Representación y significado en psicología cognitiva: una reflexión constructivista

July 15, 2017 | Autor: M Pilar Aivar | Categoría: Cognitive Psychology, Estudios de Género, Estudios De Psicología
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Representación y significado en psicología cognitiva: una reflexión constructivista TOMÁS R. FERNÁNDEZ*, JOSÉ CARLOS SÁNCHEZ*, PILAR AIVAR* Y JOSÉ CARLOS LOREDO** *Universidad de Oviedo; **UNED

Resumen Presentamos, desde una perspectiva constructivista, una revisión crítica de las raíces y marco conceptual de la psicología cognitiva, especialmente la que se ha configurado en torno al mecanicismo abstracto. La caracterizamos en el marco de la dialéctica positivismo-pragmatismo, y no como síntesis de racionalismo y empirismo. Analizamos las paradojas y limitaciones computacionales, derivadas del dualismo, del realismo representacional, del prejuicio de la interiorización, y de la imposible reducción mecánica de las funciones orgánicas. Revisamos críticamente los conceptos de máquina, símbolo, representación y significado y desarrollamos una serie de sugerencias teóricas alternativas, en torno a una noción de función orgánica derivada de la tradición constructivista. Concluimos con unas consideraciones sobre el dominio académico del mentalismo. Palabras clave: Psicología cognitiva, constructivismo, computación, positivismo, pragmatismo, realismo, representación, significado, reacción circular, función.

Representation and meaning in Cognitive Psychology. A constructivist reflection Abstract

A critical evaluation of computational psychology is offered from a constructivist viewpoint. First, we present a historical review that enables us to characterise computational psychology not as synthesis of rationalism and empiricism, but in the wider framework of positivist versus pragmatist dialectics. We analyse the paradoxes and computational limitations of the mechanical reduction of organic functions, epistemological realism, and inner-outer dualism. Some alternative ideas based on the constructivist concept of function –a “circular reaction”– are suggested and critically applied to the following concepts: machine, symbol, representation, and meaning. The paper concludes with some observations on the academic prevalence of mentalism. Keywords: Cognitive psychology, constructivism, computation, positivism, pragmatism, realism, representation, meaning, circular reaction, function.

Agradecimientos: La realización de este trabajo ha disfrutado de la financiación recibida de la Dirección General de Enseñanza Superior para el Proyecto de Investigación MCT-00-BSO-0484 Correspondencia con los autores: Facultad de Psicología. Plaza Feijoó s/n. 33003 Oviedo. Asturias. E-mail: [email protected][email protected][email protected][email protected] Original recibido: Febrero, 2002. Aceptado: Julio 2002. © 2003 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395

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Propósito y herramientas He aquí unas ideas para contribuir a un análisis teórico de los problemas de la psicología cognitiva, especialmente los que giran en torno a los tópicos de la representación y el significado. Bien es cierto que hablar de representación es hablar de qué y cómo se representa algo, si es que se representa algo, y por tanto es hablar de “la realidad” y de la clase de proceso por el cual aquella es representada. Así que el propósito es, inevitablemente, complejo y comprometido. Sería ingenuo pretender soluciones inéditas y completas. Más bien aspiramos, como decimos, a contribuir al análisis, explorando las posibilidades de una perspectiva constructivista, hija del funcionalismo y volcada en la comprensión de la génesis del conocimiento por parte de los organismos. Este número monográfico de Estudios de Psicología resulta un excelente marco para dicho propósito, pues nos parece planteado con tal amplitud de miras que configura de hecho una muestra, aunque sea esquemática, de la diversidad de vías y tradiciones que están presentes hoy en la discusión teórica en psicología (discutir de representación y significado es, insistimos, discutir de fundamentos teóricos de psicología). Y esta amplitud de miras, reuniendo aquí lo que suele permanecer incomunicado, compartimentado en sus respectivos circuitos académicos (enfoques con más o menos inspiración computacional, pragmatista, semiótica, contructivista, sociolingüística, evolucionista-comparada...), hace que nadie se sienta del todo extraño, quizá porque, viendo más de cerca las razones del otro, cada cual toma conciencia de sus limitaciones y de la complejidad de la cuestión. Al menos esto nos ha pasado a nosotros. Hay muchos modos y grados a la hora de hacer un análisis teórico, desde aquel que comparte los postulados generales del ámbito que analiza, y se debate entonces en la lucha de variantes dentro de ella, creyendo justificable una opción frente a las otras, hasta aquel que combate los postulados mismos y cree poder justificar un enfoque o marco distinto. Ambos tienen en común, todavía, cierta confianza en la fuerza de la argumentación, en la exposición de las razones. Lo que, ciertamente, a nuestro juicio, no es un análisis teórico propiamente dicho, es la equiparación a priori de toda línea argumental posible bajo el supuesto (teórico) de que, no existiendo verdaderas razones, todos los discursos son modos de justificación de intereses. Esta clase de enfoque, representado ejemplarmente por la Escuela de Edimburgo, no sólo se funda en una (muy discutible, creemos) teoría de la naturaleza de la cognición humana, sino que, partiendo de ella y sin reconocerlo, excluye toda posibilidad de que las cosas (la naturaleza, la ciencia, la cognición misma, ...) sean de otra manera. Por ejemplo, excluye la posibilidad clásica de que uno de los intereses, quizá el principal en nuestras “peleas discursivas”, sea el de querer razones, y atenerse a razones. Cuando las cosas se plantean de este modo extremo, estamos ante ese pragmatismo irracionalista que representa el golpe de péndulo extremo en la reacción generalizada a la crisis del positivismo. La sociología de la ciencia, en el sentido antedicho, puede aportar una infinidad de datos de gran interés sobre redes de influencia en la “maquinaria” de la ciencia, pero renuncia, por principio, a comprometerse con la defensa racional de un marco frente a otro y por eso, a nuestro juicio, se autoexcluye y se sitúa “fuera de juego”. Nosotros pretendemos precisamente discutir sobre cognición, explicitando razones; no dar por supuesta una teoría implícita de la cognición que excluya toda discusión. Vamos a discutir de cognición con una corriente dominante, aunque sobreabundante y confusa, llamada psicología cognitiva. No vamos a discutir compartiendo los postulados generales de la psicología cognitiva, sino

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criticándolos. Pero vamos a compartir esa “cándida”, aunque imprescindible, fe en la racionalidad. La psicología cognitiva, especialmente la más cercana a la metáfora, tiene un innegable vínculo con la actitud neopositivista ante la ciencia. Nosotros, en cambio, estamos plenamente convencidos de que hay que tomarse en serio las razones de la crisis del neopositivismo (las razones que, mal interpretadas, a nuestro juicio, conducen a esos otros extremos inaceptables, como el aludido pragmatismo irracionalista ejercido en la sociología de la ciencia de la Escuela de Edimburgo). Esta crisis constituye uno de los fenómenos más importantes del S XX y conlleva implicaciones radicales para el modo en que la psicología se concibe y se justifica a sí misma. Los problemas estructurales de la psicología cognitiva derivan, en buena medida, de ese vínculo. Sin embargo la propia psicología a lo largo de su historia ha dado pasos en la construcción de alternativas razonables, aunque incompletas, al marco positivista, de un lado, y al pragmatista, cuyo extremo límite es el irracionalismo, por el otro. Creemos pues que se puede “pasar por el medio”: mantener una concepción racional del quehacer científico amparada en una psicología no irracionalista, a la vez que tomamos conciencia de las razones de la crisis del positivismo, de las limitaciones del tándem realismo-mentalismo. En todo caso nos parece que merece la pena aprender de quienes ya lo han intentado. Puesto que queremos hablar desde fuera del marco cognitivo no podemos usar los mismos presupuestos; hemos de buscar claves más generales para el entendimiento. Para ello vamos a incorporar algunas dosis de historia de la psicología, por un lado, y de lo que tradicionalmente los positivistas hubiesen llamado “lenguaje filosófico”. El “lenguaje filosófico” pudo estar prohibido durante los tiempos de mayor celo neopositivista, pero ya no asusta a nadie hoy día, cuando la propia psicología cognitiva trata de entenderse a sí misma haciendo filosofía de la mente. El uso de lenguaje histórico para la discusión teórica, en cambio, parece más inusual, quizá porque todavía nos pesa el espíritu positivista que da a la historia un valor ornamental. El análisis teórico que pretendemos llevar a cabo, con ser “filosófico” en el sentido mencionado (como por ejemplo Still y Costall, 1991), pretende mantenerse lo más pegado posible al trabajo gremial de los psicólogos para evitar ser un análisis “externo”, de los que también abundan. Un tipo de análisis externo es aquel al que antes nos hemos referido; aquel en que los argumentos propios de una disciplina se diluyen y se pierden precisamente en aras de un plano sociológico sui generis que, además, a menudo, cuando reduce ciencia a circuito de inteseres, se autoconfiere el privilegio de ser clave última de la explicación. Otro tipo de análisis externo lo encontramos en algunos trabajos “filosóficos”, sean o no hechos por filósofos, que se permiten ignorar todo producto empírico o teórico de la psicología. Esta clase de trabajos son cada vez menos frecuentes, dada la tendencia creciente, imparable, a tomarse en serio la “naturalización de la mente” (véase por ejemplo García y Muñoz, 1999). Hoy, después de Darwin, pero también después de Piaget y de la propia psicología cognitiva, está claro que las disciplinas científicas tienen un papel esencial en la clarificació n de los tópicos ontológicos y gnoseológicos de los que cierta concepción gremial de la filosofía reivindicó la exclusividad1. En estos últimos treinta años de cognitivismo los psicólogos hemos vuelto a hablar sin tabúes de racionalismo, empirismo, kantismo, hegelianismo, fenomenología, pragmatismo… Y esto, observado con un poco de perspectiva, significa un enorme cambio. Sólo de esta actitud abierta podrá salir alguna luz. ¡Bienvenido sea, pues, en este sentido, el cognitivismo!

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Ahora bien, la vuelta de la psicología a los problemas del conocimiento ha producido de hecho una enorme proliferación de posturas. Este fenómeno está lejos de poder entenderse como un proceso revolucionario que establece por fin un paradigma compartido. No hay un “paradigma” cognitivo. Y si hay alguna unidad en esa multiplicidad, es muy genérica: la que apunta hacia el reconocimiento generalizado de que la mente existe o es algo. Pero la oscuridad del propio concepto de “mente” no ha dado para mucho más en cuanto a posibilidades de unificación y sistematización del campo. En cuanto a nuestro prometido uso de la historia de la psicología como herramienta analítica, queremos ofrecer también unas mínimas pistas. La historia de una disciplina como la psicología constituye una parte intrínseca de ésta. Sus “narraciones” han de ser explicación de los logros experimentales, pero también de la raíz y el sentido de los conflictos, no de los que a nadie interesan porque pertenecen al pasado, sino los que teniendo un pasado viven en nuestras tribulaciones hoy. Así entendida, la historia se convierte en un valioso intrumento para el trabajo “normal” del psicólogo, así como para aquellos momentos en que empieza a hacerse necesaria o exigible una reestructuración más profunda2. Si hay un sesgo que pudiéramos llamar “externalista” en el uso de la historia de las ciencias, o en particular de la historia de la psicología, es el historicismo. Quien simula ecuánime alejamiento, o piadoso respeto a las peculiaridades de otros tiempos, no representa otra cosa que una farsa: hace como aquel que se pone en el lugar del niño para comprender sus niñerías y acaba creyéndoselas, es decir, siendo incapaz de entender, de establecer su alcance, la medida de su progreso, sus límites. En realidad el respeto al niño le pierde y le confunde. Así pues, frente al historicismo, nos parece imprescindible cierta dosis de presentismo: la justa, y quizá trivial; la que deriva del hecho de que no podemos entender más que desde nuestras propias y actuales categorías conceptuales. Y no podemos por menos que querer vivir en alguna de las direcciones abiertas en la historia y no en otras, y justificarla como dirección mejor que las otras. No hay misterio alguno en esto. En lo que toca a la política o a la ética hay sin duda logros que nos colocan en mejor situación que a Platón, por ejemplo. Y no podemos renunciar a ellos. Hemos pasado por la Revolución Francesa y hemos establecido (no meramente “reconocido”) los principios de igualdad. Hemos dado, incluso, muchos pasos en la igualdad. Establecer legislativamente (coactivamente) los principios de igualdad no es haberse quedado en una mera definición teórica. Es un hecho histórico, biológico, sociológico, real (aunque, sin duda, deberemos llegar más lejos). Gracias a lo que hemos logrado podemos juzgar críticamente, por ejemplo, el imperialismo ateniense, su rapiña y su desfachatez. Claro que Sócrates o Platón podían hacerlo ya en su época con todo derecho, proporcionando argumentos contra el interesado relativismo sofista, “democrático”, lo mismo que hoy podemos desenmascarar el relativismo interesado de muchos de quienes detentan el poder. Pero esto es así precisamente porque había y sigue habiendo criterios, y los actuales son la transformación de los anteriores; una transformación mediada incluso por revoluciones, que reorganizan y no simplemente anulan. No tenemos el mismo tipo de criterios en ética o estética que en física, matemáticas o biología, pero no hay un sólo ámbito donde campe por sus fueros una arbitrariedad absoluta, entre otras cosas porque los ámbitos de valores no son estancos. La ciencia es también una cuestión ética, política, y estética. Algo de esto esperamos mostrar, al final, solicitando al lector una reflexión sobre factores ideológicos y políticos que parecen formar parte de la situación general de la psicología. Pero por ahora vayamos al principio.

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¿Psicología cognitiva o varias psicologías de lo cognitivo? Basta un conocimiento mínimo de la producción englobada como “psicología cognitiva” para confirmar de inmediato la heterogeneidad del campo. Dicha heterogeneidad tiene su mejor expresión en esa diciplina de moda que se ha dado en llamar “ciencia cognitiva”. Un ejemplo recientemente publicado es la Enciclopedia de las Ciencias Cognitivas editada por el MIT (Wilson y Keil, 1999). Dicha Enciclopedia presenta los siguientes contenidos disciplinares: Inteligencia Computacional; Cultura, Cognición y Evolución; Lingüística y Lenguaje; Neurociencias; Filosofía; Psicología. Su interés es indudable, por mucho que se carezca de fundamentación conceptual alguna para agrupar semejante “paquete disciplinar”. ¿Por qué no incluir la Lógica, la Antropología, la Sociología...? ¿Cuál es su principio unificador? La respuesta a la pregunta por las señas distintivas de la psicología cognitiva suele esgrimir dos criterios: que la psicología cognitiva es la alternativa y la negación del conductismo (ejemplos: Gardner, 1985; Pedraja y Marín, 1998) y que es una vuelta a las preocupaciones epistemológicas que habían caracterizado el trabajo de la disciplina antes del imperio conductista, una vuelta a “la mente” (Rivière, 1991a; Gardner, 1985). Ahora, se dice, la mente es analizable con una metodología experimental, mucho más objetiva que la vieja introspección. Habría que decir entonces, al menos, qué es lo específico de la concepción cognitivista de lo mental, en vez de suponer, como se hace a menudo, que la mente es un concepto “natural”, evidente desde que el hombre es hombre e incluso antes, quizá en los primates superiores3. Porque, de nuevo, basta una mirada superficial para ver que no hay una definición unívoca de lo mental. Lo mismo se define en términos algorítmicos (dentro de la Inteligencia Artificial) que computacionales “débiles”, como mera herramienta heurística (De Vega, 1982), o emergentistas (las opciones conexionistas suelen ver la mente como un resultado del funcionamiento del sistema nervioso). Ángel Rivière (1991b), en este mismo sentido, ha llegado a distinguir cuatro reacciones a la vieja interpelación de Turing sobre las máquinas pensantes. Algunos sostienen que el pensamiento es privativo de los seres vivos. Otros, como muchos teóricos de las ciencias cognitivas, están de acuerdo en que las máquinas que procesan símbolos piensan realmente. Los psicólogos del procesamiento de la información, en cambio, toman el desafío de Turing como simple provocación heurística. Finalmente, los conexionistas afirman que sólo pueden pensar las máquinas cuya arquitectura funcional sea igual que la del sistema nervioso. Además, en las tendencias más eliminacionistas, tenemos la impresión de que no puede pensar nadie, ni los ordenadores, ni las máquinas, ni los humanos. En cuanto al otro criterio, el de oposición al conductismo, es enormemente genérico, y ligeramente violento, pues, tal como se suele utilizar en la esfera anglosajona, hace “cognitivos” a todos los desarrollos en el campo de la psicología, excluyendo sólo el conductista. Pero esto obligaría a meter en el mismo saco opciones tan dispares entre sí como pueda serlo éste frente a aquél. Las propuestas teóricas de Piaget, Vygotsky o Gibson, por ejemplo, se hallan tan lejos de la psicología del procesamiento de información como del conductismo. Y si restringiéramos la etiqueta a las teorías más claramente computacionales, dejaríamos fuera una parte sustancial de lo que sin duda habría que considerar psicología cognitiva, empezando por algunos de sus iniciadores, como Bartlett, Broadbent, Bruner o Humphrey. Pues bien, creemos que las dificultades de definición de la psicología cognitiva no se pueden resolver simplemente por contraposición con el conductismo. Trataremos de mostrar que hay un orden que subyace a la multiplicidad enfren-

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tada e irreconciliable de orientaciones tanto dentro del cognitivismo como dentro del conductismo y que, para comprender ese orden, es mejor usar como referencia la dialéctica positivismo-pragmatismo en lugar de racionalismo-empirismo. Una clave que llega tarde: racionalismo y empirismo El uso del par racionalismo/empirismo en la comprensión del ámbito de la psicología cognitiva fue relativamente temprano. Suele considerarse que el cognitivismo ha apostado por una teoría del conocimiento a la vez empirista y racionalista, aunque con claro sesgo hacia la segunda opción (Rivière, 1986). Pues bien, queremos mostrar que este par constituye una clave de análisis útil, pero precisamente en un sentido negativo: por las contradicciones que muestra, porque es imposible ser a la vez ambas cosas, racionalista y empirista Una propensión básica del cognitivismo es coquetear con la existencia de dos ámbitos ontológicos diferentes: el mundo físico y el mundo mental. Pero a la vez los cognitivistas se sienten obligados a defender un monismo cientifista de carácter fisicalista, razón por la cual suelen acudir al dualismo del “sentido común” (la psicología popular) para respaldar la existencia de una mente estudiable por la psicología. El sentido común detenta, según ellos, una especie de dualismo falso, aparente, pero justificable en tanto que “funciona”, que es eficaz. El problema es que, en vez de explicar o justificar el porqué de dicha paradójica eficacia, lo que acaban por justificar es la propia mente. Tal es el planteamiento que subyace al funcionalismo de Fodor, que representa la posición en filosofía de la mente que más de cerca ha rozado las aspiraciones unificadoras de la psicología cognitiva. La contradicción en la que vive toda la filosofía de la mente, entre necesitar el dualismo pero tener que defender el monismo, es irresoluble. No es extraño, por ejemplo, que Putnam, el padre del funcionalismo de máquina (la única solución que ha parecido realmente verosímil antes del conexionismo, e incluso dentro de éste), sea también el más notable desertor (véase por ejemplo: Putnam, 2000). Putnam ha ido quizás todo lo lejos que se puede ir sin arrojar definitivamente por la borda la propia mente. Ha llegado a defender un realismo directo, sin procesos de ningún tipo, sin mediaciones cognoscitivas, al estilo de Gibson; con todas sus ventajas críticas pero también con todas sus contradicciones. La presencia (inexplicable) de la realidad en sí ante nuestros ojos es lo máximo a lo que puede llegar quien ha visto la trampa de las mediaciones de la mente pero sigue aferrado a un realismo en virtud del cual la realidad, por seguir siendo exterior, aún ha de seguir enviándonos u ofreciéndonos su información. Las dificultades para encajar actividad simbólica y mecánica (computacional) han dado al traste en los últimos años con las esperanzas de unificación paradigmática cognitivista. El conexionismo no se aleja del ámbito de la computación, pero sí del símbolo, con lo cual, o bien se encamina hacia un empirismo eliminacionista o bien acude a un milagro equivalente al de la criticada transducción: la emergencia. De hecho, en el cognitivismo simbólico o clásico los elementos a partir de los cuales se desarrolla el conocimiento son situados en el mundo físico, como elementos extensionales. Hay una experiencia del mundo sensible, por lo que el proceso de conocer se considera empírico. Sin embargo, los componentes propiamente cognitivos del conocimiento, que son los que interesa estudiar porque explican el comportamiento, son situados en el otro ámbito, el mental. Y la misma distinción de los dos ámbitos (o sea, el dualismo) obliga a establecer una vía o proceso que, partiendo de los elementos físicos, produzca como resultado los elementos del mundo mental. Esta vía, cuando se plantea teóricamente de modo explícito, suele definirse como un proceso de transducción (llevado a cabo por las células sensoriales), en virtud del cual se da el salto al símbolo, es decir, se

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entra en el nivel representacional, que ya no es físico (un ejemplo de esto es el libro fundacional de Neisser de 1967; véase Neisser 1976). A partir de los estímulos proximales (es decir, de la incidencia de las energías físicas sobre los órganos sensoriales) y a través del proceso de transducción, nuestro sistema cognitivo obtiene una representación (distal) del objeto estimular. Las representaciones se conciben como sustitutos de los objetos físicos. Por eso son simbólicas: “están por” otra cosa. Este carácter simbólico está ligado además a una definición lógicoformal de los procesos mentales (entendidos como algoritmos desde la metáfora del ordenador) que introduce las dimensiones racionalistas deseadas por la teoría del conocimiento cognitivista. Pues bien, el concepto de representación que hereda la psicología cognitiva hunde sus raíces en las discusiones del siglo XVII y, por ello mismo, se reencuentra con el problema que podemos etiquetar “paradoja del doble acceso”: para identificar la representación mental de un objeto es necesario hacerla corresponder con éste, de modo que además de acceder a ella hay que acceder a aquello que representa, con lo cual uno de los dos elementos es superfluo. Planteado en términos dualistas (con el consiguiente callejón sin salida cartesiano de la interacción entre sustancias, rebautizada ahora como “transducción”) el problema es irresoluble. O bien se llega a una negación de la realidad y todo queda en la mente del sujeto empírico (solipsismo) o bien éste se disuelve y el conocimiento se identifica con la realidad misma, la cual se convierte en una conciencia de naturaleza matemática que define el tejido ontológico del Universo. Se trata, respectivamente, de la consumación del empirismo y el racionalismo. Veámoslo con un poco de detalle para justificar nuestra tesis de que la síntesis racionalismo-empirismo que la psicología cognitiva pretender haber realizado, es imposible, y es, por tanto, una autorrepresentación inadecuada. Históricamente la filosofía empirista defendió una concepción asociacionista de los procesos de conocimiento (la mente como tabula rasa sobre la que van grabándose los objetos por asociación de impresiones sensoriales) que llega a su límite con el escepticismo de Hume, quien considera imposible el conocimiento de leyes universales debido al origen subjetivo, psicológico, del conocer. Éste se halla ligado a la experiencia, que es individual, no universal. Por otro lado, los racionalistas, que desconfiaban del conocimiento producido por los sentidos desde que Descartes planteara las limitaciones de la imagen proyectada sobre la retina (una proyección pobre, imprecisa, y siempre variable), ligaban el proceso de conocer a las entidades simbólicas, principalmente matemáticas. Éstas debían ser la esencia del mundo, una esencia que, para ser universal, tenía que ser independiente de los sujetos cognoscentes, y por tanto preexistente a ellos (los cuales, en todo caso, la recibirían en forma de ideas innatas). Pues bien, paradójicamente el único punto de confluencia (eso sí, negativo) entre ambas filosofías, racionalista y empirista, fue la disolución del concepto dualista de “representación”. Dentro del empirismo, Berkeley plantea quizá la crítica más fuerte y definitiva a la idea de representación, acudiendo al contrasentido del “doble acceso” que acabamos de mencionar. La salida de Berkeley es el solipsismo, es decir, un sustancialismo idealista subjetivo: todo es psicológico; las cosas son ideas. No hace falta representación porque no hay nada externo que representar. Este mentalismo radical acaba siendo el resultado del desarrollo, hasta el final, de los postulados del empirismo. Propiamente no hay más mentalismo que el de Berkeley. Los actuales son soluciones imposibles de compromiso con el dualismo. Y los intentos de coherencia, de “vuelta a Berkeley”, acaban en el mismo callejón sin salida del (coherente) solipsismo: véase por ejemplo el capítulo 9, “Methodological Solipsism Considered as a Research Strategy in Cognitive Psychology”, de Fodor

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(Fodor, 1981). No se entiende por qué el solipsismo ha de ser una “estrategia metodológica” válida, como pide Fodor, si es falso. Pero Fodor tiene una peculiar respuesta: teniendo fe en el mundo exterior, en el Dasein (op. cit., p. 253), como Berkeley tenía fe en Dios. Si hay un mentalismo actual es, por lo tanto, viviendo en un estado perenne de inverosimilitud, que sólo se sostiene por ausencia de alternativa, y por el empeño socio-institucional para mantenerlo. Los avances reales, experimentales, que son enormes, y que se despliegan dentro de dicho ámbito socioinstitucional, no logran justificar nunca sus presupuestos mentalistas. Viven adosados y relativamente ajenos. “Relativamente”, decimos, porque sí reconocemos que la ideología mentalista sirvió para aliviar las estrecheces impuestas por el conductismo a la propia experimentación (había muchas cosas sobre las que estaba muy mal visto trabajar)4. Por su parte, el racionalismo también llegó a una postura límite similar: la estructura matemática del mundo no puede ser captada por la experiencia, que es siempre limitada y variable. La experiencia del sujeto no puede fundar el conocimiento. Éste sólo puede obtenerse de las esencias matemáticas de los objetos, que han de estar presentes de entrada en la conciencia del sujeto, el cual no hace sino plegarse a ellas. Estamos aquí de nuevo ante un sustancialismo idealista, pero en este caso de carácter objetivo: la exterioridad, también como única sustancia existente, es el ámbito donde se dan las verdades absolutas y universales, que son de naturaleza matemática. Otra vez no hay representación porque no hay nada que representar5. La definición sustancialista de lo real, es decir, el prejuicio del “mundo en sí”, lleva a un callejón sin salida. No hay forma de que una sustancia definida como externa logre convertirse en parte de una sustancia definida como interna, ni a través del asociacionismo empirista ni de las ideas innatas racionalistas. En ambos casos el uso de la representación como salto entre las sustancias física y mental acaba siendo imposible. La raíz del problema, pues, es la sustancializació n de los ámbitos interno y externo, a través de los conceptos de cuerpo y mente o de cualquier otra dualidad de términos que haga referencia a estos mismos conceptos. Cuando se piensa así se acepta la concepción, en último término platónica, del realismo del objeto, aunque ahora se hagan esfuerzos para evitar que el realismo sea idealista; esfuerzos a menudo vanos cuando la realidad última acaba siendo definida mediante la matemática de la computación. En todo caso, se acepta que existe un mundo que es el objeto de nuestro conocer y que es “sustancia” en el sentido de ser absolutamente previo y ajeno a nuestro proceso de conocimiento; de estar “ahí fuera” desde siempre y para siempre y, supuestamente, existiendo como un sistema determinista, mecánico. Ante esta idea de mundo, “exterior”, el conocimiento del mismo únicamente puede producirse a través de la observación, de la “expectación” de lo real. Y esto, a su vez, obliga a definir, por contraposición a este ámbito externo, un interior encargado de las funciones cognoscitivas. Como es sabido, fue Kant quien abrió al menos la posibilidad clara de romper con el realismo y el dualismo (véase un desarrollo a propósito de la idea kantiana de sujeto en: Fernández, 1995). Kant dio este paso a partir de Hume. Hume, llevando también al límite el mentalismo y constatando su sinsentido (el de desembocar en el solipsismo y escepticismo radical), retomaba el sentido común y hacía girar su filosofía en torno a “la práctica”. Si podemos apoyar en algo el conocer y la certeza sobre lo conocido no es en la interiorización mental sino en la práctica; en la actividad que ha de contar inevitablemente, para seguir viviendo, con la realidad y constancia de las cosas y de sus atributos. Sin embargo la práctica, en Hume, es “irracional” (por subjetiva). Kant reconsidera la práctica misma,

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tomándola como punto de partida pero definiéndola como “razón práctica”, que no es especulativa pero sí regida por principios (en la defensa de este primado consiste el pragmatismo, tal como lo explicitó su fundador Peirce, pero negando al mismo tiempo que existieran tales principios: había que hacerlos6). Desde el primado de la razón práctica, el conocimiento no es resultado de la contemplación del mundo, sino un proceso constructivo, un ejercicio de la razón. Frente a la imposibilidad empirista de fundar el conocimiento de universales en la experiencia, Kant propone ideas a priori de la razón práctica y conceptos, también a priori, del entendimiento. Nada puede sustituir, para el conocer, a la sensibilidad, con sus formas organizadoras de todo conocimiento: los a priori de espacio y tiempo. Y frente a la hipóstasis de las esencias formales del mundo planteada por los racionalistas, Kant considera la experiencia como la base imprescindible de los procesos de conocimiento, experiencia que está bajo el primado de la actividad práctica (no especulativa) de la voluntad. La “práctica” de Kant está lejos del materialismo, pero es el fundamento histórico y conceptual para un materialismo no mecanicista o reduccionista. El conocer consiste en una actividad sintética, una reorganización (no un proceso de asociación mecánica) de elementos sensoriales bajo ciertas condiciones trascendentales (los a priori), que ordenan las intuiciones sensibles dadas por la experiencia. Lo que conocemos del mundo es siempre resultado de las reorganizaciones de lo dado a la sensibilidad bajo las categorías del entendimiento, es decir, un proceso constructivo, activo. Kant está planteando una teoría del conocimiento no realista: lo cognoscible no es algo externo; no es una sustancia ante la que el sujeto sea espectador, sino producto de una actividad cognoscitiva que se piensa como construcción. El único residuo que queda, y ante el cual tropieza Kant, es “lo dado”: si algo se nos da, siempre habrá lugar para reconstruir el realismo, aunque tenga que ser (como en la psicología cognitiva) un realismo indirecto, es decir, absolutamente problemático e insostenible. Al constructivismo iniciado por Kant le quedaban aún muchas piezas por construir. En todo caso en Kant hay por primera vez un concepto de “sujeto”. Ahora bien, la idea kantiana de sujeto no es aún la de un sujeto orgánico. Es un sujeto trascendental, situado fuera de la naturaleza, en el reino de la libertad. Habrían de venir el darwinismo y la psicología experimental para mostrar la necesidad de naturalizar el sujeto; proceso en el que el funcionalismo norteamericano tuvo un papel esencial (Sánchez, Fernández y Loy, 1995; Aivar y Fernández, 2000). Nuestro análisis de la psicología cognitiva se apoya en buena medida en la reivindicación de esa necesidad y de ese proceso. Así pues, y desde esta perspectiva histórica, la psicología cognitiva intenta adoptar posturas que cabría denominar prekantianas. Se pretende empirista porque la experiencia (el input) es el referente último a partir del cual se produce el conocimiento, y racionalista porque los elementos básicos del conocimiento tienen un carácter lógico-formal. La idea de la computación se utiliza como engranaje entre ambas opciones. Al igual que los ordenadores, el sujeto “recibe” un conjunto de estímulos físicos y a partir de ellos surge una “representación”, que “está por” el objeto exterior. Pero empirismo y racionalismo son filosofías prekantianas, y sus “versiones” contemporáneas no pueden darse en los mismos términos; han pasado a ser otra cosa. Hoy ya no podemos hablar estrictamente de racionalismo ni empirismo. Ser empirista hoy no puede consistir en volver a Locke o a sus seguidores inmediatos. Chomsky o Fodor hacen uso continuo de estas referencias, como si fuesen las únicas posibles y como si fuesen consistentes; como si no existiera Kant. Para el empirismo anterior a Kant las verdades universales (matemáticas) son una

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suerte de convenciones, perspectiva que no ha desaparecido del todo. Pero hay convenciones y convenciones. Los cimientos del conocer son las sensaciones, cuyo estatuto no está en peligro, aunque haga falta reconceptualizarlas ateniéndonos necesariamente al arduo y largo trabajo experimental de la Psicología (de la psicofísica en primer lugar). Y después de la vieja Teoría de las Energías Específicas nadie puede ser ya un inocente prekantiano acerca de lo que simplemente se nos da. Pero, además, entre el s. XVIII y nosotros media todo el desarrollo de la lógica formal y el paralelo desarrollo de la fundamentación de la matemática. Después de ello el empirismo (y el racionalismo) han pasado a ser otra cosa. Para el empirismo lógico contemporáneo, la definición de la matemática como lenguaje evita los problemas de su consideración como algo convencional. Se garantiza su naturaleza universal y se vincula directamente a las sensaciones. Tal es el sentido del atomismo lógico y su concepción de las propias sensaciones como si fueran proposiciones. De aquí surge el recurso a las “actitudes proposicionales”, que es una prolongación evidente del empirismo lógico dentro de gran parte de la psicología cognitiva. El problema, entonces, es que el lenguaje natural es el que realmente aparece como convencional. Recuérdese al segundo Wittgenstein y sus “juegos del lenguaje”, que han apuntalado las opciones posmodernas del relativismo discursivo. Wittgenstein es hoy, ante todo, el compañero de viaje del pragmatismo. Cada juego es un mundo y ninguno tiene más derechos que otro porque cada uno es un ámbito de condiciones trascendentales para lo que llamamos “conocer”. La operatoriedad, la construcción del conocimiento, sigue sin explicarse (tarea que dejó pendiente Kant), y por eso se recae en ese modo de escepticismo. El racionalismo, por su parte, se transformó siguiendo su vena platónica a través de la fenomenología. Las esencias matemáticas, formales (recuérdese el antipsicologismo de Husserl), siguen siendo el núcleo de la fenomenología, pero ahora no constituyen la estructura ontológica del mundo en sentido realista. No hay un “mundo en sí”, sino una conciencia en relación intencional (vinculación intrínseca) con los objetos. El problema, de nuevo, está en la operatoriedad: no se explica la construcción del conocimiento. Por eso autores como Merleau-Ponty u Ortega y Gasset, desertando de la fenomenología, acabaron explorando una teorización de la “conciencia” que la reintegrara al sujeto de carne y hueso. En suma: los componentes de empirismo y racionalismo que perviven en la actualidad aparecen transformados. Positivismo y pragmatismo constituyen dos teorías del conocimiento que recogen y modifican muchos de esos componentes. Una clave mas útil: pragmatismo y positivismo Al igual que sucedía entre racionalismo y empirismo, entre positivismo y pragmatismo existe una dialéctica peculiar que se va agudizando. También empirismo y racionalismo partieron de un lugar común (el dualismo cartesiano) para ir después polarizándose hasta colocarse en las antípodas... y coincidir en una negatividad, la negación de la representación (por las vias del idealismo subjetivo y objetivo respectivamente, como hemos visto). Pero se trata ahora de una dialéctica postkantiana. Su núcleo es principalmente la Razón Práctica de Kant. El énfasis positivista en el método como garantía de la objetividad y la absolutización del hacer por parte del pragmatismo constituyen dos desarrollos diferentes del primado de la Razón Práctica kantiana, el primero hacia el idealismo racionalista (el método es puramente formal, está fuera del mundo) y el segundo hacia el idealismo irracionalista (el hacer no se atiene a criterios, es arbitrario). Positivismo y pragmatismo no son las únicas, pero sí las dos grandes teorías del conocimiento postkantianas que mejor definen, en su proceso de polariza-

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ción, lo que se juega realmente en el campo de la psicología anglosajona, y la estructura de las peleas entre (inter e intra) conductistas y cognitivistas. Como es sabido, el positivismo considera las diferentes ciencias como “reflejos” de los “hechos” que se dan en el mundo. Es claro que a este planteamiento subyace un prejuicio empirista y realista: existe “algo” externo que hay que conocer a partir de los “datos” y que es diferente de aquello interno que conoce. A la vez, el objeto conocido se define de un modo sustancialista tomando como canon la ciencia física, de modo que se adopta también una concepción fisicalista y monista del mundo. Pero recuérdese que el empirismo clásico fue la tumba del realismo. No se puede, tranquilamente, volver a Locke después de Berkeley y Hume. Los retrocesos se pagan. El pragmatismo puede entenderse como una crítica a las tesis positivistas. Frente a los criterios de verificació n formales que el positivismo ofrece para garantizar la validez del conocimiento, el pragmatismo sostiene que éste es verdadero si es útil para la acción, si conduce a resolver los problemas de nuestra existencia. No hay criterios de objetividad ajenos al hacer humano. Las leyes científicas son una suerte de ficciones que se mantienen en la medida en que se revelan útiles para la vida. Nótese que el pragmatismo también es “empirista” cuando aborda el proceso de conocer (James se acabó definiendo a sí mismo como “empirista radical”): la experiencia es la que nos permite alcanzar la verdad, aunque esta verdad sea relativa y no absoluta. Por otro lado, el apoyo en la acción, en el hacer, abre un dualismo insalvable entre teoría y praxis. Es la práctica la que muestra que algo es verdadero o falso, por lo que “lo teórico”, como la metafísica para el positivismo, se convierte en un elemento inservible para su fundamentación. Es la teoría la que debe ser fundada desde algo exterior a ella. Pues bien, esta absolutización de la práctica conduce a un callejón sin salida: la acción misma queda siempre fuera de toda valoración o comprensión. La praxis se convierte en algo inabarcable (y si consideramos que la Psicología tiene algo que decir respecto al hacer de los organismos, entonces el problema le toca de lleno). El nuevo positivismo no hizo sino prolongar y reforzar en Norteamérica el influjo del antiguo. No sólo, por supuesto, en teoría de la ciencia (el movimiento para la unidad de la ciencia, encabezado por R. Carnap, se asentó en Chicago a partir del ascenso del nazismo) sino también en la psicología. Pero la “adaptación” americana del neopositivismo va transformando el sentido original (germánico, kantiano y helmholtztiano) de la obra de Carnap, sobre todo al exacerbar la radicalidad “formalista”, sintáctica, de su Aufbau (construcción)7. La influencia de la semántica de Tarski y el pragmatismo de Ch. Morris (coeditor en Chicago, con el propio Carnap y con Neurath, de la Enciclopedia Internacional de la Ciencia Unificada) acercaron cada vez más a Carnap a los problemas de la psicología, a los cuales era en un principio extremadamente reacio. Esta “adaptación” americana del positivismo, que incluye el acercamiento de éste a la psicología, atraviesa la secuencia conductismo-cognitivismo. El conductismo había nacido ya, con Watson, bajo el influjo del positivismo, aunque también del pragmatismo (de James). Puede decirse, por ello, que el neopositivismo se vio metido en la dialéctica americana entre ambas tendencias (positivismo y pragmatismo), dialéctica que tuvo siempre a la psicología, y nunca ha dejado de tenerla, como territorio esencial de su despliegue. Luego, desde la segunda mitad de los años 30, se estableció una estrecha conexión entre la teoría de la ciencia y el conductismo (Hull fue un personaje esencial en dicha relación; ver Smith, 1986). Finalmente el enfoque computacional derivado de Turing acabó por predominar y presentarse como enemigo del conductismo. Sin embargo sus raíces no son tan opuestas como se podría pensar: las perspectivas computacionales son

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prolongación del neopositivismo. Y en este sentido no se produce ninguna “revolución” kuhniana. Si hay algo de revolución, de cambio profundo, es quizá en lo que se refiere a la incorporación de desarrollos lógico-matemáticos, y sobre todo tecnológicos. Pero, estrictamente hablando, no la hay por ningún lado. Sólo si se abandona la falsa perspectiva “revolucionaria” se entienden cosas como el hecho de que algunos de los escritos más significativos y programáticos de Fodor, sobre todo “Propositional Attitudes”, incluido en Representations de 1981 y publicado por el MIT (Fodor, 1981), sean en gran media una prolongación explícita de las concepciones de Carnap acerca del lenguaje y la naturaleza de las proposiciones, sobre todo de su Meaning and Necessity publicado en Chicago en 1947 (Carnap, 1947). El positivismo está pues vivo y coleando, y además vive sobre todo en la psicología cognitiva. Si hay un lugar donde no se ha hecho la revolución “kuhniana” es entre nosotros. Esa revolución estaría, como mucho, en marcha, a través de la influencia progresiva del otro polo de la dialéctica, el pragmatismo, influyente a través de su versión discursiva, socio-cultural (y capitaneado ideológicamente por personajes como Rorty). Un pragmatismo que tiene su principal enemigo, como todos sabemos, en las perspectivas computacionales. También el conductismo tuvo y tiene su lado pragmatista. Ya hemos dicho que hay elementos pragmatistas en Watson; pero más importante es el enfoque operante skinneriano, que significó el clímax y la (supuesta) muerte del conductismo. Skinner representa la reacción más radical y fundamentada (mucho antes de Kuhn) al positivismo dominante entre sus correligionarios. La crítica kuhniana ha calado, sobre todo por su relativismo historicista (algo que nunca ha pretendido, probablemente, el propio Kuhn). Pero la crítica de Skinner, que al menos aparentemente ha calado mucho menos, tiene dimensiones imprescindibles, inspiradas en el pragmatismo de James y en muchos destellos también pragmatistas que ya despuntaban en Mach, un autor esencial tanto para James como para Skinner. Aunque suele ser considerado como un positivista, Mach concibe el conocimiento, incluida la ciencia, desde una perspectiva utilitaria, pragmática, que está inspirada en el evolucionismo darwiniano. No es, por ello, y contra lo que suele decirse, ni un mero positivista ni un mero continuador de Hume. El conductismo, por tanto, fue ya el escenario, como lo es hoy el cognitivismo (en su sentido amplio y ambiguo), del enfrentamiento dialéctico entre positivistas y pragmatistas. De este modo podemos entender mejor los numerosos cruces contra natura o aparentes anomalías existentes, como el “cognitivismo” del conductista Tolman o el peligro continuo de conductismo o reduccionismo fisicalista que amenaza a las perspectivas computacionales, y que ya señalara hace más de veinte años uno de sus representantes, Neil Block, en “Troubles with Functionalism” (Block, 1978). La conclusión que parece desprenderse de todo esto es de la mayor importancia: que la disputa conductismo/cognitivismo es secundaria, de segundo orden. Es real, pues hay diferencias entre conductismos y cognitivismos, pero es sólo una dimensión que, tomada por sí sola, no contiene claves suficientes para comprender el panorama. Forma parte de una superestructura que no hace sino ocultar, pero también, como se dice hoy, “vehicular” las discrepancias conceptuales de fondo, aquellas a las que fundamentalmente deberíamos atender (el sentido del positivismo y el pragmatismo) porque sin ellas no se entienden las otras, las que aparecen como más gremiales. No hay contraposición esencial entre conductismo y cognitivismo. Y por eso no tiene demasiada eficacia el intento de definir el cognitivismo como “todo lo que no es conductismo” pues simplemente lía más las cosas:

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etiqueta como cognitivistas a opciones que no son esencialmente mentalistas, y focaliza su identidad en el estudio de la mente, frente a la conducta, a pesar de que ambas, mente y conducta, conforman un marco conceptual común. Es cierto, como se ha repetido, que el colapso del conductismo proviene de que los conductistas tiraron al niño con el agua sucia de la bañera. Claro que hace falta señalar con precisión quién es el niño y a qué debemos llamar “agua sucia”... ya que casi tan absurdo como tirar al niño es intentar lavarlo con el mismo agua. No se sale del conductismo, de sus problemas, reinventando la mente. Las dos líneas, conductismo y cognitivismo, tienen un vértice y denominador común, el dualismo, y no han escapado de él. Siguen unidos en su origen, formando un par de imágenes especulares. El conductismo es el verdadero nacimiento del mentalismo, que no había sido nunca antes una opción significativa dentro de la psicología. Las escuelas más clásicas organizadas a partir del nacimiento de la psicología experimental no fueron mentalistas. No es casual que muchos de los “padres” del cognitivismo fuesen neo-conductistas o “conductistas subjetivos”, como Miller, Galanter y Pribram. En fin, es imposible enfrentar una psicología cognitiva a un conductismo. No hay un conductismo sino una línea de opciones conductistas prioritariamente positivistas, objetivistas, (neoconductismo metodológico) que triunfaron tras el efecto propagandístico de Watson y que fueron combatidas duramente por la línea skinneriana, pragmatista (neoconductismo radical). Aquella línea positivista ha sido extendida y renovada por la psicología cognitiva inspirada en la metáfora, la cual ha explorado los problemas del realismo; y a su vez ha empezado a ser combatida por las versiones pragmatistas contemporáneas, con Rorty o las orientaciones socioculturales a la cabeza. Mientras que el conductismo metodológico iba ligado a una concepción neopositivista de la ciencia y ponía en lugar central el “método”, el conductismo radical de Skinner reducía la ciencia a puro hacer, y la psicología a mero control práctico del comportamiento (el método se convierte en manipulación, es decir, en voluntad del experimentador). Su crítica a sus correligionarios fue decisiva: mostraba en el conductismo metodológico todas aquellas contradiciones que hoy se prolongan, cada vez más acorraladas por el pragmatismo (también enarbolando la bandera “cognitivista”), en el cognitivismo computacional. La filosofía de la mente es un buen síntoma: las opciones pragmatistas o cercanas al pragmatismo ganan a todas luces terreno, ya desde los años 50 con Quine (Quine, 1951), pero mucho más desde la deserción de Putnam (Putnam 1997). Podría decirse que el cognitivismo computacional conlleva una reacción positivista contra la radicalización pragmatista del conductismo en manos de Skinner, planteada muy explícitamente en trabajos suyos como “Por qué no soy un psicólogo cognitivo” o “Un caso dentro del método científico” (Skinner, 1975). Pero si las contradicciones del positivismo presentes en el conductismo metodológico condujeron a la salida pragmatista skinneriana (no carente a su vez de residuos positivistas contradictorios), los problemas del positivismo cognitivista en torno a la idea de representación mental han dado pie, lógicamente, al fortalecimiento de las “soluciones” pragmatistas. En definitiva, lo que se viene jugando en la psicología norteamericana no es la batalla entre conductismo y cognitivismo, sino entre positivismo y pragmatismo. Y lo que se dirime en las múltiples escaramuzas entre positivismo y pragmatismo es la oposición entre materialismo mecanicista e idealismo. La psicología, desde sus comienzos kantianos, sobrevive como un intento de resolver esta polaridad, de superarla, no de caer en ella. El cognitivismo es la forma episódica en que, por el momento, vivimos esta dialéctica.

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Ya hemos insinuado que el constructivismo, por su parte, es la prolongación de la perspectiva constructivista kantiana, que se hace operatoria, se naturaliza, a través de Darwin y de la propia psicología experimental iniciada por Fechner, Helmholtz y Wundt. Su esfuerzo conceptual consiste en no dejarse desviar (y anularse como tal) dentro del campo de fuerza que crea la polaridad positivismopragmatismo. El ángulo es amplio y da para muchas posiciones o “desviaciones” (o, si se ve al revés, acercamientos mayores o menores a la bisectriz). Ese avance recto, el que sigue la línea de la bisectriz, a nuestro juicio, consiste en la construcción experimental de un concepto consistente de sujeto. Quizá podemos decir que a ello contribuyen, dialécticamente, los propios resultados de las polémicas entre tendencias positivistas y pragmatistas, pues sería absurdo suponer que ese avance se haya realizado, en su caso, con una clarividente autonomía. Buena parte de los contenidos de nuestro actual monográfico, a juzgar por los artículos que hasta ahora hemos podido leer, podrían interpretarse teniendo presente este campo de tensiones entre los grandes “atractores” positivista y pragmatista, con el constructivismo, si acaso, como “sugerencia intermedia” más o menos reconocida y conocida. El trabajo de José Eugenio García Albea y José Manuel Igoa representa una estricta declaración en el polo positivista de la orientación cognitiva, el computacional (el trabajo de Josep Sopena, podría adscribirse a este lado positivista, con las salvedades de sus novedades metodológicas y del problema abierto de la relevancia psicológica del efectivo modelo de IA). A partir de aquí encontramos trabajos que suponen una reacción más o menos radical, que tiende a utilizar componentes de tradición pragmatista, ya sea tratando de coordinarlos explícitamente con los de tradición positivista, como en el trabajo de Adriana Silvestri (que integra elementos de una perspectiva discursiva sociogenética con otros de tradición cognitiva); dando prioridad a la inspiración pragmatista, por vía del segundo Wittgenstein y Peirce, como en el trabajo de Antoni Gomila; o aludiendo al carácter motor (“encubierto”, en el caso de la comprensión de frases) del significado que nos presenta el trabajo de Manuel De Vega, y que puede verse como alejamiento de la noción semiótica clásica de significado, cuya riqueza y complejidad, en todo caso, nos explicita Wenceslao Castañares a través de su recorrido histórico. Los trabajos de Fernando Gabucio y Carles Riba nos parecen los más afines y cercanos a la noción de sujeto y a esa “resultante” constructivista del campo de fuerzas pragmatista-positivista. Gabucio utiliza elementos de tradición cognitiva, pero de sabor constructivista, para caracterizar psicológicamente los procesos intersubjetivos de argumentación (eludiendo los modelos formalistas) y el valor o utilidad funcional que subyace a un proceso de convicción (esto es, la racionalidad práctica que hay detrás del propio “acuerdo”, en el hecho de ser convencido). Riba nos ofrece una defensa y despliegue de la explicación intencional en psicología que converge en muchos aspectos, incluyendo su inspiración comparada, con la idea constructivista de función que más abajo ofreceremos. Mecanicismo versus operatoriedad El lado positivista extremo de la psicología cognitiva, contemplado desde la tradición constructivista, oscurece la idea de sujeto, la comprensión de la operatoriedad del organismo, en favor de ese proyecto científico que giró en torno a la idea de mecanicismo abstracto. El mecanicismo abstracto de la psicología cognitiva (Rivière, 1991a, 1991b) se basa en la peculiar síntesis, propiciada por la metáfora del ordenador, entre la idea racionalista de “símbolo” (objetivo) y la empirista de mente (subjetiva). La operatoriedad de los sujetos se resuelve en mecanismos causales similares a los que permiten que la máquina simule. Ahora bien, el que

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la actividad de un organismo pueda concebirse como un sistema que computa símbolos de acuerdo con cadenas estrictas de órdenes internas, como la máquinacomputadora que realiza determinadas transformaciones físicas siguiendo una pauta de instrucciones que nosotros le aportamos, es algo no muy evidente en principio, y que ha necesitado un largo proceso de “enfoque” y justificación. A medida que la tecnología electrónica avanzaba a lo largo del segundo tercio del siglo XX, ciertas máquinas dejaron de concebirse sólo como herramientas o instrumentos pasivos de nuestras acciones para pasar a considerarse, de algún modo, activas. De las máquinas más sofisticadas se empezó a decir que realizaban operaciones; en este sentido podemos decir que fueron psicologizadas8. El movimiento complementario, entonces, fue el de caracterizar la psicología humana por analogía a esas máquinas-operadoras: así, la actividad cognoscitiva humana fue definida teóricamente a través de los principios técnicos con que tales máquinas habían sido construidas. La metáfora del ordenador surgió de la adopción de los principios de una tecnología; y tal proceso pudo realizarse por la legitimación previa de que tal tecnología era “inteligente” y era modelo de toda inteligencia posible. La mente, o al menos lo que podamos estudiar de ella, había de tener una naturaleza algorítmica, secuencial, como la de los ordenadores de entonces. Las objeciones aparecieron muy pronto, se han repetido desde entonces, y nos remiten siempre, de un modo u otro, a los pasos injustificados que se realizaron para adoptar la metáfora. El propio Fodor, no sin profundas contradicciones, tiene que reconocer, por ejemplo, que la intencionalidad de las máquinas es siempre derivada. Derivada de nuestra intencionalidad en el sentido de la intencionalidad de Brentano, que es intencionalidad semiótica: el referirse, el “estar por”9. Las máquinas no existen sin nuestras operaciones como diseñadores de hardware y software o como usuarios que interpretamos como símbolos sus outputs. Que las máquinas diseñen el modo en que nos van a controlar forma parte obsesiva de la ciencia ficción (el HAL de 2001, Una odisea del espacio; o el imperio de las máquinas que ha logrado estabular a los humanos, en Mátrix), porque sería la confirmación de la metáfora (y el inicio de otra pesadilla, claro). Pero los teóricos computacionales más bien tienden a aceptar que existe un ámbito de procesos centrales que no se atienen a las exigencias estrictas del cómputo. Aquí sí parece funcionar la voluntad. ¿Pero cómo podemos concebir una voluntad efectiva en medio de una máquina? El mecanicismo revela su condición dualista. La pretensión de objetividad nos reenvía al atolladero cartesiano. La mente computacional tiene una conflictiva relación con aquella característica que ha servido para definir lo psicológico tradicionalmente: la conciencia fenoménica. Esta conciencia fenoménica, la de toda la vida, deja de ser una característica sine qua non de lo mental y se convierte en un subproducto o epifenómeno del procesamiento. Nunca está muy claro el modo en que esta conciencia fenoménica deriva de los procesos de cómputo. Pero está claro que éstos pueden funcionar sin ella. A la mente computacional se le asigna una fuente de significados distinto, más esencial, que es el del “lenguaje del pensamiento”, cuya base última la constituyen unos primitivos semánticos dados de modo innato. La mente computacional gestiona símbolos, significados (al menos en el estrecho sentido de la “intencionalidad”, del “estar por”) aunque esos significados no coinciden con la conciencia fenoménica. Este papel secundario de la mente fenoménica expresa la primacía del mecanicismo; al menos la primacía pretendida. Pero, como hemos visto, el mecanicismo está irremediablemente limitado y siempre acaba encontrando un resto difícil de tragar. La conciencia entonces entra por la puerta trasera, y no ya como epifenómeno, sino como parte reconocida, aunque sea a regañadientes, del

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funcionamiento psicológico. Por ejemplo, aparece en los límites de las discusiones, al teorizar los sistemas de control atencional, o al tratar de dar cuenta de los procesos cognitivos superiores, o como una “estructura de control” que aplica la regla más conveniente en cada momento (Pylyshyn, 1988, p. 56). En suma, la metáfora del ordenador encubre la actividad del organismo, de sus operaciones, a base de mecanizarlas, de interpretarlas como cómputo. Claro que las mecaniza hasta donde puede, dejando siempre un resto oscuro en el que se refugia lo que no cabe o no se sabe cómo reducir a mecánica, que suele ser una noción inescrutable de voluntad y libertad. Máquina y función ¿Pero qué significa aquí exactamente máquina, “funcionamiento mecánico”? Detengámonos un momento en ello. El prestigio del mecanicismo está a la base del positivismo cognitivo, es su garantía de cientificidad y es, para la cosmovisión neopositivista, la imagen verdadera del mundo: el mundo es un sistema en el que cada estado determina rigurosamente el estado siguiente. Los cerebros y las mentes, en la medida en que son objetos naturales y susceptibles de estudio científico, han de ser entendidos como máquinas. Tal parece que la máquina sirve de modelo de toda la realidad. Pero en una máquina lo que hay es causalidad concatenada según un propósito nuestro; especificada espaciotemporalmente, en piezas y en secuencias, y puesta en marcha por nuestras operaciones. Hemos de insistir en esto, porque abre una diferencia radical entre series causales fisicoquímicas (las definidas por la física y química de modo genérico, para toda “materia”) y series causales diseñadas técnicamente (que por supuesto son también fisicoquímicas, pero que no se agotan en serlo). Cuando la máquina no funciona, nos contraría a nosotros, no a las leyes físicas. Cada estado sigue causando al siguiente, pero se ha roto la secuencia diseñada, es decir, se ha truncado su servicio a nuestros propósitos, a nuestro criterio de utilidad. Ya no es una máquina, sino un pedazo genérico de materia. El mundo fisicoquímico no “funciona”, ni deja de funcionar, por el hecho de que cada estado cause al siguiente (que cada estado cause al siguiente de un modo lineal, por analogía con billares y relojes, con sistemas técnicos de piezas y secuencias, es precisamente una idea de la que la moderna física parece alejarse asintóticamente, confirmando la disolución de aquella vieja imagen del mundo como máquina; véase Prigogine, 1993). El funcionamiento mecánico, entonces (y salvo que le hagamos el juego a Descartes asumiendo que el mundo entero es máquina diseñada por un Ingeniero), sólo es propiamente el de los mecanismos técnicos, y no específicamente porque un estado cause al siguiente, sino porque la secuencia ha sido diseñada, aislada de otras secuencias posibles; ha sido segmentada en piezas, montada y puesta en marcha para que “funcione”, de acuerdo con un fin nuestro. Por eso la máquina es parte de nuestras funciones. No es autónoma. Así, quienes creen que identificando mente-cerebro con máquina logran reducirlo todo a un modelo naturalista, determinista, limpio de intencionalidad y voluntad, cometen un error paradójico. Allá donde hay una disposición mecánica hay, implícita, actividad funcional. Sólo hay máquinas cuando hay organismos. En fin, las disposiciones mecánicas nunca anulan la actividad funcional, son su producto y su herramienta. Sólo los organismos hacen máquinas externas, artefactos. Muy destacadamente, claro está (y que sepamos por ahora), los humanos. Pero, en general, podríamos decir que lo propio de los organismos es precisamente que “componen” funcionalmente series causales: su estructura corporal; el sistema de sus órganos. Y en ese sentido, todo organismo es una “máquina” autoorganizándose funcional-

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mente, que ha logrado su organización actual por vía filogenética (selección orgánica) y ontogenética (maduración, desarrollo, aprendizaje, selección neural...). Somos máquinas orgánicas controladas funcionalmente, por nuestras propias funciones. En conclusión: la unidad teórica esencial para la psicología es la de operación o función, no la de secuencia mecánica de cómputo10. Esta idea nos inspirará para abordar el problema del significado y la representación. Pero antes hemos de especificar algo más el sentido en que nos parece que ha de entenderse esa construcción onto y filogenética. Mecanicismo y evolución Precisamente las contradicciones del mecanicismo cognitivista se ven muy bien en otro ámbito, el de la peliaguda cuestión de la evolución de la mente, del supuesto origen de la máquina computacional. El cognitivista juega a suponer que los módulos son productos de evolución, de selección natural11, pero dificilmente una máquina computacional algorítmica puede haber sido conformada a base de variaciones aleatorias, luego seleccionadas. Las variaciones aleatorias son todo lo contrario de la disposición inteligente de las secuencias, y supondrían simplemente el caos en el sistema. La máquina computacional es un contrasentido evolucionista (véase Sánchez, 1996). Desde el punto de vista de la genética molecular, además, es inconcebible un cerebro cuyas conexiones estén preprogramadas. No solo no hay capacidad en los genes para especificar a priori las conexiones exactas que requeriría un cerebro modular, sino que de hecho se van especificando ontogenéticamente (contando, sin duda, con modulaciones o regulaciones genéticas globales) en el proceso que Edelman llama selección neural; hay que buscar en ese momento las razones determinantes de la explicación, y no retrotraer esas razones de modo prioritario a la evolución o a los genes (Edelman, 1987). En suma, la máquina computacional preprogramada es imposible de justificar genéticamente. En las intensas discusiones teóricas actuales a propósito del alcance, límites y deficiencias de la, hasta hace poco, intocable Teoría Sintética de la Evolución, están surgiendo cada vez más voces que apuntan a la necesidad de volver a tomar en cuenta que el comportamiento es un factor teórico de primer orden para dar cuenta de la complejidad de los procesos evolucionistas. El comportamiento es precisamente importante para la teoría en la medida en que cumple un papel innovador (constructor aquí y ahora) que cataliza, acelera, o reconduce los procesos y contextos de selección: produce cambios de hábitat, cambios de fuentes alimentarias o de técnicas de obtención de alimento; cambios, en general, del nicho ecológico de una población. Pues bien, a nuestro juicio, lo que está haciendo falta (y lo que muchos biólogos buscan, con más o menos prejuicios neopositivistas) es todo lo contrario de una concepción determinista del comportamiento como la que viene ofertando la psicología de influjo neopositivista, primero por vía del conductismo, y ahora por vía del mecanicismo computacional o del nuevo reduccionismo conexionista. El papel esencial que la actividad adaptativa, funcional, tiene indirectamente en la marcha de la evolución (sin adoptar explicaciones lamarckistas) fue precisamente un tópico de la psicología funcionalista; recibió su desarrollo más importante con la teoría de la selección orgánica, que formularon Baldwin, Lloyd Morgan y Osborn (Baldwin 1902). La teoría, conocida como “efecto Baldwin”, no ha desaparecido del todo del ámbito de la biología teórica (véase Fernández, 1988; Sánchez, 1996; Loredo, 1999), y reaparece esporádicamente entre psicólogos, aunque no suele desarrollarse en toda su amplitud (veáse, por ejemplo, Pinker 2000).

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Mecanicismo, tiempo y memoria El análisis de la estructura de los sistemas cognitivos se ha centrado en temas como los sistemas sensoriales y perceptivos, las estructuras de memoria y los sistemas de control. La memoria ha sido tal vez uno de los campos más explorados (véase por ejemplo Ruiz-Vargas, 1994, cap. 2). La tendencia general en psicología cognitiva a la hora de caracterizar la memoria ha sido la de pensarla como el almacenamiento “interior” de información procedente del “exterior”. Pero “interior” y “exterior” sólo son lugares, localizaciones espaciales; no pueden utilizarse para teorizar los psicológico. Un objeto que esté dentro de otro puede sacarse de aquél, pero los procesos psicológicos no pueden agarrarse y extraerse a ningún lugar exterior. La metáfora físico-topológica es sólo un truco para invitarnos a pensar lo psicológico en términos espaciales, como “cosa en un lugar”. Cuando hablamos de memoria, el truco toma la forma de reducir la memoria a una huella física interior. Un viejo problema, el de la “huella”, que en su tratado Acerca de la memoria Aristóteles (ed. de 1987, pp. 238-242) dejó zanjado con claridad, aunque casi nadie le escuche: las “huellas” (los almacenes) no explican la memoria porque nada puede ser huella de nada (estar por otra cosa) si uno no recuerda. Por eso un sello o “huella” sobre una pared de una casa no permite a ésta recordar nada. Lo efectivo y real de las relaciones temporales, de la memoria, es que nos ponen en relación con lo ausente, a través de la huella; no con la huella misma. Si la relación se redujera a contacto espacial con la huella, con una marca, ésta, de nuevo, no sería huella de nada. ¿Qué significa esto? Que las relaciones temporales son condición de partida de la explicación psicológica; que no es posible extraerlas o derivarlas de las relaciones espaciales; que las relaciones espaciales no son más fundamentales que las temporales. La memoria es el formato de toda actividad psicológica, la condición de existencia del sujeto. No hay aquí almas, ni espíritus. Sólo hay lo que hay: funciones orgánicas que no remiten sólo a la espacialidad sino también (como dice Aristóteles en el capítulo citado) al tiempo. Sin recuerdo de la experiencia pasada, el sujeto sencillamente no existiría, no podría actuar ni aprender12. Tan natural es la relación de recuerdo o de propósito (sin necesidad de alma) como la relación de cercanía, contigüidad o lejanía, tamaño, etc. Quien piensa que introducir aquellas formas más típicas de las relaciones orgánicas es cambiar de mundo no hace sino mostrar su propio prejuicio. Cuando las acusaciones de “vitalismo” adquieren este sentido revelan más bien el prejuicio de quien lanza la acusación. Visto desde aquí volvemos a comprobar que el problema del mecanicismo estriba en haber privilegiado arbitrariamente las relaciones espaciales (la extensión cartesiana) para recluir en ellas a la naturaleza. Como si el tiempo no fuera también naturaleza sin necesidad de ser destruido como tal, espacializado. Einstein acabó convencido, como físico que era, de que el tiempo no es otra cosa que una ilusión. Pero el psicólogo, el biólogo, no pueden dar este paso sin negarse a sí mismos. Representación, interioridad y significado Por el prejuicio de la interioridad las representaciones son para la psicología cognitiva cosas “interiores”, mentales en cuanto que son significativas de algún modo, por que tienen una relación peculiar con cosas exteriores correspondientes: son “modelos”, símbolos, esquemas, de ellas. Debe haber pues alguna correspondiencia entre lo representado y la representación. De hecho, se ha desarrollado enormemente la discusión a propósito del formato de las representaciones mentales. Las posturas en pugna se mueven entre la defensa

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de un formato de carácter analógico (figurativo) y la de uno de tipo proposicional (formal). Para la psicología cognitiva experimental, interesada en la ejecución real de los sujetos en tareas, han sido más atractivos los formatos representacionales “intrínsecos”, es decir, los que mantienen las propiedades de lo representado: formatos analógicos, pictóricos, figurativos, basados en imágenes. En cambio para la llamada “ciencia cognitiva”, interesada en la simulación y la Inteligencia Artificial, han sido preferibles los formatos proposicionales (formales), basados en estructuras arbitrarias de representación, como el cálculo de predicados, las redes semánticas o las listas de atributos y características13. Sea cual sea el formato, las representaciones son modelos de una realidad en sí, externa, obtenidas por los procesos mecánicos de cómputo ya comentados, y basadas en la entrada o recepción de “información”. Hay dos clases de problemas que queremos plantear aquí: el de la definición semiótica de la referencia, y el del origen o raiz del significado. El significado, entendido como relación de “estar por” que se establece entre el significante y lo significado, no tiene sentido teórico pleno para una perspectiva psicológica. Puede ser punto de partida de una disciplina semiótica que no se compromete con la comprensión de la génesis del significado, pero precisamente por eso no puede ser el punto de partida del psicólogo. Dicho brevemente: la tarea de la psicología respecto al significado y a la referencia es tratar de explicar su genésis funcional, no partir de su mera existencia. En una relación de las que llamamos típicamente simbólicas, donde por ejemplo la palabra “fresa” o un dibujo de una fresa nos remiten al objeto fresa (podría ser también, por ejemplo, la emisión de cierto sonido de alarma en un grupo de monos verdes, que remite al objeto “serpiente cercana”, e induce a la inquietud y a la alerta), tendríamos que poder explicar la génesis del objeto fresa, primero, porque antes de que exista relación alguna con la palabra, el propio objeto fresa ha de ser establecido a través de múltiples funciones que integran textura, volumen, sabor, color, perspectivas, olor, peso, esfuerzo, localizació n, época, accesibilidad, ... En segundo lugar tendríamos que abordar la explicación de la palabra “fresa” en el marco del proceso de adquisición del lenguaje, que implica su propias condiciones normativas, fonéticas por ejemplo, y que, a través del proceso de asignación, adquiere significado no por el hecho abstracto, semiótico, de “estar por” fresa, ni por el hecho lingüístico de oponerse (por ejemplo) a “presa” o “freza” ; sino por el hecho funcional de participar o mediar ahora en los procesos de uso y disfrute de fresas. La definición de la esencia del símbolo en términos de intencionalidad, es decir de “referirse a” es, desde el punto de vista funcional, insuficiente. Los símbolos lo son porque se refieren a algo, pero la intencionalidad alude más bien a la estructura entera de la acción, la acción que logra tomar de nuevo contacto con ese algo al que toda ella tiende y se refiere (la fresa recordada), gracias a la cual he ido a la nevera y estoy ahora de nuevo, paladeando un (otro) objeto fresa. La relación simbólica es, sí, “indicación” intencional, e implica memoria y temporalidad como hemos visto, pero el significado está en las razones de valor vital que subyacen y fundan dicha “indicación”, no en el hecho abstracto de que “A tenga asignado B”. La psicología cognitiva postula simplemente esta asignación, quedándose a la escala abstracta, prefuncional, de la semiótica, y heredando de Brentano el error de confinar la noción de acto al interior de la conciencia, en lugar de asignarlo a la totalidad del organismo. Pero mientras la semiótica tiene, creemos, su derecho de partir de las relaciones simbólicas como algo dado (para estudiar por ejemplo variaciones de significado en perspectiva sociohistórica), la psicolo-

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gía precisamente tendría que explicarle a la semiótica cómo se constituye funcionalmente la referencia y el significado. La raíz del significado no es la simple asignación que una marca interna recibe para “estar por” una cosa física del mundo externo, en sí. La raíz del significado no es la representación de “lo que hay fuera”, puesto que “lo que hay ahí fuera” debe ser establecido por el organismo, y el proceso mismo de establecerlo es darle uso vital. La raiz del significado está en el uso de valor vital. Lo que “hay fuera”, aquello de que se compone el mundo físico (y que por tanto está a un lado y otro de la piel), es lo que las ciencias naturales, en cada caso, pero históricamente, nos dicen que hay (fotones, quarks, campos, etc.). Esta realidad física es construida por nuestras operaciones, como científicos. No es pues una realidad absoluta, en sí, completamente independiente de nuestra actividad y nuestras funciones. A medida que seguimos trabajando en física, transformamos eso que llamamos “realidad física”, eso que llamamos cosmos, materia, origen, ... Así que no hay razón para privilegiar una visión monista-materialista sustancial de la realidad, porque tan reales son los quarks (nuestro mundo físico ahora) como nuestras operaciones. Objeto y sujeto son conjugados. No hay significado si no hay vida. Si quitamos los sujetos, eliminamos toda acepción razonable de “realidad”. Por eso mismo esta dialéctica nunca se puede convertir en explicación “de la emergencia” (es decir, en explicación de cómo de la materia en un sentido sustancial surgió la vida y el significado, etc.). Pretender eso sería ahora sustancializar nuestros quarks (la física en su estado actual) olvidando su génesis funcional y su historicidad. Sería como querer parar la historicidad misma de “la materia” tal como la vamos definiendo, para quedarse en un punto definitivo, absoluto, desde el que empezar a explicar aquello que a su vez es necesario para explicar a los propios quarks, que son las operaciones de su construcción. Los organismos estamos en relación de significado con las cosas; o al revés: estamos en relación con “cosas” en la medida en que hemos logrado establecerlas como significado vital. Si no, no serían cosas. Vida orgánica (actividad, funcionalidad) y significado van de la mano. De ahí, creemos, hay que partir. Es la condición para pensar la psicología. Quien se empeña en imaginar cómo una mente interior “recibe” información (significado) de un mundo “exterior”, en sí, independiente de toda actividad, está metido, creemos, en una tarea imposible, y todo lo que puede hacer es postular la transducción, una suerte de “fiat” presentado como hecho empírico. Función, en perspectiva genética Podemos ahora ampliar el significado del concepto de función (u operación: en este artículo usamos ambos términos indistintamente) aprovechando para subrayar sus amplias raíces históricas. La exigencia de una idea de función es uno de los tópicos más importantes y recurrentes en la historia de la psicología pero, para centrarnos rápidamente en nuestro propósito, es a lo largo del XIX y XX cuando prolifera la formulación de “leyes”, o esquemas teóricos de función. Tal proliferación hay que entenderla en la estela de las aportaciones e influjo de Kant y Darwin. El primer resultado de esta transformación fue el nacimiento de la psicología experimental ligado a la idea de actividad sintética o aperceptiva. Pero ha habido muchos más, la mayoría comprometidos con el intento de explicar o presentar la función como proceso empírico, natural, que ha de ser aplicado, por grados, tanto al hombre como a los animales. Podemos destacar al menos los siguientes ejemplares: la idea de apercepción de Wundt; el principio de Spencer-Bain; el principio de ensayo y error, tal

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como lo utilizan Lloyd Morgan o Jennings, p. ej.; la selecció n atencional de William James, la ley del efecto de Thorndike (cuyo descendiente es el condicionamiento operante skinnerano); la reacción circular, tal como la formula Baldwin (1984) y la reutiliza Piaget (1985); el ciclo TOTE (Test-Operation-Test-Exit) tal como lo formulan Miller, Galanter y Pribram (1983); y la selección neural de Edelman (Edelman, 1987; veáse también Sánchez, 1998). Hay, evidentemente, profundas diferencias entre ellos, y sin duda podríamos subclasificarlos en familias, según diversos criterios. Pero por ahora baste decir que la familia más alejada del marco que se abre a partir de Kant y Darwin, y de nuestra perspectiva teórica, es la de los principios conductistas: ley del efecto y condicionamiento operante; mientras que la familia que más nos interesa es la que se desarrolló en las tradiciones de la psicología experimental (apercepción), comparada (ensayo y error) y genética (reacción circular). La reacción circular, en concreto, integra los hallazgos teóricos de las anteriores (véase Sánchez, Fernández y Loy, 1993), y nos servirá como referencia principal, aunque nuestra presentación se aleje en determinados aspectos de las posiciones de Baldwin y Piaget. La idea de función es, como hemos dicho, la unidad teórica de la psicología. No es un mecanismo elemental, una unidad mecánica, sino una unidad procesual: la unidad procesual por la que se realiza un paso en adaptación y conocimiento. En este sentido, una función es el acto por el cual un organismo satisface una necesidad, alcanza un logro de valor vital, una transformación sintética de su conocimiento. En la afortunada expresión de Bruner, una función es un “acto de significado”. Pero es necesario especificar su dinámica. He aquí una definición que trata de enunciar y articular los componentes teóricos mínimos que, a nuestro juicio, deben estar presentes en una idea general de función. Entre corchetes destacamos los componentes conceptuales de mayor importancia. Una función es el uso ahora de un ciclo de acciones o coordinaciones pasadas (ejercido y probado en el pasado) conducentes a un logro o satisfacción vital, y aplicado ahora (en un contexto asimilado al pasado y ante necesidades similares) para repetir un logro como el pasado. El ciclo se repite una y otra vez hasta la saciación o el cierre momentáneo de la necesidad [persistencia], realimentado por las consecuencias vitales logradas, las cuáles ha de ser establecidas, “juzgadas” o construidas por el propio organismo [retroalimentación por las consecuencias construidas]. Puesto que en la realización del ciclo o en sus repeticiones surgen a menudo variaciones inesperadas y obstáculos o “problemas”, el organismo realiza tanteos de corrección, dentro de su rango de posibilidades filo y ontogenéticas, cuyo eventual éxito integra o asimila las novedades a la vieja estructura del ciclo, la cual resulta así modificada [síntesis]. Esta resolución no estaba “dada” en la herencia, ha sido organizada ahora, establecida ahora, contextualmente. Este es el sentido genético [génesis] de una función: no es mera repetición, sino que a través de una estructura-guía que es la de la repetición, produce lo que no estaba dado: produce una transformación con significado del objeto de referencia o de los objetos problema [transformación del objeto]; una transformación correlativa del sistema de coordinaciones referidas a esa meta [transformación del sujeto] y una reorganización más o menos estable de la secuencias fisiológicas que, inicialmente inconexas, han tomado parte en los tanteos (facilitación de determinadas sinapsis, por ejemplo) [composición mecánica]. En este sentido, y desde el punto de vista de la explicación, para comprender que determinadas conexiones están establecidas, no basta la explicación molecular, bioquímica, sino que hay que mediarla inevitablemente con la explicación psicológica: lo que ha sido conectado, lo ha sido en la medida en que formó parte de una transformación sentida (construida) por el organismo como buena, válida, satisfactoria. La organización o estructura de la función

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es propositiva, no teleológica: define el futuro esperable por proyección del pasado, no por causalidad del futuro sobre el presente [propositividad]. Veamos con un poco de detenimiento algunas de estas características. Las funciones no vienen “dadas” con la forma orgánica, se realizan en cada caso a partir de la forma orgánica disponible, sea directamente la que tiene un organismo recién nacido o la que tiene ese mismo organismo después de un periodo vital, es decir, después de modificar u “ordenar” su propia forma orgánica funcionalmente (por ejemplo, su propio cerebro). Las determinaciones originarias de este ciclo derivan para el organismo actual de su herencia. Este es el sentido en que hay coordinaciones innatas o predisposiciones innatas que garantizan desde el principio cierta especificidad y eficacia en la acción del organismo (justificadas por la herencia y por la maduración hasta el momento actual). El denominador común en muchos ejemplares de función es un esquema de selección o retroalimentación donde las consecuencias servirán para mantener o alterar la secuencia que se ha puesto a prueba (según el enfoque teórico, aquello que se pone a prueba será entendido como hábito, esquema, hipótesis, representación, o respuesta). Lo específico de la tradición constructivista y que queremos subrayar aquí, frente a las tradiciones objetivistas, es que las consecuencias deben ser, como cualquier otra realidad, construidas: no son una “verificación” dada por un mundo-en-sí al organismo; sino una construcción que el organismo ha de hacer, inevitablemente (empezando por la percepción) de “lo que ha sucedido” y de su valor o utilidad. El sentido y el valor de lo que sucede como “consecuencia”, bueno o malo, placentero o displacentero, útil, inútil, neutro, ventajoso, excitante, armonioso, desolador, trepidante... no está prescrito. No está tutelado o gobernado por un programador, un controlador, o dispensador de refuerzos y castigos. Pues bien, que el organismo pueda construir consecuencias no previstas o no deseadas (el “error”) y atenerse a ellas es un aspecto básico de su diseño, y es una condición “trascendental” de la vida y de la racionalidad. La necesaria independencia entre lo esperado y lo logrado implica que el organismo es siempre un sistema plural (pluralidad de sistemas fisiológicos, de vías neurales por ejemplo), es decir, que nunca está integrado y gobernado desde un “interior” (un cerebro rector, un sistema modular, una programación hereditaria...) sino que el gobierno o la organización está siempre en marcha, y mediada por “la realidad”, es decir, por las dimensiones de objetividad que el organismo va estableciendo, contextualmente, como normas o verdades a las que atenerse: como cosas-ahí, objetos de la realidad. Si el organismo no se regula continuamente por la realidad construida, por lo que ese “algo” es para él (no para nosotros), no existe función. Esto supone tomarse en serio que un organismo vivo habita un mundo, su mundo, por difícil que nos resulte definir cuál es ese mundo y cuáles sus objetos14. Es “mundo” porque es significado para él. Los cadáveres o las piedras (pero también, posiblemente, todas las máquinas que la humanidad ha hecho hasta el momento) no necesitan, no usan, no establecen significados, no tienen objetos-ahí. Además, en esta perspectiva, la regulación por las consecuencias es abierta: las propias metas varían en el ejercicio de lograrlas; se complican y enriquecen, porque varía, se complica y enriquece la definición de la “cosa” que para el organismo es meta, aquella que mañana tratará de nuevo de lograr. En este sentido podemos comprender que esta idea de función es núcleo de la psicología genética: es el motor de génesis. ¿Y cómo puede ser motor de génesis lo que, básicamente, tiene estructura de repetición, lo que es (usando una expresión de Baldwin) un “try it again”? En el intento de repetir lo que ya tuvo significado nace la novedad significativa: no hay asociación pura, adición pura, sino asi-

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milación a lo que ya tiene sentido. En el tratar de obtener de nuevo lo mismo, descubrimos el verdadero sentido de la diferencia. Frente al creacionismo espiritualista, que es una especie de construcción de la nada, súbita, indeteminada, inescrutable (por ejemplo de un insight gestaltista o de un acto de voluntad de los sistemas centrales), la verdadera explicación genética utiliza simpre esa modesta pero fecunda estructura del “prueba otra vez”, “lógralo otra vez”. Lógra-lo otra vez alude, claro, al objeto no presente, a la meta. Una función tiene estructura propositiva y presupone la memoria. No es una “conducta”, un mero movimiento, una respuesta. Es, insistimos, un acto de significado, un acto que sólo se entiende porque el organismo está en relación con su objeto construido, con su significado. Y bien, el sentido de la propositividad no tiene nada que ver con la manida “causa final”, aunque algunos, para defender la necesidad del mecanicismo, identifiquen propositividad con metafísica. Aquí no hay ningún “futuro que tire causalmente del presente”; lo que hay es un presente que si se proyecta hacia el futuro es queriendo renovar el pasado, que es toda su referencia posible, y haciéndolo genera, junto al logro, el cambio: el pasado del mañana. Hemos definido hasta ahora los componentes teóricos esenciales de la reacción circular en un sentido general. Ahora bien, la reacción circular es una concepción de la función evolucionista y genética, y adopta formas empíricas diversas distribuidas en niveles de complejidad, tando desde el punto de vista de la filogenia como de la ontogenia. Por eso toda teoría de la reacción circular está obligada a desplegar el concepto genérico, abstracto, en una gradación de niveles de complejidad. Baldwin, por ejemplo, distinguía reacción circular orgánica, imitativa simple, e imitativa persistente. Piaget, como es bien sabido, distinguía reacciones circulares primarias, secundarias y terciarias. Por supuesto no vamos a entrar aquí en esta tarea que, por cierto, no ha sido muy extendida ni por Piaget ni por los piagetianos. Baste indicar, sólo como referencia, que la caracterización abstracta debe poder desplegarse y articularse para dar cuenta de actividades humanas complejas en donde, por ejemplo, la función consista en planear o diseñar una meta u objetivo nuevo (sin duda por síntesis de metas ya conocidas). Psicología cognitiva en perspectiva constructivista Revisemos ahora, a la luz de lo dicho, algunos de los conceptos tópicos de la psicología cognitiva. Aquello a lo que se refiere el concepto de lo mental es a la estructura misma de nuestras acciones. Lo cognoscitivo, lo psicológico, no es una propiedad “emergente” del sistema nervioso, sino la lógica misma de las acciones adaptativas del organismo, definidas no como movimientos físicos, sino funcionalmente, es decir, por referencia a los objetos construidos a través de operaciones anteriores. Pero “lo mental” (es decir, el sistema de funciones) no está dentro ni fuera. Los significados, no están “dentro de la cabeza”, son la forma que toma la relación del organismo con las cosas de su mundo; porque, insistimos, los organismos no están en relación con las cosas en-sí, con un mundo físico exterior en-sí, sino con las cosas tal como hasta este momento ha podido establecerlas, definirlas, construirlas, a través del uso. ¡Tiempo, y no sólo espacio!. Si algo está presente-ahí y ahora para mí es porque recuerdo, no una copia o representación de lo que la cosa es en sí: basta con recordar el producto de mis viejas operaciones. “Lo mental”, el sistema de funciones, no es pues una “cosa interior” que representa algo que está “fuera”, sino nuestro modo específico de comprender las relaciones de un organismo con su mundo y la lógica de su transformación. Los módulos, la estructura modular, alude a los hábitos una vez establecidos; es decir a los productos estables del incesante tanteo funcional. Pero el psicólogo

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cognitivo no los concibe como lo hiciera la tradición funcionalista (es decir, como sistemas estables, “mecanizados”, pero susceptibles de modificación funcional si conducen a errores o fallos adaptativos) sino de un modo absolutamente mecánico: como algoritmos. Ya hemos visto cómo el cognitivismo utiliza ad hoc la teoría neodarwinista de la evolución para respaldar (no explicar) su concepción modular, que es una reedición del viejo concepto de instinto. Diríamos que el evolucionismo no es interno al marco teórico de la psicología cognitiva, sino mera “excusa” para justificar su mecanización. Ciertamente, el finísimo trabajo experimental que en ocasiones conduce al psicólogo experimental cognitivo a definir determinados nexos y nódulos en un diagrama de flujo es, a priori, completamente respetable y aporta resultados a menudo realmente efectivos, sorprendentes, como los que abundan en psicolingüística y no han sido producidos en otras tradiciones experimentales, incluyendo la psicología evolutiva. El que hagamos una crítica a los supuestos mentalistas no significa, en absoluto, despreciar o anular el valor de las operaciones del investigador. Téngase esto en cuenta también en descargo del psicólogo cognitivo, y a favor de nuestra esperanza, expresada al inicio de este trabajo, en la discusión apoyada en razones. Sólo creemos que los resultados deben ser interpretados en dirección naturalista, genética, y no modularista, mecánica; y quizá de este modo los resultados pudiesen adquirir aún mayor relevancia. Y ahora, correlativamente, podemos ver que la propia dimensión funcional (esa en la que habría que dar cuenta de la toma de decisiones, de la génesis de formas progresivas de autonomía, deliberación, voluntad, etc.) está a su vez sustantivada, por contraste con la modular, en forma de inescrutables (no mecanizables) sistemas de control. La psicología experimental no sigue un “método científico” en abstracto, sino, como no podía ser de otro modo, unos procedimientos de investigación envueltos por un contexto teórico que, como hemos tratado de mostrar, remite a una determinada tradición intelectual en la que perviven los problemas clásicos del racionalismo y el empirismo, si bien transformados a partir de Kant hasta desembocar en la dialéctica positivismo/pragmatismo. Giran, en todo caso, en torno a la idea del conocimiento como representación de la realidad. En descargo del cognitivismo hay que subrayar, además, que la idea del conocimiento como representación de la realidad no ha sido propiamente superada por las tendencias filosóficas dominantes en nuestro tiempo, que más bien, cuando han buscado salidas, han optado por vías irracionalistas, pragmatistas o de análisis del lenguaje. Si no ha habido una reconstrucción verdaderamente poskantiana de la teoría del conocimiento en la dirección de una epistemología naturalista coherente, los intentos de reconstrucción realistas subyacentes al cognitivismo tienen sentido metodológico, aunque podamos sospechar que caminan por un callejón presumiblemente ciego y podamos indicar algunas de sus contradicciones gnoseológicas y ontológicas. Una consideración final Después de 50 años desde el inicio de la “revolución cognitiva”, su “unidad paradigmática” sigue siendo vaporosa. Se utiliza todavía, como seña de identidad, el contrapunto con el conductismo pero, ya lo hemos visto, el corte con el conductismo es discutible porque hay dimensiones esenciales, positivistas y pragmatistas, de continuidad. El compromiso con lo mental es la verdadera seña de identidad; está presente en buen grado en socio-culturales, vygotskianos, neopiagetianos, conexionistas, neo-paulovianos, semióticos... Es tan difícil librarse de la mente como del realismo, ambos en la misma medida correlativa. Por eso

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es verdad, en un cierto sentido, que hay una unificación, si bien poco paradigmática, bajo la sombra del mentalismo. Pero la sombra del mentalismo no parece haber funcionado realmente como principio integrador pues, bajo ella, las diversas opciones permanecen verdaderamente enfrentadas, como escuelas. También funciona, en todo caso, autodefendiéndose de toda crítica seria a la mente. Se cierran así, una y otra vez, las posibilidades de avanzar en un trabajo que parece necesario, un trabajo que se esboza y se apunta por doquier una y otra vez pero que no logra nunca llevarse a término. Las discusiones, por ejemplo, de Searle o Galen Strawson, sobre las diferencias entre mente y conciencia, son la punta del iceberg de problemas muy clásicos en los que se deberían dilucidar tanto las diferencias como las relaciones entre dichos conceptos. La “conciencia” de la tradición clásica alemana, que se remonta a Kant o de modo más inmediato a Helmholtz, Wundt, al propio Vygotski o a la “toma de conciencia” piagetiana (por poner algunos preclaros ejemplos), tiene sin duda estrechas relaciones con el concepto de “lo mental”, más propio de la tradición de Locke o Berkeley, pero su total identificación es un tour de force, una violenta absorción intelectual, injustificada y muy posiblemente empobrecedora. Hace ya tiempo que se produjo el desplazamiento del centro de gravedad de la Psicología hacia los Estados Unidos. Comenzó a finales del XIX con un respetuoso proceso de asimilación de la cultura europea. Los jóvenes cachorros de las familias ricas e intelectuales del Este (sobre todo de Boston, los vecinos del elegante Beacon Hill, los padres y los primeros hijos de Harvard) debían incluir sin excusa en su formación un largo viaje tanto por los lugares como por los tópicos de la cultura europea. El más depurado producto de esta perspectiva respecto a Europa es William James. Pero la relación intercontinental tuvo su fin forzoso (o el inicio de su fin) en la guerra con España, tras la voladura del Maine; guerra en la que, obviamente no se buscaba, por parte de los americanos del norte, la “liberación” de Cuba, sino la mera sustitución de imperialismos. El propio James actuó en aquel caso defendiendo un tipo de conciencia nacional americana que quizás no se haya perdido aún del todo, pero que en todo caso ha llevado las de perder. James representa una conciencia nacional liberal y solidaria que empezaba a batirse en retirada. Denunció públicamente y con dureza ese decisivo paso de los EE.UU. hacia el imperialismo, que desde entonces se ha reforzado mediante la prominente, decisiva y, en todo caso, afortunada intervención americana en las dos grandes guerras. Lo cierto es, como deciamos, que bajo el “cognitivismo” hay escuelas, y son entre sí mucho más discrepantes que las (relativamente) pequeñas diferencias que le separan del conductismo. Los ejemplos más llamativos son bien conocidos. Es bien sabido, por ejemplo, que Neisser, uno de los padres de la criatura, desertó muy pronto de las orientaciones computacionales que se hicieron enseguida dominantes, y que ha mantenido la discrepancia siguiendo la estela de Gibson. Otro de los pioneros, J. Bruner, ha mostrado también su desengaño respecto a las expectativas que abría dicha revolución y que él considera frustradas. Piaget mostró también sus profundas discrepancias frente a Chomsky (y a su lado Fodor) en el famoso encuentro de Royaumont. En los últimos 25 años el conexionismo coquetea a su modo (como lo han hecho siempre los computacionales simbólicos) con el conductismo y el eliminacionismo. En el otro extremo (de ambos) están los autores socio-culturales defensores de la perspectiva del “discurso”. ¿Cómo puede meterse todo en el mismo saco y seguir adelante? Ese tour de force americano, a falta de razones plenas (a pesar de que algunas, indirectas, hemos indicado), tiene algo de violencia imperialista, que

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impone un concepto confuso (la “mente”) y lo convierte en institucionalmente meridiano (la psicología cognitiva). Arroja en el mismo saco a Piaget, Vygotski, Fodor, Simon, Cole, Gibson, Neisser, MacClelland, Smolensky, Bruner, Wozniak, Kagan, Wertsch, Spelke, Karmiloff-Smith... y de ese modo ejerce su violencia también contra una parte importante de la propia tradición americana en la que, de hecho, en torno al Funcionalismo y en la Psicología Comparada, se llevaron a cabo avances esenciales en el camino de naturalización del sujeto que a lo largo de este trabajo venimos reivindicando. Sin embargo, quien se atreva ahora a desafiar al mentalismo puede ser acusado del pecado conductista o bien, si el renegado se resiste, arrojado al limbo de la psicología, un lugar sin nombre ni acomodo, en el que quizá uno pueda encontrar al olvidado espíritu de Piaget15, junto con los de Wallon y Merani, Kellog y Yerkes, Baldwin y Jennings, Morgan y Darwin... El tour de force impone su cosmovisión, su peculiar estilo de elegir y de olvidar, el cual no alcanza a ser un paradigma, pero ni mucho menos es sólo una metáfora.

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Por ejemplo, de entrada cabe aventurar (siguiendo a Putnam, 2000; véase también Putman, 2001) que el estudio de las sensaciones (es decir, la psicofísica diríamos nosotros, que no Putman), ha de ser imprescindible para cualquiera que trate de decir algo con sentido acerca de lo que significa conocer. Si esto es psicologismo, entonces el psicologismo es una virtud más que un vicio. Quizás haya que acabar, de una vez por todas, con la idea de que adoptar el punto de vista de la subjetividad equivale a adentrarse en el “subjetivismo”, con todas sus connotaciones peyorativas. Parece más idóneo decir que la psicología reconstruye las formas de la subjetualidad, las condiciones de lo que significa ser sujeto. Entonces adoptar el punto de vista de la psicología para dilucidar en qué consiste el conocer no sería un peligro, sino una necesidad. En fin, de lo dicho se deriva que concebimos las múltiples historias de la psicología no como “el progresivo retrato del pasado” sino como organizaciones o racionalizaciones de los múltiples “materiales de otros tiempos” en función de un proyecto presente en marcha, de una posible proyección futura. Una historia es un orden tentativo a esos materiales y, en la medida en que tales materiales son raíz de nuestro presente, implica también un orden tentativo a la estructura de nuestro presente. El valor de una historia surge sólo en la competencia con otras, y es proporcional a su capacidad de clarificación y ordenación. La Teoría de la Mente, según la doctrina al uso de la Psicología Popular, es uno de los puntos débiles de cierta psicología cognitiva. Pasado ya mucho tiempo desde su desconversión computacional, funcionalista, Putnam se ha acercado con tino al tema de la historicidad del concepto de “mente”. Lo ha hecho junto con la conocida filóloga, especialista en Aristóteles, Marta Nussbaum (véase Putnam, 1997). Con todo, estos autores mantienen aún ciertos prejuicios. Bastaría con que recordaran investigaciones filológicas que han venido sucediéndose desde los años 50 y que muestran sin lugar a dudas que, no ya en el hombre primitivo, y menos aún en los grandes monos: ni siquiera en Homero existe aún la más mínima idea de una interioridad psicológica, se llame “alma”, “mente” o como se quiera. Sí existe, por supuesto, la interioridad física, la de los pulmones, el diafragma, o el el cerebro, por citar órganos con carga psicológica; pero no hay dualismo. El fenómeno de un buen trabajo bajo condiciones ideológicas que han resultado ser insostenibles no es nuevo. Por ejemplo Fechner se opuso con su animismo a las opciones monistas materialistas (positivistas) de la época. Gracias a ello surgió la psicofísica que hoy, en todo caso, no necesita ningún respaldo animista, del mismo modo que tampoco tiene necesidad de pretendidos respaldos mentalistas. Recordemos, por ejemplo, que las mónadas de Leibniz no representan nada porque ellas mismas constituyen su propia representación: a la par son partículas elementales y unidades de conciencia. Esa relación con Kant puede verse, por ejemplo, en “Temas de Pragmaticismo”, publicado en 1878, y “Cómo esclarecer nuestras ideas”, de 1893 (véanse lo capítulos VII y VI respectivamente de Peirce, 1988). Hay un viejo libro, bastante olvidado, que muestra muy bien los orígenes kantianos del pragmatismo, recordando aquella tertulia, el “Club Metafísico”, que se reunía en Harvard a comienzos de los 1870: Wiener, 1949. Véase también la reciente obra de Menand, “The Metaphysical Club” (Menand, 2001). Der logische Aufbau der Welt significa “la construcción lógica del mundo”. Moulines (1996) ha mostrado con toda claridad el ámbito conceptual epistemológico, no formalista, en el que debe entenderse el Aufbau. Si partiendo de las mismas “entradas” obtenemos las mismas “salidas”, aunque sea en un ámbito restringido, es que las funciones realizadas son similares. Basándose en esto Turing concede categoría psicológica a una máquina por el hecho de que un sujeto cualquiera, en la situación del test de Turing, no pueda eventualmente distinguir si habla con una máquina o con un ser humano. De ahí concluye que las máquinas piensan. Lo mismo nos dice Pylyshyn, uno de los más importantes teóricos del cognitivismo: “ […] el sentido de la equivalencia formal es que las entradas y salidas de MU (la máquina universal de Turing) pueden descodificarse en cualquier caso como las entradas y salidas de la máquina que se está simulando. Decimos que la MU ‘computa la misma función’ que la máquina simulada, donde ‘la misma función’ significa los mismos pares de entrada-salida, o la misma extensión de la función.” (Pylyshyn, 1988, p. 80). Dennet ofrece una interesante e influyente discusión acerca de la intencionalidad derivada (en Dennett, 1991, cap. 8, p. 254 y ss). Constituye uno de los casos más claros de la inclinación de la filosofía de la mente hacia posiciones pragmatistas, aunque es también quizá uno de los mejores ejemplos de cómo la tensión entre positivismo y pragmatismo, cuando no se tiene una solución operatoria, y aun siendo inteligente, le puede a uno zarandear hasta convertirlo en una contradicción andante. Dennett ha intentado, a la vez, aprovecharse del pragmatismo y mantener incólume el mecanicismo positivista. Uno de sus últimos libros, La peligrosa idea de Darwin, está dedicado a “descubrir” que la selección natural tiene un carácter esencialmente mecanicista (Dennett, 1995). Para una defensa del carácter no mecanicista de la selección natural véase Fernández y Sánchez (1990).

Representación y significado en psicología cognitiva: una reflexión constructiva / T. R. Fernández et al. 10

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Apliquémoslo al problema inicial. El ordenador es capaz de realizar operaciones desde el momento en que los seres humanos fuimos capaces de “representar” nuestras operaciones mediante el esquema de la lógica binaria (1 = activo, verdadero; 0 = inactivo, falso), que pueden hacerse equivaler a cualquier cosa, por ejemplo a abrir y cerrar una puerta, o a entrar o no entrar en un recinto. La propia relación entre un estado mecánico del circuito de la máquina (activado o desactivado) y un código numérico o un valor lógico, tuvo que ser establecida, lo cual forma parte de nuestro operar, no del de la máquina. Por eso no es la máquina la que procesa, sino que “procesamos” nosotros utilizándola a ella como instrumento (como podríamos utilizar un ábaco o cualquier otro instrumento). Los símbolos son tales para nosotros, no para la máquina. Se supone que la evolución ha dotado al ser humano con un sistema cognitivo de “módulos” que se han mostrado adaptativos en el pasado, pues han respondido adecuadamente a las demandas del medio (esto asume, por ejemplo, Ruiz-Vargas respecto a la memoria, en el capítulo cuarto de su libro de 1994; también puede verse la ambiciosa teorización de Cosmides, Tooby y Barkow, 1992, y Tooby y Cosmides, 1992). Se piensa, pues, que hay una suerte de algoritmos preprogramados que funcionan como guía para elaborar representaciones mentales de la realidad, las cuales regularán la emisión de respuestas. Además, esa justificación evolucionista de la mente protege contra el solipsismo, ya que ahora las representaciones “se adecuan” a la realidad dada en la naturaleza. En la lectura cognitivista (mentalista, realista y dualista) de la Teoría de Detección de Señales (TDS), por ejemplo, se hacen verdaderos esfuerzos por separar el proceso de observación (receptivo, pasivo) y el proceso activo de decisión (véase, por ejemplo, Blanco, 1996, p. 150-153), cuando la virtud esencial de la TDS es más bien su capacidad para romper de una vez por todas con semejantes dualismos. En efecto, desde un ámbito “inferior”, psicofísico, comprobamos cómo la actividad de los sentidos es ya en sí misma una toma de decisiones, y que lo que se llama “sensibilidad”, lejos de constituir algo pasivo, es un resultado del hacer. Para una discusión véanse las exposiciones de Anderson (1983), de Vega (1984, p. 301 y sigs.), GarcíaAlbea (1986), Ortells (1996) y Pylyshyn (1988). Ese mundo no es absolutamente privado ni inaccesible; no es un umwelt. Los organismos comparten estructuras, según su cercanía filogenética, y a través de la competencia establecen dimensiones comunes de los objetos: establecen necesariamente realidad compartida, aunque la convergencia no signifique identidad. En su momento, los piagetianos, inducidos por el propio Piaget, creyeron entender cómo las actividades operatorias se internalizaban. Pero, pensándolo mejor, para que se internalicen deberían ser primero operaciones “externas”. Y ¿qué puede querer decir “operación externa”? ¿Acaso una “conducta”? No era eso lo que se quería decir, no era eso. Y si no hay “exterioridad”, ¿qué quiere decir “interioridad”? La aporía ha sido expuesta por autores como Wittegenstein, y ya antes por Avenarius, y en muchos aspectos por Husserl. La alerta está hoy bastante apagada. Incluso los más wittgensteinianos son ahora “filósofos de la mente”. En todo caso, estos deslices mentalistas no son justificación suficiente para asimilar a Piaget al cognitivismo (véase Delval, 1996).

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