Reflexiones en torno al trabajo de campo y a la producción de conocimiento en investigaciones sobre prácticas sexuales

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Reflexiones en torno al trabajo de campo y a la producción de conocimiento en investigaciones sobre prácticas sexuales1

Fernando Ramírez Arcos Universidad Nacional de Colombia [email protected] El presente texto tiene origen en los múltiples cuestionamientos, preguntas e inquietudes que surgieron a partir de mi investigación sobre espacio, poder, consumo y sexo (en) público entre hombres en el barrio bogotano de Chapinero. Este barrio reúne una serie de establecimientos comerciales como bares, discotecas, cafés, tiendas de ropa, saunas, ‘videos’(un tipo de cinema pornográfico), cabinas de internet, entre otros, que hacen parte de un creciente mercado ‘gay’ de corte transnacional dirigido hacia el consumo. Ese mercado no es espacialmente homogéneo, sino que sitúa lugares de ocio y baile como espacios legítimos de socialización sobre aquellos en donde el sexo es su principal servicio. Esta diferenciación espacial de fuerte corte moral se legitima al jerarquizar unas normas de vida social afectiva y sexual, como tener una única pareja, ser monógamos y enaltecer el amor romántico frente a otras diversas formas de relacionamiento afectivo y sexual. Estos establecimientos deben lidiar con la desaprobación e injuria al hacer del anonimato y la marginalización su condición de posibilidad de existencia por fomentar prácticas sexuales ‘disidentes’. Por ejemplo, la instalación de cuartos oscuros para sexo grupal, la adopción de un código de vestuario que desnuda parcial o totalmente a sus clientes, la publicidad en redes virtuales de fiestas temáticas relacionadas con el sexo en vivo y el sadomasoquismo, la adopción de discursos de sexo seguro y uso del condón 1

Ponencia presentada en agosto 28 de 2014, en el evento "Fronteras: Encuentro Interdisciplinario de Investigación en Géneros y Sexualidades", realizado en la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá, Colombia.

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pero estimulando la multiplicidad de encuentros eróticos, entre otros, hacen parte de las conductas patrocinadas por ellos. Este tipo de conductas son periféricas e inherentes a una subcultura urbana sexual pública y masculina en Bogotá. En mi investigación, visité tres de estos lugares donde debía desnudarme parcial o totalmente para poder estar en ellos, para hacer parte del paisaje sexual que se presentaba ante mis ojos. En esos lugares, había unos pocos espacios privados, conocidos como cabinas, donde los hombres podían tener prácticas sexuales lejos del ojo público. Pero aún así, en ellos solían verse algunas escenas públicas de sexo, o incluso sin que hubiera una, el ‘ambiente’ del lugar estaba colmado de sensaciones producto de miradas constantes, genitales al descubierto y televisores con proyección continua de pornografía gay. Por esa razón, de mis etnografías surgieron diversas inquietudes sobre la forma de ‘estar en el campo’; un campo particularmente marginal al ser sexualmente explícito, entre hombres, en público y muchas veces en grupo. Inquietudes que me hacen preguntarme por el sexo como tema válido de estudio y de la producción de conocimiento en una investigación que requería estar en el lugar parcial o totalmente desnudo en presencia de escenas sexuales. Lugares donde yo mismo era visto como sujeto posible de deseo. Así pues: ¿cómo realizar una etnografía de prácticas sexuales ‘disidentes’? ¿Cómo enfrentar la deslegitimación que recae sobre los espacios, sus clientes y sobre mí mismo, como sujeto gay 2 y académico que ha decidido investigarlos? ¿Cómo producir conocimiento en un contexto hostil hacia la formulación del sexo como objeto posible de estudio? Estas preguntas dirigen el presente texto, el cual comienza con una breve descripción del sexo (en) público entre hombres en

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Mi autoidentificación como hombre gay es exclusivamente estratégica, como posición política en el texto y en la academia.

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Chapinero. Luego, expongo cinco ejes de análisis que me permiten ahondar en mis experiencias sobre ‘estar ahí’, en campo. a manera de relato tres sucesos de los que fui partícipe en campo para analizar mis experiencias de ‘estar ahí’, de qué y cómo observo, de los límites sobre qué y cómo hablar de lo observado en mis textos (donde critico la legitimidad y autoridad al investigar, y su pretensión de objetividad), y de cómo las prácticas sexuales nos revelan ordenamientos sociales y culturales que exceden el escenario donde estas se presentan. Finalmente, algunas conclusiones sobre el trabajo etnográfico de prácticas sexuales disidentes. 1. Sexo (en) público en Chapinero En mi tesis, decidí investigar aquellos lugares o establecimientos comerciales ‘privados’ que ofrecen sus espacios para encuentros sexuales entre hombres, en contraposición con aquellos lugares ‘públicos’ como baños de centros comerciales y universidades, parques y humedales, entre otros. Tomé esa decisión para hacer énfasis en el papel que juega el mercado y las prácticas de consumo en sitios como saunas y clubes de sexo, que se promocionan como lugares de ‘libertad’ sexual. En mi opinión, esta libertad es conducida, en términos de Michel Foucault, tanto por un mercado ‘gay’ como por un mercado erótico que producen cierto tipo de sujetos que deben conducirse a sí mismos de determinada manera. Es decir, son lugares con un ‘descontrol’ controlado (Braz, 2010), que permiten una sexualidad ‘excesiva’ si lo comparamos con un modelo social heteronormativo que privilegia una sexualidad ligada a la monogamia, la reproducción y la familia; modelo que es válido para heterosexuales como para quienes no lo son. Pero este exceso es gestionado de tal forma que no traspasa límites impuestos por sus mismos administradores, por lo que cabe preguntarse cuán ‘libres’ son sus clientes, y si en realidad prácticas relacionadas con el BDSM (bondage, disciplina, dominación, 3

sumisión, sadismo y masoquismo) o el sexo en grupo son prácticas de libertad, como Foucault hubiera esperado. Ahora bien, los videos, saunas y clubes de sexo de hombres en Bogotá son espacios tanto públicos como privados al tiempo, restringidos a ciertos hombres que cumplen con la mayoría de edad, que pueden pagar el precio de la entrada que puede sobrepasar los treinta mil pesos (unos USD 15 con la tasa de cambio a agosto de 2014) y que son juzgados por su apariencia e higiene antes de entrar. Como el espacio está marcado por el género y la sexualidad, es preciso tener en cuenta el papel que juegan ambas categorías sociales en la producción y ordenamiento espacial, en cómo se constituye un lugar para un grupo de personas específicos. Algunos autores y autoras dan cuenta de la intrínseca relación del género, la sexualidad y el espacio, como Doreen Massey (1994), quien apunta que es preciso tomar en serio el género en la producción del espacio, mientras que Linda McDowell, otra geógrafa feminista, afirma que "(e)sa división binaria (hombre/mujer) tiene mucho que ver con la producción social del espacio, con la definición de lo que es un entorno ‘natural’ y un entorno fabricado y con las regulaciones que influyen en quién ocupa un determinado espacio y quién queda excluido de él" (McDowell, 2000: 26). Por su lado, Kath Browne, Gavin Brown y Jasom Lim (2007) argumentan que espacio y sexualidad están mutuamente constituidos, que “(l)a sexualización del espacio […] no aplica únicamente a los espacios donde la gente espera participar en algún tipo de actividad explícitamente sexual. Muchos otros espacios cotidianos y banales están estructurados por la sexualidad” (Browne et al, 2007: 3), como la casa, el trabajo y los auditorios de las universidades. Pero ¿qué pasa con el sexo (en) público? ¿Son las prácticas sexuales también espaciales? En realidad, las prácticas sexuales producen y son producidas por el espacio, incluso en el caso de establecimientos que privatizan el sexo y privilegian el mercado 4

como escenario de regulación de los encuentros sexuales entre hombres. El sexo es una variable espacial y obedece a estrategias de poder que lo controlan y lo subsumen a ciertos ámbitos que han sido designados como privados, en contravía de aquellos identificados como públicos. De hecho, el binario público/privado es una forma de ordenamiento espacial del sexo. Por otro lado, la mercantilización del sexo (en) público hace de los establecimientos comerciales escenarios donde los propios cuerpos de los sujetos actúan en doble vía: son consumidores a la vez que son los productos a ser consumidos. Sus cuerpos adquieren un valor erótico al devenir en bienes de transacción sexual, donde ellos performan como agentes de consumo y como mercancías a consumir. El consumo sexual se mueve entre dos medios, uno controlado por lógicas mercantiles y otro con el potencial de empoderar y fomentar posibles políticas de ‘transgresión’ o ‘disidencia’. Por un lado, los lugares se enriquecen a costa de cumplir expectativas sexuales, pero por otro lado, los sujetos pagan un precio de entrada por tener la oportunidad de conseguir múltiples parejas (si así lo desean), mientras adquieren nuevos saberes sobre sus propios cuerpos y sexualidades, que luego pueden ser reproducidos en otros ámbitos. Así pues, el mercado no puede analizarse desde un punto de vista únicamente coercitivo y dominante; en estos espacios, donde el principal interés es aumentar su capital, también circulan otras significaciones, sexualidades, corporalidades y espacialidades que no están presentes en los ámbitos cotidianos de las ciudades. Incluso, ahí aparecen preguntas y cuestionamientos a las formas de investigar estas conductas, en donde quienes lo hacemos habitamos una especie de espacio en tensión, así sea en campos de estudio ‘liberales’ como los estudios de género y los estudios culturales. Estar desnudo en campo, en cierta medida, era para mí estar desnudo ante una academia que aún ve

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con reticencia investigar sobre sexualidad y aún más de sexo. Mis reflexiones a continuación apuntan a pensar ese espacio ambivalente de producción de conocimiento. 2. Ejes de análisis La aceptación en los lugares Aunque cumplía ciertos requisitos de suficiencia para ‘estar ahí’, como ser hombre, tener mayoría de edad, pagar el precio de la entrada (cover) y tener una apariencia física y de vestuario que indicara que no vivía en las calles o que sería un peligro para otros clientes. Pero otras características personales estaban en juego. La aceptación no era sólo del administrador del lugar, quien abría la puerta, juzgaba mi apariencia y recibía mi dinero. También debía contar con otro tipo de aprobación, esta vez de parte de los clientes. En especial, ser tenido en cuenta como uno más, como otro hombre que podía eventualmente tener sexo. Es decir, debía constituirme como cuerpo objeto posible del deseo de otros. La aceptación también implicaba ser o no objeto de prácticas de violencia. Los clientes suelen estar en un ámbito que jerarquiza, a veces muy fuertemente, cuerpos vistos como (in)deseables por cuestiones de edad, peso corporal, actitud desinhibida y espontánea ante el sexo, o por encarnar atributos físicos que le hacen juego a parámetros estéticos de belleza. En estos lugares, quien se ‘desvía’ de estos límites del deseo, es decir, quien sobrepasa cierta edad o su cuerpo no es leído como delgado, suele ser visto por algunos otros hombres con menosprecio. En ese caso, la mirada se constituye en un arma muy potente, porque no sólo se trata de un rechazo ante un posible flirteo, sino en una forma de construir un sujeto como ‘fuera de lugar’. Estas prácticas de violencia adquieren materialidad discursiva en grupos de redes sociales que tuve la oportunidad de chequear, así como producen al lugar en sí mismo. En la práctica, yo podía moverme sin mayores obstáculos, excepto por espacios ya ocupados por otros sujetos, por parejas, 6

por objetos. Pero sujetos marginalizados dentro de estos lugares veían restringida su movilidad. Ver sexo En los lugares vi sexo. Lo vi en los televisores, vi a otros haciéndolo, vi espectáculos con strippers, vi escenas de sadomasoquismo y ‘sexo duro’. Pero esta confesión no es un ejercicio de situarme como un narrador de historias sexuales, a la par de las prostitutas de Salò o de Joe, el personaje de Charlotte Gainsbourg en Nymphomaniac. Es mi manera de reflexionar sobre qué significa efectivamente ‘ver’ y más aún ‘ver sexo’. Según el antropólogo Roberto Cardoso (1998), el objeto de nuestra investigación ya está alterado desde que empezamos a visualizarlo, por los esquemas conceptuales con los cuales vamos a campo. Según el autor, observar es percibir la ‘refracción’ de la realidad en nosotros mismos, para así cuestionar el corpus teórico que ostentamos. Por su lado, David Le Breton (1998) argumenta que la mirada nos constituye y delimita nuestra relación con otros, encauzada y reglamentada por el poder. Al mirar a otros, posicionamos a los sujetos y les damos sentido en un orden simbólico. Permanentemente, citamos ese orden para cuestionar a quien estamos mirando, juzgando su apariencia, su actitud, su cotidianidad, su propio ser. El autor nos muestra que la mirada es más que un intercambio diario entre personas para indicar cómo su acontecimiento puede revelarnos más de nosotros mismos y del mundo que habitamos. En especial, si con ella violentamos a otros. De esa manera, ‘ver’ y ‘ver sexo’ no es un acto neutro de poder. En los escenarios eróticos en que me encontraba, era al tiempo observador y observado, constituido por una mezcla de sensaciones que excedían mi propia manera de estar en campo, o al menos como supuestamente ‘debía’ estar en él. No sólo era el lugar, su distribución 7

espacial, su construcción erótica o las prácticas de mercado y consumo que en él confluían quienes constituían a estos sujetos como tales. Yo también hacía parte de esa producción de subjetividades, y lo hago aún cuando hablo en eventos académicos de mi tesis. Mi forma de ver, disciplinada por la teoría, interpelada por las experiencias en campo, es un ejercicio de poder que me permite, más que ‘dominar’ o ‘subyugar’ a otros, reflexionar sobre mis/nuestros propios límites de lo cognoscible, de un orden simbólico que violenta y subordina otro tipo de sexualidades que escapan a lo pretendido como normal. Por tanto, el ejercicio etnográfico de las prácticas sexuales tiene, entre sus objetivos, dar cuenta de cómo miramos a otros y de cómo esa mirada está disciplinada por la sociedad en que crecimos. Lo que escapa a la escritura Poner en relieve cómo la mirada condiciona nuestra producción de conocimiento de prácticas sexuales es deconstruir los prejuicios y obstáculos que llevamos a campo, es examinar nuestra presencia en él frente a los otros, de cómo estamos ordenando simbólica y epistemológicamente lo observado. Pero al tiempo, es darnos cuenta que hay ‘algo’ que escapa a nuestras percepciones, que no todo puede ser llevado a la escritura y descrito de la forma como lo experimentamos. Los lugares sexuales llevan al paroxismo una serie de emociones y sensaciones ligadas a lo erótico que, por más poeta que fuera, me sería imposible poner en palabras. Según el geógrafo Nigel Thrift (2008), debemos estar abiertos a las diferentes dimensiones de la realidad, porque no todas ellas son verbalizables ni pueden ser contenidas en el lenguaje. Hay aspectos que no son representacionales, que se expresan por otros canales de comunicación. Pienso que en el paroxismo del sexo esto es aún más sugerente, porque entran en juego otros canales de comunicación como las miradas

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furtivas, los sonidos sin palabras, los movimientos corporales eróticos. De ahí que lo que está en juego es un modelo diferente de observación, de asir lo que esos sujetos están comunicándose entre sí. Como sugiere María Elvira Díaz-Benítez en un artículo sobre un cuarto oscuro en un bar de Río de Janeiro, hay rituales performáticos donde el silencio inunda la habitación y da paso a que se hagan cosas sin palabras. Precisamente, su etnografía muestra la atmósfera erótica en que los sujetos se encuentran y distancian por medio de ciertos códigos culturales compartidos no verbales. En una etnografía sobre el sexo (en) público entre hombres en Londres e inmediaciones, Gavin Brown (2008) argumenta cómo lo no representacional (o, como él lo llama, lo más-que-representacional) ofrece nuevas maneras de pensar en el sexo y la sexualidad, de cómo los afectos atraviesan y constituyen los cuerpos haciendo del “sexo (…) público una experiencia profundamente encarnada y visceral” (Brown, 2008, p. 918). En su descripción de los lugares, el autor revela, desde su propia experiencia, diferentes signos afectivos que se ponen en juego cuando se está en la búsqueda de un encuentro casual sexual en baños públicos, donde no existe la misma seguridad y comodidad que hay en el sauna, por dar un ejemplo. Las intenciones de los otros son capturadas sin que muchas veces las palabras ejerzan de medio de acercamiento. Por ejemplo, una mirada fugaz que muestre deseo y que con un movimiento breve de cabeza indique algún espacio en el baño, es suficiente para propiciar el encuentro. Ahora bien, esos signos sólo pueden ser entendidos fielmente por quien las observa y/o experimenta; aunque el autor y yo mismo intentamos ponerlas por escrito y servir de traductores para quienes no están familiarizados con este tipo de relacionamientos, algo siempre se escapa, algo que sólo ‘estar ahí’ permite que eso sea entendido. Eso no significa renunciar a la traducción, sino al contrario: la escritura sirve como medio eficaz para reflexionar sobre aquello que esa misma experiencia puede 9

dejar de lado por obvio, como las diversas estrategias en que incurren los sujetos para llevar a feliz término su búsqueda, las emociones que están mediando esos encuentros, la arquitectura del espacio, las respuestas que tienen ante actos de violencia de las que pueden ser blanco, entre otros. Lo no representacional en el sexo siempre estará escapándose de nuestra comprensión, siempre estará en exceso, pero analizarlo y llevarlo a la escritura nos deja entrever aquello a lo que nuestra mirada, en el mismo instante en que observamos y escuchamos, no nos ha permitido comprender de forma inmediata. Conocimiento parcial y situado Es importante subrayar que nuestro conocimiento siempre está situado, atravesado por nuestra construcción como sujetos racializados, con clase social, género, identidad sexual, con una edad específica y que cita determinados patrones estéticos corporales. Según Donna Haraway (1995), la pretensión de objetividad, aquella que heredamos de la visión cartesiana que toma como dos entes separados la mente y el cuerpo, es un engaño del conocimiento, una forma científica de asir lo real según ciertos parámetros masculinos que reducen el mundo que habitamos. Por ende, aboga por un proyecto de ciencia feminista que sea crítico de las relaciones de poder que controlan nuestra propia forma de conocer y reflexionar sobre lo real. No en vano, critica la Vista (con v mayúscula) como un instrumento primario de saber que no es inocente y que tiene efectos políticos en el conocimiento, señalando que quiere “luchar por una doctrina y una práctica de la objetividad que favorezca la contestación, la deconstrucción […], que trate de transformar los sistemas de conocimiento y las maneras de mirar” (Haraway, 1995: 329). El campo nos brinda múltiples herramientas para transformar esos sistemas de conocimiento a los que se refiere Haraway, donde nosotros mismos estamos situados, partícipes de relaciones de poder que nos interpelan y construyen como sujetos. 10

Aunque estudiamos y leemos sobre cómo acceder al campo y cómo dialogar con las personas que serán nuestros informantes durante varios meses, siempre descubrimos que no ‘lo sabemos todo’. Entre lo más emocionante de realizar etnografías se encuentra la opción de conocer de otros modos y de enfrentar nuestro corpus teórico con nuevos datos que nos interpelen. Es ser conscientes que nuestras producciones de conocimiento siempre son parciales y están influenciadas en cómo nos situamos o somos situados y posicionados como sujetos válidos y aceptados. Es dejar de lado cualquier pretensión de objetividad para conocer de ‘otro modo’, porque esa pretensión es, en sí misma, una forma de, según Sandra Harding, “hacer invisible las creencias y prácticas culturales del investigador […] que son parte de la evidencia empírica” (Harding, 1987: 9). Por ejemplo, en las exigencias académicas de una tesis, un artículo o una presentación, solemos borrarnos, a veces exagerando en la tercera persona, ocultando nuestras visiones parciales. Esto es aún prominente en etnografías de prácticas sexuales, donde incluso de forma inconsciente tomamos distancias para legitimar la sexualidad en general, y el sexo en particular, como objetos válidos de conocimiento. Igualmente, para legitimarnos y adquirir autoridad científica mientras borremos lo que Don Kulick denomina la ‘subjetividad erótica’, aquella que nos reconoce como sujetos-objetos de deseo, sea o no en contextos sexuales. ¿Cuántas veces no se sintió atraído o seducido un investigador por quien entrevistaba? Según Kulick, “la subjetividad erótica del etnógrafo puede ser epistemológicamente productiva” (Kulick, 2004: 23), por lo que argumenta que la subjetividad erótica del investigador es una oportunidad para conocer lo que ocurre en campo, y que no es posible eliminarla de tajo de las reflexiones etnográficas por una razón ética de distanciamiento respecto al objeto de conocimiento.

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¿Observar? ¿Participar? Como última cuestión, la observación participante. Según Rosana Guber, “el objetivo de la observación participante ha sido detectar las situaciones en que se expresan y generan los universos culturales y sociales en su compleja articulación y variedad.” (Guber, 2011: 52). La autora resalta el papel del investigador como testigo de los hechos que ‘ahí’ ocurren. Es decir, se trata de ver por sus propios ojos lo que otras personas realizan. Observar se constituye de dos maneras: verificación in situ de lo cognoscible y condición sine qua non de la producción de conocimiento. Para conocer hay que estar en el lugar y para analizar hay que registrar y verificar. Mejor aún si el investigador participa de algunas actividades en campo, porque a través de su experiencia podrá relatar con ‘mayor veracidad’ lo que ha observado. Por otro lado, participar implica legitimar la presencia en campo, los hechos registrados, su análisis académico y sus posteriores conclusiones. No se concibe que alguien observe sin participar; así el investigador se encuentre a varios metros de distancia de los hechos, ya que con sólo estar en el radar de visión de las personas incide en los comportamientos de los sujetos. Lo ideal es “descubrir los marcos tan diversos de sentido con que las personas significan sus mundos particulares y comunes” (Guber, 2011: 56), por lo que es imperioso cierto involucramiento. Ahora bien, la autora pone en cuestión esa relación entre observación y participación por medio de las tensiones entre las diferentes reflexividades que se articulan en campo. Quiero destacar que hay diferentes modos de observación y participación en contextos sexuales, pero sea cual sea el grado de cada una de ellas, siempre atraviesan y se encarnan en el cuerpo. Como yo debía estar desnudo (a veces sólo parcialmente), sentía con intensidad cómo estar en campo me constituía como un sujeto determinado.

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Ante la imposibilidad de cubrirme con la ropa con la cual estoy acostumbrado en mi cotidianidad, debía enfrentarme a otras maneras de ser visto, a ser seducido, a responder a esa seducción. De diferentes maneras, yo fui interpelado por el erotismo del lugar, pero eso siempre puede ocurrirle a cualquier investigador o investigadora que realice trabajo de campo y entrevistas. La oportunidad está ahí, sólo que en contextos sexuales es aún más notorio. No se trata de manifestar que el investigador tuvo o no sexo, sino de cómo su presencia puede ser erotizada, lo que en mi opinión deviene en una praxis epistemológica. Puede ser una oportunidad para reflexionar sobre las distancias ‘objetivas’ que podemos tomar entre un ‘nosotros’ y un ‘ellos’. Se trata, además, de analizar la propia constitución de una ética del conocimiento para analizar cómo efectivamente estamos en campo y cómo generamos conocimiento de eventos, situaciones, relaciones y espacios a los cuales tenemos acceso como investigadores. Por último, quiero destacar que esta investigación hace parte de una serie de ‘etnografías impropias’ 3, como las formula Camilo Braz, quien las considera como la oportunidad de “cuestionar ciertas premisas antropológicas” (Braz, 2010: 42). Lo impropio se destaca en, al menos, dos vías: en etnografiar sexo y en enfrentar las estructuras académicas que legitiman y confieren autoridad a unos saberes sobre otros. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que las investigaciones sobre prácticas sexuales están posicionadas en la periferia de la academia, por lo que comprenden el carácter de marginal de la disidencia (no sólo sexual). Cuando se realiza una etnografía como la presente, ese carácter se extiende al proceso investigativo, de producción de conocimiento, de legitimidad y de autoridad del autor o autora. 3

Sobre etnografías impropias en Brasil, véase por ejemplo la investigación sobre las redes de la pornografía en São Paulo de María Elvira Díaz-Benítez (2009), además de su etnografía en un cuarto oscuro en Río de Janeiro (2010). Igualmente, el trabajo de Camilo Braz (2010) en clubes de sexo en Madrid y São Paulo, las visitas al club fetichista y S/M Dominna de Regina Facchini (2008), el libro Prazeres Dissidentes organizado por María Elvira Díaz-Benítez y Carlos Figari (2009), y el trabajo de Maria Filomena Gregori (2010), quien pone particular interés en el papel que juega el mercado erótico en facilitar y controlar prácticas sexuales disidentes, particularmente de la escena sadomasoquista.

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Bibliografía Braz, Camilo. 2012. À meia-luz...: uma etnografia em clubes de sexo masculinos. Goiânia: Editora UFG. Brown, Gavin. 2008. Ceramics, clothing and other bodies: affective geographies of homoerotic cruising encounters. Social & Cultural Geography, vol. 9, no. 8, p. 915-932. Browne, Kath, Lim, Jason y Brown, Gavin (eds.) 2007. Geographies of Sexualities: Theory, Practices and Politics. Hampshire: Ashgate. Cardoso de Oliveira. Roberto. 1998. O trabalho do antropólogo. São Paulo: Editora UNESP. Cresswell, Tim. 1996. In Place/Out of Place: Geography, Ideology, and Transgression. Minneapolis: University of Minnesota Press. Díaz-Benítez, María Elvira. 2007. Dark Room aqui: um ritual de escuridão e silêncio. Cadernos de campo, São Paulo, no. 16, pp. 93-112. Díaz-Benítez, María Elvira e Fígari, Carlos (orgs.). 2009. Prazeres dissidentes. Rio de Janeiro: Garamond. Díaz-Benítez, María Elvira. 2010. Nas redes do sexo: Os bastidores do pornô brasileiro. Zahar: Rio de Janeiro. Facchini, Regina. 2008. Entre umas e outras: mulheres, (homo)sexualidade e diferenças na cidade de São Paulo. 2008. Tese de doutorado em Ciências Sociais. Campinas: Universidade Estadual de Campinas. Gregori, Maria Filomena. 2010. Prazeres perigosos: erotismo, gênero e limites da sexualidade.Tese apresentada ao concurso de livre-docência. Campinas: Universidade Estadual de Campinas. Guber, Rosana. 2011. La etnografia: método, campo y reflexividad. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores. Haraway, Donna. 1995. Ciencia, cyborgs y mujeres: La reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra Harding, Sandra (ed.) 1987. Feminist and Methodology: Social Science Issues. Bloomington: Indiana University Press. Kulick, Don. 2004. Introduction. En Kulick, Don y Willson, Margaret (eds.) Taboo: Sex, Identity and Erotic Subjectivity in Anthropological Fieldwork. Londres: Routledge, pp. 1-28. Le Breton, David. 1999. Las pasiones ordinarias: Antropología de las emociones. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión. Massey, Doreen. 1994. Space, place, and gender. Minneapolis: University of Minnesota Press.

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McDowell, Linda. 2000. Género, identidad y lugar: Un estudio de las geografías feministas. Madrid: Cátedra. Thrift, Nigel. 2008. Non-Representational Theory: Space, politics, affect. Londres: Routledge.

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