¿Qué emociones y actitudes requiere la conversación democrática sobre la justicia?

July 17, 2017 | Autor: Carlos Thiebaut | Categoría: Social Justice, Stanley Cavell, Social Exclusion, Conversational Discourse, John Rawls, Theory of Justice
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Descripción

¿Qué emociones y actitudes requiere la conversación democrática sobre la justicia? (Sobre Stanley Cavell y John Rawls a propósito del discurso sobre la justicia)

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A Rocío Orsi, in memoriam

La democracia entre chirridos y gritos Vivimos entre los diarios, aturdidores, chirridos de la democracia y de la vida pública. Las instituciones y las políticas, los procedimientos y las actitudes, parecen encasquillarse y, sobre todo, parecen quedar por debajo de lo que, a veces entre sombras y a veces entre gritos, desearíamos que fuera abordado y planteado en esa vida pública. A veces esos chirridos proceden de las torpezas u obsolescencias del diseño institucional mismo, de cómo se establecen los marcos y los ejercicios de la discusión y de la vida pública. Otras veces pareciera que lo que están fallando son, más bien, las actitudes, los comportamientos, las prácticas de los ciudadanos o de sus representantes, pues incluso aunque diéramos por asumidas la justicia o si quiera la funcionalidad de nuestras instituciones —lo que es excesivo wishfulthinking en condiciones estructurales de injusticia local y global—, es ya aterradoramente consuetudinario que los comportamientos públicos y privados se deslicen hacia prácticas regidas por un autointerés de los actores públicos que es ciego a lo que sería el bien público local y global. Parecemos haber aprendido que, contraviniendo los mandatos clásicos, ni siquiera una sociedad justa, en su diseño y en sus costumbres, elimina la posibilidad de los caracteres injustos. Así, esos «chirridos de la democracia» son a veces gritos estridentes, insoportables, como cuando las formas 157

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estructurales de la creciente desigualdad social deja ya estructuralmente a un número creciente de nuestros conciudadanos en la pobreza y la indigencia por debajo de los umbrales de una vida digna falsando su misma condición de ciudadanos. Otras veces, como está sucediendo recientemente en España, los chirridos son los irritantes y machacones sonidos de la depredación privada de los recursos públicos que llamamos corrupción y que, más incluso que los factores individuales y comportamentales (inducidos por maneras y prácticas políticamente fomentadas y no sólo toleradas) ponen de relieve el cinismo institucional que está gangrenando nuestra vida pública. En todos estos casos, el de los diseños institucionales torpes o torcidos y el de los comportamientos viciosos, no sólo fracasa o se entorpece la vida pública de los ciudadanos, sino que también se embotan, retardan o paralizan las maneras en las que los ciudadanos nos hablaríamos unos a otros sobre lo que sería esencial en nuestras instituciones, en sus principios y en sus prácticas y sobre las maneras de corregir sus defectos y sus errores. Los chirridos de la democracia lo son de la vida y, por ello, también de los discursos sobre ella. Es más que probable que detrás de estas y otras carencias y problemas podamos detectar factores de crisis de la democracia en su actual forma representativa, una crisis que para ser abordada, si no solventada, requeriría, de nuevo, otros diseños institucionales —por ejemplo, respecto a la elección de los representantes políticos y respecto a su control—, y solicitaría también otras prácticas, otras actitudes, nuevas imaginaciones de lo que debiera ser la voz y el ejercicio de lo público; otras instituciones y otras prácticas y actitudes, al menos, para que lo que es relevante —la realización de una sociedad justa y de una democracia incluyente— pueda coherentemente pensarse, plantearse y realizarse.Tal vez nos enfrentemos, como en los dos últimos siglos en los que el proyecto de un control democrático ha tratado, entre luces y sombras, de conformar el estado, a una nueva versión de la relación entre teoría y práctica. Lo que estas páginas quieren sugerir es que enderezar nuestras sociedades y nuestras democracias requiere la efectiva puesta en juego de otras motivaciones y actitudes ante nuestros males y cómo entrever las maneras de solventarlos. Es ésta la dimensión de las prácticas, de las motivaciones y de las actitudes que en ellas 158

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ponemos en juego. Pero también es necesaria la interpretación teórica —e incluso filosófica— de esas mismas prácticas democráticas, de esas motivaciones y de esas actitudes para que ellas mismas sean posibles. El discurso sobre la democracia —y, como diré, la democracia como forma de vida— reclama siempre también alguna forma de reflexión teórica sobre sí mismo aunque sólo sea para interpretar vigilantemente su misma posibilidad. La filosofía política —nos proponía Rawls1—tiene diversas funciones que la hacen necesaria: puede aclarar los hondos conflictos sociales y las alternativas que en ellos se ponen en juego; puede ayudar a delimitar las orientaciones de los fines de la sociedad y de sus prioridades; puede ayudarnos a percibir lo que es imperfecto en sus arquitecturas, pero también puede ayudarnos a la reconciliación con lo que en ellas atiende acertadamente a consecuciones racionales, como la democracia misma en condiciones de un pluralismo estructural de las visiones del mundo; por último, puede sugerir las líneas de una utopía realista que atienda a esas condiciones estructurales pero muestre, a la vez, su misma viabilidad. Todas esas funciones parecen adecuadas a nuestra vida entre los chirridos de la vida pública y, consiguientemente, parecen sostener lo que de imprescindible tiene la reflexión filosófica, si quiera fuera sólo por su presencia en lo que acababa de llamar las prácticas, las motivaciones y las actitudes. Quisiera acentuar algunos de esos papeles de la reflexión filosófica y, en concreto, me propongo (1) contrastar dos modelos filosóficos de la conversación sobre la justicia en la que se realiza la discusión de nuestras prácticas, (2) tratar de enmarcarlas en lo que denominaré la vía negativa para la comprensión de las meta-actitudes del sentido de la injusticia y de la justicia y (3) explorar las virtudes que son necesarias para que esas meta-actitudes puedan ser efectivas en la vida pública. En este camino recordaré la idea de José Luis López Aranguren de la democracia como moral.

1 J. RAWLS, La justicia como equidad. Una reformulación. Barcelona, Paidós, 2002, pp. 23-27.

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La conversación sobre la justicia: ¿dos modelos teóricos (Rawls y Cavell) o varios momentos de una compleja conversa? Stanley Cavell ha sugerido el término «conversación sobre la justicia» para referirse al intercambio de opiniones y de posiciones, al coloquio entremezclado de encuentros y de desencuentros, en el que entramos los ciudadanos de las sociedades democráticas cuando abordamos lo no resuelto, o los conflictos, los desacuerdos, las dudas, las opciones diversas en nuestra vida pública, sobre todo aquellas que tienen que ver con lo que estimamos es más relevante, las cargas desiguales de la vida económica y social, con la exclusión o con la carencia de voz de los desposeídos2. Como diré en un momento, la propuesta de Cavell tiene un tono de crítica o de oposición a los modelos más constructivos o más teóricamente articulados y diferenciados, como los que han sido frecuentes en las reflexiones contemporáneas sobre las teorías de la justicia. Aunque Cavell se refiere directamente a Rawls y a su Una teoría de la justicia, el argumento podría también dirigirse a las propuestas de Dworkin, Scanlon, Raz o Sen. Todas estas teorías —y valga la caracterización general, aunque vaga— son propuestas teóricas de cómo entender la justicia que tienen una fuerte carga central de argumentación racional en la reconstrucción de qué factores y razones intervienen en considerar justa una sociedad y propugnarían, de diversas maneras, que la justificación que cabe proponer para esa propuesta ha de operar con una fuerte carga, al menos, potencial, de ejercicio de la razón pública, por decirlo con los términos de Rawls. Los ciudadanos, en el modelo de este último, argumentarían y acordarían como justo un complejo modelo social en cuyo centro se encontrarían los principios de justicia que caracterizan el liberalismo igualitario rawlsiano. Esa propuesta y ese potencial acuerdo se realiza, en ese modelo, en un proceso de justificación pública en el que —por decirlo ahora en los términos que Rawls propone en Liberalismo Político—son las razones públicas, es decir, no las

2 S. CAVELL, Conditions Handsome and Unhandsome, (The Carus Lectures, 1988), The Univ. of Chicago Press, 1990, pp. 101-126 y Cities of Words, Harvard Univ. Press, 2004, pp. 164-189.

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opiniones o creencias sustanciales de los ciudadanos, siempre diferentes y a veces no conmensurables, las que tienen el protagonismo. Así, tanto la forma como los contenidos de esa razón pública que propone, justifica, adopta principios y toma decisiones no abarcaría todo aquello que interesa y desasosiega a los ciudadanos y sería un acotado subconjunto de ello. Pero, como diré después, y aunque no sea esa una idea central de Rawls, aunque entiendo que tampoco le sería ajena, tal vez sea suficiente para perfilar y aún acendrar el sentido de las injusticias que forma parte de los chirridos de la vida pública a los que empezaba refiriéndome. Para centrar cuál es la crítica que Cavell le presentaría al dicho ejercicio de la razón pública en Rawls, Stephen Mulhall ha cartografiado adecuadamente dos modelos o tipos teóricos de «conversaciones sobre la justicia»3. De acuerdo con esta reconstrucción, en el modelo rawlsiano, los ciudadanos discutiríamos públicamente, primero, sobre el diseño mismo de una teoría —la posición original, el núcleo más contractualista de esa teoría— configurada para suministrarnos los principios de justicia, sus razones de apoyo y su alcance y continuaríamos haciéndolo, segundo, tratando de compulsar nuestros juicios sobre los diseños institucionales que habitemos y construyamos en lo que Rawls llama un proceso de «equilibrio reflexivo». En este proceso, y públicamente, los ciudadanos iríamos compulsando y corrigiendo nuestros juicios sobre esos diseños institucionales (e iríamos también discutiendo el sentido y el alcance de los principios de justicia). Ciertamente, este tipo de ejercicio de la razón pública difícilmente puede llamarse conversación en el sentido normal del término; está constreñida, precisamente, a la justicia o a las injusticias que habitamos a la luz de una teoría o un conjunto de razonamientos. Todo lo que le presta seriedad y radicalidad tal vez le reste no sólo espontaneidad sino, sobre todo —y ésta es la

3 S. MULHALL, «Perfectionism, Politics and the Social Contract: Rawls and Cavell on Justice», The Journal of Political Philosophy. 1, 3 (1994) 222239. En un artículo posterior, «Promising, Consent and Citizenship: Rawls and Cavell on Morality and Politics», Political Theory, 25, 2 (1997) 171-192, Mulhall amplía su adhesión a la crítica cavelliana de Rawls incorporando las reflexiones de Cavell a la crítica del trabajo de Rawls posterior a Una teoría de la justicia y Liberalismo Político.

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cuestión en disputa—, tal vez deje al margen todo el entramado de emociones y actitudes morales y políticas que ponemos de hecho en juego cuando hablamos de las injusticias de nuestras sociedades. Digo que es la cuestión disputada porque, como veremos, Cavell quiere acentuar la importancia de estas actitudes que él vería ausentes del ejercicio público de la razón y en el sentido de la justicia en el modelo rawlsiano. Como iremos viendo, no cabe menospreciar la relevancia de todo el entramado emocional y actitudinal a la hora de enfrentarnos a los males políticos —piénsese, por ejemplo, en la desazón, la irritación o el resentimiento— si es que estamos realmente concernidos por dichos males; en ello acierta, estimo, Cavell. Pero, sostendría, esas actitudes no le serían ajenas a una reflexión teórica y constructiva sobre la justicia. Una teoría de la Justicia las incorpora de manera significativa y cabe decir incluso que sus aspectos críticos —por ejemplo, respecto a actitudes negativas, como el resentimiento— están incorporadas en la discusión pública. No obstante, es necesario prestar atención a la crítica de Cavell. Presenta con claridad una sospecha ante el lugar que puede tener una reflexión teórica como la de Rawls en la conversación ciudadana sobre la justicia. Como empezaba reconociendo, los chirridos sobre la democracia ponen en primer plano el papel de las emociones, los sentimientos y las actitudes, y especialmente en su sentido negativo, sobre el que regresaré. En este sentido, escribe Cavell: La idea de «conversación (...) no acentúa ni un proyecto social dado ni un terreno de juego justo para los proyectos individuales. (Ni, como he insistido, niega la importancia de estas ideas). Diría que lo que acentúa es la opacidad o la no-transparencia del actual estado de nuestras interacciones, cooperativas o antagonistas —el estado actual como resultado de nuestra historia que es la realización de intentos de reformarnos en la dirección de conformidad con los principios de justicia. Las virtudes que más se necesitan aquí son las de escuchar, la sensibilidad de la respuesta a la diferencia, la voluntad de cambio. La cuestión —no lo quiera Dios— no es elegir entre las virtudes de la cooperación y las de la conversación. La cuestión es qué relación hay entre ellas, si unas desalientan a las otras»4.

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S. CAVELL, Cities of Words, Harvard Univ. Press, 2004, pp. 173 s.

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El intento de Cavell no es, pues, oponerse al contenido liberal de la propuesta rawlsiana, sino llamar la atención sobre el hecho de que las virtudes de la cooperación pueden ser ciegas a las demandas que algunos ciudadanos —pensemos, eminentemente en los excluidos, en los carentes de voz social— pudieran hacerle a quienes formulan y viven en el ámbito de aquellas virtudes. El modelo queda ciego, por así decirlo, a la frontera borrosa entre aquellos que contractualmente consienten y quienes han quedado marginados incluso para poderlo hacer. Minimiza o desconsidera la exposición que los primeros debieran sentir ante las demandas, articuladas o calladas, de los segundos. Consiguientemente, limita la adhesión o el consentimiento que estos marginados pudieran darle a las instituciones. Mulhall lo ha formulado de esta manera: En la interpretación de Cavell, la reinterpretación rawlsiana del mito del contrato social pone excesivo énfasis sobre los principios que llegan a definir la substancia misma y el alcance de nuestro consentimiento, y que, por lo tanto, implica que nuestro consentimiento a la sociedad puede ser estrictamente proporcional al grado en que diverge de esos principios5.

Frente al modelo rawlsiano del equilibrio reflexivo, Mulhall acentúa cómo Cavell insiste en la propuesta más estrictamente kantiana (lo que no deja de ser sorprendente en él) del juicio reflexivo en el que no existe, en su concepción, tan marcada distancia entre los principios y los juicios de experiencia. Sin negar, como he dicho, la importancia que pudiera tener la interpelación de los excluidos, no creo, no obstante, que la diferencia entre esas dos versiones —equilibrio, juicio— de la reflexividad sean excesivas. Es más, cabe interpretar el equilibrio reflexivo rawlsiano como una modelización especial del juicio reflexivo de Kant6. Lo que parece inquietarle a Cavell es que Rawls formule que en un sociedad bien ordenada, regida por el sentido de jus-

S.MULHALL, «Perfectionism, Politics and the Social Contract», cit., p. 230. Así lo he propuesto en: «Re-reading Rawls in Arendtian light: Reflective judgment and Historical Experience», Philosophy and Social Criticism, 34, 1-2 (Jan. 2008), 137-155. 5

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ticia, la carga de la prueba de los reproches que puedan elevar los excluidos recaiga sobre ellos y deje intocado el requisito de la escucha de quien, precisamente, no está marginado. Por anticipar una cuestión sobre la que regresaré, Cavell formula: Rawls dice: «Aquellos que expresan resentimiento deben estar preparados para mostrar por qué determinadas instituciones son injustas o cómo otros les han dañado —lo que sería otro ejemplo de la conversación de la justicia—». Pero, ¿mostrárselo a quién, conversar con quién? Puede ser parte del resentimiento el que no haya suficiente escucha al resentimiento. Doy por supuesto que la fuerza que les requiere justificarse a los menos favorecidos es la de que será más fácil justificar la desigualdad a aquellos que tienen mayores ventajas, es decir, a todos los demás. ¿Pero es acaso esto verdad?7.

Lo relevante de la sospecha de Cavell es que la teoría parece formularse, precisamente, desde la perspectiva de quienes tienen mayores ventajas. Es una sospecha, pues, ante la posicionalidad de la teoría misma que toma partido, por así decirlo, por quienes — justificados reflexivamente en sus consentimientos a la sociedad— puedan, no obstante, seguir sordos a demandas cuyos contenidos y razones no habían formado parte de aquello a lo que habían consentido. Por eso, esta duda ante lo que Rawls propone —y de cuya letra, no obstante, discreparía porque Rawls da un sentido significativo a la interpelación del resentimiento como sentimiento moral que es— quizá pueda entenderse, sobre todo, como una sospecha crítica al modelo de reflexión teórica que Una teoría de la justicia presenta y ejerce. El modelo rawlsiano está construido como un ejercicio de «teoría ideal» , como una construcción normativa en las condiciones hipotéticas del acuerdo sobre unos principios que determinan, a su vez, los elementos centrales de un diseño institucional que, a la luz de esos principios, pueda considerarse justo. La teoría ideal tiene la función de establecer parámetros normativos a la luz de los cuales poder emitir juicios sobre las condiciones de hecho no-ideales que habitamos los ciudadanos de las democracias

7 S. CAVELL, Conditions Handsome and Unhandsome, (The Carus Lectures, 1988), The Univ. of Chicago Press, 1990, 108. La cita de Rawls es de A Theory of Justice, Harvard University Press, 1999, p. 467

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realmente existentes. Procede, por así decirlo, y por muy reflexivo que sea el proceso de argumentación, de «arriba» a «abajo». Creo que Cavell, con otros muchos críticos de Rawls, objeta a ese método de reflexión y pensaría más bien que la reflexión teórica sobre la justicia, una reflexión que, recordemos, es imprescindible en los discursos sobre la democracia y por ende de sus prácticas, debe operar directamente a pie de calle, en el seno de las injusticias y de su rechazo. Por poner otro ejemplo de esa sospecha y de esa crítica, Iris Marion Young ha formulado crítica contra los modelos distribucionistas de la justicia (centrados en la distribución de bienes y recursos entre sujetos homogéneos en sus necesidades y capacidades), como —entiende ella— el rawlsiano, por su ceguera estructurala las diferencias —a la no-homogeneidad— que existen entre los ciudadanos de sus capacidades y necesidades. Lo que podríamos llamar «una teoría crítica de la justicia» propugnaría, por el contrario, una atención diferencial y diferenciada en forma de políticas de inclusión de los estructuralmente marginados y excluidos. Para ello no sería necesaria una teoría ideal sino, por el contrario, una teoría, como he dicho, «desde abajo» o a «pie de tierra»8. ¿Y cómo, en qué discurso, expresar la demanda y practicar la escucha «desde abajo»? La idea de la conversación sobre la justicia que quisiera continuar explorando apunta, precisamente, en esa dirección. No entraré ahora en los peculiares matices que Cavell le atribuye a la conversación sobre la justicia en su programa de perfeccionismo emersoniano9, sobre todo cuando

8 Así lo propone, a propósito de Iris Marion Young, además de lo que ella misma formuló en La justicia y la política de la diferencia (Madrid, Cátedra, 2000). Alison Jaggar en «L’Imagination au pouvoir: Comparing John Rawls’s Method of Ideal Theory with Iris M. Young’s Method of Critical Theory» en A. FERGUSON y M. NAGEL, Dancing with Iris. The Philosophy of Iris Marion Young, Oxford University Press, 2009, pp. 95-101. 9 Ese es interés fundamental de Cavell en Conditions Handsome and Unhandsome y es una reacción al rechazo del perfeccionismo por parte de Rawls. Que el término perfeccionismo significa cosas diferentes entre los dos autores es lo que dejo ahora de lado. Pero cabe indicar brevemente que el perfeccionismo emersoniano de Cavell es el de la búsqueda de apoyos (y su ofrecimiento) para que la persona encuentre un estado mejor de sí. Cavell entiende el perfeccionismo en términos políticos como la propuesta o imposición de un modelo sustantivo de bien sobre una sociedad en la que conviven diversidad de tales concepciones de bien. Cfr. Mulhall, ob. cit., con quien no coincidiría plenamente al respecto.

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acentúa —y creo que de manera muy iluminadora— la incomodidad que nos debiera suscitar a los miembros más favorecidos de la sociedad la protesta y el reclamo de aquellos que sufren sus desventajas o que, sencillamente, carecen de la mencionada voz pública. Tomaré ahora la idea de «una conversación sobre la justicia» en un sentido más amplio (e incluso, forzando la mano, complementario a la propuesta del diálogo público sobre la justicia que modeló John Rawls con su idea de la razón pública que he comentado) para referirme a nuestros intercambios —los que tenemos y los que, sobre todo, debiéramos tener— en la vida común o ordinaria como ciudadanos sobre lo que no nos satisface en los gobiernos de lo público o sobre lo que queda excluido de las agendas políticas. En esos casos —cabe decir, realmente, siempre— procedemos a debatir no sólo los factores que entran en las circunstancias que vivamos sino también los principios de la vida democrática misma y a las maneras en las que esos principios no son aplicados o en las que nuestras instituciones democráticas, aquellas en las que se articula el consentimiento social, son imperfectas. Con esa conversación, y cuando la realizamos, ponemos en ejercicio determinadas actitudes ante nuestros conciudadanos y movilizamos, para hacerlo, motivaciones específicas y adecuadas. Esa es la intuición de Cavell. Pero también, argumentaría Rawls, apuntamos a los principios, a las razones, de por qué algo es justo o por qué lo es. Tal vez, a pesar del irenismo de mi propuesta, se intuya la ya tensión que recorre lo que seguiré sugiriendo: ¿qué relación existe entre esas motivaciones y actitudes, por una parte, y esos principios por otra? ¿Cómo pensar, entonces, la conversación sobre la justicia en esa tensión?

Para una reflexión sobre la democracia y la justicia, entre socavones: sentimientos, actitudes y juicios La perspectiva que me guiará a partir de este momento es una propuesta constructiva de reinterpretación de las teorías normativas de la justicia que puede pensarse inserta en lo que cabe denominar una «vía negativa» y desde la que me propongo reconstruir la idea de la conversación sobre la justicia. Entiendo 166

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por esa vía negativa aquellas reflexiones, como las de Judith Shklar y Avishai Margalit, en la tradición liberal, que acentúan o parten de las injusticias o, como formulaba Shklar, los «vicios ordinarios» de la vida pública10. No sería, pues, tanto el partir «desde abajo» en el análisis de lo que es injusto y de lo que podría ser justo, sino más bien —por seguir con metáforas espaciales— desde el «envés» de las aspiraciones e ideales de la tradición liberal democrática sobre la justicia. En ese envés se contiene mucho de lo que he venido mencionando en las sospechas de Cavell: las frustraciones de la exclusión y del resentimiento, es decir, todo el trasfondo emocional y actitudinal que he mencionado en párrafos anteriores tanto por parte de las víctimas como por parte de las cegueras de los ubicados en posiciones de poder11. En esta vía negativa, y bien primemos las actitudes, bien acentuemos los principios y razones, la conversación democrática sobre la justicia no tiene lugar, pues, en ningún lugar abstracto, sino en medio de nuestra vida misma aunque, con frecuencia, no seamos conscientes de todo lo que está implicado en ella —como digo, principios, actitudes, motivaciones y aún estados emocionales que a veces son apropiados y a veces inadecuados—. Esa conversación es la manera en la que se desarrolla nuestra vida personal, colectiva, moral y política en ese gran proyecto que llamamos, precisamente, la vida democrática. Acabo de sugerir que no siempre somos conscientes de lo que está implicado en la conversación sobre la justicia. A veces las emociones que son inmediatas a determinados contextos de problemas y de acciones pueden vaciar de sentido u obnubilar los principios que, dada su naturaleza normativa y regulativa, debieran ser —y regresaré más adelante a ese peculiar y extraño carácter de lo que debiera ser— tanto objeto de nuestras conversaciones como pautas y guías para ellas. Igualmente, y en el polo

10 Me refiero a obras como: SHKLAR, Ordinary Vices, Harvard Univ Press, 1984 y Los rostros de la injusticia, Barcelona, Herder, 2010 y A. MARGALIT, La sociedad decente, Bercelona, Paidós, 2010. 11 Jonathan ALLEN, en «The Place of Morality in Political Theory», Political Theory, 29,3 (2001), 337-363, ha cartografiado muy perceptivamente las dimensiones de lo que estoy llamando «vía negativa» con especial acento en el trasfondo emocional de la posición de las víctimas.

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opuesto, cabe que los principios que sostenemos respecto a lo que es justo no nos permitan ver las circunstancias específicas que reclaman que emitamos un juicio y no percibamos, por eso, qué valores y qué normas son las que habrían de ser relevantes para comprender los problemas y las soluciones que podamos enfrentar. Por decirlo con un giro retórico que recuerda a Kant12, si los principios sin atención a sus contextos de aplicación corren el riesgo de acabar siendo vacíos, la percepción de ellos sin principios puede acabar por ser ciega o emborronada. Y es que la conversación sobre la justicia es un entramado, en efecto, de juicios, de juicios oportunos y adecuados, que formulamos los ciudadanos y que se entrecruzan para formar la urdimbre de nuestra vida pública. Pero, quizá sobre todo, a veces no somos conscientes de lo que está implicado en nuestra conversación sobre la justicia porque nuestros juicios están enmarcados en actitudes ante el mundo social, y aún ante el mundo personal, ante nuestros conciudadanos y ante nosotros mismos, que pueden quedar en el trasfondo y no sernos inmediatamente transparentes. En la conversación democrática sobre la justicia, al igual que en las conversaciones personales con nuestros amigos, son nuestras actitudes e identidades lo que ponemos en juego y es, con frecuencia, sobre ellas sobre las que dialogamos. Pero nuestros diálogos se realizan entre la niebla, pues a las dificultades de saber qué es relevante en términos de justicia y de saber cómo referirlo a aquello que inmediatamente vivimos se añade esta borrosidad sobre nuestras mismas identidades. Pero el que sea ésta materia también, y fundamental, de nuestras conversaciones ya es de por sí significativo. Por ejemplo, si algún ciudadano se siente excluido del habla pública o de los recursos y cargas públicas, y muestra el daño que le produce el que no sea reconocido en eso que él vive como injusticia, es su identidad la que él estima también lesionada y su actitud, de reproche o de demanda, de resignación o de indignación, parece reclamar de alguien —de nosotros sus conciudadanos, de quien detenta el

12 «Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas», indicaba KANT en la Crítica de la razón pura (A51).

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poder o de quien administra la justicia—alguna respuesta en la que, también, estarán implicadas actitudes, posiciones sociales e identidades13. Cabe explorar un poco más lo que está implicado en la conversación democrática sobre la justicia o, en la formulación negativa que estoy explorando, sobre las injusticias que vivimos. He formulado que la conversación sobre la justicia es un entramado de juicios. Un juicio es una afirmación o una definición de cómo son las cosas y contiene elementos de enunciación o de descripción adecuada y elementos de valoración. Son juicios el decir «esto es injusto» —y pongamos aquí los ejemplos que parezcan más relevantes, desde el mundo laboral a la vivienda, desde la salud a las cargas fiscales— y dar una razón para ello, o proponer que lo que sería justo sería esa otra manera de actuar y dar una razón también para ello. También es un juicio, que tendremos que sostener con razones, el afirmar que yo o que otros somos o son excluidos y desposeídos o, sencillamente, desigual o injustamente tratados. Los juicios no son sólo, entonces, opiniones, sino opiniones apoyadas en razones a las que otros pueden y deben responder. A veces estos juicios se refieren a situaciones y problemas específicos —por ejemplo, respecto a por qué estimamos que son correctas o incorrectas algunas medidas de la regulación del trabajo, o el paro— y otras esos juicios tienen alcances más generales, como cuando argumentamos cómo se debieran articular los ejercicios de las libertades ciudadanas en las protestas sociales y cuáles habrían de ser sus regulaciones. En todos esos casos intervienen la discusión de los principios adecuados y de las circunstancias relevantes; en todos ellos se ponen en juego esas actitudes básicas de los ciudadanos que son como su marco, su trasfondo, y con ellas se ponen en juego también los trasfondos de emociones y de sentimientos que ponen en evidencia de qué maneras estamos engarzados con el mundo —con las circunstancias específicas que nos importan, con el mundo de los demás, nuestros conciudadanos, que pueden

13 A pesar de su acento en la dimensión colectiva o grupal y de su carácter estructural y posicional, entiendo que esta relevancia de la identidad, entendida en los términos complejos que indico, es la que se subraya en la obra de Iris MARION YOUNG. Cfr. obras citadas en n. 8.

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coincidir con nosotros o que pueden, por el contrario, discrepar, y a veces acerbamente, de nosotros. En la vía negativa, los juicios sobre la injusticia, y las maneras en que acendran los juicios sobre lo que sería justo, los principios arrojan luz sobre aquello que vemos a pie de calle y en el envés de las teorías que formulemos. Pero cabe sospechar, a contrapelo de esta concepción que estaba desarrollando, que el sentido de la injusticia sea ciego, o esté cegado, y precisamente porque carece de razones o de conceptos claros. Cabe que se carezca de un lenguaje en el que se pueda precisar, ante otros —quizá ellos mismos sordos— e incluso ante uno mismo, la exclusión o la marginación. Nora, en Casa de muñecas de Ibsen sabe bien qué no puede ya tolerar o soportar —la honda, radical, ceguera de Torvald, su falta de reconocimiento y atención a ella y a sus anteriores esfuerzos— aunque no pueda articular más que un sensación límite de insoportabilidad. Desde luego, no formula, ni imagina, cómo pudiera ser otra relación con su marido, aunque sepa, precisamente, que debería ser otra, que debería haber sido otra. Quizá el caso de Nora sea el de un sentimiento —o un resentimiento— de quien no ha sido vista y escuchada, precisamente por su condición de objeto femenino, de muñeca, una condición que niega su identidad como mujer y falsa su estatuto como esposa. ¿Cabe pensar que si ese sentido de lo que es injusto está mudo para formular otro curso del mundo, aunque esté cierto de su necesidad, pudiera ser iluminado o pueda recibir la voz desde otro lugar desde el que las razones y los principios puedan ser articulados? ¿No percibimos los espectadores —no lo hemos ido percibiendo en estos ciento treinta y cinco años desde que Ibsen presentó la tragedia— la necesidad de ese otro lugar, la necesidad —por formularlo ya así— de otro discurso público que sea capaz de indicar qué falló, qué se quebró, que estaba ya quebrado con la ceguera de Torvald? Y ¿no sería ese otro discurso posible lo que, precisamente, cabría pensar que debería ser la conversación sobre la justicia?14.

14 Es de notar el hecho obvio de que la obra de Ibsen es ya una intervención pública en la conversación cultural sobre el lugar de la mujer y sobre sus relaciones de dependencia o sumisión. He acudido al caso de Nora porque la apelación a otra manera de ser de esa relación le es un tema caro a Cavell.

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La dificultad para que comprendamos el alcance y las maneras en las que se desarrolla la conversación sobre la justicia tal vez radique no sólo en las dificultades de formular juicios apropiados, atinados, justos, sino también porque, como decía hace un momento, lo que en ellos se pone en marcha nos abarca totalmente. Decía Montaigne que los seres humanos nos desvelamos cabalmente hasta en los actos más nimios15. En cada uno de nuestros actos y juicios, y más así en la medida en que tratemos cuestiones de relevancia creciente, nos ponemos en juego; vale decir, ponemos en marcha esas actitudes básicas desde las que nos comprendemos a nosotros mismos y a nuestro mundo social. La dificultad quizá mayor de formularnos unos a otros juicios adecuados en la conversación de la justicia es que en ellos nos ponemos en evidencia, y ponemos en evidencia nuestras posiciones sociales y las sometemos al escrutinio de los demás. Nuestras actitudes básicas son el quicio en el que se articula nuestra concepción de nosotros mismos y de lo público. Toda la gama tornasolada de nuestras emociones y de nuestras motivaciones —desde el resentimiento de los excluidos a la confianza en las instituciones si las consideramos justas, desde la sensibilidad ante el daño propio y ajeno hasta la inquietud por atenderlos— se entremete en esto que estoy llamando las actitudes básicas que ponemos en juego en la conversación sobre la justicia. Sobre ellas, como un gozne, cuelgan y pivotan nuestros juicios son sus razones y sus percepciones, con sus emociones y sus conceptos.

(Cfr. los diversos análisis sobre este tratamiento en Andrew NORRIS, ed., The Claim to Community. Essays on Cavell and Political Philosophy, Stanford University Press, 2006). Su apelación a un proceso de aprendizaje —no realizado y frustrado en el matrimonio de Nora y Torvald—, en la línea de un progreso de perfección que él concibe en términos emersonianos, quizá se queda corto de esta demanda de otro discurso público sobre lo que quebró y sobre lo que evitaría otras quiebra futuras. Entiendo, precisamente, que muchas formas de la teoría crítica feminista —con las que el mismo Cavell ha colaborado de manera activa y significativa— coincidirían con la necesidad de ese discurso público. Cfr. S. MULHALL, Stanley Cavell. Philosophy’s Recounting of the Ordinary, Oxford Univ. Press, 1994, especialmente pp. 313-345. 15 MONTAIGNE, «Cualquier movimiento nos descubre», Ensayos (trad. de J. Bayod, Barcelona, Acantilado, 2006), I, 50, «Demócrito y Heráclito», p. 437

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Los sentidos de la injusticia y de la justicia como meta-actitudes Hay muchas maneras en las que estas actitudes se expresan y adquieren voz: en momentos negativos, puede ser el cinismo, la indignación o el abatimiento; pero también, en momentos positivos, cuando asumimos una cierta capacidad de agencia, aunque sea de manera reactiva, pueden serlo la atención a los reclamos y demandas de otros y el concernimiento —diré en seguida— por la vida en común, en la que nos va la vida y la libertad. Me interesa subrayar, no obstante, un rasgo básico de ellas, a la que quizá no le viene mal el nombre de meta-actitudes, o de actitudes que subyacen y atraviesan las que, incluso, sin darnos cuenta, ponemos en marcha y ejercitamos al entrar y desarrollar la conversación sobre la justicia. Estas meta-actitudes pueden ser, creo que sugerentemente, entendidas en una cierta polaridad complementaria: me refiero al sentido de la injusticia y al sentido de la justicia. El sentido de la injusticia —y me apoyo en Judith Shklar para pensarlo16— es aquel que se nos despierta y reacciona ante algo —un comportamiento, una práctica, una institución—que, por decirlo con Aristóteles, no le da a cada cual lo que le es debido. Lo que nos es debido puede, ya más acá de Aristóteles, ser muchas cosas: puede ser el acceso a recursos básicos para desarrollar una vida humana, como el cuidado de nuestra precariedad y de nuestra siempre frágil salud o el acceso a los conocimientos que nos permiten desarrollar una vida digna; puede ser el reconocimiento y la atención a un especial estado de las personas, como sucede si han sufrido un daño o si su condición —por ejemplo, la femenina— las sitúa en condiciones de carencia o de desposesión; puede ser, en último término, la dignidad misma que nos es debida como personas y el reconocimiento, de todos hacia todos, de lo que como tales personas nos es debido. El sentido de la injusticia se modula y se expresa en emociones —lo que Strawson llamaba emociones reactivas, es decir, emociones que se nos suscitan como reacciones a determinadas actitudes o hechos de los

16

Cfr. obras citadas en n. 10.

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que nos resentimos por haber sido dañados por ellas o como reacciones ante lo que otros, con quienes empatizamos, sufren, como pudiera ser la indignación17. En la Gran Moral, indicaba Aristóteles que «la justa indignación (némesis) es el dolor que se experimenta al ver la fortuna de alguno que no lo merece; y el corazón que se indigna justamente es el que siente las penas de este género»18. El sentido de la injusticia, pues, se expresa en la voz de la primera persona que se siente menoscabada y en la voces, bien en segunda, bien en tercera persona, de quien atiende a la privación o a la injusticia que otros sufren como aquello que no se merecerían. Al igual que la meta-actitud del sentido de la injusticia se modula y colorea de determinadas emociones y sentimientos, la meta-actitud del sentido complementario de la justicia también se modula y colorea con sentimientos y emociones19. La sensación de estar haciendo lo correcto, o de defenderlo ante su negación y su frustración, requiere la fortaleza, cabe incluso llamarla fortaleza cívica o incluso coraje, y una cierta firmeza en nuestras convicciones o un encontrarnos a gusto en ellas, justificados, en la defensa de nuestros juicios sobre el estado de nuestra sociedad. El sentido de la justicia es el que, en la actitud básica de colaborar en la conversación sobre ella, expresa y pone en marcha una actitud constructiva de defender lo que es justo y de aspirar a ello. He dicho que los sentidos de la injusticia y de la justicia son polares, pero también complementarios; no son ni opuestos ni excluyentes, son el haz y el envés —por recoger las metáforas

17 P. STRAWSON, Freedom and Resentment (1962), en Freedom and Resentment and Other Essays, Routledge, 2008. 18 ARISTÓTELES, Magna Moralia, I, 25. 19 El tema nos llevaría más lejos. No son, ciertamente, sólo emociones subjetivas y puntuales; son disposiciones estables en la persona en su relacionalidad y en las que intervienen creencias, concepciones. Por eso las denomino meta-actitudes: generan actitudes y juicios, modulan y expresan sentimientos. Cfr. W. ALSTON, «Moral Attitudes and Moral Judgements», Nous, 2,1 (1968) 1-23 y J. RAWLS, A Theory of Justice, parr. 74 «The connection between moral and natural attitudes», ob. cit., pp. 425-429. Rawls recoge explícitamente el componente emocional que indico. Sobre el sentido de la justicia en Rawls, ob. cit., cap. VIII, «The sense of justice», en el que se ubica el parágrafo citado, pp. 397-449.

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antes empleadas— de la manera en la que las personas nos relacionamos unas con otras en el respecto social de lo que nos es debido. Me interesa subrayar esta idea. Si no reaccionáramos «con dolor», como dice Aristóteles, a las heridas que sufre la condición humana la manera en la que estamos en la realidad está como mellada. Algo crucial nos faltaría y difícilmente podríamos participar en la conversación sobre la justicia o algo peculiar —la justicia— estaría ausente de nuestras conversaciones ciudadanas. El sentido de la injusticia, diré en un momento, requiere atención, percepción a lo que está dañado, al que está dañado, a lo que le está dañando. A veces puede parecer que reaccionamos emocionalmente —nos dolemos o nos indignamos— de manera inmediata o casi espontánea. A eso parece apuntar, incluso, la idea de Strawson de lo que son nuestras «emociones reactivas» a las que me refería hace un momento al glosar a Aristóteles. Pero también sucede que inicialmente no percibamos el dolor de otros, o la merma de lo que les es debido. Nosotros no hablaríamos, como Aristóteles, de la fortuna que es inmerecida, sino más bien de la quiebra o el daño a su condición y su dignidad humanas, una dignidad que puede no ser inicialmente percibida. Sucede, en efecto, que no siempre está dado o no es inmediato el ejercicio del sentido de la injusticia y que es necesario, por así decirlo, aprenderlo o suscitarlo o despertarlo. La sensibilidad social, a lo injusto y a lo justo, no es espontánea. Para ver cómo y por qué esto es así es bueno, por ejemplo, preguntarse cómo hemos aprendido a ver, a percibir, a comprender que determinados comportamientos, prácticas o instituciones —y pensemos en la esclavitud o, más cercanamente, la desposesión de la condición femenina— son injustas. En cada uno de esos casos —y en multitud de otros— intervienen mil tipos de procesos que nos llevaron a ver como injusto lo que antes quizá sólo percibiéramos como condiciones naturales. La percepción del dolor ajeno hasta el punto que suscite nuestro propio dolor requiere una peculiar atención, pero también las emociones básicas de la empatía o la compasión, una cierta educación o aprendizaje de la sensibilidad, sin las que tampoco sería posible la conversación sobre la justicia. Pero quizá ello no sea suficiente. La conversación sobre la justicia no se desarrolla —no es que no pudiera desarrollarse, es que de hecho no se desarrolla— sólo movilizando los trasfondos 174

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emocionales que he mencionado. Incluso para que ellos sean posibles, son necesarios, o al menos podemos decir que lo han sido en el pasado, otras maneras de ver el mundo de las que antes no disponíamos. En los dos ejemplos a los que he aludido apresuradamente, la esclavitud y la desposesión y desigualdad que sufren las mujeres, la crítica de esas instituciones o de esas prácticas han requerido y siguen requiriendo juicios, como los he llamado, sobre por qué esa institución o esa práctica son lesivos para las personas y para su dignidad y, consiguientemente, requieren razones que antes no se percibían. Decimos, por ejemplo, que el que una persona sea propiedad de otra, como puede serlo un objeto, se sostiene sobre una concepción de la condición humana que ve distribuidas natural y desigualmente las capacidades entre los individuos y, por ello, algunos requerirían, en esa concepción, ser propiedad de otros individuos que se consideran superiores. En este caso, al igual que en el caso de la desigualdad femenina, argumentamos y hemos llegado a percibir que, por el contrario, lo único «natural» que es relevante en el trato entre las personas es una idea nueva, distinta, de naturaleza, aquella que se formula, más bien, como la igual dignidad de las personas, una idea lo que no entraba cuando se defendía la esclavitud ni entra cuando se mantienen instituciones y prácticas de desposesión, de discriminación y de sometimiento. Pero también esa nueva idea o percepción requiere, a su vez, ser adecuadamente entendida y ejercitada. La idea de igual dignidad coexiste, y con frecuencia sustenta, prácticas de menosprecio y de exclusión. Así ha sido en el pasado y sigue siendo en el presente cuando la predicación de la igual dignidad que sustenta la igualdad ante la ley tiene puntos ciegos —cruciales cegueras— ante las nuevas formas de esclavitud y explotación por medio de las acotaciones entre quienes son sujetos de esa predicación, son sujetos de derechos, y quienes no lo son. El sentido de la injusticia, como vengo señalando, es el aguijón perceptivo de las ideas, conceptos y principios que articulan el sentido de la justicia: reclama cambios perceptivos y prácticos en lo que queremos decir, o en lo que deberíamos querer decir, cuando decimos que algo sería justo. Pone en evidencia sus límites. Como bien sabemos, el cambio perceptivo que se da entre unas instituciones y prácticas y otras, el ya no ver a las mujeres como seres naturalmente dependientes, requiere multitud de 175

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otros difíciles cambios: por ejemplo, y dada la centralidad de las relaciones entre géneros para la vida social, y por ende para la vida moral, requiere una nueva manera de concebir las relaciones interpersonales y de concebir las tareas socialmente asignadas a las personas, desde las domésticas a las del espacio público, una manera cabalmente mutada de lo que es o podría ser el mundo. Esos cambios incorporan —y esto es lo importante a lo que iba— cambios de ideas, de comprender la realidad del mundo social y personal, cambios en las razones con las apoyamos y explicitamos esas ideas.

Un paréntesis español: la democracia como moral y las virtudes en la conversación sobre la justicia Y, entonces, la conversación sobre la justicia, y es lo que empezaba señalando, abarca la conversación sobre principios e ideas —como ésta de la igual dignidad de las personas—, sobre actitudes y juicios, sobre emociones y reacciones, sobre identidades y posiciones sociales. Una manera de comprender este denso entramado de razones, emociones, actitudes y principios, es acudir a un término clásico que en los últimos decenios ha tomado nuevas vigencias en diversos campos de la filosofía —desde la epistemología a la ética y la filosofía política—y aún en los discursos públicos sobre la democracia. Hablar de emociones y actitudes, como venía haciendo, es hablar de virtudes. Victoria Camps llamó hace años la atención sobre las virtudes públicas y cívicas de la responsabilidad, la tolerancia y la seriedad ante el propio trabajo que es la profesionalidad y que son condiciones del carácter, pero también de las prácticas sociales democráticas20. Regresaré, de nuevo más adelante, sobre ello, pero valga decir ahora que la pregunta sobre la que estoy reflexionando es qué virtudes son las adecuadas para poder desarrollar una conversación democrática sobre la justicia y so-

20 V. CAMPS, Virtudes Públicas, Madrid, Espasa Calpe, 1990. Cfr. también P. CEREZO GALÁN (ed.), Democracia y virtudes cívicas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005.

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bre todo, de manera más precisa, cuáles de ellas son necesarias cuando estamos en la situación y tenemos la conciencia de que habitamos sociedades que no son cabalmente justas, que son injustas. Al decir virtudes estoy, con Aristóteles, por ejemplo, indicando ese entramado de emociones y comprensiones o razones adecuadas que entran, en un complejo y tenso complejo de aprendizajes y de ejercicios y de prácticas, cuando discutimos y conversamos sobre qué es injusto, y por qué lo es, y qué sería justo y por qué lo sería. Las virtudes no son prácticas ciegas ni actitudes sólo supuestas o inconscientes; son, más bien procesos acumulados de percepción, de comprensión, de razonamiento, de relación —en suma— con el mundo social y con nuestro propio mundo personal, que pueden mutar y que deben mutar de acuerdo con lo que acababa de llamar principios e ideas21. Pero antes de explorar cuáles pudieran ser algunas de esas virtudes y de lo que de ellas se deduciría, abriré un aparente paréntesis sobre el adjetivo «democrática» que cualifica el tipo de conversación sobre la justicia que exploramos. Este aparente paréntesis —pues pronto, creo, veremos, que es el núcleo central de la reflexión que propongo— pone en primer plano también el carácter no realizado, incompleto, de nuestra vida democrática. Que eso es así está en consonancia con la idea de una conversación sobre la justicia en condiciones de injusticia. Como empecé señalando, la democracia es un conjunto de instituciones del gobierno de lo público y podemos definir el conjunto de condiciones necesarias para poder calificar con tal término a un sistema político, por ejemplo atendiendo a cómo se cumplen en él las garantías y el ejercicio de los derechos políticos o a cómo se regulan los procedimientos de acuerdo, de elección o de control del gobierno de lo público. Pero la democracia es también algo más, un algo más que cabe argumentar es, a su vez, una condición necesaria para que el sistema democrático sea

21 Entre la amplia bibliografía sobre la idea de virtud (y sobre la ética de las virtudes), mi propia interpretación aparece en, Cabe Aristóteles, Madrid, Visor, 1988. Pero es más adecuado recordar la manera en que Rocío Orsi vincula la idea de virtud con la disidencia y con el error y que se encuadraría en la vía negativa que tratamos: R. ORSI, El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles, Madrid, Plaza y Valdés, 2007, especialmente en su tratamiento de Ájax, pp. 85 ss.

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cabalmente tal. José Luis Aranguren llamaba a esa condición «la democracia como moral». Quisiera pensar que la conversación sobre la justicia en condiciones de injusticia a la que me estoy refiriendo y la democracia como moral de Aranguren comparten la misma intuición. Javier Muguerza, en un artículo titulado «Las tres lecciones de Aranguren», publicado en El País tras la muerte de Aranguren, en abril de 1996, resumía esa concepción de la siguiente manera: ... la democracia que a Aranguren le interesaba era esa utópica versión de la democracia a la que diera el nombre de democracia como moral. Como gustaba de caracterizarla, la democracia como moral no es democracia establecida, ni por ende primariamente una institución, porque lo establecido es lo hecho ya, mientras que lo moral es lo que está aún por hacer y, por tanto, constituye más una aspiración perpetuamente insatisfecha que una posesión en la que de una vez por todas podamos instalarnos. La lucha por la democracia, en consecuencia, es una lucha inacabable en la que, si no se profundiza y no se avanza, se retrocede sin remedio, pues incluso lo ya ganado ha de reconquistarse día tras día. Aranguren no predicaba el descontento por el descontento. Pero, como el Juan de Mairena machadiano, sabía que nada aviva con más fuerza el impulso moral que el descontento. Y por eso nos enseñaba, en tanto ahora que demócratas, a no darnos demasiado apresurada ni demasiado fácilmente por contentos.

También Elías Díaz ha subrayado el peculiar nexo, y la peculiar tensión, entre los componentes institucional y moral del concepto de democracia en las reflexiones de Aranguren22. No cabe, en absoluto, menospreciar el primero, y más cuando su idea operaba sobre el trasfondo de un país como el nuestro sumido en la noche negra de la dictadura, primero, y un proceso de transición democrática, después. Sólo sabemos el sabor y el significado de la libertad cuando no se ha tenido, cuando se ha perdido o cuando, tras haber sido arrebatada, se ha recuperado. Y la libertad no es una capacidad abstracta o sólo una condición de posibilidad de nuestro ser sujetos morales; es la posibilidad del ejercicio efectivo de un conjunto de libertades que requieren

22 E. DIAZ, «Aranguren: La democracia como moral», Sistema, 134 (1996) 109-115.

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marcos y garantías institucionales. Pero el ejercicio real, fáctico, de esas libertades requiere también la fuerza o la energía moral para hacerlo. Esa fuerza está debajo, por así decirlo, de los procesos instituyentes y constituyentes, o está dentro de ellos, como sucedió, entre tantas dificultades, en la transición española o como sucede en los procesos transicionales a la democracia en todo el globo. Pero también está por debajo, o dentro, de la vida democrática establecida. Aranguren advertía de lo que perdemos o de lo que nos jugamos con la ausencia de esa energía que, desde bien temprano, había llamado desmoralización. El mejor diseño institucional fracasaría sin las prácticas adecuadas y éstas, como decía antes, requieren actitudes apropiadas, las formas adecuadas de sentir y de pensar, de actuar y de razonar en el ámbito público, una forma de moral, por decirlo en términos más caros a Aranguren. Pero, como señalaba Javier Muguerza, a eso se le añadiría en los planteamientos de Aranguren un acento especial respecto a esas relaciones entre las virtudes de la cooperación —aquellas, diría ahora, que nacen de nuestro sentido de la justicia— y las de la conversación —y que, por su parte, estarían más motivadas por el acuciante sentido de la injusticia—. Ese acento, o ese adjetivo, con el que no puedo ocultar que me siento algo incómodo, es el carácter utópico de la democracia como moral. No me acaba de convencer el término utópico —ni siquiera en idea de la utopía realista de Rawls a la que me referí anteriormente— porque cabe el peligro de que con ese adjetivo desplacemos al terreno de lo irrealizable lo que aún no está realizado, lo que tenemos la tarea o la obligación de realizar, y que, con ese desplazamiento, caigamos en alguna forma de un pasivo o un resignado autoconsuelo ante lo inalcanzable. Al menos en muchos usos cotidianos, el término utopía desplaza a un momento futuro la relación entre el haz y el envés que perciben y ejercitan los sentidos polares de la injusticia y de la justicia. O, por decirlo en términos más técnicos, puede pensar que en algún no-lugar futuro se expresa lo que es el contrafáctico de lo que debería, contra la realidad, ser realizado: la justicia, ahora, aquí. Mi incomodidad con llamar «utópica» a la idea de democracia como moral no radica, pues, en uno de sus rasgos que profundamente comparto y que comparten tanto la idea de la conversación sobre la justicia como las propuestas rawlsianas de 179

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las virtudes de la cooperación. Me refiero a su radicalidad, que es lo que viene asociado al concernimiento que, diré enseguida, es una actitud y una emoción, una virtud central a la democracia, y a su carácter constante, recurrente, inacabado. Aranguren empleaba otros términos, tan epocales, como compromiso (engagement, con Sartre) e infinitud al describir su idea de la democracia como moral. Mi incomodidad es, más bien, que tendemos a pensar la idea de utopía como irrealidad, como si habláramos de otro mundo, por radical que fuera nuestra exigencia de él. Por ello, y sin pelearme inútilmente con las palabras o las metáforas, no quisiera pensar que la democracia como moral es utópica: es, más bien, una forma de percibir, de estar, de actuar en este mundo torcido, injusto y quebrado. Es estar en él contrafácticamente, no dando la realidad de este mundo por incuestionada o incuestionable. La democracia como moral, y la moral a secas, no diseña otro mundo, sino otra manera de ser de éste con el que, con razones basadas en el sentido de la justicia y en el sentido de la injusticia, nos sentimos descontentos, como decía Muguerza. Kant llamaba mundo moral a este mundo, (con el que estamos descontentos, en condiciones de injusticia que percibe nuestro sentido de ella), como puede serlo gracias a la libertad y como debe serlo en virtud de las leyes de la moralidad23. El mundo moral de Kant, y la democracia como moral, es, diría, la urdimbre en la que se teje lo que vengo llamando la conversación de la justicia. Y la democracia como moral no es, entonces, tanto un ideal externo a una forma fáctica de la democracia que no la hace posible —las utopías son lo que las sociedades contemporáneas, capitalistas, no hacen posible, decía Marcuse en 196724— sino su envés, lo que permite la vida democrática misma al reclamarla con exigencia. La democracia como moral y la conversación sobre la justicia tiene su solar no tanto en otro mundo, que a veces necesariamente pergeñamos en la filosofía y en la imaginación, sino en este mismo, como condición para tener una comprensión cabal de él.

I. KANT, Crítica de la razón pura, A 808/B 836. H. MARCUSE, El final de la utopía, (trad. de M. Sacristán), Bacelona, Planeta-Agostini, 1986. 23 24

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Las virtudes de la vía negativa: la atención y el concernimiento Pero regresemos a qué actitudes, qué emociones —Rawls prefiere llamarlas sentimientos, como disposiciones estables de los comportamientos de los ciudadanos—, qué virtudes, se requieren en la continua conversación sobre la justicia, en la práctica de la democracia como moral. Podríamos explorar dos caminos para intentar comprenderlas. Podríamos, por ejemplo, como John Rawls, y en parte como Victoria Camps, pensar en qué virtudes serían necesarias para que pudiera realizarse y ser estable una sociedad justa. Las virtudes de la cooperación, a las que antes me refería en la cita de Cavell, se alargan en la lista de las actitudes y de «los rasgos de carácter que las personas podrían racionalmente desear que todos tuvieran para poder asociarse entre sí»25. Podemos pensar, como antes apuntaba, estas virtudes como aquellas que van asociadas al sentido de la justicia. Pensemos, por ejemplo, en la capacidad de deliberación racional sobre la propia vida, la responsabilidad por ella, el autorrespeto que de ello se derivaría y pensemos, también, en la voluntad misma de la cooperación, en el reconocimiento de su importancia y los rasgos asociados de la proclividad a la comprensión de puntos de vista ajenos y distintos, en la tolerancia, en la disposición al intercambio razonable de razones para dirimir lo que es justo, y por qué, o en la capacidad que ello supone de anteponer los intereses comunes a los propios. Todos estos rasgos o virtudes serían, ciertamente, condiciones necesarias en una sociedad justa e incluso podemos pensarlos como rasgos ya necesarios en el camino hacia ella. Pues incluso si vivimos, como podemos argumentar acontece, en sociedades injustas, todas esas virtudes serían ya requisitos —no suficientes, pero sí necesarios— para deshacer los tuertos sociales. Por recoger el problema en unos términos rawlsianos que me permitirán encuadrar y avanzar en lo que llamaré la virtudes de la vía negativa, cabe extraer dos citas que estimo especialmente relevantes para lo que tratamos. En primer lugar, indica Rawls

25

J. RAWLS, A Theory..., ob. cit., p. 382.

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[L]os principios de justicia (...) son los que definen una sociedad perfectamente justa, dadas unas condiciones favorables. Desde el supuesto de una conformidad estricta (strict compliance) alcanzamos una cierta concepción ideal. Cuando nos preguntamos bajo qué circunstancias pueden tolerarse, y si hay que hacerlo, arreglos injustos, nos enfrentamos a un tipo de cuestión diferente. La discusión de estos problemas pertenece a la parte de la conformidad parcial (partial compliance) encuadrada en la teoría no-ideal. Se incluyen aquí, entre otras cosas, la teoría del castigo y la justicia compensatoria, la guerra justa y la objeción de conciencia, la desobediencia civil y la resistencia militante26.

Aunque la idea de una teoría no-ideal procede de una restricción o no cumplimiento de lo que antes vimos que Cavell o Iris Marion Young criticaban como teoría ideal, dado su carácter no real y abstracto, la propuesta de una conformidad parcial apunta en la dirección del reconocimiento de qué se nos requiere en situaciones de justicia imperfecta o de clara injusticia27. Rawls mismo parece querer ser especialmente cauto en el alcance de ese requerimiento. Más adelante indica: [T]enemos el deber natural de civilidad de no invocar los yerros de los arreglos sociales como una excusa demasiado fácil para darles nuestra conformidad, ni de explotar los agujeros inevitables de las reglas para favorecer nuestros intereses El deber de civilidad impone la debida aceptación de los defectos de las instituciones y que nos refrenemos de aprovecharnos de ella. Sin algún reconocimiento de este deber, la confianza y a fiabilidad mutuas pueden quebrarse. Así, y al menos en una situación de cuasi-justicia, existe normalmente un deber (y para algunos una obligación) de cumplir leyes injustas en la medida en que no excedan ciertas límites de injusticia. Esta conclusión no es más fuerte que la que afirma nuestro deber de cumplir con leyes justas. Pero, nos permite dar un paso más, dado que cubre un espectro de situaciones más de situaciones; pero, lo que es más importante, nos da alguna idea

J. RAWLS, A Theory..., ob. cit., p. 309. Una cuestión distinta —a la que antes aludía— es si el procedimiento de construcción de la teoría —de lo ideal a lo no-ideal, de arriba abajo, es adecuado o si está, como decía, posicionalmente cargado—. Mi interpretación está tratando de sortear —no sé con cuanta eficacia— esta acusación. 26 27

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de las cuestiones que debemos preguntarnos al determinar nuestro deber político28.

El deber de civilidad —quizá un deber asociado a la virtud de la honestidad cívica— tiene un carácter ambiguo: si reclama actitudes que, en este ámbito de los comportamientos, condenarían a los free-riders y los aprovechados, y no digamos a los corruptos, también impone carga de soportar arreglos injustos —al menos, como decía la cita anterior, mientras no se superen ciertos límites de injusticia—. ¿Pero cuáles serían estos y, sobre todo, quién los definiría y cómo? ¿Qué es una situación de cuasi-justicia? ¿Y no es, precisamente, este tipo de cuestiones y preguntas las que debieran formar parte de una conversación sobre la justicia? Si nos fijamos, en efecto, en un camino distinto, en las condiciones que de hecho vivimos, las de una sociedad, en efecto, torcida e injusta, quizá nuestra lista de virtudes y deberes habría de incorporar también otros rasgos y actitudes diferentes a los que enmarcan las virtudes de la cooperación y los deberes de civilidad. Acentuaríamos, por ejemplo, los «vicios ordinarios», como hizo Judith Shklar, a la que antes citaba, para mostrar a qué es necesario oponerse —en su reflexión, y sobre todo, a todas las formas de crueldad o en las formas de desprecio— o acentuaríamos, como Cavell, las virtudes de una conversación que empiezan por saber escuchar, por la atención a las voces excluidas, a quien está excluido o excluida de la conversación misma. Como he indicado, este segundo camino, que marca la vía negativa de acceso a la vida y a la reflexión moral, ha sido especialmente significativo en la segunda mitad del siglo XX. Un rasgo quizá común de esta vía negativa es, precisamente, el acento no tanto en la protesta ante la injusticia cuanto en lo que ésta debería suponer: la capacidad de estar abiertos a integrar la percepción de los sufrientes y excluidos. De nuevo, y aunque pudiera haber conflictos entre lo que venía llamando con Cavell las virtudes de la cooperación —como las que he mencionado asociadas al ejercicio del sentido de la justicia— y

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Ob. cit., 312.

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las de la conversación sobre la justicia —más centradas en un sentido de la injusticia activado o perceptivo—, me es difícil no pensarlas como complementarias según apuntaba la metáfora del haz y el envés. Ya anuncié también antes la razón para ello: los principios de justicia pueden hacer más agudas, más perspicuas, las percepciones de lo que es injusto y, por ejemplo, el saber cuán necesario es la disposición al razonamiento conjunto con nuestros conciudadanos y por qué lo es nos despierta —a veces entre la rabia y otras entre la frustración— el sentido de carencia de voz pública, o de uso público de la razón, en sociedades injustas. De manera similar, esa rabia e indignación social puede ayudarnos a percibir la urgencia y la importancia de acudir a los principios de justicia y de esgrimirlos en nuestra desafección o en el descontento al que se refería Muguerza al contarnos el sentido de la democracia como moral de Aranguren. Propondría que son dos las virtudes más significativas de la conversación de la justicia —de la conversación que se encamina a entender de qué maneras, y por qué, nuestras sociedades son injustas y cómo deben, por consiguiente, encaminarse hacia la justicia—: la atención y el concernimiento. Estas virtudes, o actitudes, o practicadas capacidades o disposiciones que deberíamos despertar si anduvieran dormidas, proceden, como empezaba diciendo, de las condiciones de nuestros juicios sobre la injusticia y la justicia. Sólo la atención, o la apertura, a las condiciones fácticas, reales, de la injusticia, la capacidad de percibir y de ser impresionados por la desigualdad y la exclusión pueden permitirnos cuestionar el estado de cosas o estar dispuestos a hacerlo. La democracia como moral y la conversación sobre la justicia habitan, por así decirlo, en la fina arista o filo de lo que aún no está realizado. También la conciencia de que esa injusticia —en el daño, en la exclusión, en la desigualdad— no sólo les afecta a quienes más agudamente la sufren, sino también a todos, y más a los más favorecidos, ayuda a pensar la segunda virtud que quisiera subrayar, el concernimiento. El diseño de una vida justa como el contra-mundo de este hecho de injusticias es la expresión más cabal de nuestros más hondos intereses como personas. Nos conciernen, pues, las injusticias percibidas, atendidas, porque no es sólo tarea para nuestra compasión o nuestra empatía, sino para nuestra misma vida moral. Con lo que he dicho, y con lo que acabo de decir, he estado releyendo, en una cuidadosa distancia, la idea arangureniana 184

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de la democracia como moral y lo he hecho sobre el trasfondo de la discusión de Cavell y de Rawls —más bien la glosa crítica de Cavell a Rawls— sobre la conversación sobre la justicia. He indicado que en aquel caso, el rasgo «utópico», no reconciliado, de lo que Aranguren llamaba la democracia como moral es paralelo a la sospecha de que la conversación sobre la justicia quede cabalmente satisfecha con la imprescindible tarea del diseño de los principios de justicia y la luego inacabable tarea de su plasmación institucional. Creo que Rawls y Cavell coinciden en que esa conversación es inacabable, al igual que Aranguren consideraba que la democracia como moral es una tarea infinita. Al incorporar la idea de la conversación sobre la justicia he querido incorporar otra mirada, en parte coetánea con Aranguren, en parte posterior a él, sobre la misma intuición. Como ya he dicho, lo que quizá nos aporta esta mirada es indicar que la insatisfacción, el descontento, la indignación, no apuntan a otro mundo, ni siquiera a éste mundo en un momento ulterior, no realizado. Indica, más bien, que lo que hacemos en la vida pública cuando ésta no se da por satisfecha, cuando se indigna o expresa sus descontentos, es la vida democrática misma. Conversar, decía Montaigne, es un arte y, en uno de los más bellos capítulos de los Ensayos, reflexionaba sobre en qué se diferencian el conversar, el discutir, y la charla espontánea y sin objetivos29. En el conversar no sólo practicamos la atención y la escucha a nuestro interlocutor, al fragmento del mundo al que nos refiramos, sino también, cuando aquello de lo que hablamos nos importa —y podemos descubrirlo, precisamente, en el intercambio que realicemos— es el lugar de nuestros aprendizajes y de nuestros compromisos. La conversación, cuando se refiere al mundo quebrado que habitamos, es el espacio en el que podemos caer en la cuenta de lo absolutamente relevante que es intentar enderezarlo. Pero parecería que, precisamente, por ser un arte, mal podríamos fiar a su ejercicio, a la fortuna de su posibilidad y de su realización, las tareas de la democracia y de la justicia. Ésta parece más exigente y más demandante. Como indicaba Cavell, el

29 M. DE MONTAIGNE, Ensayos, ob, cit., pp. 1376-1408. Bayod traduce «conferer» como «discusión» y no como «conversación».

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problema es cómo las virtudes de la conversación y las virtudes de la cooperación pueden relacionarse. Aquellas parecen ponerse en evidencia en la conversación de los amigos, incluidos un círculo ampliado en el que pueden entrar los conciudadanos. Pero éstas, las de la cooperación, o mejor incluso, las de la solidaridad, se extienden también hacia los extraños. Si la conversación sobre la justicia teje, como he dicho, la trama de nuestras identidades sociales, las virtudes de la solidaridad y de la cooperación pueden desplazar al espacio más amplio de la condición humana, de nuestra condición y aspiración cosmopolita, la reflexión y el debate sobre lo que está mal y debiera ser enderezado. La ética es, en este sentido, una llamada a una forma de identidad a la vez más abstracta y más exigente. Porque es más abstracta puede mostrarnos que nuestra condición humana requiere referencias más amplias de las inmediatas, aquellas a las que nuestra ilustrada sensibilidad cosmopolita debería hacer referencia; por ejemplo mostrando cómo nuestras sociedades no alcanzarán a ser justas en un mundo globalmente injusto. Pero, porque es más exigente hace presentes, en este momento, el concernimiento con ese mismo mundo global torcido. Quizá, entonces, y casi paradójicamente, si la conversación —la conversación con los extendidos amigos— parte de lo inmediato, a la circunstancia vivida, y a ello se dirige, y es en ese terreno acotado donde fraguamos nuestras actitudes, nuestras razones y nuestras emociones, la cooperación y la justicia, acaban también por ser una dimensión del trabajo de nuestras identidades, incluidas nuestras identidades en los contextos más cercanos y cotidianos. A lo que apunta la sugerencia de estas páginas es que no podemos pensar las tareas de la justicia —desde una teoría de ella a los razonamientos que nos damos sobre qué es justo y por qué— como si lo fueran de una parte abstracta, no concernida, no circunstanciada de nosotros, ni podemos pensar el tejer cotidiano de nuestras identidades sin esas capas más hondas —y más exigentes— de los imperativos de la justicia. La atención que requiere la conversación sobre la justicia, su perspicua percepción de lo inmediato, es el terreno en el que el concernimiento por el mundo torcido se hace presente.

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