1990: 202-203).

El concepto de la cabellera como elemento fetichista (Bornay, 1994) que la mujer utiliza como “red” o arma para atrapar al hombre, queda reflejado también en las obras dedicadas al mito de la mujer-vampiro, estrechamente ligado con la figura de la mujer-devoradora. Elaborada a partir de la leyenda judía de Lilith (Bornay, 1990: 25-26), la mujer-vampiro adquiere un componente biográfico y subjetivo en Edvard Munch, quien bajo la influencia de las conflictivas relaciones sentimentales […] a las que, tal vez, halló una respuesta intelectual en el misógino discurso de Nietzsche y, sobre todo, en el de su amigo, el escritor Strindberg […] realizó una serie de obras en las que, a modo de confesión íntima, declaraba su miedo al sexo contrario, al ‘otro’, a su sexualidad devoradora, elemento subversivo y negativo para su creación artística (Bornay, 1990: 288).

Su obra El vampiro (1894) [Fig. 6] nos revela su semejanza con la mantis religiosa de Dalí: en ambas el personaje masculino aparece con una actitud pasiva y la mujer con una conducta dominante. En el cuadro de Munch, la mujer envuelve al hombre con su cabellera rojiza y sus brazos, besando o sorbiendo su cuello, es decir, devorándolo, de manera que uno y otro se funden en uno solo. En este sentido, el artista

Fig. 6. “El vampiro” (1894), E. Munch. Fuente: www.ilgranbazardinick.wordpress.com

Gustav Klimt en su obra El beso (1907-08), también nos ofrece una visión de fusión entre los amantes, aunque “la poco cómoda actitud de las figuras de algún modo sugiere que hay algo indeseable o incluso demoníaco en sus sentimientos mutuos” (Lucie-Smith, 1992: 145). Sin embargo, volviendo a la comparación 30

entre Munch y Dalí, hay una sutil diferencia de intención entre ambos en su representación de la mujer devoradora: mientras que el primero “al recurrir a la representación de dominante y dominado, excluye automáticamente toda idea de relación amorosa dual y armónica” (Bornay, 1990: 289), el segundo sí apela a un amor “bondadoso” o, mejor dicho, redentor, puesto que en el fondo de la representación de la mantis, se encuentra su idolatrada Gala a quien atribuye la superación de su terror infantil al acto sexual, en este sentido, Dalí recuerda en El mito trágico… un sueño repetitivo en el que consuma su amor con Gala de una forma animal: Durante un largo sueño (que se repite con bastante frecuencia) en el que vi, pero esta vez a Gala como protagonista, determinados momentos excepcionalmente líricos de mi adolescencia, en Madrid, visitaba con ella el Museo de Historia Natural en el momento del crepúsculo. La noche caía prematuramente en las amplias salas, cada vez más sombrías, del museo. En el centro exacto de la sala de los insectos, era imposible contemplar sin pavor la pareja turbadora del Ángelus, reproducida en una escultura de colosales dimensiones. A la salida, sodomicé a Gala en la misma puerta del museo, a esa hora desierto. Realizaba este acto de una manera rápida y en extremo salvaje, rabiosa. Los dos nos deslizábamos en un baño de sudor, al término asfixiante de aquel crepúsculo de verano ardiente en el que ensordecía el canto frenético de los insectos (Dalí, 1989: 81).

Aunque en este arquetipo se atribuye a la figura de la mujer valores dominantes sobre el hombre, Juan Vicente Aliaga recuerda que “el uso de piezas, objetos o imágenes femeninas que pueden destilar dominio y posibilidad de control, no es sino una añagaza construida por los artistas surrealistas para que el poder viril no cambie de manos y todo parezca que cambia, aunque no sea así en la práctica” (Aliaga, 2007: 148). Relacionada con la figura de Salomé, encontramos la leyenda de Judit, ambas mujeres devoradoras y “decapitadoras”, esta última fue especialmente representada por Gustav Klimt en dos lienzos de 1901 y 1909, Judit I y Judit II, respectivamente. La imagen de femme fatale que transmite el pintor a través de estas dos obras queda en evidencia, mientras que la primera se nos muestra como una “triunfante seductora” (Bornay, 1990: 215) que mira descaradamente al espectador, la segunda “muestra un rostro maquillado y algo decrépito, y unas manos flacas y crispadas como garras enjoyadas, que sujetan por los cabellos la cabeza de Holofernes. El arabesco de sus ropajes […] deja al descubierto su pecho, y de toda su imagen se desprende un aire de mujer devoradora, vampírica” (Bornay, 1990: 215). Desde luego, Klimt no fue el único en plasmar la figura de Judit en su arte, ya Miguel Ángel (en la Capilla Sixtina), Caravaggio (Judit y Holofernes, 1599) o Franz von Stuck, entre otros, lo 31

hicieron. Éste último en su obra de 1893, Judit, refleja de una forma mucho más directa la “obsesión de la tentación sexual y la imagen de la mujer-pecado” (Bornay, 1990: 215) que desarrollarán más a fondo artistas posteriores. En este arquetipo de mujeres devoradoras podemos incluir también el mito clásico de Medusa4. Muchas de las obras que han representado esta figura, desde tiempos de Caravaggio hasta lienzos decimonónicos de artistas como Arnold Böcklin (1878), Carlos Schwabe (1895), Lucien Lévy-Dhurmer (1897) o Franz von Stuck (1892) [Fig. 7], entre otros, destacan una boca grande, abierta y que muestra los dientes de forma amenazadora, remitiéndonos instantáneamente a la Fig. 7. “Medusa” (1892), F. von Stuck. Fuente: www.evenoire.it

vagina dentata, “que representa el miedo del hombre a la sexualidad hostil, cortante y devoradora de la mujer” (Lucie-Smith, 1992: 166).

Las serpientes de su cabeza tienen una doble vertiente simbólica, por un lado, partiendo de un origen religioso cristiano, la serpiente suele identificarse con el propio diablo (o, en términos generales, con el Mal) debido a la escena bíblica de Eva y el fruto prohibido, por otra parte, y principalmente a partir del siglo XIX, se interpreta a las serpientes como un emblema fálico que sexualiza a la mujer. De la primera faceta religiosa, se desprende en las representaciones pictóricas el carácter malévolo y destructor que se le atribuye a la figura femenina, “la iconografía de Eva va a estar asociada a la serpiente como simbolismo de una actitud peligrosa o transgresora, la tentación y sumisión ante el mal” (Hermosilla, 2011: 9). De la faceta fálica, se infiere gran parte del simbolismo de los artistas finiseculares, que añaden el componente erótico que caracteriza a la femme fatale, y animalizan la figura femenina (al igual que ocurrió con las figuras de la Esfinge y la Sirena), asimismo, dentro de esta vertiente hay que tener en cuenta la interpretación psicoanalítica que realizó Freud en el texto La cabeza de Medusa (1922), en el que establece una relación directa entre la decapitación de la

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Según la versión de Ovidio, Medusa era una de las tres hermanas Gorgonas (junto a Esteno y Euríale) que ejercía como sacerdotisa del templo de Atenea. Tras ser violada por el dios del mar Poseidón, Atenea, enfurecida por haber profanado su templo, castigó a la joven convirtiendo sus cabellos en serpientes y haciendo que todo aquel que la mirara, quedara convertido en piedra. Finalmente, fue Perseo quien consiguió cortar la cabeza de Medusa, ayudado por Hermes y Atenea, y de su sangre nacieron el caballo alado Pegaso y el gigante Crisaor.

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Gorgona y el complejo de castración, tan fundamental en la temática del movimiento surrealista y en especial de Salvador Dalí: Freud comienza con la hipótesis de que el concepto de decapitar es equivalente al de castrar. De esta manera, según el psicoanalista, el terror que produce la Gorgona no es por su maldad intrínseca, ni por lo monstruoso de su apariencia, sino por el hecho de acentuar, mediante la presencia exagerada de serpientes (símbolo fálico), una ausencia de pene, es decir, de castración: “El terror a la Medusa es, pues, un terror a la castración relacionado con la vista de algo”. Para Freud, contrariamente a la percepción cultural sobre la figura mítica, las serpientes reducen la sensación de monstruosidad de Medusa, ya que sustituyen, con su presencia, el genital masculino. Es decir, parte de la base de que la verdadera sensación de horror es frente a la castración, a la falta de pene, y no a la maldad atribuida a la Gorgona (Hermosilla, 2011: 21).

Otra de las características de Medusa es su mirada petrificadora. Aunque Freud “lo asocia con la rigidez propia de la erección” (Hermosilla, 2011: 21), podemos establecer una conexión entre este mecanismo de convertir lo “orgánico” en algo “inorgánico” con la dicotomía que domina en el imaginario surrealista del Eros/Thánatos, Medusa posee esta dualidad de manera intrínseca: su sensualidad (Eros) frente a su capacidad de provocar la muerte (Thánatos), tan característica también de la femme fatale decimonónica. Además, esta correlación entre carne y piedra nos invita a pensar en los mitos de Andrómeda y Gradiva, dos figuras emblemáticas en el imaginario daliniano, que en esta investigación trataremos más a fondo en capítulos posteriores. Las características que hemos analizado en el mito de Medusa son especialmente interesantes puesto que reúne muchas de las cualidades que otorgan los surrealistas a sus representaciones femeninas: La representación hegemónica de la mujer en las prácticas artísticas surreales […] se centran en la consideración de la mujer reificada, convertida en objeto erótico. […] se dio con abundancia la configuración de la mujer amenazante, una suerte de súcubo maléfico cuya fuerza estribaba en su mirada paralizante y en sus poderes taumatúrgicos. […] las féminas son equiparadas a la idea de maldad, volcada contra el hombre al que se pretendería desactivar mediante la pérdida de energía sexual. En alguna ocasión la fuerza temible que se asocia con la mujer en el discurso surrealista tiene a la boca como epicentro y espacio caníbal. […] la representación de cuerpos de mujer dotadas de fiereza, […] parece responder más bien a un propósito demonizador por parte de los creadores de imágenes. (Aliaga, 2007: 123).

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5. LAS MUJERES DE DALÍ Además de los estereotipos femeninos heredados artísticamente, las experiencias autobiográficas y sus protagonistas influyeron drásticamente en el arte de Salvador Dalí. Desde su nacimiento, las figuras femeninas tuvieron una gran importancia tanto en su desarrollo personal como profesional: desde la imagen de su madre (Felipa Domènech) hasta la de su esposa (Gala), pasando por la de su hermana (Ana María). Aunque otros surrealistas tuvieron relaciones difíciles con la figura materna –María Ruido recuerda la “pésima relación de los artistas surrealistas con la figura de la madre. Breton, Crevel y Péret entre otro, odian a sus madres. ‘Hay que pegar a su madre mientras ella es joven’ dice B. Péret; ‘Hubo un tiempo en que los surrealistas insultaban a las mujeres encinta que se cruzaban en la calle’, comenta J. Pierre” (Ruido, 1998: 398)–, basadas probablemente en las teorías lacanianas que dibujaban a una madre “no saciada o insatisfecha siempre presta a devorar al hijo” (que favorecerían posteriormente la proliferación de discursos misóginos) (Aliaga, 2007: 149), y quizás también como legado del Simbolismo y artistas como Edvard Munch cuya idea de que “si el hombre se realizaba y alcanzaba la inmortalidad mediante la creación artística, la mujer sólo podía afirmarse y conseguirla a través de la única creación que le era posible: la de un hijo” (Bornay, 1990: 347) –Munch dedicó varias obras a la idea del instinto de procreación de la mujer que mortificaba al hombre, como Cenizas (1894) o Madonna (1897). Según recalca Erika Bornay “su meta [de la mujer] será, pues, la consecución de la satisfacción de este instinto biológico, cuya fuerza, derivada en lubricidad, abrumará secretamente al varón en un siglo materialista” y añade que las obras de Munch son “una representación simbólica de la idea de que el momento de la concepción, en una amalgama de placer y dolor, comprende todo el destino humano hecho de deseo y sufrimiento” (Bornay, 1990: 347-348)–, el caso de Dalí era muy distinto, él adoraba a su madre: “mi madre, en el Olimpo daliniano, es un ángel. Su seno y su sangre me han dado la vida. Su voz, dulce, ha acunado mis sueños. Ella era la miel de la familia” (Parinaud, 1973: 16). La importancia que ésta tenía en la vida del pintor queda reflejada también en su Vida secreta de Salvador Dalí (1942), situándola en el justo medio del libro, al final del capítulo séptimo, [donde] refiere escuetamente ‘el mayor golpe que había recibido en mi vida’, la muerte de su madre, cuya bondad era tanta que compensaba, dice, la perversidad del hijo: ‘Con mis dientes apretados de tanto llorar, me juré que arrebataría a mi madre a la muerte con las espadas de luz que algún día brillarían brutalmente en torno a mi glorioso nombre’ (Ródenas de Moya, 2012: 165). 34

Trastocado desde la infancia por el hecho de haber tenido un hermano homónimo que murió poco antes de que él naciera, Dalí desarrolló un fuerte sentimiento de “sustitución” o “alteridad” que fue origen de las dos tónicas dominantes que presiden toda su obra: el mito de Narciso y el complejo de Edipo. “Como un doble, Dalí llegó para llenar el vacío del hermano desaparecido. […] Ese exceso de amor (no dirigido a él sino realmente al “otro”) lo convirtió en su mejor arma contra la muerte y la despersonalización” (Raquejo, 2004: 19). El complejo de Edipo que fue incrementándose con el tiempo, desde llamadas excéntricas de atención durante la infancia hasta cuadros tan explícitos como El enigma del deseo (1929), le influyó sin duda a la hora de relacionarse con el ámbito sexual –no obstante, los problemas que Dalí tenía en cuanto al sexo no tenían un origen único. Además de los conflictos psicológicos, cuenta su primo, Gonzalo Serraclara, que “cuando era un jovencito impresionable, Dalí encontró un libro de texto de medicina sobre enfermedades sexuales que su padre había dejado sobre el piano. El libro estaba lleno de fotografías y dibujos de hombres y mujeres destruidos por todo tipo de formas imaginables de gonorrea y sífilis” (McGirk, 1989: 93)–. Para Freud, este complejo está intrínsecamente ligado a la etapa fálica del desarrollo psicosexual, que “involucra al órgano genital (falo) como lugar de placer sexual” y en la que “el hijo desea sexualmente a su madre, y fantasea que el padre, un rival más poderoso que el niño, lo amenaza con la castración; el hijo se siente culpable, renuncia a desear a su madre, y finalmente se identifica con su padre” (Iribas Rudín, 2004: 34). La figura del padre-castrador evoluciona de un personaje a otro “se encarna, en primera instancia, en el padre biológico de Dalí, y más tarde se desplazará hacia otras figuras similares en su vida (tales como Picasso y Breton), o del imaginario colectivo (Stalin, Lenin, Abraham, Guillermo Tell)” (Iribas Rudín, 2004: 35), pero algunos de los mejores ejemplos que tenemos de su pintura sobre el tema abordan el mito de Guillermo Tell. Obras como Guillermo Tell (1930), Guillermo Tell y Gradiva (1930) o La vejez de Guillermo Tell (1931) desarrollan la figura de un padre devorador/castrador ambiguo que es “padre y madre al mismo tiempo” y cuyo hermafroditismo “Crevel lo atribuye a que ese Guillermo Tell es una ‘madre fantástica’, es decir, en lenguaje psicoanalítico, la ‘mère saillie par le père’ (la madre montada por el padre). Es por ello que Dalí ha decorado su Guillermo Tell de lo que el uno y el otro tienen de específicamente ‘saillant (sobresaliente): pene y senos de mujer’” (Fanés, 1999: 175). El tema del hermafrodita o andrógino es especialmente relevante en la iconografía daliniana, “el Hermafrodita de Dalí es producto de un combate entre el cuerpo sexuado y el cuerpo sexual o erotizado, una figura salvadora, que le permitió exorcizar la violencia de los estereotipos 35

generados por la diferenciación primordial” (Villaceque, 2011: 397). Además, esta figura bisexual enlaza con la visión religiosa y virginal que hace de la mujer en sus lienzos a partir de las décadas de los cuarenta y cincuenta (cuadros como Leda atómica (1949) o La Madonna de Port Lligat (1950), Dalí en su “Hermafrodita transcribe una de las aspiraciones espirituales y artísticas más profundas […] la de reconciliar y sintetizar sus dos fuentes de inspiración mayores, el canon clásico de belleza y la sensualidad mística católica, lo que logrará en sus obras maestras mediante la erotización de la imagen”, en otras palabras, “el Hermafrodita daliniano es una figura interdiscursiva en la que la experiencia griega sel Ser Perfecto coincide con la mística del matrimonio con Dios […] en ambos casos con un ser intersexuado” (Villaceque, 2011: 393). La figura materna también evolucionó en el universo daliniano, a la muerte de su madre en febrero de 1921, quedando Dalí tremendamente afectado –así lo describe el pintor en su autobiografía: “sobrevino la muerte de mi madre, y ese fue el mayor golpe que había recibido en mi vida. La adoraba; su imagen se me aparecía como única. Sabía que los valores morales de su santa alma estaban muy por encima de todo lo humano y no podía resignarme a la pérdida de un ser con quien contaba para hacer invisibles las manchas de mi alma –era tan buena que pensaba que su bondad ‘serviría para mí también’. Me adoraba con un amor tan íntegro y tan orgulloso, que no podía equivocarse– ¡también mi perversidad debía de ser algo maravilloso! La muerte de mi madre me sorprendió como una afrenta del destino –una cosa así no podía ocurrirme a mí– ¡ni a ella ni a mí! Sentí en el centro de mi pecho extender sus ramas gigantescas el milenario cedro del Líbano de la venganza” (Dalí, 1993: 163)–, siguió la sustitución de la imagen femenina por su hermana Ana María, quien fue retratada en numerosas obras, hasta la llegada de Gala. Gala conoció a Dalí siendo esposa de Paul Éluard, y la impresión que causó al pintor catalán en el verano de 1929 fue colosal. A partir de entonces la obra del artista no puede comprenderse sin la figura de la que poco después sería su esposa, en primer lugar, porque a raíz de su enamoramiento, del rechazo que producía Gala en el entorno del catalán (no hay que olvidar que Gala era una mujer mayor que él, casada y con una hija, de la que poco se sabía y que no inspiraba confianza) y la realización del cuadro Parfois je crache par plaisir sur le portrait de ma mère (1929), supusieron la ruptura definitiva con la familia Dalí: A finales de 1929 […] [Dalí] acababa de recibir una carta de su padre en la que le desterraba de manera irrevocable de la familia y le informaba de los últimos cambios en su testamento que virtualmente le desheredaban. […] En ese momento, Dalí se siente con fuerzas para 36

afrontar la expulsión del seno de su familia, una expulsión que le convierte por primera vez en héroe, el que ha matado al padre (San Martín, 2004: 63).

Desde ese momento el pintor se vuelca en Gala, las descripciones sobre su cuerpo rebosan entrega: Fijaba en mi memoria la situación de cada una de sus pecas para apoderarme de los matices de su consistencia y de su color, para aplicar a cada una de ellas una caricia […] Pasaba horas enteras mirando sus senos, su curva, el dibujo del pezón, la gradación rosa de su extremidad, el detalle de las vénulas azuladas que corrían entre sus tejidos; su espalda me encantaba por lo dulce de su unión, la fuerza de los músculos de las nalgas, la belleza y la animalidad en su perfecto maridaje. La gracia de su cuello estilizado; sus cabellos, su vello íntimo, sus olores me embriagaban (Parinaud, 1973: 50).

Por otra parte, esta “obsesión” por Gala se funde con la inclinación narcisista de Dalí, es lo que en la teoría freudiana se correspondería con la etapa sádico-anal en la que “son comunes las prácticas onanistas, dado que el deseo no se canaliza hacia un objeto externo […] también [hay] una ambivalencia hacia el objeto, en el sentido de que el amor y el odio hacia el mismo objeto coexisten simultáneamente” (Iribas Rudín, 2004: 33). Durante estos años Dalí está especialmente confuso en cuanto a su identidad, algo que podemos asociar al estadio del espejo de Lacan: Cuando murió su madre […] el Dalí adolescente quedó privado de este espejo y se vio forzado a internalizar la mirada del otro. Redobló sus esfuerzos para explotar su imagen, desarrollando una pose, en busca de identidad. Más adelante, sería Gala quien encarnaría el arquetipo de la madre cuidadora, el estímulo permanente de su creatividad y el ancla de su mente atormentada (Iribas Rudín, 2004: 39).

Fig. 8. “La metamorfosis de Narciso” (1937), S. Dalí. Fuente: www.salvador-dali.org

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En la obra La metamorfosis de Narciso (1937) [Fig. 8] encontramos la representación perfecta de la relación Gala-Dalí y de los problemas de identidad que angustiaban al pintor en aquella época, problemas que enlazan con la figura del andrógino. Por un lado, la obra se nos presenta como un “autorretrato metamórfico” del artista en el que se representa un desdoblamiento de la personalidad que “responde al doble deseo del artista por definirse y ocultarse al mismo tiempo” (Rodríguez Domingo, 2010: 109). Es una llamada de atención sobre su conflicto identitario, Sol Villaceque atribuye la dificultosa construcción de la identidad del pintor “debido a la presencia espectral del gemelo nefasto y a obsesiones ancladas en las etapas más arcaicas del desarrollo infantil [a las que] se agregaba una desorientación respecto de su identidad genérica” (Villaceque, 2011: 381), este conflicto encuentra en el mito de Narciso una identificación: en la mitología de las metamorfosis vegetales, los protagonistas suelen ser jóvenes adolescentes que ven interrumpida su vida antes de llegar a la edad adulta y no consiguen llegar a encontrar su identidad, específicamente su identidad sexual (FrontisiDucroux, 2014). En esta crisis identitaria, producida en parte también por el asesinato de su gran amigo García Lorca (Villaceque, 2011: 394), “Dalí va a re-trabajar su imagen autoerótica y utilizar sus fantasmas para neutralizar la fascinación mortal del narcisismo y transformarla en principio creativo y vital de reconquista del cuerpo y de la identidad” (Villaceque, 2011: 395). Por otro lado, el cuadro nos remite a la “fusión” que se establece entre Gala y Dalí. El amor que siente por ella encaja en su tendencia narcisista, la cual se apoya en la elección del objeto en relación a lo que uno es, lo que ha sido, lo que quisiera ser o a la persona que fue parte de uno mismo, es decir, “la persona que posee aquello que le falta al yo para llegar al ideal” (Alganza Roldán, 2010: 206). Josefa Alganza Roldán aclara cómo puede darse esta simbiosis: Un amor real y dichoso que correspondería entonces a la condición primaria donde la libido objetal y la libido del yo no pueden diferenciarse. Se trataría de un estado de fusión con respecto al objeto de amor al que aspiramos. Depositar toda nuestra libido en una persona, llegar a “la indiferenciación a la comunión con el otro” (Alganza Roldán, 2010: 207).

Dalí en sus Confesiones inconfesables (1973) describe lo que supone su amor por Gala para la confección de su obra: Gala se convirtió en elemento de la catálisis fundamental de mi vida. Mi memoria visual y afectiva es trascendida por ella. Gracias a Gala – a su amor sentido y aceptado por mi yo –, puedo concebir ese haz de imágenes y soy capaz de seleccionar las más fuertes, las de mayor calidad, y puedo decantar mi riqueza prodigiosa para fabricar el diamante de la realidad 38

daliniana. Ella es indispensable para mí, porque gracias a ella puedo fabricar mi elixir, mi gozo y la sustancia de la fuerza que me permiten vencerme y dominar el mundo (Parinaud, 1973: 47).

Observamos que el papel que cumple Gala en relación a la creación pictórica de Dalí es realmente destacado, y así se demuestra también en La vida secreta del pintor: La acción regeneradora de Gala no podía limitarse a la esfera del equilibrio mental y erótico de Dalí sino que tenía que extenderse hasta la del curso del arte moderno. La deriva del Dalí acosado por sus terrores íntimos (la locura y la fisicidad del sexo compartido) es equivalente a la del Dalí antiartístico y maquinista de finales de los años veinte. […] [Dalí] resume cuanto hay que decir sobre su estratagema para ensamblar a través de Gala esas dos historias: ‘Gala descubre e inspira el clasicismo de mi alma’ (Ródenas de Moya, 2012: 169).

Como veremos más en profundidad en torno al mito de Gradiva, Dalí consideraba que Gala “existía ya en él ‘enterrada’, y habría sido su deseo paranoico lo que permitió reencontrarla”, es decir, Dalí asiste a una “encarnación de los sueños, corroborando la expresión usual que quiere que la mujer amada sea un sueño que se hace carne” (Ramírez, 2002: 76-78). Pero no sólo eso, al considerarla parte de su pasado, Dalí utiliza la imagen de Gala para encontrar su propia identidad y en el cuadro de La metamorfosis de Narciso se sirve del uso metafórico del espejo para conseguirlo. Según Pierre Mabille (médico y editor de la revista Minotaure), las superficies como los espejos manifiestan dos problemas esenciales: Uno con respecto a la identidad del sujeto que contempla su imagen reflejada y con la que establece una relación tensa y bipolar entre el desconocimiento y el reconocimiento; y otro con respecto al carácter de lo real, en tanto que el espejo sitúa nuestra percepción en el espacio vivido como en el virtual reflejado que, en términos psicológicos, equivale al mundo imaginado y proyectado por el sujeto (Raquejo, 2004: 113).

En términos freudianos, el espejo sirve para revelar la dualidad entre el Yo y el Ello. La imagen que vemos reflejada sería una representación idealizada del Ello, “nuestro doble, esa imagen de nosotros mismos que cataliza nuestros íntimos deseos de ser inmortales e invulnerables, de ser aquello que nuestro Yo no puede ser” (Raquejo, 2004: 114), en este caso resulta evidente que el Ello en Dalí se corresponde con Gala, su alter ego (hasta el punto de utilizar como firma el nombre Gala-Dalí) que “constituye un ejemplo ‘amoroso’ del método paranoico-crítico que consiste en entender lo real como una versión paradójica de contrarios que, en este caso, resulta de la yuxtaposición de lo masculino y lo femenino” (Raquejo, 2004: 39

42). “El Narciso trágico se ha metamorfoseado en un Hermafrodita apoteótico: un solo cuerpo, un alma única y una doble belleza” (Villaceque, 2011: 396). Asistimos en el cuadro a un “concepto mutante de la identidad del ser” en el que la fabricación de la identidad daliniana se construye y se destruye continuamente “a través de la relación dialéctica que el sujeto mantiene con su imagen” (Raquejo, 2004: 121). En definitiva, La metamorfosis de Narciso acaba en la creación de Gala, su contrario y su complementario (en definitiva, su verdadera construcción) que lo convierte en Dalí-Gala, un ser andrógino. […] Dalí no maneja los contrarios como una oposición irreconciliable, sino como una relación dialéctica por la que la simultaneidad de los contrarios es posible gracias a que se complementan: uno (el yo) no existe sin el otro (su reflejo) porque uno conlleva la semilla (esto es, el Narciso) del otro. Mi yo se construye y cambia alimentado por el reflejo (la idea) que proyecto de mí mismo, de la misma manera que el reflejo se metamorfosea de acuerdo con la percepción que tengo de mí mismo. Así también funciona mi relación erótica con el otro, pues éste no es sino mi reflejo, producto de mi construcción (Raquejo, 2004: 122).

Así relata Dalí el momento de su conversión o metamorfosis en el poema que escribió como acompañamiento y “recurso pedagógico” (Maurell, 2005) para el cuadro: Se acerca el gran misterio, va a producirse la gran metamorfosis. Narciso, en su inmovilidad, absorto en su reflejo con la lentitud digestiva de las plantas carnívoras, se hace invisible. Sólo queda de él el óvalo alucinante de blancura de su cabeza, su cabeza de nuevo más tierna, su cabeza crisálida de segundas intenciones biológicas, su cabeza sostenida en la punta de los dedos del agua, en la punta de los dedos, de la mano insensata, de la mano terrible, 40

de la mano coprofágica, de la mano mortal de su propio reflejo. Cuando esa cabeza se raje, cuando esa cabeza se agriete, cuando esa cabeza estalle, será la flor, el nuevo Narciso, Gala, mi narciso. (Dalí, 2009: 73)

En el poema, según Domingo Ródenas de Moya, lo que se describe es una palingenesia, la muerte y renacimiento de Narciso/Dalí, muerte del Dalí enjaulado en sí mismo, que pugnaba contra una homosexualidad latente despertada en su relación con García Lorca, refugiado en una sexualidad compulsivamente onanista y aterrorizado ante la amenaza del trastorno psíquico. En la inmovilidad del Narciso al borde del agua absorto en sí mismo sólo se destaca ‘el óvalo alucinante de blancura de su cabeza’ (¿el recuerdo de su cabeza rapada en 1929?) y su reflejo convertido en una mano masturbatoria […]: cabeza y mano, desequilibrio mental y desequilibrio sexual (Ródenas de Moya, 2012: 166).

En este sentido, los últimos versos que aluden a Gala, la convierten en “una hipóstasis del narcisismo de Dalí, ella pasa a ser parte de la identidad de este Narciso que, así, puede practicar un egocentrismo ‘compartido’ en la medida en que Gala y Dalí constituyen una entidad nueva, una unidad ‘plural’” (Ródenas de Moya, 2012: 166). Para concluir, vemos que la representación que realiza en este cuadro el pintor de Gala, a pesar de demostrar grandes dosis de amor y entrega, no deja de ser una imagen dominada y utilizada para su propio beneficio –en este sentido, merece la pena recordar un episodio de la pareja en el que se demuestra un estado de conveniencia que parecía agradar a ambos, se trata de las sesiones de “investigación sexual” que realizaban con distintos asistentes y las cuales “para él representaban una forma socialmente aceptable de superar sus obsesiones anales infantiles. Al mismo tiempo, ella podía compensar las deficiencias que pudiera haberle 41

causado la cirugía de los médico franceses, siendo la directora del circo sexual […] Gala le animaba a ser menos tímido en lo relacionado con sus deficiencias sexuales, lo que, a su vez, estimulaba la creatividad de Dalí” (McGirk, 1989: 136-137)–. Quizás influenciado por los estereotipos e ideología surrealista, pero no dejándose llevar únicamente por ello, Dalí refleja en su obra el enorme complejo de Edipo que sufría, traducido en una impotencia (o terror a la penetración que satisfacía con las prácticas onanistas y voyeuristas) que lo avergonzaba. Unido al complejo de castración, en el que la figura paterna ocupa un lugar muy destacado, todo ello generaba en el artista unas inseguridades tanto sexuales como emocionales en relación a las mujeres que pretendía controlar mediante diversos mecanismos, ejerciendo en el plano artístico la dominación que anhelaba en el plano real. Se ha tachado en ocasiones de misógino a Salvador Dalí, no obstante, dada la necesidad que tenía de protegerse continuamente bajo el manto de una “madre” (fuera cual fuese en cada momento de su vida), así como la falta de relaciones con otras mujeres, hace pensar que no existía un verdadero enfrentamiento con ellas como para generar un sentimiento misógino. Por otra parte, esta ausencia de experiencias con el género femenino, junto con la polémica amistad que mantuvo con García Lorca, así como el interés por la figura del andrógino que mostraba en sus pinturas, en ocasiones han dado pie a plantear una hipotética homosexualidad del artista –en este sentido, resulta llamativa la semejanza con las teorías que se generaron sobre la figura de Gustave Moreau, de quien Bornay escribe que “destaca el que no se le conoce aventura amorosa alguna (nunca contrajo matrimonio), y el que vivió encerrado entre su pintura y una madre, a quien, según todos los testimonios, adoraba. Por otra parte, […] su interés por representar constantemente en su obra la figura del hermafrodita, o recurrir para sus temas a personajes como Narciso, Ganimedes, Orfeo o san Sebastián, dio pábulo a la hipótesis de su homosexualidad, […] Nada, sin embargo, ha podido ser probado al respecto” (Bornay, 1990: 83)–. El firme rechazo de Dalí ante las prácticas sodomitas y la inexistencia de pruebas concluyentes hacen difícil esta afirmación, no así la teoría de una homosexualidad latente en la que “el joven Salvador temía dejarse sumergir por las fuerzas del Eros, si cedía al deseo del poeta granadino” (Villaceque, 2011: 384). El autor que –no sin cierto sensacionalismo– más ha indagado en la hipotética homosexualidad de Dalí es el periodista británico Clifford Thurlow en el libro Sexo, surrealismo, Dalí y yo en el que llega a afirmar categóricamente: “Dalí era homosexual y, como siempre lo ocultó, vivió durante toda su vida una especie de tormento” (Thurlow, 2001), así como Ian Gibson en Lorca-Dalí, el amor que no pudo ser (Gibson, 2004). 42

5.1.

Gradiva

Uno de los mitos que obsesionó tanto a los surrealistas franceses como, en especial, a Salvador Dalí fue el de Gradiva [Fig. 9]. Personaje central de la novela de Wilhelm Jensen, Gradiva, una fantasía pompeyana5 (1903), y analizado posteriormente por Sigmund Freud en El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen (1906), lo que atrapó definitivamente al grupo surrealista de esta “que hermosamente avanza” fue su potente dualidad. Los surrealistas veían en esta figura la ambigüedad simbólica por excelencia, en ella convergían los extremos: lo horizontal y lo vertical (históricamente identificado con lo femenino y lo masculino), el sueño y la vigilia, lo objetivo y lo subjetivo, la carne y la piedra (lo blando y lo duro, si lo relacionamos con el universo daliniano), la vida y la muerte, el Eros y el Thánatos. Aunque Dalí no fue el primero en abordar este tema –según afirma

Fig. 9. Relieve de las Aglauridas. Fuente: www.wikipedia.org

William Jeffett, citando a Elisabeth Legge, “es probable que Gradiva inspirara una novela collage escrita en colaboración por [Max] Ernst y [Paul] Éluard y titulada Les malheurs des immortels (1922), al menos en lo que respecta a la iconografía poética” (Jeffett, 2002: 26)– sí fue pionero en mencionarla explícitamente en los títulos de sus cuadros. Además, la obsesión que produjo en el pintor catalán esta figura, le llevó a retratarla con ciertos rasgos repetitivos – la posición inconfundible de sus pies, la postura en escorzo que esconde su rostro, la utilización de un sudario en referencia a su naturaleza espectral o las rosas sangrantes en el vientre como símbolo de amor y sufrimiento– que nos permiten reconocerla en varias de sus obras, desde La muchacha de los rizos (1926) hasta España (1938), pasando por El hombre invisible (1929), Las rosas ensangrentadas (1930), Guillermo Tell (1930), Andrómeda (193031), La vejez de Guillermo Tell (1931), Gradiva descubre las ruinas antropomorfas (1932) o Guillermo Tell y Gradiva (1932), entre muchas otras.

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La novela cuenta la historia de un arqueólogo llamado Norbert Hanold que al ver un relieve clásico, en el que aparece representada una figura femenina que levanta su vestido al andar y deja ver su peculiar forma de caminar: con el pie izquierdo apoyado totalmente en el suelo y el derecho erguido de forma casi vertical, se enamora de su imagen y su gracilidad en el movimiento. La bautiza con el nombre de Gradiva, “la que hermosamente avanza”, y se imagina cuál fue su vida: cree firmemente que fue una joven pompeyana que murió en la erupción del Vesubio. Es entonces cuando Hanold viaja a Pompeya decidido a encontrarla y, una vez allí, se topa con una muchacha que, por su paso delicado como el del relieve, el arqueólogo identifica con el fantasma de Gradiva. Sin embargo, la chica es de carne y hueso y resulta ser una amiga de la infancia de Hanold, Zoë Bertgang. Será ella precisamente la que ayude al arqueólogo a reconocerla como tal, y no como el fantasma inventado de un personaje mitológico.

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La dualidad en la que se insiste a través del mito de Gradiva queda reflejada en varias obras de Dalí, pero nos detendremos en algunas de ellas para ver más claramente de qué forma se representa este concepto. En El hombre invisible (1929), el pintor plasma la figura duplicada (en la parte derecha del cuadro) otorgando características contrarias a cada una: la de la izquierda posee unos colores más cálidos, que nos remiten a la representación de la carne, de la vida, mientras que la de la derecha, con colores más fríos, nos transmite una sensación de Fig. 10. “Gradiva descubre las ruinas antropomorfas” (1932), S. Dalí. Fuente: www.salvador-dali.org

petrificación, de muerte. Además, la extensión de sus cabelleras hacia arriba y sus pies y ropajes hacia abajo insiste en este concepto de estados opuestos

uniendo un plano superior y otro inferior, es decir, dos extremos, como pueden ser el consciente y el inconsciente. Por otra parte, en 1930, Dalí realiza su obra Andrómeda6, un mito escogido en numerosas ocasiones en la historia del arte y que posee una característica de dualidad inherente como ocurre con Gradiva. Edward Lucie-Smith resalta “el hecho de que la fantasía de secuestro se halla combinada con una fantasía de rescate que en apariencia la contradice, pero que quizá está incluso pensada para justificarla” (Lucie-Smith, 1992: 212), además de que se podría interpretar el simbolismo del monstruo que ataca a la joven como una representación versionada de la vagina dentata (Lucie-Smith, 1992: 212), lo que, junto con la tendencia a retratar a la mujer de una forma muy provocativa, relacionaría el mito con la figura de la femme fatale. En un sentido psicoanalítico, C. G. Jung y Sigmund Freud, coincidían en que en este mito “la acción del héroe, rescatando a la doncella del peligro a que se enfrenta, puede simbolizar la liberación del alma (o el yo esencial) del aspecto “absorbente” de la madre” (Lucie-Smith, 1992: 213), algo muy significativo en la obra de Dalí.

6

Andrómeda era hija de los reyes Cefeo y Casiopea. Debido a la arrogancia de su madre, quien presumía ser más hermosa que las ninfas del mar, las Nereidas, hijas de Poseidón dios de las aguas, provocó la ira d éste que envió un diluvio y un monstruo marino (Cetus) para asolar las tierras del rey. La única solución, según el oráculo, era ofrecer en sacrificio a su bella hija Andrómeda. Muy a su pesar, encadenaron a la joven a unas rocas para que Cetus acabara con su vida. Fue entonces cuando Perseo, que sobrevolaba el lugar en aquel momento montado sobre los lomos de Pegaso, oyendo los gritos de auxilio de la muchacha, descendió en su ayuda y la salvó del terrible monstruo.

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Asimismo, el pintor catalán identifica directamente a Andrómeda y Gradiva, como se puede deducir al ver los rasgos característicos con que la representa, reiterando el concepto de dualismo, puesto que “si la Gradiva de Jensen era la estatua pétrea que volvía a la vida, Andrómeda es la carne atada a la roca, amenazada por la petrificación” (Panero, 2012: 182). La ambigüedad entre roca y mujer ya fue tratada por Dalí para su célebre cuadro El gran masturbador (1929) en el que “la pareja [está] compuesta por un personaje masculino (Dalí) que abraza una estructura pétrea que adopta la forma antropomorfa de una mujer” (Jeffett, 2002: 37), pero es en Gradiva descubre las ruinas antropomorfas (1931-32) [Fig. 10] donde mejor queda ejemplificada esta dicotomía. En la obra observamos en primer término a dos figuras abrazadas, con unas ruinas situadas tras ellos y unas rocas en último lugar, inundadas de una luz amarilla que se transforma en sombra y oscuridad según nos acercamos a los protagonistas del cuadro. Hay varias interpretaciones sobre a quién representa cada personaje, se podría pensar que aquél envuelto en el sudario personifica a Gradiva, no obstante, como recuerda Ana Panero “se ha sugerido que en realidad es Gradiva quien se encuentra transformada en piedra y la otra figura envuelta en el sudario representaría al joven Hanold” (Panero, 2012: 185), asimismo, William Jeffett sugiere: Si la figura envuelta en el lienzo puede identificarse con Hanold-Dalí, el sudario también significa que el propio Hanold, en la medida en que considera a Gradiva como un artefacto arqueológico, está bajo un hechizo mortal. El hecho de que toda la escena esté bañada en sombras sugiere que sólo la llegada del sol permitirá sacar a la luz tan oscuros complejos (Jeffett, 2002: 41).

Sin embargo, y coincidiendo con la postura de Panero, la ambigüedad de género que presentan ambas figuras (Panero, 2012: 185-186) junto con la insistencia en esa doble dimensión, en prácticamente todos los aspectos, que se le atribuye al mito, hace pensar que sean la representación de la doble naturaleza de Gradiva como carne y piedra, vida y muerte, consciente e inconsciente, es decir, se trataría del desdoblamiento de un solo personaje que participa de ambos sexos: Gradiva proviene y participa de ambos, no existiría como tal si su unión. Ella nace de la pura inventiva de Norbert y se encarna en el cuerpo de Zoë. Si hubiera faltado alguno de ellos, la imagen de Gradiva no hubiera aparecido. Esto reafirma la clase de duplicidad de Gradiva: una dualidad en el que un concepto encuentra su sentido en oposición a otro (Panero, 2012: 186).

Como en casi toda su obra, la temática escogida por Dalí tiene que ver en mayor o menor medida con pasajes autobiográficos y el de Gradiva no es una excepción. La muchacha de los 45

rizos (1926), aunque considerada como una prefiguración del tema de Gradiva y “la primera obra del artista que puede relacionarse con este tema” (Jeffett, 2002: 31), según algunas investigaciones representaría más bien la figura de Dullita, puesto que en 1926 Dalí aún no conocía la novela de Jensen, y fue relacionada con el mito a posteriori por el artista, fusionando ambas imágenes. Dalí habla de Dullita en su Vida secreta de Salvador Dalí (1942) dentro de uno de sus “falsos recuerdos de infancia” –recuerdos sobre los que Domingo Ródenas de Moya escribe “los ‘falsos’ recuerdos no son desvergonzadas mentiras sino ilusiones, ensoñaciones, elaboraciones mentales sin base en la experiencia empírica que se mezclan con los recuerdos genuinos hasta prevalecer sobre ellos por su nitidez y brillantez. Pero Dalí tampoco es fiel a su definición de falsedad y entrevera la memoria real con la memoria fantasmal, lo sucedido con lo fantaseado o lo soñado. Lo que le importa en este capítulo de ‘falsos’ recuerdos […] es referir las prefiguraciones, las anunciaciones, del advenimiento de Gala, su redentora” (Ródenas de Moya, 2012: 161)– en el que su maestro, el señor Traiter, le enseñó una “especie de teatro óptico” en el que descubrió la imagen de una niña rusa a quien más tarde bautizó como Galuchka: “fue en este maravilloso teatro del señor Traiter donde vi las imágenes que habían de conmoverme más hondamente, para el resto de mi vida; la imagen de la niñita rusa especialmente, que adoré al instante, quedó grabada […] de un modo integral” (Dalí, 1993: 45). Esta figura fue proyectada a lo largo de su vida en diferentes muchachas que conocía de forma repentina, y una de ellas fue Dullita, una niña que vio por detrás en una calle de camino a la escuela: “el mismo sentimiento del nunca extinguido amor que había experimentado por Galuchka nació de nuevo; su nombre era Dullita” (Dalí, 1993: 82). Más adelante, cuando conoció a Gala en 1929, este mismo sentimiento se despertó en él y, teniendo en cuenta que Galuchka es el diminutivo de Gala, se convenció en su paranoia de que su amor estaba predestinado: “la misma imagen femenina se ha repetido en el curso de toda mi vida amorosa, de modo que esta imagen, que, por así decirlo, no me dejó nunca, alimentaba ya mis recuerdos falsos y verdaderos” (Dalí, 1993: 47). Cuando Dalí conoció el análisis realizado por Sigmund Freud sobre la novela, descubrió una total identificación entre la historia y su vida, que justificaría el uso de esta temática, así como la sustitución que realizó de la figura femenina entre su hermana Ana María, el recuerdo de Dullita, el personaje de Gradiva y su amada Gala. Para Freud se trataba, por un lado, de una “metáfora arqueológica para analizar el proceso del deseo reprimido” (Jeffett, 2002: 23). En este sentido, el concepto de los recuerdos enterrados, que Freud identifica con el primer sueño de Norbert en la novela, puede relacionarse con el recuerdo de Galuchka que Dalí transfiere 46

primero a Dullita y más tarde a Gala; la oposición entre vida y muerte que advierte el padre del psicoanálisis a través iconos como el sudario (muerte) y las rosas (vida) entre otros, tienen un claro reflejo en cuadros del pintor catalán como Las rosas ensagrentadas (1930) o Gradiva (1933). Por otro lado, Freud entiende el texto de Jensen como una “alegoría de la curación terapéutica” (Jeffett, 2002: 25) en el que resalta el principio de “la sustitución de una persona por otra o la superposición de dos personas” (Jeffett, 2002: 25), en el caso de Dalí, se establece una conexión directa entre el papel del personaje de Zoë-Gradiva y su amada Gala, quien sustituyó por su primera musa, Ana María. Freud concluye considerando a Zoë como “un médico capaz de resolver el enigma de los delirios de Hanold” (Jeffett, 2002: 25) quien, utilizando el método psicoanalítico, es capaz de hacer que los recuerdos reprimidos afloren en la conciencia y produzcan la curación: ‘La semejanza entre el procedimiento de Gradiva y el método analítico […] se hace extensiva a lo que resulta ser esencial en todo el cambio, el despertar de las emociones’. De este modo Zoë despierta en Hanold el amor perdido, y al provocar esta emoción enterrada, lleva a cabo una auténtica cura analítica. […] Gradiva, imagen espectral del deseo, se convierte en un objeto del deseo real y activamente amoroso (Jeffett, 2002: 25-26)

Dalí tenía esa misma imagen de su esposa Gala, un amor redentor que le había salvado de la locura más absoluta, que le había rescatado de sí mismo, despertando en él el enamoramiento enterrado que había sentido a través de Galuchka y Dullita a lo largo de su vida. Él mismo afirmó: “No me he vuelto loco porque ella ha asumido mi locura. […] Ella me calma. Ella me revela. Ella me hace. […] Yo habría muerto asfixiado bajo la presión de mi imaginación y de mis temores. […] Gracias a ella, puedo diferenciar lo que es ensueño y lo que es real, mis intenciones etéreas y mis invenciones prácticas” (Parinaud, 1973: 48). Es más, en su Vida secreta, Gala ocupa un lugar primordial y esencial en la confección de la obra autobiográfica: La figura de Gala va a orquestar desde dentro la estructura narrativa de este tránsito a una vita nuova que es la Vida secreta […] La armonización de la matriz narrativa de la vida verdadera con la figuración de Gala como redentora o ‘salvadora’, que es a la vez la vinculación de un plano histórico y colectivo (el de la decadencia de Europa y el arte degenerado de las vanguardias) con otro privado y mítico (el advenimiento de Gala y la serie de fenómenos regenerativos a que da lugar). Para llevar a término esta convergencia, Dalí se sirve de dos facetas de su particular sublimación mítica de Gala desde 1929: de un lado, su identificación

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con Gradiva y, de otro, su papel en la metamorfosis de Narciso (Ródenas de Moya, 2012: 161166).

La identificación entre Gala y Gradiva se produce explícitamente en esta obra al momento de conocerse: “estaba destinada a ser mi Gradiva, ‘la que avanza’, mi victoria, mi esposa. Pero, para ello, tenía que curarme, y ¡me curó! […] esta curación, que fue lograda únicamente por el poder heterogéneo, indomable e insondable del amor de una mujer” (Dalí, 1993: 248). No obstante, Domingo Ródenas de Moya argumenta que esta identificación se produce más bien por una necesidad narrativa: “en la Vida secreta Dalí otorga a Gala el papel de redentora providencial, pero tiene que resolver esa función narrativamente. Lo hace identificando a Gala con Gradiva” (Ródenas de Moya, 2012: 166) y añade, “encarnada […] como la Gradiva que proporciona un radical principio de realidad en el mundo del pintor, era sencillo introducirla en la estructura narrativa de una autobiografía fundada en el cambio a una vida auténtica: ella era el factor desencadenante del cambio” (Ródenas de Moya, 2012: 167). Siguiendo esta interpretación, y para una consonancia con el psicoanálisis freudiano de la novela de Jensen, se hace necesaria la aparición previa de Gala-Gradiva en la vida del pintor y, “así opera Dalí. Elabora retrospectivamente una serie de anunciaciones de Gala […] [cuya imagen] es retroproyectada a los recuerdos falsos y reales de la infancia para vertebrar su propia prehistoria” (Ródenas de Moya, 2012: 168), finalmente, “en ella se funden Galuchka y la anónima Dullita, en ella se prefigura la Gala futura y ella iba a convertirse en uno de los mitos del erotismo perverso de Dalí, punto de encuentro del sadismo y el masoquismo, del amor insatisfecho y del dominio sobre la muerte y la resurrección” (Ródenas de Moya, 2012: 168).

6. LA FIGURA FEMENINA EN EL CINE DALINIANO

6.1.

Un perro andaluz

La primera película surrealista que hicieron en colaboración Luis Buñuel y Salvador Dalí, Un perro andaluz (1929), les supuso el reconocimiento por parte del grupo artístico europeo y su adhesión formal al movimiento de Breton. Aunque la autoría de la película suele atribuirse en mayor medida a Buñuel (él la financió, la rodó y la montó, entre otras cosas), lo cierto es que la participación de Dalí fue imprescindible, sobre todo en cuanto a iconografía se refiere – Juan Minguet Batllori profundiza sobre la participación de cada uno de los artistas en el film, 48

atribuyendo la autoría de una primera versión del guión a Dalí basándose en diversos documentos (entrevistas, correspondencia entre Dalí y Buñuel, declaraciones en biografías…). Minguet recoge el testimonio que da Dalí en su autobiografía: “Fue por esa época cuando Luis Buñuel me esbozó un día una idea que tenía para una película que deseaba hacer y para la cual su madre le iba a dejar dinero. Su idea me pareció sumamente mediocre. Era vanguardia de una clase increíblemente ingenua, y el escenario consistía en la edición de un periódico que se animaba con la visualización de las noticias, notas cómicas, etc. Al final se veía el periódico en cuestión tirado en la acera y echado al arroyo por la escoba de un camarero. Este final, tan banal y barato en su sentimentalismo, me repugnaba, y le dije que su film no tenía el menor interés, pero que yo, en cambio, acababa de escribir un escenario, breve pero genial, que era todo lo contrario del cine corriente. Era cierto. El escenario estaba escrito. Recibí un telegrama de Buñuel anunciándome que venía a Figueres. Se entusiasmó inmediatamente con mi escenario y decidimos trabajar en colaboración para darle forma. Juntos elaboramos varias ideas secundarias y también el título” (Minguet, 2003: 73)–. Debido a esta mayor influencia daliniana que, como veremos, deja a la luz sus complejos y obsesiones, adoptaremos en esta investigación una postura más freudiana para analizar algunas de las escenas de la película. A pesar de las distintas interpretaciones que ofrece la película por su complejidad, coincidimos con la postura de otros autores (Calderón de la Barca, 2000: 65) en cuanto a la idea de que Un perro andaluz parece reproducir ciertas obras de Freud como La interpretación de los sueños (1899), Introducción al psicoanálisis (1917) o El yo y el ello (1923). Freud hablaba en esta última obra de la importancia de las “representaciones verbales” para los procesos mentales: “por medio de ellas quedan convertidos los procesos mentales interiores en percepciones. Es como si hubiera que demostrar el principio de que todo conocimiento procede de la percepción externa. Dada una sobrecarga del pensamiento, son realmente percibidos los pensamientos – como desde fuera– y tenidos así por verdaderos” (Freud, 1978: 17). La intención de Dalí de hacer un cine “plenamente sensorial. Que relatase los entresijos del inconsciente” (Minguet, 2003: 114) coincide con el propósito de las “representaciones verbales”, en este caso sirviéndose del lenguaje cinematográfico, para poner de relieve el funcionamiento onírico. Analizando algunas secuencias concretas del film, veremos el lugar que ocupa la figura femenina en relación a la simbología freudiana y a la iconografía daliniana, seleccionando en este caso aquellas en las que la mujer desempeña un papel más destacado. 49

Sin duda, la célebre e impactante secuencia introductoria es una de las más relevantes de Un perro andaluz. En ella encontramos una declaración de intenciones, un planteamiento de los temas que se tratarán a lo largo de la película, y de la que podemos deducir ya algunas influencias que refuerzan la idea de una mayor involucración de Dalí en este proyecto –con esto no se pretende subestimar la influencia de Buñuel en la película, autores como Víctor Calderón de la Barca establecen ciertas referencias al ojo en los textos de Buñuel Lucille y sus tres peces (1925), Palacio de Hielo (1929) o Pájaro de angustia (1929) (Calderón de la Barca, 2000: 66), sin embargo, y coincidiendo con la propuesta de Joan Minguet, resulta más probable que la participación de Dalí en esta escena fuese mayor, por un lado, porque las alusiones a esta imagen son más numerosas y anteriores en el tiempo en la obra de Dalí que en la de Buñuel, y por otra parte, porque contamos con algunas declaraciones del propio Buñuel que confirman esta hipótesis: “Georges Bataille […] en su revista Documents, escribía: ‘el propio Buñuel me ha contado que este episodio fue invención de Dalí al que le ha sido directamente sugerido por la visión real de una nube estrecha y larga cortando la superficie lunar’” (Minguet, 2003: 88-89)–. Las referencias a la imagen del ojo rasgado en textos escritos por el pintor son múltiples, como los artículos La meva amiga i la platja, Nadal a Brussel.les o La fotografía, pura creació de l’esperit publicados en 1927 en la revista L’Amic de les Arts (Minguet, 2003: 89-90), así como el posible visionado de “las filmaciones que los reputados oftalmólogos barceloneses Barraquer habían realizado de las operaciones destinadas a las extracciones de cataratas” (Minguet, 2003: 92) que, al igual que en la escena de Un perro andaluz, producen en el espectador una sensación de horror: “en este sentido, la secuencia inicial de Un chien andalou supone el punto de máxima conexión con el surrealismo. Y, al mismo tiempo, con la idea daliniana de que el más alto grado de objetividad es lo que conecta con mayor precisión con los resortes del inconsciente” (Minguet, 2003: 94). Por otra parte, de la imagen de las nubes atravesando la luna encontramos antecedentes en la obra daliniana del Retrato de Luis Buñuel (1924) cuyo origen puede ser rastreado hasta el cuadro de Andrea Mantegna, El tránsito de la Virgen (1462), pues según afirmó Buñuel: “a petición mía [Dalí] añadió varias nubes largas y ahiladas que me habían gustado en un cuadro de Mantegna” (Sánchez Vidal, 1988: 210). Abordando la secuencia en un sentido más simbólico, los elementos que la integran nos llevan a evidenciar la atmósfera masculina que reinará en la película y el papel pasivo que se le otorga a la mujer. Nos encontramos ante dos paralelismos: la luna-ojo y la nube-navaja, que nos remiten a la dicotomía mujer/hombre (respectivamente) –Freud establece que “el pene, 50

halla en primer lugar sus sustituciones simbólicas en objetos que se le asemejan por su forma […] y después en objetos que tienen, como él, la facultad de poder penetrar en el interior de un cuerpo y causar heridas: armas puntiagudas de toda clase, cuchillos, puñales, lanzas y sables” (Freud, 1979: 160)– y que forman en conjunto una trinidad que cabe remitir al simbolismo del sagrado número 3, es decir, al aparato genital masculino. Lo que el prólogo enuncia y anuncia es un relato masculino, hecho por un hombre, y donde la mujer y su representación sexual constituyen el objeto […] que se describe. […] Ella es receptora tanto de agresiones como de invitaciones (Calderón de la Barca, 2000: 66).

Siguiendo las teorías freudianas, podemos identificar en esta escena también un miedo infantil relacionado con el deseo edípico “cargado de tensión sexual transgresora, y [que] se encuentra a un paso de la angustia de castración” (Gale, 2008: 83), en otras palabras, asistimos a la representación de una de las obsesiones dalinianas por excelencia, el complejo de castración, sobre el que se volverá a insistir a lo largo del film, pero que en este caso toma un cariz de castigo sobre la mujer, probablemente esa mujer-castradora o femme fatale del XIX que, como en la leyenda de Sansón, tras haberle cortado el pelo (símbolo del corte del pene, origen de su poder) arremete contra sus ojos, “la pérdida de los ojos […] puede no solamente interpretarse como una pérdida de los testículos, sino que nos dice que ésta es también una versión de la historia de Edipo” (Lucie-Smith, 1992: 219). Esta idea decimonónica de castigo a la mujer que amenaza al hombre, reproducida de nuevo en el ambiente surrealista, se reiterará en la película con la escena del atropello automovilístico. Georges Bataille “imaginaba el ojo como fuente de seducción […] y a la vez como sacrificio caníbal” (Gale, 2008: 83), una idea que nos remite al canibalismo amoroso daliniano (en este sentido, la escena final del film es una cita explícita al Ángelus de J. F. Millet que tanto fascinaba al pintor y que tomó como símbolo de este concepto) y, en consecuencia, a la eterna dicotomía del Eros/Thánatos. Como veremos, la relación entre el amor y la muerte, entendida en términos freudianos, es una tónica dominante tanto en Un perro andaluz como en La edad de oro –el psicoanalista distingue dos clases de instintos, “el Eros” que integra “no sólo el instinto sexual propiamente dicho, no coartado, sino también los impulsos instintivos coartados en su fin y sublimados derivados de él y del instinto de conservación, que hemos de adscribir al yo”, y una segunda clase, “el instinto de muerte, cuya misión es hacer retornar todo lo orgánico animado al estado inanimado, en contraposición al Eros, cuyo fin es complicar la vida y conservarla así, […] la vida sería un combate y una transacción entre 51

ambas tendencias”, añadiendo que “en cada fragmento de sustancia viva actuarían, si bien en proporción distinta, instintos de las dos clases” (Freud, 1978: 32-33)–. En la siguiente secuencia se nos presenta a un personaje masculino con una vestimenta característica femenina montado en una bicicleta portando una caja. Nos hallamos ante un doble discurso, por un lado, sobre el conflicto entre el yo y el super-yo del que hablaba Freud en su obra El yo y el ello, y por otro lado, sobre la identidad, especialmente la sexual, en el que la figura de la androginia tendrá un papel muy relevante. En el primer caso, Guillermo Díaz Plaja afirma que “Un chien andalou presenta un caso de desdoblamiento, en el que un personaje, al que se llama ‘a’, se conduce en su libre animalidad; mientras que otro, su complementario, su conciencia, al que llama ‘b’, le impele a sujetarse y a comprimirse dentro de una norma” (Fanés, 1999: 144), es decir, si lo comparamos con la propuesta de Freud, el personaje ‘a’ lo podríamos identificar con el superyo, y el personaje ‘b’, con el yo: El ideal del yo es, por tanto, el heredero del complejo de Edipo, y con ello, la expresión de los impulsos más poderosos del ello y de los más importantes destinos de su libido. […] El superyo, abogado del mundo interior, o sea, del ello, se opone al yo, verdadero representante del mundo exterior o de la realidad. Los conflictos entre el yo y el ideal reflejan, pues, en último término, la antítesis de lo real y lo psíquico, del mundo exterior y el interior (Freud, 1978: 28).

En este sentido, la dicotomía entre mundo exterior/mundo interior tiene una clara relación con la de masculino/femenino. El mundo exterior está relacionado con la realidad, con el yo al que Freud atribuye la representación de la razón (Freud, 1978: 18), ámbito tradicionalmente asociado a lo masculino y que en el film se reafirma, puesto que el ciclista se encuentra en la calle. El mundo interior, por el contrario, se vincula a lo psíquico, al inconsciente, al ello freudiano que representa las pasiones y que históricamente se ha identificado con lo femenino; además, en la escena que estamos tratando, la mujer está situada en un espacio interior observando desde la ventana. Analizando desde el punto de vista de la identidad sexual la secuencia, encontramos varios elementos que juegan en torno a la relación hombre/mujer y, finalmente, desembocan en la figura del andrógino. La caja rayada que lleva el ciclista, alude a lo femenino: “el aparato genital de la mujer es representado simbólicamente por todos los objetos cuya característica consiste en circunscribir una cavidad en la cual puede alojarse algo: minas, fosas, cavernas, vasos y botellas, cajas de todas las formas” (Freud, 1979: 161), así como el uniforme blanco 52

(Freud, 1979: 163), es decir, en este personaje “Buñuel y Dalí van a definir una figura que está guiada por una doble identidad: una identidad femenina y una identidad masculina que están entrecruzadas. Por tanto, […] encontramos el tema de la androginia como algo doble, es decir, el tema de la sexualidad indeterminada” (Bertetto, 2001: 198). A continuación vemos a la protagonista femenina en su habitación, símbolo freudiano del seno materno (Freud, 1979: 161), cuya “primera actitud […] con respecto al joven […] es una actitud abiertamente maternal y llena de afecto. Y este tipo de actitudes que vamos a ver van a definir una primera fase de desarrollo de la identidad sexual de los personajes y del vínculo de deseo entre hombre y mujer” (Bertetto, 2001: 196), esta relación entre la figura andrógina y la maternal ya fue aludida por Freud en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910), donde “se refiere a la figura del andrógino como a una primera representación infantil del cuerpo materno” (Fanés, 1999: 115). Tanto en la vida –“Dalí trabajó consciente y continuamente con la ambigüedad sexual, transformándose en el personaje que necesitaba ser en cada momento. […] Cuando estudiaba en Madrid ‘me engominaba los cabellos para transformarlos en un verdadero casco negro … pero modificaba ese aire de bailador argentino vistiéndome como una mujer: camisa de seda que yo mismo había diseñado con mangas muy holgadas, y que completaba con un brazalete; la parte baja del cuello la realzaba con un collar de perlas falsas. Un marimacho, en apariencia un andrógino’” (San Martín, 2004: 135)– como en la obra de Dalí el tema del andrógino o del hermafrodita tuvo una gran importancia pues, “se asociará, a partir de un determinado momento, a la figura mítica de Guillermo Tell” (Fanés, 1999: 173) que, como hemos tratado anteriormente, remite a la figura paterna en relación al complejo de castración. “El Hermafrodita, metamorfoseado en devorador bifronte, naturalmente, del hijo. Es, como diría Freud, el Kernproblem (el núcleo del problema), que, en el triángulo edípico, no es el padre o la madre, sino ambos superpuestos, una especie de bestia de cuatro patas que correteará por la obra de Dalí” (Fanés, 1999: 174-175). Cuando la protagonista se apropia de la caja descubrimos que en ella hay una corbata también rayada, otro símbolo de ambigüedad sexual puesto que la corbata se asocia psicoanalíticamente a lo masculino (Freud, 1979: 163), pero que en este caso, al formar parte de la construcción de la figura sobre la cama mediante la vestimenta [Fig. 11], contribuye también a un “mecanismo de sustitución y de disfraz de la identidad […] [que] está relacionado […] con una representación sustitutiva de una subjetividad indeterminada e indefinida” (Bertetto, 2001: 197). Paolo Bertetto relaciona esta corbata con la que viste el personaje masculino de la secuencia introductoria: 53

La corbata aparece como el signo calificativo del sujeto indefinido y no identificable, al cual se debería atribuir la función del corte del ojo. […] La corbata, pues, está ligada a una figura ausente, una figura potencial y virtual, evidentemente la que ha cortado el ojo. Y, por tanto, virtual y fantasmático, el mismo gesto del corte del ojo es un acto fallido, no realizado por una figura que es inexistente. […] El tema de la irrealización, del acto fallido y de la dinámica del fantasma es un tema absolutamente central en todo el sistema de ‘Un perro andaluz’ […] en el que, sin duda, el deseo juega un papel muy importante, pero donde estos deseos están destinados a la irrealización y al fracaso” (Bertetto, 2001: 198).

Fig. 11. Fotograma de Un perro andaluz (1929), L. Buñuel y S. Dalí. Fuente: www.rtve.es

Fig. 12. “Composición surrealista con figuras invisibles” (1926), S. Dalí. Fuente: www.salvador-dali.org

No obstante, nos interesa especialmente el significado de la construcción de una “figura virtual realizada en ausencia del cuerpo” (Bertetto, 2001: 199) que lleva a cabo la mujer y de cuyo concepto podemos encontrar antecedentes en la producción pictórica daliniana, como en el cuadro de 1926, Composición surrealista con figuras invisibles [Fig. 12]. Bertetto afirma que esta ausencia del sujeto evoca el sistema de representación mental que, “a través de la creación de una serie de figuras de sustitución”, permite funcionar a la psique de las personas, y concluye que “existe una voluntad de transformar un discurso sobre las figuras del inconsciente en un discurso que se va a ocupar, digamos, de sistemas de representación” (Bertetto, 2001: 199). Esta idea concuerda con la propuesta de las representaciones verbales de Freud que hemos tratado al inicio de este capítulo y, en este sentido, toma fuerza el planteamiento de que “en ‘Un perro andaluz’ […] [se] va a desarrollar la imagen de sí mismo a través del otro, pero la imagen que vamos a tener no es una imagen directa del inconsciente. Es una imagen del inconsciente que está propuesta a través de representantes sustitutivos, es decir, a través de imágenes de distinta identidad” (Bertetto, 2001: 208).

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Tras una primera toma de contacto con el tema de la androginia en el film, asistimos al encadenamiento de tres planos [Fig. 13], también complejos en cuanto a su simbología, que van a aportar mayor información para la comprensión de la siguiente escena: la mano con hormigas, la axila femenina y el erizo de mar. La primera nos habla del onanismo, la segunda nos evoca a una mujer, es decir, estamos hablando del onanismo femenino, y por último, el erizo de mar nos informa de a qué tipo de mujer se refieren Dalí y Buñuel: la mujer-devoradora. Tanto la mano con hormigas como el erizo de mar son elementos muy relevantes en el universo daliniano, las hormigas son una de las obsesiones que Dalí plasma en cuadros tan célebres como La miel es más dulce que la sangre (1927), El gran masturbador (1929) o Las acomodaciones del deseo (1929); el erizo de mar resulta especialmente esclarecedor en este caso: “Dalí relaciona la estrella y el erizo de mar con la idea de canibalismo y la estética de lo comestible, que engulle su objeto de deseo. El erizo y la

Fig. 13. Fotogramas de Un perro andaluz (1929), L. Buñuel y S. Dalí. Fuente: www.weblogs.larazon.com.ar

estrella de mar son animales devoradores por excelencia: la boca y el estómago son un mismo órgano” (San Martín, 2004: 64). Dalí intercambia el papel de la boca, el sexo y el ano de forma magistral, “en el poema ‘Le gran masturbateur’ publicado en La femme visible, en 1930 escribe: […] donde es el hombre quien come la inconmensurable mierda que la mujer le caga con amor en la boca” (Fernández Ruiz, 2004: 193). Asimismo, en Las acomodaciones del deseo “hay un juego de imágenes que giran en torno al agujero, la boca, el sexo femenino, las tres cosas parecen intercambiables” (Fernández Ruiz, 2004: 186) y en Los primeros días de la primavera (1929) “hay una mujer con una cabeza en 55

la que la boca y la cara se han convertido en un sexo femenino” (Fernández Ruiz, 2004: 187). Además, el teórico M. Bajtin sostenía que “el alimento-vida y la muerte- devoradora están simbolizados ambivalentemente en la boca” (Fernández Ruiz, 2004: 186). Todas estas justificaciones parecen constatar que al elegir la imagen del erizo de mar, Dalí se estaba refiriendo a esa mujer-devoradora, a la que también aludía en sus referencias a la mantis religiosa a través del Ángelus de Millet, y a la cual hemos dedicado un capítulo anterior.

Fig. 14. Fotograma de Un perro andaluz (1929), L. Buñuel y S. Dalí. Fuente: www.rtve.es

En la siguiente secuencia se resuelve el planteamiento que se ha venido introduciendo desde el inicio de la película, una mujer con apariencia andrógina utiliza un bastón para juguetear con una mano amputada [Fig. 14]. El bastón golpea una mano cortada (ambos símbolos fálicos en términos psicoanalíticos), que teniendo en cuenta las imágenes anteriores, podemos entenderla como un castigo a la mano onanista: “la mano cortada, pues, parece presentarse como una especie de imagen de castigo producida por las instancias moralizantes del superyo” (Bertetto, 2001: 208), es decir, se nos presenta una imagen de amputación, de mutilación, que en seguida nos evoca el tema de la castración. En este sentido Freud sostenía que Sí podemos determinar qué es lo que se oculta detrás de la angustia del yo ante el super-yo, o sea ante la conciencia moral. Aquel ser superior que luego llegó a ser el ideal del yo amenazó un día al sujeto con la castración, y este miedo a la castración es probablemente el nódulo en torno del cual cristaliza luego el miedo a la conciencia moral (Freud, 1978: 48-49).

Esta mano “castrada” es introducida por un policía de nuevo en la caja rayada y entregada a la mujer andrógina, con esto, podemos entender que lo que se nos está mostrando es a la mujercastradora de la que hablaban los artistas finiseculares, mujer, que acto seguido es atropellada por un automóvil. Y he aquí uno de los puntos álgidos del discurso de Un perro andaluz: el atropello como afirmación, o reafirmación, del castigo y la acción sádica hacia la mujer. En 56

este acto encontramos la conjunción de varias temáticas que se han ido presentando a lo largo de la película, por una parte, se nos señala la relación Eros/Thánatos (Freud señala que el atropello por un vehículo simboliza las relaciones sexuales (Freud, 1979: 163)) –puesto que la actitud del protagonista que observa la escena es claramente de excitabilidad–, por otra parte, asistimos a un acto de castración contra la mujer que se nos había adelantado ya en la escena del corte del ojo y, por último, se acude de nuevo a la figura del andrógino, pero en este caso se “va a presentar una relación que al mismo tiempo es masoquista y sádica, porque la mujer castigada por el coche es también una proyección del propio protagonista” (Bertetto, 2001: 211), hablamos aquí de una compleja relación con las teorías psicoanalíticas de Jacques Lacan: el protagonista observa el accidente a través de una ventana, estableciendo una separación explícita de los objetos y los personajes del exterior, es decir, adopta una actitud voyeurística en la que “él ve y se comprende a sí mismo a través del otro” concepto vinculado al estadio del espejo de Lacan en el que “el sujeto se constituye como sujeto […] en relación a la imagen del otro” (Bertetto, 2001: 207). En definitiva, en este conjunto de secuencias, se nos transmite la idea de castigo hacia la mujer, devoradora o castradora, a través de la condena al onanismo, es decir, al placer femenino por el que el hombre se siente amenazado. Los motivos pueden ser varios, ya sea por complejo de inferioridad, misoginia, miedo al poder que pueda llegar a adquirir la mujer sobre el hombre o, incluso, un complejo de Edipo completo tal como lo describía Freud: El complejo de Edipo completo […] es un complejo doble, positivo y negativo, dependiente de la bisexualidad originaria del sujeto infantil. Quiere esto decir que el niño no presenta tan sólo una actitud ambivalente con respecto al padre y una elección tierna de objeto con respecto a la madre, sino que se conduce al mismo tiempo como una niña, presentando la actitud cariñosa femenina para con su padre y la actitud correlativa, hostil y celosa para con su madre (Freud, 1978: 25).

En cualquier caso, resulta evidente que la temática de la castración que domina el film evoca un sentimiento de frustración en relación a la sexualidad femenina, que creemos demostrado en las escenas analizadas. No obstante, el resto de secuencias de Un perro andaluz redundan en estos conceptos: la dicotomía Eros/Thánatos en escenas como la de la mujer y la mariposa con una calavera o la escena final con reminiscencias al Ángelus de Millet; los obstáculos del amor como sugerencia de la impotencia en la de los pianos y los burros putrefactos; o el fracaso del amor en la que los protagonistas “intercambian” elementos de su cuerpo:

57

El amor es imposible. Ambos se entregan a un diálogo de deseos antitéticos: si él borra los labios de su cara, ella se da carmín en los suyos; el vello axilar que aparece en el lugar de la boca del hombre está ausente en la axila de la mujer. Son los signos del desacuerdo. El juego termina con el gesto de burla por antonomasia: la lengua, órgano de la articulación de la voz y de la deglución, se convierte, fuera de la boca, en un mudo signo de desprecio (Calderón de la Barca, 2000: 75).

6.2.

La edad de oro

El segundo film de Luis Buñuel y Salvador Dalí es considerado, en cierto sentido, como una continuación de Un perro andaluz, puesto que algunos de los temas que se tratan son recurrentes y técnicas, como las metáforas audiovisuales mediante fundidos encadenados, son similares. No obstante, las diferencias entre ambas películas, debido también al distanciamiento cada vez mayor entre Dalí y Buñuel –cuando comenzó el planteamiento del nuevo film, Dalí estaba en pleno “encantamiento” de Gala, y a ella atribuyó Buñuel su paulatina separación: “Dalí, expulsado de Figueras, me pide que vaya con él a la casa de Cadaqués. Allí nos ponemos a trabajar dos o tres días. Pero a mí me parece que el encanto de Un perro andaluz se ha perdido por completo. ¿Era ya la influencia de Gala? No estábamos de acuerdo en nada. Cada uno encontraba malo aquello que proponía el otro, y lo rechazaba” (Sánchez Vidal, 1988: 230)–, resultan evidentes Por un lado, en Un chien andalou encontramos una cierta lectura de un surrealismo en estado puro, que no sabe nada de disidencias o de excomulgaciones, que busca la ilógica del inconsciente y que puede remitirse a la poética desplegada por escritores como Desnos, Leiris, Artaud, Péret, el propio Breton… En cambio, un año más tarde en L’âge d’or se desarrolla una carga crítica muy intensa, contra la iglesia, contra la política, contra la moral social, es un canto al amour fou, y todo ello bajo el amparo de lo que podríamos llamar el surrealismo oficial bretoniano del momento (Minguet, 2003: 118).

A pesar de este cambio de tendencia que se tomó un año después, sobre todo por parte del director de Calanda –“para acometer su segundo film Buñuel mostró una […] crucial estrategia que difiere de la de Dalí: situarse bajo la advocación de Breton. O, lo que es lo mismo, ampararse o colocarse bajo el paraguas de la corriente oficial, si no oficialista, del movimiento en un momento en que las disidencias en el seno del surrealismo habían subido de tono” (Minguet, 2003: 125). El acercamiento entre Buñuel y el líder surrealista al término de esta segunda película, queda aún más evidenciado con declaraciones como ésta de Breton, 58

que realizaba en 1937: “‘Esta película permanece, hasta el momento presente, como la única tentativa de exaltación del amor total, del modo como yo lo concibo; y las violentas reacciones a que su presentación en París dio lugar no han podido fortalecer más en mí la conciencia de su incomparable valor’” (Fanés, 1999: 199)–, para la realización de la película en la que predomina el compromiso social, “las ideas que el artista catalán proporciona a Buñuel para L’âge d’or continúan perteneciendo a un surrealismo intuicionista, irracional, salvaje” (Minguet, 2003: 126), según el propio Dalí: “mi idea general al escribir el guión de La edad de oro con Luis Buñuel […] era presentar la pura línea recta de la conducta de alguien que busca el amor a pesar de los innobles ideales humanitarios y patrióticos y otros miserables mecanismo de la realidad” (Gale, 2008: 94). Centrándonos en el tema que nos ocupa, en La edad de oro la figura femenina mantiene los tintes con reminiscencias simbolistas que observamos en Un perro andaluz y, para constatarlo, analizaremos algunas de las secuencias en las que la mujer tiene un mayor protagonismo o las alusiones hacia ella son más relevantes. La secuencia que abre el film, al igual que en Un perro andaluz, resulta una declaración de intenciones de los temas que se van a abordar durante la película. Se nos muestra un fragmento de un documental sobre escorpiones que, al compararlo con la siguiente secuencia, establece un paralelismo entre el comportamiento humano y el animal. El director analiza el comportamiento del hombre en sus estados primarios, cuando es dominado por sus instintos e impulsos más básicos. No trata de humanizar a los arácnidos, sino de aproximar al hombre hacia ellos (Cesarman, 1976: 60). La escena de los escorpiones figura el origen primigenio del ser humano, en paradoja con la teoría de algunos científicos que consideran al mono el antecesor del hombre: aquí, los hombres descenderán del escorpión, animal asqueroso y generador de un temor peculiar que va más allá del miedo a la picadura mortal. […] Buñuel agrega otros denominadores comunes del escorpión con el hombre civilizado: las maldades del animal, quien actúa como un robot aislado, con articulaciones mecánicas, venenoso; continuamente huyendo de la luz del sol y, cargado de agresividad, en pelea constante en contra, inclusive, de presas mayores que él; siempre listo al ataque, sumamente sensible al momento propicio para agredir, en actitud defensiva y en espera de mensajes sólo negativos (Cesarman, 1976: 90).

Esta escena pone de relieve la fascinación de Buñuel por el entomólogo J. H. Fabre y su obra Recuerdos entomológicos (1879), de la que llega a decir en sus memorias (Mi último suspiro, 1982) que “‘los Recuerdos de Fabre son un libro infinitamente superior a la Biblia’” (Plaza, 59

2001: 243). Al igual que la mantis religiosa daliniana, los escorpiones vuelven a representar esa inspiración que provocan los insectos en los surrealistas de conjunción entre erotismo y muerte, una referencia al canibalismo amoroso pues “el alacrán […] devora a su macho el día de la boda en el mismo acto de amor” (Fernández Ruiz, 2004: 181). Nos encontramos, pues, ante una representación del amour fou, tema que predominará en todo el film y en el que se plantean “comportamientos humanos liberados de inhibiciones y entregados totalmente a sus instintos, a sus deseos, con la misma inocencia desculpabilizada con la que actúan los insectos” (Plaza, 2001: 244), comportamientos que se personificarán en la pareja protagonista. La siguiente secuencia que resulta interesante, desde el punto de vista que nos ocupa, es aquella en la que se nos presenta a los personajes principales. Interrumpiendo un acto oficial, aparece una pareja entregada abrazándose y besándose en el barro, que es separada de inmediato por figuras de autoridad, y seguidamente se nos muestra un encadenamiento de imágenes imaginado por el hombre: la mujer sentada en un retrete, el retrete vacío y la lava de un volcán, con el sonido del agua de la cisterna de fondo. Resulta conveniente analizar estas dos escenas conjuntamente, puesto que ambas representan el amor de la pareja y sus obstáculos: en primer lugar, cuando la pareja detiene el acto de los mallorquines debido a los gritos de placer de ella, lo que se nos está mostrando es la dualidad de los opuestos, “lo alto, digno, impoluto del alto dignatario frente a lo bajo, sucio y apasionado de los cuerpos que, abrasados de pasión, se retuercen en el lodo” (González Requena, 2001: 2), es decir, la representación del amour fou a través de la dicotomía Eros/Thánatos. Los obstáculos a los que se enfrenta ese amor loco prohibido no tardan en aparecer, son las figuras autoritarias que los separan (policías para él, monjas para ella) y que representan “las restricciones externas, exteriorizaciones de los controles interiores, [porque] si el ser humano no fuera peligroso, no habría necesidad de religiosas y agentes policiacos” (Cesarman, 1976: 90). Podemos encontrar aquí cierta equivalencia con el conflicto freudiano entre el yo y el super-yo –“el super-yo conservará el carácter del padre, y cuanto mayores fueron la intensidad del complejo de Edipo y la rapidez de su represión […] más severamente reinará después sobre el yo como conciencia moral, o quizá como sentimiento inconsciente de culpabilidad”, afirma Freud, y añade que “el ideal del yo o super-yo, [es la] representación de la relación del sujeto con sus progenitores. Cuando niño, hemos conocido, admirado y temido a tales seres elevados y, luego, los hemos acogido en nosotros mismos”, sentenciando finalmente, que “del mismo modo que el niño se hallaba sometido a sus padres y obligado a obedecerlos, se somete el yo

60

al imperativo categórico de su super-yo” (Freud, 1978: 27-40)–, que ya trataron en Un perro andaluz: En sus películas, Buñuel muestra que el hombre contemporáneo, creador y víctima de la sociedad en que vive, ha sido incapaz hasta ahora de alcanzar […] [la] libertad: vive atado por las ligaduras de los valores morales de los padres, situación que, eventualmente, lo conduce a la destrucción y a la infelicidad. […] Sin embargo, como toda la conducta humana, el conflicto no se limita a la piel del hombre, rebasa su piel y se transmite a otros hombres que, al formar una sociedad, manifiestan sus problemas en las instituciones culturales que forman. Una sociedad fundada en la agresión, implícita en un complejo de Edipo no resuelto, será forzosamente una sociedad agresiva, preciso vehículo por medio del cual los hombres podrán expresar, y han expresado, sus sentimientos de odio, de culpa, y sus deseos de expiar y de autocastigarse (Cesarman, 1976: 33-35).

En segundo lugar, la cadena escatológica de imágenes está relacionada con el amor también dentro de un juego de opuestos, “los excrementos están asociados a la virilidad y a la fecundidad en las figuras escatológicas más antiguas. Durante la vida, el cuerpo devuelve a la tierra los excrementos, y los excrementos fecundan la tierra, como los cadáveres. Después de la muerte, el cadáver descompuesto se transformará en tierra fértil, en abono” (Fernández Ruiz, 2004: 189), pero en este caso, además, se nos están dando pistas sobre la figura femenina, Dalí consideraba “la escatología como un elemento de terror, igual que la sangre o mi fobia por las langostas” (Fernández Ruiz, 2004: 189) y en la obra del marqués de Sade (tan influyente en los surrealistas, y en especial en esta película) “el protagonismo del excremento tiene un poderoso simbolismo de degradación” (Fernández Ruiz, 2004: 193), podemos deducir, por tanto, que la imagen que se nos presenta es de temor a la mujer, a la mujerdevoradora según las alusiones en la escena de los escorpiones, la cual es degradada mediante las metáforas visuales, probablemente como forma de castigo. La idea del castigo a la mujer sirve como hilo conductor hacia la siguiente secuencia que nos atañe. Tras ver el camino que realiza el protagonista junto a los policías, se nos introduce la figura femenina a través de un fundido con un cartel publicitario, destacando el dedo anular vendado del personaje. Este detalle, resaltado mediante planos cortos, tiene que ver con la actividad onanista que se sugería en una de las escenas en que el amado observa un cartel publicitario que se funde con la mano de una mujer masturbándose, en este sentido, podemos comparar el acto con la secuencia del erizo de mar y la mano cortada de Un perro andaluz, entendiendo que el dedo onanista de la mujer ha sido castigado o castrado. 61

Después

de

esta

breve

introducción,

nos

adentramos de lleno en el universo del personaje femenino: accedemos a su dormitorio, un lugar íntimo

y

anteriormente

que

como tiene

hemos una

mencionado interpretación

psicoanalítica relacionada con el seno materno, donde aparece una vaca tumbada encima de la cama que es espantada por ella, lo que podríamos Fig. 15. Fotograma de La edad de oro (1930), L. Buñuel y S. Dalí. Fuente: www.rtve.es

interpretar como un rechazo a la figura materna (la vaca, en diferentes culturas y a lo largo de toda la

historia, se ha considerado como “diosa madre que cuida de toda la vida, la alimenta y la crea” (Ronnberg, 2011: 304)) y relacionarlo con un cierto complejo de Edipo femenino 7, puesto que posteriormente en la película, cuando el amado abofetea a la madre de la protagonista, ésta parece divertida y complacida. Seguidamente, se dirige al espejo de su tocador, un plano intenso donde evoca a su amado, pero en cuyo reflejo vemos un cielo nuboso, oscuro, tormentoso [Fig. 15]. Lo que estamos viendo es, efectivamente, un reflejo: el del inconsciente del personaje, es la imagen “de la pulsión, de la pasión, del deseo erótico” (Bertetto, 2001: 207), en el espejo8 se plasman sus pensamientos ocultos, sus deseos más oscuros y profundos, es el reflejo siniestro de su interior. “El viento que atraviesa el espejo, invadiendo el cuarto y envolviéndola a ella, representa el aumento del deseo erótico” (Cesarman, 1976: 94). Esta secuencia nos descubre, en definitiva, a una femme fatale que niega la figura materna (y por tanto, la posibilidad de adquirir ese papel), que posee una fuerte sexualidad y cuyo interior es misterioso y pasional, características obviamente

similares

al

estereotipo

Fig. 16. Fotograma de La edad de oro (1930), L. Buñuel y S. Dalí. Fuente: www.rtve.es

finisecular

simbolista. 7

Carl Gustav Jung denominó a este complejo paralelo al de Edipo como complejo de Electra. Tonia Raquejo plantea, citando a Mabille, que a partir del romanticismo es cuando surge “la necesidad de verse, de mirarse, en una voluntad de ir más allá de la propia imagen personal y social: es cuando surgen los temas poéticos en torno a la travesía del espejo”, asimismo, afirma que “se trata de atravesar el espejo para conocer el propio mecanismo del reflejo (es decir, de la visión) y, también para explorarse por dentro (es decir, indagar en nuestra identidad), atendiendo a los mecanismo psíquicos del sujeto. Sólo así, perforado el reflejo en superficie, entrando en el mundo de la virtualidad, puede uno conocerse”, en RAQUEJO, T. (2004). Dalí: metamorfosis, (p. 116). Madrid: Edilupa Ediciones. 8

62

A lo largo del film la tensión sexual entre los amantes va en aumento ante el deseo de estar juntos de nuevo, llegando a la secuencia del jardín donde por fin consiguen reunirse. Sin embargo, lo que prometía ser una escena de amor desenfrenado, se torna en una de amor no consumado, una representación de la mujer-devoradora en relación al complejo de castración (las imágenes de ella chupando los dedos de la mano de él [Fig. 16], junto con la posterior de los dedos amputados, refuerzan esta idea) como ocurría en Un perro andaluz. “El ojo de Buñuel está siempre vigilante y celoso de que sus personajes nunca se realicen amorosamente, realización que sería, en última instancia, la más surrealista de todas las conductas del ser humano” (Cesarman, 1976: 38). Confluyen aquí diversas temáticas, la contraposición de dicotomías entre lo masculino y lo femenino (el diálogo de los amantes parece ser el propio de una situación íntima en un dormitorio, lugar atribuido a la mujer, no obstante se encuentran en el jardín, un espacio exterior, atribuido al hombre); la relación entre el amor y la violencia – Freud establecía una estrecha relación entre el amor y la muerte, como se ha mostrado en apartados anteriores, pero resulta especialmente interesante el vínculo que establece con “animales inferiores” que podemos identificar con los escorpiones de la primera secuencia de la película: “la expulsión de las materias sexuales en el acto sexual corresponde en cierto modo a la separación del soma y el plasma germinativo. De aquí la analogía del estado siguiente a la completa satisfacción sexual con la muerte, y en los animales inferiores, la coincidencia de la muerte con el acto de la reproducción. Podemos decir que la reproducción causa la muerte de estos seres, en cuanto, al ser separado del Eros, queda libre el instinto de muerte para llevar a cabo sus intenciones” (Freud, 1978: 39)–, en el momento en que es nombrado el filicidio y la atmósfera de excitación y pasión resurge, se “refleja esa desesperada búsqueda del amor, impedida siempre por el propio amante incapaz de ninguna otra cosa que no sea matar lo que ama, atrapado en el reflejo de sus padres” (Cesarman, 1976: 53); el fetichismo, aludido en diversos momentos del film, pero explícitamente mostrado en la escena en que la mujer lame el dedo de una estatua romana a modo de felación y cuyas connotaciones indican la imposibilidad de alcanzar el amor deseado; y, por supuesto, una expresa mención al complejo edípico de castración en el momento que la mujer sustituye a su amado por el director de orquesta, un hombre mayor que podría interpretarse como figura paternal. Finalmente, el protagonista, humillado ante la derrota en la que no ha conseguido su objeto de deseo (en este caso el “padre” consigue castrar al hijo, manteniendo la posesión de la “madre”, es decir, del objeto de deseo), se dirige a la habitación de la mujer y destroza el almohadón de su cama, como objeto sustituto de la mujer ausente, esta interpretación del sentimiento de frustración que vive el hombre se reafirma cuando comienza a arrojar por la 63

ventana objetos eminentemente fálicos (un árbol en llamas, un arado, una jirafa…). En realidad, no añora a su amada, sino que llora la pérdida del objeto amado, en un acto semejante al “comportamiento del niño abandonado por la madre” (Cesarman, 1976: 97). En este momento de desolación en relación al amor, se nos traslada mediante un desplazamiento sonoro de los tambores de Calanda a la última escena de la película. El recurso de los tambores es habitualmente utilizado por Buñuel en “momentos sexualmente álgidos y en otros en donde la sexualidad se encuentra asociada al dolor” (Cesarman, 1976: 37), y cuál es el máximo representante para los surrealistas de la fusión entre sexo y violencia, si no el marqués de Sade y su célebre obra, Las 120 jornadas de Sodoma (1785). En esta escena acudimos a la salida de las jornadas de orgías organizadas en el castillo de Selliny y nos topamos con un Sade convertido en Jesucristo: “para Buñuel se trata de dos polos de atracción fortísimos cuyo antagonismo los une […] puede interpretarse que la respuesta al yugo cristiano sobre las pasiones es convertir al propio Cristo en Blangis” (López Villegas, 1998: 101). En los subtítulos que acompañan a las imágenes de la película, se especifica el concepto de la mujer que se tenía en la novela, en la que tantos surrealistas se inspiraron: “para celebrar una bestial orgía, se habían encerrado en este castillo inexpugnable, cuatro temibles malvados. Para ellos, una mujer valía menos que una mosca”. [El film] presenta uno de los más ricos muestrarios de imágenes en las que la crueldad se alía con el deseo erótico. Esa crueldad se convierte en deseo de destruir, personificado en la figura del protagonista, Gaston Modot. […] La figura del propio Modot se asemeja en ocasiones a la de Sade en el sentido de que parece un hombre que emplea la crueldad como forma de intentar alcanzar una libertad, en este caso erótica o sexual, que se torna imposible, es decir, el deseo erótico se transforma en deseo de destruir agravado por la imposibilidad de su satisfacción (López Villegas, 1998: 76-77).

En definitiva, como se ha demostrado en el análisis de estas secuencias, a pesar de los cambios que se producen en otros ámbitos entre Un perro andaluz y La edad de oro, la imagen de la figura femenina permanece y se ratifica, acusándola y castigándola por una amenaza percibida por los artistas, pero manteniéndola en una situación de pasividad dominada, sin que pueda salirse del lugar que la corresponde y siendo estigmatizada por unos estereotipos decimonónicos degradantes.

64

7. CONCLUSIONES El Surrealismo perpetúa en su imaginario iconográfico estereotipos femeninos profundamente sexistas que arraigaron a finales del siglo XIX en el movimiento simbolista europeo y los artistas agrupados en torno a Breton, los retomaron de un modo mucho menos crítico de lo que cabía esperar en un movimiento que se autodenominaba revolucionario y exhortaba a “cambiar el arte, para cambiar la vida”. Los temas de la mujer como musa, la dicotomía mujer- niña y la mujer como objeto de placer y femme fatale se encuentran interrelacionados, teniendo como base el erotismo y la fascinación que desde el siglo XIX escritores como Mallarmé, Baudelaire o el marqués de Sade –por citar a los más conocidos– ejercían sobre los surrealistas, pero nunca por el deseo de mostrar el nuevo papel que podían ocupar las mujeres en la cultura y la sociedad del siglo XX. André Breton, señala como medio privilegiado el deseo erótico y otorga a la mujer un papel que él cree esencial: el de mediadora entre el hombre y el mundo. Pero esa fascinación por el universo femenino no se traduce en iconografías que propugnen la emancipación de la mujer. Lo cierto es que –en la mayoría de los casos– las mujeres que se relacionaron con artistas surrealistas, fueron tratadas exclusivamente como musas inspiradoras, pero por lo general aparecen eclipsadas por sus compañeros y su existencia se encuentra supeditada a ser un complemento del hombre. Teniendo en cuenta que la situación de la mujer en la sociedad de finales del siglo XIX y principios del XX comienza un proceso de reivindicación de derechos fundamentales y protagonismo en la esfera pública, parece oportuno preguntarse, si la perpetuación de este profundo poso sexista, disfrazado de arte transgresor, no proviene del temor que sentían algunos hombres ante los cambios sociales que se avecinaban. Este miedo hacia la mujer, o mejor dicho, hacia la imagen que tenían de la mujer, se tradujo en estrategias en las que ellas mantenían su pasividad y ellos su poder de dominación: la vinculación de la mujer con la naturaleza como medio “instintivo” y “primitivo” la incapacitaba para poder tomar decisiones racionales, además de reforzar la idea de la procreación como destino inevitable y obligado; el gusto por la mujer-niña corrobora esta misma idea puesto que una joven, ni niña ni mujer, es fácil de manejar y no tiene capacidad suficiente para rebelarse; los atributos malévolos que se otorgaban a figuras como la mujerdevoradora, además de continuar la tradición en la que la figura femenina representa el Mal, 65

resulta más bien una artimaña en la que, adoptando una postura victimista, el artista culpabiliza a la mujer justificando de este modo sus actos. Cabe pues preguntarse si temas omnipresentes como la mujer devoradora o el complejo de castración, no sólo son complejos masculinos proyectados en el otro sexo sino un miedo real a una mujer que se estaba empoderando.

Por lo que se refiere a Salvador Dalí, su papel de “verso libre” dentro del movimiento, no le exonera de haber explotado los mismos estereotipos misóginos y sexistas que sus compañeros, si bien tanto en su propia biografía como en su trabajo se producen episodios que marcan diferencias respecto a los artistas del grupo. Las razones que empujaron al pintor a representar a la mujer de esa forma parecen estar relacionadas con un edípico complejo de castración en el que la impotencia, el terror al sexo (y en especial a la penetración) y una posible homosexualidad latente, toman sentido bajo el punto de vista de un hombre que siempre ha estado al amparo de una mujer por necesidad vital y emocional, ya fuera su madre o su esposa Gala. Las temáticas plasmadas en los lienzos del artista catalán demuestran un intento de adoptar una postura de dominación, pero más que sobre la mujer peligrosa y amenazante, como superación de las fobias y obsesiones que lo atormentaban. Como se ha analizado a lo largo de la investigación, las cuestiones abordadas en el medio pictórico daliniano fueron trasladadas al ámbito cinematográfico de la mano de Luis Buñuel. La colaboración entre ambos supuso también una mayor inclinación al sadismo sobre el cuerpo femenino, quizás influenciada por la conocida misoginia del director, que se tradujo en una representación de figuras como la mujer-devoradora (La edad de oro), el andrógino y la mujer-castradora (Un perro andaluz) más encarnizada, dominados ambos films por la sombra del complejo de castración y el concepto de amour fou. En definitiva, nuestro estudio ha intentado poner de manifiesto la hipocresía y el cinismo que practicaron los surrealistas en el tratamiento de la figura femenina, adulada e idolatrada de forma explícita, pero dominada y relegada a la pasividad de una forma implícita en las obras, haciendo ver que el cambio y ruptura con las tradiciones a nivel social, político y artístico que predicaban, no se aplicaba al papel que histórica e injustamente habían ocupado las mujeres.

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