Razón, verdad y consolación en el seno de la filosofía

August 24, 2017 | Autor: Cristian Soler | Categoría: Boethius, Filosofía medieval, Pierre Hadot, Filosofía Como Forma De Vida, Filosofía helenística
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Descripción



36

Soler Reyes 2





Traducción del inglés mía, al igual que todas las otras citas extraídas de este libro.
Traducción del francés mía.
Traducción del inglés mía.





Razón, verdad y consolación en el seno de la filosofía








Monografía para optar al título de Filósofo








Directora:
Catalina González Quintero







Presentada por:
Cristian Felipe Soler Reyes
Cód. 200520918









Departamento de Ciencias Sociales
Facultad de Filosofía
Universidad de Los Andes
Mayo de 2011

Tabla de Contenidos

Introducción……………………………………………………………………………4

Capítulo I

Razón, Verdad y consolación en el seno de la filosofía…………………………….7

1. Cicerón: consolación a través de la razón………………………………………...7
2. Séneca: razón y virtud por encima de las pasiones……………………………...10
3. Agustín de Hipona: sólo si hay verdad habrá consolación………………………12
4. Boecio: razón, verdad y consolación en la Filosofía…………………………….14

Capítulo II

De los bienes falaces al bien supremo…………………………………………………19

1. Acerca de los bienes de la fortuna……………………………………………….19
2. Acerca del bien supremo: Aristóteles y el Estoicismo…………………………..23
3. El bien supremo para la Filosofía de Boecio…………………………………….25

Capítulo III

Problemas en la Consolación: sobre el mal, la providencia y el libre albedrío…………………………………………………………………………………...29

1. Si Dios es bueno, ¿por qué existe el mal?.............................................................29
2. Providencia divina y voluntad humana: el problema de problemas……………..36
3. Conclusión: ¿condujo la razón a la verdad y a la consolación?............................39

Obras citadas…………………………………………………………………………….43














Nelle pagine che seguono non vorrò indulgere a descrizioni di persone -se non quando l'espressione di un volto, o un gesto, non appariranno come segni di un muto ma eloquente linguaggio- perché, come dice Boezio, nulla è più fugace della forma esteriore, che appassisce e muta come i fiori di campo all'apparire dell'autunno.

Umberto Eco, Il nome della rosa.

























Introducción

En el presente trabajo, realizo un análisis de La consolación de la filosofía de Boecio a través de tres ejes temáticos: la razón, la felicidad o el bien humano y la consolación misma. Esto con el propósito de mostrar una visión de la filosofía propia de la Antigüedad pero que con el correr de los años se fue perdiendo, en la que la actividad filosófica no era simplemente un ejercicio teórico sino también práctico, y el filósofo realizaba la investigación pero también se convertía en objeto de ella, pues sus indagaciones partían de y regresaban a sí mismo.

Si bien Boecio (ca. 475–7 - 526 d.C.) es hoy en día un autor que no se estudia exhaustivamente en la academia y su obra está en su mayoría olvidada, el estudio de este libro, que escribió en la cárcel poco antes de que se cumpliera su pena de muerte, resulta de gran importancia y utilidad para los propósitos de la filosofía, ya que en él se puede ver cómo en la Antigüedad se concebía que la finalidad de ésta debía ser ante todo práctica. Por medio de la razón, que es guiada por la filosofía, el hombre adquiere un conjunto de verdades que lo distancian de las situaciones adversas en las que se encuentra y le permiten encontrar una consolación a sus males; así, la filosofía se transforma en un ejercicio terapéutico que le permite al sabio o a aquel que busca la sabiduría, adquirir la paz, temperar sus pasiones desmedidas y vivir de acuerdo con su carácter racional.

Para desarrollar los objetivos planteados, este trabajo sigue de cerca las argumentaciones que en la Consolación son expuestas a Boecio por la Filosofía, la cual se encuentra personificada como una mujer. Así, en el primer capítulo comienzo por hacer un recuento de ciertos autores latinos (Cicerón, Séneca y Agustín de Hipona), que desarrollaron, de una u otra forma, el tema de la consolación, para luego mostrar de qué manera Boecio se acerca o se aleja de sus planteamientos. En este capítulo, me detengo en cómo la Filosofía, desde el libro primero de la Consolación, le muestra a Boecio que la única manera en la que él puede curar las penas que lo aquejan y encontrar la consolación es mediante un ejercicio de la razón que, bien dirigido, lo conduzca a la verdad.

En el segundo capítulo expongo los primeros pasos de la consolación, los cuales consisten en mostrarle a Boecio que los bienes cuya pérdida lamenta son en realidad bienes falaces y que le pertenecen a la fortuna. El honor, el respeto, las comodidades y hasta la vida que Boecio pierde en la cárcel son en realidad bienes perecederos, proclives a perderse por diferentes circunstancias, y por esto es necesario buscar un bien duradero, que lo sea en sí mismo. Así, paso del análisis de los bienes de la fortuna al bien supremo, aquel que una vez alcanzado permanece en el hombre y hace que éste no desee nada más. A través de un repaso por los planteamientos de Aristóteles y los estoicos, muestro que para Boecio el bien supremo se identifica a un mismo tiempo con la felicidad, con la virtud y con Dios, quien es el principio de todas las cosas y en quien está reunido todo aquello que para el hombre es deseable.

El tercer capítulo, el cual sigue de cerca los planteamientos del libro cuarto y quinto de la Consolación, es el que resulta de mayor dificultad filosófica ya que en él se indaga sobre la naturaleza divina y se señalan ciertos problemas que la argumentación de la Filosofía puede presentar. Si Dios es el creador de todas las cosas y el bien supremo, ¿cómo es que existe el mal? ¿Acaso Dios es el creador del mal? Por otra parte, si Dios es omnisciente y omnipotente, ¿cómo es que el hombre puede realizar acciones malas? ¿Actúa el hombre obedeciendo a un mandato divino o lo hace por voluntad propia? Estas cuestiones, que obligan a la Filosofía a elevar su razón humana a los asuntos divinos, hacen patente la originalidad argumentativa de Boecio y muestran planteamientos que van más allá de la simple reelaboración de modelos anteriores como Platón, Aristóteles o los filósofos de la escuela neoplatónica.

En el siglo XIX el crítico francés, Désiré Nisard, clasificó a la literatura latina que surgió a partir del siglo II d.C. con el nombre de "Decadencia". Para él, los autores de esta época se caracterizaban por un exceso de erudición que los alejaba de los modelos clásicos como Ovidio o Virgilio y los convertía en sinónimo de mal gusto. Con este estudio de La consolación de la filosofía, pretendo entonces detenerme por un instante en una época que tanto históricamente como filosóficamente y literariamente se suele pasar injustificadamente por alto. Además, en él busco revalorizar a un libro y a una forma de hacer filosofía que en gran parte se ha olvidado y que no se limita a establecer complejos sistemas teóricos sin finalidad práctica alguna, sino que, por el contrario, hace de la experiencia cotidiana del hombre el centro de su preocupación y se relaciona estrechamente con otras áreas de la cultura y expresión humanas como la literatura y la poesía.
























I. Razón, verdad y consolación en el seno de la filosofía

No es poco el tiempo que ha empleado V. md.
en estas ciencias curiosas; pase ya, como el gran
Boecio, a las provechosas, juntando a las sutilezas
de la natural, la utilidad de una filosofía moral.

Carta de Sor Filotea de la Cruz a Sor Juana Inés de la Cruz.


¿Cómo superar la muerte de un ser querido? ¿Cómo perder el miedo a la idea de que algún día nosotros también vamos a morir? ¿Cómo superar los reveses de la fortuna? ¿De qué forma afrontar aquellas cosas que nos causan dolor como la tristeza, la soledad o el exilio? Estas son cuestiones a las que todo hombre en algún momento de su vida se tiene que enfrentar y a las que tampoco han sido ajenos filósofos de la Antigüedad tardía como Cicerón, Séneca el Joven, Agustín de Hipona o Boecio, quienes, ya sea por infortunios propios o por aquellos que aquejan a un ser cercano, han tenido que reflexionar acerca de estos asuntos. El tema que atañe al presente trabajo es el de la consolación (consolatio), un género principalmente literario y retórico pero que también ha sido usado para ofrecer una reflexión filosófica.

En este género, la filosofía pasa de ser una actividad meramente teórica a ser un ejercicio relacionado con aspectos prácticos de la vida, ésta no es simplemente un modo de conocer sino que es también una manera en la que se pueden curar las penas que el alma padece: "La filosofía (para los antiguos griegos y los romanos) consistía en un método de progresión espiritual que exigía una completa conversión, una transformación radical de la forma de ser. La filosofía consistía, pues, una forma de vida, y su tarea y práctica iba encaminada a alcanzar la sabiduría, aunque ya lo era en su objetivo, sabiduría en sí misma" (Hadot, 236). En este capítulo inicial, hago un recorrido por algunos antecedentes de Boecio, para observar rasgos comunes al género de la consolación. Me refiero entonces a Cicerón, Séneca y San Agustín quienes, de una manera u otra, desarrollaron el género, para así culminar con Boecio, en quien se centrará este trabajo, y ver de qué manera él se acerca o se distancia de sus anteriores modelos.

1. Cicerón: consolación a través de la razón

Luego de la muerte de su hija Tulia y apartado de Roma por las fuertes crisis políticas que se daban en el lugar, Cicerón (106 a. C. – 43 a. C.) escribe en su villa en Tusculum algunos libros con que trata de remediar su pena; uno de ellos es su Consolatio, del cual hoy sólo quedan escasos fragmentos, otro es Cuestiones Tusculanas, una serie de cinco libros desarrollados en forma de diálogo en los que trata sobre la muerte, el dolor y la manera de sobrellevarlos. Las Cuestiones inician con la pregunta acerca de si la muerte es un mal, tema de gran importancia para las consolaciones ya que ésta es considerada como una de las mayores fuentes de dolor, y que pronto se extiende a la pregunta por sobre quién recae este mal, si sobre los vivos o sobre los muertos.

En su disertación, Cicerón argumenta que quien muere tiene dos posibilidades: una de ellas es la expuesta por la doctrina epicureísta, según la cual, el alma muere con el cuerpo. La tesis central de esta doctrina es que el alma ya no existe y puesto que aquel que no existe no puede ser algo, los muertos no pueden ser infelices y la muerte no es un mal para ellos: "La razón probará que la muerte no es un mal, o, por mejor decir, que es un bien. Si el alma es el corazón, o la sangre, o el cerebro, como es cuerpo morirá con el resto del cuerpo; si es espíritu, quizá se disipará; si es fuego se apagará; si es la armonía de Aristóxenes, se disolverá" (Cicerón, CT, 372). La muerte, tanto para los vivos como para los muertos, podría en este caso llegar a ser un bien ya que con ella las almas dejarían de sentir las angustias, desgracias e infortunios que se padecen a lo largo de la vida.

La otra posibilidad, tomada de la doctrina platónica, que aparece en el diálogo Fedón, es aquella por la que Cicerón más se inclina, aquella que dice que el alma es inmortal. Prueba de ello sería esa sed de inmortalidad que hay en nosotros o el hecho de que las obras de la naturaleza tarden tanto en darse: ¿qué sentido tendría hoy plantar un árbol que tardará casi un siglo en crecer si no hubiera en nosotros la conciencia de que el futuro se extiende más allá de nuestra muerte? El alma es algo que no podemos experimentar a través de nuestros sentidos, no sabemos qué es exactamente o dónde queda, pero la razón parece darnos ciertos indicios de su naturaleza: "nada hay en el alma mezclado, nada concreto, nada compuesto, nada aglomerado, nada doble. Siendo esto así, es evidente que el alma no puede separarse, ni dividirse, ni disgregarse, ni morir por consiguiente" (Cicerón, CT 391). El alma es eterna, pues al ser un principio indivisible, que no está compuesto de distintas partes, no puede separarse o desintegrarse, y no tiene un fin; de ahí que la muerte en este caso también sea un bien para el alma ya que, separada del cuerpo y de sus necesidades mundanas, puede llegar a percibir más claramente aquello que en vida sólo son tinieblas.

Una vez desterrada la idea de la muerte como mal, ésta dejaría de ser fuente de dolor; sin embargo quedan otras causas de dolor humano, como la enfermedad o los infortunios, que Cicerón trata en sus Cuestiones Tusculanas. El dolor, en general, trae consigo tristeza y amargura, sin embargo es necesario que el sabio aprenda a no huirle, y a guiarse por la paciencia y la virtud. Por ello Cicerón postula, siguiendo a los estoicos, que para soportar el dolor es necesario que el sabio deje de lado ciertas actitudes "afemeninadas" y adquiera esa fortaleza y vigor que son propias de los hombres libres: "Llámase virtud de viro porque es propia del varón la fortaleza, cuyos dones son principalmente dos: el desprecio de la muerte y del dolor" (Cicerón, CT, 433). Esta virtud, la fortaleza, se alcanza cuando el hombre se guía por la parte racional del alma, pues es ella la que le demuestra que el dolor tiene menor importancia que la que le atribuye en un principio, que no hay dolor que no sea pasajero.

El ejercicio de lo que es mejor en el hombre, la razón, persuade al sabio no sólo de que el dolor que en el presente siente es algo que en algún momento pasará, sino también de que éste lo preparará para los dolores futuros, para que no sienta miedo de ellos ni lo tomen por sorpresa cuando lleguen. Son diversas las formas en las que el sabio puede aprender a sobrellevar su dolor: una es la costumbre de padecerlos, que pronto lo lleva a aprender a convivir con ellos; pero la principal es descubrir que el dolor no es un mal en sí mismo sino que es sólo nuestra opinión la que hace que lo veamos como tal, pues para algunas personas ciertas cosas son una desgracia, para otros no lo son ésas sino otras, pero para el sabio nada debe ser considerado una desgracia.

En esta caracterización que Cicerón hace del hombre sabio se puede ver cómo éste es un hombre que domina sus pasiones, esto es, no se deja cegar por la envidia, la avaricia o el temor sino que se guía por la razón, la cual lo ayuda a pasar por encima de toda fuente de dolor, miedo o tristeza. ¿Se puede decir entonces que, sin importar nada más, el sabio es una persona feliz gracias al ejercicio mismo de la filosofía?, o ¿puede acaso la fortuna arruinar la felicidad de un hombre sabio? Para Cicerón, basta con cultivar una razón que esté bien encaminada y que se conduzca siempre por la virtud para adquirir el sumo bien, o, el único bien verdadero, la felicidad, ya que éste no depende de nadie más sino de uno mismo: "El hombre que tema perder alguno de los bienes que posea, de ninguna manera puede ser dichoso. Quiero que el hombre a quien yo declare feliz esté seguro, inexpugnable, fortificado por todas partes, y libre no ya de un mal pequeño, sino de todo mal" (Cicerón, CT, 535). Los bienes de la fortuna son bienes pasajeros, de ahí que la felicidad no pueda depender de ellos; por otra parte, la virtud y con ella la sabiduría, si son cultivadas correctamente, no se perderán jamás; de ahí que un hombre sabio sea siempre feliz ya que sin importar las adversidades, siempre podrá soportarlas.

Como él mismo lo confiesa, la doctrina que Cicerón expone en Cuestiones Tusculanas, se encuentra estrechamente relacionada con la de los estoicos, lo cual resulta curioso para un filósofo que en diversos momentos se declara como seguidor de la Academia Platónica de Carnéades, la cual se oponía de manera férrea al Estoicismo. Mientras la escuela Académica era moderadamente escéptica, y se guiaba por la opinión más probable y verosímil, el Estoicismo sólo seguía aquello que consideraba verdadero y que aseguraba ya haber encontrado con certeza. ¿Por qué razón se adhiere entonces Cicerón en este punto al Estoicismo? Como él mismo lo afirma, al guiarse en todo momento por lo que le parece más probable, debe aceptar la doctrina estoica de la sabiduría, pues ésta es la más probable para él; sin embargo, no niega que haya otras formas de abordar estos problemas: "En cuanto a los demás filósofos, ellos verán cómo puede encontrarse en su doctrina medicina para estos males. A mí me agrada el que todos unánimes reconozcan que hay en el sabio facultad de vivir perfectamente dichoso" (Cicerón, CT, 564). La filosofía es pues, para Cicerón, una actividad terapéutica del alma y cada doctrina, más que una forma de llegar a la verdad y al conocimiento de las causas primeras, es una manera de encontrar remedios para el alma y sabiduría.

2. Séneca: razón y virtud por encima de las pasiones

En su Consolaciones a Marcia, la hija de un escritor de su tiempo, Cremucio Cordo, escrita a raíz de la muerte de su hijo Metilio, Lucio Anneo Séneca (1 a. C. – 65 d. C.) exhorta a Marcia a seguir el modelo de mujeres que, para él, han superado el comportamiento habitual de las personas de su sexo. Para ello, pone el ejemplo de dos mujeres que han padecido el mismo mal, la muerte de un hijo, pero de forma opuesta. Así, le da la posibilidad de elegir a cuál de ellas dos se quiere parecer. La primera de ellas, Octavia, tras la muerte de su hijo Marcelo se volcó en un dolor del que no volvió a salir en su vida y rechazó todo intento de consolación. La otra mujer, Livia, tras la muerte de Druso, su hijo, sintió dolor pero aún así fue capaz de aceptar su muerte y de depositarlo honrosamente en su tumba. Para Séneca, el ejemplo que Marcia debe seguir es el segundo, ya que: "no es natural el quedar quebrantado por los duelos, la misma pérdida hiere más a las mujeres que a los hombres, más a los bárbaros que a los hombres pertenecientes a pueblos civilizados y cultos, más a los ineducados que a los educados" (Séneca, Consolación a Marcia, 189). Una persona educada, que emplee su razón, siente con mesura la pena por la muerte de otro, porque sabe, o bien que su llanto no puede aliviar la situación, o que sólo el tiempo puede sanar esta herida, o que la muerte no es un mal.

Tanto Cicerón como Séneca reconocen que la muerte de un ser querido o los reveses de la fortuna producen pena y dolor; sin embargo, para ellos es necesario que el sabio no se suma profundamente en la tristeza; él debe, por medio de la razón, aliviar su situación y controlar las pasiones que podrían dominarlo:

Se impondrá suficientemente la razón, si recorta al dolor únicamente lo que le sobra, lo que le excede. Nadie debe confiar ni desear que pueda no existir en absoluto. Es preferible que se mantenga dentro de unos límites que no imiten la frialdad ni la locura, y que nos conserve la apariencia que es típica de un carácter piadoso pero no fanático; que fluyan las lágrimas, pero que cesen por sí mismas; que salgan gemidos de lo más profundo del pecho, pero que tengan un fin por sí mismos. (Séneca, Consolación a Polibio, 375).

Séneca reconoce que es natural en el hombre sentir dolor, y que las pasiones sean afectadas; sin embargo, el sabio no puede dejarse arrastrar por ellas sino que debe hacer siempre uso de su razón para ser valeroso e imponerse a sí mismo una medida, esto es, para moderar sus pasiones. La razón le demuestra al sabio que la fortuna está en constante cambio y que así como puede ser favorable también puede ser adversa, es por ello que éste debe estar preparado para cualquier eventualidad, debe tener confianza en sí mismo y saber que, mientras conserve su virtud, cualquier obstáculo puede ser superable.

3. Agustín de Hipona: sólo si hay verdad habrá consolación

En su diálogo Contra académicos, como su nombre lo indica, Agustín de Hipona (354 – 430) se propone realizar un ataque en contra de la escuela Académica, más específicamente de la que él identifica como la Segunda Academia o Academia Nueva y que tiene como exponentes a Carnéades y, también, a Cicerón. Si bien el objetivo central de este texto es realizar una crítica de esta escuela filosófica, en él también se hace presente el tema de la consolación. Agustín comienza Contra académicos con una dedicatoria dirigida a un hombre llamado Romaniano. De él sabemos que es un gran amigo de Agustín, que cuando Agustín era joven fue su protector y que su hijo Licencio ahora es alumno de éste. Por último, nos enteramos de que en el momento en que Agustín escribe este libro, Romaniano ha caído en desgracia.

La dedicatoria comienza entonces con una discusión acerca de la fortuna y su carácter mudable, mostrando que no es Romaniano el primero en padecer dificultades y que no son pocos los hombres que han caído en desgracias: "Tú no necesitas ser convencido con ejemplos de otras personas sobre cómo son de efímeras y llenas de infortunios todas las cosas mortales que los hombres ven como bienes ya que ahora tú lo has experimentado y, como resultado, ahora podremos convencer a otros por tu caso" (Agustín, CA, 3). ¿Por qué razón es la fortuna algo mudable? Esto es difícil de determinar ya que es muy poco lo que nuestra alma atada al cuerpo puede conocer; sin embargo, como lo señala Agustín, es posible que detrás de la fortuna se oculte una razón y una causa: por ello Romaniano debería aceptar la suerte que le tocó y llevarla con dignidad. Es en estos casos en los que la filosofía puede servir como sostén y puede hacer que el mal de Romaniano sea más llevadero, por ello este texto está dirigido a él.

De esta forma se introduce el tema con el que comienza el diálogo y en el que se indaga sobre la relación entre saber y felicidad. En el inicio de éste, Agustín cuestiona a dos de sus alumnos, Licencio y Trigestio, acerca de si es posible ser feliz sin necesidad de conocer la verdad. Mientras el primero afirma que sí es posible, el segundo afirma que no. La posición que toma Licencio es cercana a la de la escuela Académica, la cual señala que ya que no es posible para el hombre conocer con absoluta certeza algo y la verdad es algo que el hombre siempre buscará pero a lo que nunca llegará plenamente, entonces no es necesario poseer la verdad para ser feliz, sino que basta con buscarla. Trigestio, por su parte, opina que para que el hombre sea feliz debe haber ejercitado aquello que hay de más importante en él, la razón, y esto sólo se cumple plenamente una vez se ha alcanzado la verdad.

Si bien cada uno de los personajes del diálogo da una serie de argumentos a favor de su perspectiva, Agustín pronto interviene para demostrar que, a diferencia de lo que piensan los filósofos académicos, sí es posible para el hombre conocer algo con absoluta certeza. Los académicos sostienen que sabio es aquel que no conoce la verdad pero la investiga, así este sabio sería un sabio sin saber, pero, ¿es esto posible? Una de las razones por las que el sabio académico cree que no es posible conocer es que el entendimiento humano no es capaz de distinguir claramente lo falso de lo verdadero, así al asentir a algo es posible que se equivoque en su juicio y, por ello, decide suspenderlo. Pero Agustín demuestra que el sabio académico sí sabe algo: sabe que uno no puede conocer falsedades, por lo tanto todo conocimiento es necesariamente de verdades.

De igual manera, para Agustín, se pueden realizar una serie de afirmaciones en las que no hay riesgo alguno de caer en un error: "Estoy seguro que el mundo es uno (en número) o no, y si no hay solamente un mundo, el número de mundos es finito o infinito" (Agustín, CA, 73). Al ser estas afirmaciones disyunciones, no importa si uno de los elementos es falso, eso hace que necesariamente el otro sea verdadero y que la afirmación en su totalidad sea también verdadera. Por otra parte, también hay verdades que no dependen de los sentidos y que no dan lugar a otras posibilidades: tres por tres es nueve y no hay forma de que esto sea diferente, de ahí que suspender el juicio en este caso resulte absurdo (Agustín, CA, 73). En cuanto a los juicios que dependen de los sentidos, puede que estos sean errados, pero aún así se pueden realizar con ellos ciertas afirmaciones de las cuales no se puede dudar; por ejemplo, si yo veo que el cielo es azul, aún cuando en realidad éste no sea azul, yo puedo estar seguro al menos de que lo veo de este color (Agustín, CA, 74).

Agustín emplea estos ejemplos para demostrar que es posible encontrar la verdad, la cual nos es dada no sólo por medio de la fe sino también del entendimiento. El método que, según él, podría conducir al hombre a ella sería el del platonismo, aquel que se remonta a la Academia Antigua. En esta visión de la filosofía, la felicidad se adquiere una vez se ha ejercitado la razón y se ha llegado a ser sabio. Pero este ejercicio de la razón no puede limitarse a buscar la verdad, sino que tiene que conducirnos a descubrirla, lo cual, para Agustín, sí es posible.

4. Boecio: razón, verdad y consolación en la Filosofía

Cerca del año 524 d.C., encerrado en una prisión en el exilio y condenado a muerte por un crimen que al parecer no cometió, en el que se le acusaba de haber traicionado al rey Teodorico el Grande, Boecio escribió un texto en el que comienza por cuestionarse acerca de su propia desgracia y luego reflexiona sobre otros temas como la naturaleza mudable de las cosas, el bien supremo o el porqué de la existencia del mal. La consolación de la filosofía es un libro desarrollado a manera de diálogo entre Boecio y la Filosofía, quien tiene una apariencia femenina y quien empieza a administrarle al autor una serie de remedios que poco a poco irán consolándole y calmando cada una de sus penas.

El libro comienza con un poema en el que Boecio lamenta su suerte:

Yo, que, en otro tiempo, con juvenil ardor
compuse inspirados versos
me veo ahora, ¡ay de mí!, obligado a entonar tristes canciones. (Boecio, 33).

En este instante, Boecio asume el papel de poeta, quien rodeado de varias figuras femeninas, sus Musas, se encuentra dando rienda suelta a su pena. Pronto, una mujer se aparece sobre la cabeza de Boecio y se dirige con violencia a las Musas: "¿Quién –dijo– ha permitido que estas rameras histéricas lleguen hasta la cama de este enfermo?" (Boecio, 35). Su queja es que ellas no curan el dolor sino que, por el contrario, lo incentivan y alejan a la razón de ese mismo hombre que se ha alimentado toda su vida de los saberes de las escuelas eleáticas y académicas. Luego de expulsar a las Musas, la mujer se sienta junto al lecho de Boecio y, entonando un canto, lamenta la aflicción de un hombre que en otro tiempo buscaba ansiosamente la verdad (filósofo) y que ahora se encuentra enceguecido por su pena. La mujer pronto revela ser la Filosofía, aquella que por años fue como la nodriza de Boecio, que lo cuidó desde su juventud y que, como ya había señalado Agustín, lo acogió en su pecho para alimentarlo con su saber.

Esta primera escena de La consolación de la Filosofía plantea una serie de interrogantes como: ¿por qué la Filosofía ahuyenta a las Musas del lecho de Boecio? ¿Es cierto que los versos que ellas le dictan no alivian su pena sino que la incentivan? ¿Puede la Filosofía aliviar las penas de una persona por medio de la razón? Para responder estas preguntas es necesario retomar los aspectos ya señalados en Cicerón, Séneca y San Agustín.

Cuando la Filosofía expulsa a las Musas del lecho de Boecio, lo hace porque los versos que ellas le dictan solamente le permiten expresar sus pasiones, las cuales, como señaló Séneca, disponen al hombre a un estado irracional, propio de una persona incivilizada y poco viril; estos versos, entonces, lo hunden en su dolor pero no le dan solución, por ello es necesario que llegue la razón, para que comprenda su malestar y su naturaleza pasajera. "¿Por qué lloras? ¿Y cuál es la causa de tus abundantes lágrimas? Habla y no lo escondas dentro de ti. Si buscas la ayuda del médico, será menester que descubras la herida" (Boecio, 41). En su discusión, la Filosofía hace constantemente uso de la poesía y le pide a Boecio que exprese su pena pero, a diferencia de las Musas, ella realiza estas acciones para dotar a Boecio de ciertas medicinas que gradualmente van haciendo más llevaderas las enfermedades de su alma, las cuales sólo se pueden curar apelando a aquello que es mejor en el hombre, la razón, y no dando rienda suelta a lo que en él es inferior, las pasiones.

Cuando Boecio descubre su herida y relata su pena a la Filosofía, se muestra como un filósofo, un hombre que se guía por los principios de la sabiduría y la virtud, que ingresó a la vida pública y política siguiendo tales principios, ya proclamados por Platón (República, Libro V), según los cuales son los filósofos quienes deben dirigir las repúblicas para buscar el bien común. Boecio califica su condena de injusta ya que quiso evitar que el senado se resquebrajara y por ello se le acusó de: "haber impedido que un informador presentase ciertos documentos con los que pretendía demostrar que el senado era reo de traición" (Boecio, 44). Con ello se empieza a hacer patente que la pena de Boecio nace de su incomprensión de la injusticia humana y de los males que aquejan a los inocentes; en otras palabras, se duele de ver que la fortuna se ha tornado en contra suya sin que él haya hecho nada para merecerlo. La razón, como señaló Cicerón en Cuestiones Tusculanas, puede demostrarle a Boecio que sus penas son en realidad pasajeras, ¿pero puede ella demostrarle la causa que se oculta detrás de los cambios adversos de la fortuna?

La consolación de Boecio, se mueve entonces entre dos planteamientos (como lo señala la Filosofía, cuando habla de las escuelas de las que él bebió en su infancia): entre una razón como la de los académicos, que permanece suspendida, que no afirma con absoluta certeza encontrar una verdad sino que simplemente se guía por aquello que cree ser más plausible; y una razón como la de los estoicos o los eleáticos, que confía plenamente en que es posible encontrar la verdad y que es deber del hombre alcanzarla para poder ser así un individuo completamente realizado. La diferencia primordial, como ya lo ha planteado Agustín, es que mientras en la primera alternativa no es necesario que la razón conduzca a la verdad para que se pueda alcanzar la felicidad y la tranquilidad mental, en la segunda sí, y es esta última postura por la que Boecio se inclina (Boecio, 55).

Boecio, al igual que Romaniano, se lamenta de que la fortuna le ha sido adversa, pero ¿qué pasa si detrás de aquello que parece tan azaroso se oculta una razón que todo lo gobierna? Y si existe esa mente que todo lo sabe y que se supone es bondadosa, esto es, si existe la providencia divina, ¿por qué permite que un hombre bueno caiga en desgracia? Por último, ¿pueden los hombres elegir su destino o están predeterminados desde el principio por aquella razón que ordena el universo? La consolación de Boecio requiere así de un esfuerzo mayor, no se limita a ver su mal como algo pasajero sino que, por su condición misma de filósofo, lo obliga a indagar acerca de la naturaleza de las cosas y a encontrar la verdad que se oculta en ellas.

El primer remedio de la Filosofía consiste en indagar acerca del principio de todas las cosas, ya sea que se trate de meras fuerzas del azar o de un ser racional que lo organiza todo. Boecio reconoce que tal ser racional existe, ya que la regularidad que se puede ver en la naturaleza no sería posible si no existiera un Dios que la hubiera creado y estructurado; sin embargo, el hombre es el único ser que escapa a esa voluntad divina. En este punto, la Filosofía le hace ver que si bien aquello que él dice es correcto, el principio del universo es también su fin y hacia él se deben encaminar todas las cosas. Por ello, la investigación que Boecio realice se debe encaminar a ese principio y ese fin que organiza todas las cosas, debe disipar las pasiones que nublan su mente y le impiden contemplar la verdad:

De la misma manera, si tú quieres
penetrar en la verdad límpida
y caminar por la senda recta,
aleja de ti el bullicio,
ahuyenta el temor,
desecha la esperanza
y desaparecerá el dolor. (Boecio, 55)

Es a partir de este instante que se inicia un lento ejercicio filosófico, que, de la mano de la razón, busca conducir paso a paso a Boecio, al filósofo, a la verdad y a la consolación. Pero, ¿es posible para la filosofía llegar a conocer el principio y fin de todas las cosas? ¿Puede ella conocer las razones que se ocultan detrás de los cambios de la fortuna? Y, ¿de qué forma una actividad que se desarrolla de forma teórica puede llegar a tener influencia práctica?

Estas preguntas, que indagan sobre la naturaleza del universo y que más adelante se relacionarán con problemas morales, serán desarrolladas por Boecio a lo largo de la Consolación.

Caber resaltar, por último, que desde el libro primero de la Consolación se presenta un rasgo de la filosofía que es común a los autores vistos en este capítulo: la filosofía es personificada como una mujer que, semejante a una madre o a una amante, ampara al hombre que se acerca a ella a través de la razón. Cicerón se refiere a ella de la siguiente manera: "¡Oh filosofía, señora de la vida!, ¡oh filosofía, indagadora de la virtud y ahuyentadora de los vicios!" (CT, 520). Agustín de Hipona, a su vez, concibe a la filosofía como una mujer que acoge en su seno a los hombres y los alimenta de saber (CA, 5). En Boecio, esta imagen permanece y es más evidente cuando la filosofía se convierte en un personaje de su obra, con quien el autor sostiene un diálogo que lo lleva por los caminos de la consolación (38). Séneca, en la carta de consolación a Marcia, si bien no invoca a una Filosofía que fuera una madre consoladora, aconseja a Marcia que deje a un lado el comportamiento habitual de las mujeres y adquiera el carácter fuerte y racional de los hombres, esto es, el comportamiento de quien realiza la filosofía (Consolación a Marcia, 189). Así, comienza a hacerse evidente cómo en el género de la consolación, la actividad filosófica es una actividad eminentemente masculina, y la filosofía es la mujer que acoge en su seno al varón, ya que es él quien puede nutrirse mejor de ella y alcanzar ese saber y virtud que tanto anhela.
















II. De los bienes falaces al bien supremo

Welcome to the Wheel of Fortune. There it is, the wheel… that throughout the centuries has been used as a symbol for the vicissitudes of life. Boethius himself, in his great work The Consolation of Philosophy, compares history to a great wheel, hoisting us up, then dropping us down again. "Inconsistency is my very essence", says the wheel "raise yourself up on my spokes if you wish but don`t complain when you're plunged back down"… Let's spin the wheel.

Michael Winterbottom, 24 hour party people, Channel Four Films, 2002.


Or se tu l'occhio de la mente trani
di luce in luce dietro a le mie lode,
già de l'ottava con sete rimani.
Per vedere ogne ben dentro vi gode
l'anima santa che 'l mondo fallace
fa manifesto a chi di lei ben ode.
Lo corpo ond' ella fu cacciata giace
giuso in Cieldauro; ed essa da martiro
e da essilio venne a questa pace.

Dante Alighieri, Divina Commedia, Paradiso, Canto X.

Cuando Boecio le descubre su herida a la Filosofía se puede ver que su mal radica en el hecho de que aquellos bienes que poseía los perdió una vez fue encarcelado y condenado a la pena de muerte; de ahí que el diagnóstico que ella le hace sea que lo que le duele a Boecio es: "el apego y el deseo de tu estado anterior. Su pérdida, tal como te lo hace ver tu imaginación, está socavando tu espíritu" (Boecio, 57). El mal de Boecio es que la fortuna que antes le fue favorable luego se torna adversa y que los bienes que ella le había dado lo sumen en la desolación y la tristeza una vez se apartan de su lado. Así, la consolación que hace la Filosofía debe partir de mostrar cómo los bienes que la fortuna otorga son siempre bienes pasajeros y por qué el hombre no puede depender de ellos sino de algo que sea un bien en sí mismo.

1. Acerca de los bienes de la fortuna

Tal como lo había planteado la Filosofía en el primer libro, el remedio consiste en conducir a Boecio de las pasiones violentas que lo embargan a la calma y serenidad que sólo se desarrolla con la razón, para que pueda salir de la conmoción en la que su alma se encuentra. Por ello, debe persuadir a Boecio de que la naturaleza de la fortuna es el cambio, y por tanto, la pérdida de sus bienes es algo normal. En este punto se introduce la imagen de la rueda de la fortuna, una imagen que tiene sus orígenes en la antigua Roma pero que a través de Boecio se vuelve tema recurrente en la literatura medieval y del renacimiento, pues es utilizada por autores como Francesco Petrarca, Jorge Manrique o Alonso de Ercilla.

La fortuna es como una rueda que nunca se detiene, de ahí que lo único constante en ella sea su inconstancia. Arrebatar los bienes a quien se los ha concedido es algo que ella no sólo le hace a Boecio sino a todos los seres humanos que padecen su continuo cambio, es por eso que cuando la Filosofía habla como la fortuna dice:

La inconstancia es mi misma esencia. Éste es mi juego incesante, mientras hago girar veloz mi rueda, contenta de ver cómo sube lo que estaba abajo y baja lo que estaba arriba. Súbete a mi rueda, si quieres, pero no consideres una injusticia que te haga bajar, si así lo piden las leyes del juego. (Boecio, 61).

Mediante sus palabras, la Filosofía le muestra a Boecio cómo la fortuna es capaz de sumir a un hombre bueno en la desventura, pero de igual forma puede elevar a un hombre malo a una mejor posición, y aún cuando se pudiera mantener constante con alguien, de todas formas esa persona no podrá escapar a que sus bienes le sean arrebatados por la muerte; así, es ella la que da y quita los bienes que Boecio lamenta haber perdido. ¿Se podría decir entonces que estos bienes le pertenecían a la fortuna y no a Boecio?

Los bienes que Boecio creía ser suyos pronto se descubre ser ajenos, mediante las razones que la Filosofía expone. Cuando Boecio nació (pero en general cuando cualquier hombre nace), llegó desnudo al mundo, sin algo que pudiera llamar suyo. Fue la fortuna la que lo vistió y alimentó desde el principio, pero también le otorgó bienes que iban más allá de lo simplemente necesario: le dio una buena educación y crianza, le dio grandes honores y le permitió ver que sus hijos alcanzaban importantes cargos. El que Boecio haya perdido tales bienes con su arresto simplemente lo devuelve a ese estado de desnudez inicial en el que se encontraba cuando nació. Por otra parte, si aquellos bienes, de cuya pérdida Boecio se lamenta, realmente le pertenecieran, no podrían haber sido arrebatados por ningún infortunio.

Sin embargo, estas palabras de la Filosofía no logran convencer a Boecio, para quien el dolor sólo puede ser comprendido por la persona que lo está padeciendo, y la consolación resulta vana, ya que una vez se dejan de escuchar las palabras de aliento, vuelve nuevamente la pesadumbre. La respuesta de la Filosofía a esto es que Boecio no se puede considerar como desdichado dado que, aún cuando haya perdido sus bienes, no puede decir que nunca los hubiera tenido: "Y deja de pensar que eres un desgraciado. ¿Te has olvidado, acaso, de los muchos y variados momentos de tu felicidad?" (Boecio, 63). Antes de su encarcelamiento, Boecio había gozado de grandes dones: tras la muerte de su padre fue recibido bajo la tutela de una de las familias más importantes de su tiempo, se casó con una mujer honrada que le dio dos hijos que gozaron de gran virtud y llegaron a ser cónsules. Por ello, los infortunios de los que Boecio se lamenta ahora no deberían opacar la felicidad que ya disfrutó en el pasado.

Es propio del hombre la insatisfacción, el no contentarse con lo que se tiene o se ha tenido; es así que, aún cuando obtiene aquellas cosas que desea, su felicidad no es completa ya que siempre espera tener algo más. Poseer un bien, entonces, tampoco es garantía de que se pueda ser feliz. Un ejemplo de ello sería la riqueza: casi todos los hombres la buscan, creyendo que con ella podrán ser felices, pero nadie puede tener a un mismo tiempo todas las riquezas, por eso siempre permanecerá insatisfecho. Por otra parte, aquel que acumula gran cantidad de bienes materiales, se apropia de los bienes que otras personas podrían tener también; así, la felicidad que le proporciona a alguien la riqueza no es absoluta pues también puede proporcionar pobreza y tristeza a quienes lo rodean. Además, estos bienes siempre corren el riesgo de perderse de diferentes maneras; por ello, más que felicidad lo que la riqueza proporciona es temor a quien la posee.

Otro bien que los hombres apetecen es el poder y la dignidad, los cuales para la Filosofía no son realmente bienes ya que, al igual que las riquezas, siempre corren el riesgo de perderse y, además, por lo general caen en manos de personas corruptas y malvadas. Queda entonces un bien de la fortuna, al cual aspiran algunos hombres de espíritu más elevado pero que aún no han alcanzado la perfección: la gloria y la fama que se derivan de haber servido bien a la propia república. Como Boecio lo había señalado en el libro primero, si él comenzó a desempeñar cargos públicos lo hizo siguiendo las indicaciones de Platón en La República, para quien eran los filósofos los encargados de gobernar y lo debían hacer por el bien común. De ahí que el político aspire naturalmente a que sus actos nobles sean reconocidos por sus conciudadanos.

Pero esta fama y esta gloria no es para la Filosofía un bien tan magno y loable como a primera vista parece ser. Por una parte esta fama tiene sus límites dentro de un espacio muy limitado: la propia república. La fama que se pueda granjear un político no se extiende mucho más allá de los confines del territorio donde habita. Por otra parte, la fama no dura mucho tiempo, "vosotros creéis asegurar vuestra inmortalidad cuando soñáis en vuestra gloria venidera. Pero si se compara la duración del tiempo con la eternidad infinita, ¿qué sentido tiene gloriarse de la perennidad del propio nombre?" (Boecio, 79). Incluso este bien de la fortuna, que parece más digno que los otros, no resiste al paso del tiempo, el buen nombre que alguien se pueda hacer entre sus conciudadanos pronto se olvida tras la muerte. Así, como lo señala Aristóteles en Ética a Nicómaco (1095b), este bien reside más en quienes lo otorgan que en quienes lo reciben, por ello no es un bien propio. Con todo esto, se hace patente que los bienes de la fortuna son bienes engañosos, y por ello, la fortuna adversa es, para la Filosofía, mejor que la fortuna favorable, ya que le muestra al hombre su verdadera naturaleza, su inconstancia:

Si tan rara es la faz del mundo,
y si tantos cambios experimenta
¡cómo confiar en las fortunas caducas de los hombres
o en sus bienes fugaces!
Consta, y así está decretado por ley eterna,
que nada engendrado es duradero. (Boecio, 65).

La felicidad que depende de los bienes de la fortuna es entonces una felicidad débil, dura mientras duren estos bienes, pero una vez estos se van ésta también se desvanece, e incluso si estos bienes nunca se desvanecieran ella no es completa ya que siempre se puede querer tener algo más. Así, el hombre que se deja llevar por la felicidad de la fortuna, si lo hace por ignorancia no puede ser feliz ya que vive ciego, pero si lo hace a sabiendas de que ella es mudable entonces tampoco puede ser feliz, ya que vive en el constante temor de perderla: "¿Por qué pues, oh mortales, buscáis fuera una felicidad que está dentro de vosotros? El error y la ignorancia os confunden" (Boecio, 68). Es necesario encontrar una felicidad que no dependa de bienes externos sino que sea un bien en sí misma.

2. Acerca del bien supremo: Aristóteles y el Estoicismo

En el primer libro de Ética a Nicómaco, Aristóteles distingue entre unos bienes que reciben tal denominación porque son útiles por una u otra razón y otro que se llama así porque es un bien en sí mismo (1096b). Cada bien apunta a distintas finalidades: en la medicina la salud es el bien, pero no se puede decir que este bien sea el mismo que le corresponde a otra disciplina como la estrategia, para la cual correspondería de mejor manera la victoria. Por otra parte, la riqueza, la fama y la gloria son bienes, pero no se puede decir que en todos los casos lo sean (un tirano puede poseer fama pero no por ello se podría decir que en él ésta es un bien), ni que sean suficientes (una persona puede encontrarse un gran tesoro en una playa pero de nada le sirve si está en una isla desierta y no tiene nadie con quien compartirlo ni nada en qué gastarlo). Estos bienes, enumerados por Aristóteles, son los bienes externos que le mostró la Filosofía a Boecio como provenientes de la fortuna, ¿pero entonces qué es un bien en sí mismo?

El primer rasgo que Aristóteles da a ese tipo de bien, es que tiene su fin en sí mismo y en nada más, al contrario de la riqueza o la fama que buscan distintos fines o que son medios para otros fines. Por otra parte este bien es autosuficiente, con ello se entiende que es "aquello que, por sí solo, hace la vida preferible y sin que carezca de nada" (1097b). De igual forma, una vez se dejan de lado los bienes externos, quedan los que se relacionan con el cuerpo y el alma; pero este bien, que es un bien en sí mismo, se debe relacionar sobretodo con aquello que en el hombre resulta ser lo mejor, es decir, el alma. Sin embargo, no cualquier tipo de alma puede gozar de este bien, sino sólo aquella que es buena, que vive conforme a la virtud.

En suma, aquello que para Aristóteles el hombre busca por sí mismo y no por otra cosa es la felicidad y es a ella a donde apuntan todas nuestras acciones. La felicidad, entonces, cumpliría con esa serie de condiciones que debe tener el bien supremo: por una parte, el hombre no la busca con miras a una finalidad que le sea externa, sino por ella misma. Por otra parte, la felicidad hace la vida preferible y elogiable. Y por último, está acorde con la mejor parte del hombre, el alma, ya que sólo un hombre que es bueno y virtuoso puede realmente llamarse feliz. ¿Pero cree Aristóteles que basta con la virtud para ser feliz?

Mientras los bienes externos son proclives a perderse con los avatares de la fortuna, la virtud se caracteriza por ser mucho más estable, ya que reside en el alma de la persona. Aún así no basta con la sola virtud para ser feliz. Aristóteles afirma que, "no puede ser feliz del todo quien es muy feo de aspecto o es de familia innoble o es un solitario o carece de hijos" (1099b). La virtud sola no es suficiente para ser feliz, se requieren también ciertos bienes externos para que alguien pueda serlo, pero aún si estos por alguna razón llegaran a faltar, el hombre virtuoso no podría llamarse tampoco desdichado. Si algo le enseña la virtud al hombre es a sobrellevar dignamente y a sacar provecho, en lo posible, de los golpes de la fortuna sin importar lo fuertes o duraderos que sean.

Existen, sin embargo, otras concepciones del bien supremo y su relación con los bienes de la fortuna. Para los estoicos, por ejemplo, el bien supremo es la virtud y es ella la que nos puede procurar una vida feliz. Según ellos, lo que está acorde con la naturaleza debe ser adoptado por sí mismo y lo que va en contra debe ser, por el contrario, rechazado. Por eso, como lo señala Cicerón en Del supremo bien y del supremo mal, el fin al que deben apuntar todas las acciones humanas es el vivir acorde y en armonía con la naturaleza, para lo cual se requiere de la sabiduría que conduce a la virtud y a la felicidad: "Sólo de la vida feliz puede uno gloriarse. De donde se concluye que la vida feliz es, por decirlo así, digna de que uno se gloríe de ella, lo que no puede acontecer con justicia más que a una vida moral" (Cicerón, SB, 193). ¿Es suficiente entonces con ser bueno para ser feliz? Para los estoicos el bien no admite gradaciones, aquello que es bueno no se puede llamar más o menos bueno, por eso aquello que puede constituir al bien supremo son las acciones virtuosas y la amistad con alguien virtuoso.

El bien supremo de los estoicos, sin embargo, puede ser también objeto de crítica. El hombre es un ser compuesto de cuerpo y alma, y la virtud es un bien que se relaciona con ésta última. Por ello, decir que basta con ser moralmente bueno para ser feliz es dejar de lado un aspecto importante de la naturaleza humana, a saber, el cuerpo. ¿Puede un hombre que padece de hambre y sed mantenerse feliz por su simple virtud? Muy seguramente no. Aún así los estoicos no incluyen entre los bienes a la salud o la riqueza sino que, como lo hace Zenón, los denominan proêgmena, es decir que son cosas que deben ser preferidas para vivir una vida acorde con la naturaleza si bien son indiferentes a los ojos del sabio. La crítica de Cicerón a los estoicos culmina mostrando que si bien ellos dicen haber tomado distancia de los peripatéticos, es decir de los seguidores de Aristóteles, quienes consideran que los bienes externos o corporales son componentes necesarios de una vida feliz, al aceptar tales "cosas preferibles", en el fondo los estoicos no se alejan de sus planteamientos sino que simplemente dicen lo mismo con otras palabras: "¿No ves, pues, que tu Zenón está de acuerdo con Aristón en las palabras y difiere en el pensamiento, mientras que piensa como Aristóteles y los suyos, pero discrepa en las palabras?" (Cicerón, SB, 265). Veamos ahora qué aspectos de estas diferentes doctrinas sobre el bien supremo comparte Boecio.

3. El bien supremo para la Filosofía de Boecio

Cuando la Filosofía, quiere conducir a Boecio en su consolación de los bienes de la fortuna a los bienes verdaderos, parece estar siguiendo de cerca los planteamientos de Aristóteles. En efecto, ella también presenta a la felicidad como el fin único, un fin al cual apuntan todos los otros bienes. Si el ser humano desea tener riquezas, gloria o fama es porque cree plenamente en que estos bienes le pueden ayudar a obtener la felicidad, es decir, son medios para la felicidad. Por otra parte, cuando el ser humano realmente alcanza la felicidad ya no desea tener otra cosa: ella es autosuficiente y se da cuando hay un estado de absoluta satisfacción. Así, la felicidad es un bien que es la suma de todos los otros bienes y para que ella se dé debe contenerlos a todos y no faltarle nada que pueda ser objeto de deseo, ya que de no ser así no podría ser el bien supremo.

¿Cuál es entonces la vía que, según la Filosofía, nos puede llevar al bien supremo? En principio se podría pensar que es a través de esos bienes externos que se analizaron en el libro segundo de La consolación de la filosofía, como las riquezas, los honores o la fama. Pero un análisis de estos bienes demuestra fácilmente que no es así. Una de las condiciones del bien supremo es que no haya algo que se desee más allá de él: bienes como la riqueza, por ejemplo, no pueden constituir esta vía, ya que quien los posee siempre desea tener más, con ellos nunca podrá salir de un estado de permanente apetencia. Los honores tampoco pueden ser, ya que las amistades que una persona con dignidades logra hacer están sujetas a sus títulos, y si por alguna razón se los pierde, con ellos también se pierde la amistad. Igualmente, aquel que posee poder corre siempre el riesgo de que por envidia u otras razones se atente contra su vida, de ahí que deba vivir rodeado de guardaespaldas y se convierta en esclavo de sus propios sirvientes. Finalmente, la nobleza tampoco puede conducir al bien supremo, ya que si ésta se da por títulos heredados, ese bien es algo que realmente no le pertenece a la persona que los detenta.

El camino al bien supremo, entonces, se debe buscar en algo que se encuentre más allá de los bienes de la fortuna, en algo que sea verdadero y un principio sólido de todas las cosas, en algo que no esté sujeto al cambio:

"¡Levantad vuestra mirada a la bóveda del cielo y contemplad la majestad y la rapidez de sus movimientos, y dejad ya de admirar las cosas viles que os deslumbran! Pero, más maravilloso aún que el cielo y sus movimientos, es el que los mueve" (Boecio, 101).

En este punto se da cierta distancia entre la Filosofía y lo que Aristóteles plantea en el libro primero de Ética a Nicómaco y pareciera que Boecio se acercara más bien a los estoicos. En efecto, contrario a lo que Aristóteles plantea, la Filosofía piensa que aquello que no puede hacer feliz por sí mismo a nadie, tampoco puede conducir a la felicidad ni constituirla, pues ésta sólo se encuentra en algo fijo y no en cosas móviles. Así, la riqueza, los honores, la fama y todas aquellas cosas que deslumbran a los hombres vulgares, al no aportar en nada a la felicidad, tampoco tienen por qué disminuirla.

Los bienes materiales pueden hacerle creer al hombre que ha alcanzado la felicidad, o que se dirige a ella, pero estos bienes sólo pueden producir una felicidad engañosa; la verdadera felicidad, por otra parte, hace al hombre a un mismo tiempo suficiente, poderoso, honorable, digno de respeto, célebre y dichoso, porque la verdadera felicidad es el ejercicio de la razón, esto es, la virtud.

Sin embargo, Boecio también se distancia de los estoicos. En primer lugar, porque reconoce que hay otros bienes, aparte de la virtud, que el hombre puede desear. Y, en segundo lugar, porque considera que, puesto que los bienes verdaderos no se encuentran en las cosas materiales y perecederas, se deben encontrar en un principio eterno e inmutable que los congrega a un mismo tiempo a todos. Aquel en quien se encontrarían todos los bienes reunidos sería el Padre de todas las cosas, el cual es no sólo el origen de todo, sino también el camino y el fin:

Tú, de igual manera, haces brotar las almas y
las vidas de naturaleza inferior
y las elevas en carros ligeros que las sembrarán
por el cielo y por la tierra.
Y por la ley benigna que las guía retornarán
después a Ti,
gracias al fuego que las devuelve a su casa. (Boecio, 108).

Este bien, que conduce a la verdadera felicidad, no sólo es el bien supremo sino que también es perfecto, no hay nada en él que haga falta. ¿Pero es posible que algo así exista? La primera parte de la consolación de la Filosofía se encargó de mostrarle a Boecio que aquellos bienes cuya pérdida él lamentaba eran bienes imperfectos, se encontraban de forma aislada y por una u otra razón todos ellos carecían de algo; sin embargo, no es posible definir lo imperfecto si no se tiene de entrada una idea clara de lo que es la perfección. Así, es necesario que, como existen bienes imperfectos, exista también un bien que sea perfecto, que reúna en sí mismo todo aquello que pueda llegar a ser deseable para el hombre, ya que el mundo y las cosas parten de lo completo e intacto y de ahí van poco a poco degenerando en lo incompleto y deficiente.

Para demostrar que Dios es ese bien supremo y perfecto, la Filosofía apela al consentimiento general: "La razón nos demuestra que Dios es Bueno, y nos convence también de que Él es Sumo Bien. De no ser así, Dios no podría ser el Creador de todos los seres" (Boecio, 110). Todo aquel que encamina su razón de manera correcta, encuentra que existe un Dios que es el ser primero, que es el creador de todas las cosas y que es perfecto, por ello este Dios es bueno y es, en últimas, el bien supremo que todo hombre debería buscar; de su carácter unitario es de donde se genera la multiplicidad de todas las otras cosas. Pero anteriormente la Filosofía había dicho que el bien supremo era la felicidad verdadera, así, la felicidad verdadera no puede residir en otra parte que no sea en Dios, el cual no es sólo el origen de esta felicidad sino que es también la felicidad misma. Por ello cuando alguien es verdaderamente feliz, se eleva de las cosas materiales y participa de la divinidad misma: todos los bienes se encuentran en ese momento en aquella persona de forma completamente unitaria.

Hasta el momento, el discurso de la Filosofía ha llevado, de la mano de la razón, a Boecio desde el apego a los bienes falsos a la contemplación intelectual (actividad suprema del alma, como apunta Aristóteles) del bien único y verdadero, ¿será ello suficiente para alcanzar la consolación o, por el contrario, es necesario continuar la investigación e indagar más acerca de la naturaleza de ese bien supremo? Esto lo sabremos en el siguiente capítulo.











III. Problemas en la Consolación: sobre el mal, la providencia y el libre albedrio

"…you must begin a reading program immediately so that you may understand the crises of our age," Ignatius said solemnly. "Begin with the late Romans, including Boethius, of course. Then you should dip rather extensively into early Medieval. You may skip the Renaissance and the Enlightenment. That is mostly dangerous propaganda. Now that I think of it, you had better skip the Romantics and the Victorians, too. For the contemporary period, you should study some selected comic books… I recommend Batman especially, for he tends to transcend the abysmal society in which he's found himself. His morality is rather rigid, also".

John Kennedy Toole, A Confederacy of Dunces.


Why that creative act leaves room for their free will is the problem of problems, the secret behind the Enemy's nonsense about "Love". How it does so is no problem at all; for the Enemy does not foresee the humans making their free contributions in a future, but sees them doing so in His unbounded Now. And obviously to watch a man doing something is not to make him do it.

It may be replied that some meddlesome human writers, notably Boethius, have let this secret out. But in the intellectual climate which we have at last succeeded in producing throughout Western Europe, you needn't bother about that. Only the learned read old books and we have now so dealt with the learned that they are of all men the least likely to acquire wisdom by doing so.

C. S. Lewis, The Screwtape Letters.

En su camino hacia la consolación, la Filosofía ha conducido a Boecio del apego a los bienes materiales, a la contemplación del bien supremo: aquel en quien se encuentran todos los bienes no de forma separada sino como una unidad, Dios. Sin embargo, la consolación no culmina en este punto, ya que una vez la Filosofía conduce a Boecio hacia Dios se generan una serie de problemas, siendo algunos de ellos los siguientes: ¿si Dios es el bien supremo por qué existe el mal? ¿Acaso Dios, creador de todas las cosas, creó también el mal? ¿Los hombres que realizan acciones malvadas lo hacen por voluntad propia o por voluntad divina? ¿Cómo pueden entrar en concordancia el libre actuar humano con la omnipotencia y clarividencia divina? Es a partir de este punto que la Filosofía tiene que realizar un mayor esfuerzo racional e investigar asuntos que van más allá de su esfera y que se relacionan con problemas teológicos y concernientes a la naturaleza divina.

1. Si Dios es bueno, ¿por qué existe el mal?

Finalizando el libro III de la Consolación, la Filosofía le muestra a Boecio que el bien supremo es Dios y que sólo en Él se puede encontrar una felicidad perfecta, la cual no depende de bienes caducos y que se encuentran en el mundo de forma aislada, sino que congrega de forma unitaria todas aquellas cosas que el hombre puede llegar a desear. Su argumentación hasta el momento apunta al hecho de que si los hombres buscan los bienes es por la felicidad que ellos le pueden reportar, y por ello se puede decir que el bien y la felicidad son una misma cosa: un hombre que desea algo lo hace porque cree que aquello que él desea le puede reportar algún bien.

…el bien es la esencia, el fundamento y el motivo de todos nuestros deseos… la felicidad es el motor, según hemos dicho, de todo deseo. Ella es, por consiguiente, lo único apetecible cuando deseamos una cosa. Es evidente, pues, que el bien y la felicidad son una y misma cosa. (Boecio, 114).

Pero no sólo el alma que desea se encamina hacia el bien, también los diferentes entes que componen el universo se dirigen hacia él, aún cuando no posean voluntad. Las acciones que realizan los animales están encaminadas a preservar su propia vida, de igual manera las plantas y los árboles crecen en aquellas partes en donde pueden asegurar su subsistencia, e incluso algunos elementos que parecen inanimados como el fuego o la tierra realizan movimientos ascendentes o descendentes (respectivamente) que los sitúa en posiciones en las que se pueden adaptar de mejor manera. Este deseo de subsistencia es entonces un impulso que no proviene del interior del alma sino que procede de algo distinto a ella, la Providencia, la cual asegura que todos los seres permanezcan en su estado unitario y sus partes no sean disgregadas, perdiendo así su existencia. Al bien se dirigen, entonces, todas las cosas en cuanto propenden por su propia subsistencia y es Dios, el creador y gobernante del universo, quien permite que esto sea así.

Pero esta argumentación de la Filosofía genera un grave problema, ya que si todo se rige por el bien y se encamina al bien, ¿de dónde surge el mal? La primera respuesta de la Filosofía es la siguiente: la razón nos persuade de que Dios es un ser omnipotente, no hay nada que Él no pueda realizar; de igual forma la razón nos muestra que Dios es perfecto, es decir que Él es bueno y sólo puede hacer el bien, la conclusión que se sigue es entonces que "el mal no existe, ya que el Todopoderoso no puede hacerlo" (Boecio, 123). Si Dios es omnipotente pero no puede hacer el mal, entonces resulta imposible que exista ese algo que Él no puede hacer. Esta conclusión no deja del todo satisfecho a Boecio, para quien los hechos de la realidad desmienten completamente la argumentación de la Filosofía.

Hasta el momento Boecio ha aceptado los razonamientos de la Filosofía acerca de que existe un Dios, creador de todas las cosas y que conduce el universo con benevolencia; sin embargo, el problema que encuentra en estos argumentos es que en el mundo se pueden hallar innumerables casos en los que las personas virtuosas son castigadas y las malvadas son premiadas: "Pero mi mayor tristeza se cifra precisamente en que a pesar de existir un Ser supremo, lleno de bondad, que todo lo gobierna, siga existiendo el mal y pueda quedar impune en el mundo" (Boecio, 127). El mal, para Boecio, debe existir ya que los hombres lo realizan una y otra vez y, lo que es peor aún, pocas veces es castigado.

Esta duda y esta congoja que se encuentra presente en Boecio es la misma que Cicerón expone en el libro de De Natura Deorum, por boca de Cota, un personaje de la escuela académica.

Para Cota existe una gran contradicción entre el mal humano y la existencia de un Dios benévolo (De Natura Deorum, III, xxx). Señala que si Dios (o los dioses) fuera bueno o se preocupara por los hombres los habría hecho a todos buenos o se habría encargado de que los buenos prosperaran y los malos no. Por otra parte, si bien se puede decir que los hombres son quienes hacen el mal y no Dios, de todas formas los hombres hacen el mal precisamente porque tienen una facultad, otorgada por el Creador, que les permite hacerlo. Es la razón la que le permite al hombre planear las acciones que puede realizar y cómo las puede realizar. En algunos casos la razón inclina al hombre directamente a hacer el mal y se convierte en malicia, artimaña y crimen; en otros casos el hombre puede querer actuar bien pero la razón lo lleva a tomar una decisión cuyas consecuencias conllevan el mal; en ambos, Dios sería el responsable del mal ya que de no haberles dado a los hombres la facultad para planear y decidir sus acciones ellos no habrían hecho el mal ¿Cómo encara la Filosofía estas contradicciones?

En Boecio, la solución que la Filosofía plantea a estas contradicciones comienza haciendo una contraposición de los dos términos que están en disputa: el bien y el mal: "El bien y el mal son cosas contrarias. Si probamos lo débil del mal, demostraremos la fuerza del bien. Y si se prueba que el bien es fuerte, queda demostrada la debilidad del mal" (Boecio, 127). Al ser bien y mal cosas diametralmente contrarias, la Filosofía debe demostrar en su argumentación la debilidad de una para llegar así a la fortaleza de la otra. Para ello debe partir de hacer un análisis de las acciones humanas, ya que son ellas las causantes del bien o del mal. Los actos humanos están compuestos de dos elementos: la voluntad y el poder. La primera es aquello que hace que el hombre desee o quiera algo, lo segundo es la capacidad que tiene el hombre para alcanzar aquello que desea. En dado caso que alguna de estas dos cosas haga falta, ninguna acción es posible.

Como la Filosofía le había mostrado a Boecio anteriormente, todos los seres tienden a su propia conservación, y en el caso de los humanos, a la felicidad: es decir que todo en el universo se conduce hacia el bien. Así, incluso los hombres malos buscan el bien. ¿De dónde surge entonces el mal? El mal no está, para la Filosofía, en las metas que los hombres buscan con sus acciones, ya que ellas coinciden con el bien supremo, sino en los medios que emplean para llegar a ellas. Mientras los hombres buenos buscan el bien de una manera natural, mediante el ejercicio de las virtudes, los hombres malos se apartan de la razón y se dejan llevar por sus pasiones, usando medios que van en contra de la naturaleza humana. Así, se puede ver que el hombre bueno es más fuerte que el malo y, en cuanto llega a sus fines y satisface sus deseos empleando el único medio que resulta apropiado para ello, la razón, y no hace uso de artimañas, se puede decir también que es el más capaz.

Si volvemos a lo que la Filosofía había planteado finalizando el libro III, esto es, que el mal no existe ya que Dios no puede hacerlo, vemos ahora que a este hecho se le agrega que, aún cuando los hombres hagan el mal, éste sigue sin existir:

A alguien le puede parecer extraño afirmar que los malvados no existen, cuando en realidad son los más numerosos y, sin embargo, la realidad es así. No trato de negar que los malvados son lo que son, malvados. Simple y llanamente niego que existan… Una cosa existe sólo en tanto guarda y respeta el orden de la naturaleza. (Boecio, 133).

Además de la existencia del mal, la Filosofía también niega que los malvados tengan poder. Mientras que Dios, quien hace el bien, es todopoderoso; los hombres, aún cuando puedan hacer el mal, serán siempre menos poderosos que Él. Como el poder que no conduce al bien no es poder alguno, ya que no es apetecible; el mal, entonces, al no satisfacer completamente los deseos, no puede conducir jamás a la felicidad y no puede ser tampoco algo deseable, por ello, tampoco se le puede considerar como un poder. ¿Pero cómo se podría explicar el hecho de que los malos tienden a prosperar más que los buenos? ¿Qué recompensa puede tener una persona buena que no pueda esperar una mala?

Aparte de la existencia del mal, otra cosa que ponía en conflicto a Boecio era el hecho de que, por lo general, los malos tienen mayores recompensas que los buenos, siendo él mismo un ejemplo de esto, pues aunque siempre trató de conducir su vida de forma correcta, al final se vio condenado al exilio, a la cárcel y a la pena de muerte por una causa injusta. Como ya lo ha señalado antes la Filosofía, el mal no es algo apetecible, no conduce a la felicidad: aquel que roba desea en todo momento los bienes ajenos y su condición rapaz lo asemeja a un lobo. El cobarde, por otra parte, al vivir en todo momento sumido en el miedo, se asemeja al ciervo y así sucesivamente, todo aquel que se deja llevar por algún vicio desciende de su condición humana y se asemeja a un animal, como los glotones cuya condición es similar a la de los cerdos.

El hombre bueno, por otra parte, al aspirar encaminarse hacia el sumo bien se eleva de su condición humana y participa de la divinidad. De esta forma, mientras el malvado busca el premio a sus actos en cosas exteriores, el bueno lo encuentra en sí mismo: "el bien es como el premio o recompensa común de toda actividad humana". Aquel que actúa bien tiene en su propio acto la recompensa, pero a esto Boecio agrega lo siguiente: "si el premio de los buenos es su misma bondad, el castigo de los malvados es su propia maldad" (Boecio, 137). Si bien a simple vista puede parecer que un tirano que se impone mediante la violencia y que logra mantener de por vida su régimen opresivo ha logrado una gran recompensa, un análisis más cuidadoso de este hecho podría mostrar que en realidad esta persona se encuentra sumida en la miseria.

Aquel que desea un mal, puede hacerlo y de hecho puede también llevarlo a cabo impunemente; pero es desgraciado en cuanto no hay en su vida ningún elemento de justicia. Como señala Platón en su diálogo Gorgias, cuando alguien malvado padece un castigo, esa persona recibe un bien ya que sobre él recae la justicia, la cual todos aceptan que es algo bueno; por otra parte, cuando alguien malvado no recibe jamás un castigo por sus actos, se mantiene en todo momento en la injusticia, lo cual es algo malo, ya que se sume cada vez más en su miseria: "el castigo vuelve sensato, obliga a ser más justo y es la medicina del alma" (Platón, Gorgias, 478d). El malvado entonces es visto como una víctima, alguien que padece una enfermedad en el alma y que sólo podría sanarse si recibe un castigo; así, aquel que permanece impune se corrompe cada vez más y, aún cuando piense que es dichoso, en realidad es alguien digno de lástima.

En este punto, Boecio reconoce que el bien del bueno se encuentra en su misma bondad y que el mal del malo en su maldad; sin embargo, sigue sin entender las razones por las que Dios, el gobernante del mundo, hace que en varias ocasiones castigos como el exilio, la cárcel o la pena de muerte recaigan sobre los buenos. En estos casos, en efecto, resulta difícil comprender el sentido de la justicia que aplica Dios sobre las personas. Aún así, esto tiene una razón de ser: "aunque ignores el plan del mundo, no has de dudar de que un rector bueno dirige el universo y que todo sucede de acuerdo con un orden" (Boecio, 146). Las causas por las que los hombres buenos padecen infortunios pueden ser desconocidas para el ser humano, sin embargo esto no quiere decir que detrás de ese infortunio no se encuentre un plan trazado por un ser que es en todo momento bondadoso.

La Filosofía reconoce que este es un tema difícil de tratar pero aún así lo intenta, ya que forma parte del tratamiento terapéutico que le está aplicando a Boecio. Así, ella comienza por hacer una distinción entre providencia y destino. La primera es el plan simple trazado por la divinidad, lo segundo es la realización de ese plan en las diferentes cosas que se encuentran sujetas a cambios. En cuanto la providencia es el plan original y el destino su aplicación, los hombres tienen conocimiento de esto último, pues lo padecen, pero aquello que se acerca más a la esfera divina les es por completo desconocido: "vosotros, los hombres, no sólo no estáis en disposición de contemplar este plan divino, sino que además veis todas las cosas confusas y alteradas" (Boecio, 151). Si bien este plan le es desconocido al hombre, no puede dudar de que el fin de todas las cosas es el bien; ya que todo está dirigido por y hacia Dios, el bien supremo, cada cosa que pasa en el mundo no tiene otra causa y otro fin que el bien.

Este desvío que hace la Filosofía en su argumentación tiene como objetivo probar una cosa: que toda fortuna es siempre buena. Cuando una persona malvada padece una fortuna desfavorable, ésta está encaminada a corregirlo, cuando padece una fortuna favorable, ésta está encaminada a castigarlo, ya que nunca saldrá de su estado de injusticia. En el caso de las personas buenas, si éstas jamás sufren un infortunio se debe a que son premiadas, pero cuando padecen un infortunio no se puede decir que hayan sufrido un mal, sino todo lo contrario, pues éste es una prueba que los debe reafirmar en el camino del bien. Aquí la Filosofía hace eco de un argumento estoico ya planteado por Séneca en De la Providencia. En este tratado, el problema que Séneca desarrolla es el mismo que Boecio está tratando de resolver: ¿Por qué Dios permite que un hombre bueno caiga en la desgracia y el infortunio? La forma en la que resuelve este asunto es mostrando que una persona buena debe aprender a sufrir las adversidades ya que esto le permite aprender a superar los obstáculos sin apartarse jamás del camino del bien.

Así, Dios endurece, prueba y persigue a aquello que él estima y que ama; aquellos, que al contrario, parece que él esta mimando y cuidando, él les reserva males por venir como una presa sin defensa. Porque tú estás errado si crees que hay inmunidades: aquel que fue por largo tiempo feliz tendrá su turno; el que parezca libre no es más que está siendo postergado. (Séneca, DP, 21).

El infortunio que le llega al hombre bueno no es más que una prueba que tiene como finalidad fortalecerlo, perfeccionarlo y afianzarlo en el camino del bien. Con esto, la Filosofía le muestra a Boecio que Dios, en su simplicidad y en su plan trazado desde el inicio, no hace nunca el mal, sino que por el contrario, encamina a todos los seres, de una u otra forma, hacia el bien, ya sea mediante pruebas, premios o castigos. Por otra parte, como Dios no hace el mal y en su infinita bondad no puede hacerlo, la Filosofía también demuestra que, en efecto, el mal no existe, ya que si Dios es todopoderoso cualquier cosa que él no pueda hacer no puede existir.

2. Providencia divina y voluntad humana: el problema de problemas

En la discusión entre Boecio y la Filosofía sobre el mal se planteó en varios momentos una cuestión que aún no ha sido resuelta: por una parte la Filosofía le muestra a Boecio que existe un Dios, creador de todas las cosas y que ha trazado un plan divino mediante el cual organiza y determina los seres del universo; por otra parte, la Filosofía en su análisis de la acción humana encontró que para que el hombre actúe debe tener poder y voluntad. ¿Cómo se puede compaginar el hecho de que Dios haya creado un plan que abarca todas las cosas y que al mismo tiempo el hombre cuente con una voluntad que le permite actuar libremente? ¿No estaría la voluntad humana determinada por ese plan divino?

En la contradicción planteada por Cicerón, en De Natura Deorum, ya se había señalado el hecho de que si Dios se preocupara por los hombres los habría hecho a todos buenos. ¿Por qué razón les da Él la posibilidad de elegir sus acciones? La respuesta que da la Filosofía a este problema es que si bien Dios es el gobernante de todas las cosas y las encamina hacia el bien, Él es ante todo un gobernante bueno, es decir, que no impone su ley sobre los seres que ha creado: "un gobierno que se convirtiera en yugo impuesto y no en salvación libremente aceptada, ya no sería feliz" (Boecio, 122). Si Dios impusiera su ley sobre los hombres, si los hiciera a todos buenos y sólo les diera la posibilidad de actuar bien, entonces los hombres no serían felices, ya que se encontrarían sujetos por la ley divina y no podrían ser jamás libres. Es necesario, entonces, que el hombre pueda tomar decisiones y pueda elegir sus acciones voluntariamente para que sea feliz.

Para que los hombres puedan tomar decisiones y puedan ejercer su libre albedrío, Dios ha dotado su naturaleza con la razón, es ésta la que les permite juzgar y discernir las cosas para que así puedan tomar decisiones. Pero si bien todos los hombres están dotados de razón, no todos son igualmente libres. Aquellos que se alejan de su naturaleza racional y descienden hacia las cosas materiales, se encuentran atados a ellas por sus pasiones, pero se encuentran aún más esclavizados si se dejan encadenar por los vicios. Por otra parte, los hombres que se conducen en todo momento por la razón y que se dedican a la búsqueda y la contemplación de Dios son más libres, ya que no se ven engañados ni atados por su propia ignorancia ni por las cosas terrenas.

Pero inmediatamente se plantea un problema: el primer atributo que la razón muestra de Dios es que Él es el creador de todas las cosas y que de Él se deriva todo lo que hay. De esta manera, Él debe ser perfecto ya que las diferentes cosas imperfectas deben provenir de algo que sea perfecto y las congregue. Por su perfección se puede saber entonces que Dios es bueno y que es omnipotente, pero también se puede saber que es omnisciente, es decir que todo lo sabe de antemano:

Lo que es, lo que fue y lo que será,
todo lo ve en una sola mirada de su inteligencia.
Es el único que ve todas las cosas.
¡Sólo a Él puedes tener por verdadero Sol! (Boecio, 167).

¿Cómo puede compaginarse esto con el hecho de que el hombre es libre y puede tomar sus propias decisiones? En efecto, si desde el principio de los tiempos Dios sabe que una persona va a realizar, a pensar o desear un acto malvado, y Él no puede equivocarse, entonces no hay nada que se pueda hacer para que esto suceda de otra manera. Así, fácilmente se puede llegar a pensar que lo que una persona haga no se da por su propia voluntad sino por un designio divino.

Este mismo problema había sido ya planteado por Agustín en su diálogo De libero arbitrio donde es consciente de que debe demostrar que estas dos proposiciones no son contradictorias entre sí: 1) Dios tiene conocimiento de todo en el futuro, y 2) pecamos por nuestra voluntad y no por necesidad. Si el hombre peca por necesidad y no por voluntad, se generan varios problemas: por una parte, se podría volver a pensar que Dios es el creador del mal, ya que Él es el causante de que el hombre haya obrado de forma incorrecta; por otra parte, el hombre que peca no puede ser juzgado, ya que sus acciones corresponden a un plan que había sido trazado por Dios y por ello él no puede ser responsable de lo que hace. Para Agustín, Dios puede prever algo y no por ello elimina la voluntad humana: "Sólo porque Dios conozca de antemano tu futura felicidad, y que nada pueda pasar sin que Dios lo conozca de antemano (porque de lo contrario no sería presciencia), no se sigue que tú vayas a ser feliz contra tu voluntad" (Agustín, LA, 76). El que Dios pueda conocer de antemano la voluntad del hombre no quiere decir que ésta deje de estar en su poder, ya que es constitutiva de su ser y un don de Dios.

La solución que la Filosofía le da a Boecio para este problema es semejante a la de Agustín ya que también se esfuerza por mostrar que las dos proposiciones planteadas por él no son contradictorias; sin embargo, su solución se encamina más a demostrar de qué manera conoce Dios las cosas de antemano. Mientras para el hombre existe un pasado al cual no puede regresar, un futuro que le es desconocido y un presente en el que se encuentra pero que se escapa a cada instante, Dios es eterno, es decir que su vida es interminable. En esa vida interminable, para Dios no existe el tiempo como en los hombres, sino que Él abarca a un mismo tiempo todo lo que fue y lo que será como si fuera un presente.

En consecuencia, si se quiere considerar la presciencia por la que conoce todas las cosas, se habrá de concebir ésta no como una especie de conocimiento del futuro, sino como una ciencia de un presente interminable. Por ello, es mejor llamarla providencia y no previdencia o presciencia. (Boecio, 184).

Dios no determina las acciones de los seres racionales, no las hace necesarias, sino que las ve todas a un mismo tiempo desde su eterno presente y por ello puede saber todo lo que va a suceder. Puede saber todas las acciones que una persona realice pero también puede conocer los cambios que se den en su voluntad. Así, la Filosofía distingue entre dos tipos de necesidad: una simple, como por ejemplo que si alguien es hombre debe ser mortal, y otra condicionada, como cuando alguien sabe que otra persona está robando, luego, esta última debe ser un ladrón. Si Dios, en su infinito presente, sabe cómo va a actuar una persona es por una necesidad condicionada, porque está viendo a un mismo tiempo todas las cosas, pero las acciones de esta persona no se dan por una necesidad simple sino por su propia libertad.

Con esta solución que da la Filosofía a Boecio, el hombre permanece con su libre albedrio, con la capacidad de decidir sus acciones, mientras Dios también permanece con su capacidad de conocer todo lo que sucede y está por suceder. De esta manera, ese ser que todo lo ve y todo lo conoce impone castigos justos a aquellos que se alejan del bien, ya que quienes hacen esto cometen una falta por su propia voluntad y no porque se vieran encaminados desde el principio de los tiempos al mal. De ahí que la última lección de la Filosofía sea la siguiente: "Tenéis sobre vosotros una gran necesidad, si no queréis engañaros a vosotros mismos: la necesidad de ser buenos, pues vivís bajo la mirada del juez que todo lo ve" (Boecio, 188).

3. Conclusión: ¿condujo la razón a la verdad y a la consolación?

La apuesta que desde el Libro Primero de la Consolación había realizado la Filosofía era la de llevar a Boecio, de la mano de la razón, a la verdad y con ésta última a la consolación. ¿Se dio efectivamente esto? A lo largo de su investigación sobre los bienes, la Filosofía logró demostrarle a Boecio, mediante la razón, que había un bien que no era efímero ni material, que no estaba sujeto a los vaivenes de la fortuna ni atado a las pasiones, sino que era un bien racional, estable y completo, y por tanto no hacía falta al ser humano desear ninguna otra cosa más, ya que este bien le procuraba una felicidad absoluta. Este bien era la fuente primigenia de todos los otros bienes, es decir, Dios, el creador de todas las cosas.

Pero una vez se empieza a investigar la naturaleza de Dios, surge una serie de problemas que van desde la existencia del mal hasta la oposición entre libre albedrío y providencia divina. Si bien la Filosofía intenta dar solución a estas cuestiones, en varios momentos acepta las limitaciones que presenta la razón para tratar estos asuntos. Cuando señala que todas las cosas suceden por un plan divino y que los males que los buenos padecen se deben a pruebas que Dios les está poniendo, ella acepta que no le es posible conocer exactamente cómo es este plan. Pero su mayor limitación se da cuando trata el asunto que concierne a la presciencia divina y señala que el entendimiento humano es: "incapaz de captar directamente la presciencia divina" (Boecio, 173). En este punto, la Filosofía está haciendo eco de una idea ya presente en el neoplatonismo.

Para Plotino, uno de los representantes de la escuela neoplatónica, el origen de todas las cosas es el Uno, el cual es siempre estable e indivisible. Después del Uno viene la Inteligencia, la cual constituye los seres reales mismos. Esta Inteligencia sería equivalente a lo que en el platonismo es el mundo de las ideas. Por último, se encuentran el Alma y el mundo sensible, los cuales están siempre en movimiento y se encuentran divididos. Mientras el Alma es una mera imagen de la Inteligencia, ésta última lo sería del Uno, de ahí que conocer aquello que se encuentra en un nivel superior requiera ante todo alejarse del nivel en el que uno se encuentra:

Del mismo modo que si queremos contemplar la naturaleza inteligible no hemos de poseer ninguna imagen de las cosas sensibles y dirigirnos en cambio a lo que se encuentra más allá de lo sensible, de igual manera si queremos contemplar lo que está más allá de lo inteligible, hemos de prescindir de todo lo inteligible; porque (del Uno) se conoce su existencia gracias a lo inteligible, pero para conocer lo que Él es hemos de dejar a un lado lo inteligible. (Plotino, Enéada V, 130)

De esto se deduce que el alma, mientras esté atada a su cuerpo, podrá intuir lo inteligible, pero jamás podrá conocerlo, ya que no le es posible separarse del todo de lo sensible. Así mismo, si no le es posible conocer claramente lo inteligible tampoco podrá ver al Uno en su totalidad. El hombre que ejercita su razón podrá, entonces, acercarse a aquello que se encuentra por encima de él, pero no podrá contemplar claramente su forma y mucho menos podrá comprenderlo.

Si bien Boecio no hace esta triple división de Plotino, sino que incluye a la Inteligencia dentro de los atributos de Dios, lo está siguiendo de cerca en este punto. En su Consolación, la Filosofía le señala a Boecio que la razón es una propiedad exclusiva de los seres humanos, pero la inteligencia es un atributo de Dios. Esta inteligencia es superior a cualquier otro conocimiento ya que ella no sólo se comprende a sí misma sino que al mismo tiempo conoce los objetos de otras formas de conocimiento. Por lo tanto, el hombre podrá, mediante su razón, acercarse a Dios, pero no podrá conocerlo en su totalidad, no podrá aprehender la verdad: "Quien busca la verdad se mantiene en un estado intermedio: / no sabe, pero no es ignorante del todo" (Boecio, 172). ¿Quiere decir esto que al no poder alcanzarse la verdad en su totalidad tampoco se podría alcanzar la consolación? ¿Se aleja Boecio de Agustín, quien pensaba, como vimos en el capítulo primero, que sólo el acceso a la verdad podría consolar?

La Filosofía, como un modo de conocimiento humano apoyado en la razón, reconoce sus limitaciones, sabe que no le es posible conocer la profundidad de la naturaleza divina; sin embargo, esto no quiere decir que no haya podido llegar a producir cierto conocimiento. En efecto, la Filosofía en su consolación le ha mostrado a Boecio una serie de verdades que, si bien no son divinas, son de tipo práctico: por medio de la razón, le demostró a Boecio, en el libro segundo de la Consolación, que no puede apegarse a los bienes terrenales ya que son efímeros y le demostró también que debe aspirar a algo más elevado y estable. En los libros tercero y cuarto le demostró que todos los seres por naturaleza buscan su felicidad y, de una u otra forma, su propio bien y que lo único que no depende de los vaivenes de la fortuna es la virtud, la cual reside en el hombre. Por último, le demostró que es el hombre quien determina sus acciones, quien decide hacer el bien o el mal. Su consolación radica, entonces, en seguir el consejo de la Filosofía: encaminarse siempre al bien, incluso en las situaciones más adversas.

Así, se puede ver cómo la filosofía se concibe no como una disciplina meramente teórica sino como una actividad con una finalidad práctica, que plantea un camino de elevación espiritual y una forma de vida. El ejercicio de la razón, que Boecio emprende con la Filosofía, en primer lugar busca una consolación (la cual sólo se puede dar a través de la sabiduría, una vez se investigan las causas de los propios padecimientos), apartando al filósofo de las pasiones que lo atormentan y elevándolo a un estado de serenidad y calma. Y, si bien la relación del filósofo con la verdad es ambivalente, pues aunque él siempre la busca nunca la puede comprender completamente, no por ello este camino deja de brindarle frutos, ya que es gracias a esta investigación que establece principios morales que puede aplicar en su propia vida. Como señala Hadot (242), es ésta una visión de la filosofía propia de la Antigüedad que se fue perdiendo, primero con la Edad Media, cuando la filosofía se vio sometida a ser un simple instrumento de la teología, y luego con la Modernidad, cuando se convirtió en material de estudio teórico en las universidades. Sin embargo, hoy en día, con los medios masivos, que despejan a los individuos de su identidad y los convierten en meras cifras, las sociedades de consumo y el anonimato de las grandes ciudades, esta filosofía le plantea al individuo un camino en el que lo importante ya no es adquirir un cúmulo de conceptos teóricos, sino descubrir un arte de buen vivir, el cual le permita ser una mejor persona, que se pueda reconocer como parte de una comunidad y que pueda integrarse a ella.
















Obras citadas


Aristóteles. Ética a Nicómaco. Madrid: Alianza Editorial, 2008. Traducción de: José Luis Calvo Martínez.

Boecio. La consolación de la filosofía. Madrid: Alianza Editorial, 2005. Traducción de: Pedro Rodríguez Santidrián.

Cicerón, Marco Tulio. "Cuestiones Tusculanas". CT. Obras Escogidas. Buenos Aires: Librería El Ateneo, 1951. Traducción de: M. Menéndez y Pelayo.

---. "De Natura Deorum". De Natura Deorum: Academica. London: William Heinemann, 1951. Traducción de: H. Rackham.

---. Del supremo bien y del supremo mal. SB. Madrid: Editorial Gredos, 1987. Traducción de: Víctor-José Herrero Llorente.

Hadot, Pierre. "La filosofía como forma de vida". Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Madrid: Ediciones Siruela, 2006. Traducción de: Javier Palacio.

Hipona, Agustín de. "Against the Academicians". CA. Against the Academicians and The Teacher. Indianapolis: Hackett Publishing, 1995. Traducción de: Peter King.

---. On Free Choice of the Will. LA. Indianapolis: Hackett Publishing, 1993. Traducción de: Thomas Williams.

Marenbon, John. "Anicius Manlius Severinus Boethius". Standford Encyclopedia of Philosophy. Recuperado en Marzo de 2001 de: http://plato.stanford.edu/entries/boethius/

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---. La República. Madrid: Alianza Editorial, 2003. Traducción de: José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano.

Plotino. Enéada Quinta. Buenos Aires: Aguilar, 1975. Traducción de: José Antonio Miguez.

Séneca, Lucio Anneo. "Consolación a Marcia", "Consolación a Polibio". Diálogos. Madrid: Tecnos, 1996. Traducción de: Carmen Codoñer.

---. "De la providence". Dialogues. Paris: Société d'édition "Les belles-lettres", 1961. Traducción de: A. Bourgery.


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