Racismo y biopolítica. Genealogía de un umbral desde la antigüedad.doc

May 24, 2017 | Autor: L. Franceschini | Categoría: Cultural Heritage, Race and Racism, Biopolitics, Decolonial Thought, Eurocentrism
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Descripción

Racismo y biopolítica: genealogía de un umbral[1]

Quería empezar el discurso hodierno analizando el origen etimológico
de dos términos muy relevantes y que acompañarán a la entera exposición:
colonialismo y cultura. Ambos derivan del verbo latín còlere (literalmente
"cultivar", "trabajar sobre lo creado", pero también, en sentido más
amplio, "cuidar", "honrar", "venerar"). En esta acepción la palabra cultura
se refiere, como justamente subrayado por el filósofo ruso Pavel A.
Florenskij, al mismo acto del culto, a lo que, sacralizado a través de una
práctica ritual, eleva a función salvífica, propiciatoria. En el fluir
circular de las estaciones se asiste a una praxis de naturaleza mitológica
que liga la acción directa del homo faber, del campesino que rotura,
siembra y recolecta, a la benevolencia de la divinidad. Ya aquí notamos un
vínculo estricto entre la necesidad de ejercitar una forma de gestión y
transformación de la tierra en beneficio propio (lo que es, justamente, in-
culto), y un ruego que mira al dios, para que él ayude y haga posible esta
actividad. Implicación previa e indispensable se hace la estable ocupación
de un espacio. Me parece suficiente poner el acento sobre la importancia
que ya a partir del siglo VII a.C. poseían los cultos relativos a Deméter y
Dionisio (que gozaban del mayor número de templos dedicados a las
divinidades en toda Grecia), respectivamente diosa de la agricultura y dios
de la entusiastica producción de la vida, venerados mucho antes de la
sistematización del Dodekatheon olímpico. A este respecto no me parece
otrosí superfluo recordar el colegio sacerdotal romano conocido como
Fratres Arvales, lo que, según la atestación de Plinio el Viejo, fue
instituido por Romulus; aquel mismo Romulus que, según la leyenda, mató a
su gemelo Remo, culpable de haber franqueado el muro o pomerium (es decir
el "surco sagrado" de la ciudad de Roma) – precedentemente trazado con el
arado – con lo cual Romulus había delimitado su espacio privado.
Prácticamente idénticas aparecen al mutuo confronto las testificaciones que
del acontecimiento ofrecen Tito Livio (Historia de Roma, I, 6-7) y Plutarco
(Vida de Romulus, X, 1-2). Y precisamente esta antigua sacralización de un
espacio, estructurada muy a menudo a través de la dialéctica de inclusión-
exclusión, de dentro-fuera, de "veraz normalidad" ontológico-epistémica y
de "mendaz anormalidad", constituirá uno de los aspectos fundamentales de
las prácticas políticas del Occidente más cercano. Pensamos solo un rato en
el hecho de que – Inglaterra aparte – durante toda la Edad Media todas las
ciudades poseían muras sagradas, las cuales protegían al endogrupo y
excluían a los "indeseables": inmigrados, judíos, prostitutas, ciegos y
lisiados (en una palabra, todos los que Foucault definió los "monstruos
humanos" en un famoso seminario dictado en el Collège de France en 1974-
75). Y, parafraseando a una importante afirmación de Miguel Mellino,
todavía hoy en día y cada día asistimos en el Mediterráneo, a causa de las
criminales políticas de la Unión Europea, a la voluntad de conseguir el
antiguo ideal de una ciudadanía militarizada.

Creo que sea fundamental – desde mi punto de vista – subrayar dos
nudos teóricos que me presionan en particular. Antes que nada, considerar
que la práctica colonial, en cuanto dispositivo de exportación e imposición
de una cultura (el conjunto de tradiciones, prácticas religiosas,
costumbres y estilos de vida), nazca sólo a partir de aquel fatídico 1492,
significa no ver todo aquel terreno que anticipa, forja y prepara la
brutalidad del hombre euro-blanco-cristiano ya a partir de la Antigua
Grecia. Además, aunque de hecho el colonialismo directo, militarizado, vio
su ocaso ya en los años setenta-ochenta del siglo pasado, uno de los
elementos constitutivos de lo mismo, la colonialidad, sigue sobreviviendo y
creando nuevas configuraciones de dominio-poder. Por colonialidad quiero
decir un acercamiento ego-teo-lógico (en las mismas palabras de Enrique
Dussel, es decir ligado a un punto central en el interior del espacio-
mundo, de naturaleza teológica y que produce definiciones, razonamientos y
saberes) de origen occidental, a través de lo cual seguimos categorizando,
evaluando, reatando la alteridad en nombre de una presunta superioridad
sapiencial, política y económica, la cual sigue haciendo de fondo a las
prácticas y a los discursos internos a la política internacional. Para
explicar esta serie de relaciones entre saber y poder, entre supuesta
sapiencia universal e insipiencia, me valdré de un breve análisis centrado
sobre la cuestión de la raza; pero, aún más, mi principal objetivo hodierno
es lo de volver a llevar a la luz unos aspectos que me parecen decisivos
para anatomizar lo que, a partir del 1492, será el colonialismo moderno, es
decir el alma misma de la modernidad europea.

¿Cómo nace, en Europa, la idea de raza? Es decir, ¿la idea que el homo
sapiens, único superviviente de la familia de los homínidos, pueda ser
subdividido, a su vez, en categorías determinadas y determinantes? Pero
quiero antes remachar un concepto (creo sea importante hacerlo): ni los
Griegos, ni sucesivamente los Romanos, consideraban "el otro de sí" en
términos de inferioridad racial (este aparato conceptual aparece sólo con
lo que los europeos han definido Modernidad), sosteniendo, al mismo tiempo,
la propia superioridad a nivel de civilización y conocimiento. Ejemplos de
esta praxis se descubren en varias disciplinas (historiografía, literatura,
filosofía). Desde un punto de vista historiográfico ya Tucídides veía en
el gobierno de Pericles y en las leyes en esto vigentes un modelo que todos
los demás habrían tenido que seguir; en edad helenística el historiador
griego Panecio (II siglo a.C.) llega a ver en el imperialismo romano una
misión universal la cual, conciliando una política de dominio con una
discutible filantropía, asegura a todos los pueblos paz, prosperidad,
justicia y orden: se trata, en pocas palabras, de un gobierno iluminado. ¿Y
qué decir de Cicerón, que en las Epistulae ad Atticum describe los
Britanos, a resultas de la campaña hecha por Cayo Julio César en el 52
a.C., como gente terriblemente estúpida e incapaz de aprender? Con respecto
a la filosofía y a la literatura, me parece interesante subrayar como la
misma idea de superioridad sapiencial, mezclada a una fobia hacia el
Oriente alimentada ya a partir de las Guerras Médicas del V siglo a.C.,
fuese hecha propia por los mejores intelectuales de la antigüedad. El
primer gran dramaturgo griego, Esquilo, veía en los Persas una amenaza,
considerándolos inferiores a los griegos: de hecho en la homónima tragedia,
más que poner de relieve la victoria helénica, el énfasis está todo
dirigido hacia la orgullosa consciencia por haber derrotado el extranjero,
el insólito, O ξεμος (desde aquí el término moderno xenofobia). Esta idea
será recuperada, dos siglos después, por Aristóteles. En su Política el
Estagirita expone la disertación y el análisis de dos conceptos que
pesarán, y no poco, sobre la sucesiva tradición político-filosófica del
Occidente: me refiero al concepto de bárbaro y a lo de esclavitud, los
cuales serán utilizados, casi dos mil años después, como referentes
eruditos en la práctica de la evangelización coercitiva ejercitada por la
Iglesia católica con respecto a las poblaciones nativas del continente
americano (Las Casas mismo, que vendrá recordado por Simón Bolívar en su
Carta de Jamaica como "el filantrópico obispo del Chiapas", se rehará a la
categorización aristotélica cuando se encontrará en presencia de los
"Indios"). Según Aristóteles el bárbaro, literalmente "el extranjero", era
predispuesto por naturaleza a ser esclavo de un griego en cuanto
desprovisto de la capacidad racional para vivir las formas de la ética y de
la moralidad de la polis. Aristóteles afirma, rehaciéndose a la acreditada
Ifigenia en Aulide por Eurípides, que «dominar sobre los barbaros es propio
de los griegos, como si por naturaleza bárbaro y esclavo fuesen la misma
cosa». Equiparación, entonces, entre esclavo y bárbaro, literalmente "el
que es tartamudo, extranjero", ya que no habla el idioma griego. Se puede
ya notar aquí la creación de una unidad étnico-cultural fundada sobre la
comunión lingüística, contrapuesta a la presunta inferioridad de todos los
que hablaban otros idiomas: es una visión que se puede definir helénico-
céntrica, la cual establece y remarca una diferencia vista como
superioridad.

Si siguiéramos el camino del término βάρβαρος veríamos como la
teología cristiana conservará la antigua acepción despreciativa de ello.
Pablo de Tarso, por ejemplo, en la Epístola a los Romanos (1:14) y en la
Primera epístola a los Corintios (14:11) utiliza el vocablo para indicar
aquel abismo con el cristiano que no se puede colmar: es decir, el choque
entre insipiencia y sapiencia. La odiosa práctica de la esclavitud, que
desde la antigüedad ha acompañado la vida misma del Occidente, encontrará
con el cristianismo una sistematización impecable, una justificación
orientada hacia el sentirse en paz con Dios. Siempre San Pablo, en la
Epístola a los Efesios (VI, 5-8), exhortará los esclavos a obedecer a los
padrones terrenos "con respecto y temor", como «siervos de Cristo, haciendo
de buen corazón la voluntad de Dios, sirviendo de buena gana, como el que
sirve el Señor y no los hombres»; añadirá después, en la Primera epístola a
los Corintios (VII, 20-22): «¿Eras esclavo al escuchar el llamado de Dios?
No te preocupes por ello, y aunque puedas llegar a ser un hombre libre,
aprovecha más bien tu condición de esclavo». En el siglo IV, los
contemporáneos San Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona quedarán fieles a
los preceptos paulinos: el primero, en el De Paradiso (14,72) verá en la
esclavitud un "don de Dios", mientras que el segundo, en la Exposición
sobre el Salmo 124 (7), dirigiéndose al siervo, remachará los mismos
conceptos. Este se quedará, por siglos, el modus operandi común a todos los
teólogos de la Iglesia católica, la cual se valdrá del trabajo servil y
esclavista, avalado por decenas de decretos y bandos oficiales, sin jamás
apartarse desde la más antigua concepción aristotélica. Sin embargo, antes
que con respecto a las poblaciones extra-europeas, esta praxis será a
menudo dirigida hacia los judíos. Pensamos solo un rato en la bula Etsi
Iudaeos, emitida por Papa Inocencio III en 1205, en la cual se definía el
estatuto del judío dentro del mundo cristiano como un estatus de "perpetua
servidumbre". Solo esta "perpetua servidumbre" – se afirmaba entonces –
podía permitir la presencia de los judíos en el mundo cristiano.

Hasta aquí, reasumiendo, dos puntos fundamentales: un ego-logo-centrismo,
un producir un discurso desde el punto de vista de él que va a poner a sí
mismo en una posición central y superior; el admisión, y la consecuente
justificación, de la práctica esclavista, dirigida contra todos los que no
pertenecen a determinadas categorías, a arbitrarias creaciones
antropológicas.

Las grandes exploraciones de la Baja Edad Media llevarán los europeos a
alcanzar casi todo el mundo entonces conocido (vendrán al contacto, por
ejemplo, con Árabes, Mongoles y Chinos). Desde el siglo XI hasta el siglo
XIII habían sido las Cruzadas a poner los europeos en contacto con las
civilizaciones islámicas, consideradas inferiores, idolátricas y
mentirosas. Pero, mientras por sus partes teólogos y eruditos mahometanos
se habían aplicado en la traducción de las obras griego-latinas, judías y
cristianas (un movimiento que empezó en el siglo VIII durante el califato
abasí que gobernó el mundo musulmán hasta el 1258), las nociones poseídas
por los cristianos sobre la religión islámica rozaban una grosería
alucinante. ¿Qué aparecía, por lo tanto, de sus relaciones de viaje?
(Pienso, por ejemplo, en Il Milione por Marco Polo, libro que fascinó y
estimuló el imaginario europeo por siglos; pero pienso también en el más
reciente Emilio Salgari y al Ciclo de los piradas de la Malasia, novelas
que trasudan racismo y colonialismo justamente en los años durante los
cuales Italia iba naciendo como nación, es decir como potencia colonial en
el Mediterráneo). Un sentido de superioridad, una escala de valores
jerarquizados, la aspiración a la dominación universal, así como una cierta
orgullosa complacencia concerniente la propia herencia cultural, la cual
condujo muchos, ya en aquella época, a abrazar una actitud estudiada a la
conversión forzada, a la necesidad de convencer a todos que la única verdad
residiera en el Cristo resucitado. ¿Pero de donde venía, a su vez, esta
certeza en la propia verdad absoluta, y como se había desarrollada? Esto
también es otro hilo que nos vuelve a llevar a los albores de la primera
especulación cristiana. Aunque históricamente se puedan atribuir a Esteban
las primeras señales hacia una misión más allá del judaísmo, sin embargo la
grande idea es de Pablo, y suya es su práctica explicación en el mundo.
Ahora bien, en la teología paulina el acto redentor de Jesús se encarna en
el creyente. Toda la vieja humanidad está crucificada en Cristo, toda la
nueva resurge con él: «Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni
hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en
Cristo Jesús» (Gal., III,28). Además – y es un aspecto muy importante – el
drama vivido por Jesús trascenderá el tiempo, perteneciendo a cada edad. Al
mismo tiempo ya a partir del siglo II d.C. (me refiero en particular a la
monumental obra Adversus haereses libri V por Ireneo de Esmirna, el primer
grande eresiologo) empieza una capilar codificación de las doctrinas que
tenían que ser extirpadas con fuerza; esta praxis acompañará la
especulación cristiana – y por muchos aspectos representará su misma alma –
hasta la modernidad avanzada. Es suficiente detenerse en el hecho de que ya
Ireneo nombra más que treinta herejías; Hipólito de Roma unas cuarenta;
Epifanio de Salamina, en el siglo IV, ochenta; hasta el Damasceno, que
cuenta más de cien. Además que estos, otro texto que gozará de un gran
éxito y hará – siglos después – de fondo a la evangelización forzada en las
colonias es el De praescriptione haereticorum por Tertuliano, texto en lo
cual se sostiene que la verdad es una, mientras que el error se multiplica.
La multiplicación de las herejías es una prueba directa de sus falsedades y
del arbitrio de sus fuentes de inspiración, y, al mismo tiempo, una prueba
indirecta de la verdad cristiana, que aparece siempre más una, eterna y
inmultiplicáble.

Creo que sea importante además poner el acento sobre el hecho de que
pocas épocas han tenido – cuanto el Medioevo cristiano de los siglos XI-XV
- (siglos fundamentales para la formación misma de la modernidad
occidental) la convicción de la existencia universal y eterna de un modelo
humano. Nos encontramos aquí prepotentemente – entre otras cosas – la
elaboración de un complejo ético-teológico tendente a la sacralización de
la práctica militar (que la lógica propagandística de la OTAN sigue
reproduciendo increíblemente todavía hoy). La exigencia de las Cruzadas y
de la lucha contra de los infieles llevó a un reconocimiento religioso de
la guerra por parte de una Iglesia que por otra parte ya desde hace tiempo
(y nos da la certeza de esto una fuente como el pontifical romano-germánico
de Maguncia del siglo X) solía bendecir las armas, así como hacía con los
instrumentos de trabajo y de uso cotidiano. Entre los años setenta y
ochenta del siglo XI Papa Gregorio VII, asumiendo como modelo figuras como
el miles Erlembaldo Cotta, que había sido el jefe militar de la paratía
milanesa, iba elaborando el nuevo concepto de Miles Sancti Petri,
desarrollo cierto pero también substancial modificación de lo de Miles
Christi. En un tratado no carente de fuerza poética, titulado Liber ad
milites Templi de laude novae militiae, el santo (Bernardo di Clairvaux,
primera mitad del siglo XII), traza el perfil ideal de una nueva caballería
hecha por monjes-guerreros, completamente olvidadiza del mundo e
integralmente consagrada a la causa de la guerra contra de los infieles y a
la amorosa defensa de los cristianos. La militia saeculi, afirma Bernardo,
es impía para su descabellado darse a las guerras fratricidas entre
cristianos. ¿Modelo de todo esto? Las armas lucis de una famosa carta de
Pablo. Aún más: el caballero, desde cuando aparece en una biografía
individual, la de San Géraud d'Aurillac escrita por el abad Oddone de
Cluny, en el siglo X, tiende a devenir el miles Christi, el caballero de
Cristo. La Reconquista española y las cruzadas abren un amplio campo a su
espíritu de aventura, a su devoción y a su lugar en el mundo de la
fantasía. En el siglo XII San Bernardo bendice el nacimiento de una nueva
caballería: la de los monjes-guerreros de los órdenes militares. Así como
el monje, el caballero es un héroe de la pugna spiritualis, de la lucha
contra del diablo. El imaginario caballeresco que perdurará hasta Cristóbal
Colón (literalmente el portador de Cristo, de lo cual por mucho tiempo se
irá postulando la beatificación), conquistador místico, se nutre de un
fundo mítico-folclórico y de los espejismos de Oriente. Estos místicos
espejismos, estos "monstruos humanos" acogidos por las alegorías de los
bestiarios y de los cuentos hagiográficos (de los cuales la Baja Edad
Media literalmente pulula) concernían a menudo el país del Amazonas, el
imperio secreto del Viejo de la Montaña, jefe de la Secta de los Asesinos.
La atracción por las tierras lejanas y para sus costumbres, que tendrá un
peso decisivo en la cultura europea entre los siglos XVIII y XX, y que dará
pie a aquel exotismo que es por otra parte funcional a las conquistas
coloniales, encuentra sus raíces precisamente en la literatura caballeresca
medieval, la cual recibe sus contenidos por la literatura geográfica
antigua y por la espiritualidad cruzada. Este espíritu de aventura cruzada
y caballeresca vendrá heredado, en la era de los grandes descubrimientos
geográficos y de los viajes transoceánicos, por Enrique el Navegante, por
Cristóbal Colón y por los conquistadores, los cuales lo utilizarán como
alibi para violencias y expoliaciones. También esta – como, más tarde, las
guerras indianas por los oficiales románticos de Su Majestad Británica que
vivían el revival decimonónico de la caballería – habría constituido una de
las formas concretas de la aventura. Por último – pero no menos importante
desde el punto de vista de la conversión forzada – vale la pena recordar
que al Doctor Angelicus Tomás de Aquino se debe una operación intelectual
de importancia fundamental. Encontrándose en Paris en el clima muy tenso a
resultas de la polémica sobre la "doble verdad" del Averroísmo, Tommaso
llega a afirmar que la teología es una ciencia (o una casi ciencia): esto
significa que esta tiene que ser enseñada también a los que no creen en la
página sagrada; se puede entonces esperar de convertir a los infieles a
través de medios racionales.

La Baja Edad Media es importante también para otro aspecto, relativo a
la primera codificación, en orden cronológico, del problema de la raza y a
las relaciones que los cristianos habían entretejido con la religión judía.
Desde la Gran Diáspora del primer siglo d.C., la vida de los judíos había
sido marcada por toda una serie de violencias, expropiaciones, matanzas de
masa, estereotipos y calumnias sin fundamento; y esto ya desde los primeros
conflictos entre Roma y la Judea bajo Pompeo, que ven en Roma los primeros
esclavos judíos, pasando por el año 138, cuando Jerusalén se vuelve en Elia
Capitolina, ciudad prohibida a los judíos, los cuales vienen exiliados en
el Mediterráneo y en Oriente. Aunque gozasen de iure de la protección por
parte de la Iglesia de Roma y de unos príncipes y reyes de estados
cristianos, de facto venían a menudo acusados, por ejemplo, de matar a
niños cristianos para utilizar su sangre con fines rituales, o de envenenar
pozos y arroyos. Asimismo a menudo venían justiciados y quemados vivos, sin
la posibilidad de defenderse por aquellas absurdas acusaciones por medio de
un regular proceso. En 1348, año en que la peste negra empezó a difundirse
por Europa dezmando a su población, los focos van aparejados con las
persecuciones antijudías. Y no es un caso que el primer masacre haya pasado
justamente en la noche del Domingo de Ramos, es decir al comienzo de la
Semana Santa, la cual es, en el mundo cristiano, un periodo
tradicionalmente marcado por la manifestación – aunque ritualizada y
codificada – de la hostilidad religiosa en contra de los judíos. En ese
mismo año, por otro lado, los judíos ya habían sido expulsados de
Inglaterra y de Francia, mientras que en España venían sometidos a
violentas campañas – guiadas esencialmente por dominicanos – dirigidas al
llevarlos a la fuente bautismal. Mientas tanto en Alemania los masacres de
Rindfleisch en 1298, seguidos por los de Armleder en 1336, seguían la misma
línea. Todo este simbolismo relativo a la contaminación y a la maldad judía
– que hunde sus raíces en la Carta a los Gálatas por Pablo – ha sido, por
lo menos hasta la edad moderna, obra de la religión cristiana (aunque los
textos más recientes por Juan Pablo II y por Benedicto XVI sigan
insistiendo eufemísticamente sobre una "recíproca e histórica
incomprensión" entre judíos y cristianos). En particular, Pablo había
formulado una precisa concepción de la presencia judía en el seno de la
sociedad cristiana, la cual ponía mucho cuidado hacia el problema de la
contaminación: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa», había
escrito en la Carta a los Gálatas (5:9), refiriéndose a la ritualidad
judía, y exactamente con las mismas palabras había llamado los ritos
idolatras en la Primera Carta a los Corintios (5:7). Ya que, había añadido
(10:21): «Ustedes no pueden beber de la copa del Señor y de la copa de los
demonios; tampoco pueden sentarse a la mesa del Señor y a la mesa de los
demonios». De la interpretación de estos pasajes paulinos se basó gran
parte del pensamiento cristiano de los primeros siglos, construyendo una
imagen del judío centrada no más sobre la testaruda renuncia en reconocer a
la verdad (por la cual a menudo serán acusados los pueblos africanos y
latinoamericanos), sino también sobre la carnalidad e inmoralidad
(estereotipos muy similares a los concernientes el universo femenino), y
por fin sobre la naturaleza diabólica e idolatra de su religión. Esta es la
línea que encuentra su expresión más radical en las invectivas por Juan
Crisóstomo, en las que el judío es el símbolo mismo del mal y las Sinagogas
son moradas de Satán. Así que la Iglesia, aunque hubiera sido hábil en
elaborar una teoría sobre la presencia judía que la garantizaba y la hacía
estable (a condición de una total y completa declaración de sumisión),
había también abastecido los instrumentos culturales y simbólicos para
transformar esta presencia en obscura amenaza, en contra de que era
necesario entrar en guerra.

Entre estos instrumentos la imagen es lo más importante, sobre todo en
una época en que la educación y la propaganda ideológica no se realizaban
por medio del texto escrito (prerrogativa de una irrisoria minoría), sino
por medio del acto visivo. Las imágenes podían suscitar graves sospechas y
hostilidades en cuanto tradicionalmente ligadas al mundo y a la cultura de
los gentiles y posibles vehículos de idolatría. Siempre más a menudo
vinieron entonces puestas a servicio de la Iglesia, de su misión, de los
programas de redención y de salvación, hasta el punto que empezaron a ser
consideradas como un substituto de la lectura para los iliteratos. De esto
ya se había dado cuenta Papa Gregorio Magno, que en el año 600 escribía al
obispo de Marsella: «... de hecho lo que la escritura es para los que saben
leer es la pintura para los analfabetos que la miran, ya que en ésta pueden
leer los que no conocen las letras, y entonces básicamente la pintura sirve
de lección para las gentes». Pues, a partir del siglo XIV asistimos a un
cambio radical, decisivo, que conecta la imagen con la construcción de una
escalera de valores edificados sobre el aspecto inmediatamente fenoménico
de un ser humano: de hecho el judío empieza a ser definido no más según su
creencia religiosa, sino conforme a su estructura física y fisiognómica. La
pintura y la iconografía de la época, las cuales desarrollarán esta
temática hasta el Renacimiento, presentan pruebas importantes de esta
mutación. Es famosa una pintura de Gotita, custodiada en la Capilla de los
Scrovegni en Padua (pero hay decenas de ejemplos similares), en la que
Judas Iscariote, personificación de la traición judía con respecto al
mesías desconocido, está completamente envuelto en una capa amarilla, con
el Satanás negro atrás; pues en aquella época el color amarillo expresaba
un significado negativo, una degeneración de las cualidades espirituales.
Estos frescos infamantes que representaban los judíos en acto de "comer la
inocencia", la pureza de los cristianos, a menudo eran expuestos en las
iglesias, lugares prohibidos por los judíos, facilitando y desarrollando un
simbolismo dirigido a lo que yo defino una educación al racismo, que vio
precisamente en aquellos sitios sus primeras manifestaciones. Sabemos que
este tipo de iconografía infamante será sucesivamente retomada por el
nazismo en Alemania y por el fascismo en Italia, cuando, en el contexto de
los Manifiestos de la raza, el judío será representado como un ser
demoníaco con una nariz ganchuda y con dedos increíblemente largos en acto
de tomar en sus manos todo el planeta. Lo mismo valdrá también por los
negros en Estados Unidos, pintados incluso en las historietas por niños
como bestias de carga, como monos con cerebros muy pequeños. El resultado
de esta iconografía es la representación del otro en calidad de un ser
demoníaco, en la imagen de una criatura monstruosa. Como si, concluyendo,
esta deformación física (culpablemente fantástica) correspondiera
especularmente a una degeneración humana y moral (igual que falsa).

En la misma época (siglos XIII y XIV), a resultas del Concilio
Luterano IV sobre los judíos (1215), se abría una nueva época de
segregación y discriminación. La del signo distintivo es quizás la más
conocida y significativa. El signo nace por la voluntad proclamada de
impedir ilícitos contactos sexuales entre judíos y cristianos (y es
precisamente aquí que se anida la cuestión de la contaminación biológica
que hará de fondo a las tesis de Rosenberg y a las leyes de Núremberg,
tomada por las tesis de innumerables pensadores y científicos modernos), y
solo luego asume un valor más general de discriminación. Para distinguirse
de los cristianos, los judíos teníam que llevar sobre su ropa un signo
distintivo. Este signo variaba según las circunstancias y los lugares: una
rueda de tela, un sombrero amarillo, particulares capas hasta unos
pendientes. En Ferrara (solo para hacer un ejemplo) durante el siglo XV,
las leyes establecían que cada judío de sexo masculino y de edad superior a
las doce años tenía que llevar un signo amarillo. Podemos notar entonces
que el color empieza a asumir un conjunto de significados que van mucho más
allá del dato visivo; a esta cuestión Frantz Fanon dedicará páginas
memorables en Piel Negra, Mascaras Blancas, hablando de la contraposición
maniqueísta blanco-negro. Prescindiendo de cual fuera realmente el
significado del signo, este pasó rápidamente en la percepción judía, así
como en la cristiana, a significar inferioridad e infamia. En Italia será
la predicación franciscana – durante los siglos XIV y XV – a imponer el
signo en los comunes y en las ciudades.

Llegamos ahora al "año cero" de la Modernidad, el 1492. Enseguida,
cuando los europeos desembarcaron en el "Nuevo Mundo" (supuestamente nuevo
para ellos), se difundió un procedimiento intelectual generalizado a través
de que se empezaron a clasificar los seres humanos utilizando por este fin
unas categorías: estructura corpórea, cualidades morales, intelectuales,
espirituales, etcétera. Las características éticas y psicológicas eran
sabiamente repartidas: descubrimos entonces, por la literatura de la época,
que el africano es "negro, flemático y flojo"; que el americano constituye
una amenaza mayor ya que es "rojo, colérico y erecto"; por fin, el asiático
aparece "amarillo, melancólico y rígido". Con el paso del tiempo las
clasificaciones de las especies humanas se hacen siempre más refinadas: la
antigua distinción entre naciones sagradas y naciones gentiles, entre los
cristianos y todos los demás, fue substituida por aquellas basadas sobre
raza, color, origen, rasgos caracteriales y presuntas configuraciones
psíquicas. No es una casualidad que en toda la iconografía cristiano
medieval, que en este sentido allana el terreno al colonialismo moderno, la
luz blanca y resplandeciente es emanación directa de Dios, desde la cual, a
través de la encarnación en Jesucristo, deriva el único y verídico
conocimiento, la única verdad que el Occidente está dispuesto a admitir
(aunque la identificación entre verdad y luz sea mucho más antigua del
cristianismo mismo; de hecho parte de los presocráticos, encontrando
después una precisa sistematización en la filosofía platónica). Ya en el
Evangelio según Juan se lee que Cristo es «lleno de gracia y de verdad»
(1,14), que es «luz del mundo» (8,12). Vemos entonces que el color, que de
un punto de vista físico es simplemente una percepción óptica, visual,
adquiere un claro valor antropológico y moral. El color de la piel,
peculiaridad fenoménica que se da inmediatamente por medio del cuerpo,
empieza a asimilar un conjunto de significados que sobrepasan el dato
meramente visual. A este respecto Frantz Fanon, psiquiatra y filósofo
martiniqués y entre los "padres fundadores" del pensamiento decolonial, en
Piel negra, máscaras blancas (1952), escribirá: «En el inconsciente
colectivo del homo occidentalis el negro, o si se prefiere, el color negro,
simboliza el mal, el pecado, la miseria, la muerte, la guerra, el hambre
[...] El negro, lo oscuro, la sombra, las tinieblas, la noche, los
laberintos de la tierra, las profundidades abisales, manchar (de negro) la
reputación de alguien; y en otro lado: la mirada clara de la inocencia, la
blanca paloma de la paz, la luz maravillosa, paradisíaca [...] ¿No se dice,
en el campo del simbolismo, la Justicia Blanca, la Verdad Blanca, la Virgen
Blanca?». El hombre blanco, en último análisis, será el único a ser
considerado puro, tanto como desde un punto de vista físico como de lo
moral y epistémico. Al final del 1400, contemporáneos a la expulsión de los
judíos de España y como fondo ideológico de la Reconquista, empezarán a
circular los primeros estatutos de limpieza de sangre (el primero fue
aprobado en Toledo en 1449).

¿Cuál fue el acercamiento del hombre occidental, blanco y cristiano,
cuando se encontró delante del negro africano y del indígena americano?
Conceptos cuales Hombre y Humanidad fueron los referentes utilizados para
medir, clasificar, juzgar y evaluar los habitantes y las regiones del
planeta. La así llamada "Revolución Epistemológica" de los siglos XVI y
XVII tuvo, sin duda, su epicentro en Europa (pienso en Descartes, en
Kepler, en Galilei); pero muy pronto la esfera disciplinar que de ella tomó
vida, se autoafirmó no solamente en relación a la sola Europa, sino a todos
los saberes existentes en las sociedades no-europeas y a las poblaciones
que vivían en aquellos territorios colonizados. Aquí hay un cambio
fundamental: desde la teología cristiana como única fuente de conocimiento,
se pasó a la filosofía y a la ciencia secularizada como modelos universales
que hay que seguir e imponer. La asignación autorreferencial de la tarea de
juzgar y evaluar relegó las esferas disciplinares no-occidentales a meras
instancias susceptibles de ser modificadas, borradas, re plasmados a su
propia imagen y semejanza, a imagen y semejanza del hombre blanco, Dios
entre los otros hombres. La "Revolución Epistemológica" irá corriendo
parejo, por otra parte, a la fundación histórica del racismo ontológico (un
racismo, entonces, que atañe el Ser mismo del hombre, y por otro lado su no-
Ser en cuanto no-europeo) y epistémico (concernido la producción y la
gestión del saber).

Teología cristiana y revolución científica combatieron una contra otra
una feroz guerra en el interior de Europa; pero fueron fieles aliadas en el
clasificar los que, de acuerdo con peculiares parámetros, eran o no eran
dotados de capacidades racionales: claro me refiero a las poblaciones no-
europeas. Se medía todo mediante una idea abstracta de "normalidad humana":
el hombre, en cuanto portador de conocimiento y moralmente válido, tenía
que ser blanco, cristiano, occidental e heterosexual. Estas fueron por
siglos cuatro connotaciones indispensables para poder ser considerados
seres humanos "normales". Aquí hay también un discurso interesante sobre la
"fonética del saber". También los idiomas en los cuales el saber era
producido poseían, de hecho, una jerarquía muy precisa: al lado de los
idiomas imperiales sí que estaban otros, pero considerados como inadecuados
al saber, no idóneos ya que faltaban de locuciones literales
correspondientes al latín, lo cual, recordémoslo, era el idioma oficial de
la Iglesia de Roma, el idioma de Dios. Esto llevó, entre otras cosas, hacia
el sospecha, cuando no hacia la absoluta certeza, de la inferioridad
intelectual de la así llamada gente de color, un supuesto retraso histórico-
psíquico que tenía que ser colmado, educado por el colonizador. Vamos a
ver, por ejemplo, lo que nos dice Hegel en sus Lecciones sobre la Filosofía
de la Historia Universal, hablando de los "indios": «Mucho tiempo ha de
transcurrir todavía antes de que los europeos enciendan en la alma de los
indígenas un sentimiento de propia estimación. Los hemos visto en Europa,
andar sin espíritu y casi sin capacidad de educación. La inferioridad de
estos individuos se manifiesta en todo, incluso en la estatura». (He
utilizado a este pasaje de Hegel ya que creo que sintetice muy bien cual
fuera, también a nivel filosófico, el punto de vista del occidente culto.
Podríamos notar las mismas definiciones denigratorias en Locke, en
Voltaire, en Kipling, en John Stuart Mill, en Montesquieu, en Engels y en
muchísimos otros autores y corrientes de pensamiento, como el Positivismo o
el Evolucionismo, que influenciaron profundamente el pensamiento
occidental). La filosofía moderna también, como muchas otras disciplinas,
impuso un procedimiento de racialización del pensamiento: no se puede tener
filosofía ahí donde no se tiene piel blanca y proveniencia físico-cultural
europea.

Esta idea de totalidad, producida en Europa, llevó a un marcado
reduccionismo teórico, asumiendo como núcleo central una metafísica del
macrosujeto histórico, es decir de un sujeto artífice y único protagonista
de la supuesta historia universal. El hombre occidental es lo que forja,
actúa y hace la historia: la historia se encarna en él y en él solo. Esta
posición tomada, además de matar y sumergir diferentes acercamientos al
conocimiento, diferentes historias-otras, diferentes modalidades de ser-en-
el-mundo, se acompañó a políticas de exterminio bajo la égida del sueño
pueril de una racionalización total de la sociedad. Los pueblos
colonizados, además de ser privados de un saber acumulados por siglos,
fueron reducidos a una imagen, a una representación de lo que era un pálido
reflejo de lo que Europa creía conocer. Lo que sucesivamente será llamado
Tercer Mundo, empieza, ya desde el siglo XVI, a tomar formas de un objeto
de estudio. Entonces hay un sujeto occidental que se relaciona con el otro
como si fuera un objeto, como si fuera un absolutamente-otro con respecto a
sí, construyendo una desviación ontológica, una distancia que no se puede
colmar. El enredo entre poder (económico, político, militar) y conocimiento
(capacidad de producir, difundir e imponer una propia visión del mundo
asumida como universal) crea, inventa el concepto de "indios", de "negro",
de "oriental". Hay una clara, precisa y minuciosa concepción jeneralizada
que afecta el hombre occidental: él domina sobre lo que tiene que ser
dominado. Estamos frente a la misión civilizadora, pedagógica, del
macrosujeto occidental. Una visión que también hoy en día, cuando se habla
de "cooperación al desarrollo" o de "países subdesarrollados", impregna y
rellena los discursos y las prácticas políticas de los países occidentales.
Estos enunciados ("desarrollo", "progreso") no son neutros, no son propios
de una "caritativa inocencia cristiano-capitalista"; al contrario
significan que todo el planeta tiene que volver a recorrer las etapas de la
historia occidental, como si esta historia fuese la única llave de lectura
posible para todos los seres humanos del mundo, como si todo tuviera que
aproximarse a este epicentro del conocimiento y de la técnica. Asistimos,
al mismo tiempo, a una universalmente admitida inferioridad del no-
occidental: él necesita ser correcto, mejorado, en las maneras de vivir y
pensar. El concepto de "cultura" fue también endemoniadamente útil para
tildar todo lo demás como inferior. Mientras que la civilización europea se
dividió en culturas nacionales, las otras poblaciones del mundo eran
consideradas incultas, es decir incapaces de trabajar sobre lo creado
gracias a la ayuda de un dios veraz, del único dios verdadero que, según
una cierta interpretación teológica muy difundida en aquella época,
aseguraba con su fuerza explosiva la conquista de las almas, espejo de una
conquista toda económica, toda terrena. El resultado de este acercamiento
político-epistémico no fue un intento de conocer el otro, ni de dejar que
él manifestara libremente sus rasgos esenciales: lo que se construyó y que
sigue fortificándose es la representación del otro: en otras palabras, la
total ignorancia de lo mismo. El oriental, el indio, el negro, constituyen
errores que necesitan ser corregidos y puestos en el interior de la
Historia Universal, aquel proceso que marcha inexorablemente en línea recta
desde la Antigua Grecia hasta la Modernidad, capaz de engullir y hacer
desaparecer todo lo que encuentra.

Vuelvo ahora a la idea de raza (que no tiene nada de científico) .
Antes que nada, la clasificación de la población mundial estructurada sobre
este concepto es una construcción mental, una representación subjetiva (del
supuesto Uno-Todo-Eurocéntrico), la cual expresa el papel de la dominación
colonial: es el lado práctico, visible, de esta representación. De hecho
desde el comienzo del colonialismo esta aserción impregna las dimensiones
más importantes del poder mundial (en las manos del Occidente), incluyendo
su racionalidad específica, el eurocentrismo. Con la Conquista la
codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados se
fundó precisamente sobre una idea racial, es decir, sobre una presunta
diferente estructura biológica que situaba los unos en una posición de
natural inferioridad con respecto a los otros. Por otra parte, y es
importante no olvidarlo, este proceso iba aparejado con las nuevas formas
históricas de control del trabajo, de sus recursos (también humanos) y de
sus productos, girados alrededor del naciente capitalismo imperial-colonial
y al mercado mundial. La formación de relaciones sociales fundadas sobre
esta idea produjo, en América antes que en otras partes, identidades
antropológicas históricamente nuevas: Indios, Negros y Mestizos. Al mismo
tiempo ser un hombre blanco adquiere, de esta manera, nuevos significados:
dominar, sujetar, destruir y reconstruir. Pensamos en un ejemplo sacado de
la arquitectura: la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, como
muchas otras en América Latina, fue edificada, como quiso Hernán Cortés,
sobre las ruinas de un templo azteca dedicado a la divinidad Xipe. Los
lugares de culto cristianos entonces iban cubriendo y substituyendo
físicamente, con claro valor simbólico, otros lugares de culto
preexistentes. En este contexto de proveniencia identitaria, la pregunta
que había agobiado el hombre europeo por siglos, la concerniente el "¿Quién
soy?", es substituida por otra, todavía más decisiva: "¿De dónde vengo?".
La personal configuración espacial, ligada a la proveniencia, se convierte
muy pronto en un elemento de reconocimiento fundamental en ámbito socio-
político y psicológico: adquiere valor.

Ya es evidente, a la luz de los actuales conocimientos científicos, que la
categoría de raza es a todos los efectos una invención, una creación. Sin
embargo, creo que sea importante recordar que, por siglos, casi todos los
saberes construidos en Europa han tenido en común un acercamiento racista
(se habla o, aún mejor, se asume un punto de vista racista en filosofía, en
literatura, en antropología, en biología, en medicina, en psicología, en
geografía, hasta llegar a aquella peligrosa pseudociencia mentada como
frenología). Además la del color es una entidad claramente fenoménica y
difícilmente contestable, la cual, no obstante, ha asumido históricamente
un valor moral, cultural, antropológico y filosófico, cargándose de
elementos totalitarios y deshumanizantes.

Creer que el racismo haya desaparecido en nuestras sociedades sería un
gran error (un error ya cometido en el pasado, con la caída del nazismo,
tan como subrayaba Aimé Césaire en sus obras). Muy a menudo escuchamos
discursos sobre el colapso o la crisis de las ideologías, de aquella "capa
ideológica" que ha acompañado el siglo pasado. Pues bien, el submundo
ideológico-cultural del Occidente, prescindiendo del contenido particular y
de la dirección hacía la cual se desarrolla, comparte curiosamente el mismo
acercamiento racista y eurocéntrico (incluyendo también el marxismo). La
discriminación racial impregna los aspectos cotidianos de nuestra vida,
desde la introducción en el sistema escolar hasta el mundo del trabajo, del
cine a la publicidad, desde la administración de la justicia hasta las
libres asociaciones. No es una casualidad que siempre Fanon observaba, en
1962: «La burguesía occidental, aunque fundamentalmente racista, consigue
casi siempre disfrazar ese racismo multiplicando los matices, lo que le
permite conservar intacta su proclamación de la eminente dignidad humana».
En muchos países europeos partidos abiertamente xenófobos y racistas van a
ganar amplios consensos; en Occidente, pero sobre todo en Estados Unidos,
cada musulmán es considerado como un terrorista potencial, como una amenaza
concreta y real. Continuas oleadas migratorias fortalecen antiguos
estereotipos concernientes el otro, agigantando las filas de los populistas
partidarios de la política del endogrupo (o grupo de pertenencia), que mira
violentamente hacía el esogrupo (o grupo exterior); a nivel estatal se
persigue la realización, a través de la cierra de las fronteras para los no-
comunitarios, el antiguo ideal de una ciudadanía militarizada. Además
muchas personas siguen pensando que la humanidad sea subdividida en grupos
étnicos, cada uno de los cuales sería dotado de una mentalidad propia que
se transmitiría hereditariamente.

Personalmente creo que las prácticas racistas constituyan un elemento
central sobre lo cual el Occidente moderno ha estructurado su misma vida,
sus creaciones, su autoconciencia. No podemos más relacionarnos a nuestra
herencia cultural reatando en un rincón esta problemática, vaciándola de
importancia. Lo que quiero decir es que el elemento racista representa a
mis ojos el alma misma de la modernidad europea, lo que la inspiró, excitó,
pero también desmitificó; podría afirmar, de una manera, que el racismo es
la historia misma del Occidente moderno. Continuar en no considerar
fundamental esta entidad constituyente, cuando se analizan y estudian
teorías y orientaciones políticas, teológicas, históricas y económicas,
representa una ciega y perniciosa voluntad de callar, una voluntad de no
ver, desde la cual siento la exigencia de marcar las distancias. En otras
palabras, si creemos que para un análisis de la gestación, de la formación
y del sucesivo desarrollo del Occidente a nos culturalmente más cercano sea
necesario investigar conceptos cuales Dios, el derecho, el estado, el
capital, etc., esta investigación no puede prescindir de la perspectiva
racista desde, y a través de la cual los mismos se han desarrollado. Pues
bien, hasta la fecha la filosofía occidental tiene aún que presentar una
respuesta adecuada y positiva, una respuesta que vaya más allá de una
patética y poco convencida admisión de culpas, que además no sirve para
nada.

Creo firmemente que el acercamiento decolonial, en cuanto praxis de-
culturizante (que acabe, de una vez para siempre, con aquella vieja
historia del hombre blanco, superior por naturaleza y razón, poseedor de
una verdad absoluta y único agente de la Historia; que acabe con una
construcción jerárquica del saber, un saber que se traslada del epicentro-
Occidente y que mata a todas las otras formas de conocimiento), pueda
ofrecer una solución posible y practicable, una posible alternativa. No se
trata de la enésima corriente de pensamiento que intenta englobar la
totalidad en su estómago insaciable, sino, por lo contrario, que ofrece una
apertura a las infinitas posibilidades de los seres humanos. Es la voz de
todos los que han sido marginados, a lo largo del curso de la historia, de
la supuesta historia universal, la eurocéntrica. Es la tentativa de
explicar y desplegar, desde un punto desplazado del espacio cognoscitivo,
todas aquellas existencias particulares a las cuales se impuso el silencio.
Es la revalorización, el manifestarse sensible del no-dicho, del
oscurecido, de lo que secularmente se ha querido enterrar. Es la
resistencia que nunca desapareció, la resistencia que jamás fue vencida. El
objeto del saber occidental, es decir, el no-occidental, se hace en este
sentido una entidad subjetivo-comunitaria que intenta librarse de las
cadenas, de ganar una zona enunciativa autónoma, una zona en que ella pueda
hablar (y que pueda hablar también de como somos nosotros occidentales.
Pienso que esto sería útil también a fin de una decolonización del
colonizador mismo: escuchar un discurso de la alteridad que pueda contarnos
como él otro nos ve. Porque desgraciadamente nosotros, en Occidente,
siempre hemos sido acostumbrados, y lo somos todavía, a las autocriticas;
nunca hemos sido dispuestos a aceptar un discurso, una crítica, una
exposición concerniente el nuestro mismo ser que proviniese de otra parte
del globo), para que pueda por fin responder a las exigencias particulares
de realidades diferenciadas. No más, entonces, un macro-Sujeto-metafísico,
un Uno-Todo Ego-Logo-Céntrico, que se va a poner como organizador y juez de
todo el planeta, sino una absoluta variedad de libres determinaciones que
utilicen nuevas categorías analíticas y nuevas referencias orientadas hacía
el desenmascaramiento y desmantelamiento de las hegemónicas y típicas del
Occidente. Y, sobre todo, que generen nuevas prácticas políticas, que todos
necesitamos hoy en día.

Acabando, una última cuestión. Creo que la descolonización humana-
intelectual pueda ofrecer la posibilidad de crear nuevas relaciones
interhumanas que sobrepasen, superándolas, las hipostatizaciones monocordes
por las cuales estamos ligados. Se trata de un camino difícil que implica
un desaprender, un olvidar activamente, un poner en un rincón los rasgos
esenciales de la misma cultura humanística en que nos hemos modelado. Se
trata de una deslocalización epistémica, de una capacidad perspectiva, del
estar listos, utilizando una expresión nietzschana, a «encontrarse jovial y
de buen humor entre verdades todas ellas duras». Porque aquí el problema
pasa por dos estadios complementarios que nos llevan a colgar nuestros
viejos hábitos que huelen de hipocresía comprensión. Por un lado, un
sistemático y cuidadoso análisis de los caracteres esenciales de nuestra
epistemología, de nuestra cultura divina y mitológica, los cuales nos han
llevado a practicar y evidenciar un racismo fenoménico-ontológico de lo
cual aún somos portadores. Por otro lado, quizás más decisivo, tenemos que
estar listos para escuchar a la alteridad por lo que es, por como ella se
manifiesta, y no según las nuestras categorías de pensamiento y evaluación-
categorización. ¿Cómo sería posible, de hecho, entender y captar unas
realidades que hablan otros lenguajes, que viven en lugares heterogéneos en
contextos socio-económicos diferentes, utilizando, didácticamente e
intelectualistamente unas categorías que no les comprenden? La
perseverancia en el querer eludir esta problemática, que es una
problemática humana mucho más que intelectual en sentido estricto,
representa a mis ojos el enésimo intento de atrincherarse detrás de
barreras ontológicos-epistémicas. Ya que, además, para mi esta ni siquiera
se puede definir filosofía, sino un egocentrismo militante, erudito,
académico que, anulando la alteridad, destruye a sí mismo: no más,
entonces, filo-sofía (un amor por la sabiduría), sino mono-sofía (sabiduría
del Uno y del Único).

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[1] Texto de la conferencia dictada para el seminario "Radicalidad y
Filosofía Política" el día 14 de julio del año 2014 en la Facultad de
Filosofía de la Universidad de Barcelona (U.B.). Con Andityas Costa Matos
(UFMG), Renato Cesar Cardoso (UFMG-U.B.) y Francis García Collado (UFB).
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