Quirón en el Tártaro. Alfonso Reyes y su recepción mexicana

October 12, 2017 | Autor: R. Cruz Villanueva | Categoría: Alfonso Reyes, Los Contemporáneos, Mexican Litertura
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Descripción

QUIRÓN EN EL TÁRTARO o cómo dar albergue a los héroes RAÚL CRUZ VILLANUEVA, FFYL

para los que pisan sus fracasos y siguen; para los que sufren a conciencia porque no serán consolados, los que no tendrán, los que pueden escucharme; para los que están armados, escribo. Rubén Bonifaz Nuño, “Para los que llegan a las fiestas...” y el poderoso canto de un guerrero vencido. Francisco Hernández, De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios ¿Qué pasa con la privanza profesional, en Literatura, de las Palabras? Parece o que sin ellas no se pudiera efectuar ninguna de las supercherías, o que sin ellas no hubiera más camino que Pensar, tener ideas, poseer verdad, saber; habría que resignarse a pensar y juzgar con seriedad y expresar con sencilla eficacia. Macedonio Fernández, Todo y nada

Empiezo a escribir esto en 2013, abril de 2013, para ser más precisos. Café de un lado, cenicero con cuatro colillas aplastadas del otro, audífonos, Facebook abierto en la ventana detrás del procesador de textos; escribo esto en 2013, en medio de una guerra que teme reconocerse a sí misma, que se calla y se guarda en un cajón (aunque, inevitablemente, el cajón explote), en medio de la constante incertidumbre y crisis política y social que ha caracterizado siempre a la cosa pública mexicana. Hace cien años, Victoriano Huerta estaba nombrando gabinete, preparando las armas para lo que sabía sería una guerra sin cuartel; hace cien años, el Norte (así, con mayúscula) se había alzado y la sangre corría por los valles, como ahora, mientras el Sur se organizaba para una guerra que, quizá, sabía perdida desde antes, como ahora; hace cien años Alfonso Reyes estaba saliendo al exilio, ni tirio ni troyano, con su propia marca de nacimiento y hacia su propia Odisea —habría de regresar a Ítaca para descubrir, que, como decía Heráclito, no se regresa nunca al hogar. Quien quiera seguir creyendo en el tiempo lineal en este país es nada más que un necio. Escribo esto en 2013, desde mi presente que ha dejado a Alfonso Reyes enterrado en la Rotonda de los Hombres Ilustres, en el que la discusión sobre qué hay detrás de un verso, delante de un verso, al rededor de un verso es más justificación que plan, más conversación de sobremesa que proyecto. Escribo desde mi presente con la constante tentación de idealizar el pasado, decir, como Manrique, que todo tiempo pasado fue mejor, que nada queda ya de esa labor quirónica del Ateneo y de Reyes, que ya

todo se ha perdido y, como sus mismos restos, terminaron cuando caían las palas de tierra para rellenar su tumba, cuando se arrojó dentro la última de las cien o mil flores que pasearon por su funeral. Bajo la Rotonda de los Hombre Ilustres, Alfonso Reyes parece más alejado del lector que Alfredo R. Placencia o Porfirio Barba Jacob,1 la consagración, pareciera, hace lo mismo que el olvido, el polvo se acumula de la misma manera en las vitrinas que en los áticos. Con una obra que nunca deja de salir de las prensas, las Obras Completas de Alfonso Reyes se acercan a los treinta tomos, sumándole el Diario, los libros individuales que no han sido coleccionados dentro de las OC, las antologías temáticas, su misma aparición en antologías colectivas (programáticas o historiográficas), con libros y artículos y congresos, hasta una Capilla, Reyes es el más olvidado de los escritores más publicados. Hoy, Quirón, contrario a lo que dice el mito, está en el Tártaro. Sin embargo hubo un tiempo en que ese mismo centauro crió héroes, les enseñó de astrología y música, poesía y viajes, de la guerra y de los dioses, desde Heracles hasta los dióscuros, de Aquiles a Teseo, se formaron en las cuevas del monte Pelión alejados, junto con su maestro, de su polis y su familia. Por sus propias obras, por lo que enseñó a los héroes, por superar su origen y no sólo ser un híbrido de bestia y hombre, sino instruirse como un puente entre la cultura y el hombre mismo, por todo esto, a su muerte fue elevado a la esfera celeste, al Zodiaco y se le proclamó Sagitario. Claro, equiparar a los prohombres de la historia de la literatura nacional con mitos clásicos es ya una idea manida (desde Plutarco hasta los cófrades de la Revista Moderna), y nada, ningún fenómeno dentro del sistema literario puede reducirse a una metáfora sin simplificarlo de más, es difícil evitar la tentación y aquí estamos, hablando de Reyes-Quirón. En el olvido, ha sido trabajo arqueológico de varios (no en el número que uno esperaría) sacar de entre el polvo la figura y la obra de Alfonso Reyes, y todo texto sobre él, todo ensayo, toda antología comienza con una queja: no se ha trabajado. Y es que, ya lo escribía arriba, la obra de Reyes es su propio universo, estudiar su obra es como meter las manos en un arenero o en un tanque de agua: todo

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Dos poetas que escribieron justo en los mismo años que Reyes, que con el paso del tiempo (y por su propia y peculiar historia personal y su relación con el sistema literario) han quedado enterrados en el olvido. El primero, un sacerdote guanajuatense, clasisista y, dice Gabriel Zaid, místico, poetizaba sobre su vida diaria y su oficio, sobre su saxofón (¡a principios de siglo!) y sus avatares en un México provinciano —aunque, curiosamente, su poesía no es como la velardiana, enclavada en el terruño. Porfirio Barba Jacob quizá sea uno de los poetas más escurridizos de la poesía colombiana, y de paso mexicana, exiliado desde joven (o viajero desde niño, depende cómo se lea), llega a México en pleno auge ateneísta, firma actas, hace conferencias —que no dictaría—, publica poemarios, y de buenas a primeras desaparece del mapa nacional, Fernando Vallejo ha escrito una novela al rededor de su vida, El mensajero (2001), y ha compilado su poesía, publicada por el Fondo de Cultura Económica; con Barba Jacob es difícil saber hasta dónde su obra es la novela que Vallejo ha armado a su al rededor y hasta dónde él mismo -o hasta dónde, incluso, Vallejo es Barba Jacob. 2

cae por entre los dedos, todo regresa a su envase original y uno se queda tan solo con un par de granos de arena en la palma. Me centraré en su poesía —que también es, por sí misma, difícil manejar— en dos movimientos: la colocación (o la consagración) de su obra poética dentro del campo literario, y hacia el discurso ideológico que maneja dentro de ella (el latinoamericanismo) a través no sólo de lo que dice en ella, también de cómo lo hace. Caeré en el cliché de los estudios alfonsinos: su poesía no se ha trabajado, y está en su poesía la concreción, la puesta en práctica de lo que en los ensayos produce: si, siguiendo a Julio Ramos, el ensayo utopista de principios del siglo pasado es, en buena medida, una ficcionalización, un “supongamos” del momento en que viven quienes lo producen,2 la poesía alfonsina es, o intentó ser, la demostración de que es posible ese mismo discurso utopista, que aquellos constructos están en el verso, y que del verso se nutren: en Reyes, en su poesía, como sería en Henríquez Ureña en la teoría, esto sería a través de una hibridación de la tradición no sólo hispánica, desde la poesía grecolatina, medieval y sicloaurista hasta las modernas francesa e inglesa, y la literatura popular, enraizada en las canciones y corridos, sones y poemas de declamadores y escribanos.

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En Desencuentros de la modernidad en América Latina, Julio Ramos hace una lectura desde los estudios culturales del modernismo y sus consecuencias en el sistema literario latinoamericano, cómo es que el papel del hombre de letras entra en crisis en los albores de la modernidad y cómo es que su discurso se compone en oposición a ese proceso modernizador, y se impone como un rescate, una legitimización de la “verdadera” identidad nacional, continental. Haciendo un análisis profundo de las crónicas neoyorkinas de José Martí, Ramos lleva esta crisis hasta los comienzos del siglo, a José Rodó y su Ariel, a José Vasconcelos y su Raza cósmica, a Reyes y su ensayística. 3

EN BUSCA DEL CENTAURO PERDIDO Trazando el mapa Hacerse de un nombre como el de Alfonso Reyes no es fácil, es cosa de trabajo, de cartas y publicaciones, de tertulias, tragedias y viajes. ¿Cómo se construye, entonces, una poesía como la de Alfonso Reyes? No se puede decir que aquel que escribe y publica (o que más bien recopila) Huellas, en 1922, es el mismo que prepara su Constancia poética, como broche de oro, corolario y corona fúnebre en 1959; no se puede decir, tampoco, que el campo cultural en el que ambos Reyes publican sean los mismos, que el sistema literario no haya dejado de moverse en esos 37 años que separan las publicaciones, las lecturas, interpretaciones y valoraciones de su obra; tampoco es posible separar a Reyes de su obra, de la totalidad de su obra que se configura a sí misma como un proyecto intelectual operable, un proyecto (extraño caso) de una sola persona: Alfonso Reyes, el hombre orquesta.3 No es nada fácil hacerse de un nombre como el de Reyes, porque, como pocos nombres, el suyo se mantuvo en el centro del campo literario prácticamente de su aparición; como pocos nombres, el suyo estuvo siempre unido a su monumento, y desde esa altura fue estudiado, leído y criticado. No sólo leído por su generación ni por su inmediata anterior, no sólo reseñado por sus amigos y cófrades, el papel que desempeña Reyes-poeta dentro del campo, de este campo entre convulso y en construcción permanente, está, como el campo mismo, en constante revisión, crítica y análisis, su canonización vendrá después. Centraré esta parte del análisis en dos momentos del sistema literario: la década 1920-1930, época más prolífica del Reyes-poeta, década importante para la cultura nacional (para la construcción de la identidad nacional, en la que de manera nada tangencial interviene este Quirón4), y la crítica que se publica a partir de la publicación, primero, de su Obra poética, primer recopilación de sus versos, de 1951. Fácil enlistar, entregar la madeja enredada, hay que abrir las puertas del laberinto.

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En su estadía brasileña, Reyes de verdad se convierte en un hombre orquesta: decide dirigir, editar y publicar su revista Monterrey, que es, en realidad, la correspondencia que el regiomontano tendría con los grandes poetas, filósofos, políticos e intelectuales de América y Europa. Como es de imaginarse, tamaña empresa duraría sólo un par de números. El Fondo de Cultura Económica editó su versión facsimilar dentro de la colección “Revistas literarias mexicanas modernas”. 4

Crítico que ha puesto un importante interés en la obra alfonsina, y que se estará citando con frecuencia en este ensayo, Ignacio Sánchez Prado en sus ensayos reunidos en Intermitencias americanistas (UNAM, 2012) y a lo largo de Naciones intelectuales (Purdue University, 2009), analiza el peso que tuvo en la conformación de los proyectos alternativos de nación la obra alfonsina, cómo es que ésta (mucho más crítica que lo que su canonización ha permitido ver) ha sido conformadora de un discurso político e identitario ajenos o en franca oposición al oficial. 4

Quirón en su isla Si he de ser sincero —cosa que, siendo sincero, no es algo que se de mucho en los textos críticos—, nunca he podido entender cómo es que Quirón sabía cuándo pasar a recoger demiurgos que sus padres mortales dejaban en sus playas, ¿alguna deidad menor era enviada para informarlo, acaso lo leía en el movimiento de los astros o se paseaba con sus otros alumnos por todo el litoral? Lógica mítica, poco importa al fin y al cabo. Reyes la tenía más fácil. Con todo y su tragedia personal y las precariedades del primer exilio (ese en el que llegó a España sin nada y salió con la amistad de todos), con todo y que tardaría años en regresar a Ítaca, casi los mismos que Odiseo, Reyes tenía las cartas, sus epistolarios que hace falta — urge— encontrar la manera de publicarlos. Y es por cartas que Reyes conoce de nuevo el mundo, este mundo al menos que iba de Buenavista a San Antonio Abad, por cartas que venían con addenda: artículos, reseñas, críticas, libros, folletos, folletones y folletines. Una de esos tantos artículos que lee con matasellos es una reseña de Xavier Villaurrutia sobre su libro Huellas: En plena facultad productora y dueño, más que siempre, de sus finas percepciones de erudición y crítica, la aparición de un libro suyo de versos, en su mayoría de juventud, no puede menos de extrañar a quienes hemos seguido, paso a paso, el desarrollo lógico y cerebral de su obra: signo de la más alta firmeza. Y repetimos, nos extraña ya que no encontramos en él los caracteres personalísimos que recorren su labor. No es Alfonso Reyes un gran poeta, no lo fue tampoco en sus años mejores; sus poemas de entonces, repetidos en antologías y revistas, nos servían para recordar y amar al otro Alfonso Reyes que escribía ensayos perfectos y animados, que disertaba con fluidez no acostumbrada sobre motivos helenos, como glosaba letras latinas y sajonas, antiguas y modernas. (en Reyes/González Martínez, 391-2)

Aunque se puede leer mucho más de Villaurrutia que sobre Reyes, esta reseña es tanto interesante como sintomática: interesante por la idea de poesía y de crítica que en ella expresa uno de los poetas críticos de (lo que será) Contemporáneos, sintomática porque deja ver la crítica mordaz a Reyes, crítica que para 1950 sería impensable. La dura reseña de Villaurrutia puede ser leída desde dos posturas, desde el nombre de Reyes y desde la conformación del grupo detrás de La Falange: para el grupo que conforma la revista,5 la crítica se ha convertido en un deber más del literato, el poeta no puede ser sólo poeta, ir a tertulias, escribir crónicas que reciclará dentro de un par de años, para estos jóvenes (y no deja de ser esto irónico), la crítica forma parte intrínseca de su labor, de su conformación poética, característica 5

Grupo que más tarde conformará Contemporáneos, primer revista e intento de conformar un proyecto intelectual estable, en el caso específico de La Falange, con un marcado continuismo del proyecto ateneísta, es decir, la defensa del hispanismo, la conformación de una cultura nacional y una poesía y una crítica que vayan hermanadas: una “poética de la crítica”, si se me permite la etiqueta recién inventada. 5

que aprenden directamente de sus maestros ateneístas, de Pedro Henríquez Ureña, de Antonio Caso, de Alfonso Reyes, de José Vasconcelos, quienes, desde su propia juventud decidieron trazar una línea entre su generación y la modernista, que junto con las lecturas que los últimos hacían (Baudelaire, Schwob, De Quincey), tenían también a la mano a Platón, Virgilio, sor Juana y Góngora. El que los redactores y editores de La Falange decidan tomarse en serio su labor crítica (sus enseñanzas) es lo que permite ver esta mirada a la poesía alfonsina, en palabras de Jorge Cuesta (que redactará cinco años después cuando la Antología de la poesía joven de México vea la luz), para honrar su escuela es necesario romperla, en el caso de esta reseña, hacer que la serpiente se muerda la cola. Sin embargo, Reyes toma con buen humor la reseña, incluso con un dejo de orgullo paternal, a vuelta de correo se lee en una carta que le escribe a Enrique González Martínez: Sus palabras, tan confortantes para mí, me llegan poco después de haber leído, precisamente, en La Falange, un articulito en el que Villaurrutia dice que no soy poeta, porque soy hombre culto. [...] Los jóvenes de mis días (¿se acuerda Ud., Enrique?) si algo censurábamos a los maestros de ayer era su incultura, su falta de disciplina, su impureza.” (Reyes/González Martínez, 162)

Para leer esa misma reseña de Villaurrutia desde la perspectiva de Reyes, de su posición en un campo literario en el que ni siquiera está presente, es necesario leer a otros, a sus cófrades y defensores, amigos y compañeros de generación y de armas, Pedro Henríquez Ureña escribe, en 1927: Al fin el público se convence de que Alfonso Reyes, ante todo, es poeta. Como poeta comienzan a nombrarlo las noticias casuales: buena señal. Buena para quienes largo tiempo defendimos entre alarmas la tesis en cuyo sostén el poeta nos dejaba voluntariamente inermes. (PHU, 287)

El ensayo sobre la defensa de Alfonso Reyes-poeta le servirá luego al dominicano para hacer lo propio respecto a la labor de su generación, el Ateneo, una defensa, más bien, de la generación completa: su formación autodidacta y sus lecturas, sus hábitos y sus luchas, visto todo desde los ojos del poeta Alfonso Reyes, eso no lo olvida. ¿Por qué leer esto para leer a Reyes desde Villaurrutia? porque para 1928, y desde un poco antes, los ateneístas son arrastrados dentro de la vorágine de una polémica que sacudió todo el sistema literario mexicano y pensar en la posición de Reyes es trazar el mapa, la cartografía de todo un campo cultural; porque pensar en la situación de Reyes en ese momento es hablar de exilios y diásporas.

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Y digo que son arrastrados porque, por su posición no sólo en el campo literario, sino en los juegos de poder político,6 se convierte a los ateneístas en instancias definitivas de legitimación: para defender los argumentos desde uno y otro bando eran citados a diestra y siniestra, usando la dialéctica en la que construían sus ensayos a favor de cada bando. 1932 es el punto de quiebre dentro de la consolidación de la posición de los intelectuales en el México posrevolucionario, en la polémica que corrió por todo ese año no sólo se discutía la función de la literatura dentro de esa sociedad que se asustó (y sufrió y sangró) al reconocer su imagen en el espejo, sino también algo un poco más aterrizado y cortoplacista: quién heredaría ese ce(n)tro que los ateneístas habían dejado vacante. Ésta es una polémica que se desata tras la publicación, por parte del grupo de Contemporáneos, de la Antología de la poesía joven de México, en la que realizan, en conjunto, una revisión —claro, de acuerdo a sus propias guías estéticas, poéticas e ideológicas— de la tradición poética mexicana, la tradición del pasado inmediato de la poesía mexicana. Lo que los Contemporáneos hacen es eso, una revisión, una crítica a un impasse en la historia literaria y al hacerlo cimbran el sistema: revisar es cuestionar, cuestionar es dudar, dudar es reformar, y en una sociedad en la que lo que se buscaba era la consolidación, eso está mal visto, muy mal visto. A partir de 1928 y hasta la consignación de la revista Examen, dirigida por Jorge Cuesta, en 1932, esta polémica sería alimentada con artículos, antologías, revistas, ensayos y más polémicas —menores y girando en cosas completamente ajenas a la literatura7—; como en la diplomacia, y eso lo conocía Reyes al derecho y al revés, cada acción tiene una repercusión, a veces, mucho mayor de lo que se tenía planeada (la diplomacia retando la física newtoniana). Y es la publicación de un texto, “Discurso por Virgilio” en Contemporáneos, lo que convierte a don Alfonso en blanco tanto de críticas como de parafraseos, es ese discurso la desmedida reacción a su escritura, o es, mejor dicho, la recepción de ese discurso la desmedida reacción a su escritura. El “Discurso...” es uno de los textos más fragmentados por sus lectores, aparecen en él momentos en los que, sacado de contexto, podría leerse como una clara defensa del nacionalismo revolucionario (que es lo que hace con el texto Emilio Abreu Gómez), otros, como apoyo incondicional 6

Para 1921 José Vasconcelos es nombrado secretario de Educación Pública, Antonio Caso es rector de la Universidad Nacional, Henríquez Ureña está dando clases en Princeton, Reyes está trabajando en Madrid junto con los grandes intelectuales, poetas y filósofos que fundarán las bases de su nombre una década después. 7

Para el año en el que se consigna Examen, la polémica “nacionalista” se había desviado a temas totalmente ajenos, por ejemplo, un par de críticos defensores de la literatura Revolucionaria (así, con mayúsculas) nombran la suya como una literatura masculina, mientras, la cosmopolita, la de Contemporáneos, es literatura femenina. La polémica, a partir de esto sería una discusión bizantina. 7

del cosmopolitismo y las vanguardias (que es como lo cita Celestino Gorostiza8). Sin embargo el “Discurso...”, pensado como tal en honor de un congreso mundial de estudios virgilianos que se llevaría a cabo en México, es un texto en el que Reyes plantea no sólo su afiliación a los estudios clasicistas y la función que cumple el estudio de las Humanidades en un Estado aún en proceso de reconfiguración; para lo que también le sirve a Reyes su “Discurso...” —y aquí se engarza con mi lectura de su obra poética— es para plantear preguntas serias sobre el cómo pensarnos mexicanos desde la universalidad: Así, cuando se habla de la hora de América [...] no debemos entender que se haya levantado un tabique en el océano, que de aquel lado se hunde Europa comida de su polilla histórica, y de acá nos levantamos nosotros, florecientes bajo una lluvia de virtudes que el cielo nos ha ofrendado por gracia. No[:] hora de América, porque apenas va llegando América a igualar con su dimensión cultural el cuadro de la civilización en que Europa la metió de repente; porque apenas comenzamos a dominar el utensilio europeo.9 (XI, 171)10

Algo hace Reyes en este “Discurso...” que no es tocado por ninguno de los bandos en polémica: plantear la idea de que América ha sido impuesta a América misma, es decir, la idea de América ha sido “metida de repente” dentro del continente y, al hacerlo, ha sido introducida al mundo occidental, a la cultura europea; hoy en día, dice Reyes, el americano (el latinoamericano es más bien a quien él se refiere), se ha percatado del tinglado, de la tramoya detrás de su propia imagen, esa estructura, ese (si se me permite el jungismo) “inconsciente colectivo”, asimilado a base de repetición y repetición y repetición, es aquel “utensilio” que este hombre está dominando y con el que está regresando las naves. Lo que aquí hace, lo que está señalando es algo mucho más subversivo para la completa cultura occidental que lo que una “simple” polémica nacionalismo-cosmopolitismo estaba apuntando, lo que aquí apenas esboza Alfonso Reyes es lo que en los años setenta será la gran teoría de “la idea de América”, que propulsará el grupo Hiperión con Leopoldo Zea y Edmundo O’Gorman a la cabeza, lo que aquí hace Reyes es, justamente, poner en duda los conceptos mismos con los que nos definimos: si América es una imposición, si ser “americano” es una idea artificial, ¿qué estamos discutiendo sobre artes nacionales? 8

Guillermo Sheridan en México en 1932: la polémica nacionalista hace una recopilación de los textos hemerográficos que configuran el cuerpo de la polémica, de ellos (y del ensayo introductorio que acompaña los textos) parte mi interpretación de la situación de Reyes, que va de la mano de los ateneístas. 9

El énfasis es mío.

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Las citas de la obra de Reyes están tomadas de sus Obras Completas (con excepción de aquellos casos en los que se mencione lo contrario). El numeral romano marca el tomo de las OC, el arábigo el número de página del tomo. 8

Reyes seguiría siendo arrastrado a las polémicas, a esta polémica y tantas otras; siempre diplomático, sabía o trataba de quedar bien con todos, como la experiencia de quien escribe lo sabe (y, lo más seguro, será confirmada por la de quien lee), eso no podía ser así: las interpretaciones y lecturas de sus ensayos y artículos sirvieron de armas contra el otro bando, sin embargo, con todo y que constantemente trataba de agradar a todos, en “Atenea política”, una conferencia leída en Río de Janeiro en 1932, escribe: “Unificar no es estancar: es facilitar el movimiento. Unificar no es achatar las cosas haciéndoles perder su expresión propia, sino establecer entre todas ellas un sistema regular de conexiones.” (XI, 184) Siempre impulsor de la idea de entrar de lleno al “banquete de la civilización”, la que Reyes defiende es un arte que rebasa fronteras ideológicas, genealógicas y geográficas, un arte que establezca “un sistema de conexiones” entre toda la gran cultura humana, parafraseando el famoso epigrama de Terencio, para que nada de lo humano nos sea ajeno. Enhorabuena, dice Henríquez Ureña, que haya quien siga llamando a uno de nosotros “poeta”. Con todo y que aquella reseña que ha quedado un poco lejos es un texto panegírico de la poesía alfonsina, algo aparece entre mezclado: “el poeta [Reyes] nos dejaba voluntariamente inermes”, a don Alfonso no le preocupa o no le ocupa construir su nombre, reafirmar su fama. Más bien no le ocupa en el sentido que Henríquez hubiera querido —redactar jaculatorias, iniciar polémicas, defender su poética a capa, tinta y espada—, los deja solos e “inermes” para defenderlo de la andanada de críticas que no lo toman en serio como en poeta, de esa misma andanada que desestima el trabajo del Ateneo hacia dentro de ese México aún traumatizado. Y es que Alfonso Reyes, contrario a la idea de Henríquez Ureña, nunca se consideró poeta, sí, escribía poesía (y mucha), pero nunca se situó en el campo literario como un hombre de versos, no es un Octavio Paz o un Jaime Torres Bodet, no defiende a capa y espada sus versos porque, aunque reconoce la seriedad de su trabajo, también se lo toma a juego, escribe como prólogo a Cortesía, un poemario construido con y por versos de ocasión y de puro contento: Hoy se ha perdido la costumbre, tan conveniente a la higiene mental, de tomar en serio —o mejor, en broma— los versos sociales, de álbum, de cortesía. Desde ahora te digo que quien sólo canta en do de pecho no sabe cantar; que quien sólo trata en versos para las cosas sublimes no vive la verdadera vida de la poesía y de las letras, sino que las lleva postizas como adorno para las fiestas. (X, 240)

¿No tomarse en serio la sacra labor poética, del puro poeta puro? No gracias, conpermiso.11 11

Hace falta un vistazo a la representación del poeta en la literatura mexicana, pero si hay algún tipo de constante es que el poeta que no se comporta como tal (lo que sea que esto signifique) no es tomado en serio por la crítica: desde Reyes hasta José Emilio Pacheco, pasando, incluso, por Rubén Bonifaz Nuño —por hablar de los poetas cuasicanónicos que no se lo tomaron muy en serio—, el callado desprecio crítico a su obra, ¿tendrá algo que ver con cómo construyeron su propia imagen? Tema de una tesis completa, dejo la pregunta al aire. Respóndase al gusto. 9

Quirón en los cielos Dice el adagio que matrimonio y mortaja del cielo bajan, y una flecha impregnada de la sangre de la Hidra le cayó de los cielos al centauro, vía el arco de Heracles. La muerte como única salida posible al envenenamiento de la Hidra, le cede su inmortalidad a Prometeo —que no tardaría en ser encadenado por esparcir fuego entre los hombres—, en vista del “error” de su hijo, y porque no sólo por su muerte se lo merecía, Zeus tomo su figura y la elevó a los cielos, al Zodiaco, y lo convirtió en Sagitario. Para 1950 Alfonso Reyes está dedicado a una cosa y a una cosa sola: la recopilación de su obra. Es él quien comienza la edición de sus Obras Completas y traza un plan de trabajo que aún no se ha terminado de cumplir; para la década del cincuenta, don Alfonso ha sido elevado a los cielos y su peso y su lugar en el centro mismo del campo literario está fuera de toda duda, de toda crítica o reseña, es una constelación y sólo está en nuestras manos, podrían haber dicho entonces, poner ojo al telescopio y trazar su figura en la bóveda celeste. Es el regreso del hijo pródigo, de este Ulises que sí fue reconocido por el reino todo tras su embajaduría en Brasil y Argentina, tras su actuación en pro de los exiliados españoles. Reyes está en el centro, en el centro del CENTRO: su relación con los intelectuales españoles en el exilio (de los españoles exiliados y de Reyes cuando estuvo en el exilio, que aquí la ambigüedad semántica es fortuita) le permitió entrar en negociaciones con los gobiernos mexicanos para que configuraran una política cultural que los incluyera, que fomentara la fundación de instituciones culturales como el Fondo de Cultura Económica, el Colegio Nacional, la Casa de España (que luego, por cuestiones de corrección política se llamaría Colegio de México)... Sí, no sólo dependió de Alfonso Reyes, pero como escribiera él mismo en “Los héroes y la historia”: “nadie confunde al héroe con el mero testigo” (IX, 354), como uno más de los argonautas, llegó hasta y se vistió con el vellocino de oro. Sus Obras Completas son, en cierta medida, crónica y épica de su propia odisea. Es la década de los cincuenta la que termina de consolidar el monumento alfonsino, de las críticas, ensayos y reseñas que se recuperan en Páginas sobre Alfonso Reyes rezuma un discurso que, comenzando como crítico y exigente de sí mismo, se fue institucionalizando hasta tener, hoy en día, un coro (ya no en el sentido helenístico del que tanto escribiera Reyes) que se va en palabras huecas y albedríos fingidos. Es en esa década que comienza un ejercicio, pareciera, contradictorio: esta crítica seria y exigente (que centraré en la figura de Fernández Retamar y un breve artículo publicado originalmente en Orígenes, en 1952), y una crítica esteticista, que de a poco va limando las esquinas, 10

“sanitizando” la figura que Alfonso Reyes ocupará en el canon nacional (para la que usaré una reseña de Eugenio Florit, publicada en la Revista Hispánica Moderna, en 1955). Escribe Roberto Fernández Retamar: La obra completa [de Alfonso Reyes] se ve como la vida de esos héroes de la tragedia griega —a los que tanto ama— que, en vez de dejar huellas, son gobernados por éstas [...]. Ya está en Huellas lo griego, que abrirá dura flor en Ifigenia cruel; el amplio y esencial trasfondo español; la exactitud francesa; y finalmente algo que habría que llamar lo americano envolviéndolo todo [...]. En hombres como Reyes queremos sentir la sustancia del americano en la nítida conciencia de esta ausencia—tierra, fondo necesario—; y en el devorar insaciable de formas y culturas. (376-7)

Profundo lector de Reyes, Retamar se da cuenta de lo que hace a lo largo de su obra, este “articulito” es más un brevísimo recuento de la impresión dejada en Retamar de la obra alfonsina, en quien descubre no sólo a un gran escritor y crítico, sino a uno de los fundadores de la tradición de pensar América, a uno de los continuadores de Martí y Rodó. Mientras, se podría decir que dentro de la misma línea del americanismo, Eugenio Florit escribe para hablar de la “mexicanidad” de Reyes: Insistamos en que ‘lo americano’, ‘lo mexicano’, ‘lo cubano’ no consiste, no puede, no debe consistir en lo exterior, por muy hermoso de símbolos y adornos que sea; lo esencial está en el fondo, en el acento.12 Ese acento tan difícil de definir, pero tan fácil de apreciar, que distingue a un Díaz Mirón y a un González Martínez, dentro de su país; o que distingue a ellos, y al propio Alfonso Reyes, de un isleño, de uno de los míos... (505)

Los dos hablan de un americanismo evidente dentro de la poesía alfonsina —ambos textos fueron escritos en derredor de la Obra poética, publicada en 1952—, pero mientras para Retamar ese americanismo está en que no aparezca, en la universalidad de la cultura a la que tanto aboga Reyes en sus escritos, para Florit está en aquello fácil de apreciar, en lo que distingue y diferencia. La esterilización de la figura de Reyes, de la obra de Reyes está en las pequeñas diferencias entre estas dos lecturas: entre el hombre de letras (pre)ocupado en la conformación de una filosofía y una cultura nacionales y panamericanas, que parte de la occidental completa para borrar fronteras y diferencias, y la del mexicanista, helenista y “polígrafo”, la del hombre de mil libros y mil historias. En los cincuentas —basta leer lo que aún hoy en día se produce al rededor de la figura del regiomontano— triunfó la imagen que lo entierra en la Rotonda de los Hombres Ilustres, y no la que, como hace Retamar, piensa en él como un escritor y pensador subversivo, revolucionario en su propia manera. 12

En ambas citas, el énfasis es mío. 11

Lo que ocurre veinte años después de que fuera arrastrado a la vorágine de las polémicas nacionalistas no difiere mucho, pareciera: su obra es interpretada de acuerdo a una agenda clara.13 Ahora, sin embargo, ocurre un fenómeno un tanto diferente: mientras en los treinta la figura de Reyes y los ateneístas era utilizada como moneda de legitimación, pues como valor vivo puede ser fácilmente mercado, hasta falsificado (con la descontextualización de las citas de sus obras, por ejemplo), en este momento, ya pieza de monumento, la obra alfonsina depende de la interpretación y no de su viva voz, es decir, la lectura de los otros, no su actuar en el campo literario, no la publicación, ya. Lo decía desde el momento que comenzó el ensayo, en buena medida, la canonización de una obra significa matarla, construir un discurso oficial a su al rededor que cancela las diferencias y se centra, como con las “identidades nacionales” oficiales, en lo externo y lo fácilmente apreciable: Reyes polígrafo. Ignacio Sánchez Prado escribe ya en 2012: una lectura de Reyes en nuestros días debe por necesidad resistir el gesto maudite del crítico, esa constante confusión entre el acto de romper con la monumentalización y la necesidad edípica de matar al padre. Ciertamente, se podría presentar de nuevo a Reyes como un caudillo cultural, cuyo reinado incluyó su rol de padre simbólico de la vanguardia mexicana en los años 30 y de príncipe de las instituciones culturales en los años 40 y 50. No obstante, ese enfoque no sólo ha agotado sus posibilidades críticas, sino que es sintomático de una crítica cuya obsesión por la institucionalización deja de lado constantemente al texto. Por ello, me interesa proponer a un Reyes “menor” [un Reyes poeta, en mi caso particular.], un autor que, pese a la centralidad de un puñado de sus textos, sigue siendo una rama periférica de la genealogía literaria mexicana. (2012, 96)

Hago propias las palabras de Sánchez Prado, es necesaria una crítica que sí, tome en consideración la posición privilegiada y de poder que tenía Alfonso Reyes, pero que no, por ella misma, se cancele toda posibilidad de lectura: para estudiar los monumentos no es necesario dinamitarlos; es urgente, eso sí, explorarlos.

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En eso no puedo decir que ocurra de un solo lado. Fernández Retamar fue un poeta y crítico cubano comprometido con la revolución socialista de su país, desde Orígenes en un principio y junto con un nutrido grupo de intelectuales, conforman las bases identitarias, ideológicas y culturales de la Cuba socialista. 12

EL CANCIONERO ALFONSINO Todos los ríos dan al mar Buena parte de las publicaciones poéticas de Reyes ven la luz primero en periódicos y revistas, hombre de su tiempo, confía en la legitimidad del periódico (o sabe de la fugacidad del medio y su corta memoria en el peor de los casos) y tarda bastante tiempo en reunir en un solo tomo sus versos, y se toma aún más para reunirlos todos, libros y recortes, para “recoger las poesías que por algún modo [le] interesan, y no porque las declare aciertos” (X, 9). Y desde esa misma concepción de qué es un libro de versos para él comienza la dificultad de asir la poesía, la idea de poesía en Alfonso Reyes. La poesía alfonsina, entonces, no es una novela dividida en capítulos, es, si acaso, un diario que podemos leer y en el que nos podemos leer. No piensa en el momento que redacta sus versos en su inmanente trascendencia (y esa ha sido una de las críticas constantes a su poesía), así la colección de ellos, la recopilación de ellos, no es para construir su propia imagen, para editar su propia efigie conforme pasen los años y se desdiga de índices, metáforas e imágenes. Cuando decide conjuntar su obra poética, comenzaría, ya lo escribía con anterioridad, con Huellas, en 1922, escribe como prólogo: “Reúno en este libro versos escritos entre 1906 y 1919. De los versos antiguos, he procurado salvar cuanto era posible, esforzándome dolorosamente por respetar y aceptar lo que ya apenas es mío14.” (X, 496) El respeto y la aceptación de sus propios versos, de aquellos que quizá no cuadren ya con la concepción que tiene de poesía en el momento que los reúne hablan no de un hombre que está defendiendo o reafirmando su imagen, su posición en el campo literario, sino de uno que la construye a través de su lector: no es, lector, lo que yo te doy, sino lo que tú tomes.15 La recopilación de sus poemas, más que una edición y elisión es, entonces, un trabajo filológico, es Reyes viéndose en el espejo y aceptando a ese hombre robusto y con sus años encima sin chistar, o más bien, haciendo chistes. Francisco Ruiz Casanova escribe en Anthologos: “Seleccionar textos para una antología poética supone reeditar y releer, esto es, leer la tradición y leer el presente, procesos en los que el individuo — 14 15

El énfasis es mío.

En la Constancia, Reyes nos concede un detalle (y un lujo): cada poema lleva, a manera de firma, el libro del que viene. Filólogo antes que poeta, pareciera, Reyes tiene en mente a lectores como nosotros, que 50 años después de esa edición estamos tratando de acercarnos y sacar preguntas de su libro, sin embargo algo deja sin mencionar: los poemarios que marca son, a su vez, compilatorios, reúnen piezas publicadas en revistas y periódicos a lo largo y ancho del mundo hispánico, fuentes de las que ya no vemos ni de las que sabemos. Aunque la intención está ahí, la elaboración de una edición crítica de la poesía de Alfonso Reyes es urgente, pues una herramienta ecdótica fina y bien elaborada (qué mejor homenaje para él que un trabajo filológico) puede dar más, mucha más luz a los fenómenos que, como este trabajo, tratan de dislumbrar. 13

el antólogo— se relee a sí mismo16 como el lector que fue, y formula, finalmente, el que es.” (23) Aunque los criterios que toma Reyes para hacer sus recopilaciones difieren un tanto de aquellos de una antología, el proceso de selección es ya un “leerse a sí mismo”: los valores que definieron los poemas que salen de una edición y se incluyen en otra (aquellos que, por decir, están en Huellas, pero no llegan a la primer compilación de 1951 y que recuperaría en la Constancia del 59) conforman su propia tradición, de la que decide ni huir ni elidir.17 Constancia poética es el trabajo de un filólogo más que un antólogo, es la conformación de un corpus y no la depuración de una obra, al escribir la advertencia editorial de su traducción de la Ilíada, Reyes escribe: “Pero adelanté con cuidado y prudencia. La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra.” (XIX, 91)

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Énfasis en el original.

La insistencia en la configuración de la Constancia y los libros recopilatorios, se inquirirá el lector, es por una tradición de la edición del pasado propio instaurada, casi a la par, por Jaime Torres Bodet (en su Obra escogida, FCE, 1961) y Octavio Paz, con Libertad bajo palabra (primera edición: FCE, 1960). Ambos poetas en sus libros antológicos deciden, de un plumazo, eliminar primeros poemarios o ciertas piezas que ponían en duda su misma efigie. El caso de Libertad bajo palabra es ejemplar: libro editado en 1960, reúne la obra poética (revisada y seleccionada) de Octavio Paz, y, como la de JTB, es una antología de autor; la primera poesía paziana tiene un cierto elemento social (no por nada es elegido como parte de un grupo de artistas mexicanos que viajan a la República Española para una exposición en plena Guerra Civil), para la segunda edición, de 1968, habrá eliminado buen número de esos poemas que lo vinculaban con la poesía comprometida y, en la tercera, última revisada por él, de 1995, reintegra esas mismas piezas. 14

La carretilla o el dilema del verso Cuando se lee la ensayística de Alfonso Reyes se tiene que este género es de sí diverso, que está a caballo entre la literatura y el tratado, entre la poesía y la ciencia, y este Quirón se vale del “centauro de los géneros” para construir su discurso, Ignacio Sánchez Prado: “es fundamental entender que Reyes no es un pensador sistemático, sino que, a partir de la deliberada libertad asistemática del ensayar, el estilo alfonsino engarza reflexiones abiertas, antiprescriptivas, sobre el tema a la mano.” (2012, 100) Pensar la poesía de Reyes de la misma manera permite acercarse sin prejuicios ni tapujos: sí, en la tradición nacional el ser poeta es cosa seria y profusamente reglamentada, pero don Alfonso no firmó contrato de poeta. Su obra se compila, la compila él mismo, sin problemas de “diferencias de estilo”, o “complicaciones en el tema”, en un solo apartado del “Repaso poético”,18 el tercero, reúne un “Arte poética”, poemas de versos largos (y más que largos), canciones, romances, redondillas, un poema tan disímil de su producción como “Yerbas del Tarahumara”, y uno tan identificable como “Sol de Monterrey”, poemas rimados y medidos, poemas que —pareciera, tan solo pareciera— no tienen ni metro ni, perdone lector, madre. Una primera impresión de este caos editorial podría caer dentro de las dos casillas comunes en las que se piensa a Reyes: polígrafo prolífico, pero este “caos” ¿no podría ser intencional?, ¿no podría Reyes, así como lo ha hecho con su prosa, hacer a un lado toda frontera métrica, temática y genérica para hacernos replantear nuestra idea de “poesía”? Aún en su “Arte poética” —cuatro dísticos que, aunque engarzados, se pueden leer independientemente y, al hacerlo se resignifican— pareciera no tener en consideración ni tema ni forma, ni rima ni metro, como empieza a esbozarlo desde sus Cuestiones estéticas, y terminaría de definir en El deslinde y La experiencia literaria, lo que importa en la literatura, de la poesía en este caso, es su experiencia: 1 Asustadiza gracia del poema: flor temerosa, recatada en yema.

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Reyes traza diferentes apartados dentro de la Constancia, uno, que decide sea el que abra el tomo, es el “Repaso poético”. Dividido en cuatro partes, en cierta medida es lo más lírico, en el sentido tradicional de la palabra, de la obra alfonsina. Ya lo mencionaba en el apartado anterior, la Constancia es un libro que se pensó en su unidad a partir de libros que no lo son, es decir: las cuatro partes del “Repaso” (seccionadas en cierto orden cronológico) están construidas a partir de una selección de poemas que se incluyen en libros compilatorios a su vez, que no respetan esas mismas fronteras, ejemplifico: el segundo apartado del “Repaso”, que va de 1913 a 1924, cierra con “Caravana”, incluido originalmente en La vega y el soto (1946), y el tercero (1925-1937) abre con “Arte poética”, incluido en el mismo libro, La vega y el soto. 15

2 Y se cierra, como la sensitiva, si la llega a tocar la mano viva. 3 —Mano mejor que la mano de Orfeo, mano que la presumo y no la creo, 4 para traer la Eurídice dormida hasta la superficie de la vida. (X, 113)

De este mismo poema escribe Alberto Vital: El poeta parece estar queriendo dejar en claro que la esencia de la poesía es a su juicio ese carácter intangible, inasible, perdidizo, que es una sustancia fuerte (“yema”), pero “recatada”, y que se deja entrever en los juicios que todos los lectores hacemos sobre la base del gusto, de nuestro gusto, juicios cuya enunciación exacta a nosotros mismos se nos escapa pero que, aun así, queda flotando en el aire como la sustancia, como la esencia mayor y mejor de la vida del arte y quizá hasta de la vida social. (172)

Al momento de escribir un “Arte poética” los conceptos se vuelven intangibles, por mucho que los tenemos en forma y peso, un “Arte poética” sui generis, que no da guías de escritura, que no es un manifiesto y sí una declaración: “yo, Alfonso Reyes, creo de esta manera en la poesía”, no está en ella ni la “pureza” de la poesía de Juan Ramón19 ni la vanguardia estética ni, en realidad, nada más que eso, una declaración de principios.20 Y como declaración de principios es coherente hasta en su forma, en la forma en la que cree, endecasílabos con rima consonante, acentuados en la cuarta, sexta y décima sílabas, una forma tradicional, de la que dice Vital: “La rima y el metro corresponden a la tradición (consonante y en decasílabo), aunque el típico tono alfonsino, la gracia que le es característica, atenúa el posible efecto puramente tradicionalista.” (172) Y regresamos a Retamar: Debajo del tremendo señorío de la palabra, en Reyes golpean sin cesar los destellos de los clásicos, sabidos hasta la sangre: Góngora y Lope, Calderón y el Romancero, mejidos en el fondo, afloran y resuenan detrás de este verso, de aquel adjetivo. Cuando lo moderno aparezca, será un crecimiento desde el suelo, nunca una superposición. [...] Como en todo movimiento barroco, hay el aprecio de una

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Vital menciona la cercanía del primer pareado con otro pareado de Jiménez: “¡No la toquéis ya más,/que así es la rosa!”. Sin embargo es necesario apuntar que la semejanza se termina en ese mismo pareado, el segundo habla del tacto, del tocar y retocar la poesía, que esa mano de Orfeo debe estar en contacto con ella. 20

Y en eso se parece mucho más a un poema escrito por José Gorostiza también en 1925 para Canciones para cantar en las barcas, “Pausas II”, otra arte poética que no es tal. 16

estructura que solo puede ya gozarse originalmente mediante una nueva disposición de los elementos; nueva disposición que dé, otra vez, la mirada inicial, original. (378)

Con el peligro de caer en las generaciones fáciles, la poesía alfonsina se mueve en y desde dos plataformas paralelas: la forma y la reconfiguración de la tradición, en y a partir de éstas es que su poesía se construye como algo extrañamente familiar, como algo nuevo que siempre tiene un aire conocido, una vez más Retamar: “Es una afinidad la suya que es posible, en un principio, precisamente porque no son del todo romances: los cortejan y huyen.” (379) En su poesía, Reyes busca refrescar la tradición hispánica no sólo a través de temas (poemas como “Marina de Torrejuana”, “Pandero” o “Salambona”21 en una primera lectura parecerían escritos en siglos muy lejanos al de la pluma de Reyes), sino principalmente por medio de la forma, o más bien, por medio de un juego entre una temática moderna vertida en versos tradicionales (o viceversa), es, finalmente, un regresar al origen, a los “experimentos” —si no es demasiado brutal el anacronismo— de los poetas modernistas, de los poetas sicloauristas, que usando formas populares versaban sobre mitos griegos, o que por medio de versos de arte mayor se burlan de modas, capas, chisteras y narices. Retamar apunta exactamente a lo que importa en la poesía alfonsina: es esta nueva presentación y representación de la más profunda tradición la que hace que podamos leerla con ojos nuevos, con una mirada nueva. Transcribo las primeras estrofas de “Gaviotas”: “—Pero si quieres volar —me decían las gaviotas— ¿qué tanto puedes pesar? “Te llevamos entre todas.” Yo me quité la camisa como el que quiere nadar. (Me sonaban en los oídos: “¿Qué tanto puedes pesar?”, expresión muy dialectal.) (X, 149)

Esta forma de acercarse a la tradición y reformularla sin tapujos, sin prejuicios y hasta de broma (a veces como bromas muy serias), constituye un acercamiento diferente a la renovación poética que venía ocurriendo desde comienzos de siglo, esta “otra” forma de hacer poesía toma fuerza desde la poesía popular, usa sus recursos estilísticos y retóricos para conformar una poesía que ya tiene en sí 21

Aunque se mencionarán constantemente poemas que no serán citados (cuestiones de espacio y que, de ser citados, llevarán a disquisiciones bizantinas que quizá terminen en temas como “la pimienta y los licores en los endecasílabos alfonsinos”), se le solicita a la curiosidad del lector que, de ser posible, y de ser que este trabajo cumpla su cometido de llamar la atención, les dé una ojeada. 17

misma un aire, un “algo” que le habla al lector, que reconoce sin necesidad de explicación o advertencia. Repetición, versos de arte menor, reteiraciones, ritmos populares, la poesía alfonsina se basa en los mismos juegos retóricos que los cancioneros tradicionales (los mismos que el Romancero, que las décimas de Berceo, que los personajes “del pueblo llano” de Lope de Vega) y sin embargo los trabaja, los retrabaja hasta tener algo que es inequívocamente alfonsino, algo que, al leerlo, no pueda uno hacer otra cosa más que decir de quién es (con un aire de duda ante la semejanza con el son jarocho que se escuchó el día anterior). Un fragmento de “Visita del Parnaso”: Los poetas, los poetas —qué cosa tan singular— beben su vino de gallo y lo duermen hasta el mar. Musa de grandes orejas, si hay nuevos en tu panal, entre cada sol y sol tiende otro verso a secar. Los poetas, los poetas, —qué cosa tan singular— beben su vino de gallo y lo duermen hasta el mar. El amor tira con letras, que es mucha su libertad; da la hora el alfabeto, y la pluma, la señal. (X, 134-5)

Octosílabos con un ritmo estable y marcado, como una canción o un corrido, la rima, inestable pareciera por este fragmento, pero que tiene un patrón claro y definido en la lectura completa del poema, como una canción o un corrido. Reyes arma una canción a la labor poética, la visita no se sabe si es del Parnaso al mundo, o el mundo es quien visita al Parnaso, para él, lo deja claro en su ensayística (que, por supuesto, los niveles de “claridad” dependen de nuestra propia interpretación o la de la Historia Literaria), es la literatura (el Parnaso), quien se debe al mundo, es de las letras la labor de

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alterar y despertar al lector para hacerlo reconocer su mundo, está en esa otra mirada, en la sonrisa de Calibán, el autoreconocimiento, el súbito despertar.22 Uno de los ensayos sobre Reyes más famosos es un breve artículo de Gabriel Zaid, “La carretilla alfonsina”, en él escribe sobre la superfluidad de ciertos datos de la biografía alfonsina en contraposición a su obra, y, para hacerlo, recurre, creo yo, a una metáfora inolvidable: Entre los cuentos y leyendas del folclor industrial, hay la historia del que llevaba materiales en una carretilla, sospechosamente. Una y otra vez, los inspectores revisaban la documentación, y todo estaba en regla; revisaban los materiales, para ver si no escondían otra cosa, y era inútil. El hombre se alejaba sonriendo, como triunfante de una travesura, y los inspectores se quedaban perplejos, derrotados en un juego que no entendían. Tardaron mucho en descubrir que se robaba las carretillas. Los inspectores de Alfonso Reyes parecen más afortunados, pero no lo son. (2009, 13)

Con todo y las diferencias que tengo frente a la lectura que hace Zaid del texto (que la poesía alfonsina “no acaba de cumplir”, que el ensayar es, o pareciera que para él lo es, tan solo divertimento, y que Reyes no es “en el sentido estricto” un académico), creo que la figura de la carretilla es la ideal para repensar la obra completa de Reyes: es un gran poeta porque recupera a la poesía misma, porque nos preocupamos (y nos deja, incluso nos encamina a ello) más por lo que carga que por la carretilla. Hacer una búsqueda de las lecturas poéticas de Reyes sería buscar una aguja entre agujas, como menciona Retamar, sí, lee a los clásicos españoles, pero no puede obviarse que Alfonso Reyes es un gran lector de la poesía mallarmiana —es uno de los primeros en el mundo hispánico que se propone un estudio (y su posterior asimilación dentro de su propia poesía) del poeta francés—, de Goethe, y, quizá por sobre todos, de la poesía y las tradiciones populares. Para él no pueden estar sino hermanadas la tradición literaria y la popular, no son dos caras de una moneda, son la misma (en la otra cara están, quizá, los editores y el mundo de los libros). Sobre Góngora, el “más culto de los poetas”, escribe: Los editores de Góngora se encuentran a la vista de multitud de manuscritos gongorinos llenos de variantes, muchas de ellas de fuente legítima, como se encuentran los recopiladores de canciones y temas de la feria y la plaza ante versiones diferentes que andan de boca en boca. Así, pues, el cultísimo Góngora tiene derecho, por tradición española y por el modo mismo como trabajaba su poesía, a ser considerado también como una variante dentro del gran tipo de los poetas populares. (VII, 201)

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Ignacio Sánchez Prado escribiría sobre “La sonrisa”, “es, ante todo, la teoría alfonsina de la Revolución: una sucesión de tomas de conciencia (o sonrisas) que evolucionan hacia nuevas servidumbres voluntarias [...]. Reyes comprendió mejor que nadie que si la flama revolucionaria se apaga, como se apagó en el largo proceso institucionalizador que le sucedió, el único rescate posible es una sucesión constante de tomas de conciencia.” (2012, 101) “La sonrisa” es uno de los textos alfonsinos más, a la vez, sutiles e incendiarios, complejos y asequibles, en seis páginas vacía su conocimiento político, filosófico y pragmático. Véase “La sonrisa” (III, 237-242). 19

La discusión sobre la forma en la poesía alfonsina, aunque somera y algo superficial en este ensayo es vital para al menos rayar la superficie de a qué nos referimos cuando hablamos de “poesía alfonsina”. Cuando se lee poesía, cuando se escribe poesía se tiene que tener en consideración todo: no es posible, y así lo entendía Alfonso Reyes, seguir pensando en el binomio forma-fondo como si uno de los elementos tan solo fuera envase y el otro el mensaje, en la poesía alfonsina todo forma parte de una extraña máquina (si es que podemos llamarla así y no más bien una divagación con sentido) que busca ponernos, a nosotros lectores, en una posición a la vez conocida, cómoda y cuestionante de la realidad en la que cómoda y familiarmente leemos; no es que no haya que seguir pensando en ritmos y rimas, es que esos ritmos y esas rimas forman parte de un constructo que tiene que ponernos a pensar sobre nuestras propias concepciones. ¿Qué es lo que leemos cuando leemos a Alfonso Reyes? lo que cada uno responda, esa justo es la respuesta.

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UNA BREVE VISITA AL TÁRTARO a manera de conclusión De entre los tantos lances sangrientos que narra la Ilíada, hay uno que llama la atención: Ares se lanza a la batalla aliado con los troyanos, pero pronto cae herido por mano mortal, por la espada de Diómedes Tidida, guiada por la lanza de Atenea; dios de la guerra y lo que usted quiera, lector, Ares sube al Olimpo huyendo, y ni bien llega a la cámara divina, arma berriche y acusa a su media hermana. Reyes traduce (glosa, dicen algunos) el regaño de Zeus: Si otra fuera tu casta, pagaras tus ultrajes y te hundiera más hondo que a la prole de Urano. (XIX, 203)

La uránica, los titanes, están en un lugar tan profundo de los ínferos que, dice Heráclito, un yunque de bronce tardaría días en caer de la Tierra a su suelo. Irónico resulta ahora que con lo que definimos a los grandes héroes, a los grandes, enormes hombres (siempre hombres, pareciera) estén en la mitología clásica relegados a tan oscuras (y de seguro húmedas) profundidades. Y, quizá estirando un bastante la ironía, la etiqueta, el mérito de los titanes no tiene otro premio más que el olvido, un olvido que nunca deja de ser mencionado. Si Quirón está en los cielos, si es Sagitario y (muy de vez en vez, cada que la contaminación deja) es visible en la bóveda celeste, sería labor de quienes distinguimos sus estrellas el constantemente renovar el trazo de su constelación, más bien proponer nuevos brazos, diferentes armas. La obra alfonsina, pero en especial la poesía alfonsina han caído en la desgracia de grabarse en mármol y con letras de oro, le ha ocurrido la catástrofe de la constante reimpresión, no la constante reedición, y entre papel y tinta se pierde lo que en realidad es un discurso alterno, una poética subversiva, una ensayística que exige no sólo del lector sino al lector tanto que la descifre como que la lleve a la práctica, que rompa géneros, prejuicios y métricas, que se vea al espejo y sonría, que ponga en duda constante su propia lectura. Es de la Historia Literaria Mexicana, esa que siempre ha de escribirse con mayúsculas, el descastar a la poesía comprometida, social, incluso a la que tiene referentes inmediatos y del momento del poeta: no es de un poeta ni poético el hablar en otra nota más que en “do de pecho”, no es de un poeta ni de un hombre de letras preocuparse por otra cosa más que la República de las Letras, pero 21

estos prejuicios han sido cristalizados por una crítica que se ha negado a ver la complejidad misma del campo literario en el que ella misma escribe, en y por la que ella misma lee, ¿que Muerte sin fin no tiene dentro de su vaso y su agua espacio para el hoy gorosticiano?, ¿que Los hombres del alba no es un libro pensado de portada a contraportada por un poeta, en esa acepción que le quiere dar esa misma crítica? Reyes escribe como prólogo a Cortesía: “Desde ahora te digo que quien solo canta en do de pecho no sabe cantar; que quien sólo trata en versos para las cosas sublimes no vive la verdadera vida de la poesía y las letras, sino que las lleva postizas como adorno para las fiestas.” (X, 240) Es de la Historia de la Literatura Mexicana no saber qué hacer con aquello que no comprende o no termina de leer: Gerardo Deniz, José Emilio Pacheco, Renato Leduc. Alfonso Reyes. Queda ahora, con carácter de urgente, bajar las altas a la historia literaria nacional, ponerla en duda no para aniquilarla, peor idea no puede haber más que la de un pueblo sin historia, más bien para comprenderla y, primero lo primero, trazarla. La guerra de Troya definió (y enlistó) a los héroes que, tocados por el mal hado de derrumbar Ilión regresaron a sus tierras a reconquistar sus reinos, a matar y ser asesinados por su prole, a morir jóvenes y en medio de una tonta competencia o devorados por Caribdis, pero la lista está definida, las naves y los hombres que llevaron a la gran guerra, queda a los arqueólogos culturales y a los críticos literarios (que tienen a ser ambas cosas si a este tipo de literatura se dedican), encontrar nuestras listas, saber qué fue de los héroes, qué dijeron en el lecho de muerte y en los funerales de sus compañeros de armas. Por lo pronto no puedo pensar en un mejor epitafio — algo largo, sí—, para la tumba de Reyes, una que no esté en la Rotonda de los Hombres Ilustres, sino en cada libro, en cada ensayo, en cada artículo: En Hesíodo, los héroes homéricos son una casta ya desaparecida, dotada de virtudes extraordinarias, que se aniquiló a sí misma en las guerras tebana y troyana —las cuales ponen fin a una edad en la evolución del género humano— y que después va a refugiarse en las islas místicas de los Bienaventurados, las cuales caen a la parte de Occidente: ese misterioso Occidente que escondía tantas sorpresas, y por donde un día asomaría América como una nereida que saca la frente de las aguas. (XIX, 351)

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