¿Qué tienen en común Felipe V y una manguera?

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¿QUÉ TIENEN EN COMÚN FELIPE V Y UNA MANGUERA?

por Daniel Punzón del Álamo publicado en Dispara Mag 22/4/2015 ¿Qué tienen en común Felipe V y una manguera? No se trata del comienzo de un chiste, que bien podría serlo, sino de una pregunta bastante seria, cuya respuesta nos llevará, historia a través, por los poderes que han actuado sobre los vagabundos y los discursos que les han tenido por objeto. Con 120 desahucios diarios en nuestro país, la cuestión del ahora llamado 'sinhogarismo' nos empuja a trazar una genealogía breve de cómo han lidiado los poderes y los discursos con los eternos excluidos. Solo en tal indagación histórica podremos ver la manera en la que han interactuado el discurso y las estrategias de poder que atravesaban a los cuerpos 'improductivos', cómo han cambiado con el tiempo y por qué motivos, y sobre ella construir un análisis de nuestro presente con la intención última de transformarlo. No es necesario pisar el año 2015 para escuchar, en boca del presidente balear, que los desempleados son unos vagos. Ya en 1666, en un discurso escrito por el catedrático y doctor Juan Gerónimo Guzmán y firmado por más de cien cargos políticos y eclesiásticos, se definía a los vagabundos como aquellos que "por ociosidad y huir del trabajo, o por avaricia, piden limosna", y que "sin necesidad y utilidad, antes con mucho daño suyo y ajeno, andan vagueando de unas partes a otras" (1). Estas definiciones se mantienen a lo largo del tiempo y del espacio, ya sea en las pragmáticas de Felipe II, en las Cédulas Reales de Felipe V ("...los muchos vagabundos y otros holgazanes, que viviendo sin trabajar y a costa del público, son muy perjudiciales en nuestros Reinos" (2)), en la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, que se refiere a ellos como "esta población de parásitos", en la Ley de Vagabundos de Connecticut de 1879 o en los tratados sociológicos de principios del siglo XX. En todos estos textos opera una atribución de culpa individual al vagabundo por la situación en la que se encuentra: la ociosidad nunca se explica como consecuencia del desempleo, de la depresión económica de determinadas zonas o épocas, ni tampoco por los cambios bruscos de un régimen de trabajo a otro, sino que es resultado de la decisión libre y voluntaria del individuo, que pudiendo trabajar, ha decidido no hacerlo. En la retórica de estos discursos, la ociosidad aparece vinculada de manera directa con el crimen, como si éste fuera consecuencia de aquella. Se llega a expresar esta relación incluso de manera causal, "ociosos, y por consiguiente malos" (3), como si lo segundo fuera resultado inmediato de lo primero. Los patrones comunes a los discursos sobre los vagabundos se detienen aquí. Su único punto en común es la articulación de un discurso unitario que fija al vagabundo como criminal. Esta uniformidad del discurso a lo largo del tiempo parece deberse, principalmente, a una misma uniformidad en el núcleo de las prácticas de poder: criminalizar al vagabundo legitima toda posible intervención sobre él, ya sea de los poderes jurídicos del Estado, de los poderes disciplinarios de sus instituciones, o de su capacidad de distribuir los cuerpos en el espacio mediante múltiples dispositivos. Estos tres modos de ejercer poderes serán los que examinemos en profundidad a continuación, observando la relación entre el discurso y las prácticas de poder, y los intereses a los que estas prácticas responden.

Desde el siglo XVI y hasta finales del XVIII, el discurso sobre los vagabundos se articuló, principalmente, en textos legales (ordenanzas reales o sentencias judiciales). Si observamos una de estas ordenanzas, como la pragmática de 1566 dictada por Felipe II, nos encontramos con un hecho curioso: los vendedores ambulantes son también tratados como ociosos. Esta pequeña contradicción atestigua muy bien una de las estrategias de poder ejecutadas por el propio discurso: la intención no era la de distinguir entre laboriosidad y ociosidad, sino entre una laboralidad lícita y una laboralidad ilícita. Si la venta ambulante es ilícita, ¿qué queda al otro lado, donde los ociosos deben ser llevados por el poder judicial para llevar vidas 'dignas'? En las colonias americanas, hasta finales del siglo XVII, la laboralidad lícita correspondía a los sistemas de encomienda, que eran una suerte de 'derechos' concedidos por merced real y que obligaban al indio a pagar un tributo por cultivar la misma tierra que el conquistador le había arrebatado. En el siglo siguiente, con la entrada en crisis de la encomienda como régimen de trabajo, se extendió la esclavitud abierta, tanto de indígenas del continente como de población africana, bajo lo que se llamó 'asiento de trabajo', un derecho concedido a las empresas por la corona, bajo pago, que permitía la trata de esclavos. En este contexto, las prácticas de poder ejercidas sobre las laboralidades ilícitas son jurídicas: se redacta una distinción binaria entre lo legal (trabajar como encomendado o esclavo) y lo ilegal (la ociosidad), y el tribunal no condena a prisión, sino que traslada a todo ocioso al lugar del trabajo lícito, es decir, funciona colocando a todo cuerpo bajo el régimen de trabajo que los propietarios están interesados en promover. En palabras de Alejandra Araya, "el interés prioritario de los empresarios fue definir y consolidar los sistemas laborales y racionalizar la producción" (4). Y no sólo en las colonias; también en España queda claro, al leer la Cédula Real de Felipe V previamente mencionada, que eran los intereses del Reino o de sus propietarios los que determinaban la ordenación en el espacio ejecutada por los poderes judiciales, pues el Rey ordena que se recojan a todos los vagabundos de las provincias y que "inmediatamente hagáis reconocer los que tuvieran edad, robustez y disposición competente para servirnos útilmente en la guerra" (5). Se trata de un poder todavía primitivo, que solamente es capaz de tomar en consideración los actos de los vagabundos y gobernar en un ámbito externo, que los distribuye en el espacio integrándolos en sistemas de trabajo formados según el interés de los propietarios, o en la guerra, según el interés del Reino. Conforme nos vayamos acercando a finales del siglo XIX y al siglo XX, los textos jurídicos perderán protagonismo y serán los tratados de ciencias sociales los que concentren la articulación de discurso sobre los vagabundos. Para sorpresa nuestra, encontraremos en estos ensayos un acercamiento radicalmente distinto a la cuestión de la ociosidad. Accedamos a fragmentos del texto para enfrentarnos a la radicalidad de este cambio: "El hombre tipo es alto (1,75), no muy grueso, fuerte, robusto, de cara delgada, ojos grises dotados de una movilidad asombrosa, nariz algo achatada, con grandes y dilatadas fosas nasales, orejas pequeñas y recogidas, boca grande, agitada constantemente por una mueca que lo mismo puede expresar el desprecio que la indiferencia..." (6) Y más adelante, pero también dentro de la sección "Reseña descriptiva":

"Sus sentimientos corren parejos con sus emociones: amor, cariño, piedad, son para él desconocidos; no lo siente, porque el mismo afecto familiar es para él una cosa trivial, en la que jamás se ha fijado; los hijos son necesarios para que, pidiendo y trabajando, aumenten el fondo común para el sustento; la mujer es una de tantas, y no tiene para ella sentimiento alguno, sino deseo; el deseo sensual, el deseo del deleite, de la carne" (7) ¿Por qué importan, de repente, los rasgos faciales o la capacidad de emocionarse de un vagabundo? ¿Por qué Juan Díaz-Caneja entrevistó a Ramón 'El Quinqui', y dedicó, en su estudio sociológico, un capítulo a su economía doméstica, en el que hacía un balance contable de los ingresos y gastos de cada uno de los miembros de la familia de vagabundos? ¿Por qué anotó el color de sus ojos? Los discursos científicos no toman la forma unidireccional que sí tenían las cédulas reales, sino que incitan a hablar al vagabundo, a expresar sus interioridades y sus motivos, para después actuar desde las instituciones disciplinarias según instancias normalizadoras. Ya no se trata de las acciones, como sucedía en siglos previos, sino de los modos de vida y de las subjetividades que los sustentan. Los poderes, por tanto, ya no deben actuar sobre las acciones, sino sobre el deseo y la subjetividad entera del individuo. Para ello necesitan que el individuo hable, que exprese todos sus pensamientos, sus deseos, que se autogenere en un discurso guiado para poder normalizarlo interviniendo en el manantial mismo de sus acciones. En esta investigación de los motivos y los estilos de vida, el sujeto es registrado "después de examinarlo por todas sus caras" (8), es anotado y explicado todo aquello que lo puede constituir de un modo u otro, como si todos los aspectos de su cuerpo y su comportamiento estuvieran vinculados, de algún modo, con la criminalidad. Lo radicalmente nuevo no es el registro intensivo de lo que los vagabundos hacen, que ya era registrado intensivamente en la época clásica (9), sino la puesta en discurso de sus pensamientos, y de todo aquello (sentimentalidad, economía doméstica, biografía) que defina la subjetividad que ha de ser tratada y corregida. Como es lógico, las prácticas de poder asociadas a estos discursos serán radicalmente distintas de las observadas en siglos previos. Si habíamos visto que entre los siglos XVI y XVIII el poder jurídico funcionaba imponiendo al ocioso un régimen de trabajo, y que la cárcel solo era un último recurso para los que intentaban escapar del taller o la plantación, la Ley de Vagos y Maleantes aprobada por la Segunda República española nos muestra de manera clara los lugares que el poder jurídico de esta época determinó adecuados para la 'rehabilitación' de los vagabundos. Copiamos literalmente del texto legal los posibles destinos que se asignaban al vago o maleante: 1. Internado en un Establecimiento de régimen de trabajo o colonias agrícolas 2. Internado en un Establecimiento de custodia 3. Asilamiento curativo en Casas de Templanza 4. ... (10) Trabajo, cárcel y hospital. El trabajo como destino del 'vago' permanece, ahora rodeado de una retórica de la redención y pretendiendo no sólo ocupar al ocioso, sino modelar su personalidad a través de la disciplina y el orden de una jornada laboral intensiva. Aparecen la cárcel y el hospital, y aquí el poder jurídico retrocede, quedándose como mero distribuidor de los criminales en el espacio, y da un paso adelante el poder disciplinario, que una vez tenga al criminal bajo su techo y determinado por sus espacios, trabajará sobre su subjetividad: imponiendo los mismos

horarios que regulan a la sociedad productiva, patologizando su comportamiento y medicalizando su mejora, pautando misas diarias que lo acerquen al discurso redentor del cristianismo, etcétera. Recordemos que muchos de los internos ni siquiera serán criminales, puesto que en la ley se consideran también como tales "los que observen conducta reveladora de inclinación al delito" (11). El criterio de esta inclinación es, por supuesto, fijado por la jurisprudencia, el policía o cualesquiera testigos que acudan al juicio con rumores sin fundamento; puesto que ya no importan los actos, sino las intenciones manifestadas por el sujeto deseante, también son recluidos en los espacios disciplinarios aquellas personas que tengan 'subjetividad criminal', hayan o no cometido un crimen. Situémonos ahora en el tiempo presente, y abramos la reflexión dándole la palabra a una mujer gitana, que grita a las cámaras del programa 'Callejeros': "Cuando vienen los extranjeros dicen que Sevilla es muy bonito. ¡Que descubran primero la mierda que tiene y que guarda en los rincones!" (12) De estar en el centro de la ciencia social a estar en los rincones de la geografía local; fijemos la vista en este desplazamiento. El poder jurídico, que distribuía en el espacio conforme a criterios positivos (decidiendo el aquí de cada cuerpo), ya no actúa apenas, y son nuevos dispositivos, de carácter físico y policial, los que distribuyen en el espacio conforme a criterios reactivos (decidiendo el 'aquí no' de cada cuerpo). El Ayuntamiento de Madrid instala una separación vertical en medio de los bancos de las marquesinas, y los bancos del Metro se convierten en dos cilindros sin superficie horizontal, todo para negar esos espacios como posibles camas para las personas sinhogar: aquí no. Las comunidades de vecinos hacen cerramientos de sus fincas para evitar el acceso nocturno de vagabundos, y los servicios de limpieza de las ciudades riegan el pavimento horas antes de que comience el horario laboral y comercial: aquí no. Y en los albergues, generalmente llenos y atacados por los recortes, el asistencialismo cubre la miseria con cuatro paredes, alejando también a los vagabundos de los espacios públicos de visibilidad. Y por si fuera poco, en esos momentos en los que la miseria irrumpe en los espacios públicos y agita un vaso con dinero a lo largo del vagón del Metro, el teléfono, un libro o el mismo suelo nos permiten reubicar nuestra mirada allá donde el sinhogarismo no es un problema; incluso ante nuestros ojos, el sinhogarismo es invisibilizado por mecanismos ya no materiales, sino de simple evitación personal de la realidad como responsabilidad colectiva. En este contexto de invisibilización del sinhogarismo podría parecer que un programa como Callejeros, que tematiza la miseria y la difunde en formato audiovisual en un canal de gran audiencia, realiza una función clave poniendo de relieve la exclusión social y concienciando al espectador de la necesidad de reforma. Veremos por qué este tipo de programas no solo no ayudan a la concienciación respecto del problema, sino que ahondan en la estigmatización del sinhogarismo y anulan toda posibilidad de cambio. Callejeros no solo muestra cocinas con cucarachas, techos caídos o ratas muertas en descomposición al lado de niños descalzos que juegan al fútbol con un balón pinchado; también muestra a las personas que habitan estos lugares viviendo cómodamente en ellos. Esta puntualización no es banal. Las cámaras muestran sujetos que han naturalizado su situación, que se han adaptado a ella y que, al hacerlo, consiguen que el espectador naturalice igualmente la miseria, llegando a transmitir la idea de que las personas sinhogar son responsables de esa miseria (por elegir el camino de la droga o del crimen). Así, cuando vemos a un joven fardar, entre risas, del dinero

que ha ganado vendiendo drogas, ya no vemos la inevitabilidad de caer en esos negocios ante perspectivas nulas de vida, ante ciudades sin oferta de ocio, o ante sistemas educativos que hacen repetir curso al 'mal estudiante' hasta que tiene la edad para ponerse a trabajar; sólo vemos la decisión de vender droga, como si la libre voluntad del individuo hubiera elegido ese camino teniendo todas las demás posibilidades en la mano. En el programa "El Vacie", de Callejeros, aparecen las imágenes de una mujer que agarra por detrás a una niña, mientras dice: "Diles: ¡Hay muchas ratas en el Vacie! ¡Dilo! ¡Dilo, hay muchas ratas y muchas cucarachas!" (13) La frase termina con la mujer riéndose, y es la imagen perfecta para que las ratas dejen de ser un problema higiénico y socioeconómico a gestionar por las instituciones políticas, y pasen a ser la extravagancia de los voluntariamente excluidos. El principal efecto de Callejeros, al mostrar la cotidianeidad de la pobreza y la naturalidad de las personas sinhogar frente a su situación, es atribuir el sinhogarismo a las decisiones personales y a la voluntad de los individuos. Y si la culpa es suya, son ellos los responsables de su situación: desde ahora su miseria no es un problema social, sino una elección personal de la que el gobierno no tiene que hacerse cargo. Otro aspecto de la estrategia discursiva en juego consiste en invisibilizar a los sujetos sinhogar reales, y modelar un sujeto ficcional a través de la elección interesada que los medios de comunicación realizan del sinhogar-tipo. Un ejemplo claro de esta estrategia es el peso relativo de noticias, novelas, películas e imágenes dedicadas a la imagen estereotípica del vagabundo (barba poblada, cartón de vino, guantes rotos), lo cual contrasta con los trece tipos de sinhogar que ha fijado la sociología crítica como base de los análisis y estudios sobre el sinhogarismo (14). Se considera sinhogar a las personas que duermen a la intemperie y en albergues, sí, pero también las personas que duermen en centros de protección para mujeres, en instituciones de internamiento, en viviendas inadecuadas, masificadas o bajo notificación legal de abandono de la vivienda, entre otras. Crear, gracias a la posesión del discurso, una imagen del sinhogarismo centrada en lo que no es sino un tipo de sinhogar muy concreto y minoritario es modelar un sujeto ficcional sobre el que se articulan, en último término, la opinión y las políticas públicas. Invisibilizar el sinhogarismo real y crear un sujeto ficcional al que se atribuye responsabilidad personal por su situación, eliminando el carácter político de la miseria y generando espacios geográficos invisibles para concentrar y controlar mejor estas situaciones: esta es la actualidad del problema. Es necesaria la resistencia frente a estas estrategias, físicas y discursivas, que ahondan en la desigualdad y refuerzan el statu quo. En lo que al discurso respecta, son necesarios tratamientos de la realidad concreta del sinhogarismo, como probó posible el programa dedicado a sinhogarismo que realizó Documentos TV (15), los documentales 'Roger & Me' o 'Capitalism: A Love Story' de Michael Moore, que arrojan luz sobre los desahucios en Estados Unidos; o el documental '6m2', que narra la expropiación de Ofelia Nieto 29, para conseguir que el relato del sinhogarismo y su solución obedezcan a condiciones materiales y no a ficciones interesadas. Por lo demás, la lucha debe acontecer también en el terreno de esas mismas condiciones materiales; en este sentido, los movimientos de resistencia frente a los desahucios y la reivindicación activa de dación en pago y alquileres sociales son el primer paso de un largo camino. Crear contrapoder en la emisión de discurso, en los espacios políticos, en los despliegues

físicos de poder, en los tribunales, en la organización vecinal, en la imagen misma que creamos del sinhogar en nuestras conversaciones; hacerlo con la historia a nuestras espaldas, con la conciencia de las estrategias actuales de poder y el trazado perfecto de nuestras resistencias; sólo así podremos convertir el derecho a la vivienda en una realidad y no en un horizonte derruido por el juego del libre mercado.

(1) Gerónimo Guzmán, Juan. "Discurso político de la expulsión de los vagabundos y remedio de los pobres", 1666, p. 3. (2) Felipe V, "Orden de Felipe V para recoger, corregir y emplear los vagabundos y otros ociosos", 1717. (3) Gerónimo Guzmán, Juan. Íbid, p. 22 (anotación del doctor Antonio Gabin al final del discurso). (4) Araya Espinoza, Alejandra. "Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial", DIBAM, 1999, Santiago, p. 34 (5) Felipe V, Íbid. (6) Díaz-Caneja, Juan. "Estudio sociológico-jurídico: Vagabundos de Castilla", 1903, p. 18. (7) Íbid, p. 20. (8) Prólogo de Constancio Bernaldo de Quirós al estudio de Díaz-Caneja. (9) Véase, como ejemplo significativo de descripción de estas tecnologías del crimen, el libro "El azote de tunos, holgazanes y vagabundos", publicado en 1903 por D. J. O. (10) Peces-Barba del Brío, Gregorio (director). "Ley de Vagos y Maleantes y Ley de Orden Público", Imprenta de José Murillo, Madrid, 1933, p. 11-12. (11) Íbid, p. 10. (12) Aparecido en "El Vacie", programa de la tercera temporada de Callejeros emitido el 21/9/2007, con un 9'7% de share. (13) Íbid. (14) Según la tipología ETHOS (European Typology on Homelessness). (15) Programa de Documentos TV titulado "Sin techo", emitido el 30/5/2001

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