Radicalismo sin representación. Sobre el carácter de los movimientos sociales en la transición española a la democracia

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RADICALISMO SIN REPRESENTACIÓN. SOBRE EL CARÁCTER DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA A LA DEMOCRACIA1 Pablo Sánchez León

De acuerdo con la mayoría de los testigos y los expertos, los partidos políticos fueron de modo incuestionable los agentes principales en el establecimiento de la democracia en España a la muerte de Franco. Debido a la difusión de esta perspectiva elitista los movimientos sociales han quedado subordinados en las narrativas del proceso de transición desde la dictadura hasta la democracia, y lo mismo ha sucedido en los repertorios de análisis con los que se estudia el período (Share, 1986; Colomer, 1991; Gunther, 1992). Este consenso ha sido no obstante desafiado en los últimos años. Nuevos planteamientos emergentes subrayan la relevancia de un breve pero bastante intensivo ciclo de protestas entre 1975 y 1979 que parece haber influido sobre los acontecimientos políticos en el corto plazo, llegando incluso a configurar los caracteres de largo plazo de la cultura española contemporánea (Tarrow, 1995); en paralelo a este fenómeno se encuentra el auge de una literatura centrada en la sociedad civil y que señala el papel independiente desempeñado por la gente común en el movimiento por la recuperación de la democracia (Pérez Díez, 1993; Radcliff, 2007). Alejándose de las convenciones impuestas por estudios anteriores, algunos análisis se atreven a definir los movimientos implicados en ese ciclo como fuerzas autónomas (Bermeo, 1996); otros incluso cuestionan las supuestas actitudes de moderación de sus participantes (Bermeo,1997). Combinadas con el creciente interés por la construcción de la ciudadanía, estas perspectivas traen consigo nuevos temas y preguntas que de manera implícita vienen a cuestionar los supuestos funcionalistas profundamente incrustados en las narrativas sobre transiciones políticas. Hasta el presente, el estudio de la acción colectiva ha sido desarrollado siguiendo visiones convencionales sobre la democratización como un proceso contenido en sí mismo en el que los agentes relevantes parecen haberse comportado siguiendo expectativas razonables, anticipando resultados alcanzables. Uno de los artefactos retóricos de esta meta-narrativa es una definición de las asociaciones civiles y los movimientos sociales como “escuelas de ciudadanía” en las que los militantes y activistas supuestamente habrían logrado una educación en valores de tolerancia y libertad, entre otros (Soto Carmona, 2005). Este a priori resulta sin embargo infundado en términos teóricos; da por respondida la pregunta histórica crucial al respecto: ¿qué clase de valores culturales y morales fueron generados y socializados por los movimientos de oposición tanto bajo Este texto fue publicado originariamente en inglés con el título “Radicalism without Representation: On the Character of Social Movements in the Spanish Transition to Democracy”, en Gregorio Alonso y Diego Muro (eds.), The Politics and Memory of Democratic Transition. The Spanish Model, Nueva York y Londres, Routledge, 2010, pp. 95-112. Esta traducción es de uso interno de un proyecto de investigación, no está permitida su utilización para citas, ni su publicación. Las citas han de remitir al original en inglés. 1

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la dictadura como a lo largo del período de transición? Está aún por demostrarse que los movimientos ejercieran como escuelas de actitudes cívicas; e incluso admitiendo que las organizaciones de la oposición funcionasen como instituciones informales de aprendizaje de valores, sigue sin haberse descrito qué estándares de ciudadanía fueron los que movimientos y organizaciones encarnaron y promovieron. Este texto trata de arrojar luz sobre determinados aspectos del ciclo de protestas de entre 1975 y 1982 con objeto de contribuir a una mejor comprensión del carácter de los movimientos sociales de la época y de los niveles de implicación política de más largo de la sociedad civil española posfranquista. No se plantea ningún desafío a nivel empírico del acuerdo convencional que concede un lugar subordinado a las protestas sociales y políticas del período; todo lo que ofrece es un relato parcialmente diferente de éstas. El punto de partida es la cuestión de la subordinación. Muchos autores ponen énfasis en la capacidad de los partidos de neutralizar a otros agentes colectivos de la época (Castells, 1983; Pradera, 1988; Wert, 1996; Sastre, 1997). Otros han reflexionado sobre la inadecuación de los movimientos sociales respecto de una ciudadanía política y social en construcción a partir de valores consumistas previamente establecidos en la etapa del desarrollismo de los años 60 (Alonso, 1991). En ocasiones se concibe la subordinación como un elemento estructural (Ortí, 1988); en otras como un rasgo cultural asimismo dado (Álvarez Junco, 1994). Los especialistas suelen referir a una pauta de cultura política heredada de la dictadura: a menudo se ha argumentado que el régimen tuvo éxito en generalizar la apatía e incluso en inculcar el miedo hacia la implicación política, un legado éste que se asume que hubo de funcionar como una pesada carga sobre la legitimidad social de la protesta política (López Pintor, 1982); otros subrayan que todas las alternativas políticas padecieron una suerte de “resaca autoritaria” que anteponía la estabilidad y la moderación a otras consideraciones (Maravall, 1982; Rodríguez Ibáñez, 1987). Se trata en todos los casos de intuiciones estimulantes, pero cuya combinación desemboca en conclusiones contradictorias. Los movimientos son presentados alternativamente como necesitados de injerencia exterior y como capaces de ejercitar un auto-control de modo independiente; ambas opciones plantean además dudas. En el primer caso, ¿cómo consiguieron los partidos políticos asegurar la desmovilización? Pues no estamos ante un fenómeno marginal de acción colectiva: según Manuel Castells, la red ciudadana emergente en España, que llegó a contar con cinco mil asociaciones civiles de diversa índole en 1978, constituyó “el movimiento social urbano más grande e importante de Europa desde 1945” (1983, 215). En el segundo caso, ¿cómo se desataron esos movimientos sociales en primer término, y cómo lograron la intensidad y extensión que llegaron a alcanzar? Por poner otro ejemplo, según estadísticas oficiales, sólo durante 1977 cerca de diecisiete millones de jornadas laborales “se perdieron” debido a la actividad huelguística, alrededor de doce millones y medio en 1976 y otros diez millones y medio en 1978, cifras que contrastan con los menos de dos millones anuales en los cinco años anteriores (Pérez Díaz, 1980 a, 34). Cuando menos parece que, para la muerte de Franco y en medio de la general apatía de los españoles, existían otras identidades en gestación que otorgaban un 2

elevado valor a la implicación política y eran capaces de un elevado grado de organización y movilización independiente. Por otro lado, parece indudable que los movimientos sociales no fueron en última instancia capaces de asegurarse por sí solos un papel decisivo en el proceso de cambio de régimen. Un objetivo de este trabajo es mostrar los obstáculos enfrentados por estas identidades en movimiento a la hora de obtener reconocimiento entre la opinión pública más amplia. Su invisibilidad, es mi argumento, tenía su raíz en la composición interna de los movimientos mismos. Con objeto de elaborar esta hipótesis es obligado complementar la distinción habitual entre partidos y movimientos con otra entre militantes de las organizaciones que fomentaban los movimientos y activistas participantes en ellas, una perspectiva particularmente adecuada para el caso de España, donde las constricciones institucionales impuestas por el régimen dictatorial elevaban los costes de organización en términos relativos a la participación. A través de una revisión del papel de los líderes y militantes en sindicatos y asociaciones civiles en comparación con el de los simpatizantes, la doble militancia aparece como un factor que da cuenta de la subordinación efectiva de las organizaciones civiles y sindicales a los partidos políticos. A continuación el foco se desplaza a la cultura de los sectores movilizados de la opinión pública española: ¿cuáles eran las actitudes y valores de los ciudadanos implicados en la acción política colectiva durante los años de la transición? La visión convencional es que tanto los activistas simpatizantes con los movimientos cuanto los miembros de las organizaciones se identifican por igual con valores democráticos, y que fueron incapaces de ofrecer alternativas al estatus quo económico, social e institucional (Maravall, 1982; Fishman, 1990; Durán, 2000). Es éste no obstante un argumento distorsionado por una perspectiva estrecha que se centra en los posicionamientos ideológicos, en un espectro de “moderados” a “extremistas”. Una perspectiva sensible a la construcción de la ciudadanía demanda un contraste diferente, entre modos convencionales de participación –especialmente el voto- y modos no convencionales de implicación cívica, tales como la toma de decisiones por medio de asambleas, manifestaciones callejeras, protestas públicas, etc. El término radicalismo se emplea aquí para definir el compromiso con prácticas no convencionales de participación relevantes para la construcción de una identidad cívica. Desde este punto de vista, los movimientos sociales durante la transición pueden haber sido moderados en sus conquistas e incluso en sus demandas, y aun así pueden haber sido radicales en sus actividades y en las actitudes de sus miembros participantes y bases sociales. ¿Fueron, por tanto, los movimientos sociales de la transición “escuelas de ciudadanía”? La parte final del texto aborda esta cuestión a través de un acercamiento al movimiento estudiantil en los años 70.

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Doble militancia: la cultura obrera en la encrucijada Justo después de la muerte de Franco en 1975 una serie de huelgas y protestas iniciadas por trabajadores industriales incendiaron literalmente el país; se desataron a comienzos del año 1976 y se extendieron a lo largo de todo el año siguiente, deteniéndose sólo a fines de 1977 tras la firma de los llamados “Pactos de la Moncloa” en los que partidos y sindicatos negociaron con objeto de dar una respuesta común a las demandas económicas más urgentes por parte de la opinión pública. La primera oleada de desorden social intensivo se inició, por consiguiente, antes de que se produjeran las primeras conquistas de la transición, y en un momento en el que la represión orquestada por el régimen seguía siendo elevada. Es interesante observar que dicha oleada tuvo lugar a la vez que se producía una intensificación de la actividad terrorista a cargo de grupos independentistas y revolucionarios, que desde este mismo período en adelante se convertiría en un elemento permanente de la vida democrática en España. En las teorías al uso sobre las transiciones, se considera que la “escalada de violencia de izquierda y derecha” tiene un contra-efecto negativo desmovilizador sobre la opinión pública y otro de radicalización de los sectores sociales más movilizados (Hipsher, 1997). El hecho de que en este caso ninguna de estas dos tendencias se perfilase indica que en la España posfranquista las razones para la actividad huelguística y la ampliación de la base social para la acción colectiva se apoyaban en motivaciones independientes capaces de apelar a extensos segmentos de la población. La mayoría de las protestas desarrolladas por trabajadores no se centraron entonces en reivindicaciones económicas sino que abiertamente demandaban cambios políticos: el activismo de corte laboral del período se especializó en huelgas de solidaridad, de manera que la amnistía para los presos políticos, la democratización del régimen y las elecciones libres (también de representantes de trabajadores en planta) destacan como la principal y a menudo la única justificación para parar la actividad laboral. Tanto los partidos como los sindicatos eran ilegales hasta la primavera de 1977, pero para entonces las protestas laborales podían ya beneficiarse de la experiencia de una década larga de movilizaciones colectivas a escala de fábricas. Entre el asesinato de Carrero Blanco en 1973 y la convocatoria de elecciones generales en marzo de 1977, el núcleo central del movimiento de oposición al régimen lo ocuparon redes de trabajadores, no grupos políticos. El mundo del trabajo parece haber de hecho desarrollado una ambiciosa identidad omnicomprensiva: desde 1967 hasta 1976 las Comisiones Obreras, que eran la principal organización de canalización de las protestas obreras, no se consideraron a sí mismas como un mero sindicato sino que se autodenominaban “movimiento social y político” cuyo objetivo básico declarado era la plena democratización de las estructuras políticas y económicas del país (Ruiz González, 2001). Con semejantes credenciales, ¿por qué movimientos como el obrero no plantearon competir con los partidos políticos por la dirección de las transformaciones que se avecinaban? Pocos niegan el papel crucial desempeñado por las huelgas y la protesta obrera en los quince meses siguientes a la muerte de Franco, pero nadie en cambio da crédito a la posibilidad de una hegemonía obrerista en el proceso en su 4

conjunto. La interpretación habitual es que el mundo del trabajo nunca cuestionó el papel dominante de los partidos: según los planteamientos entonces en boga dentro de la “nueva izquierda”, los ideólogos sindicales admitían la necesidad de una división del trabajo entre partidos y sindicatos que implicaba una jerarquía entre ellos (Sartorius, 1975). Pero esta explicación basada en las opiniones preponderantes en la época no puede ser del todo satisfactoria, ya que los intelectuales de la oposición subrayaban al mismo tiempo que los sindicatos obreros debían mantener su autonomía respecto de los partidos, y que de dejar toda la iniciativa política en manos de estos últimos, ello tenía que hacerse sólo en relación con aquellos partidos que tuvieran una clara reputación como “partidos obreros” sensibles a los intereses y objetivos de la mayoría trabajadora del país. La interpretación más refinada en este extremo se centra más bien en la capacidad de los sindicatos de auto-limitar su actividad en beneficio de una estrategia de “ruptura pactada” que fue rápidamente aceptada por los partidos de izquierda y las elites sindicales (Fishman, 1990). Este mantra fue de hecho avalado y divulgado por el PCE, que suele ser visto como “el principal grupo de referencia para la discusión” de agendas políticas en la oposición (Álvarez Junco, 1994: 428). Este enfoque tiene sin embargo un punto débil, pues, ¿cómo fue entonces posible para empezar que los sindicatos liderasen la ola de protestas? Según se quejaban reiteradamente sus líderes, incluso cuando fueron legalizados los sindicatos mostraban enormes limitaciones para ejercer un control efectivo sobre las iniciativas de los trabajadores en sus lugares de trabajo. Las huelgas parecen haber sido menos expresión de decisiones coordinadas desde los sindicatos que el efecto de acciones colectivas independientes por parte de trabajadores en sus factorías. ¿Por qué, entonces, habría el movimiento obrero de haber dejado, de manera total o parcial, el papel rector a los partidos sobre todo teniendo en cuenta que inicialmente éstos últimos carecían de capacidad estratégica y desde temprano comenzaron a hacer llamamientos a favor de la moderación en los objetivos de las luchas contra el régimen en crisis? Los trabajadores expresaron en determinados momentos duras críticas a la actuación de los partidos. Un sondeo de 1978 sugiere con fuerza que una mayoría entre los empleados no estaba satisfecha con las negociaciones que se llevaban a cabo en los llamados Pactos de la Moncloa (Pérez Díaz, 1978 a, 24). Pese a ello, los representantes de los trabajadores nunca pugnaron de forma consistente por preservar su autonomía respecto de las maquinarias partidistas: a la altura de 1978 los sindicatos estaban ya llamando a la desmovilización de las protestas laborales siguiendo las consignas de las ejecutivas de los partidos de oposición. El llamamiento tuvo éxito, pero ello se debió principalmente a que para entonces la influencia de las burocracias sindicales sobre el movimiento obrero estaba en alza, una vez que se habían celebrado las primeras elecciones democráticas para la elección de representantes sindicales en las grandes empresas, que tuvieron lugar a finales de 1977 y en la primavera de 1978. Este hecho muestra que la falta de iniciativa independiente era un rasgo de las organizaciones sindicales, pero no del movimiento obrero en su conjunto; se trata en el primer caso de un fenómeno que tenía sus propias causas, que se hallaban inscritas en la dinámica originaria de la movilización del mundo del trabajo contra la dictadura. 5

Tal y como ha sido a menudo descrito, el movimiento obrero que surgió del nuevo contrato social establecido por el régimen franquista a fines de los años 50 era tan reticente a las disputas de carácter ideológico como, en palabras de uno de sus líderes, “puramente reivindicativo” (Sartorius, 1975, passim): se planteaban demandas pero no se intentaba ir más allá hasta cuestionar y desbordar los principios básicos del orden establecido. Los autores tienden a asumir que esto revela la debilidad de los trabajadores frente a los capitalistas y el Estado (Führer, 1996), pero es seguramente más aún expresión de la singular cultura política de la nueva clase obrera española nacida al calor del desarrollismo, en el contexto de un régimen autoritario que producía su propio discurso sobre el papel de los productores (y los consumidores) en una sociedad en desarrollo (Molinero, 2006; Alonso, 1991). La mayoría de los relatos asume que las protestas de los trabajadores se beneficiaron de los conflictos internos entre elites del poder (Maravll y Santamaría, 1986). Pero la distinción habitual entre “línea dura” y “línea blanda” se centra demasiado en las sensibilidades estrictamente políticas de los burócratas franquistas. Es seguramente más adecuada a este caso una perspectiva inspirada en la clásica perspectiva de T. H. Marshall sobre los derechos de ciudadanía. Las facciones políticas en el seno de la burocracia franquista se dividían y contraponían unas a otras no sólo por sus posicionamientos frente al futuro de las libertades políticas sino también dependiendo de su visión de los derechos civiles y la redistribución social: por muy autoritarios que fueran en sus planteamientos políticos, los viejos falangistas eran no por casualidad mucho más sensibles a las demandas sociales de los nuevos trabajadores, y en cambio mucho más reticentes a fomentar el individualismo en la emergente sociedad civil consumidora; mientras que los tecnócratas encarnados de forma arquetípica por los miembros del Opus Dei eran abiertamente contrarios a los derechos sociales y en sus agendas políticas anteponían a otros objeticos el desarrollo de los derechos civiles y las prácticas de mercado. Los planes de desarrollo de comienzos de los 60 dieron en un principio iniciativa a los sindicalistas autoritarios de la OS (Organización Sindical): estos veían en la industrialización en auge un medio para aumentar y expandir el papel de los sindicatos verticales obligatorios (Domínguez, 1985); incluso llegaron a soñar con una renovada “democracia corporativa” alternativa a la democracia liberal de los países circundantes (Solís Ruiz, 1963). Este ideal contenía una contradicción interna, no obstante, ya que su realización implicaba fomentar la participación política de los trabajadores a escala de planta: hacía falta tolerar un mínimo de conflicto industrial con objeto de dar expresión a los intereses de los trabajadores, y de ahí seleccionarlos y canalizarlos por la vía del sindicato vertical, y ello a su vez presuponía permitir alguna forma de organización a cargo de los trabajadores con objeto de crear la ilusión de la participación y la elección entre los obreros. Esta política de expansión de sindicatos oficiales en el sector industrial en desarrollo terminó de hecho abriendo los escalafones inferiores de la representación sindical a una generación de jóvenes líderes obreros educados en las protestas locales y las asambleas de fábrica. Curtidos en una mezcla de participación en las elecciones al sindicato vertical, en las asambleas y en las comisiones obreras de negociación ad hoc de conflictos, estos líderes fueron generando una red de coordinación más bien laxa 6

pero capaz de mantener una legitimidad entre los obreros, y de asentar una cultura basada en experiencias comunes compartidas que sirvieron de base para la gestación de una identidad de clase entre nuevos líderes sindicales con capacidad de influencia sobre sus bases (Guinea, 1978). En este proceso, no obstante, este emergente movimiento fue por necesidad emulando también algunos de los rasgos del marco político-industrial en el que nació (Fishman, 1990). Además de mantener una organización por sectores económico-industriales –siguiendo la estructura de la Confederación Nacional de Sindicatos del régimen- estas asociaciones semi-clandestinas de trabajadores, que pronto se llenaron de sensibilidades ideológicas comunistas y valores democráticos, no se dedicaron nunca a la tarea de afiliar miembros sino que hicieron uso a su favor del marco de representación que le proporcionaba el sindicalismo vertical del régimen para irse implantando como referente entre los obreros que entraban en conflicto con la patronal y acudían al sistema de asambleas y comisiones de obreros. Debido al carácter de las protestas, las asambleas se convirtieron en espacios naturales para la toma de decisiones y la movilización en las fábricas, y los líderes locales funcionaron como intermediarios entre los trabajadores y los sindicatos ilegales o semi-legales. De esa manera, en esta cultura política obrera los trabajadores se acostumbraron a relegar en sus líderes y comisiones locales la promoción de sus reivindicaciones, independientemente de que se tratase de miembros del sindicato oficial o del ilegal. Muchos de estos trabajadores más activos y líderes espontáneos eran de hecho ambas cosas, pues podían terminar siendo elegidos jurados de empresa, entrando así a formar parte de los escalafones inferiores de los sindicatos verticales a la vez que eran enlaces del sindicato semi-legal Comisiones Obreras (Guinea, 1978). Otro rasgo de la cultura de este liderazgo local era una común comprensión de la naturaleza intrínsecamente política de las demandas económicas: dada la ausencia de reconocimiento institucional de la clase obrera como tal, reclamar mejoras salariales o de condiciones de trabajo era abogar por un estatus social y por una plena democracia política e industrial, incluso por el socialismo (Sartorius, 1975). El reverso de esta moneda era que los líderes sindicales tendían a ver cualquier nivel de protesta como la semilla de alternativas radicales a las relaciones sociales existentes. La fragmentación y la diversidad eran asimismo marcas de este movimiento localista de protestas capilares: precisamente debido a su imbricación con la maquinaria oficial de relaciones industriales, su organización era frágil y los cleavages ideológicos no jugaban un papel muy importante en ella. Tras el desplazamiento de los falangistas a manos de los tecnócratas a mediados de los años 60, el sueño de una democracia corporativa autoritaria quedó pospuesto sine die de la misma manera que, tras las elecciones sindicales oficiales de 1967, las Comisiones Obreras, aunque no fueron represaliadas a escala de fábrica, tuvieron que pasar a la clandestinidad. La nueva política no frenó la capacidad organizativa del movimiento; de hecho incluso impulsó su conversión en paraguas para otras actividades y grupos de oposición (Maravall, 1978). Pero conforme esta red fue expandiéndose, los líderes locales implicados en actividades organizativas fueron desarrollando una identidad y lealtad de variados referentes: a la estructura ilegal de los sindicatos de clase y a sus asambleas locales, incluso en muchos casos también a partidos políticos de la 7

oposición. Así comenzaron a coexistir mecanismos convencionales y no convencionales de participación dentro de lo que en origen había sido una única serie de prácticas. Las tensiones entre dos o más círculos de reconocimiento –los de las emergentes burocracias partidistas y sindicales y los de las bases sociales a escala local- quedaron no obstante postergadas ante el objetivo común de luchar por una plena democracia industrial que garantizase a los sindicatos de clase y las comisiones de obreros una autonomía de la que carecían en el marco institucional establecido. No obstante incluso a corto plazo esta pugna por estructuras democráticas de representación produjo algunos desenlaces inesperados. Desde el principio los intelectuales y líderes de las Comisiones Obreras estaban de acuerdo en que hubiera una sola voz que hablase en nombre de los trabajadores de cara a un futuro democrático. Este lema de la unidad era parte de una retórica de la izquierda del período, pero llevaba asimismo la marca del sindicalismo vertical, el cual permitía un mínimo de participación obrera con tal de que éste no abriese la puerta al pluralismo sindical. Con el tiempo parece que el movimiento obrero se mostró incapaz de auto-limitarse en este terreno. Ya antes incluso de la muerte de Franco se planteaba una visión alternativa de la democracia industrial que situaba en primer lugar la competencia por la representación de los trabajadores y la afiliación. Beneficiándose de una crítica a la estrategia de las Comisiones Obreras, que tachaban de colaboracionista con los sindicatos oficiales, reaparecieron en el mapa de las movilizaciones y la protesta agrupaciones de la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato de raigambre socialista (Führer, 1996). A diferencia del principio de libertad de identificación ideológica propugnado por CCOO, la UGT era además un sindicato de abierta dependencia respecto de un partido político de la oposición, el PSOE; con el tiempo, la UGT forzaría con éxito a CCOO a refundarse como sindicato convencional de trabajadores de clase en el verano de 1976. La transformación de un único movimiento obrero en un movimiento aún unido pero dentro de un esquema de pluralismo industrial fue experimentada de un modo en cierta medida dramático. Sacó a la luz tensiones entre los dos referentes de identidad obrera que habían ido tomando cuerpo desde los orígenes de las protestas, lo cual se hizo especialmente notorio tras las primeras elecciones sindicales libres en 1977. La competencia por la afiliación se convirtió en una fuente exterior de presión sobre la integridad de asambleas y comisiones: a la altura de 1978 las encuestas mostraban que para la mayoría de los trabajadores las asambleas se habían vuelto crecientemente politizadas y polarizadas en detrimento de su cohesión y eficacia (Pérez Díaz, 1980 a, 45). Comenzaba a cuestionarse dentro del movimiento obrero el estatus de las asambleas como espacios de deliberación democrática y semillas de cultura de implicación cívica. Con todo, los trabajadores seguían considerando (un 95 por ciento de los encuestados) que las asambleas eran un organismo esencial de las relaciones industriales, y la asistencia a ellas se mostraba aún muy elevada (un 78 por ciento de los encuestados) (Pérez Díaz, 1980 b, 112-114). Pero por detrás de esta percepción se producía un aumento exponencial de la autonomía de los líderes locales dentro del nuevo sistema de relaciones laborales. Para empezar, estos líderes continuaban siendo la 8

élite indiscutible de las relaciones a escala de fábrica: en 1978, el 80 por ciento de los trabajadores admitía que votaban al candidato en el que más confiaban independientemente de su afiliación sindical. Por otro lado, aunque la afiliación se disparó temporalmente, no vino a alterar la composición de los cuadros burocráticos heredados de la etapa de ilegalidad. Los primeros años de la transición no trajeron consigo el surgimiento de un nuevo liderazgo en la organización sindical; al contrario, la lucha contra la dictadura favoreció a los corredores de fondo, que lograron ascender dentro de los nuevos sindicatos legalizados. El carácter de la ola de protestas desde fines de los 60 había convertido los recursos humanos en factor escaso en el funcionamiento tanto de la organización como del movimiento. Una estructura relativamente pequeña compuesta por los más movilizados y activos líderes locales demostró ser un buen marco para la convergencia política: así como el tamaño de la organización había favorecido la hegemonía del PCE dentro de las Comisiones Obreras ilegales, en 1978 un pequeño grupo de afiliados y representantes electos de CCOO y UGT fueron capaces de llamar con éxito a la desmovilización en la actividad huelguística siguiendo dictados de los partidos políticos de la oposición, frenando así la ola de protestas. Es cierto que en 1979 los conflictos laborales volvieron a repuntar. En este caso CCOO, rompiendo el acuerdo del año anterior, llamó a la movilización. Pero la implicación de esta y otras centrales sindicales no puede por sí sola explicar esta segunda oleada de conflicto industrial. Para empezar, los trabajadores estaban entonces abandonando por miles los sindicatos a los que se habían afiliado el año anterior. Más aún, las tasas MÁS elevadas de afiliación no se corresponden con los sectores y fábricas más conflictivos, tanto en esta como en otras oleadas de protesta del período. Esas huelgas del 79 tenían una motivación más compleja enraizada en las culturas políticas a escala de planta industrial. Toda esta oleada tardía de protestas ha sido definida con justeza como un ejemplo de “efecto revival” en el que una parte esencial de las motivaciones para la movilización de los trabajadores se hallaba en el temor a perder, no las conquistas salariales, sino su estatus y sus referentes colectivos (Babiano y Moscoso, 1992). Este era el caso más aún entre los líderes locales, los cuales se hallaban a menudo divididos entre la lealtad al sindicato –y a la posición que éste tuviera en relación con los nuevos conflictos emergentes- y el compromiso con las contingentes deliberaciones de las asambleas a escala local. El dilema parece injustificado desde dentro de la cultura política obrera, pues a lo largo de todo este período la mayoría de los trabajadores consideraban que las protestas, para tener éxito, debían combinar mecanismos de participación convencionales y no convencionales. Fueron de hecho las luchas por la hegemonía entre los sindicatos legalizados las que llevaron a los líderes y bases del movimiento a esa encrucijada al rechazar muchas ejecutivas sindicales los mandatos procedentes de las asambleas cuando éstos contradecían la posición oficial del sindicato en relación con las huelgas. Algunos miembros fueron expulsados del sindicato, otros abandonaron las luchas completamente, pero lo importante es que el proceso en sí sometió a juicio el estatus adquirido por las asambleas dentro de la comunidad política local de las fábricas, volviendo las protestas aún más desesperadas para quienes se hallaban comprometidos con las prácticas asamblearias. 9

Uno de los rasgos más llamativos de esta corta oleada revival de huelgas fue el empleo de métodos muy radicales para lo que no eran sino fines de carácter defensivo y moderado: los trabajadores estaban ahora peleando de manera agresiva por mantener sus empleos y asegurar políticas de redistribución social. Las encuestas mostraban que el descontento con los partidos e incluso con los sindicatos no llevaba de manera automática a los trabajadores a ofrecer alternativas (Pérez Díaz, 1980 b, 32). La solidaridad estaba también desapareciendo del escenario de las demandas obreras: solamente los mejor organizados y los más capaces de movilizarse lograrían alcanzar sus objetivos al margen del destino del resto, y a costa de los parados en creciente aumento. Pues conforme estas huelgas se desencadenaban, las tasas de desempleo comenzaron a dispararse, y ya a la altura de 1979 había un millón de adultos sin empleo, cifra que se duplicaría en los siguientes tres años. Parte de la clase obrera potencial estaba pagando el precio del establecimiento de un nuevo consenso corporatista favorecido por la movilización obrera.2 El perfil dibujado por el movimiento obrero durante la transición muestra en suma que una lealtad múltiple, al partido y/o al sindicato y a la movilización obrera a escala de planta, se convirtió en un importante mecanismo interno para asegurar la subordinación de los movimientos sociales sin provocar un conflicto abierto entre las diversas actitudes hacia la participación democrática. También revela que las estructuras de los movimientos sociales en la transición española premiaba a los más movilizados. Los bajos niveles de militancia activa y el tamaño más bien pequeño de las organizaciones otorgaban a los cuadros sindicales –muchos de los cuales eran asimismo líderes obreros a escala local- una enorme autonomía frente a sus votantes y a los simpatizantes de base. Esto no significa que las críticas contra los sindicatos, acusados de ser “correas de transmisión” de los partidos, fueran meramente retóricas, pero tal y como argumentaba entonces de manera explícita el líder sindical Simón Sánchez Montero, el rechazo entre éstos a la subordinación institucional de los sindicatos a los partidos se veía reequilibrado por la libertad concedida a los afiliados a los sindicatos de luchar por conseguir que éstos reflejasen en sus estrategias las líneas defendidas por los partidos políticos a los que también estaban afiliados (Sartorius, 1975, 17).

Vecinos: ciudadanos entre dos tradiciones de movilización El ejemplo de las asociaciones civiles y sus relaciones con los movimientos de base pone de manifiesto un aspecto diferente de la militancia múltiple, así como los límites del radicalismo durante la transición. En este caso no estamos ante el auge de un movimiento desde dentro del marco institucional de la dictadura, sino más bien de un conjunto de experiencias y prácticas mucho más autónomas. Ciertamente, el desarrollo de organizaciones vecinales fue amparado por el régimen por medio de una legislación 2

Corporatismo es la denominación usual para referirse a un sistema de representación de intereses parciales o particulares en los organismos de toma de decisiones. Procede del imaginario del Antiguo Régimen, que veía a los sujetos colectivos como miembros cuya coordinación orgánica daba lugar a la unidad del Cuerpo Político [N del T].

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sobre derechos de asociación que entró en vigor a mediados de los años 60 (Mc Donough, Barnes y López Pina, 1984), pero a diferencia del movimiento obrero, los miembros de estas asociaciones civiles no tenían opciones de ser incorporados a los procesos de toma de decisiones debido a la ausencia de un sistema de representación de intereses a escala municipal. El régimen fomentó y avaló inicialmente sus propias asociaciones vecinales y familiares adheridas a los principios del Movimiento, la ideología oficial de la dictadura; la idea era servirse de ellas para seleccionar entre los intereses “civiles” y canalizarlos hacia arriba con el fin de perfilar políticas adecuadas a ellos que no alterasen el marco institucional de la dictadura, pero pronto la autoridades se vieron desbordadas por docenas de organizaciones urbanas independientes y crecientemente politizadas a las que tuvieron que tolerar por mucho que frenasen su legalización. A la altura de la muerte de Franco las asociaciones vecinales se habían disparado en número y estaban estableciendo alianzas locales con otros grupos de oposición y desarrollando redes densas coordinadas entre sí (Villasante, 2008). Estas asociaciones civiles eran sociológicamente muy diferentes a las organizaciones de trabajadores: incluían entre sus miembros a consumidores y ciudadanos pertenecientes a la clase obrera pero asimismo numerosos vecinos de clase media (Borja, 1977). La incorporación de profesionales liberales y burócratas cualificados fomentó una coalición de agrupaciones interclasistas que hizo que algunos intelectuales anticipasen su posible conversión en organizaciones capaces de superar las estructuras partidistas. Las estadísticas disponibles muestran que a la altura de junio de 1977 en Madrid había más de 60.000 personas implicadas en alguna forma de activismo vecinal (Castells, 1983, 226). Aparte de este relativamente elevado grado de afiliación, las protestas organizadas por las asociaciones de vecinos tenían lugar en calles y otros espacios públicos, lo cual las hacía mucho más notorias públicamente. Probablemente la diferencia más importante con la cultura laboral era su relativamente elevada autonomía respecto de los partidos políticos. Esto junto con un espectro más amplio de demandas y un repertorio mayor de actividades de protesta hizo que este movimiento pudiera tomar con mucho más éxito la iniciativa política en el contexto de la primera transición. Las reivindicaciones de carácter defensivo fueron pronto desbordadas por una agenda mucho más ofensiva y omnicomprensiva en la que la participación cívica ocupaba un papel principal (Radcliff, 2007). Al principio los movimientos de base vecinal organizaban protestas centradas en la cuestión de la llamada carestía de la vida, pero incluso en este terreno iban bastante más allá de la reivindicación concreta de mantener y aumentar el poder de compra de los ciudadanos medios, y desde temprano incluían el boicot a las panaderías que especulaban con el pan y otras formas de protesta contra las externalidades producidas por la galopante inflación de los precios y la escasez de productos de primera necesidad. El núcleo central de sus reclamaciones creció con rapidez hasta incluir la crítica a la falta de servicios sociales en la mayoría de los barrios –escuelas, transporte público, hospitales, etc- tras una década larga de desarrollo de ciudades a cargo de la iniciativa privada y en torno de la especulación del suelo (Castells, 1977). Al denunciar la corrupción y promover la movilización contra la gestión de los bienes y espacios públicos comenzaron no sólo a aspirar al control democrático de los gobiernos municipales sino 11

incluso a redefinir el significado de la participación democrática en los asuntos locales: según entonces se argumentaba, las demandas del movimiento vecinal iban dirigidas a “una completa democratización de la vida urbana” (Villasante, 1976, 79). Por abstracto e inconcreto que suene, este objetivo revela el desarrollo dentro del movimiento vecinal de una definición radical de ciudadanía, que identificaba de forma abierta participación cívica y democracia directa (Laraña, 1999; Pérez, 2008). Las asambleas eran la marca esencial de esta red emergente de organizaciones y experiencias, junto con otras formas de actividad no convencional como los cortes de tráfico, las manifestaciones, etc. El movimiento se centró en cuestiones sensibles a la opinión pública, y esto contribuyó a que se mantuviera en el centro del debate político. Las asociaciones civiles desempeñaron un importante papel en la primera mitad de la transición, incluso antes del referéndum por el cambio de régimen de fines de 1976 y hasta la ratificación de la Constitución dos años más tarde. Ya a la altura de junio de 1976 una federación de asociaciones de vecinos en ciernes fue capaz de convocar más de 60.000 personas en el centro de Madrid en protesta contra los efectos de la inflación sobre el consumo y en particular por el precio del pan (Villasante, 1976). Pero muy al igual que sucedió con el mundo del trabajo, la influencia de las organizaciones vecinales no fue continuada, y con el establecimiento de las instituciones democráticas el movimiento comenzó a perder fuerza. En este caso no fueron los Pactos de la Moncloa los que funcionaron como parte-aguas en la historia del movimiento sino la proclamación de la Constitución. El movimiento vecinal efectuó una contribución crucial a la construcción de una cultura de ciudadanía social en la España posfranquista, y el texto constitucional recogió en su articulado muchas reclamaciones del movimiento en forma de derechos, que funcionarían en los años siguientes como el esqueleto de las políticas de bienestar de los gobiernos socialdemócratas. Pero las asociaciones de vecinos como tales en cambio no recibieron reconocimiento en la Constitución de 1978, que sólo habla de organizaciones de consumidores. El consenso entre los representantes parlamentarios fue elevado en este extremo: las asociaciones de vecinos no debían ser puestas en igualdad de estatus jurídico al lado de otras organizaciones como los partidos y sindicatos. Sería con todo erróneo concluir que la política partidista tuvo influencia sobre el movimiento hasta el punto de conseguir desactivarlo desde fuera. Determinadas tendencias internas a él resultaron determinantes. Los estudios muestran que ya en 1977 se estaba extendiendo por él una sensación de decepción y escepticismo: los líderes locales se quejaban de las dificultades del movimiento a la hora de dotarse de una organización coordinada capaz de lograr una movilización efectiva, pero muchos simpatizantes se quejaban también de su creciente politización (Urrutia, 1985). Este último término hace referencia a los efectos negativos de la doble militancia sobre las organizaciones civiles: incluso más aún que en el caso del movimiento obrero, el movimiento vecinal estaba atrapado en una lucha por la hegemonía entre partidos de extrema izquierda, que en este caso incluían no sólo al PCE sino a otros de corte maoísta como la ORT o el PTE (Castells, 1983; Liz Castro, 1995). La militancia múltiple operaba en una doble dirección en este caso, como permitieron ver los resultados de las primeras elecciones municipales democráticas en 12

1979. Muchos de los candidatos a ejercer cargos políticos urbanos fueron de hecho reclutados de la red de organizaciones vecinales; una vez tomaron el poder local coaliciones de partidos de izquierdas, las nuevas autoridades comenzaron a aplicar un programa elaborado a menudo de manera conjunta con las asociaciones, pero lo hicieron sin dar voz a éstas. Las relaciones con las autoridades municipales se deterioraron a gran velocidad y las organizaciones vecinales comenzaron a experimentar el ninguneo, incluso el acoso por parte de los nuevos cargos electos democráticamente. Esto ayuda a entender algunas de las razones del abandono de muchos de los miembros del movimiento dentro de un fenómeno más amplio entonces bautizado como desencanto. A corto plazo, la capacidad de movilización del reclamo vecinal disminuyó, e incluso a más largo plazo la falta de reconocimiento de las asociaciones dejó un marca profunda y duradera en los estándares de implicación cívica de la España democrática: desde entonces en adelante las administraciones locales no sólo rechazaron los formatos asamblearios y excluyeron los mecanismos de participación directa sino que se negaron a establecer relación institucional rutinaria alguna con la sociedad civil en su conjunto (Walliser, 2008). El rechazo de un diseño corporatista para la política local se encuentra en la raíz del elevado grado de corrupción de los gobiernos municipales hasta el presente. La historia del movimiento vecinal no termina aquí, sin embargo. Pues llama la atención que la apatía no fuera la única reacción al nuevo estado de cosas establecido con las elecciones municipales de 1979: siguiendo de cerca el repunte de la agitación obrera, los restos del movimiento vecinal entraron en un período de radicalización después de 1979. Los debates internos sobre los resultados de las elecciones locales y las iniciativas a adoptar contra la “traición” de los nuevos ayuntamientos desembocaron eventualmente en conflictos internos en torno de líneas de acción. A largo plazo el movimiento conseguiría recuperarse una vez que la estabilización de un nuevo liderazgo crítico fue capaz de consolidar una cultura interna que situaba la autonomía de las organizaciones vecinales por encima de las lealtades ideológico-partidistas personales de sus miembros. Fuertemente enraizada en el estatus de ilegalidad de las organizaciones de oposición bajo la dictadura, la lealtad múltiple parece haber sido un rasgo común compartido por los principales movimientos sociales durante la transición; su impacto fue con todo cualquier cosa menos homogéneo: mientras en el caso del movimiento obrero aseguró la moderación y fomentó la división organizativa, en el caso del movimiento vecinal favoreció su creciente radicalización. De hecho, dicha práctica ayudó a que se perfilase una fractura entre dos tipos de activistas: aquellos que veían los movimientos sociales como medios para la protesta en última instancia al servicio de la proyección de los partidos y carentes de papel alguno como espacios de educación cívica, y quienes se identificaban con la autonomía de las asociaciones y organizaciones pegadas a las protestas y reivindicaban su particular conjunto de instituciones participativas (Sánchez León, 2008). Si las asociaciones civiles y sindicatos fueron en algún sentido escuelas de democracia, todo indica que no lo fueron de un único ideal de ciudadanía.

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Una explicación de las cesuras de identidad en el seno de la sociedad civil Los movimientos sociales suelen clasificarse distinguiendo entre “viejos” o tradicionales y “nuevos”, y el caso español en los 70 no es una excepción (Alonso, 1991; Álvare Junco, 1994; Laraña, 1999): los primeros, cuyo epítome sería el movimiento obrero, se supone que se basan en identidades clasistas, están motivados por ideologías revolucionarias, y estructurados en organizaciones muy formales y centralizadas que se orientan estratégicamente a la toma del poder; mientras que los segundos se considera que apelan a identidades sociales más amplias, se organizan de manera menos formal y cerrada, fomentan la autoexpresión y la participación como valores en sí, y reclaman el reconocimiento de formas alternativas de vida. El papel común que aquí se ha asignado a la doble militancia tanto en movimientos como el obrero y el vecinal viene de alguna manera a desdibujar las diferencias entre ambas modalidades de movimiento; o, por decirlo de otra manera, dadas las dificultades comunes en ambos casos a la hora de dar reconocimiento a la participación y la expresión identitaria, ninguno de los dos parece entrar de lleno en la categoría de “nuevos” movimientos sociales. Esta primera conclusión da respaldo a las crecientes dudas entre los expertos acerca de la utilidad de esta simple clasificación de las formas de acción colectiva durante la transición: de acuerdo con interpretaciones recientes de la España posfranquista, el término “nuevos movimientos sociales” debería aplicarse sólo a unas pocas experiencias de organización y de muy limitada capacidad movilizadora, como fueron las protestas ecologistas, pacifistas y anti-militaristas, y LGTB, que parece que fueron sin embargo las únicas capaces de preservar un elevado grado de autonomía respecto de los partidos políticos (Pérez Ledesma, 2006). Pero además de constatarla, esa autonomía organizativa necesita ser explicada. Todo parece indicar que todos los movimientos sociales de la época experimentaron presión por parte de organizaciones político-ideológicas independientemente de sus objetivos o su relativa novedad. A tenor de lo que ha sido argumentado en este artículo, la autonomía parece haberse relacionado con el resultado de luchas internas entre simpatizantes activos favorables a procesos de toma de decisiones de abajo-arriba y medios no convencionales de participación, y los militantes de partidos y seguidores de las estrategias de éstos en relación con los movimientos y protestas, activistas éstos últimos mucho menos interesados en cuestiones relacionadas con los formatos de deliberación y participación. Esta cesura situada en el corazón de los sujetos movilizados requiere sin embargo de mayor elaboración sociológica. Algunas de sus precondiciones eran de carácter generacional. En particular toda una gran cohorte demográfica estaba entrando en la mayoría de edad y la esfera pública justo cuando los derechos de ciudadanía política estaban siendo definidos y declarados. Nacidos grosso modo entre 1950 y 1960, estos jóvenes no podían blasonar de poseer una experiencia como activistas políticos contra la dictadura, rasgo éste que los separaba de sus mayores con cierta trayectoria como activistas de la oposición antifranquista. No obstante la mayoría de las encuestas y estudios del período reflejan que estos jóvenes poseían actitudes distintivas y propias en relación con la política: se trataba de la parte de la opinión pública más identificada 14

con los valores democráticos, si bien no necesariamente con el sistema de partidos y el interés por votar; y lo que es más interesante, en términos relativos estos jóvenes ciudadanos eran con diferencia los más dispuestos a implicarse en formas no convencionales de participación política y acción colectiva (Lorente Arenas, 1981; Maravall, 1981; Pérez Llorca, 1982). Con todo, esta cohorte de edad no parece haber marcado una diferencia en la reorientación de los movimientos sociales en momentos de encrucijada. En el caso del movimiento obrero la explicación es evidente: la mayoría de estos jóvenes estaban de hecho engordando las listas de desempleados, alrededor del 70 por ciento de los cuales tenían menos de treinta años a la altura de 1982; no pudieron por tanto incorporarse masivamente a las asambleas de fábricas en el período crucial de repunte de la agitación obrera. Pero podría esperarse que se implicasen en otros movimientos, especialmente el vecinal, dado que por tratarse de jóvenes estaban especialmente expuestos a los efectos de la inflación y la carencia de servicios sociales básicos. Parece que de hecho muchos de ellos entraron en asociaciones de vecinos, pero este fenómeno no consiguió pese a todo alterar el marco de las discusiones del movimiento vecinal entre autonomía y dependencia de los partidos. Algo había en juego que separaba a estos jóvenes de otros simpatizantes y activistas favorables a las asambleas y la autogestión. Con el fin de aislar esa variable, es necesario hacer uso de una definición más amplia de ciudadanía, una que incluya la cultura y las formas y usos juveniles como parte de la identidad. Una amplia encuesta encargada por el recién creado Ministerio de Cultura en 1978 arrojó luz sobre las pautas culturales de la juventud española a la salida de la dictadura (Lorente Arenas, 1981). Los ciudadanos recién llegados a la edad del voto se distinguían del resto de la población por sus costumbres y gustos: no sólo eran los menos interesados en la cultura oficial o al uso (p.e., ver la televisión), prefiriendo consumir películas de cine y visitas a exposiciones y museos, sino que eran con diferencia los más implicados en formas alternativas de expresión y difusión cultural como los conciertos de música pop y rock, la lectura y edición de comix y fanzines, etc; tendían además a no adoptar las posturas de auto-represión en las relaciones sexuales más extendidas entre sus mayores y en general estaban mucho más a favor de políticas permisivas en relación con el consumo de drogas. A diferencia de los miembros de partidos, sindicatos y asociaciones vecinales de izquierdas pero que estaban ya casados y poseían empleo, los jóvenes valoraban las libertades y derechos civiles, pero no hacían esto en detrimento de un declarado interés por la política, incluso por las ideologías revolucionarias: al contrario, su radicalismo consistía precisamente en combinar, no en contraponer, hábitos y cultura propia con planteamientos ideológicos genéricamente de izquierdas (Sánchez León, 2003). Esto los convertía en un mundo aparte respecto del grueso de los cuadros de las organizaciones implicados en movimientos sociales. Educados como estaban en la oposición a la dictadura, sus contrapartes militantes de más edad se identificaban normalmente con una visión estrecha –cuando no ortodoxa ideológicamente- de la política, incluso en el caso de los activistas sensibles a los medios no convencionales de participación. Los expertos no han sido en general capaces de aislar esta cesura o cleavage identitario en gestación, y las únicas excepciones ponen demasiado énfasis en los 15

cambios sociales ocurridos bajo la dictadura como factor explicativo de las pautas culturales encarnadas por los jóvenes (Álvarez Junco, 1994). La cesura poseía ciertamente una base generacional, pero esto no significa que la explicación generacional sea la más acertada. Para empezar, muchas de las prácticas preferidas por estos jóvenes radicales no eran invención suya, y buena parte de sus figuras intelectuales de referencia eran de mayor edad que ellos (Labrador Méndez, 2008). Por otro lado, el cleavage no se hizo visible hasta el final del período, y sólo llegó a ser políticamente destacado en determinados casos, como el de la organización anarquista CNT, y en relación con protestas concretas como el antimilitarismon y la problemática LGTB, modalidades entonces no muy masivas de protesta. No parece que haya sido la edad en sí misma, sino más bien el variado impacto de las experiencias de militancia y apoyo a movimientos sociales lo que hizo que esta tendencia identitaria se convirtiera en una cesura crecientemente marcada con el avance de la transición. Lo relevante aquí es que estas personas encarnaban una comprensión de la ciudadanía que no distinguía entre política radical y otros aspectos de la cultura y la vida. Esta actitud antropológica era precisamente la que los convertía en diana fácil. Con ayuda de expertos y creadores de opinión, los medios de información divulgaron un cliché sobre la juventud no sólo como desordenada y sin aspiraciones sino ante todo como políticamente apática y contrapuesta a la moderación de la mayoría de los ciudadanos adultos (De Miguel, 1979). El término “pasota”, sinónimo de nihilista, fue acuñado con el fin de estigmatizar una nueva categoría social a la que le fue imputada la responsabilidad principal de un fenómeno sociológicamente tan amplio como el desencanto. Lo que subyacía a esta imagen estereotipada sobre la juventud disoluta y peligrosa era un profundo consenso moral entre todos los grupos que conformaban el “franquismo sociológico”, categoría ésta aplicable a buena parte de las elites como a amplios segmentos de la población movilizada procedente de generaciones anteriores, a los ciudadanos medios de izquierdas como a los conservadores y por supuesto a los nostálgicos de la dictadura. Los jóvenes radicales quedaron marginados y ridiculizados en los medios; no obstante, contaban también con oponentes en el seno de su misma cohorte. Una amplia proporción de los jóvenes eran estudiantes universitarios, y sería en principio de esperar que éstos se movilizasen de forma masiva en el contexto de la crisis del franquismo, e incluso que ofrecieran un contraejemplo frente a los restantes movimientos del período. La realidad fue la contraria: el acuerdo generalizado entre los expertos es que los estudiantes fueron mucho menos capaces de efectuar movilizaciones duraderas y de influir en procesos políticos durante la transición en comparación no sólo con el movimiento vecinal y el obrero sino también en comparación con los últimos años de la dictadura de Franco (Álvarez Junco, 1994; Laraña, 1999). Las causas de este modesto desempeño ayudan a cerrar el círculo sobre el destino de las identidades radicales en la España posfranquista. Pues era sobre todo entre los estudiantes donde la cesura identitaria se marcaba con claridad: dirigido por unos cuantos miembros leales a organizaciones ideológicas ortodoxas estrechamente vinculadas a partidos políticos de izquierdas y extrema izquierda, el movimiento estudiantil no fue capaz de reflejar la diversidad de su base social identitaria, de manera que rápidamente alienó a una 16

mayoría de estudiantes potencialmente radicales identificados cada vez más con actitudes culturales alternativas. Y es que así como los posicionamientos radicales no eran un monopolio de los jóvenes, las actitudes políticas sectarias no eran en modo alguno exclusivas de los oposicionistas de mayor edad procedentes de la “generación del 68”. Lo que impidió al movimiento estudiantil convertirse en un experimento exitoso de democracia radical para toda una generación no fueron las posiciones ideológicas defendidas por estos grupos, minúsculos pero muy activos, vinculados a partidos políticos, sino sus maneras y prácticas, que emulaban las de sus mayores en sus partidos extremistas de la época –especialmente maoístas y estalinistas. Lo cierto es que al fracasar, toda esa generación quedó privada de una opción que hubiera marcado una significativa diferencia en la construcción de identidades cívicas en la democracia española. Pues sin los estudiantes actuando como fuerza de vanguardia no sería posible edificar ninguna coalición entre movimientos sociales “nuevos” propiamente dichos asentada sobre bases estables, y en suma el potencial de una cultura política radical larvada en el conjunto de la sociedad civil fue dilapidado de antemano, dejando las protestas ecologistas, antimilitaristas y LGTB en el borde de la marginalidad. Esto es, sin duda, adentrarse en el terreno de los contra-factuales, lo cual viene a señalar que este artículo está llegando a su fin, aunque no sin antes concluir que el papel subordinado de los movimientos sociales en la transición parece en cualquier caso haber dejado espacio para el perfilamiento de formas alternativas y más ricas de comprender la implicación cívica en la emergente España democrática. Una suerte de ciudadanía radical fue adquiriendo forma en ese proceso, y su principal problema fue de visibilidad. Su contraejemplo era una suerte de cultura política predominante en los partidos, organizaciones y en la mayoría de los movimientos sociales por igual que promovía aproximaciones intolerantes, rígidas y sectarias a los procesos de toma de decisiones. La ubicuidad de esta otra cultura, desarrollada en la lucha contra la dictadura, volvió imposible el reconocimiento y la representación de las actitudes alternativas de corte radical, lo cual tendría enormes consecuencias en el largo plazo para la historia de los movimientos sociales en la España democrática (Montero, Gunther y Torcal, 1998). No hay duda alguna de que bajo Franco muchos españoles acogieron sentimientos y aspiraciones democráticos; pero una cosa es defender y reivindicar a favor de la democracia política y otra bien distinta es comprometerse con ideales cívicos de virtud política y prácticas de tolerancia y diálogo. De manera que la idea de que durante la dictadura los españoles se convirtieron mayoritariamente en “ciudadanos sin democracia” (Juliá, 2000) sólo se entiende bien cuando queda bien especificada: hay que tener en mente que los movimientos de oposición de los años 60 y 70 fueron dirigidos y nutridos por personas educadas y socializadas en los valores de la dictadura, y sus aspiraciones democráticas se desarrollaron en torno de prácticas de militancia en organizaciones clandestinas en un contexto de falta de libertades. En este sentido, incluso a la altura de los años 80 España podía todavía ser calificada como una “democracia sin ciudadanos”. Esto es especialmente así en el caso de muchas de las figuras dirigentes del período, y de buena parte de sus seguidores, mientras que muchos de quienes se comportaron como ciudadanos cívicos habían sido previamente 17

silenciados y ninguneados a causa de su radicalismo. Pero si todavía hoy continúan ausentes de las narrativas sobre la transición ello es en parte también debido a que los observadores sobre el período fueron a su vez ellos a menudo también testigos del proceso transicional y, como sabemos, la memoria es un artefacto muy selectivo de conocimiento. En las interpretaciones aún dominantes sobre la transición, una de las claves de la mezcla, en las actitudes, de moderación y reivindicación transformadora se imputa a la capacidad tanto de las elites como de la opinión pública en general de mirar hacia el futuro y no hacia el pasado, dejando atrás el legado de los extremismos del primer tercio del siglo y la cultura autoritaria del segundo tercio del siglo XX. Esto puede ser así en el nivel macro estructural, pero un análisis más detallado de las prácticas de los agentes más importantes del período refleja en sus actitudes más bien una monstruosa combinación de lo peor de las tradiciones de actuación política heredadas de la II República y la dictadura.

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