Putas, monstruos y monjas Feminidades en la configuración de la profesión policial: un acercamiento etnográfico

July 23, 2017 | Autor: Sabrina Calandrón | Categoría: Gender Studies, Police, Masculinity and Feminities
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Putas, monstruos y monjas

Feminidades en la configuración de la profesión policial: un acercamiento etnográfico Sabrina Calandrón Algunas consideraciones sobre la participación de mujeres en la policía1 El lugar de las mujeres n este trabajo discutiré algunas reflexiones que se han hecho desde la antropología y la sociología con respecto a las relaciones de género en la policía, sin olvidar que muchos de los argumentos presentes en las ciencias sociales –al menos en este caso– cuentan también con gran circulación en otros ámbitos sociales y son construidos y retomados por el sentido común -que se encuentran en la prensa, los policías, familiares de policías, políticos, comerciantes y vecinos que hacen demandas a la comisaría, etc. En general, ese conocimiento disponible refiere a un modo clásico en que se ha dado el ingreso de mujeres a la institución policial, los cambios que ha provocado en la organización del trabajo de varones y mujeres, las desventajas constantes a las que ellas se ven sometidas y la producción de estereotipos de género dominantes en la institución. El objetivo de este trabajo es describir, partiendo de datos empíricos, los modos posibles en que las mujeres participan de las actividades policiales, identificar la valorización que ellas hacen de su trabajo, explorar cuál es el significado y papel de las cualidades femeninas para las operadoras policiales (significados construidos en diálogos con los varones que intervienen en la institución, así como también con sujetos que no se desempeñan allí) y reflexionar en torno a la masculinidad y la feminidad en los ámbitos policiales.2 Creo que la policía es, en uno de sus sentidos –y parafraseando a Monjardet (2002)– una reunión de hombres y mujeres, lo que hace que no pueda imaginarse en ella una distribución monótona de bienes simbólicos y materiales. Justamente, son esos bienes los que generan o cercenan la libertad para actuar y decidir en la cotidianeidad de la institución: las cualidades personales para responder a las circunstancias; la trayectoria familiar y la constitución actual de sus familias, el paso por las insti-

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Agradezco a Gabriel Kessler, Sabina Frederic y Germán Soprano, cuyos comentarios enriquecieron este trabajo. A lo largo del texto utilizo cursivas para señalar expresiones nativas de los actores y de archivos –como memorias institucionales– fragmentos de entrevistas o auto-denominaciones como Destacamento Femenino; y las comillas para las citas de conceptos, expresiones o ideas provenientes de otras fuentes como textos científicos, en este último caso se indicará la cita.

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tuciones educativas y las convicciones políticas; la presencia de la afectividad en los vínculos laborales y la demostración –y capitalización– de habilidades se vuelven centrales en la construcción de la legitimidad para el ejercicio de un cargo. Lo que recupero a lo largo de estos párrafos son las singularidades, a primera vista tal vez sutiles, de las formas en que las mujeres actúan en la policía. Son sus prácticas cotidianas y las maneras de valorarlas, en tanto sujetos en el contexto de la institución con legitimidad para hacer uso social de la fuerza pública, las que dan significado a la tarea policial. A través de sus trayectorias, prácticas y discursos veremos la manera en que definen la profesión policial y la configuran en el día a día. Al poner en foco a las mujeres que se desempeñan como policías, es ineludible abordar la discusión acerca de su presencia en un ámbito que ha sido por mucho tiempo terreno exclusivo de los varones. Este trabajo tiene un interés fuertemente empírico y se construye a partir de un trabajo de campo etnográfico con observaciones y entrevistas realizadas, en su mayoría, en los contextos laborales. He elegido comenzar con el análisis de trayectorias de vida de mujeres que se desempeñan, o lo han hecho, en dependencias policiales de la provincia de Buenos Aires, las que corresponden a: 1) Graciela, quien durante varios años trabajó en comisarías de seguridad alcanzando el grado más alto de la jerarquía que le estaba permitido y que actualmente se ocupa en el sector de gestión de políticas del Ministerio de Seguridad del que depende el cuerpo policial; 2) Violeta, una mujer que durante 22 años realizó su trabajo en comisarías y sub-comisarías de seguridad (aunque también cuenta con pequeños pasajes por destacamentos femeninos y cuerpos de bomberos), desde el inicio de su carrera perteneció al escalafón de suboficiales y desde hace tres años está jubilada. Esto hizo que las largas charlas que mantuvimos no fueran nunca en su espacio de trabajo sino en su casa o en paseos por la ciudad; 3) Nora, quien trabajó por más de 20 años, y lo sigue haciendo, en comisarías de seguridad, hace ya unos 17 años que vivió su último traslado y espera jubilarse en la dependencia donde se encuentra ahora. Con Graciela y Nora los encuentros se concretaron siempre en su lugar de trabajo (lo que a su vez me permitía ver de manera directa las interacciones con sus compañeros/as y jefes, la actividad laboral de cada día, y algunos de los problemas con los que se encuentran cotidianamente).3 Fueron los sucesos presenciados y las historias narradas, en situaciones que también le dan un sentido singular, los que me llevaron a pensar que los valores de género, que están presentes en las formas de vinculación y que se proyectan en las perspectivas de ascenso laboral y en la percepción de los límites al desarrollo profesional, es un tema por demás complejo y amplio. A la tarea de plantear diálogos y discusiones con trabajos de la sociología y la antropología sobre la producción de masculinidades y feminidades, se suma el interés de identificar cuál es la incidencia de estas concep3

He decidido utilizar nombres ficticios de las personas y los lugares para preservar la identidad de quienes me confiaron su palabra.



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ciones en la organización, clasificación y distribución de tareas que modelan día a día la práctica concreta de la profesión policial. Las primeras mujeres: entre monjas y comisarios Una de las primeras búsquedas que hice al comenzar el trabajo de campo tenía que ver con datos sobre la cantidad de personal empleado en la policía de la provincia de Buenos Aires, diferenciado por sexo. Llegué a una funcionaria que se había comprometido a atenderme, pero que frente a mi demanda se quedó sin respuestas admitiendo desconocer los datos que le pedía. Probablemente, ante el compromiso de la situación me invitó a quedarme mientras ella buscaba quién podría tener el dato o incluso quién podría armarlo para mí en el futuro. Tuvimos una conversación ciertamente más jugosa que lo que podría resultar de los datos que me habían llevado hasta allí. Alertada por mi interés en la diferenciación por sexo del total de empleados policiales comenzó a contarme cómo es que se daban los ingresos antes de las reformas implementadas en la organización de la Policía de la provincia de Buenos Aires durante la década de 1990, lo que a su vez implicaba una interesante distinción entre el ingreso de las mujeres y el de los varones. Desde la fuerte organización y jerarquización que implementó el jefe de policía Adolfo Marsillach durante el gobierno de Domingo Mercante en la provincia, el personal policial quedó dividido en dos escalafones fundamentales: oficiales y suboficiales.4 El ingreso a uno de ellos era exclusivo y excluyente, y estaban dispuestos de manera jerárquica –los suboficiales eran también denominados personal de tropa, y estaban siempre bajo la conducción de los oficiales. En la práctica, cada uno de estos agrupamientos se dedicaban a tareas diferentes: mientras los oficiales se encargaban desde el inicio de sus funciones a manejar la parte más legal de las comisarías (toma de denuncias, seguimiento de expedientes, organización del personal, sumarios administrativos), los suboficiales a las tareas más operativas (patrullaje de las calles, rondines a pie, guardia en los calabozos, detenciones, requisas). Según la descripción de Graciela, la ahora funcionaria en políticas de seguridad, los cursos para mujeres aspirantes al grado de oficial sub-ayudante (primer nivel en la jerarquía de oficiales) no se hacían todos los años, sino que eran bastante excepcionales.5 El primer cuerpo que se constituyó por oficiales mujeres fue la Policía Femenina, creada el 10 de marzo de 1947, mismo año en que se estableció el Destacamento Femenino en la ciudad de La Plata con la finalidad de agrupar los “elementos femeninos” 4 5

Un estudio profundo de esa etapa puede encontrarse en BARRENECHE, Osvaldo “La reforma policial del peronismo en la provincia de Buenos Aires, 1946-1951”, en Desarrollo Económico, Vol. 47, núm. 186, julio-septiembre 2007, pp. 225-248. El ingreso para suboficiales en actividades “no operativas” –es decir, que en lugar de incluir patrullajes o detenciones, su actividad se dedicaba a cuestiones administrativas– comenzó probablemente en la década de 1930. El único dato disponible es que tal ingreso tenía una disposición asistemática tanto para hombres como para mujeres, se ajustaba a las demandas inmediatas y en muchos casos se daba por contactos personales.

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de la policía, encargados de proteger “niños”, “ancianos”, “mujeres desvalidas” y cooperar con los “tribunales de menores”.6 Estos cursos se abrieron anualmente hasta finales de 1955, momento en que fueron suspendidos a causa de la Revolución Libertadora. Graciela fue parte de la primera cohorte de oficiales con la que se reanudó esta vía de ingreso, ya en 1976. En la época en que ella hizo su curso de formación en la policía, la Escuela Juan Vucetich –ubicada en los terrenos del Parque Pereyra Iraola– era el sitio donde se recibía la instrucción bajo un régimen de internado. Sin embargo, ese lugar estaba reservado para la preparación de los varones. Ella, junto con sus compañeras de cohorte, cursó en lo que recuerda rápidamente como un convento de monjas. Se trata del seminario de la Iglesia San Luis Gonzaga, ubicado en la localidad de Villa Elisa. Graciela, ya poco sorprendida por su experiencia, me explicaba que al vivir en un convento religioso estaban obligadas a realizar ciertas prácticas tradicionales del lugar (como rezar antes de ir a dormir) que tutelaban las monjas del establecimiento. A pesar de que tenían preparación física y entrenamiento en el uso de armas en otros establecimientos cercanos –por ejemplo la Escuela Superior de Policía, ubicada en el Paseo del Bosque de La Plata– sólo iban a la escuela Vucetich a desfilar mientras los cadetes varones las observaban. Para ella se trataba de una exposición premeditada por parte de profesores e instructores, incluso a partir de la certeza de que era el único tipo de contacto que tenían varones y mujeres: “no nos podíamos tocar, solamente nos miraban”. “Graciela: de ahí tenían que sacar señoritas, yo no entendía si estudiaba para monja o para policía […] dos días a la semana teníamos gimnasia, pero rezábamos tres veces por día. Ya no entendía nada. Sabrina: ¿pero por qué señoritas? Graciela: porque salías de ahí a hacer tareas de segunda, había una discriminación terrible […] tenías que ir al destacamento a atender mujeres y a buscar nenes, o eras apoyo para los hombres. Partías de un piso de desigualdad muy muy grande”. El resguardo en una institución como es la iglesia católica (tradicional y de costumbres conservadoras) les parece un indicador de lo que se esperaba de las mujeres en la institución policial de ese momento: señoritas que subsidien una tarea masculina. La expresión señoritas parece traer a la escena valores morales tradicionales de la feminidad occidental: respetuosas (o sumisas), débiles, sin iniciativa política, dedicadas al bienestar de la familia y al cuidado de ciertos agentes familiares (viejos, niños y 6

GOBIERNO DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES La policía de la provincia, Ministerio de Gobierno, 1987.



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hombres) y a la reproducción (más que a la producción), y, sobre todo, felices con ese papel limitado. En esta concepción, la policía se convierte en una extensión de ciertos roles propios de la familia en su sentido más tradicional, en la que las mujeres tienen una dedicación –que ha producido un saber– en la responsabilidad del cuidado familiar. Entonces, en el interior de las fuerzas de seguridad, deben realizar una actividad que, de acuerdo a esa noción de la familia, los varones desconocen. Según lo que Graciela me cuenta, esos primeros ingresos tenían también una característica segregativa, por lo que la visibilidad que iban adquiriendo las mujeres era en áreas específicas. Esto provocaba que las actividades realizadas por ellas se vieran como diferentes a la tarea típicamente policial que desarrollaban los hombres. Ellos se desvinculaban de esos quehaceres a los que, si bien habían tenido que cumplir, desechaban. El nivel de riesgo era uno de los elementos que marcaba las distinciones entre ambos trabajos y explicaba para ellos la división de tareas. A partir de 1976 las egresadas de los cursos para oficiales dejaron de estar destinadas únicamente a los destacamentos femeninos, aunque siguiera siendo el destino que mayores probabilidades de ser tenía. Ya en 1990, durante el gobierno de Antonio Cafiero en la provincia de Buenos Aires, esos destacamentos atravesaron una reconversión que otras policías del mundo siguieron años más tarde: se definieron como Comisarías de la Mujer y la Familia (de ahora en más CMyF para referirlas en el texto) que tenían como misión fundamental la atención de casos de violencia familiar. Sin embargo, para los y las policías, el objetivo primordial de las CMyF actuales, al igual que de los antiguos destacamentos, ha sido el alojamiento de detenidas mujeres mucho más que atención de cierto tipo de problemáticas. En los años subsiguientes esas comisarías fueron multiplicándose y, más allá de que las oficiales no estaban reglamentariamente obligadas a desempeñarse en esos lugares, en la práctica hubo una creciente demanda de personal y una fuerte inclinación a que fueran mujeres las que atendieran a otras mujeres. Graciela es una de esas personas que escapó al destino de la CMyF y desde el inicio de su trabajo estuvo en dependencias de seguridad. Si bien insiste en que los primeros años de su trabajo estuvo sola, reconoce las comisarías de seguridad como un lugar menos hostil, en términos profesionales, que las CMyF. Aquí hay dos cuestiones: en primer lugar, Graciela no estuvo sola esos años, sino rodeada de varones; de modo que hay una identidad de género que pone en juego y cuya ausencia es una muestra más del sacrificio que necesitó hacer para continuar en su trabajo. La soledad de esos años es un ejemplo de la dificultad y de las trabas con que fue encontrándose y que exitosamente superó. El significado de compartir con otras mujeres la actividad cotidiana funciona como un alivianador de esas dificultades, por eso cobra importancia la cantidad de personal con que se contaba y los destinos según el sexo. Ahora, Graciela no reniega de plano por haber estado en la rama de seguridad y no en las CMyF, lo que responde a que estos espacios fueron conquistando un deshonroso status de lugar castigo. Fuertemente desvalorizada la destreza policial y con una escasez de recursos que no permitía el

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ascenso económico de los sujetos –dado que contaban con pocas horas extras, sin administración de los servicios adicionales y sin actividades de vigilancia que son las que han permitido, desde tiempos lejanos, el ingreso de recursos ilícitos– se convirtieron en ciénagas de las que los y las policías huían y a los que eran enviados a modo de castigo desde otros sectores.7 Por este mote que fueron adquiriendo a nivel general las CMyF y por las características que tenía el nombramiento de los ascensos (mezcla de formalidades y favores, de evaluaciones y méritos cuantificados con simpatías personales y evaluaciones subjetivas) las posibilidades de ascenso eran mucho más lejanas que en otros sectores de la misma institución. Por otro lado, y retomando las dificultades con que Graciela se encontró en su desarrollo profesional, había un obstáculo formal para lograr la jerarquización más allá de la seccional donde se desempeñara y de los vínculos que alimentara; se trata de una indicación de la normativa por la que las mujeres debían permanecer 24 meses más que los hombres en cada grado para aspirar al ascenso, y en ningún caso podrían alcanzar los niveles máximos de la conducción (Comisario Mayor y Comisario General). Las reglamentaciones que modificaron las posibilidades de ascenso y acceso a los grados jerárquicos se iniciaron en 1998, dándose progresivamente hasta 2007. Desde el momento en que se alentó la inscripción de mujeres en la policía, cambiaron las condiciones de trabajo que las ponían en desventaja y surgieron nuevos problemas derivados de esas innovaciones. Para Graciela, hoy incorporada a los equipos que diseñan las políticas de género de la institución, esos son los años en que se registró el quiebre de las condiciones de sometimiento en que vivían cotidianamente las mujeres de la policía. Destaca, de acuerdo a su propia experiencia, la igualación de los cursos de ingreso y la eliminación de trabas para ascender en la carrera policial. Una muestra de estos cambios en las posibilidades es la creación de la Policía Buenos Aires 2 con exactamente el 50% de varones y mujeres y con una novedad en la modalidad del curso de formación: la admisibilidad de mujeres embarazadas.8 Lo que ella me cuenta va de la mano con los registros en que las gestiones de gobierno han escrito sobre sí mismas, “Al finalizar la Segunda Guerra Mundial la mujer comenzó a ocupar lugares en la sociedad que antes estaban reservados sólo a los hombres. La Policía de la Provincia de Buenos Aires comprendió la importancia del nuevo rol femenino dentro de la comunidad y la incluyó en sus filas […]. Desde entonces, jóvenes argentinas cumplen una positiva tarea de apoyo y colaboración hacia los componentes 7 8

En términos generales, esos recursos provienen del juego clandestino, la prostitución, el comercio de drogas ilícitas, los servicios de seguridad privada para comercios o barrios adinerados, los desarmaderos ilegales, entre los más comunes. Incluso en esa misma etapa, las mujeres que se embarazaban durante el curso en la escuela Vucetich quedaban inmediatamente desafectadas de la institución, así como el test de embarazo con resultado negativo constituía uno de los requisitos a la hora de ingresar.



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masculinos de la Fuerza, actuando con energía, llegado el caso, pero conservando la particular sensibilidad femenina” (GPBA, 1989). En sus escritos se ve el lugar asignado a las mujeres en una relación de subordinación –a partir de la colaboración– con respecto a los componentes masculinos. Así, la institución compone una imagen de la mujer como un ser genérico cuya cualidad destacada es la sensibilidad y su potencialidad, la energía. Esta construcción fundamenta, en parte, el ingreso de mujeres y reconoce a esas virtudes como aportes para el ejercicio de la profesión policial que en este proceso redefine el límite de sus capacidades y competencias. La particular sensibilidad femenina a la que en este párrafo se alude es la misma que las monjas pretendían resguardar para sus señoritas, manteniéndolas alejadas del uso de la fuerza que la definición de la actividad contiene como particularidad. Ahora, para entender la postura de Graciela expuesta anteriormente (en la que la discriminación, la desigualdad y el reciente cambio son los conceptos medulares) es necesario comprender el contexto en el que nos encontramos y la posición que ella ocupa actualmente. El relato de su trayectoria de ingreso a la policía habla no sólo de su vida y sus primeras experiencias sino, de manera crucial, del trabajo al que ahora se dedica y las convicciones políticas que tiene. Con cerca de 30 años trabajando en actividades de comando, recientemente incorporada al grupo de gestión en una sección que lleva la palabra “género” en su nominación –la cual ha sido creación exclusiva del equipo del que es parte– y frente a una investigadora que reclama la cantidad de mujeres que están en actividad, la capitana9 me propuso una lectura de su propia historia y de la institución que ponía el acento en los quiebres producidos durante los llamados años de reformas. Mostrando los adelantos en la consecución de igualdades para las mujeres. En esa manera de reseñar la historia se hizo necesario remarcar la sumisión, a partir de las diferencias sexuales, en que Graciela y María Elena (compañera que se suma a la charla de la que soy parte) estuvieron inmersas durante su carrera profesional. A pesar de que estaba frente a dos capitanas –una de ellas fue titular, comisario a cargo, de una seccional de seguridad– lo que me mostraba que definitivamente obtuvieron ascensos y alcanzaron lugares de importancia institucional, insistieron en la desigualdad y la desvalorización a la que las mujeres estaban sometidas. Con este 9

Según la ley 13201 del personal policial del Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, vigente en los días en que me contacté con Graciela y María Elena, Capitán era el grado que reemplazaba a los anteriores Comisario y Subcomisario del escalafón de oficiales. Desde la más baja, el ordenamiento de las jerarquías era: oficial de policía, sargento, subteniente, teniente, teniente primero, capitán, inspector, comisionado y superintendente. Desde abril de 2009 esta ley ha sido reemplazada por una nueva que estipula dos subescalafones, con varios grados cada uno. Siendo que en el de comando se agrupan: oficial subayudante, oficial ayudante, oficial subinspector, oficial inspector, oficial principal, subcomisario, comisario, comisario inspector, comisario mayor y comisario general. Y en el general: oficial, sargento, subteniente, teniente, teniente primero, capitán y mayor.

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discurso legitimaban su tarea actual (dedicada a la búsqueda de equidad sexual) poniéndola de relieve como un hito en la historia colectiva. Entonces, cuanto mayor es el contraste entre la situación anterior y la actual, más se destacan los cambios impulsados. Graciela es clara cuando intenta explicarme la magnitud de esos cambios, marcando como uno de sus objetivos el empoderamiento de las mujeres porque para ella, en términos de eficiencia profesional, no tienen diferencias –a priori– con respecto a los hombres. Lo cierto es que, a diferencia de lo que sostenían en su discurso, fue muy difícil encontrar las políticas concretas que ellas impulsan para hacer frente a esa concepción machista que predomina en la institución. Ellas sí se encargan de destinar recursos y estrategias para la atención en las CMyF (donde la cuestión de género pasa por el vínculo que las y los policías entablan con las personas que establecen demandas a la institución), pero nada hay hecho sobre las relaciones internas entre miembros de la policía. Es allí, en las relaciones, donde está la matriz de los conflictos que ellas mismas enumeraron y que nacen en la descalificación de sus compañeros y jefes varones hacia ellas. Finalmente, queda para decir que su paso por la institución religiosa como colaboradora o suplementaria de la policía en la formación de su personal habla de un intento por la institución de enseñar, más que las habilidades físicas, de tiro o persecuciones policíacas, una manera de hacer de las policías mujeres. Ni María Elena ni Graciela se conformaron con lo que se les ofrecía en el ámbito laboral, y desde una concepción diferente a la que se tenía cuando hicieron sus cursos de formación, discuten cuál es el rol y las posibilidades que las señoritas tienen. Para ellas la igualdad en la capacidad laboral se opone a la profunda segregación por género, que reservaba para ellas una preparación específica distante de la dada en la escuela Vucetich. ¿Masculinización o feminización? La encrucijada de las interpretaciones No es raro encontrar comentarios con respecto a las mujeres que se desempeñan como policías –tanto en espacios académicos, políticos o como uso disponible en el sentido común– que van, principalmente, en dos direcciones. Una de ellas denuncia la participación de mujeres por su falta de coraje, impotencia física o poco carácter para trabajar y, sobre todo, conducir a los agrupamientos policiales. Por ejemplo, en medio de la discusión de los proyectos de leyes que modificaron las restricciones sexuales para acceder a los cargos máximos, en los medios de comunicación se difundían opiniones que arengaban estos argumentos; en general esas opiniones se recopilaban en las secciones de “opinión de lectores”, pero también se destacaban por los periodistas como fundamentos de los legisladores para archivar los proyectos en la Cámara de Diputados. Por ejemplo, “Sí, estoy de acuerdo con que las mujeres policías no lleguen a ser jefas, porque me parece que les faltaría un poco de personalidad y



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coraje para desempeñarse en ese cargo, sobre todo teniendo en cuenta que no debe ser fácil tener que dar órdenes a hombres policías”.10 Algo de esto también escuché de algunos/as policías mientras hacía mi trabajo de campo: valoraciones sobre la superioridad de los hombres, únicamente por ser tales. Pero lejos de ser una opinión extendida en iguales términos, se trata de significados construidos por los individuos que adquieren sentido diferenciado en cada ámbito en que se ponen en juego. El familiar es uno de ellos, algunas de las chicas que trabajan en la fuerza de seguridad me ilustraron más de una vez la resistencia de la madre o la pareja frente a su decisión de entrar a la policía porque es un trabajo para los hombres, y que además está plagado de hombres, lo que hace que los peligros de asedio sexual sean inmediatos. Incluso, es un peligro con el que cargué cuando comencé mi trabajo de campo, cuando otros/as investigadores o amigos/as daban por hecho que las comisarías son lugares peligrosos y que la persecución sexual, incluso el abuso, iba a ser ineludible. Si bien no se trata de un espacio asexualizado ni asexualizante, debo reconocer que en esos comentarios me irritaba el bajísimo nivel de capacidad para actuar que se me daba, pensándome incapaz para resolver o, al menos saltear, una situación controversial. En este sentido, hice propias varias de las opiniones de las chicas con las que me encontré durante mi trabajo de campo, quienes se sentían más ultrajadas por las opiniones que sus familiares y amigos tenían de ellas, que por los hechos que podían sucederse o se suceden en el marco de las dependencias policiales. Esta manera de entender tanto al trabajo como a las mujeres ligadas a respectivas esencias que en definitiva se contraponen –el trabajo como demandante de un temperamento del que las mujeres carecen– explicarían la constante e insalvable condición de acoso, desprecio y menoscabo en que ellas desarrollarían sus tareas –o desde la lectura de Graciela y María Elena, habrían desarrollado sus tareas hasta el presente, momento en que las competencias laborales se estarían redefiniendo. Esto sugiere la controversia de pensar las prácticas con una esencia que se mantiene más allá de los contextos, y las mujeres o los hombres como colectivos homogéneos que se caracterizan por idénticas cualidades en su interior. La otra dirección en que han sido pensadas las relaciones de género en la policía pertenece al seno de las investigaciones científicas. Aquí hay dos estilos de trabajos que se han desarrollado con distinciones entre sí. Los primeros en aparecer abordaron el tema de la “feminización” creciente de la policía en vínculo directo con el ingreso cada vez más numeroso de mujeres a la institución. En ellos, por ejemplo Esteves de Calazans (2003, 2004) o Musumeci y Soares (2006), se plantea un análisis fuertemente cuantitativo que mapea la composición sexual de las corporaciones incluyendo cruces de datos con las jerarquías, la edad, la raza y la situación civil de los y las policías. Estos análisis se plantean en un nivel que, si bien producen un conocimiento sobre las características generales de las instituciones policiales, no muestran cuál es el signifi10 El Día, 9 de abril de 1996.

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cado de esas estadísticas en las experiencias cotidianas de trabajo. Las complejidades que involucra ese denominado proceso de “feminización” se pierden de vista junto a las particularidades, resistencias y contramarchas que impedirían hablar de un proceso homogéneo y uniforme. Posteriormente, casi como una nueva generación de trabajos en este campo, fueron publicados estudios concentrados en las cuestiones cualitativas de las relaciones de género que, además, muestran los posicionamientos, valores y experiencias vividas y relatadas por los sujetos de estudio. Estas investigaciones contribuyeron ampliamente al conocimiento de las relaciones concretas existentes en diferentes ámbitos de la policía y abrieron una serie de interrogantes en cuanto al género y a la definición del oficio (“trabajo”, “tarea”, “ser”, “hacer”, según cada interpretación) policial. Tal vez el trabajo más relevante sobre la policía en Argentina es el de la antropóloga Mariana Sirimarco (2009), dedicado especialmente al proceso de incorporación a la institución policial. La autora parte de una clasificación contundente que identifica al “sujeto policial”, producido por mandatos sociales y políticos, como un “sujeto masculino”. A partir de ciertas narrativas, Sirimarco, reconoce la virilidad, el dominio y el sometimiento del otro como estrategias de producción de masculinidad en espacios de socialización policial. La autora citada, interpreta que en ese marco la tarea fundamental es “vehiculizar un discurso tendiente a imbuir, a aquellos que se inician en la profesión, de la ‘condición de masculinidad’ que tal función demanda, suprimiendo cualquier atisbo de feminidad (léase civilidad o debilidad) que pudiera corromperla” (2009: 127). De otro modo, el trabajo de Luciana Sánchez especializado en las Comisaría de la Mujer y la Familia plantea la existencia de una “cultura masculinista” (2006) que le da sustento a las prácticas policiales a precio de constreñir las posibilidades para actuar que tienen las mujeres operadoras de las comisarías. De estas lecturas se desprende la hipótesis de que las mujeres se han visto atrapadas entre dos opciones: soportar la situación estructural de aberraciones o masculinizarse para sobrevivir en su trabajo. El problema en estas concepciones es que provienen de clasificaciones conceptuales en las que los datos empíricos no operan para descubrir otras dimensiones. Si bien, por ejemplo, la virilidad es un rasgo que constituye las valoraciones sociales acerca de lo que debe ser un hombre, Sirimarco la desarrolla a partir del registro de exhibiciones sexuales en el plano discursivo –específicamente la masturbación– sin describir cómo esa exhibición es significada por los cadetes e instructores entre los que realiza su investigación, ni cuáles son los discursos y prácticas que circulan entre las mujeres. Y en tal caso, no queda claro cómo de allí se deriva la certeza de que existe un gobierno exclusivo de los varones sobre la masturbación, lo que hace difícil considerar tales narrativas en tanto “adscripción a la identidad masculina” (2009: 123).11 Probablemente sea la inclusión de las interacciones con mujeres en mi trabajo 11 Esta interpretación de la relación entre género y trabajo policial está también presente en el trabajo de Hagen (2005) para el caso de Brasil.



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de campo lo que me ha permitido comprender que de ningún modo las exhibiciones sexuales son exclusividad de la producción de la masculinidad, sino que también han aparecido como elementos centrales en la exhibición de la feminidad. Demostrar que se es activa sexualmente, que se cuenta con repertorios sexuales múltiples –alejados de las prácticas tradicionales– e, inclusive, que se rechaza la abstinencia sexual, es moneda corriente entre las mujeres significándoles cierta cuota de reconocimiento social en su trabajo. Esto llega a constituirse, en muchos casos, como rasgo de la capacidad de decisión e influencia personal y una marca del tipo de mujer que se quiere ser. Si esas son las interpretaciones que en las investigaciones académicas o en las intervenciones políticas encontramos, en las siguientes páginas nos dedicamos a describir otras experiencias que dan cuenta de la variabilidad de trayectorias laborales y, en relación con ellas, de diferentes modos de proyectar tanto la actividad de las mujeres como los significados en torno a la feminidad. El propósito de este trabajo será mostrar los matices de las respuestas humanas, abonadas en las necesidades, convicciones y aprendizajes de cada sujeto, a procesos que pretenden alcanzar cierta generalidad. De los datos empíricos se parte para dar cuenta de la dimensión concreta que toman algunos postulados abstractos e identificar qué características, metáforas, relatos y prácticas nos ayudan a entender cómo ellas hacen de policías y de mujeres. Esos datos tienen la responsabilidad de demostrar que no hay un modo único de participación de mujeres en la policía (eliminando su feminidad), así como ni siquiera hay una única concepción de la feminidad válida entre quienes se desempeñan como policías. Los significados presentes son producto de negociaciones múltiples que permiten más de una forma legítima, –para este caso– específicamente de las mujeres, de ejercer la profesión. Y de este modo veremos que tampoco hay un modo único de entender y experimentar, con ello de definir, el trabajo en la policía. Trayectorias de policías mujeres. Valores, relaciones y aprendizajes en el oficio Violeta: desde los monstruos hacia las putas Casi en los mismos años en que Graciela y María Elena hicieron sus cursos de ingreso a la policía, también Violeta realizó el propio. Ella es una mujer de casi 50 años, pero la elegancia que lleva le hace demostrar menos y, la coquetería, que evite confesarlos. Debo reconocer que, en mi primer encuentro con Violeta, me desconcertó la presencia, los modales y el sentido del humor –delicado y descontracturado– con que llevamos adelante la charla. Muy influida por las lecturas de la “masculinización de los sujetos policiales”, especialmente de Mariana Sirimarco, esperaba encontrarme con un personaje más oscuro, osco e impenetrable del que tenía enfrente de mis ojos: una mujercita rubia, menuda, graciosa, que vive en una casa muy abierta, de gran patio, que no dudó en presentarme a su familia y con quienes, en mi presencia, se mostró muy cariñosa y expresiva.12 12 SIRIMARCO, Mariana “Marcas de género, cuerpos de poder: Discursos de producción de masculini-

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Violeta vivía en una ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires cuando antes de los 23 años comenzó a buscar trabajo por varios frentes, le urgía tener su propia fuente de dinero y poder independizarse de su familia. Recorrida cierta frustración, un tío suyo que trabajaba en la ciudad de La Plata se ofreció a ayudarla en esa búsqueda laboral. A través de los contactos del tío, quien cumplía actividades en la policía, le llegó la citación para ingresar a los cursos preparatorios para suboficiales. La citación era para presentarse en el Destacamento Femenino de La Plata, y al relatarme la situación, Violeta se ríe recordando lo inocente que era. Me asegura que no tenía conocimientos como para manejarse en el ámbito del trabajo, desconocía el lenguaje, las jerarquías y los modos en que se realizaban los ingresos: “No entendía nada”, repite varias veces. Este énfasis, está en consonancia con la visión crítica que tiene y manifiesta actualmente sobre la policía, de la que espera sea confirmada por mis opiniones. A lo largo de la charla se esfuerza por ilustrarme lo ajeno que era ese mundo para ella –tanto como podría serlo para mí– tal cual estaba constituido. Sus expectativas, en 1976 –año en que se presenta en el Destacamento– eran hacer los cursos básicos para aprender a ser un servidor público instruido en distintas ramas de conocimiento. Al usar ese término para definir la actividad policial, ésta queda más asociada a un trabajo dependiente del Estado que al uso de la fuerza que constituye su especificidad. Pero al llegar al lugar, la propuesta para aprender las tareas de injerencia policial era diametralmente distinta a la que ella se había imaginado, y las imágenes que reconstruye son bien gráficas de ese primer desembarco en la trinchera.13 “Violeta: eran nazis, yo entré ‘hola, buenas tardes, vengo porque tengo que hacer un curso acá’, aparte claro mi actitud ya era hasta ridícula quizá, era muy educada ‘buenas tardes, me presento porque me mandan a hacer un curso’. Yo pensé que me iban a preparar y me iban a dar información, claro, como cualquier persona que viene de la calle ‘te nombraron en policía’ y vos pensás que te van a preparar en derecho penal, que vas a saber un montón. No, me dijeron ‘bueno, mensaje garcía!’, que quiere decir arreglate como puedas.

dad en la conformación del sujeto policial”, en Cuadernos de Antropología Social, núm. 20, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 2004. Así como también SUÁREZ DE GARAY, María “La ruta pirata del asfalto. Las trayectorias femeninas y delictivas en el mundo policial”, en La Ventana. Revista de estudios de género, núm. 24, Universidad de Guadalajara, 2006. Debo reconocer que estos trabajos eran de las pocas producciones científicas que había del tema en ámbitos policiales de Argentina. Ambos han abierto un campo de debate que era casi inexistente en la antropología y la sociología de la policía Argentina. Para el caso de Brasil también existía Hagen (2005). 13 Así denomina a las comisarías. Hace referencia a un trabajo de base y en contacto directo con los problemas sociales, lo opone al trabajo en el ministerio, el cual se acerca más a la burocracia y el trabajo de oficina.



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Negras, gigantescas, por ahí no eran tan negras, ni tan feas, ni tenían tanta cara de malas como yo ahora a la distancia lo veo. Sabrina: claro. Violeta: pero yo veía unos monstruos aparte todo [el edificio] con rejas. Todo horrible, espantoso. Y me dijeron ‘vamos’ no, ni vamos, ‘tenés que limpiar’ y yo seguía insistiendo en que yo venía a estudiar, una tarada, pero una tarada importante. Y digo ‘bueno, denme dos hojitas’ ‘para qué quiere dos hojitas?!’ Yo ni sabía ni que jerarquía tenía porque yo no las conocía, ni jerarquía ni nada. Porque voy a renunciar, yo vengo a estudiar, yo creía que todo era un error [nos reímos]. Sabrina: que estaban confundidas. Violeta: que estaban confundidas! pobres, ellas [las oficiales del Destacamento] estaban confundidas! Que yo no iba a hacer el curso ahí, que yo no iba a limpiar, porque claro yo tenía otra idea, que yo iba a servir, yo iba a ser un servidor público, no una persona que limpia. Y me deben haber visto media rubiecita, media tarada y deben haber dicho ‘esta es una tarada importante’ pero se asustaron cuando dije que iba a pedir la baja”. Para Violeta no hay ningún tipo de identificación de género con esas oficiales y suboficiales que se parecían más a monstruos que a personas. Las marcas, especialmente físicas, que recuerda no son para ella muestras de masculinidad, dado que tampoco se parecían a hombres. Malas, negras, gigantescas. Monstruosas. Allí, la propuesta de formación pasaba por una tarea vinculada socialmente a las mujeres: la limpieza y el mantenimiento del lugar. Sin embargo, es momento para poner atención en que hay una impugnación hacia ese estereotipo al que Violeta se opone suscribir. Junto al desconocimiento de las lógicas de la profesión, la oportunidad de discutir el camino que se le ofrecía le permitió a nuestra informante acceder a otro espacio en el cual hacer, a esa altura ansiado, el curso académico para el ingreso a la policía. Ella hizo, finalmente, el curso en la sección de infantería de la provincia de Buenos Aires con aproximadamente, según recuerda con rapidez, 500 varones. Un curso de unos siete meses que describe como fabulosos:

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“Violeta: en el entrenamiento había tirado un par de tiros, es más, para tirar con ametralladora me tenían entre cuatro, porque yo era tan delgada que tiraba las balas para cualquier lado, entonces entre mis compañeros decían ‘ah, va a tirar Violeta’ y salían los tiros para cualquier lado, que te voy a mentir, para que te voy a mentir. Pero me ayudaban en todo, nos matábamos de risa, pero el curso lo terminé porque me ayudaban en todo, si yo no podía tirar con ametralladora, yo también los ayudaba a ellos”. Así, las hipótesis de la homosocialización como fuente principal de la construcción de las normas de convivencia no se ajustan a esta experiencia, sino que justamente es desde lo escandaloso del caso desde donde ella tomó un lugar que le permitió, ahora sí, cumplir con su curso de ingreso. Cabe destacar que, a pesar de la situación, esa mujer rodeada de hombres no tomó el camino de la homologación sexual para diluir las diferencias con sus compañeros. Ante tal situación, y en diálogo con el análisis de Kandiyoti sobre la masculinidad en sociedades segregadas (1994), Violeta, como única poseedora de una vagina, entiende que adquirió un status de mujer que se volvió incuestionable. Estas condiciones de segregación sexual masculina, por un lado, provoca una exhibición de las distinciones que se manifiestan en el interior de cada género, y por otro, aquello que aparece como diferente a la norma –la mujer– se hace completamente visible. Viéndola hoy, nada parece indicar que ella tuvo que esforzarse por pasar desapercibida entre los hombres adquiriendo rasgos que para los cadetes indicaran masculinidad. La elección de enfrentarse a las órdenes de ganar experiencia limpiando (tarea reservada para las mujeres) y optar por la formación tradicional que estaba estipulada para los varones cambia la dirección de lo que la institución reservaba para ella. No hay, allí, una exigencia de conversión, como aquella que aparentemente habían tenido que pactar los monstruos. “Violeta: cuando me presento los tipos me decían ­‘no, no, hay un error’ ‘a mí me mandaron para acá’ ‘pero acá hay solamente varones’ ‘a mí me mandaron acá, yo tengo que estar acá, no sé de qué se trata, pero acá voy’ No tenían ni ropa para darme, ‘no importa, yo me arreglo’ Yo no quería volver con las otras, yo decía ‘estas me matan si vuelvo’. Así que formé, unos borceguíes así [grandes], las mangas me



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flameaban, yo pesaba 46 kilos, los gorros hasta acá [se marca la nariz]. Sabrina: ¿cuántos años tenías? Violeta: yo tendría 23, pero parecía de 12. Sabrina: sí, sos muy chiquitita. Violeta: parecería de 12, a formar, eran 500 tipos y yo, yo me acuerdo que pasaba, no sé si era Camps o Richieri, daban pánico porque gritaban todo el tiempo, y yo decía ‘quién será? Qué bien, qué lindo, pero quién será?’ Unos gritos, una formación, y después, después, te puedo asegurar que fue fabuloso, fabuloso, jamás nadie, ningún compañero me faltó el respeto. Nos mandaban a hacer entrenamiento a la selva marginal de Punta Lara, yo que nunca había visto, yo no tenía idea, porque si yo, hoy viendo a la distancia lo que podría haber pasado, pero ni loca dejo que me lleven a Punta Lara con un fusil que no sabía usar, no sabía ni por dónde se le ponían las balas, que me tenía que defender [me decían], ¿de qué?! De las plantas. Me dejaban en medio de las plantas, ahí solita. Me preguntaban: ‘qué haces?’ ‘qué sé yo, hago guardias? ‘¿a dónde?’ Viste la selva marginal, vos conocés Punta Lara? Sabrina: sí, más o menos. Violeta: bueno te metían para adentro, por boca cerrada y caminábamos, ¡pleno invierno! Sabrina: ¿los repartían a todos por ahí? Violeta: claro, nos llevaban en un micro y nos dejaban, le decían, apostados: ‘estás apostada’. Yo no entendía qué era apostado: que te quedabas ahí, porque nadie te explicaba. Así fue mi ingreso a policía”.

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No podemos evitar pensar que existe cierta intención por volver ridículas algunas de las destrezas que requiere la formación policial, y que en los relatos tradicionales o los estudios que han abordado este tema tienen una importancia central y un carácter formal, rígido y riguroso. La utilización de las armas –elemento que adquiere a veces una simbología que vuelve incuestionable su rol de representación de la policía– las guardias, los ejercicios físicos y los grados jerárquicos son traídos a escena con cierto ánimo de caricaturización y hasta ridiculización. Lo mismo ocurre con los términos de la jerga compartida por los y las policías: apostada o QTH son palabras que aparecen excesivamente paganas en boca de Violeta.14 Con esto, no dejo de sorprenderme, dado que las he escuchado infinidad de veces como palabras indisputables, cuyo significado es aceptado y compartido. Tal como decíamos en los casos de Graciela y María Elena, para entender sus relatos es importante visualizar desde dónde los construyen y qué es lo que finalmente han cargado de valor con el paso del tiempo. Violeta hila las narraciones sobre su trayectoria profesional cargando las tintas en sus experiencias ligadas al trabajo con la comunidad o tareas más sociales, la relevancia de su paso por la institución es la definición de las metodologías en que fueron atendidos los casos de víctimas de violencia. Tal vez sea a causa de esto que minimiza algunos aspectos clásicos en la actividad policial confesándome su ignorancia o desinterés por esas cuestiones. Las primeras experiencias, ya en su destino de trabajo, le fueron permitiendo establecerse con una actividad propia, que más allá de ser en principio inexistente en la comisaría, le abrió paso a su carrera profesional y, sobre todo, le generó innumerables satisfacciones y angustias personales. “Sabrina: entonces, que hacías? Violeta: qué hacía yo? me llamaban a mí para que las fiche [a las prostitutas], para qué! y empezaba a hablar. ‘Te traigo a la prostituta fulana de tal’ Porque aparte no decían ‘prostituta’, decían el artículo, por ejemplo 72 era un borracho, ‘te traigo un 72!’ Qué será un 72? [se ríe] qué onda? Bueno, entonces así empecé a hablar con las prostitutas, empecé a conocer la otra parte, obligada. ‘¿Qué hacés? [hace ruido con los dedos como si escribiera a máquina] ¿Cómo te llamás? [mismo ruido], por qué te prostituís? Tenés pibes?’

14 La sigla QTH hace referencia a la localización en el espacio de los elementos policiales (móviles, personas o consignas).



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‘y porque no tengo trabajo, qué se yo, vengo de una familia de mi papá alcohólico, mi mamá...’ ‘... y ¿si te conseguimos un trabajo? Por qué no salís? Y qué te parece?’ Me terminaba haciendo amiga de las prostitutas, y no eran tan malas, empecé a ver la otra parte, yo pensaba que eran mujeres de otro planeta, no, era una mujer que ejercía la prostitución…”. Las tareas de las que se ocupa no son, claro está, un invento particular de la personalidad de Violeta. Fichar los/as aprehendidos/as es parte de una diligencia administrativa a la vez que una actividad de investigación que puede llegar a tomar distintos matices (de acuerdo a las situaciones y los bienes en juego puede ir desde una desatendida burocracia hasta el amedrentamiento del/a detenido/a por diferentes motivos), en cualquier caso se trata de una artesanía tradicionalmente policial. Probablemente era una responsabilidad de la que no muchos se querían hacer cargo, por eso la entonces joven y principiante Violeta comenzó a dedicarse a los casos que la fueron entrenando en las problemáticas de violencia. Ella reconoce que no tenía ningún tipo de conocimiento sobre el tema al llegar a la policía, que en esa época ni siquiera había cursos que se podían hacer o si los había la oferta era terriblemente reducida –y dependía de los ámbitos de justicia, del ministerio de trabajo o la secretaría de niñez. Era sobre todo con las personas involucradas con esas redes, externas a la comisaría, con quienes trabajaba Violeta: “…el comisario me quería echar, pero no, ya había pasado de la barrera de la comisaría, me iban a ver los vecinos, la directora de la escuela, los jueces, o decían ‘bueno, yo le voy a regalar una máquina de escribir para que trabaje Violeta’ entonces el tipo se la bancaba”. Hay un cambio en el curso profesional cuando percibe la certeza de que su función era nodal para la actividad de la comisaría en que trabajaba y que, a partir de las evaluaciones de los casos que fue atendiendo, podía desarrollar técnicas para afinar su modo de intervención. Esto fue poco a poco modificando la organización de la dependencia policial, tanto en referencia a los recursos humanos como a la distribución del espacio. Con respecto a lo primero, el trabajo tomó una implicancia colectiva y hubo diferentes personas que no sólo dedicaban sus horas de trabajo en estas ocupaciones, sino que la resolución de problemas requería tiempo para la búsqueda de circuitos de formación cuya instancia máxima –según entienden los y las policías que compartían este espacio– fue la Licenciatura en Seguridad Ciudadana de la Universidad Nacional de Lanús. Contaban con lazos personales, además de ventajas institucionales, con los docentes de esa carrera, lo cual les facilitó el contacto y el ingreso. En alguna medida, en esa coyuntura se incorpora el modo de intervención algo rudimentario o artesanal que utilizaba Violeta a una organización formal que se fue normativizando con el paso de los años. A pesar de ser, aquella, una tarea que comparte su naturaleza con el pro-

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ceso mismo de incorporación de mujeres a la policía (abocada a delitos menores, o no penales, que en su mayoría involucran a otras mujeres y niños/as), es recién cerca de 2000 que se establece como una función legal y se convierte en una responsabilidad de la policía. Es algo bastante sabido que los jefes policiales de la conducción operativa, en muchos casos, intentan sembrar de obstáculos el camino para quienes buscan formarse en instituciones académicas. Algo de esto lo explica, según los/as mismos/as policías, el peligro a que finalmente el jefe sea superado en el grado jerárquico por quien fue, durante mucho, tiempo su subalterno. Si bien la acumulación de créditos académicos no es garantía de mérito para adquirir los ascensos, es uno de los elementos que interviene. Y si no es formalmente, el otro tipo de superación que puede darse es informal. Ocurre que la reputación y la legitimidad de la autoridad no se alimentan sólo de reconocimiento institucional, sino de capacidad para resolver conflictos que son, vale decir, de muy diferentes tipos. Día a día, una comisaría se enfrenta con la falta de hojas para imprimir denuncias, la falta de personal para cubrir todas las tareas, la resolución de denuncias o sumarios en que se ven envueltos los y las policías (en los que hay, en líneas generales, un esfuerzo mayor por resolver), la búsqueda de los padres de niños perdidos y, hasta, la resolución del almuerzo en las instalaciones policiales. Allí intervienen los conocimientos de muy diferente naturaleza, desde el derecho y la jurisprudencia hasta las destrezas culinarias se convierten en capitales valorizados dentro de las fronteras de las dependencias. Entonces, más allá de que Violeta, o parte de los compañeros con los que impulsaba la atención a víctimas de violencia, no detentaran niveles altos en la jerarquía policial, los conocimientos sobre derecho, psicología y sociología, la visibilidad en los circuitos de los jueces y fiscales (tan temidos y respetados por policías) y la participación en lazos sociales de la comunidad territorial (hospitales, escuelas, asilos, clubes y vecinos/as en general) la constituyeron como una compañera con cierta autoridad a la que, si bien no se alababa, al menos se debía respetar y permitir actuar. Para los baches que su capacidad laboral no llegaba a cubrir, hubo que desenvolver otras estrategias que vinieron a auxiliarla, introduciendo un toque personal particular: “Violeta: los otros que estudiaban también, era una risa, resulta que yo trabajaba con el Negro, un tipo, cómo te puedo decir? No era jodido, no era malo, pero era como tosco, así un tipo del interior, no sé cómo decirte, tenía otra cabeza, pero no de jodido, era un tipazo. Sabrina: ¿costumbrista, medio conservador? Violeta: claro, que llegaban las minas golpeadas y él te decía: ‘pero para qué? Si ahora vuelve con el marido, mañana le tenés que tirar la denuncia a la mierda’. Pero bueno, me lo mandaron a trabajar conmigo, y empezó a cambiar un montón, yo le hablaba todo el tiempo.



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Después nos hicimos muy compañeros e iba a comer a casa, con mis chicos, mi familia. Ese debe ser el único amigo que me quedó de la policía, un tipo de oro. Bueno, con el tiempo que íbamos trabajando, íbamos charlando cada vez más y yo le decía: ‘Negro, vos tenés que estudiar, vos para ascender vas a tener que estudiar, sino siempre vas a ser una agente de la calle’. Bueno, así, le decía siempre, le decía hasta que empezó a estudiar, y yo le ayudaba a hacer los deberes; ahh, las que hemos pasado, hacíamos entre los dos los deberes y terminó la escuela. Y no sólo terminó la escuela, después empezó con la licenciatura en Lanús. Sabrina: ¿ah si?? Qué bueno, qué esfuerzo… Violeta: si, un esfuerzo terrible, iba a cursar dos veces por semana, pero los jefes son terribles y no quieren que estudies, entonces la manera que encontramos para que el comisario lo deje hacer la licenciatura fue anotarlo a él también [se ríe] Sabrina: ¡noooo! Mandaron al comisario a estudiar?! Violeta: sí! Es que era la única forma, entonces primero lo convencí al comisario y lo anotamos, y la fueron haciendo juntos, si no, no lo iba a dejar, no sabés lo que son. Pero ahí también, iban juntos, pero le teníamos que hacer los deberes al comisario, conseguirle las fotocopias, le hacíamos todo para que no abandone, para que le resulte fácil; cómo nos divertíamos. Y la terminó, no sabés qué orgullo, porque yo sentía que habíamos hecho todo juntos, que era un logro para mí también, ver a un tipo todo tosco como era él, del interior, que ni había terminado la escuela…”. La materialización en el organigrama institucional, con la aparición de la oficina de Relaciones con la comunidad, y en el espacio edilicio –una sala, equipada y dedicada a ese fin– fue tomada como un logro fundamental de sus ocupaciones, a la vez que expandió el campo de intereses de las tareas policiales.15 Pero nada de esto fue tan sencillo como hasta aquí pudo haber parecido. Con el paso de los encuentros, logramos incluir en nuestras charlas no sólo los éxitos sino también los problemas que se le fueron generando durante sus 32 años de servicio, muchos de ellos a raíz de ser, como ella se define, mujer, suboficial y bocona. Hasta la implementación de la ley de per15 La oficina de Relaciones con la comunidad fue creada en 2000, durante la primera gestión de León Arslanián en el Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, y aún existente en muchas de las comisarías de seguridad de la provincia (aunque en muchas otras nunca fue creada).

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sonal policial 13201 sancionada en enero de 2005 –que postula medidas económicas (descuento de haberes) para sancionar faltas– el tiempo y el espacio eran las vías más utilizadas para imponer los castigos. Así, determinados traslados al medio del campo o a la otra punta de la provincia oficiaron de sanciones informales tanto como las recargas horarias en el servicio. “Violeta: cuando un día se cansaron de mí me dijeron ‘a bomberos’. ‘Ay! –dije yo– qué lindo, esto es lo que más me encanta, ser bombero’. Mis hijos eran chiquititos. Cuando les decían ¿qué hace tu mamá? Ellos decían: ‘no queremos decir que sos bombero, no queremos decir’. Emilio decía: ‘no, mamá yo no quiero decir’. ‘Soy bombero hijo qué querés que haga, soy bombero’”. Además de su paso por bomberos, lugar al que los/as policías ven con cierto desprecio, nuestra informante vivió tres traslados forzosos por diferentes localidades. En los que cada uno le significó un gran desarraigo y un abandono de los lazos comunitarios que había logrado. Sin embargo, también hubo resistencias a su trabajo que venían desde afuera de la policía, cosa que, simultáneamente, nos permite poner en cuestión la definición de fronteras de la institución. Y en todo caso ver el dinamismo que tienen y la gran limitación con la que nos encontramos si quisiéramos definirlas fuera de los datos y situaciones concretas. “Violeta: Porque había comisarios que me decían: ‘al centro de amparo no vas’. ‘¿cómo que no voy al centro de amparo a llevar a la víctima?’ ‘no, vos sos policía’. No me dejaban ir. Claro, entonces fueron años de sufrimiento en los que yo zapateaba y lloraba y decía ‘¿cómo que no puedo ir?’ y ‘¿cómo que no me puedo juntar?’ Y el centro de amparo cuando decían que [duda] el día que, que yo fui uniformada a la cámara de diputados, yo dije ‘yo voy a ir uniformada’ y las psicólogas me decían ‘no Violeta, ¿cómo vas a ir uniformada?’ ‘Yo soy policía, ¿cómo querés que vaya?’



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Hasta que un día una maestra me invita a una charla de seguridad, en una escuela de La Loma, nunca me voy a olvidar. Y me dijo: ‘¿cómo va a traer uniforme acá?’ Ahí dije yo ‘esta es la mía’. ‘Mire señora yo a usted la dejo entrar a mi comisaría en guardapolvo. Usted me llamó ¿cómo quiere que venga?’ Sabrina: perfecto. Violeta: sin arma, obviamente. No voy a estar armada frente a los chicos. Pero yo visto azul, de policía y yo no reniego de su uniforme blanco. ‘¿Por qué Usted no me permite? Qué, me llama para dar una charla de seguridad y después no me permite entrar uniformada’. Yo no entiendo. Vos no sabés cómo se avergonzó esa mujer. Y bueno, así fui rompiendo el frío de ser policía”. En la organización en la que ella fue una de las fundadoras –un centro de amparo para mujeres víctimas de violencia– el conflicto también giró en torno de prejuicios; después de varios años de trabajo se le planteó que era mejor si asistía sin uniforme policial. Para estas respuestas, nuestra ex-suboficial recurre a ejemplos de su vida cotidiana más que a reglamentaciones o sentidos únicamente policiales. La necesidad de participar en otras instituciones vistiendo el uniforme, se asocia a que es, finalmente, la policía la que le otorga legitimidad a su saber (tanto como el juzgado lo es para la abogada, la universidad puede serlo para la psicóloga, o el centro de amparo puede ser para el asistente social). A pesar de los innumerables casos de violencia que Violeta atendió durante más de 30 años, ella se sonríe cuando, en medio de la entrevista, su esposo llega y me dice ella: él es mi principal víctima. No es casual, no es sólo una humorada y tampoco es una fantasía. Las demandas y los problemas desbordaron siempre el ámbito del trabajo, así como la vida familiar de esta mujer necesitó invadir la comisaría para desplegarse. La familia y el trabajo tienen una relación inseparable, donde no se entiende el desarrollo de uno sin notar los eventos de lo otro. Ella tiene tres hijos que, prácticamente, se criaron entre el despacho del comisario, los móviles policiales y las gordas cagadas a palos que solía atender. De la escuela iban a la comisaría y, muchas veces, volvían a la casa con su madre muy tarde. Hijos, hija y marido debieron acompañarla la mayoría de las veces por dos razones: porque si no era en el trabajo, no había tiempo para pasar juntos; y porque a veces no contaba con ningún tipo de apoyo institucional por parte de policías para hacer determinada actividad, y el apoyo lo constituía su familia. Nuevamente, aquí es difícil establecer los límites del trabajo y la vida íntima, se vuelven sustento y razón uno del otro. Partiendo de que la policía significa una actividad remunerada, el mantenimiento económico de sus hijos se convirtió, de acuerdo con lo que me va relatando, en la razón por la cual continuar trabajando cada

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día, y aguantarse malos tratos o grandes sacrificios –como los traslados, las extensas guardias y el cumplimiento de tareas en zonas muy alejadas del centro urbano donde ella tenía sus vínculos. Tiendo a pensar que ser arrojada nuevamente al mercado laboral, además de ser una frustración en sí misma, establece un panorama más oscuro en tanto más edad se tiene y menos experiencias diversificadas. Treinta y dos años en el mismo trabajo, es razón para creer que sólo se sabe trabajar de eso que se ha hecho. Hacia el final de uno de nuestros encuentros, Humberto y Violeta me cuentan sobre la urgencia de casos que llegaban a sus manos, los que hacían que su trabajo sea más parecido a la asistencia social que a la seguridad, tal y como ha sido entendida tradicionalmente. Humberto también es policía retirado, así que opina del trabajo de su esposa como vivido en carne propia. Suelen compartir las opiniones y las miradas, no obstante, en esa oportunidad se mostraron en desacuerdo: “Violeta: Él [Humberto] reniega pero iba conmigo a todos los ranchos, a todas las villas. Humberto: es que me partía el corazón, pero no sirvió de nada. Violeta: sí, yo creo que sirvió. Humberto: no sirvió de nada. Violeta: para mí sí, porque yo cumplí, ¿la primera vez yo qué te [a mí] dije? ¿qué sentí en la comisaría de la mujer? Yo no iba a limpiar, yo iba porque ellos me iban a enseñar a ser un servidor público, y lo que ellos no me enseñaron, me lo enseñó la vida y el instinto. Y yo creo que esa es la función de un policía, un día tenías que hacer de psicólogo porque encontrabas a un tipo que se quería colgar, al otro día tenías que darle plata a una mujer para que pague o para hacer la visita al cuerpo médico”. Pareciera ser que en ese curso profesional tenemos una persona que se volvió contestataria de ciertas lógicas que eran parte del oficio policial consolidado: la degradación a las prostitutas, la humillación a las mujeres golpeadas, el desinterés por los chicos y chicas abusados o que cometían delitos,16 la ignorancia frente a casos de falta de alimentos, hogar y hasta la carencia de recursos para hacer las inhumaciones. 16 A pesar de estar hablando de poblaciones muy diferentes, en ese momento la estructura institucional de atención pública no estaba lo suficientemente aceitada ni especializada como para distinguir y hacer atenciones especiales según los casos. Sumado a esto, en momento en que las telecomunicaciones no eran tan comunes y universales, frente a cualquier situación se llamaba a la policía y era esta la que pedía intervención de hospitales, bomberos o lo que fuere. En situaciones como embarazos, intentos de suicidio o violencia escolar, eran policías quienes hacían la atención de primera instancia.



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La habilidad para cumplir con estas tareas que, para Violeta, son parte misma de la definición de la policía –no una cuestión aleatoria, circunstancial o anexada; sino instrínseca– proviene de las experiencias y de una condición natural –instintiva– que ha aportado su marca personal en la profesión. En este espacio nuestra informante despliega su propia concepción del oficio policial que es mucho más que sólo usar la fuerza, y que se ha constituido en un eje a partir del cual evaluó las actividades que en tanto servidor público eran o no responsabilidad suya. Probablemente también, el enfrentamiento de esas concepciones clásicas del quehacer policial y la incorporación de nuevos modos de resolver los conflictos ha sido parte de un itinerario desenvuelto para adquirir autonomía en la actividad o al que, de alguna forma, se ha visto exigida de incorporar. O, probablemente, una combinación de ambas situaciones. A partir de darle un lugar diferente a las emociones y los afectos, una manera distinta de procesarlos, ella distingue su manera de hacer de policía de la que se le había propuesto inicialmente. Claro que no todas sus tareas eran muestras de rechazo a los parámetros preexistentes. Cuando caracteriza su modo de trabajar remite, por ejemplo, al lugar maternal con los chicos que llegaban drogados, perdidos, abandonados por sus familias o luego de cometer algún delito. Del mismo modo los buenos modales, la simpatía o la preocupación por los estados anímicos de las personas, que llegaban luego de vivir un hecho violento, son los detalles que cambian la estampa con que se ha identificado el trabajo policial. La hosquedad, el rigor, la intolerancia y la represión con que suele describirse el desempeño policial, aparecen discutidos por la expresividad que Violeta incluye en su cotidianeidad laboral. Es probable que podamos reconocer en esta forma de entender la función policial la persistencia de sentidos de la feminidad muy cercanos a los construidos y divulgados socialmente. No se trata de valores herméticamente policiales, sino de valores –hasta tradicionales– de lo que significa ser una mujer. El ingenio y la inspiración para resolver las cuestiones que se iban presentando son adquisiciones, por un lado, de la vida cotidiana no estrictamente laboral, y por el otro, de ciertas feminidades presentes en la cultura. Nora: endurecimiento, coraje y decisión Será por lo intuitivo que eran para mí los primeros pasos en el trabajo de campo etnográfico, que durante varias semanas en la comisaría de San Carlos sólo vi aquello que estaba preparado para ser visto por el público. Se trataba de un edificio de más de cincuenta años, algo oscuro, con varias salas, un patio atestado de ciclomotores secuestrados, puertas, pasillos y recovecos por doquier donde funciona una comisaría de seguridad de la policía de la provincia de Buenos Aires. Aunque el hecho de aceptar la visibilidad que el espacio ordenaba y disponía también se explica por la absoluta falta de confianza que tenían hacia mí las personas, cosa que no me daba margen para pulular descaradamente por aquellos lugares donde, aun, no había sido invitada. Después de algún tiempo transcurrido durante el que mis visitas eran periódicas, llegué a una oficina que administra una de las mujeres con más antigüedad en la comisaría.

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Había oído nombrar a Nora varias veces. Siempre se hacía referencia a ella como una persona con capacidad práctica, con poder de decisión sobre algunos temas y con información diversa “¡Eso hay que preguntarle a Nora!”, “Nora es la que sabe o que ella te lo arregle” eran algunas de las frases que había escuchado en esas semanas. Sin embargo, hasta el mismo día en que la conocí no me había generado mayor interés, será probablemente porque, a pesar de que se hablaba de ella, a nadie se le ocurrió recomendarme que la vaya a ver (cosa que se hacía mucho en esos primeros días) ni preguntarme si ya la conocía, como ocurría con otros. “¿Charlaste con Luis?” o “¿Conociste operaciones?”17 eran del tipo de preguntas que solían hacerme, esperando mi reacción y mi comentario. Nora se me había hecho inaccesible, porque nadie me daba indicios de lo contrario, no tenía la sensación de que a ella se podía llegar como sí tenía con los/as demás; y, a esa altura de las circunstancias, ni siquiera me había dado cuenta de esto. Un día en que se llevaban a cabo varias tareas fuera de las instalaciones de la comisaría (un operativo dinámico –que requería más personal que lo de costumbre– un traslado de drogas y un acto público) y algunas personas se ausentaron por enfermedad, vi un sensible despoblamiento en los sectores donde solía estar, lo cual me obligó a poner en la mira nuevos lugares de observación. La única advertencia que recibí cuando emprendí mi camino hacia la “oficina de administración” –cosa que vivía menos como una elección que como una arbitrariedad del momento– vino de parte de un hombre con alto nivel jerárquico que había asumido la tarea de gerenciar mi trabajo de campo, proponiéndome los lugares y las personas para observar y entrevistar. Sospecho que sintiéndose algo responsable por mi estadía allí y preocupado porque nada traumático me pasara, me dijo: “Nora es muy tosca”. Ella es una mujer baja, delgada, con el pelo castaño claro atado con una trenza, la voz ronca, de seriedad imperturbable y unos lentes de lectura que le cuelgan del cuello. Durante mi presentación, me dejó hablar un buen rato sin mirarme a la cara y sin abandonar la tarea que la ocupaba: fotocopiar cada planilla de ambos lados, en tres juegos que iba apilando metódicamente sobre la mesa. Tiene cerca de 50 años y parte de su presentación consistió en dejarme claro que pronto se iba a jubilar, que estaba cansada de este trabajo y que llegar hasta acá –treinta años de servicio– le ha costado mucho sacrificio. A partir de ese primer día fueron muchos los encuentros que, durante meses, mantuvimos con Nora; siempre en el ámbito de su trabajo, en interacción con sus compañeros/as y jefes, mientras ella completaba los informes, se tomaba un descanso para los mates, realizaba los pagos del servicio adicional al personal18 o recibía a vendedoras de cremas o al chapista del auto. En esos tratos constantes 17 Hace referencia a la oficina de operaciones policiales. En ella, se dedican a la construcción de las estadísticas de los delitos, accidentes, detenciones, aprehensiones y egresos de la comisaría. Y de los materiales para geo-referenciamiento. 18 Se denomina PolAd al servicio de la policía adicional que cubre tareas de seguridad en espacios de tránsito público, pero para entidades privadas, como bancos, canchas de fútbol o clínicas. También hay algunos casos en que es el Estado quien demanda de este tipo de servicio para plazas o edificios



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con compañeros noté una mujer rígida, algo inflexible en sus posicionamientos, con libertad para opinar sobre cualquier tema e interpelar a los demás, sin tapujos para tejer su discurso a pura grosería y malas palabras y con una inclinación para hacer chistes sobre la sexualidad propia y de los demás en los que los sentimientos aparecían infravalorados y la abstinencia sexual como el mayor foco de burlas. No ignora que esto es parte de la imagen que las personas tienen de ella: “Nora: yo era una pibita cuando entré, 20 años, después me hice jetona, no sabés lo jetona que soy, gritona, mandona, te ponés rígida, si no, no hubiese podido, los vigis me hubieran roto el culo cada vez que podían. En mi casa me trajo muchos problemas, a todos los policías [les pasa lo mismo], me decían que era una rompe pelotas, después nos fuimos acomodando, pero me hice así, cuando entré era nada que ver. Sabrina: ¿cómo eras? Nora: era una pibita, toda calladita, no sé cómo explicarte, así [se sienta derechita, frunce los labios y pone cara de ingenua]. Pero tuve que cambiar mucho, ¿viste lo que es este lugar? Acá pasaba todo el día, y no es una casa, no tiene la comodidad que puedo tener en mi casa, ¿conocés el fondo? ¿La cocina?” Nora plantea que parte de ese cambio a nivel de su personalidad era necesario si quería ganarse el respeto de los compañeros, que fueron todos varones durante unos 15 años –momento en que llegó otra mujer a trabajar. Las alternativas a eso hubiesen sido perder la dignidad o perder el trabajo. Muy a diferencia de Violeta, la inocencia no habría sido materia de resguardo sino de constante peligro concentrado, especialmente, en el asedio sexual del resto del personal. Cualquier situación que se alejara del pleno control de las acciones, del cálculo milimétrico por parte de Nora, podía terminar en la consumación de ese asedio. Entonces lo que le demandó la actividad de esos primeros años, fue la agudeza para no dejar nada librado al azar, el ingenio para escapar de escenarios confusos y la rigidez para enfrentar a sus compañeros. El mérito de haber construido respeto entre sus pares, parece haber sido cosechado por dos frentes distintos. Uno tiene que ver con el que acabo de describir, tanto volverse lo que ella llama rígida y jetona como haber abandonado usos típicos de muchas mujeres –como maquillarse el rostro– le ha servido para alejarse de la debilidad de gobierno. Este servicio se paga aparte del sueldo básico, directamente en la comisaría de manera semanal –ya que, en general, las entidades lo pagan por adelantado. Hasta mayo de 2009, el valor de cada hora PolAd trabajada era superior a las horas extras y al servicio común, por eso eran demandadas por los/as policías. Sin embargo, frente a un ajuste de sueldo hecho durante esos meses, pasó a tener el precio más bajo de las tres especies y se convirtió en una tarea poco preferida.

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con que tradicionalmente se las asocia. Esto no significa que ese abandono derive, de manera automática, en una adscripción a los rasgos entendidos como masculinos. Sino que se trata de cualidades o prácticas que, retomando a Susana Durão (2004), podemos denominar “híbridas”, las cuales a priori no pueden categorizarse como exclusivamente femeninas ni masculinas. Lo que Nora ha hecho fue evitar marcas que la aten a estereotipos clásicos de la feminidad en los que está presente la idea de que las mujeres utilizan la transacción sexual como principal canal para lograr éxitos laborales, cosa que deslegitima la calidad profesional de esos éxitos. Por otro lado, el afluente del prestigio conseguido es el coraje para realizar todas las tareas que se presentaban: no me achicaba nunca dice en cada oportunidad que encuentra. La definición de una buena mujer o una mina que sabe trabajar, está de la mano con esa consideración del valor que Nora está orgullosa de tener. Así, el coraje no representa un atributo sólo masculino sino una propiedad que ensalza las actitudes que las mujeres deben tener. Haber participado codo a codo con sus compañeros en enfrentamientos armados, en guardias de alto nivel de peligro, operativos en la villa, con elementos a veces obsoletos e insuficientes (cosa que ilustra contando que las pistolas estaban dobladas, que muchas veces los tiros no salían del arma o los automóviles policiales no arrancaban) es parte de la explicación de por qué hoy tiene una relación de respeto y consideración en la comisaría. Simultáneamente, realizó estoicamente, durante sus primeros años de trabajo, todas las actividades que eran rechazadas por los demás. Casi como cualquier recién llegado, Nora no tuvo oportunidad de elegir qué ocupaciones le interesaba más hacer, y tuvo que ser eficiente a la hora de preparar los cuerpos para las autopsias o juntar los pedacitos de muerto después de realizados los análisis por parte de los peritos. Para ella, la valentía femenina tiene como condimento extra el hecho de que parte de un prejuicio, que sostienen sus propios compañeros, por el que se ve a las mujeres como incapaces y manipulables. Prejuicio que no se atribuye a los varones, por lo que las mujeres cargan con preconceptos a ser destruidos o demostrados. Su curso de formación tuvo una duración de un año y se trataba de la preparación para el ingreso en el escalafón de suboficiales; hoy con la modificación de la ley de personal, Nora tiene el grado de Teniente. Las materias teóricas y las instalaciones para vivir durante ese año estaban en el Destacamento de Bomberos Oficiales de la ciudad de La Plata, en la intersección de las calles 1 y 60. Hacían educación física en el Paseo del Bosque, contiguo a ese edificio, y una vez por semana orden cerrado en la escuela Vucetich. Nora ya tenía dos hijos mientras hacía el curso, en 1979. Para ella, ese tipo de formación resulta completamente inútil, no me cuenta anécdotas de ese tiempo, no suele traer recuerdos a cuento y ni siquiera reniega de su formato (distinto de varios/as de sus compañeros/as para quienes el paso por la escuela constituye un tema de críticas, añoranzas y ovaciones); su paso por ahí le es bastante indiferente. Al igual que Violeta, Nora debió buscar maneras alternativas de experimentar su maternidad, cosa que es entendible sólo a fuerza de no perder de vista las parti-



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cularidades de su profesión. Por la ventana de su oficina se ve un patio atestado de motocicletas, bicicletas y algunos móviles policiales; en esos móviles los vigilantes llevaban los hijos de Nora cuando eran bebés para que ella los amamante mientras estaba en el QTH; y en ese mismo patio jugaban a la salida de la escuela cuando fueron más grandes. “Nora: ¿sabés que pasa? Este trabajo es muy duro, no te deja vida privada, no te deja tiempo para nada. A mis hijos los han discriminado por tener una mamá policía, la gente se piensa que porque uno haga algo mal los policías son todos iguales, yo tenía que ir a las reuniones de padre en la escuela uniformada, iba a los actos uniformada, mis hijos no tienen más recuerdo que esos, yo uniformada en todos lados, porque venía para acá y me escapaba a la escuela; ellos iban acá a la vuelta, yo los mandaba ahí porque me quedaba más cómodo. Pero sabés lo que es que tu hijo te cuente que lo discriminan por eso, el más chico de mis hijos está muy en contra de todo lo que es violencia, muy en contra, y desde que tenía 8 años hasta los 18 lo agarraban de punto, le pegaban y lo cargaban porque ‘ah, tu madre es yuta, las vigi son todas putas, se la cogen todos los canas’ y así siempre…”. Encontrar y mantener una pareja es sumamente conflictivo para los policías, Nora habla de los niveles de separaciones que hay dentro de la comisaría y lo mucho que le cuesta a ella misma estar en pareja. Para ella, cuando aquel o aquella con quien comparten una vida sentimental no trabaja en los mismos ámbitos, se vuelve sumamente difícil la comprensión de las situaciones vividas en la policía, y no hay manera de encontrar válvulas de escape donde procesar la inmensidad de emociones y tensiones que se atraviesan todos los días en el trabajo. Una traba más que complejiza la situación es la falta de espacios provistos por la institución donde trabajar esas conmociones: “…ese es el problema, que no nos consideran personas, que somos otra cosa, que no podés tener errores, que no podés fallar, que no podés sufrir, que no podés llorar, nadie, nadie se acostumbra a matar, para nadie es fácil matar a una persona o estar en un tiroteo, es imposible”. Los límites de la oficina de Nora funcionan, a menudo, como reemplazo de esa carencia institucional. Cada día, allí se tratan los temas más íntimos de las personas, los conflictos personales y los miedos. Nora, abandona un poco esa inclinación por los insultos y por tomar superficialmente la dimensión de las relaciones, y se involucra en dar consejos de amor, opciones para los problemas económicos, interpretaciones sobre la vida de los hijos y los vínculos familiares.

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Parte de la organización de los puestos de trabajo a cubrir pasa por las manos de Nora, ya sea porque formalmente es allí donde se distribuyen los servicios adicionales, o porque informalmente es consultada por el oficial de servicio, el segundo jefe de la delegación o por el teniente a cargo de la oficina de personal para tomar tales decisiones. Entre todos ellos se ponen de acuerdo y van contactando a los disponibles para cumplir con la totalidad de las funciones. Eso requiere un conocimiento exhaustivo sobre la situación íntima de cada una de las personas que trabajan en la dependencia policial. Nora sabe quiénes disponen de auto; quiénes, de los/as que estudian, tienen días de examen; los conflictos familiares y las preferencias o disgustos para realizar las tareas. Es difícil pensar cómo esa organización pudiera darse sin la información, tan variopinta, disponible en el fuerte de nuestra nativa. Si las otras mujeres en relación con las que –en estas trayectorias– se han moldeado formas de actuar de las policías han sido monjas, monstruos y putas; las que también se destacan en las charlas con Nora son esas mujeres que una vez por semana forman una cola en el patio de la comisaría, cargadas de bolsas de comida, preparadas con sus documentos, que esperan ser requisadas para visitar a sus hijos, maridos, amantes o cónyuges. La visita son las otras mujeres con las que deben mantener un contacto constante. Beatriz Kalinsky analiza la relación entre las celadoras de la cárcel y las mujeres que están allí de manera involuntaria, y plantea que hay un quiebre entre una “buena” mujer y una “mala” mujer, “no porque ellas, las celadoras, se consideren exentas de ser en alguna ocasión ‘malas mujeres’, sino porque quienes han quebrado la ley lo han hecho también con los mandatos sociales que se esperaba de ellas: han destruido sus familias, arruinado la vida de sus hijos y también la de los nietos que vendrán” (2006: 243). En este caso, las visitas sí se vuelven dignas de compasión, ya que no son ellas quienes han transgredido las normas, sino que incluso ante la infracción de sus hijos o parejas, ellas se han mantenido fieles. Se suma a esa situación de vulnerabilidad, la humillación a la que deben someterse en el acto de la requisa, momento por demás aberrante para esas mujeres, y detestable para el personal policial que debe llevarlo a cabo. Lo que incomoda sobremanera de ello es la percepción por parte de las policías de que su condición social no ha sido tan diferente, las distancias económicas y territoriales no las ubican en extremos separados de esas mujeres. A pesar de que el destino ha sido finalmente torcido por las agentes, para Nora hay una identificación que subyace a la compasión y al rechazo: “podrían ser mi vieja”. Con este punto he querido mostrar que más que la calificación de comportamientos en dos categorías estáticas y exhaustivas, masculinos y femeninos, debemos reconocer la existencia de comportamientos mixtos que no son, únicamente, uno o lo otro. Y, en el mismo sentido, que los comportamientos que son definidos como masculinos en cierta ocasión, pueden, tranquilamente, ser definidos como femeninos en otra. La valentía que exhibe Nora, a pesar de que a través de los cánones más tradicionales habría sido entendida como una ilustración de la masculinidad occidental, se muestra en esta oportunidad como un modo de sostener que los hombres no son los únicos



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valientes, y que si la profesión policial requiere de esa actitud, serán también las mujeres sujetos capaces de desempeñarla. Esos rasgos, que han sido vistos socialmente como más ligados a los hombres, constituyen, en el ámbito de la comisaría, uno de los modos legítimos de actuar de las mujeres. Se trata, tiendo a pensar, de una feminidad que se aleja de la más conservadora y cuyas particularidades le ha permitido a Nora desarrollarse en un ambiente laboral como la policía y no, entre otras cosas, ser parte de la visita. Si ese curso de vida que se le presentaba como opción fue quebrado, mucho tiene que ver con el tipo de mujer que es. Entonces, lo masculino o femenino como entidades definidas conviven en una tensión con el oficio generando dos efectos distintos: mientras que en algunas tareas el oficio es desempeñado independientemente de si se es hombre o mujer; en otras, el género es reivindicado abierta o tácitamente aportándole estilos variables a ese mismo oficio. Reflexiones finales Los recorridos que hemos hecho por los cursos de vida de mujeres que se desempeñan (o lo han hecho) en la Policía de la provincia de Buenos Aires no hablan únicamente de la profesión policial, de la vida familiar o de sus relaciones sentimentales. A pesar de que este trabajo no tiene pretensiones de arrojar grandes conclusiones, permite explorar una dimensión de la policía en tanto profesión compleja que, según la mirada de los nativos, no se agota en el uso –formal, riguroso e inflexible– de la fuerza sino que atraviesa simultáneamente la policía en su plano laboral, la dimensión familiar de las personas que en ella se desempeñan y su vida sentimental. La heterogeneidad en la concepción del oficio policial, en las cualidades personales para su ejercicio y en las estrategias usadas para saltear los obstáculos permite dimensionar, en términos empíricos, la complejidad del campo de estudio. Difícilmente, pueda pensarse en la policía como una profesión que demanda con firmeza un ejercicio y un/a ejecutor/a masculino/a; sino que presenta una elasticidad que no ha obligado a las mujeres –necesariamente– a adscribir a formas de ser de los hombres. Los aportes que le dan un toque particular al desempeño de las mujeres pueden ser pensados como feminidades algo distantes entre sí: desde la expresividad, la ingenuidad y la dedicación servicial; hasta la valentía, la hostilidad y la severidad. Cada una de estas opciones les ha permitido a las mujeres que se desempeñan como policías darle un status a sus capacidades, escapándole a la depreciación. Incluso, si bien algunos de los caminos indican una necesidad por alejarse de las prerrogativas femeninas clásicas –borrar marcas, evitar clichés– no tienen como contracara hacer propios los modos de actuar masculinos. Así como, a su vez, existen algunas características que no son en sí mismas, acabadamente, ni masculinas ni femeninas. La apreciación de las capacidades para hacer de policías, está atravesado por la visualización de otras mujeres que están de paso por la policía. Las experiencias de género posibles se alimentan y multiplican –a partir del rechazo, la admiración o la compasión– en el encuentro con formas de feminidad, como son las construidas

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por las monjas, las putas o la visita, y en la certeza de que con esas mujeres hay una condición sexual compartida. Esos estándares externos entran a negociarse con los de las policías, y si bien vimos que no todas nuestras informantes comparten los mismos sentidos acerca de las conductas válidas, no está demás recordar que, parafraseando a Kalinsky, “el género (femenino o masculino) no es homogéneo; más bien es contextual y fragmentado tanto como lo es la cultura” (2006: 234). Por último, queda planteada la imposibilidad de pensar las prácticas cotidianas que configuran el oficio policial a espaldas de los acontecimientos de la vida familiar. Lejos de olvidar su familia, las maneras en que estas mujeres viven su maternidad y la vida sentimental atraviesa la capacidad y los espacios del trabajo. Por otra parte, a lo largo de este trabajo hemos visto que es necesario pensar los procesos de configuración profesional en torno a dos lógicas entrelazadas: 1) los conocimientos que circulan en los espacios de formación no son sólo académicos sino que es estratégico apropiarse allí de las dinámicas de la profesión policial y las maneras de desarrollarse en ella exitosamente (aprehendiendo las mañas, las historias y los desengaños que permitirán sobrellevar las exigencias laborales); 2) en la adquisición de competencias juega un rol central la formación práctica que hace que el espacio de trabajo, –ya la comisaría– sea también un espacio donde se aprende a trabajar. Este juego entre continuidades y discontinuidades en la formación está presente en todo el desarrollo de la actividad profesional y constituye una característica concreta. Así se definen las habilidades y saberes necesarios para el desempeño de la policía, incluso en aquello que tiene que ver con las cuestiones vinculadas a las relaciones de género. Referencias bibliográficas ARTEAGA BOTELLO, Nelson (2000) “El trabajo de las mujeres policías”, en El Cotidiano. Revista de la realidad mexicana actual, Vol. 16, núm. 101, México, Universidad Autónoma Metropolitana, mayo-junio, pp. 74-83. DURÃO, Susana (2004) “Quando as mulheres concorrem e entram na policía: a óptica etnográfica”, en Etnográfica. Revista do Centro de Estudos de Antropologia Social, Vol. 8, num. 1, Centro de Estúdios de Antropologia Social, Portugal, pp. 57-78. ESTEVES DE CALAZANS, Márcia (2003) “A constituiçao de mulheres em policiais: um estudo sobre policiais femininas na policia militar do Rio Grande Do Sul”, en Revista Transdisciplinar de Ciências Penitenciárias, Educat-Pelotas, Vol. 2, pp. 147-172.



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