Qué fue el comunismo

June 20, 2017 | Autor: Mario Rechy Montiel | Categoría: Teoría Política, Filosofía Política, Antropología Política, Comunismo
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Descripción

Qué fue el comunismo
Y cuál sería un balance general de su paso por el Siglo XX
Mario Rechy.
Publicado en Reincidente. Puebla, Pue. México. Número 40

Para la gran mayoría, la percepción que hoy se tiene del comunismo es que fue un sistema político económico que prevaleció en Rusia y sus países satélites durante siete décadas; que se caracterizó por la planeación central de la economía y la supresión del mercado; un estado fuerte y autoritario, la ausencia de libertades democráticas y la intolerancia. religiosa. Esa percepción es, relativamente, una idea correcta. Pero el comunismo fue también el motivo de inspiración de varias generaciones de jóvenes idealistas, preocupados por la injusticia en el mundo, decididos a terminar con la pobreza y la explotación de seres humanos por empresas capitalistas sin valores y convencidos de que el camino para conseguirlo era una revolución
social.
Menos personas piensan también que el comunismo fue una religión. Una religión sin dios, pero que cumplía o satisfacía todas las características de una fe. Es decir, que estaba fundado en un cuerpo doctrinario que contenía algunas premisas o dogmas fundamentalistas que se cimentaban en una visión ideológica del mundo, donde todo estaba regido por la lucha de contrarios, la supresión de uno de los opuestos, en un proceso de perpetua destrucción y creación. También esa visión es verdadera.
No porque sus militantes lo hubieran concebido así, sino porque se comportaban como fieles de un culto, más que como intérpretes de una disciplina científica. Yo fui un caso o ejemplo de lo primero que describí. Es decir, alguien que concebía al socialismo como una disciplina que abordaba la historia universal como una sucesión de formas económicas, o modos de producción como se dice en la jerga obligada; que pensaba que la sociedad llegaría a un punto de madurez en el que la lucha de clases nos colocaría al frente de una revolución universal, que no podía tener otro horizonte que la sustitución de las formas capitalistas hacia un momento de economía planificada. Ello quería decir que los hombres producirían acorde con sus capacidades y que acorde con ello tendrían su correspondiente retribución. Como lector y estudioso de esa disciplina, no solamente aprendí su coherencia teórica y su rigor económico, tuve también la voluntad y capacidad de ir a verlo para verificar su funcionamiento y alcances.
La primera impresión en mi experiencia como testigo del socialismo fue de enorme dicha: encontré una sociedad en la que no había desempleados, no había hambre, no había niños desamparados, ni ancianos mendicantes. Todos tenían acceso a la educación, a la cultura y a una vida digna. Con una salvedad, no podían disentir so riesgo de ser etiquetados como elementos disolventes o enemigos del socialismo. Y este riesgo que podía conducir al ostracismo conllevaba restricciones para la libre expresión, la libertad de reunión y la libertad de prensa. Aunque se guardaran las formas sobre los derechos que tenían los individuos.
Ciertamente no conocí sino dos casos del socialismo. Y los conocí en su etapa final, en la década de los setentas; años en los que para mí quedaba claro que el socialismo se encontraba ante un dilema mortal: democratizarse o ser barrido de la faz de la tierra. Pero también constaté que quienes gobernaban no estaban dispuestos a nada que pudiera parecerse al régimen de libertades occidentales, porque ello los hacía vulnerables a la crítica y hubiera sido fuente de una renovación del liderazgo y el poder público. Así que no me fue difícil prefigurar grandes transformaciones hacia un mundo con mayores libertades, que debían complementar las conquistas que se tenían en el camino de la igualdad y la justicia social. Pero sobretodo en el privilegio que se concedía a los niños, que gozaban de una atención muy completa desde su primera infancia, a cargo de especialistas, de nutriólogos, pedagogos, entrenadores físicos, y que tenían después asegurada una educación extraordinaria, con formación artística, científica y humanista.
Antes de ver el socialismo, había sido yo en mi primera juventud un joven fanático. Bajo la influencia de los combatientes de muchos países, así como de los defensores del socialismo donde ya había triunfado, y compartiendo el entusiasmo que invadía a la juventud de mi tiempo por la sabiduría y la justeza con que Mao Tse Tung exponía los principios de la dialéctica y la acción política, había sido un guardia rojo, un teórico de la propaganda y, hasta donde mis capacidades me lo permitían, un fiel ejecutor de nuestro ideal.
Pero tenía también una intensa vocación de conocimiento y de estudio, que en mi medio y mis días se tradujeron en la incursión hacia todas las corrientes del pensamiento social, de la ciencia y de las reflexiones sobre la historia. Cosa que me permitió descubrir que en nuestra disciplina o propuesta, se habían estancado varios elementos.
Se había clausurado la introducción de nuevas herramientas de análisis, se había circunscrito el universo de estudio, se habían realizado demasiados deslindes con otras disciplinas o metodologías para abordar la realidad social y el complejo universo de lo humano.
Como parte de una generación que vivía su ideal con profunda vocación y hasta apostolado, sabía que desde la época de las catacumbas cristianas no había pisado la tierra una legión de jóvenes entusiastas, vehementes y fieles, como nosotros. Y sabía también que desde aquellos días no había estado tan cerca y tan cierta la posibilidad de alcanzar el cielo. El cielo de una sociedad justa, armónica, donde todos los seres humanos pudiéramos ser felices.
La percepción de los ciudadanos que vivían bajo el socialismo era sin embargo harto diferente. Y representó siempre para mí un punto de profunda reflexión y de búsqueda. Los jóvenes miraban hacia occidente con ilusión y con esperanza. Pero también como motivo de inspiración para la rebeldía y la expresión de la inconformidad. Los Beatles, que yo en lo personal no había apreciado y que en ello me apartaba de mi generación, eran en estos países del socialismo real los verdaderos héroes. Tan solo en Rusia había más de mil clubes clandestinos que además de escuchar su música como parte de un levantamiento espiritual, realizaban un ejercicio subversivo de fabricación rudimentaria de guitarras eléctricas y de cantadas donde manifestar su necesidad de aire, de libertad y de atrevimiento.
Los obreros se decían también inconformes por el lento ritmo de mejora en sus condiciones de vida, porque su esfuerzo y su productividad no recibían lo que la doctrina había postulado, y cuando cuestionaban o demandaban, se les machacaba que el enemigo amenazante obligaba al Estado a dar prioridad a la industria de defensa y al mantenimiento de un ejército invencible. Cuando años después de la caída del socialismo volví a constatar las condiciones de vida y de trabajo, y vi que ni diez años de capitalismo salvaje o de mercado habían remontado el estancamiento, lloré largamente en casas obreras donde el ingreso no permitía comer carne más de tres veces al mes, y en donde no se podía tener todavía una televisión a color o más de dos pares de zapatos o de botas de invierno.
La burocracia gobernante de aquellos países había perdido toda auténtica fe y compromiso. Sin duda el largo proceso de conversión del Partido en una maquinaria del poder, que solamente conservaba la ideología como parte de un uniforme institucional, pero lejano de toda convicción interna, había convertido a los miembros del Partido y del Estado –que eran lo mismo—en una clase social que se había apropiado del Estado. Es decir, en una clase social que no necesitaba los medios de producción, pues tenía directamente el dominio total y absoluto sobre la fuente misma de la propiedad, no solo sobre las cosas, sino incluso sobre los hombres y las almas.
Los modelos y los esquemas de los fundadores no habían resistido la prueba ácida de la historia. Probablemente en parte porque al contrario del destino inexorable que postulara la ineluctabilidad de esa etapa de la sociedad humana, la revolución no había llegado en el desarrollo, sino en la periferia, o mejor dicho, solo en las periferias había llegado. Mientras en las metrópolis el capitalismo se había seguido desarrollando hasta formas no previstas, si bien prefiguradas por los fundadores de la doctrina.
La sociedad socialista que había iniciado el camino hacia el comunismo cayó. Y no cayó bajo los arcabuces de sus enemigos. O al menos no de los arcabuces que lanzan balas, y más vulnerables al bombardeo con ideas y ejemplos, sino por sus propias contradicciones. Por su afán de impedir y aplastar los intentos de democratización y construcción de un régimen de libertades; de evitar un régimen que hubiera sin duda terminado con el control y la hegemonía de los llamados partidos comunistas y que habría inaugurado la coexistencia de propuestas diversas de socialismo. Cayó también como producto de una competencia económica en la que fue más fuerte o decisiva en sus logros y resultados la economía donde el espíritu individual no es suprimido, sino aprovechado para el esfuerzo común. Y donde bien que mal se ha ido construyendo un camino de convergencia no de modelos económicos, sino entre las libertades individuales y los intereses colectivos, y entre el poder central y la autogestión ciudadana. En ese sentido, la experiencia no está perdida, pues lo que no parece haber asimilado la sociedad soviética, lo está retomando la juventud occidental. Hoy esta juventud mira hacia las cooperativas y la construcción de un conjunto de economías locales, sustentables y solidarias.
Ciertamente, del socialismo la sociedad humana no supo conservar sus virtudes. Tiró al monstruo junto con sus criaturas sanas. Se liberó de una dictadura ideológica, sin conservar la educación gratuita, la impartición de salud, el pleno empleo o el acceso a la cultura. Y sin embargo, el capitalismo no llegó. Pues al menos en Rusia fueron los mismos miembros del partido comunista los que siguieron gobernando. Ahora reciclados, bajo nombres más convencionales y ajenos a toda ideología, como Nueva Rusia. Ellos se heredaron a sí mismos las empresas que antes administraron formalmente para la sociedad toda. Putin es dueño monopólico de la cerveza. El alcalde de Moscú de todas las constructoras. Y no han permitido que de la sociedad surjan los hombres de empresa. Los encarcelan cuando destacan, como a Jodorkovski, el petrolero.
Pero lo más doloroso de todo acaso sea que los comunistas no aprendieron la lección. Y siguen repitiendo las viejas consignas o buscando recorrer los mismos caminos. Como si la crucifixión no les hubiera enseñado nada; y como si no pudieran escuchar las voces reverberantes del Gulag, donde ahogaron tantas quejas y tantos ideales de enmienda al proyecto original.
*El autor de este ensayo fue preso político en Lecumberri (de diciembre de
1967 a-julio 1973); profesor universitario durante treinta años, fue también miembro fundador del PRT, del Frente Democrático Nacional en 1988, y luego del PRD. Hoy no milita en ningún partido.

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