Reforma y revolución en el siglo XXI. Los procesos revolucionarios en América Latina.

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Descripción



En anteriores oportunidades se ha ensayado esta crítica a la caracterización de los procesos nacional populares como populistas. Véase Figueroa y Moreno (2008), Figueroa (2009), Figueroa (2010a), Figueroa (2010b), Figueroa y Moreno (2010), Moreno y Figueroa (2013)



América latina, revolución y proceso revolucionario.
La obra de Gramsci, se ha dicho hasta el cansancio, fue escrita en un contexto enteramente distinto a aquella en la que Lenin escribió la suya. Mientras el dirigente de los bolcheviques escribió la suya desde la perspectiva de la "actualidad de la revolución", Gramsci lo hizo cuando la oleada revolucionaria que estimuló la primera guerra mundial y la revolución rusa estaba en período de declinación. Cuando la crisis mundial del capitalismo había generado en lugar de la revolución mundial, un "fenómeno morboso" como lo fue el fascismo.
La obra de Gramsci no estaría marcada solamente por la derrota de la revolución que implicó la salida fascista a la crisis capitalista, sino también por el hecho de que su obra fue pensada en la Europa occidental en la cual el desenvolvimiento del Estado moderno había creado un contexto enteramente distinto para la lucha de la clases obrera y el socialismo. Mientras Lenin y todo el movimiento revolucionario ruso enfrentó a un Estado asentado fundamentalmente en el autoritarismo y la represión, que además estaba asentado en una sociedad civil "primitiva y gelatinosa", la obra de Gramsci da cuenta de un Estado más desarrollado y no solamente asentado sino rodeado de una poderosa sociedad civil. Es esa sociedad civil que le servirá como defensa en tanto que sus instituciones se han constituido en trincheras para repetir la famosa metáfora que le sirvió para argumentar porque se había pasado de "una guerra de posiciones" a una "guerra de movimientos".
Por lo anterior, siendo de carácter leninista la matriz gramsciana, como bien lo advierte José Aricó en su prólogo al volumen de los Cuadernos de la cárcel que en esa compilación se llamó Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno (Gramsci, 1975: 7-22), la lectura de Antonio Gramsci revela una revisión esencial en la idea de revolución en relación a como siempre la pensó Lenin. De allí su idea fundamental del tránsito de "la guerra de movimientos" a "la guerra de posiciones". Para Gramsci en lo que se refiere a Occidente, el "asalto al Palacio de Invierno" que "Ilich" imaginó no es lo que sucederá. En su lugar, lo que se habrá de presenciar es un proceso largo y desgastante, sujeto a avances y retrocesos, en los cuales las fuerzas contrahegemónicas, centradas en la clase obrera pero en la que habrá cabida para otros sujetos sociales, tendrían que ir tomando las diversas trincheras y casamatas en el seno de la sociedad civil y de las cuales se rodea un Estado que ahora como un moderno centauro, no solamente se asienta en la coerción sino también en el consenso (Gramsci, 1975: 37).
La revolución, esto es la transformación esencial de la sociedad capitalista en una sociedad poscapitalista, ha dejado de ser concebida como un acto concentrado en el tiempo mediante el cual se efectúan medidas que culminan en la economía y la sociedad, el desplazamiento del poder político de las clases dominantes en el viejo régimen. En la Europa dominada por el fascismo, Gramsci imagina una revolución que más que nunca deja de ser un acto de ruptura que inicia un proceso de transformación para convertirse en un proceso de transformación que conduciría eventualmente a un acto de ruptura. También la revolución deja de ser en un acto de conquista del poder que se observa en lo que Lenin llamó los puntos nodales de la lucha de clases, "los lugares y momentos decisivos", a partir del cual se empieza a construir una nueva hegemonía (Lenin, s/f: 8, 12, 24,25), para convertirse en el proceso de construcción de una nueva hegemonía que eventualmente terminará en la conquista del poder.
La revisión de Gramsci con respecto a Lenin es sustancial. No obstante la ruptura de Gramsci con Lenin tiene los rasgos de lo que él observó con respecto a las relaciones entre pasado y presente (Gramsci, 1977: 12): hay continuidad dentro de la ruptura. El presente niega al pasado pero la superación nunca implica una negación absoluta del pasado. La clase obrera sigue siendo el sujeto revolucionario por excelencia y la articulación política de ese sujeto revolucionario es el partido, ese "príncipe moderno" que no puede ser el preclaro individuo que imaginó Maquiavelo, sino un organismo que encarna una voluntad colectiva (Gramsci, 1975: 27, 28, 31). El objetivo de la lucha contrahegemónica sigue siendo la sociedad poscapitalista. Y la ocupación por parte de las fuerzas contrahegemónicas de las diversas casamatas de la sociedad civil que rodean y protegen al Estado debe terminar "en la absorción del Estado por la sociedad civil" (Gramsci, 1975). He aquí los motivos por los cuales buena parte de los que reflexionaron sobre la obra de Gramsci, la consideraron la superación-continuación del legado leninista (Por ejemplo Machiochi, 1980: Cap. 3). Y es el sustento de una lectura de Gramsci alejada del horizonte socialdemócrata que terminó imponiéndose en dicha lectura y que fue el comienzo de un proceso que, merced al auge neoliberal y derrumbe soviético, terminó por la abdicación plena del afán anticapitalista del espíritu gramsciano y su subordinación a la nueva hegemonía neoliberal.
Retomar la obra de Gramsci hoy en América latina a la luz de los procesos posneoliberales que estamos observando en la región puede resultar importante. A diferencia de Europa, en buena parte de los Estados de la región, durante la segunda posguerra fue aislada la construcción de la democracia liberal y representativa, el régimen político conspicuo de la hegemonía burguesa. Las dictaduras unipersonales herederas del capitalismo oligárquico primario exportador fueron sucedidas por las dictaduras militares o bien el autoritarismo sui generis del priato en México. La represión y el desenvolvimiento de un capitalismo excluyente hizo difíciles las condiciones para la sustentación material de la hegemonía por lo que para una parte importante de la izquierda inspirada en el marxismo, el pensamiento de Lenin estuvo más cerca del imaginario revolucionario de dicha izquierda. Hay que agregar que en América latina la izquierda revolucionaria del siglo XX estaría marcada en la primera mitad del siglo XX por la referencia de la revolución bolchevique de 1917. En este contexto, la revolución como acto tuvo como una referencia fundamental el acto insurreccional que Gramsci identificó como "el asalto al palacio de invierno". Otro tipo de vías o lo que Kautsky llamó "el camino del poder" (Kautsky, 1968), no fueron visualizadas. Ni siquiera durante un buen tiempo fue visible, por lo menos de manera medianamente perceptible, el camino inaugurado por la revolución china triunfante en 1949 como lo fue "la guerra popular prolongada".
Lo que se fue imponiendo en buena parte de los partidos comunistas de la región, fue la idea de que ante la presencia de los resabios oligárquicos (mal llamados "feudales") habría que buscar alianzas con las fracciones burguesas modernas para lograr aperturas democráticas o revoluciones democráticas burguesas. Pero independientemente de esto último, lo que nunca se abandonó como consecuencia de la existencia del "campo socialista con la Unión Soviética a la cabeza", fue "la actualidad de la revolución" en tanto que el mundo vivía "la transición del capitalismo al socialismo". Esta idea se sustentaba en el desenlace de la segunda guerra mundial cuando los aliados derrotaron al fascismo y la Unión Soviética jugó un papel cardinal en dicha derrota. De hecho puede decirse que la segunda posguerra desvirtuó al reflujo revolucionario que Gramsci había observado en la primera posguerra y que es el contexto fundamental de los Cuadernos de la cárcel. El prestigio soviético después de la derrota del fascismo se vería acompañado de una emergencia de los movimientos de liberación nacional en Africa y Asia, la derrota francesa de Dien Bien Phu en 1954, el triunfo de la revolución cubana en 1959 y la emergencia de la lucha guerrillera en América latina durante los años sesenta, las grandes huelgas obreras de 1969 en algunos países de Europa, el vendaval del 68 en Europa y en México, la lucha por los derechos civiles y contra la guerra en Estados Unidos en la década de los sesenta y setenta, el triunfo de la revolución sandinista en 1979. El reflujo revolucionario de entreguerras se vio sustituido por un flujo revolucionario de la segunda posguerra que habría de alargarse hasta la década de los ochenta del siglo XX.
Fue en este contexto en el cual el impacto de la revolución cubana y la forma en que conquistó el poder fue notable. Las ideas de Ernesto Che Guevara del foco insurreccional que creaba la subjetividad necesaria para un cambio revolucionario, de la sustitución del partido revolucionario de la clase obrera por la organización político-militar que fusionaba lo político y lo militar en una sola organización, cuestionaron los caminos que las izquierdas tradicionales habían tenido de la lucha por la revolución (Guevara, 1960, 1962 a, 1962b, 1963). El título del libro de Regis Debray ¿Revolución en la revolución? (1967) habría de ser muy preciso en torno a la conmoción que habría de ocasionar a las ideas que se tenían con respecto a la vía de la revolución en América latina. Pocos años después Debray habría de escribir una autocrítica (La crítica de las armas, 1975a y Las pruebas de fuego, 1975b) que evidenció que la idea foquista había sido un espejismo sustentado en una interpretación profundamente equivocada de la revolución cubana.
En el calor del incendio revolucionario motivado por el triunfo de la revolución sandinista en la Nicaragua de 1979, pocos advirtieron que lo que se interpretaba como la continuidad del flujo revolucionario de la segunda posguerra, en realidad era una suerte de canto de cisne de la revolución en el ominoso escenario de la poderosa hegemonía neoliberal de la posguerra fría. El derrumbe soviético y de su área de influencia así como la crisis terminal del fordismo keynesiano de la socialdemocracia clásica terminaron con la "actualidad de la revolución" del espíritu leninista. Lenin empezó a convertirse en remoto recuerdo y Che Guevara se convirtió en un símbolo y paradigma moral, pero sus ideas con respecto a la conquista del poder (Guevara, 1960, 1962, 1963, 1964) terminaron de ser sepultadas. El mundo comenzó a parecerse, mutatis mutandis, a aquel que había vivido Antonio Gramsci después de la derrota de los Consejos de Fabrica de Turín y en general después de la derrota de la revolución en Occidente. En lugar del ascenso fascista lo que se vivió fue el ascenso y predominio neoliberal con todas sus consecuencias cuya narrativa escapa a los propósitos de este trabajo.
Como también lo hace la constatación de lo efímera que fue la hegemonía neoliberal al menos en América latina. La sublevación de Caracas de febrero de 1989, más conocida como el caracazo, fue sucedida por el alzamiento zapatista de 1994 y pocos años después por la llegada al gobierno de Hugo Chávez (1999). El ascenso del chavismo en Venezuela, como es sabido, inició un proceso en América latina en la que diversos países han vivido procesos políticos en el cual los movimientos sociales y luchas de clases han dado origen a movimientos políticos y electorales que han terminado por convertirse en gobiernos de corte posneoliberal. En el contexto de la efímera hegemonía neoliberal plena, las ideas de revolución y de socialismo han vuelto a aparecer. El socialismo del siglo XXI se ve sustentado en Bolivia en la idea de la revolución plurinacional, en Ecuador en la de la revolución ciudadana y en Venezuela en la de la revolución ciudadana. No obstante con razón, se ha dicho que la crisis hegemónica del neoliberalismo es diferenciada en América latina. Tiene una expresión clara en Venezuela, Ecuador y Bolivia mientras que en otros países como Chile tal crisis es incipiente (Gómez Leyton, 2006; 2012).
Pese a la crisis hegemónica que el neoliberalismo está mostrando, las luchas sociales y políticas que hoy se están observando en América latina, lo hacen en condiciones más cercanas a las que imaginó Gramsci que a las que vivió Lenin. El neoliberalismo en efecto vive una crisis expresada en las sucesivas crisis financieras que en realidad expresa una crisis multifacética e integral (Figueroa Ibarra/ Borón). Pese a eso el neoliberalismo es hegemónico en los organismos financieros internacionales y expresa el dominio que a nivel mundial tienen los grandes poderes empresariales. La globalización neoliberal es pues, la forma en que se expresa el dominio avasallador frente a los cuales se encuentran las diversas resistencias que se le oponen.
Además en América latina se ha transitado de la época de las dictaduras militares a la de las democracias liberales y representativas, las cuales en términos generales son la forma estatal a través de la cual se expresa el dominio neoliberal. Y sabido es que la forma democrática tiene potencialidades hegemónicas que la dictadura no tiene. A esto hay que agregar la hegemonía que construyen los grandes medios de comunicación los cuales son hoy el arma estratégica de la dominación neoliberal. No se trata de los periódicos y revistas a los cuales se refirió Gramsci cuando examinaba a los vehículos hegemónicos, sino de gigantescos consorcios que concentran el control de la televisión, la radio y los más diversos medios escritos. La democracia liberal y representativa se articula con la dictadura mediática para reproducir ampliadamente la dominación neoliberal. No es casual pues, el enfrentamiento de los gobiernos de voluntad posneoliberal con estos consorcios y la búsqueda de leyes de comunicación que traten de desmantelar dicha dictadura mediática.
La hegemonía neoliberal tiene también diversos vehículos como son los centros comerciales, el consumismo, la ideología del éxito individual, la desarticulación de la clase trabajadora a través de la precarización laboral, la aniquilación de los sindicatos y ciertamente, el control policiaco y militar hecho con los medios más sofisticados. He aquí acaso los motivos que expliquen que el ánimo insurreccional inspirado en Lenin o el guerrillero que inspiró el pensamiento de Ernesto Che Guevara, han sido abandonados por la mayoría de los actores que buscan una salida de ruptura con el capitalismo neoliberal actual.
Más bien lo que hoy observamos en buena parte de América latina es la emergencia de fuerzas sociales y políticas que han convertido al Estado y a la sociedad civil en un territorio en disputa a través de luchas sociales y políticas que tienen una expresión electoral. Esto es lo que sucedió claramente en los países andinos, pero también es lo que se expresó en el surgimiento de los llamados gobiernos progresistas surgidos en otros países de la región. El Estado ciertamente es expresión de una relación social, la que se encuentra en la mercancía y el capital (Poulantzas 1973: 149-169; Hirsch, 2005: 166-174) pero por ello mismo el Estado se convierte en expresión de correlaciones de fuerzas y sus distintos ámbitos en espacios de disputa hegemónica. De la misma manera, si partimos de la idea de que la sociedad civil no es tampoco un espacio homogéneo y expresión de lo popular, sino un ámbito en los cuales coexisten los sujetos más diversos y hasta antagónicos, concluiremos que dicha sociedad civil es también un territorio en disputa hegemónica.
Como Gramsci lo imaginó, estos procesos de disputa en el Estado y la sociedad civil han sido largos y desgastantes, sujetos a avances y retrocesos y tienen un grado alto de incertidumbre. Basta con que se observe un descalabro electoral o al menos un resultado que no sea holgado para que todo el proceso quede en entredicho. Una victoria electoral apretada puede conducir a una crisis política como sucedió con Nicolás Maduro en la Venezuela de 2013. Una derrota electoral puede tener repercusiones de gran envergadura como se visualizó cuando Dilma Rousseff corría el riesgo de ser derrotada en el proceso electoral brasileño de 2014. Pero a diferencia de lo postulado por Gramsci, el neoliberalismo ha dejado una impronta que le da a la guerra de posiciones en América latina diferencias fundamentales. Para empezar el objetivo más cercano no es la erradicación del capitalismo sino el desmantelamiento de su forma más voraz y perversa, cual es el neoliberalismo. Pese a que en algunos países se ha planteado como horizonte de cambio el socialismo del siglo XXI, el hecho cierto es que es la construcción de una sociedad posneoliberal la meta más palpable. En esta guerra de posiciones no es la clase obrera el sujeto central como lo imaginó Gramsci, sino un conjunto diverso de sujetos que expresan la modificación de las clases trabajadoras que ha originado la modalidad neoliberal de la acumulación capitalista. Pobladores de suburbios paupérrimos, trabajadores informales, comunidades indígenas rurales y urbanas, productores cocaleros, clases medias urbanas y ciertamente sindicatos de trabajadores diversos son algunos de los actores que constituyen a lo popular en esta nueva etapa del capitalismo. Finalmente, el partido no tiene en estos procesos la preeminencia que el imaginario gramsciano parecía tener: el príncipe moderno que tiene una potencialidad civilizatoria. Los motivos de ello son diversos, entre ellos el que los partidos se encuentran entre las instituciones más desprestigiadas en América latina como consecuencia de su venalidad. En los países andinos que viven hoy procesos revolucionarios, no fueron los partidos políticos los actores principales del cambio. Fueron los movimientos sociales que finalmente buscaron en el partido el vehículo para darle continuidad política a sus luchas. El Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV), el Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia y Alianza País en Ecuador fueron más bien consecuencia que origen de los procesos políticos en dichos países. Más que nunca antes en estos procesos, el partido es concebido como un instrumento político, un medio para darle cauce a la lucha electoral imprescindible para la conquista del poder.
Al finalizar esta parte del trabajo, cabe preguntarse con respecto al sentido de todos estos procesos. De entrada nos deslindamos de caracterizarlos como populistas. Igualmente nos parecen inadecuadas, al menos en el caso de los países andinos, caracterizarlos como una modalidad distinta de neoliberalismo. Ciertamente una categoría gramsciana puede servir mejor para definirlos: gobiernos nacional-populares. Cabe en primer lugar, hacer diferenciaciones en los distintos países en los cuales fuerzas de voluntad posneoliberal han accedido al gobierno. Brasil y Argentina han significado la diferencia en lo que se refiere a una postura contrahegemónica con respecto a los Estados Unidos de América. Han sido adalides de la integración regional latinoamericana que se presenta como una alternativa a los Tratados de Libre Comercio, instrumentos de dominación estadounidense y dominación neoliberal. Pero no tienen un horizonte poscapitalista como lo ha expresado el kirchnerismo cuando postula su voluntad de construir "un capitalismo serio".
Es en los países andinos donde las posibilidades de visualizar un proceso revolucionario son más claras. En estos procesos revolucionarios, lo que se busca es desmantelar el neoliberalismo y sustituirlo por un orden posneoliberal. Y aquí distinguimos la revolución como acto y a la revolución como proceso revolucionario. Y esta distinción nace precisamente porque al igual que la Europa de entreguerras que observó Gramsci, por motivos diversos la América latina actual ha pasado de "la guerra de movimientos" a "la guerra de posiciones". Gramsci imaginó el proceso revolucionario como una disputa en el seno de la sociedad civil en el que las fuerzas contrahegemónicas irían ocupando cada una de las casamatas y trincheras en las que se materializaba la hegemonía burguesa. Es en ese proceso de disputa hegemónica que tendría que objetivarse la "reforma intelectual y moral" sin la cual sería imposible el triunfo contrahegemónico (Gramsci, 1975: 31). La conquista del poder sería la culminación de este proceso de construcción de una nueva hegemonía. En la revolución como acto, la conquista del poder comienza el proceso al ganar la mayoría en los "los lugares y momentos decisivos" (Lenin, s/f: 8, 12) y a partir de allí comienza la construcción de la hegemonía para el conjunto de la sociedad. Por ello mismo, es relativa la distinción entre la revolución como acto y la revolución como proceso revolucionario. La conquista del poder a través de una insurrección o lucha guerrillera es un acto revolucionario que a su vez inicia un proceso revolucionario.
Lo que ha sucedido en América latina, y muy particularmente en los países andinos, es una disputa que no solamente se da en la sociedad civil (como la pensó Gramsci) sino también al interior del Estado en tanto que nuevas fuerzas sociales han conquistado el gobierno pero el Estado sigue en disputa. En los países andinos coyunturas específicas que sería largo enumerar, crearon lo que René Zavaleta Mercado llamó "estado de disponibilidad" (Zavaleta, 1985). La disposición a cambiar la tradicional manera de pensar las cosas en amplios sectores de la población, fue lo que creó las condiciones para la emergencia de estos gobiernos nacional-populares.
Puede caracterizarse como procesos revolucionarios a lo que sucede en los países andinos ya mencionados, no solamente porque han postulado discursivamente como su objetivo al socialismo del siglo XXI, sino fundamentalmente porque han cumplido un rasgo esencial de las revoluciones: han desplazado del gobierno (que no del Estado) a las clases secularmente dominantes. Los procesos nacional-populares han implicado una significativa inclusión de grandes sectores sociales en los beneficios de la renta nacional, cambiando la calidad de vida de millones de personas. En Bolivia y Ecuador, países de significativa población indígena, se ha revolucionado la manera en que se concibe el Estado nacional cambiándolo a uno de carácter plurinacional y pluricultural. De igual manera se han revolucionado las relaciones que antaño se mantenían entre la población blanca y mestiza con respecto a los pueblos indígenas. Y la nación, diversa y plural, es concebida como independiente frente a cualquier hegemonía particularmente la estadounidense. Es en este sentido que la política exterior de estos países apunta a la creación de bloques regionales, empezando por la integración latinoamericana, a través de los cuales se busca un cambio de la correlación de fuerzas con respecto a los países centrales y hegemónicos. En ese sentido lo nacional-popular se conjuga con lo antiimperialista.
Independientemente de los asuntos de carácter programático, lo que resulta esencial para caracterizar como revolucionarios a los procesos aquí examinados y no una simple vuelta al desarrollismo keynesiano, es la cuestión de la participación popular. Y con respecto a esto último, conviene no olvidar que los tres procesos aquí analizados son el resultado de vastas movilizaciones populares que le imprimen a dichos procesos un sello ineludible. Son procesos pues, marcados por el precedente popular que incluso determina que los mismos tengan al menos un horizonte poscapitalista. Y el precedente popular ha determinado una nueva composición social en el gobierno que termina por iluminar con sus colores al resto del Estado. Es indudable en los tres casos examinados, que los gobiernos nacional-populares desplazaron del gobierno del Estado a la cúspide de la clase dominante. He aquí pues un rasgo importante que contribuye a caracterizar a los procesos aquí examinados, como procesos revolucionarios. Y una vez en el gobierno -no sin contradicciones, incoherencias y limitaciones-, las fuerzas que lo conducen se apoyan en la movilización popular, fomentan la participación de masas -como claramente sucede en Venezuela con los Consejos Comunales-, y se asientan en una democracia que ha recurrido a menudo a los referéndums o consultas populares para poder refrendar su legitimidad.
Independientemente de los asuntos de carácter programático, lo que resulta esencial para caracterizar como revolucionarios a los procesos aquí examinados y no una simple vuelta al desarrollismo keynesiano, es la cuestión de la participación popular. Y con respecto a esto último, conviene no olvidar que los tres procesos aquí analizados son el resultado de vastas movilizaciones populares que le imprimen a dichos procesos un sello ineludible. Son procesos pues, marcados por el precedente popular que incluso determina que los mismos tengan al menos un horizonte poscapitalista. Y el precedente popular ha determinado una nueva composición social en el gobierno que termina por iluminar con sus colores al resto del Estado. Es indudable en los tres casos examinados, que los gobiernos nacional-populares desplazaron del gobierno del Estado a la cúspide de la clase dominante. He aquí pues un rasgo importante que contribuye a caracterizar a los procesos aquí examinados, como procesos revolucionarios. Y una vez en el gobierno -no sin contradicciones, incoherencias y limitaciones-, las fuerzas que lo conducen se apoyan en la movilización popular, fomentan la participación de masas -como claramente sucede en Venezuela con los Consejos Comunales-, y se asientan en una democracia que ha recurrido a menudo a los referéndums o consultas populares para poder refrendar su legitimidad.

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