Que le debe el mundo a Roma. La huella de una civilización

July 26, 2017 | Autor: J. Cortadella Morral | Categoría: Historiography
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Descripción

En prensa, en un dossier sobre Roma de la revista Clio

Introducción: Que le debe el mundo a Roma. La huella de una civilización Jordi Cortadella- UAB

Tomemos un romano, allí donde se encuentre: en una tragedia, en un péplum, sobre una pintura... La primera cosa que hace es proclamar que es un romano y que se conduce como tal. Lo hace de palabra, si tiene ocasión de hablar, o de mil otras maneras, si es una simple imagen: su manera de vestir, sus gestos típicamente romanos, como la manera de saludar levantando el brazo, la rígida energía de su mentón y del cuerpo en general, signo de todas las virtudes, acompañado de un austero corte de pelo o de una ilustre calvicie. Nueve veces sobre diez, los romanos son virtuosos en nuestra imaginación. Debemos ir a la decadencia para verles plegar sus togas y comportarse como “malos romanos”, locos o viciosos. El latín ha dejado de existir, pero Roma continúa aquí. En la red viaria, en forma de puentes, de arcos de triunfo, de muros… El espacio romano tiene sus hitos. Desde el acueducto de Segovia al muro de Adriano, del anfiteatro de Nimes a las ruinas de Palmira, el turismo restituye aquello que la historia ha derruido. A buen seguro no hablaríamos hoy de Europa si, una vez, no hubiese existido el Imperio romano y sus sucesores históricos. Desde sus modestos orígenes hasta su desaparición como Estado unitario, transcurrieron doce siglos que dejaron incontables referencias inscritas indeleblemente en el paisaje, en las instituciones, en la lengua, en el derecho, en los valores, en las ideas… La impronta de Roma en nuestra cultura no supone un “milagro”, como el griego. No se habla de “milagro romano”, sino de una construcción profundamente humana. El esfuerzo romano y su éxito, fue obra de soldador y en segundo lugar, según como se mire, de albañiles, no de filósofos o artistas. Es cierto que Grecia alimentó de ideas a Roma, pero la experiencia romana de un imperio material permitió una admirable digestión de todo aquel alimento intelectual, pues una idea solo empieza a existir realmente cuando se convierte en “cosa”. Una actitud que no debe confundirse con el pragmatismo, tan atribuido a los hombres que inventaron el Estado. El mismo término de res publica indicaba que la República es una cosa (res), y no un principio, una abstracción. El ciudadano soldado La pintura histórica, la indumentaria de las obras de teatro y las operas, los pépulm y especialmente cómics como Astérix han popularizado el look del soldado romano. Se le reconoce perfectamente por su faldita roja, con las piernas al aire como los escoceses, su gran escudo rectangular, más bien engorroso, y sus cascos con cepillos por cimera. Como una mêlée de rugby, recubierta de escudos, la formación en tortuga (testudo) ilustra las virtudes del ejército romano: la disciplina y la solidaridad de la infantería,

hábiles en las maniobras, de una eficacia extraordinaria y un gran espíritu de cuerpo. Ante ellos, los enemigos brillan por la disparidad de su equipo y parecen condenados a vencerlos sólo mediante el engaño o una ferocidad animal, e incluso Astérix necesita doparse para conseguirlo, lo que consiguen en pocas ocasiones. Las legiones romanas no solo tienen la reputación de vencer siempre, sino que además vencen ordenadamente. El principio que todo ciudadano es soldado y todo soldado ciudadano se ha convertido en fundamento de cualquier régimen republicano, puesto que es la defensa de un bien común que define, junto al pago de impuestos y el derecho a voto, la ciudadanía republicana. Tomando la historia de Roma en su conjunto, pocos son los personajes importantes que no tuvieron nada que ver con el ejército. Durante la República, todo gran hombre debía ser un buen general. En cambio, la modernidad ha disociado progresivamente las funciones civiles y militares, tal vez recordando el final del Imperio romano, cuando la anarquía fue a menudo causada por los militares y donde muchos usurpadores surgieron de los campamentos legionarios. Además, con el triunfo de una teoría del poder que hacía de Dios el garante de la monarquía, las fuerzas armadas quedaron relegadas a hacer cumplir la ley divina. Actualmente, dentro de un orden político basado en un “contrato social”, solo en determinadas circunstancias muy especiales el jefe del Estado puede convertirse en jefe de guerra. O a la inversa. Por regla general, la competencia militar será el último argumento que evocará un candidato a la presidencia de una república moderna, aunque como jefe de Estado esté llamado a ostentar la jefatura de las fuerzas armadas. Imperio e imperialismo En la memoria cultural europea, el romano raramente aparece como un tirano. En el péplum, por ejemplo, los romanos se presentan o con coraza o con toga. En el primer caso, agentes de un orden militar que, aun pudiendo ser opresor, no dejan de estar obsesionados por la disciplina, la jerarquía y la eficacia. En el segundo, como civiles, en toga, aparecen aquí y allí como gobernadores y jueces. Es el imaginario de las dos caras de imperialismo romano: la fuerza y el derecho, el ejército y el orden cívico. Leyendo a los historiadores romanos da la impresión que el Imperio se construyo por casualidad. Se puede argumentar que las consideraciones económicas, o la preocupación por establecer fronteras seguras obligaron a Roma a llevar una política de conquista. La ambición de gloria de tal o cual gran personaje, tanto como el deseo de obtener botín también jugaron su papel, pero el Senado era vigilante ante tales aventuras que podían desestabilizar la República. Posteriormente, el emperador se arrogó la función de consolidar el espacio romano. En esta situación histórica se hace difícil poner en evidencia una “ideología imperialista” que pueda servir de hilo conductor para analizar la política y los actos de los emperadores. Nuestra moderna condena del imperialismo reposa sobre consideraciones morales. Se puede pecar por intención (toda empresa imperialista se la supone basada en un plan cínico); por interés (apoderarse de tierras, riquezas o personas); por acción (a la violencia de la guerra le sigue la de la autoridad); por presunción (los imperialismos modernos han tomado aires de cruzada ideológica, de superioridad del “hombre blanco” y de su modelo cultural); o por omisión (los derechos humanos, noción reciente y hasta hace poco de aplicación restrictiva). Así se pasó del entusiasmo por el imperialismo

“civilizador”, tan defendido en el siglo XIX, a una mala conciencia hacia el imperialismo “devastador”, lo cual no deja de ocultar el hecho de que el actual reparto del mundo en términos de mercado no es más que el avatar “posmoderno” del imperialismo moderno. No es evidente que los romanos compartieran estos mismos puntos de vista. ¿Las intenciones? Difícilmente las identificaremos entre los romanos. La conquista de Italia, por ejemplo, fue un conjunto de guerras circunstanciales contra sus vecinos. Además, los romanos no pretendían exportar ni sus dioses ni su sistema político y cultural. Al contrario, fueron ellos que importaron los dioses de los vencidos, su saber y su forma de vida. El pago de tributos o la obtención de metales preciosos fueron los beneficios evidentes de la conquista, pero no el motor de una política sistemática de expansión imperialista. Evidentemente, la conquista se tradujo en la obtención de un gran botín (praeda) al que ni los generales ni los soldados ni el Estado romano tenían intención de renunciar. Es el derecho del vencedor, que se prolonga en forma de numerosos impuestos, a mayor beneficio de los ciudadanos romanos. La guerra de conquista –como toda guerra– también procura prisioneros, es decir, esclavos. Dicho de otra forma: instrumentos de trabajo y confort, y permite aliviar demográficamente una Italia muy castigada por las guerras. Bellum iustum. En la Antigüedad, hacer la guerra no ponía, en principio, graves cuestiones morales. Era algo normal, por no decir natural. Difícilmente concebían como, sin la guerra, una ciudad podía subsistir o engrandecerse. Ello no obstante, se tenía un gran respeto al “código del honor”, al menos entre gentes del mismo mundo. Cicerón, en su tratado Sobre los deberes (De officiis) estipula que la guerra, solución violenta y bestial, ha de ser el último recurso, cuando el dialogo, método humano, ha fracasado. Y más aún, una vez llegado al enfrentamiento armado, los deberes hacia el enemigo no desaparecen por ello. No debemos entender, a partir de esto, la existencia de un respeto hacia los combatientes parecido a la Convención de Ginebra. En Roma, los prisioneros de guerra estaban llamados a convertirse en esclavos o a perecer en el anfiteatro en medio de los combates de gladiadores, que antes de ser un espectáculo fueron una ceremonia fúnebre mediante la cual se aplacaba a los dioses Manes ofreciéndoles sangre fresca. Solo se protegía, durante un conflicto armado, a los enemigos investidos de un poder de representación, como negociadores o emisarios. El primer deber hacia el enemigo era el de vencerlo. Después, una vez derrotado, el de protegerlo con una “paz justa”. Tal idealización hacía que la guerra (bellum) no fuese realmente deseable si no era una “guerra justa”, por lo menos “sujeta a derecho” (ius). Así debe entenderse la expresión bellum iustum. Lo que resulta interesante en la actitud romana hacia la guerra es que Roma no pretende solamente codificar su práctica de la guerra, sino la guerra en general. Potencia central, Roma hace prevalecer una “ley de la guerra” de la misma manera que pretende imponer su derecho de gentes. A diferencia del imperialismo colonial moderno, es difícil decir si la política expansionista romana se inscribía realmente en un reparto del espacio entre potencias rivales. Después de la eliminación de Cartago, Roma solo tiene delante a los partos, impredecibles pero respetados, y a los inaccesibles germanos. Los romanos son

conscientes que el mundo no se acaba en las fronteras del Imperio, ni incluso más allá de estos pueblos hostiles, pero la justa medida del Imperio parece ser la del mundo que los romanos consideran como suyo. Libertad, divino tesoro La sociedad romana era esencialmente desigual. El examen de la estructura del poder muestra que al fin y al cabo, bajo el Imperio (al menos hasta su etapa final) el poder no era más opresivo sobre los ciudadanos que durante la República. En uno y otro caso, según los criterios modernos, el poder del Estado, con sus múltiples caras, sobre el ciudadano era de un fastidio insoportable. En la familia romana, uno se da cuenta que la densidad del poder que detentaba el pater familias era fenomenal: literalmente este reinaba en su casa. Los dos espacios, el público y el privado, estaban marcados por una gran concentración de poder. Ello no obstante, la noción de libertas está en el centro de la concepción romana de la política, porque la libertad es indisociable a la ciudadanía, y la ciudadanía a su vez procura el pleno y total disfrute de los derechos a los cuales puede aspirar un hombre libre. En primer lugar, el derecho a la vida pues, excepto en circunstancias de una extrema gravedad como la alta traición o el parricidio, la pena de muerte es inaplicable al ciudadano. El ciudadano es sacrosanto y escapa teóricamente a toda arbitrariedad, lo que Ciceron expresa diciendo que la libertad consiste en vivir “como uno quiera”, fórmula que puede prestarse a confusión, pues implica esencialmente que el poder no puede en ningún caso inmiscuirse en la esfera privada (res privatae). No obstante, este “como uno quiera” no implica ninguna reivindicación de anarquía; más bien supone una obediencia consentida a la ley, tanto como esta tiende a garantizar la libertad. Para un romano, se es libre cuando no se es esclavo (servus). O bien uno posee cosas, o bien uno es cosa poseída: he aquí lo que define, tratándose de seres humanos, la posición recíproca de los hombres libres y de los esclavos. Un esclavo es la “cosa” de alguien. Si se le libera, no puede convertirse en res nullius y permanecer en un estado intermedio. Por tanto, los juristas romanos son claros sobre este punto. El esclavo liberado pasa pues de un derecho al otro, del derecho del amo al derecho ciudadano. Esta visión simple y clara de las cosas recuerda la evidencia que, para los romanos, la clave del orden social y político es la propiedad. O posees o eres poseído. Todos los esclavos tenían en común el ser, jurídicamente, “cosas”, pero no debemos creer que los romanos eran tan miopes para no ver en ellos a seres humanos. Debemos precisar que el esclavo antiguo difiere fundamentalmente en este punto del esclavo moderno. Fueron los Papas los que supusieron la ausencia de alma entre los indios americanos, y los burgueses del siglo XVIII los que consideraron a los negros como una especie de monos. La concepción antigua del esclavo no se basaba en una jerarquía de las razas humanas ni en consideraciones étnicas que consagraban “por naturaleza” a tal o cual ser a la servidumbre, y por tanto a permanecer así indefinidamente, puesto que no se puede modificar la naturaleza. Ser esclavo en Roma era un estado imputable a las duras realidades de la vida, que hacen que uno nazca aquí o allí, de una madre libre o de una madre esclava, y por tanto en situaciones jurídicas diferentes. El esclavismo tenía un efecto liberador: el hombre libre no tenía necesidad de trabajar y podía –debía–, por tanto, consagrarse a la vida política. Se ha dicho, sin duda con razón, que fue el esclavismo lo que permitió la aparición de la democracia ateniense. El cierto,

en todo caso, que es en torno a la noción de libertad que griegos y romanos “inventaron” lo que nosotros llamamos “la política”. Esto significa que como la producción e incluso la gestión estaban asumidas por la mano de obra esclava a un coste prácticamente nulo, el hombre libre disponía de tiempo para organizar la sociedad. El debate griego giraba sobre la participación de todos en el gobierno del Estado. Los romanos, en cambio, zanjaron la cuestión afirmando que solo los ricos eran aptos para gobernar. Roma eterna Roma nos ha dejado tres pilares que, incontestablemente, han instruido a nuestros políticos: la historia romana, que enseña cómo se pasa de una república a un imperio; el derecho romano, base de todos los códigos posteriores; y la Ciudad Eterna, que sirve de modelo del poder a nivel urbanístico y monumental. Pensamos en Atenas como en un templo de la belleza y de la sabiduría, y en Roma como en una ciudad monumental. El carácter “insular” de la Acrópolis y sus inmediaciones en la Atenas moderna sorprende al visitante que en cambio, al volver de Roma, recuerda las agotadoras caminatas por el inmenso tejido de ruinas, vías, edificios y plazas, que dan testimonio de una estructura subyacente y a veces emergente, la Ciudad. En Roma, la proliferación de monumentos traduce no solo que el lugar fue el centro del poder, sino la pretensión de continuar siéndolo eternamente. No en vano, cuando Pedro era una piedra sobre la cual Cristo quiso edificar una iglesia, es remarcable que aquella se edificase justamente allí, en Roma. Si Jerusalén es el lugar del misterio, Roma es el de la organización y la autoridad. Es desde allí que el Papa, el último emperador de Roma, sigue dirigiéndose al mundo. Fue en el principado de Augusto y durante el Imperio que Roma conoció esta transformación monumental, que consistió en una política en la cual el urbanismo y la ornamentación de las ciudades revistieron una importancia capital. Nuestra experiencia de los totalitarismos modernos y del culto a la personalidad que los ha acompañado ha generado algunos contrasentidos sobre el sentido último de aquellas intervenciones imperiales. No fue Augusto que hizo como Stalin, sino Stalin quien imitó a Augusto, a los grandes reyes, a Dios mismo tal vez; en todo caso, a larga dinastía de jerarcas que, levantando una estatua en cada pueblo, han creído encarnar así la fuerza divina del poder hasta el punto de ser honrados devotamente. No olvidemos que la noción de “propaganda” es moderna y supone la existencia de unos medios de comunicación que la Antigüedad difícilmente podía concebir. La política monumental y urbanística romana era más bien un acto de fuerza, comparable a la ocupación territorial o a la colonización. En cambio, paradójicamente, la propaganda solo tiene sentido en un contexto en que la democracia no es una palabra banal. La propaganda tiende entonces a conquistar una opinión o desactivar una resistencia. En cambio, los emperadores romanos debieron hacer frente a rivales, a usurpadores, a complots cortesanos, a agresiones exteriores, pero difícilmente podemos decir que se enfrentaron a contrapoderes o a una contestación del régimen en cuanto tal. Cuando había revueltas, la obediencia al emperador se restablecía mediante la fuerza militar, no con la propaganda. El mismo cristianismo durante mucho tiempo fue tratado como un fenómeno de desobediencia civil, y reprimido como tal, sin recurrir a ofensivas ideológicas. Además, los cristianos no querían que el emperador dejase de ser

emperador, solo le pedían que fuese cristiano, y con Constantino acabaron por conseguirlo, no porque les asistiese la razón, sino porque la relación de fuerzas políticas jugó a su favor. Roma y nosotros Roma nunca tuvo una constitución, La definición razonada y codificada del entramado institucional es una creación moderna. Esta evidencia contrasta con la imagen jurídica, legislativa, normativa que tenemos de los romanos. Hasta el final del Imperio, en Roma nunca hubo un código de leyes. La ley siempre siguió la evolución de las relaciones sociales y, por tanto, fue un edificio en construcción permanente. El extranjero era aquel que no conocía la ley romana, y en consecuencia la violaba. Haciéndolo, se declaraba enemigo. Poco importaba que sea un hermano. Rómulo mató a Remo, su gemelo, porque con un solo gesto se designó él mismo como extranjero. Tanto en Roma como actualmente, no es la comunidad de sangre que, en principio, garantiza la nacionalidad, no es tampoco el azar de nacer en un lugar u otro; es sobre todo la aceptación consciente de una regla común, de unas leyes primordiales que asocia a los hombres. El pan y el circo romanos. No es necesario hablar de ellos pues son de sobras conocidos y vienen a simbolizar los síntomas de la decadencia política: pueblo alienado por la distribución de víveres, pueblo ocioso, embrutecido por las carreras de cuadrigas o, peor aún, por los horrores del anfiteatro. Víctimas de una autocracia imperial envuelta en orgías incalificables, los romanos del Imperio pasan por haber perdido su alma como pueblo. Por lo demás, son ellos quienes ilustran perfectamente la noción misma de decadencia. Cada vez nos sentimos menos herederos de los romanos pero admiramos más al glorioso difunto. Sin caer en una idolatría perversa, esta actitud ha llevado a tratar la Antigüedad como una religión revelada y a sus restos como unas reliquias. Hay algo de romanos en nosotros. En nuestros principios fundamentales, en nuestros modelos políticos y en nuestro estilo de vida. La realidad actual se apoya a la vez en una visión económica de la sociedad creada por los pensadores anglosajones y sobre la experiencia política de la Antigüedad. No nos sorprende en absoluto que nuestros diputados frecuenten un Congreso cuya fachada imita perfectamente un templo antiguo. Lo que nos sorprendería sería que fuesen a reunirse en un edificio moderno y anodino. Cuando nos llegan imágenes de repúblicas lejanas quedamos algo desconcertados al ver que el palacio del gobierno en aquellos lugares no tiene el aire ni de un monumento antiguo ni de un palacio real requisado. Copias arquitectónicas neoclásicas, los Capitolios han surgido allí donde han triunfado las revoluciones. Y cuando el edificio no tiene un aire antiguo es su nombre el que nos da la pista. Pero lo más sorprendente es que esta romanomanía revolucionaria, modestamente republicana, fue la sucesora histórica de otra romanomanía, la del absolutismo monárquico, y tuvo su particular derivada napoleónica y fascista. Se diría que nunca dejaremos de ser romanos. La Antigüedad sólo responde a las preguntas que se le formulan, y es evidente que estas preguntas varían de una época a otra. Hoy el día, hemos dejado de pedir a Roma que nos ofrezca modelos de héroes, alegóricos o cívicos, cosa que hizo durante siglos, pues este acceso a la Antigüedad no estaba falto de grandeza y encanto. Hemos dejado de buscar la modernidad amontonando ruinas sobre ruinas. La libertad de los antiguos no es la que reclaman los modernos. No obstante, sin este juego de préstamos provenientes

de la romanidad difícilmente hubiese surgido la idea de patria o el ciudadano se habría impuesto al súbdito. Roma es tanto una ciudad como una estatua de emperador, un soldado vestido de rojo, un anfiteatro, un imperio, las obras completas de Cicerón. La versión latina de un clásico, para unos, un puñado de paganos sanguinarios, para otros, o incluso la mala simiente del totalitarismo moderno. Un lugar más visitado que pensado.

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