Repensar la representación desde el prisma de la autoridad (2015)

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Repensar la representación desde el prisma de la autoridad Edgar Straehle (Universidad de Barcelona) [email protected]

Introducción En los últimos años se ha confirmado la caída en descrédito de la idea de democracia representativa que, a tenor de lo defendido y denunciado por una buena mayoría de movimientos políticos recientes que encarnaban la desconfianza del momento hacia este tipo de gobierno, parece haberse convertido incluso en un horizonte que debe ser superado a toda costa. El “no nos representan” de los indignados no tan sólo atestiguaba la condena del gobierno del momento (el PSOE de Zapatero), sino que en realidad constituía asimismo una crítica a toda la democracia representativa en tanto que tal. Con esta expresión se impugnaba la misma lógica de la representación, al aparecer como una forma espuria de sustraer el poder o la soberanía al pueblo y por lo tanto de encarnar una suerte de pseudodemocracia o de una que, por decirlo brevemente, no era más que cosmética o una suerte de simulacro de ella. La democracia real o auténtica, en resumen, no podía en sí misma ser representativa, eso sería más bien una contradictio in adjecto, y se proponían por eso versiones alternativas relacionadas con nombres tales como la democracia deliberativa, la participativa, la radical, la directa e incluso la líquida. De ahí que la posterior irrupción fulgurante de Podemos y finalmente su constitución interna como partido fuese criticada desde numerosos sectores que veían la lógica representativa como una más propia de un pasado superado. De algún modo, se criticaba a Podemos por erigirse en la herencia del 15 M y por repetir a grandes rasgos, pero de todos modos traicionera, la lógica de los partidos, pese a que hubiera no pocas variaciones relevantes. Pero por otro lado también surgieron importantes voces para defender la postura de Podemos: y por ejemplo el pensador Santiago Alba Rico criticó lo que denominó elitismo democrático, César Rendueles señaló que, a diferencia de los partidos tradicionales, Pablo Iglesias sí que le representaba mientras que desde otros lados se destacó la prioridad de la eficacia sobre un exceso de democratismo. Así pues, recordemos que habiendo realizado ciertos cambios de importancia, se ponía en cuestión la misma puesta en cuestión anterior y con ello el desencanto absoluto hacia la lógica representativa. Por así decirlo, el problema de la representación volvía a presentarse como un problema de primera línea y no quedaba simplemente como una problemática desfasada del pasado.

La cuestión de la autoridad Lo que se va a querer hacer aquí es intentar arrojar luz a este problema mediante un desplazamiento terminológico, por medio de la introducción de un concepto que, salvo ciertas e ilustres excepciones, ha sido tan mal comprendido como olvidado en los últimos tiempos y que, hasta donde sabemos, no ha sido vinculado a la cuestión de la representación. Y así se tiene el objetivo de ayudar a repensarla. Nos referimos al concepto de autoridad. Uno de los problemas en el pensamiento político ha consistido probablemente en leer demasiado las cuestiones políticas desde el prisma o la perspectiva del poder y eso afecta también de lleno a la cuestión de la representación. ¿Qué sucede en cambio, como se propone aquí, con la idea de representación si en vez de abordarla desde la perspectiva del poder lo hacemos de manera alternativa desde el prisma de la autoridad? Aquí no se tratará de defender ni la autoridad ni la representación, puesto que ambos conceptos son sinceramente bastante problemáticos y además no van a poder ser analizados adecuadamente en este breve tiempo. El objetivo consiste más bien en tratar de concebir la representación desde otro ángulo con el fin de examinar si eso nos ayuda a enriquecer el debate y recuperar para éste una palabra que ha sufrido un vuelco semántico bastante curioso y desafortunado. La autoridad, al contrario que en un pasado no tan lejano, se ha convertido en una palabra fundamentalmente negativa o peyorativa, que se usa sobre todo para calificar o más bien descalificar al otro. En la actualidad, la autoridad se suele predicar de los demás y no de uno mismo. Y si antes la autoridad era aquello que propiamente autorizaba a alguien a emprender algo, de ahí el vínculo etimológico directo entre autorizar y autoridad, ahora se considera en cambio que quien recurre a la autoridad queda automáticamente desautorizado o descalificado. La autoridad ya no es lo que impulsa o promueve la acción, sino lo que la desacredita al ser vista como una forma de imposición. En este sentido, la autoridad ha sido identificada o bien con una modalidad o atributo del poder muchas veces mal definido y poco explorado por razones que ahora no vienen al caso o bien es identificada llanamente con el autoritarismo; a saber, con una forma extrema, ilegítima y antidemocrática de poder. La autoridad sería aquello que habría que evitar a toda costa a no ser que uno asuma el riesgo de quedarse deslegitimado. Y eso se nota por ejemplo con mayor nitidez en el lenguaje ordinario cuando se emplea el adjetivo autoritario. En realidad, el comprensible desconocimiento de la historia de la autoridad, debido a las connotaciones que se desprenden de esta palabra, y de sus otros rostros favorece la reproducción de sus peores versiones: y en muchos casos se fomenta la

falsa disyuntiva entre autoridad (entendida como autoritarismo) y el caos que no suele servir sino para apoyar y “legitimar” la primera. Por eso es preciso destacar que esto, esta comprensión reductivista de la autoridad, no es más que un lado de la cuestión. El más conocido y trillado. Por el otro, un lado más incómodo y ambiguo y por eso habitualmente desechado, se puede traer a colación que muchos autores muy diferentes del siglo XX (tales como Hannah Arendt, John Dewey, Alexandre Kojève, Max Horkheimer, Erich Fromm, Karl Jaspers…) hayan reivindicado el concepto de autoridad y que en muchos casos, si bien no en todos los citados, lo hayan considerado curiosamente como necesario para recuperarlo y encuadrarlo dentro de un discurso democrático de izquierdas y progresista. [Y la pregunta que nos podemos formular es: ¿es posible rehabilitar la autoridad e introducirla en un discurso de izquierdas? ¿y a qué precio para la autoridad y para la izquierda?]. Estos autores se refieren a un concepto de autoridad estrechamente asociado al antiguo concepto romano de auctoritas y que también entronca con el “hacer crecer” o el “aumentar” del verbo augere del que procede. Un concepto de autoridad que curiosamente ha sido también defendido y enarbolado, aunque esto no se suela decir, por autores para muchos tan antiautoritarios como es el caso de Mijail Bakunin, quien no solamente se posicionó en contra de la autoridad en tanto que tal sino que, hablando a favor de lo que llamaba la autoridad del arquitecto o del carpintero, proponía su extensión a todo el mundo. En su opinión, todo el mundo debía poder ser una autoridad para otra persona. Y, en este sentido, esta interpretación de la autoridad entroncaría con ciertos residuos positivos que permanecen en nuestro lenguaje como cuando hablamos de alguien en tanto que autoridad moral o se habla de un autor en tanto que una autoridad. Como veremos, la autoridad debe ser entendida en el marco de un campo semántico que por eso mismo entronca con palabras como ascendencia, prestigio, legitimidad, crédito, respeto o confianza. Por ello, lo primero que conviene hacer es bosquejar aunque sea a grandes rasgos aquello que diferencia fundamentalmente al poder de la autoridad. Mientras que el primero, enlazando con Weber, puede ser definido de manera muy sumaria como “la imposición de una voluntad a otra persona”, la autoridad consiste asimismo en una asimétrica demanda de obediencia que sin embargo se mueve, grosso modo, en el terreno del reconocimiento. Por esa razón, mientras que el poder reposa fundamentalmente en quien lo detenta, la autoridad descansa en última instancia en el otro y depende de él. En otras palabras, la autoridad no es algo que uno consigue o arrebata sino que el otro concede o entrega. En este sentido, de manera muy simplificada, ya podríamos detectar dos elementos clave de la autoridad que se relacionan entre sí y que merecen ser explorados: el de la libertad y el de la revocabilidad. Kojève, a modo de ejemplo, indica que la autoridad es la capacidad que tiene un agente de actuar sobre otro sin que éste

reaccione, pese a que sea perfectamente capaz de hacerlo. Así pues, la autoridad no se cimenta sobre la impotencia del otro y, por lo tanto, enlazaría más bien con una suerte de consentimiento. Por añadidura sería fácilmente revocable, puesto que únicamente dependería de que el otro no le siguiera otorgando reconocimiento. Y por eso Arendt señala que simplemente el menosprecio o la burla ya sirven como resortes o muestras que destruyen o hacen desvanecer la autoridad. Además, agrega Arendt que la autoridad, a diferencia del poder, es una forma de obediencia en la que se conserva la libertad. Por así decirlo, la autoridad sería una especie de obediencia hasta cierto punto aceptada, consentida o querida. Erich Fromm la califica incluso de obediencia racional y para Kojève, aunque eso es algo problematizable, es siempre legítima. Por su parte, Arendt indica que la autoridad es lo no absoluto, puesto que en rigor no depende de uno mismo. Por esa razón, todo intento de imponer la autoridad se revela en realidad como una forma de coacción, poder o autoritarismo, demostrando justamente de este modo la ausencia o la pérdida de autoridad. En este sentido, la autoridad sería en realidad lo que no se impone o no necesita hacerlo, puesto que si lo hace deja de ser autoridad y se convierte en otra cosa bien diferente. De ahí también que el concepto de autoridad haya padecido su singular destino: es harto frecuente que el poder tenga la tentación de ser también autoridad y por eso ha tratado de monopolizarla, aunque al hacerlo, y hacerlo de manera violenta, ha acabado por convertir la autoridad en un elemento que acaba por confundirse con el poder y que pierde tanto su significado como su sentido originario. Aquí es donde se constata la ambivalencia y el problema de la autoridad: por un lado constituiría una forma de conseguir obediencia por parte del otro y de hacerlo de manera asimétrica; por el otro, esto se aceptaría pero sería un elemento necesario que por añadidura sería compatible con la existencia de la libertad y fácilmente revocable. Además, en este sentido, se intentaría recordar en todo momento que la autoridad existe en la medida en que mantiene su vocación de augere, de hacer crecer. Sin embargo, también es difícil negar que muchas veces la autoridad, por lo menos al nivel de los hechos, es más problemática y se entremezcla de manera intrincada con el poder y con el autoritarismo, entre otras cosas con la firme intención de seguir pareciendo una autoridad (y no una forma de autoritarismo).

Autoridad y poder Aunque no siempre se recuerde, todo poder depende no solamente del poder, de sí mismo, sino también de cierta dosis de autoridad (por el reconocimiento, ascendencia, etc.) si no quiere aparecer como un poder frágil y arbitrario, ilegítimo al fin y al cabo. El problema es que el exceso de atención a la idea de poder hace que se

tiendan a pensar sus alternativas casi siempre desde el mismo lenguaje o prisma del poder. De ahí que no nos extrañe que pensemos en la limitación del poder gubernamental a partir de la instauración de esferas de contrapoder o alternativamente, como se hace desde Montesquieu, desde la separación de poderes: como el pensador francés afirmó célebremente, el poder debía detener el poder, como si no hubiera un más allá del poder o una alternativa de diferente rostro. Con esta expresión Montesquieu no hacía sino confirmar y consolidar la pérdida del concepto de autoridad, puesto que anteriormente uno de los principales elementos que se contraponía al poder tenía que ver precisamente con la autoridad, como fue el caso notorio de la auctoritas romana. En aquel entonces, mientras que la sede del poder era el consulado, la auctoritas recaía de entrada en la institución del Senado, en tanto que los senadores aparecían como los señeros portavoces de la tradición. Y sus afirmaciones no tenían carácter ejecutivo a nivel ideal, sino que constituían, como dijo el historiador Theodor Mommsen, como algo más que un consejo y algo menos que una orden. Según Arendt, se trataba de un consejo que si no era seguido entrañaba un riesgo. Y ese riesgo era naturalmente el de la desobediencia, el de una desobediencia legítima, dado que un poder sin autoridad quedaba ipso facto desautorizado y no tenía por qué ser seguido o consentido por los súbditos. Aunque allí es también donde podemos divisar la terrible fragilidad de la autoridad: la autoridad es algo que uno no puede imponer por sí mismo ni se puede arrogar y que como máximo puede merecer (aunque merecerla no garantiza el hecho de obtenerla). Por eso, toda autoridad es frágil y, como se sabe, en la república romana el mismo Senado fue desautorizado en múltiples ocasiones por la plebs por medio de diversos actos de secesión como los comentados por Maquiavelo en los Discorsi. En realidad, aquello que se ha llamado el derecho de resistencia a la opresión, que ha sido el antecesor de lo que en la actualidad llamamos desobediencia civil, apelaba a la autoridad en tanto que forma de oposición al poder. En este sentido, por usar la terminología actual, la autoridad se comportaba como una suerte de contrapoder, pero de un poder diferente, de distinta naturaleza, que dependía necesariamente del respaldo de la gente. Por así decirlo, aun a riesgo de incurrir en una simplificación, en última instancia la autoridad estaba necesariamente en manos del pueblo. En este sentido, no deja de sorprender que a diferencia del presente entroncaba más bien con lo no rígido y por eso con el crecimiento y la transformación de la ciudad. De ahí el mencionado augere de su etimología (hacer crecer) o que una palabra como inaugurar, con un sentido obvio de apertura, proceda también de esta palabra. La autoridad no solamente era compatible con el cambio, sino que en realidad lo necesitaba e impulsaba. De ahí que también que Arendt la viera como la imagen de lo no absoluto.

Por eso no es extraño que el concepto tradicional de autoridad entrase en crisis y fuese cayendo en el olvido en el mismo momento en que se fue imponiendo el concepto de soberanía, en tanto que ésta se consolidaba como un poder único, absoluto, indiscutible e indivisible y que en gran medida no era más que la secularización en el campo de la política de un atributo divino. Y como en el caso de Dios, se trataba de un poder que no tenía por qué rendir cuentas a sus súbditos. Por eso, no es casual que con la irrupción del concepto de soberanía la cuestión de la autoridad quede desplazada y postergada, olvidada incluso. Si bien el concepto de soberanía ya es desarrollado por Bodin, probablemente el principal protagonista de este viraje sea Thomas Hobbes, quien de alguna manera confunde de manera intencionada el poder y la autoridad, señalando además que el poder o bien pertenece a uno solamente o bien no es propiamente poder. De ahí también, bajo esta nueva significación, la mala fama que desde entonces ha ido cosechando el término autoridad.

Autoridad y representación: En el fondo, todo esta cuestión excesivamente resumida se encuentra planteada de algún modo en uno de los textos más conocidos que se han escrito en defensa de la representación. Edmund Burke escribió en 1774 el célebre discurso a los electores de Bristol donde argumentaba a favor de la representación y se oponía a la delegación o al mandato imperativo, aunque antes de desarrollar su argumento a favor de la representación señala Burke un aspecto muy importante y bastante olvidado que queremos subrayar: “Ciertamente, caballeros, la felicidad y la gloria de un representante, deben consistir en vivir en la unión más estrecha, la correspondencia más íntima y una comunicación sin reservas con sus electores. Sus deseos deben tener para él gran peso, su opinión máximo respeto, sus asuntos una atención incesante. Es su deber sacrificar su reposo, sus placeres y sus satisfacciones a los de aquéllos; y sobre todo preferir, siempre y en todas las ocasiones el interés de ellos al suyo propio.” Burke se posicionó a favor de la representación, pero se trata de una representación que en realidad no lo es completamente y que no se explica simplemente de manera autónoma, puesto que en todo momento depende de una fluida comunicación y una preocupación por sus electores. Aquello que el lector juzga como el interés público no surge únicamente de sí mismo sino que se forja a partir de un diálogo con sus representados si pretende seguir obteniendo o mereciendo su reconocimiento. Él critica el mandato imperativo pero también excluye la desconexión entre representante y representado: para que la lógica de la representación sea legítima, se concluye, tiene que darse bajo el cumplimiento de ciertas condiciones

externas y no puede encerrarse en sí misma. Por eso tiene sentido que un autor tan conservador como Burke haya sido considerado a la vez, como hace Jon Elster, como uno de los padres de la democracia deliberativa. El problema es que con el tiempo, al nivel de los hechos (véase por ejemplo el rol del referéndum o de la ILP en la Constitución española), se ha consolidado una concepción autónoma de la democracia representativa que se ha despreocupado de la opinión de la ciudadanía y que consecuentemente ha logrado su desafección y desreconocimiento. Y a eso se suma la proliferación de teorías hiperelectoralistas de la democracia que consideran que, como afirmó en su momento Esperanza Aguirre frente a los indignados, el único y más importante deber de los ciudadanos consistía en el hecho de votar (y luego de desentenderse de lo demás y confiar en los representantes). En cambio, Burke reivindicaba su libertad, pero como en el caso de la autoridad no se trataba de una libertad plena o absoluta y que exigía una serie de prerrequisitos y reconocimientos. O de cierta reciprocidad entre gobernante y gobernado. La lógica representativa no podía ser exclusivamente representativa, unilateral durante cierto periodo de tiempo. Así se abre una rendija que es importante explorar. Ni siquiera en un autor conservador como Burke tiene que ver la representación solamente con la legalidad o con la legitimidad, las cuales se pueden justificar apelando a cuestiones procedimentales, sino que en cierto modo depende y debería depender también de una cuestión mucho más espinosa y difícil de obtener como es el reconocimiento o por algo semejante a lo que antes se denominaba autoridad (una cuestión que no podemos explorar aquí es cómo debería ser el rostro contemporáneo de la autoridad y qué diferencias debería o podría tener respecto a sus formas más antiguas). Con esto se trataría justamente de abrir una hendidura a la cuestión del poder, de un poder entendido en tanto que absoluto o soberano, con el fin de buscar elementos que al mismo tiempo que lo pueden poner en cuestión o en riesgo y que justamente por ello mismo lo relegitiman y lo reconcilian con la población. No se trata tanto de pensar si la introducción de la autoridad puede ayudar a plantear una representación directamente mejor como de tener en cuenta que antes el poder no podía ser entendido exclusivamente desde el mismo poder porque se las había con una autoridad que abría la posibilidad a diferentes formas de entender y de limitar ese poder. En este sentido, la autoridad suponía un freno a la autonomización del poder. Curiosamente, por lo menos si lo comparamos con la idea vulgar de autoridad, la cuestión de la autoridad conduciría a fragilizar la idea de poder y a erosionar el concepto de soberanía al introducir una dimensión de pluralidad, de revocabilidad y de escucha a la población o ciudadanía en un ámbito que tradicionalmente ha sido reacio a ello.

De lo que se trataría sería de que, en caso de querer relegitimar la idea de representación y querer luchar contra la enorme y comprensible desafección política del presente, fuese necesario que se encontrasen cauces que explorasen estas sendas por las que el poder se mostraba como un poder que necesitaba abrirse a condicionamientos externos si no quería aparecer como arbitrario, ilegítimo o impune; en fin, como un poder sin autoridad o desautorizado. La autoridad podría servir entonces para repensar la idea de representación, siempre que la misma autoridad fuera repensada previamente, no fuese identificada con el autoritarismo y se intentara buscar o desarrollar un rostro que fuese lo más compatible posible con modelos de democracia que fuesen verdaderamente merecedores del reconocimiento, del crédito y de la confianza de la ciudadanía. La cuestión a elucidar o descubrir, la cuestión que estoy investigando y que a mi juicio merece ser investigada, es si realmente podemos encontrar una autoridad que sea democrática y quién sabe si emancipatoria, tal y como era la esperanza de Bakunin.

Bibliografía Arendt, Hannah (1996). Entre pasado y futuro. Península. Barcelona. Bakunin, Mijail (1979). Dios y el estado. Júcar. Madrid. Bodin, Jean (1992). Los seis libros de la República. Tecnos. Madrid. Dewey, John (1996). Liberalismo y acción social y otros ensayos. Edicions Alfons el Magnànim. Valencia. Fromm, Erich (1999). Ética y psicoanálisis. FCE. Madrid. Hobbes, Thomas. (1980). Leviatán, o, la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. Fondo de Cultura Económica. México DF. (1999). Tratado sobre el ciudadano. Trotta. Madrid. Horkheimer, Max (2001). Autoridad y familia y otros escritos. Paidós. Barcelona. Jaspers, Karl (1947). Von der Wahrheit. R. Piper and Co. München. Kojève, Alexandre (2005). La noción de autoridad. Nueva Visión. Buenos Aires. Maquiavelo, Nicolás (2000). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Alianza. Madrid. Montesquieu, Charles Secondat barón de (2007). Del espíritu de las leyes. Tecnos. Madrid. Rosanvallon, Pierre (2007). Contrademocracia: la política en la era de la desconfianza. Manantial. Buenos Aires.

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