Racismo y biopolítica: genealogía de un umbral 1

May 24, 2017 | Autor: L. Franceschini | Categoría: Cultural Heritage, Race and Racism, Biopolitics, Decolonial Thought, Eurocentrism
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Descripción

Racismo y biopolítica: genealogía de un umbral1 Quería empezar el discurso hodierno analizando el origen etimológico de dos términos muy relevantes y que acompañarán a la entera exposición: colonialismo y cultura. Ambos derivan del verbo latín còlere (literalmente “cultivar”, “trabajar sobre lo creado”, pero también, en sentido más amplio, “cuidar”, “honrar”, “venerar”). En esta acepción la palabra cultura se refiere, como justamente subrayado por el filósofo ruso Pavel A. Florenskij, al mismo acto del culto, a lo que, sacralizado a través de una práctica ritual, eleva a función salvífica, propiciatoria. En el fluir circular de las estaciones se asiste a una praxis de naturaleza mitológica que liga la acción directa del homo faber, del campesino que rotura, siembra y recolecta, a la benevolencia de la divinidad. Ya aquí notamos un vínculo estricto entre la necesidad de ejercitar una forma de gestión y transformación de la tierra en beneficio propio (lo que es, justamente, in-culto), y un ruego que mira al dios, para que él ayude y haga posible esta actividad. Implicación previa e indispensable se hace la estable ocupación de un espacio. Me parece suficiente poner el acento sobre la importancia que ya a partir del siglo VII a.C. poseían los cultos relativos a Deméter y Dionisio (que gozaban del mayor número de templos dedicados a las divinidades en toda Grecia), respectivamente diosa de la agricultura y dios de la entusiastica producción de la vida, venerados mucho antes de la sistematización del Dodekatheon olímpico. A este respecto no me parece otrosí superfluo recordar el colegio sacerdotal romano conocido como Fratres Arvales, lo que, según la atestación de Plinio el Viejo, fue instituido por Romulus; aquel mismo Romulus que, según la leyenda, mató a su gemelo Remo, culpable de haber franqueado el muro o pomerium (es decir el “surco sagrado” de la ciudad de Roma) – precedentemente trazado con el arado – con lo cual Romulus había delimitado su espacio privado. Prácticamente idénticas aparecen al mutuo confronto las testificaciones que del acontecimiento ofrecen Tito Livio (Historia de Roma, I, 6-7) y Plutarco (Vida de Romulus, X, 1-2). Y precisamente esta antigua sacralización de un espacio, estructurada muy a menudo a través de la dialéctica de inclusión-exclusión, de dentro-fuera, de “veraz normalidad” ontológico-epistémica y de “mendaz anormalidad”, constituirá uno de los aspectos fundamentales de las prácticas políticas del Occidente más cercano. Pensamos solo un rato en el hecho de que – Inglaterra aparte – durante toda la Edad Media todas las ciudades poseían muras sagradas, las cuales protegían al endogrupo y excluían a los “indeseables”: inmigrados, judíos, prostitutas, ciegos y lisiados (en una palabra, todos los que Foucault definió los “monstruos humanos” en un famoso seminario dictado en el Collège de France en 1974-75). Y, parafraseando a una importante afirmación de Miguel Mellino, todavía hoy

Texto de la conferencia dictada para el seminario “Radicalidad y Filosofía Política” el día 14 de julio del año 2014 en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona (U.B.). Con Andityas Costa Matos (UFMG), Renato Cesar Cardoso (UFMG-U.B.) y Francis García Collado (UFB). 1

en día y cada día asistimos en el Mediterráneo, a causa de las criminales políticas de la Unión Europea, a la voluntad de conseguir el antiguo ideal de una ciudadanía militarizada. Creo que sea fundamental – desde mi punto de vista – subrayar dos nudos teóricos que me presionan en particular. Antes que nada, considerar que la práctica colonial, en cuanto dispositivo de exportación e imposición de una cultura (el conjunto de tradiciones, prácticas religiosas, costumbres y estilos de vida), nazca sólo a partir de aquel fatídico 1492, significa no ver todo aquel terreno que anticipa, forja y prepara la brutalidad del hombre euro-blanco-cristiano ya a partir de la Antigua Grecia. Además, aunque de hecho el colonialismo directo, militarizado, vio su ocaso ya en los años setenta-ochenta del siglo pasado, uno de los elementos constitutivos de lo mismo, la colonialidad, sigue sobreviviendo y creando nuevas configuraciones de dominio-poder. Por colonialidad quiero decir un acercamiento ego-teo-lógico (en las mismas palabras de Enrique Dussel, es decir ligado a un punto central en el interior del espacio-mundo, de naturaleza teológica y que produce definiciones, razonamientos y saberes) de origen occidental, a través de lo cual seguimos categorizando, evaluando, reatando la alteridad en nombre de una presunta superioridad sapiencial, política y económica, la cual sigue haciendo de fondo a las prácticas y a los discursos internos a la política internacional. Para explicar esta serie de relaciones entre saber y poder, entre supuesta sapiencia universal e insipiencia, me valdré de un breve análisis centrado sobre la cuestión de la raza; pero, aún más, mi principal objetivo hodierno es lo de volver a llevar a la luz unos aspectos que me parecen decisivos para anatomizar lo que, a partir del 1492, será el colonialismo moderno, es decir el alma misma de la modernidad europea.

¿Cómo nace, en Europa, la idea de raza? Es decir, ¿la idea que el homo sapiens, único superviviente de la familia de los homínidos, pueda ser subdividido, a su vez, en categorías determinadas y determinantes? Pero quiero antes remachar un concepto (creo sea importante hacerlo): ni los Griegos, ni sucesivamente los Romanos, consideraban “el otro de sí” en términos de inferioridad racial (este aparato conceptual aparece sólo con lo que los europeos han definido Modernidad), sosteniendo, al mismo tiempo, la propia superioridad a nivel de civilización y conocimiento. Ejemplos de esta praxis se descubren en varias disciplinas (historiografía, literatura, filosofía). Desde un punto de vista historiográfico ya Tucídides veía en el gobierno de Pericles y en las leyes en esto vigentes un modelo que todos los demás habrían tenido que seguir; en edad helenística el historiador griego Panecio (II siglo a.C.) llega a ver en el imperialismo romano una misión universal la cual, conciliando una política de dominio con una discutible filantropía, asegura a todos los pueblos paz, prosperidad, justicia y orden: se trata, en pocas palabras, de un gobierno

iluminado. ¿Y qué decir de Cicerón, que en las Epistulae ad Atticum describe los Britanos, a resultas de la campaña hecha por Cayo Julio César en el 52 a.C., como gente terriblemente estúpida e incapaz de aprender? Con respecto a la filosofía y a la literatura, me parece interesante subrayar como la misma idea de superioridad sapiencial, mezclada a una fobia hacia el Oriente alimentada ya a partir de las Guerras Médicas del V siglo a.C., fuese hecha propia por los mejores intelectuales de la antigüedad. El primer gran dramaturgo griego, Esquilo, veía en los Persas una amenaza, considerándolos inferiores a los griegos: de hecho en la homónima tragedia, más que poner de relieve la victoria helénica, el énfasis está todo dirigido hacia la orgullosa consciencia por haber derrotado el extranjero, el insólito, O ξεμος (desde aquí el término moderno xenofobia). Esta idea será recuperada, dos siglos después, por Aristóteles. En su Política el Estagirita expone la disertación y el análisis de dos conceptos que pesarán, y no poco, sobre la sucesiva tradición político-filosófica del Occidente: me refiero al concepto de bárbaro y a lo de esclavitud, los cuales serán utilizados, casi dos mil años después, como referentes eruditos en la práctica de la evangelización coercitiva ejercitada por la Iglesia católica con respecto a las poblaciones nativas del continente americano (Las Casas mismo, que vendrá recordado por Simón Bolívar en su Carta de Jamaica como “el filantrópico obispo del Chiapas”, se rehará a la categorización aristotélica cuando se encontrará en presencia de los “Indios”). Según Aristóteles el bárbaro, literalmente “el extranjero”, era predispuesto por naturaleza a ser esclavo de un griego en cuanto desprovisto de la capacidad racional para vivir las formas de la ética y de la moralidad de la polis. Aristóteles afirma, rehaciéndose a la acreditada Ifigenia en Aulide por Eurípides, que «dominar sobre los barbaros es propio de los griegos, como si por naturaleza bárbaro y esclavo fuesen la misma cosa». Equiparación, entonces, entre esclavo y bárbaro, literalmente “el que es tartamudo, extranjero”, ya que no habla el idioma griego. Se puede ya notar aquí la creación de una unidad étnico-cultural fundada sobre la comunión lingüística, contrapuesta a la presunta inferioridad de todos los que hablaban otros idiomas: es una visión que se puede definir helénico-céntrica, la cual establece y remarca una diferencia vista como superioridad. Si siguiéramos el camino del término βάρβαρος veríamos como la teología cristiana conservará la antigua acepción despreciativa de ello. Pablo de Tarso, por ejemplo, en la Epístola a los Romanos (1:14) y en la Primera epístola a los Corintios (14:11) utiliza el vocablo para indicar aquel abismo con el cristiano que no se puede colmar: es decir, el choque entre insipiencia y sapiencia. La odiosa práctica de la esclavitud, que desde la antigüedad ha acompañado la vida misma del Occidente, encontrará con el cristianismo una sistematización impecable, una justificación orientada hacia el sentirse en paz con Dios. Siempre San Pablo, en la Epístola a los Efesios (VI, 5-8), exhortará los

esclavos a obedecer a los padrones terrenos “con respecto y temor”, como «siervos de Cristo, haciendo de buen corazón la voluntad de Dios, sirviendo de buena gana, como el que sirve el Señor y no los hombres»; añadirá después, en la Primera epístola a los Corintios (VII, 20-22): «¿Eras esclavo al escuchar el llamado de Dios? No te preocupes por ello, y aunque puedas llegar a ser un hombre libre, aprovecha más bien tu condición de esclavo». En el siglo IV, los contemporáneos San Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona quedarán fieles a los preceptos paulinos: el primero, en el De Paradiso (14,72) verá en la esclavitud un “don de Dios”, mientras que el segundo, en la Exposición sobre el Salmo 124 (7), dirigiéndose al siervo, remachará los mismos conceptos. Este se quedará, por siglos, el modus operandi común a todos los teólogos de la Iglesia católica, la cual se valdrá del trabajo servil y esclavista, avalado por decenas de decretos y bandos oficiales, sin jamás apartarse desde la más antigua concepción aristotélica. Sin embargo, antes que con respecto a las poblaciones extra-europeas, esta praxis será a menudo dirigida hacia los judíos. Pensamos solo un rato en la bula Etsi Iudaeos, emitida por Papa Inocencio III en 1205, en la cual se definía el estatuto del judío dentro del mundo cristiano como un estatus de “perpetua servidumbre”. Solo esta “perpetua servidumbre” – se afirmaba entonces – podía permitir la presencia de los judíos en el mundo cristiano.

Hasta aquí, reasumiendo, dos puntos fundamentales: un ego-logo-centrismo, un producir un discurso desde el punto de vista de él que va a poner a sí mismo en una posición central y superior; el admisión, y la consecuente justificación, de la práctica esclavista, dirigida contra todos los que no pertenecen a determinadas categorías, a arbitrarias creaciones antropológicas.

Las grandes exploraciones de la Baja Edad Media llevarán los europeos a alcanzar casi todo el mundo entonces conocido (vendrán al contacto, por ejemplo, con Árabes, Mongoles y Chinos). Desde el siglo XI hasta el siglo XIII habían sido las Cruzadas a poner los europeos en contacto con las civilizaciones islámicas, consideradas inferiores, idolátricas y mentirosas. Pero, mientras por sus partes teólogos y eruditos mahometanos se habían aplicado en la traducción de las obras griegolatinas, judías y cristianas (un movimiento que empezó en el siglo VIII durante el califato abasí que gobernó el mundo musulmán hasta el 1258), las nociones poseídas por los cristianos sobre la religión islámica rozaban una grosería alucinante. ¿Qué aparecía, por lo tanto, de sus relaciones de viaje? (Pienso, por ejemplo, en Il Milione por Marco Polo, libro que fascinó y estimuló el imaginario europeo por siglos; pero pienso también en el más reciente Emilio Salgari y al Ciclo de los piradas de la Malasia, novelas que trasudan racismo y colonialismo justamente en los años durante los cuales Italia iba naciendo como nación, es decir como potencia colonial en el

Mediterráneo). Un sentido de superioridad, una escala de valores jerarquizados, la aspiración a la dominación universal, así como una cierta orgullosa complacencia concerniente la propia herencia cultural, la cual condujo muchos, ya en aquella época, a abrazar una actitud estudiada a la conversión forzada, a la necesidad de convencer a todos que la única verdad residiera en el Cristo resucitado. ¿Pero de donde venía, a su vez, esta certeza en la propia verdad absoluta, y como se había desarrollada? Esto también es otro hilo que nos vuelve a llevar a los albores de la primera especulación cristiana. Aunque históricamente se puedan atribuir a Esteban las primeras señales hacia una misión más allá del judaísmo, sin embargo la grande idea es de Pablo, y suya es su práctica explicación en el mundo. Ahora bien, en la teología paulina el acto redentor de Jesús se encarna en el creyente. Toda la vieja humanidad está crucificada en Cristo, toda la nueva resurge con él: «Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gal., III,28). Además – y es un aspecto muy importante – el drama vivido por Jesús trascenderá el tiempo, perteneciendo a cada edad. Al mismo tiempo ya a partir del siglo II d.C. (me refiero en particular a la monumental obra Adversus haereses libri V por Ireneo de Esmirna, el primer grande eresiologo) empieza una capilar codificación de las doctrinas que tenían que ser extirpadas con fuerza; esta praxis acompañará la especulación cristiana – y por muchos aspectos representará su misma alma – hasta la modernidad avanzada. Es suficiente detenerse en el hecho de que ya Ireneo nombra más que treinta herejías; Hipólito de Roma unas cuarenta; Epifanio de Salamina, en el siglo IV, ochenta; hasta el Damasceno, que cuenta más de cien. Además que estos, otro texto que gozará de un gran éxito y hará – siglos después – de fondo a la evangelización forzada en las colonias es el De praescriptione haereticorum por Tertuliano, texto en lo cual se sostiene que la verdad es una, mientras que el error se multiplica. La multiplicación de las herejías es una prueba directa de sus falsedades y del arbitrio de sus fuentes de inspiración, y, al mismo tiempo, una prueba indirecta de la verdad cristiana, que aparece siempre más una, eterna y inmultiplicáble.

Creo que sea importante además poner el acento sobre el hecho de que pocas épocas han tenido – cuanto el Medioevo cristiano de los siglos XI-XV - (siglos fundamentales para la formación misma de la modernidad occidental) la convicción de la existencia universal y eterna de un modelo humano. Nos encontramos aquí prepotentemente – entre otras cosas – la elaboración de un complejo ético-teológico tendente a la sacralización de la práctica militar (que la lógica propagandística de la OTAN sigue reproduciendo increíblemente todavía hoy). La exigencia de las Cruzadas y de la lucha contra de los infieles llevó a un reconocimiento religioso de la guerra por parte de una Iglesia que por otra parte ya desde hace tiempo (y nos da la certeza de esto una fuente

como el pontifical romano-germánico de Maguncia del siglo X) solía bendecir las armas, así como hacía con los instrumentos de trabajo y de uso cotidiano. Entre los años setenta y ochenta del siglo XI Papa Gregorio VII, asumiendo como modelo figuras como el miles Erlembaldo Cotta, que había sido el jefe militar de la paratía milanesa, iba elaborando el nuevo concepto de Miles Sancti Petri, desarrollo cierto pero también substancial modificación de lo de Miles Christi. En un tratado no carente de fuerza poética, titulado Liber ad milites Templi de laude novae militiae, el santo (Bernardo di Clairvaux, primera mitad del siglo XII), traza el perfil ideal de una nueva caballería hecha por monjes-guerreros, completamente olvidadiza del mundo e integralmente consagrada a la causa de la guerra contra de los infieles y a la amorosa defensa de los cristianos. La militia saeculi, afirma Bernardo, es impía para su descabellado darse a las guerras fratricidas entre cristianos. ¿Modelo de todo esto? Las armas lucis de una famosa carta de Pablo. Aún más: el caballero, desde cuando aparece en una biografía individual, la de San Géraud d’Aurillac escrita por el abad Oddone de Cluny, en el siglo X, tiende a devenir el miles Christi, el caballero de Cristo. La Reconquista española y las cruzadas abren un amplio campo a su espíritu de aventura, a su devoción y a su lugar en el mundo de la fantasía. En el siglo XII San Bernardo bendice el nacimiento de una nueva caballería: la de los monjes-guerreros de los órdenes militares. Así como el monje, el caballero es un héroe de la pugna spiritualis, de la lucha contra del diablo. El imaginario caballeresco que perdurará hasta Cristóbal Colón (literalmente el portador de Cristo, de lo cual por mucho tiempo se irá postulando la beatificación), conquistador místico, se nutre de un fundo mítico-folclórico y de los espejismos de Oriente. Estos místicos espejismos, estos “monstruos humanos” acogidos por las alegorías de los bestiarios y de los cuentos hagiográficos (de los cuales la Baja Edad Media literalmente pulula) concernían a menudo el país del Amazonas, el imperio secreto del Viejo de la Montaña, jefe de la Secta de los Asesinos. La atracción por las tierras lejanas y para sus costumbres, que tendrá un peso decisivo en la cultura europea entre los siglos XVIII y XX, y que dará pie a aquel exotismo que es por otra parte funcional a las conquistas coloniales, encuentra sus raíces precisamente en la literatura caballeresca medieval, la cual recibe sus contenidos por la literatura geográfica antigua y por la espiritualidad cruzada. Este espíritu de aventura cruzada y caballeresca vendrá heredado, en la era de los grandes descubrimientos geográficos y de los viajes transoceánicos, por Enrique el Navegante, por Cristóbal Colón y por los conquistadores, los cuales lo utilizarán como alibi para violencias y expoliaciones. También esta – como, más tarde, las guerras indianas por los oficiales románticos de Su Majestad Británica que vivían el revival decimonónico de la caballería – habría constituido una de las formas concretas de la aventura. Por último – pero no menos importante desde el punto de vista de la conversión forzada – vale la pena recordar que al Doctor Angelicus Tomás de Aquino se debe una operación intelectual de

importancia fundamental. Encontrándose en Paris en el clima muy tenso a resultas de la polémica sobre la “doble verdad” del Averroísmo, Tommaso llega a afirmar que la teología es una ciencia (o una casi ciencia): esto significa que esta tiene que ser enseñada también a los que no creen en la página sagrada; se puede entonces esperar de convertir a los infieles a través de medios racionales.

La Baja Edad Media es importante también para otro aspecto, relativo a la primera codificación, en orden cronológico, del problema de la raza y a las relaciones que los cristianos habían entretejido con la religión judía. Desde la Gran Diáspora del primer siglo d.C., la vida de los judíos había sido marcada por toda una serie de violencias, expropiaciones, matanzas de masa, estereotipos y calumnias sin fundamento; y esto ya desde los primeros conflictos entre Roma y la Judea bajo Pompeo, que ven en Roma los primeros esclavos judíos, pasando por el año 138, cuando Jerusalén se vuelve en Elia Capitolina, ciudad prohibida a los judíos, los cuales vienen exiliados en el Mediterráneo y en Oriente. Aunque gozasen de iure de la protección por parte de la Iglesia de Roma y de unos príncipes y reyes de estados cristianos, de facto venían a menudo acusados, por ejemplo, de matar a niños cristianos para utilizar su sangre con fines rituales, o de envenenar pozos y arroyos. Asimismo a menudo venían justiciados y quemados vivos, sin la posibilidad de defenderse por aquellas absurdas acusaciones por medio de un regular proceso. En 1348, año en que la peste negra empezó a difundirse por Europa dezmando a su población, los focos van aparejados con las persecuciones antijudías. Y no es un caso que el primer masacre haya pasado justamente en la noche del Domingo de Ramos, es decir al comienzo de la Semana Santa, la cual es, en el mundo cristiano, un periodo tradicionalmente marcado por la manifestación – aunque ritualizada y codificada – de la hostilidad religiosa en contra de los judíos. En ese mismo año, por otro lado, los judíos ya habían sido expulsados de Inglaterra y de Francia, mientras que en España venían sometidos a violentas campañas – guiadas esencialmente por dominicanos – dirigidas al llevarlos a la fuente bautismal. Mientas tanto en Alemania los masacres de Rindfleisch en 1298, seguidos por los de Armleder en 1336, seguían la misma línea. Todo este simbolismo relativo a la contaminación y a la maldad judía – que hunde sus raíces en la Carta a los Gálatas por Pablo – ha sido, por lo menos hasta la edad moderna, obra de la religión cristiana (aunque los textos más recientes por Juan Pablo II y por Benedicto XVI sigan insistiendo eufemísticamente sobre una “recíproca e histórica incomprensión” entre judíos y cristianos). En particular, Pablo había formulado una precisa concepción de la presencia judía en el seno de la sociedad cristiana, la cual ponía mucho cuidado hacia el problema de la contaminación: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa», había escrito en la Carta a los Gálatas (5:9), refiriéndose a la ritualidad judía, y exactamente con las mismas palabras había llamado los ritos idolatras en la Primera Carta a los Corintios (5:7). Ya que,

había añadido (10:21): «Ustedes no pueden beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios; tampoco pueden sentarse a la mesa del Señor y a la mesa de los demonios». De la interpretación de estos pasajes paulinos se basó gran parte del pensamiento cristiano de los primeros siglos, construyendo una imagen del judío centrada no más sobre la testaruda renuncia en reconocer a la verdad (por la cual a menudo serán acusados los pueblos africanos y latinoamericanos), sino también sobre la carnalidad e inmoralidad (estereotipos muy similares a los concernientes el universo femenino), y por fin sobre la naturaleza diabólica e idolatra de su religión. Esta es la línea que encuentra su expresión más radical en las invectivas por Juan Crisóstomo, en las que el judío es el símbolo mismo del mal y las Sinagogas son moradas de Satán. Así que la Iglesia, aunque hubiera sido hábil en elaborar una teoría sobre la presencia judía que la garantizaba y la hacía estable (a condición de una total y completa declaración de sumisión), había también abastecido los instrumentos culturales y simbólicos para transformar esta presencia en obscura amenaza, en contra de que era necesario entrar en guerra.

Entre estos instrumentos la imagen es lo más importante, sobre todo en una época en que la educación y la propaganda ideológica no se realizaban por medio del texto escrito (prerrogativa de una irrisoria minoría), sino por medio del acto visivo. Las imágenes podían suscitar graves sospechas y hostilidades en cuanto tradicionalmente ligadas al mundo y a la cultura de los gentiles y posibles vehículos de idolatría. Siempre más a menudo vinieron entonces puestas a servicio de la Iglesia, de su misión, de los programas de redención y de salvación, hasta el punto que empezaron a ser consideradas como un substituto de la lectura para los iliteratos. De esto ya se había dado cuenta Papa Gregorio Magno, que en el año 600 escribía al obispo de Marsella: «... de hecho lo que la escritura es para los que saben leer es la pintura para los analfabetos que la miran, ya que en ésta pueden leer los que no conocen las letras, y entonces básicamente la pintura sirve de lección para las gentes». Pues, a partir del siglo XIV asistimos a un cambio radical, decisivo, que conecta la imagen con la construcción de una escalera de valores edificados sobre el aspecto inmediatamente fenoménico de un ser humano: de hecho el judío empieza a ser definido no más según su creencia religiosa, sino conforme a su estructura física y fisiognómica. La pintura y la iconografía de la época, las cuales desarrollarán esta temática hasta el Renacimiento, presentan pruebas importantes de esta mutación. Es famosa una pintura de Gotita, custodiada en la Capilla de los Scrovegni en Padua (pero hay decenas de ejemplos similares), en la que Judas Iscariote, personificación de la traición judía con respecto al mesías desconocido, está completamente envuelto en una capa amarilla, con el Satanás negro atrás; pues en aquella época el color amarillo expresaba un significado negativo, una degeneración de las cualidades espirituales. Estos frescos infamantes que

representaban los judíos en acto de “comer la inocencia”, la pureza de los cristianos, a menudo eran expuestos en las iglesias, lugares prohibidos por los judíos, facilitando y desarrollando un simbolismo dirigido a lo que yo defino una educación al racismo, que vio precisamente en aquellos sitios sus primeras manifestaciones. Sabemos que este tipo de iconografía infamante será sucesivamente retomada por el nazismo en Alemania y por el fascismo en Italia, cuando, en el contexto de los Manifiestos de la raza, el judío será representado como un ser demoníaco con una nariz ganchuda y con dedos increíblemente largos en acto de tomar en sus manos todo el planeta. Lo mismo valdrá también por los negros en Estados Unidos, pintados incluso en las historietas por niños como bestias de carga, como monos con cerebros muy pequeños. El resultado de esta iconografía es la representación del otro en calidad de un ser demoníaco, en la imagen de una criatura monstruosa. Como si, concluyendo, esta deformación física (culpablemente fantástica) correspondiera especularmente a una degeneración humana y moral (igual que falsa).

En la misma época (siglos XIII y XIV), a resultas del Concilio Luterano IV sobre los judíos (1215), se abría una nueva época de segregación y discriminación. La del signo distintivo es quizás la más conocida y significativa. El signo nace por la voluntad proclamada de impedir ilícitos contactos sexuales entre judíos y cristianos (y es precisamente aquí que se anida la cuestión de la contaminación biológica que hará de fondo a las tesis de Rosenberg y a las leyes de Núremberg, tomada por las tesis de innumerables pensadores y científicos modernos), y solo luego asume un valor más general de discriminación. Para distinguirse de los cristianos, los judíos teníam que llevar sobre su ropa un signo distintivo. Este signo variaba según las circunstancias y los lugares: una rueda de tela, un sombrero amarillo, particulares capas hasta unos pendientes. En Ferrara (solo para hacer un ejemplo) durante el siglo XV, las leyes establecían que cada judío de sexo masculino y de edad superior a las doce años tenía que llevar un signo amarillo. Podemos notar entonces que el color empieza a asumir un conjunto de significados que van mucho más allá del dato visivo; a esta cuestión Frantz Fanon dedicará páginas memorables en Piel Negra, Mascaras Blancas, hablando de la contraposición maniqueísta blanco-negro. Prescindiendo de cual fuera realmente el significado del signo, este pasó rápidamente en la percepción judía, así como en la cristiana, a significar inferioridad e infamia. En Italia será la predicación franciscana – durante los siglos XIV y XV – a imponer el signo en los comunes y en las ciudades. Llegamos ahora al “año cero” de la Modernidad, el 1492. Enseguida, cuando los europeos desembarcaron en el “Nuevo Mundo” (supuestamente nuevo para ellos), se difundió un procedimiento intelectual generalizado a través de que se empezaron a clasificar los seres humanos

utilizando por este fin unas categorías: estructura corpórea, cualidades morales, intelectuales, espirituales, etcétera. Las características éticas y psicológicas eran sabiamente repartidas: descubrimos entonces, por la literatura de la época, que el africano es “negro, flemático y flojo”; que el americano constituye una amenaza mayor ya que es “rojo, colérico y erecto”; por fin, el asiático aparece “amarillo, melancólico y rígido”. Con el paso del tiempo las clasificaciones de las especies humanas se hacen siempre más refinadas: la antigua distinción entre naciones sagradas y naciones gentiles, entre los cristianos y todos los demás, fue substituida por aquellas basadas sobre raza, color, origen, rasgos caracteriales y presuntas configuraciones psíquicas. No es una casualidad que en toda la iconografía cristiano medieval, que en este sentido allana el terreno al colonialismo moderno, la luz blanca y resplandeciente es emanación directa de Dios, desde la cual, a través de la encarnación en Jesucristo, deriva el único y verídico conocimiento, la única verdad que el Occidente está dispuesto a admitir (aunque la identificación entre verdad y luz sea mucho más antigua del cristianismo mismo; de hecho parte de los presocráticos, encontrando después una precisa sistematización en la filosofía platónica). Ya en el Evangelio según Juan se lee que Cristo es «lleno de gracia y de verdad» (1,14), que es «luz del mundo» (8,12). Vemos entonces que el color, que de un punto de vista físico es simplemente una percepción óptica, visual, adquiere un claro valor antropológico y moral. El color de la piel, peculiaridad fenoménica que se da inmediatamente por medio del cuerpo, empieza a asimilar un conjunto de significados que sobrepasan el dato meramente visual. A este respecto Frantz Fanon, psiquiatra y filósofo martiniqués y entre los “padres fundadores” del pensamiento decolonial, en Piel negra, máscaras blancas (1952), escribirá: «En el inconsciente colectivo del homo occidentalis el negro, o si se prefiere, el color negro, simboliza el mal, el pecado, la miseria, la muerte, la guerra, el hambre [...] El negro, lo oscuro, la sombra, las tinieblas, la noche, los laberintos de la tierra, las profundidades abisales, manchar (de negro) la reputación de alguien; y en otro lado: la mirada clara de la inocencia, la blanca paloma de la paz, la luz maravillosa, paradisíaca [...] ¿No se dice, en el campo del simbolismo, la Justicia Blanca, la Verdad Blanca, la Virgen Blanca?». El hombre blanco, en último análisis, será el único a ser considerado puro, tanto como desde un punto de vista físico como de lo moral y epistémico. Al final del 1400, contemporáneos a la expulsión de los judíos de España y como fondo ideológico de la Reconquista, empezarán a circular los primeros estatutos de limpieza de sangre (el primero fue aprobado en Toledo en 1449).

¿Cuál fue el acercamiento del hombre occidental, blanco y cristiano, cuando se encontró delante del negro africano y del indígena americano? Conceptos cuales Hombre y Humanidad fueron los referentes utilizados para medir, clasificar, juzgar y evaluar los habitantes y las regiones del planeta.

La así llamada “Revolución Epistemológica” de los siglos XVI y XVII tuvo, sin duda, su epicentro en Europa (pienso en Descartes, en Kepler, en Galilei); pero muy pronto la esfera disciplinar que de ella tomó vida, se autoafirmó no solamente en relación a la sola Europa, sino a todos los saberes existentes en las sociedades no-europeas y a las poblaciones que vivían en aquellos territorios colonizados. Aquí hay un cambio fundamental: desde la teología cristiana como única fuente de conocimiento, se pasó a la filosofía y a la ciencia secularizada como modelos universales que hay que seguir e imponer. La asignación autorreferencial de la tarea de juzgar y evaluar relegó las esferas disciplinares no-occidentales a meras instancias susceptibles de ser modificadas, borradas, re plasmados a su propia imagen y semejanza, a imagen y semejanza del hombre blanco, Dios entre los otros hombres. La “Revolución Epistemológica” irá corriendo parejo, por otra parte, a la fundación histórica del racismo ontológico (un racismo, entonces, que atañe el Ser mismo del hombre, y por otro lado su no-Ser en cuanto no-europeo) y epistémico (concernido la producción y la gestión del saber).

Teología cristiana y revolución científica combatieron una contra otra una feroz guerra en el interior de Europa; pero fueron fieles aliadas en el clasificar los que, de acuerdo con peculiares parámetros, eran o no eran dotados de capacidades racionales: claro me refiero a las poblaciones noeuropeas. Se medía todo mediante una idea abstracta de “normalidad humana”: el hombre, en cuanto portador de conocimiento y moralmente válido, tenía que ser blanco, cristiano, occidental e heterosexual. Estas fueron por siglos cuatro connotaciones indispensables para poder ser considerados seres humanos “normales”. Aquí hay también un discurso interesante sobre la “fonética del saber”. También los idiomas en los cuales el saber era producido poseían, de hecho, una jerarquía muy precisa: al lado de los idiomas imperiales sí que estaban otros, pero considerados como inadecuados al saber, no idóneos ya que faltaban de locuciones literales correspondientes al latín, lo cual, recordémoslo, era el idioma oficial de la Iglesia de Roma, el idioma de Dios. Esto llevó, entre otras cosas, hacia el sospecha, cuando no hacia la absoluta certeza, de la inferioridad intelectual de la así llamada gente de color, un supuesto retraso histórico-psíquico que tenía que ser colmado, educado por el colonizador. Vamos a ver, por ejemplo, lo que nos dice Hegel en sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, hablando de los “indios”: «Mucho tiempo ha de transcurrir todavía antes de que los europeos enciendan en la alma de los indígenas un sentimiento de propia estimación. Los hemos visto en Europa, andar sin espíritu y casi sin capacidad de educación. La inferioridad de estos individuos se manifiesta en todo, incluso en la estatura». (He utilizado a este pasaje de Hegel ya que creo que sintetice muy bien cual fuera, también a nivel filosófico, el punto de vista del occidente culto. Podríamos notar las mismas

definiciones denigratorias en Locke, en Voltaire, en Kipling, en John Stuart Mill, en Montesquieu, en Engels y en muchísimos otros autores y corrientes de pensamiento, como el Positivismo o el Evolucionismo, que influenciaron profundamente el pensamiento occidental). La filosofía moderna también, como muchas otras disciplinas, impuso un procedimiento de racialización del pensamiento: no se puede tener filosofía ahí donde no se tiene piel blanca y proveniencia físicocultural europea.

Esta idea de totalidad, producida en Europa, llevó a un marcado reduccionismo teórico, asumiendo como núcleo central una metafísica del macrosujeto histórico, es decir de un sujeto artífice y único protagonista de la supuesta historia universal. El hombre occidental es lo que forja, actúa y hace la historia: la historia se encarna en él y en él solo. Esta posición tomada, además de matar y sumergir diferentes acercamientos al conocimiento, diferentes historias-otras, diferentes modalidades de ser-en-el-mundo, se acompañó a políticas de exterminio bajo la égida del sueño pueril de una racionalización total de la sociedad. Los pueblos colonizados, además de ser privados de un saber acumulados por siglos, fueron reducidos a una imagen, a una representación de lo que era un pálido reflejo de lo que Europa creía conocer. Lo que sucesivamente será llamado Tercer Mundo, empieza, ya desde el siglo XVI, a tomar formas de un objeto de estudio. Entonces hay un sujeto occidental que se relaciona con el otro como si fuera un objeto, como si fuera un absolutamente-otro con respecto a sí, construyendo una desviación ontológica, una distancia que no se puede colmar. El enredo entre poder (económico, político, militar) y conocimiento (capacidad de producir, difundir e imponer una propia visión del mundo asumida como universal) crea, inventa el concepto de “indios”, de “negro”, de “oriental”. Hay una clara, precisa y minuciosa concepción jeneralizada que afecta el hombre occidental: él domina sobre lo que tiene que ser dominado. Estamos frente a la misión civilizadora, pedagógica, del macrosujeto occidental. Una visión que también hoy en día, cuando se habla de “cooperación al desarrollo” o de “países subdesarrollados”, impregna y rellena los discursos y las prácticas políticas de los países occidentales. Estos enunciados (“desarrollo”, “progreso”) no son neutros, no son propios de una “caritativa inocencia cristiano-capitalista”; al contrario significan que todo el planeta tiene que volver a recorrer las etapas de la historia occidental, como si esta historia fuese la única llave de lectura posible para todos los seres humanos del mundo, como si todo tuviera que aproximarse a este epicentro del conocimiento y de la técnica. Asistimos, al mismo tiempo, a una universalmente admitida inferioridad del no-occidental: él necesita ser correcto, mejorado, en las maneras de vivir y pensar. El concepto de “cultura” fue también endemoniadamente útil para tildar todo lo demás como inferior. Mientras que la civilización europea se dividió en culturas nacionales, las otras poblaciones

del mundo eran consideradas incultas, es decir incapaces de trabajar sobre lo creado gracias a la ayuda de un dios veraz, del único dios verdadero que, según una cierta interpretación teológica muy difundida en aquella época, aseguraba con su fuerza explosiva la conquista de las almas, espejo de una conquista toda económica, toda terrena. El resultado de este acercamiento político-epistémico no fue un intento de conocer el otro, ni de dejar que él manifestara libremente sus rasgos esenciales: lo que se construyó y que sigue fortificándose es la representación del otro: en otras palabras, la total ignorancia de lo mismo. El oriental, el indio, el negro, constituyen errores que necesitan ser corregidos y puestos en el interior de la Historia Universal, aquel proceso que marcha inexorablemente en línea recta desde la Antigua Grecia hasta la Modernidad, capaz de engullir y hacer desaparecer todo lo que encuentra.

Vuelvo ahora a la idea de raza (que no tiene nada de científico) . Antes que nada, la clasificación de la población mundial estructurada sobre este concepto es una construcción mental, una representación subjetiva (del supuesto Uno-Todo-Eurocéntrico), la cual expresa el papel de la dominación colonial: es el lado práctico, visible, de esta representación. De hecho desde el comienzo del colonialismo esta aserción impregna las dimensiones más importantes del poder mundial (en las manos del Occidente), incluyendo su racionalidad específica, el eurocentrismo. Con la Conquista la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados se fundó precisamente sobre una idea racial, es decir, sobre una presunta diferente estructura biológica que situaba los unos en una posición de natural inferioridad con respecto a los otros. Por otra parte, y es importante no olvidarlo, este proceso iba aparejado con las nuevas formas históricas de control del trabajo, de sus recursos (también humanos) y de sus productos, girados alrededor del naciente capitalismo imperial-colonial y al mercado mundial. La formación de relaciones sociales fundadas sobre esta idea produjo, en América antes que en otras partes, identidades antropológicas históricamente nuevas: Indios, Negros y Mestizos. Al mismo tiempo ser un hombre blanco adquiere, de esta manera, nuevos significados: dominar, sujetar, destruir y reconstruir. Pensamos en un ejemplo sacado de la arquitectura: la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, como muchas otras en América Latina, fue edificada, como quiso Hernán Cortés, sobre las ruinas de un templo azteca dedicado a la divinidad Xipe. Los lugares de culto cristianos entonces iban cubriendo y substituyendo físicamente, con claro valor simbólico, otros lugares de culto preexistentes. En este contexto de proveniencia identitaria, la pregunta que había agobiado el hombre europeo por siglos, la concerniente el “¿Quién soy?”, es substituida por otra, todavía más decisiva: “¿De dónde vengo?”. La personal configuración espacial, ligada a la proveniencia, se convierte muy pronto en un elemento de reconocimiento fundamental en ámbito socio-político y psicológico: adquiere valor.

Ya es evidente, a la luz de los actuales conocimientos científicos, que la categoría de raza es a todos los efectos una invención, una creación. Sin embargo, creo que sea importante recordar que, por siglos, casi todos los saberes construidos en Europa han tenido en común un acercamiento racista (se habla o, aún mejor, se asume un punto de vista racista en filosofía, en literatura, en antropología, en biología, en medicina, en psicología, en geografía, hasta llegar a aquella peligrosa pseudociencia mentada como frenología). Además la del color es una entidad claramente fenoménica y difícilmente contestable, la cual, no obstante, ha asumido históricamente un valor moral, cultural, antropológico y filosófico, cargándose de elementos totalitarios y deshumanizantes.

Creer que el racismo haya desaparecido en nuestras sociedades sería un gran error (un error ya cometido en el pasado, con la caída del nazismo, tan como subrayaba Aimé Césaire en sus obras). Muy a menudo escuchamos discursos sobre el colapso o la crisis de las ideologías, de aquella “capa ideológica” que ha acompañado el siglo pasado. Pues bien, el submundo ideológico-cultural del Occidente, prescindiendo del contenido particular y de la dirección hacía la cual se desarrolla, comparte curiosamente el mismo acercamiento racista y eurocéntrico (incluyendo también el marxismo). La discriminación racial impregna los aspectos cotidianos de nuestra vida, desde la introducción en el sistema escolar hasta el mundo del trabajo, del cine a la publicidad, desde la administración de la justicia hasta las libres asociaciones. No es una casualidad que siempre Fanon observaba, en 1962: «La burguesía occidental, aunque fundamentalmente racista, consigue casi siempre disfrazar ese racismo multiplicando los matices, lo que le permite conservar intacta su proclamación de la eminente dignidad humana». En muchos países europeos partidos abiertamente xenófobos y racistas van a ganar amplios consensos; en Occidente, pero sobre todo en Estados Unidos, cada musulmán es considerado como un terrorista potencial, como una amenaza concreta y real. Continuas oleadas migratorias fortalecen antiguos estereotipos concernientes el otro, agigantando las filas de los populistas partidarios de la política del endogrupo (o grupo de pertenencia), que mira violentamente hacía el esogrupo (o grupo exterior); a nivel estatal se persigue la realización, a través de la cierra de las fronteras para los no-comunitarios, el antiguo ideal de una ciudadanía militarizada. Además muchas personas siguen pensando que la humanidad sea subdividida en grupos étnicos, cada uno de los cuales sería dotado de una mentalidad propia que se transmitiría hereditariamente.

Personalmente creo que las prácticas racistas constituyan un elemento central sobre lo cual el Occidente moderno ha estructurado su misma vida, sus creaciones, su autoconciencia. No podemos

más relacionarnos a nuestra herencia cultural reatando en un rincón esta problemática, vaciándola de importancia. Lo que quiero decir es que el elemento racista representa a mis ojos el alma misma de la modernidad europea, lo que la inspiró, excitó, pero también desmitificó; podría afirmar, de una manera, que el racismo es la historia misma del Occidente moderno. Continuar en no considerar fundamental esta entidad constituyente, cuando se analizan y estudian teorías y orientaciones políticas, teológicas, históricas y económicas, representa una ciega y perniciosa voluntad de callar, una voluntad de no ver, desde la cual siento la exigencia de marcar las distancias. En otras palabras, si creemos que para un análisis de la gestación, de la formación y del sucesivo desarrollo del Occidente a nos culturalmente más cercano sea necesario investigar conceptos cuales Dios, el derecho, el estado, el capital, etc., esta investigación no puede prescindir de la perspectiva racista desde, y a través de la cual los mismos se han desarrollado. Pues bien, hasta la fecha la filosofía occidental tiene aún que presentar una respuesta adecuada y positiva, una respuesta que vaya más allá de una patética y poco convencida admisión de culpas, que además no sirve para nada.

Creo firmemente que el acercamiento decolonial, en cuanto praxis de-culturizante (que acabe, de una vez para siempre, con aquella vieja historia del hombre blanco, superior por naturaleza y razón, poseedor de una verdad absoluta y único agente de la Historia; que acabe con una construcción jerárquica del saber, un saber que se traslada del epicentro-Occidente y que mata a todas las otras formas de conocimiento), pueda ofrecer una solución posible y practicable, una posible alternativa. No se trata de la enésima corriente de pensamiento que intenta englobar la totalidad en su estómago insaciable, sino, por lo contrario, que ofrece una apertura a las infinitas posibilidades de los seres humanos. Es la voz de todos los que han sido marginados, a lo largo del curso de la historia, de la supuesta historia universal, la eurocéntrica. Es la tentativa de explicar y desplegar, desde un punto desplazado del espacio cognoscitivo, todas aquellas existencias particulares a las cuales se impuso el silencio. Es la revalorización, el manifestarse sensible del no-dicho, del oscurecido, de lo que secularmente se ha querido enterrar. Es la resistencia que nunca desapareció, la resistencia que jamás fue vencida. El objeto del saber occidental, es decir, el no-occidental, se hace en este sentido una entidad subjetivo-comunitaria que intenta librarse de las cadenas, de ganar una zona enunciativa autónoma, una zona en que ella pueda hablar (y que pueda hablar también de como somos nosotros occidentales. Pienso que esto sería útil también a fin de una decolonización del colonizador mismo: escuchar un discurso de la alteridad que pueda contarnos como él otro nos ve. Porque desgraciadamente nosotros, en Occidente, siempre hemos sido acostumbrados, y lo somos todavía, a las autocriticas; nunca hemos sido dispuestos a aceptar un discurso, una crítica, una exposición concerniente el nuestro mismo ser que proviniese de otra parte del globo), para que pueda por fin

responder a las exigencias particulares de realidades diferenciadas. No más, entonces, un macroSujeto-metafísico, un Uno-Todo Ego-Logo-Céntrico, que se va a poner como organizador y juez de todo el planeta, sino una absoluta variedad de libres determinaciones que utilicen nuevas categorías analíticas y nuevas referencias orientadas hacía el desenmascaramiento y desmantelamiento de las hegemónicas y típicas del Occidente. Y, sobre todo, que generen nuevas prácticas políticas, que todos necesitamos hoy en día.

Acabando, una última cuestión. Creo que la descolonización humana-intelectual pueda ofrecer la posibilidad de crear nuevas relaciones interhumanas que sobrepasen, superándolas, las hipostatizaciones monocordes por las cuales estamos ligados. Se trata de un camino difícil que implica un desaprender, un olvidar activamente, un poner en un rincón los rasgos esenciales de la misma cultura humanística en que nos hemos modelado. Se trata de una deslocalización epistémica, de una capacidad perspectiva, del estar listos, utilizando una expresión nietzschana, a «encontrarse jovial y de buen humor entre verdades todas ellas duras». Porque aquí el problema pasa por dos estadios complementarios que nos llevan a colgar nuestros viejos hábitos que huelen de hipocresía comprensión. Por un lado, un sistemático y cuidadoso análisis de los caracteres esenciales de nuestra epistemología, de nuestra cultura divina y mitológica, los cuales nos han llevado a practicar y evidenciar un racismo fenoménico-ontológico de lo cual aún somos portadores. Por otro lado, quizás más decisivo, tenemos que estar listos para escuchar a la alteridad por lo que es, por como ella se manifiesta, y no según las nuestras categorías de pensamiento y evaluación-categorización. ¿Cómo sería posible, de hecho, entender y captar unas realidades que hablan otros lenguajes, que viven en lugares heterogéneos en contextos socio-económicos diferentes, utilizando, didácticamente e intelectualistamente unas categorías que no les comprenden? La perseverancia en el querer eludir esta problemática, que es una problemática humana mucho más que intelectual en sentido estricto, representa a mis ojos el enésimo intento de atrincherarse detrás de barreras ontológicos-epistémicas. Ya que, además, para mi esta ni siquiera se puede definir filosofía, sino un egocentrismo militante, erudito, académico que, anulando la alteridad, destruye a sí mismo: no más, entonces, filo-sofía (un amor por la sabiduría), sino mono-sofía (sabiduría del Uno y del Único).

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