Pueblo/plebe, pueblo/oligarquía y clase alta/media/baja: dicotomías y tricotomías en el liberalismo y en la democracia en España

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Descripción

PUEBLO/PLEBE, PUEBLO/OLIGARQUÍA Y CLASE ALTA/MEDIA/BAJA: DICOTOMÍAS Y TRICOTOMÍAS ENTRE EL LIBERALISMO Y DEMOCRACIA EN ESPAÑA

LA

Pablo Sánchez León (Universidad del País Vasco)

I En una entrevista en la prensa de comienzos de 2017 Rafael Sánchez Ferlosio hacía esta tajante apreciación sobre el populismo, ampliamente empleado en la esfera pública española en referencia al discurso de grupos políticos emergentes: “No sé qué es el populismo, se aplica a demasiadas cosas” (Sánchez Ferlosio). Seguramente muchos lectores se habrán sentido identificados con la sentencia. Es todo un signo de los tiempos la difusión de esta palabra, y lo es también la imprecisión en relación con su ámbito de aplicación, que se extiende a la ausencia de acuerdo sobre su significado. Esto no le resta relevancia y profundidad, empero; al contrario: lejos de señalar que estamos ante una moda pasajera o un fenómeno cultural superficial, lo que indica es que asistimos a la decidida incorporación de populismo al elenco de los conceptos fundamentales del lenguaje político. En contra del sentido común, si hay algo que define un concepto cuando se encuentra plenamente integrado en el discurso es justamente la incapacidad de establecer definiciones normativas y fijar sus esferas de utilización discursiva (Koselleck 205-250). Tomar conciencia del estatus que está adquiriendo populismo en la cultura política española, y por extensión europea y mundial, desaconseja ofrecer una nueva definición que aspire a fijar el significado mediático o académico de la palabra. Pero tampoco se trata de tomar partido por alguna de las que abundan en la literatura más o menos especializada. Más allá de las preferencias de cada uno, y por mucho que algunas aproximaciones disponibles sean claramente más rigurosas que otras, una opción alternativa consiste en tratar de tomar distancia de todas ellas y buscar un enfoque que permita una mirada crítica sobre todo el proceso de difusión y diversificación de los usos y significados de populismo. Esto es algo que en principio permite el trabajo del 1

historiador si se entiende su actividad como la de pensar históricamente los fenómenos del presente. Pensar históricamente no consiste en explicar el presente a través del pasado, sino de modo más bien alternativo contrastar este con experiencias históricas que permitan, por medio de la comparación, aislar especificidades propias de los fenómenos actuales con el fin de abrir perspectivas inusitadas que contribuyan a su mejor comprensión y reflexión crítica. En este caso se trata de pensar históricamente el populismo como fenómeno político y ante todo semántico. Para esta tarea me sirvo de la información y las interpretaciones de otros textos en los que he tratado desde la historia conceptual temas relacionados con el lenguaje político español de la época contemporánea. Empezando por lo más elemental, no cabe duda de que el concepto es de uso bastante reciente en la esfera pública española y occidental: hace apenas unos años el término se empleaba poco en el mundo académico y en general de manera exclusivamente peyorativa para hacer referencia a un estilo de hacer política consistente en manipular a las masas (El populismo 11-38). De hecho, la palabra no ha sido incorporada al DRAE hasta su última edición, en 2014. Esto último tampoco ha tomarse como un dato decisivo, y no es además del todo correcto, pues el término figuró ya en diccionarios de la lengua: en efecto lo hizo, aunque de manera fugaz, en los diccionarios llamados “manuales” de 1985 y 1989 (“Populismo” 1761 y 1258, respectivamente). Esto último puede ser reflejo de que el término se estaba volviendo más usual en la década de los ochenta, coincidiendo a su vez con la reacuñación académica del concepto (Laclau y Mouffe 261-318). En cualquier caso, el significado entonces atribuido a la palabra –“Doctrina política que pretende defender los intereses del pueblo” – quedaba bastante indefinido. El motivo de traer a colación este último dato más bien anecdótico es porque esos mismos diccionarios de la década de los ochenta incluyen otros términos que permiten iniciar una reflexión histórica acerca del campo semántico de lo que hoy llamamos populismo. En concreto en ellos se inicia una revisión del significado de otra palabra –demagogia– que culmina en una nueva definición incluida en la edición del diccionario usual de 1992: “Dominación tiránica de la plebe con la aquiescencia de esta” (“Demagogia” 479). El estilo de esta frase resulta como mínimo extraño, arcaico. Y así ha de ser, pues lo único que hace es añadir a la definición heredada la coletilla final. En efecto, demagogia había venido siendo durante un siglo, desde la edición del diccionario de 1884, definida como “[d]ominación tiránica de la plebe” (“Demagogia” 2

345). Con el añadido “con la aquiescencia de esta”, al parecer los lexicógrafos trataron de aclarar el significado de la palabra. Al hacerlo, sin embargo, acercaron su significado a la definición de populismo que entonces empezaba a extenderse en el lenguaje coloquial, y que lo identificaba con una suerte de manipulación consentida de las masas. Esto explicaría que la entrada de populismo en los diccionarios manuales no culminase entonces finalmente en su inclusión en el diccionario usual: se optó por re-definir una entrada ya existente y que seguía siendo usual, dejando a cambio fuera el neologismo. Esta breve historia de la frustración inicial de la palabra populismo en el diccionario oficial del castellano no interesa solo como evidencia indirecta de que populismo y demagogia pertenecen al mismo campo semántico sino sobre todo como rastro a partir del cual salir del presente y acercarse al pasado con objeto de tomar una distancia que permita observar críticamente las convenciones culturales de nuestro tiempo. Pues lo que los lexicógrafos hicieron al acuñar una nueva definición de demagogia fue asumir que la anterior resultaba ambigua. Y sin duda formalmente lo es: según la definición acuñada en 1884, la dominación tiránica puede ser ejercida sobre la plebe pero asimismo por la plebe. Estas dos opciones se muestran más bien contrarias o contradictorias vistas desde el presente. Ahora bien, más allá de que se haya mantenido durante casi un siglo sin llamar la atención, el hecho mismo de haber sido acuñada con esa supuesta ambigüedad sugiere que en su contexto de origen se trataba de una posibilidad semántica legítima (Sánchez León, “El orden” 217-220). El cambio en la entrada del diccionario permite así avanzar hacia un contexto cultural diferente, pero no completamente ajeno al presente. Pues, como la edición del diccionario de 1884 también muestra, la palabra demagogia tenía entonces ya connotaciones negativas en línea con las que hoy se atribuyen a populismo; pero además, si se toma en serio la opción de que demagogia haya podido entonces significar la dominación tiránica sobre la plebe pero también por la plebe, entonces las analogías semánticas aumentan, ya que también sobre el populismo hay hoy en día dos definiciones dominantes que se asemejan grosso modo a esas dos orientaciones políticas (Zanatta 17-44; Laclau 31-36). Hay por tanto analogías y diferencias suficientes entre los contextos de referencia para avanzar en un contraste que ayude a pensar históricamente el populismo actual.

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II La principal diferencia contextual entre la demagogia del siglo XIX y el populismo del siglo XXI no atañe a una cuestión menor sino a una dimensión estructural: lo que los separa es nada menos que la democracia. En efecto, el concepto de demagogia se extendió por la esfera pública occidental y española en un tiempo en el que, existiendo ya el gobierno representativo basado en fórmulas de soberanía nacional o popular, división de poderes y parlamentarismo, en cambio lo que no había era elecciones por sufragio universal. En ambos contextos se reconocía la igualdad ante la ley, pero en el siglo XIX el sistema asumía también que la existencia de diferencias naturales entre los ciudadanos, manifiestas en una desigual distribución de la propiedad, debían tener un reflejo constitucional en la restricción de los derechos políticos a favor de una minoría a la que, por tener propiedad, se le suponía la cultura y la capacidad moral para velar por la preeminencia del interés colectivo sobre el particular. La definición de demagogia del DRAE de 1884 tuvo lugar en un contexto como este, en el que a escala individual existían legalmente dos tipos de ciudadanos: unos con derechos políticos plenos, el resto no. En cambio a escala colectiva, todos juntos constituían el pueblo, fundamento legítimo de la soberanía y el auto-gobierno ciudadano tanto entonces como ahora. Desde la auto-percepción del liberalismo, los ciudadanos sin derechos políticos formaban parte del cuerpo soberano, pero no ejercían la soberanía de modo directo y personal. Para cubrir la distancia creada entre estas dos dimensiones y capacidades del sujeto estaba la figura clave del representante. El sistema político de la época del liberalismo otorgaba una posición institucional superior a los ciudadanos elegidos para llevar a efecto la transmutación de los derechos individuales en soberanía colectiva: no sin razón se ha definido el gobierno representativo como un mecanismo de promoción de una aristocracia electiva (Manin 90-108). El problema era que el representante tenía que cubrir dos demandas que no tenían por qué coincidir: las de los más bien escasos electores y las del conjunto de los ciudadanos. La posibilidad de que la sociedad política se cerrase sobre sí misma se hallaba inscrita en el propio formato constitucional, aunque este incluía en su diseño un baluarte contra su pérdida de representatividad: la opinión pública, encarnada por la prensa amparada en la libertad de opinión. En la práctica, el gobierno representativo instituía la desigualdad políticamente, a través de la plasmación en las constituciones de diferencias internas a la ciudadanía. 4

El sistema permitía a los ciudadanos plenos un acceso en mejores condiciones a las fuentes de riqueza y poder, postergando en cambio a la mayoría de la población sin derecho al voto, formada por aquellos que a su vez estaban precisamente más necesitados de aumentar sus recursos económicos y culturales con el fin de obtener la ciudadanía política. El formato restrictivo de participación favorecía el cierre de la clase política sobre sí misma, y esta alentaba la corrupción y su conversión en oligarquía social y plutocracia económica. Con todo, el sistema también endogeneizaba la protesta legítima ante situaciones de deterioro de los intereses colectivos y abuso en las libertades. Como es bien notorio, el liberalismo se vio sacudido a cada tanto por protestas políticas y movilizaciones sociales. A menudo estas manifestaciones políticas desde fuera del marco legal se originaban en el deterioro de las relaciones de intercambio entre los partidos representados en el parlamento, pero en cualquier caso siempre comportaban la participación de actores políticos excluidos del sistema electoral. La marca más característica de estas crisis políticas era la recuperación de una semántica de pueblo como un sujeto reunido cuyo protagonismo expresaba el rechazo a la corrupción y la falta de representación de la nación. Si ha habido un lenguaje político-constitucional que ha instituido la fractura entre pueblo y oligarquía es el del liberalismo histórico dominante en la esfera pública de los estados nacionales surgidos en Europa tras la crisis del Antiguo régimen, y España no es una excepción (Pérez Ledesma 73-76). El “populismo” decimonónico no solo era la marca del discurso político del liberalismo radical, sino que además daba forma discursiva a la crítica al emergente sistema económico capitalista, si bien esto se hacía a costa del predominio de un imaginario de clase, que solo ganaría espacio y definición en el último cuarto del siglo con el desarrollo de la industria a gran escala (Stedman Jones XX-XX). Los levantamientos y revoluciones que jalonaron la época del liberalismo solían producir caídas de gobiernos, pero con mucha menos frecuencia llegaban a convertirse en crisis constitucionales, y cuando lo hacían, como en 1848 en buena parte de la Europa continental, sus efectos no eran en general duraderos. Fuera de estos escenarios de excepción, la hegemonía en el discurso y los ordenamientos políticos occidentales correspondía a los representantes del orden establecido, que tenían en común una percepción entre despectiva y temerosa del sujeto excluido de la participación política. Lo que la cultura política dominante del liberalismo instituía era ante todo una drástica cesura interna entre el pueblo y la plebe: el primero era visto como la legítima 5

encarnación de la soberanía, del segundo en cambio se rechazaba su ilegítima irrupción en el juego político. En apoyo de esta divisoria conceptual se habilitaba todo un conjunto de tropos degradantes que identificaban a la plebe con los rangos sociales más bajos, la falta de cultura e incluso la hez de la sociedad. El resultado era un sencillo pero marcado criterio de exclusión política (Sánchez León, “`People´” en prensa). Pueblo y plebe funcionaban como contra-conceptos asimétricos, aquellos con los que se niega al otro la posibilidad de un reconocimiento mutuo. Aunque Reinhard Koselleck no incluyó el binomio en su tipología, la dicotomía pueblo/plebe expresa de manera muy precisa la oposición amigo/enemigo que funda el campo de la política moderna, pues tiene que ver con la inclusión o exclusión en una comunidad basada en el auto-gobierno (Koselleck 205-250). Cuenta además con una especificidad que la distingue de las otras parejas de su tipología: a diferencia de los binomios civilizado/bárbaro, fiel/infiel o humano/inhumano, el par pueblo/plebe contrapone miembros de una misma comunidad política y cultural, y ello permite que los individuos clasificados como plebe puedan subjetivamente identificarse con el pueblo y se sientan motivados a luchar por ese reconocimiento, pudiendo eventualmente lograr ser reclasificados y al hacerlo incluso contribuir a disolver la asimetría entre los dos contra-conceptos. Esta singularidad tiene que ver con que la dicotomía pueblo/plebe se origina en una contraposición basada en el reconocimiento de derechos de participación política, de manera que los dos contra-conceptos a que da lugar nacen dotados de una fuerte capacidad de definición ontológica del otro, pero en cambio carecen de dimensión sociológica definida. En el liberalismo el pueblo no era un conjunto de grupos sociales concretos sino un principio de soberanía más bien abstracto y que solía diluirse en la categoría aún menos sociológica de soberanía nacional (Rosanvallon XX-XX). Pero la plebe tampoco tenía una composición sociológica clara ni fija: los umbrales del sufragio tenían que ver con el nivel de riqueza y no con las llamadas capacidades, que reunían a una parte señalada de las profesiones liberales, de manera que en el seno de estas se producían exclusiones numéricamente significativas del derecho al voto (Sánchez León “La pesadilla” 145-151). Estrictamente hablando, parte de la clase media podía quedar incluida en la plebe. Más allá de esto, el problema constitutivo de esta dicotomía era que la plebe no podía representarse a sí misma. Por definición, plebe es una categoría que engloba a quienes carecen de personalidad jurídica y moral para hablar como ciudadanos; pero 6

además, en principio nadie que tomase la voz entre sus filas lo hacía para autoidentificarse como plebe, sino si acaso como pueblo capaz, de hecho a menudo como verdadero pueblo íntegro pero excluido. En suma, la plebe solo podía ser representada, y normalmente solo como pueblo. Esta estructura semántica volvía la representación del pueblo y de la plebe un asunto circunscrito a quienes tenían capacidad de intervenir en la esfera de opinión pública, es decir, ciudadanos con derechos plenos. Surgieron así líderes y oradores que hablaban en su nombre, aunque al principio para reproducir la cesura de categorías instituida: el pueblo laborioso y moral de un lado; la plebe disoluta y abyecta de otro. Con el tiempo, sin embargo, la competencia entre los partidos parlamentarios y la sensación de incumplimiento de las promesas de libertad, justicia y progreso fomentaron la definición de un espacio ideológico radical que se hacía eco del creciente cierre de la clase política y económica sobre sí misma. Estos tribunos ejercían de intermediarios entre las masas desposeídas y el gobierno representativo, aunque a menudo a costa de su propia reputación. De hecho la primera definición de demagogia en el DRAE, que aunque procede de 1825 se mantuvo durante todo el reinado de Isabel II, se centraba en la actividad de los tribunos de la plebe, a quienes se imputaba una “[a]mbición de dominar en una facción popular” (“Demagogia” 450). La definición sugería que el pueblo se transmutaba en plebe por efecto de la manipulación de los demagogos, de ahí que a su vez la demagogia fuera vista como la antesala del caos y la anarquía. No obstante, también señalaba lo solapados que estaban los campos semánticos de los conceptos de pueblo y plebe y lo difuminadas que podían quedar sus fronteras. Estos líderes y oradores radicales, durante décadas tachados de demagogos, fueron definiendo y publicitando la demanda de sufragio universal en la esfera pública española hasta ponerla en el centro de una agenda política que, por vía del empoderamiento de los excluidos, aspiraba a trascender el marco del liberalismo restrictivo. En 1852 el DRAE incluyó una segunda definición de demagogia como “[e]l predominio de la plebe” (“Demagogia” 224). No es casual que esta nueva acepción se produjera en la estela de las revoluciones europeas de 1848 y en la antesala de la crisis constitucional de 1854, cuando un levantamiento popular urbano que alcanzó a la corte y capital Madrid reunió la crítica a la corrupción generalizada entre las élites políticas y económicas con el primer reclamo de ampliación del voto a la población excluida de derechos políticos. El concepto de demagogia pasó desde entonces a poder significar 7

dos cosas diferentes aunque no necesariamente convergentes: la manipulación de las masas o el poder desplegado por estas. Con todo, hasta la breve experiencia de sufragio universal masculino entre 1868 y 1874, democracia y demagogia siguieron siendo términos sinónimos para una parte significativa de los liberales que mantenían el poder. De hecho una labor principal de los líderes republicanos y “demócratas” consistió en dignificar el concepto de democracia, quitándole las connotaciones de poder despótico que arrastraba, derivadas de un formato de imaginación política compartido por todos los liberales, radicales o no. Este entendía la democracia como un elemento integral de toda constitución equilibrada, pero a costa de plantear que pudiera admitirse por separado como un sistema político virtuoso (Morrow 227-248). La crisis del liberalismo isabelino llegaría de la mano de un proceso de reapropiación semántica más amplio que fue acumulando en el concepto de pueblo los valores de unidad, hasta entonces atribuidos a la monarquía, y de virtud, en principio adjudicados a la aristocracia electiva del liberalismo restrictivo. Con la instauración del sufragio universal la democracia pudo ser presentada como una salvaguarda del gobierno representativo a través de la plena representación de un pueblo inclusivo; por su parte el concepto de plebe quedó no ya libre de valoraciones morales peyorativas sino en buena medida vacío de significado como categoría para la exclusión política de segmentos de la sociedad. En su lugar lo que se perfiló fue una re-interpretación de la dicotomía entre pueblo y oligarquía que, dando la vuelta a la batería retórica del discurso liberal contra la plebe, contraponía ahora al pueblo, re-identificado con la ciudadanía, a una minoría de políticos corruptos y empresarios “agiotistas” que vivían a costa del erario público. La crisis no se superó por tanto por la simple inclusión o re-inclusión de la plebe en el pueblo sino que trajo consigo el desbordamiento del sistema político heredado, impeliendo todo un proceso constituyente protagonizado por sujetos conscientes de la necesidad de refundar el orden liberal desde su raíz (Clavero 98-132). El proceso de instauración de la democracia generó además un lenguaje que permitía la elaboración de un tipo de discurso que resuena como la prehistoria de los que en el siglo XXI son calificados de populismo. El fracaso de la experiencia democrática de 1868-1874 devolvió el contexto a una situación más bien semejante a la anterior, en la que la analogía predominante volvía a ser entre democracia y demagogia. En ese ambiente de reacción política contra 8

la participación ciudadana se produjo la definición del diccionario de la lengua de 1884, que entonces no resultaba ambigua sino sintética, pues reunía las dos acuñadas a lo largo de las luchas políticas del siglo. Una evidencia al respecto procede del prólogo a una crónica del ciclo revolucionario iniciado en 1868. En ella su autor resume toda la experiencia de participación política activa de las masas en la política de esos años con este comentario: Bien es cierto que la muchedumbre no mandó por sí, aun cuando se figuró que lo hacía, sino que obró siguiendo a sus tribunos, los cuales fueron a la par sus lisonjeadores y sus dominadores (…) Nuestras ciegas turbas, cuando creían que gobernaban eran gobernadas, y al querer servirse de sí mismas, servían principalmente a sus capataces. (Bermejo xxiii) Opiniones como estas se extendieron en el contexto inmediatamente posterior al llamado Sexenio democrático. Con ellas regresaba la dicotomía entre pueblo y plebe, al hilo también de la supresión del sufragio universal, de nuevo sustituido por una modalidad de gobierno representativo que restringía el derecho al voto a una minoría de propietarios y grupos cualificados dentro de la sociedad. Con todo, la restauración monárquica trajo asimismo de su mano una nueva dicotomía en el discurso de los excluidos, suplementaria a la de pueblo/oligarquía, que contraponía a explotados y explotadores: la paradoja es que entre los segundos los nuevos líderes radicales incluían a la clase media, identificada a su vez con la “burguesía” entre las culturas anarquistas y socialistas emergentes situadas fuera del consenso del liberalismo (Pérez Ledesma 79). El sistema político de la Restauración se sostendría sobre un formato de corrupción, instituida por medio del turno de partidos, que garantizó la adopción del sufragio universal -establecido en 1891- sin desbordar el marco oligárquico de poder. Sin embargo, la postergación en las instituciones y las políticas públicas fomentó una creciente radicalización ideológica de las clases medias que solo pareció estar hallando un marco de reconocimiento adecuado en la república democrática, instaurada en 1931. Cuando Azaña pronunció aquello de “por fin gobiernan en España las clases medias” estaba señalando un déficit de representación que afectaba muy en primer término a los grupos sociales que en otras culturas liberales europeas habían venido ocupando una posición preeminente como encarnación de la virtud ciudadana y el progreso económico. El problema es que para entonces las masas de obreros y jornaleros estaban ya disputando esa hegemonía desde dentro de la propia cultura republicana, y ello 9

eventualmente polarizó las opciones a favor o en contra de un marco de ciudadanía política parlamentaria. Con el triunfo militar del bando franquista en 1939 la población española quedó reducida a la categoría de pueblo no político, lo cual visto desde la tradición del liberalismo la equiparaba a una suerte de enorme plebe subalterna propia de un imperio colonial.

III Un esquema de poder como el del siglo XIX, con sus consiguientes estructuraciones de conceptos fundamentales de inclusión y exclusión, no podía verse establecido al reinstaurarse las libertades civiles y políticas tras la crisis de la dictadura de Franco, por la sencilla razón de que la democracia posfranquista se ha basado desde el principio en el sufragio universal masculino y femenino. En la democracia no puede haber exclusiones políticas de partida como en el liberalismo: el pueblo es formalmente una categoría inclusiva y no contiene jerarquías internas susceptibles de reflejo jurídico. Esto no quiere decir que no existan diferencias de recursos culturales entre los ciudadanos y desigualdades económicas de calado, que se manifiestan en forma de clases sociales. De hecho la ciudadanía, en lugar de atenuar las diferencias de clase, puede venir a perfilarlas o incluso incrementarlas. Según plantea Marshall en un texto clásico, en un sistema democrático basado en el reconocimiento de derechos la condición misma de ciudadanía se convierte en el gran arquitecto de la desigualdad, si bien esta aparece como legítima mientras no transgreda el marco de la igualdad ante la ley (Marshall 302). Este esquema general lo es de forma más acusada aún en los ordenamientos constitucionales occidentales de la segunda mitad del siglo XX, debido a que allí las luchas por la inclusión ciudadana dieron pie a la provisión de nuevos derechos de tipo social, plasmados en forma de servicios; y los servicios sociales no pueden por su parte ser suministrados a los ciudadanos de manera homogénea en el espacio ni el tiempo, funcionando así su provisión como un mecanismo de reproducción de la desigualdad, que viene a frenar o contradecir la movilidad social favorecida por el desarrollo económico y el aumento del nivel de vida. En definitiva, por mucha retórica de igualdad de oportunidades que acompañe el discurso de la plena participación política, de la justicia social y de la

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igualdad ante la ley, el despliegue del Estado del bienestar se ha efectuado a costa de alejar del horizonte la igualdad social. En este panorama, el caso español en el último tercio del siglo XX presenta una singularidad notable: en él la lógica de la igualdad e inclusión no estuvo originariamente modulada en el lenguaje de la ciudadanía, sino en el de las clases sociales, que en principio debían encarnar la esfera de la desigualdad y la exclusión legítimas. En efecto, por los avatares de su historia contemporánea, el concepto que ha servido para delimitar la comunidad política de la democracia posfranquista ha sido el de “clase media”, que a lo largo de más de cuarenta años ha desplazado incluso el de pueblo como referente colectivo de identidad hegemónico. Hay algunas razones para ello que hacen que España comparta esta tendencia con otras culturas políticas occidentales: a diferencia de pueblo, clase media es un concepto netamente sociológico y, aunque carece de dimensión constitucional expresa, apela con fuerza a una realidad social mensurable y susceptible de análisis. Puede, en otras palabras, ser objeto de ciencia, la cual a su vez produce expertos que pueden legítimamente incidir sobre la orientación de las políticas públicas. En principio, pues, en la segunda mitad del siglo XX el lenguaje de pueblo soberano se ha topado con la concurrencia de la clase en sentido económico como poderoso imaginario social moderno alternativo (Taylor 133-168 y 87-103 respectivamente). Con todo, en España el predominio de un imaginario mesocrático es más bien sui generis: se trata de una herencia de la cultura de la dictadura franquista, la cual se fue fijando en la clase media urbana como sujeto/objeto social más adecuado que el pequeño propietario rural para su proyecto constitucional neo-tradicionalista de largo plazo. Buscando consolidar la centralidad de la clase media en una sociedad en proceso de inserción en la economía capitalista, el desarrollismo de la década de los sesenta extendió el mercado de trabajo para las profesiones liberales a la par que permitía la expansión del sector público nutrido por funcionarios dependientes de las arcas del Estado; por su parte, el estrecho marco de protesta y negociación generalizado entre los trabajadores fabriles y de los servicios favoreció una lucha centrada en mejoras en las condiciones salariales, objetivo que tenía el doble efecto de aumentar la conciencia y la politización de los obreros e integrarlos en la esfera del consumo. El sueño tardofranquista de una clase media que, como la monarquía en los ordenamientos modernos “reina pero no gobierna”, se topó no obstante con la competencia de un discurso crítico que reclamaba la plena personalidad política para la 11

nueva clase media surgida del desarrollismo, y que en consecuencia concebía la democracia como un requisito indispensable para su definitiva consolidación como encarnación de la estabilidad social, el progreso económico y la madurez política. En buena medida puede decirse que el régimen del 78 es el primero que, acabando con un largo historial de postración, ha situado a las clases medias a la vez en el centro de la sociedad y de la política española contemporáneas (Sánchez León, “Desclasamiento” 76-87). Ahora bien, por mucho que forme parte de un imaginario tricotómico –el cual desde la Antigüedad ha favorecido percepciones graduales de la desigualdad que priorizan la paz social sobre la confrontación, más propia en principio de los imaginarios dicotómicos (Ossowski 38-57)–, lo cierto es que el concepto de clase media no deja de dar entidad a una clase alta y otra baja en cuyo espacio intermedio se habilita. De esta manera, por mucho que desde finales de los años setenta del siglo XX en España la clase media haya llegado a connotar cuando no representar al conjunto de la ciudadanía, el concepto presupone la exclusión mutua en relación con las otras dos clases: es solo que, a diferencia de la categoría pueblo –que al instituirse genera una dicotomía con la plebe- en el caso de clase media la tensión por la exclusión se produce en relación con dos estratos diferentes, la clase alta y la baja, lo cual complejiza el esquema no solo de inclusiones y exclusiones institucionales, sino también de emulaciones culturales y morales. En torno de esta tensión tricotómica se ha producido la evolución de la legitimidad en la democracia española hasta la actualidad. A lo largo de la década de los ochenta, mientras el Estado del bienestar experimentó un proceso de democratización y expansión, la centralidad sociológica y cultural de la clase media suavizó cualquier presión relevante por parte de discursos amparados en los conceptos de clase alta o clase baja. Incluso es posible interpretar el proceso mismo de desarrollo de los derechos sociales como el mecanismo institucional que respaldó la plena inclusión de la mayoría de los asalariados españoles -fueran obreros manuales, profesionales liberales, funcionarios públicos o incluso agricultores comercializadores- en los confines de una clase media que poseía entonces una inusitada auto-referencialidad discursiva, funcionando al mismo tiempo como centro nodal de las políticas públicas y en definitiva como sujeto vicario de la soberanía popular. A partir de los años noventa, sin embargo, el auge de la globalización financiera, la inserción de España en la Eurozona y el predominio a escala nacional de políticas de desregulación selectiva de mercados de 12

producción y distribución, han traído consigo una redefinición de las fronteras entre las tres clases y de su estatus relativo en el orden social e institucional. Para empezar, la clase alta ha dejado de ser un colectivo entre negado por sus miembros e invisible en la esfera pública, pasando a figurar ya antes del cambio de milenio como un elemento consustancial a la sociedad española. Al igual que en otras regiones del mundo, con el tiempo ha aumentado ostensiblemente la concentración de riqueza en unas pocas familias, pero en este caso la promoción de las costumbres y actitudes de la clase alta como modelo a imitar por el conjunto de la sociedad ha supuesto un más claro desafío a la centralidad de los hábitos culturales de la clase media. En el lado opuesto, el declive de las políticas de gasto social y los programas públicos de inserción han resquebrajado por abajo la constitución de la clase media posfranquista, favoreciendo un escenario de exclusión y precariedad que cuestiona su capacidad como categoría sociológica integradora. La crisis de la clase media posfranquista como referente colectivo compartido ha tenido lugar en un escenario de políticas neoliberales a escala regional occidental, pero a escala nacional lo ha hecho además en torno de la mayoría de edad de jóvenes nacidos ya en el marco del régimen del 78, y por consiguiente socializados en una cultura mesocrática que muy especialmente conforma la identidad de sus progenitores. Ahora bien, los jóvenes de comienzos del siglo XXI no agotan las manifestaciones de una infra-clase definida a partir de la precariedad y la exclusión. Para empezar el asunto viene de más atrás: está inscrito en los orígenes de la democracia española posfranquista, pues ya la década de los años ochenta –que sigue figurando hoy como la coyuntura de mayor proporción de parados de la historia reciente- condenó a los jóvenes desempleados a la falta de expectativas al garantizarse el Estado del bienestar solo para quienes tuvieran empleo (Clemente). Pero además, la exclusión de la clase media se ha apoyado en otro factor estructural tan determinante como en general invisibilizado: la cultura. En efecto, el acceso generalizado a la educación primaria durante la dictadura instituyó desde antes de la transición un criterio de jerarquía interno a la clase media basado en el acceso desigual a la formación en capital humano. Sobre esta diferenciación se han instalado otros prejuicios contra toda una serie de subculturas urbanas y rurales que coexisten con la hegemónica, postergando su representación. Se trata de un fenómeno que no suele ser tenido en cuenta en las críticas a los patrones culturales de exclusión que han acompañado a la democracia, que suelen asumir un 13

público culturalmente homogéneo y se centran en cesuras de corte ideológico (CT 1324). Sumadas, sin embargo, las desigualdades sociales y culturales han venido desde los años setenta delimitando una clase baja tan marginada por sus costumbres y actitudes como carente de valedores que la representen como tal en la esfera pública y menos aún en las instituciones. En la ciudadanía española posfranquista ha existido y se halla en expansión un sujeto que por analogía con la experiencia histórica del siglo XIX puede ser denominado plebe. Hay, no obstante, algunas diferencias notables entre el patrón de exclusión de la plebe de la época del liberalismo y la de esta clase baja en el neoliberalismo y sus respectivas respuestas discursivas. Al igual que en el siglo XIX, con la crisis económica de comienzos de la segunda década del siglo XXI ha saltado a la esfera pública la evidencia de una enraizada lógica de corrupción entre las elites políticas y económicas que expresa una generalizada postergación del interés colectivo a manos de la ambición particular y el interés privatizador de financieros, empresarios, representantes y gobernantes. El contexto ha permitido la elaboración de un discurso radical que, al igual que sucedió bajo el viejo liberalismo, señala una fractura entre pueblo y oligarquía; asimismo quienes lo representan experimentan la presión de unos discursos oficiales o hegemónicos que los califican de demagogos. Ahora bien, el populismo del siglo XXI centra su discurso en el repudio de una oligarquía político-institucional y financiero-empresarial, pero en cambio no cuenta con una denominación instituida para los excluidos, y esto dificulta la tarea de su dignificación y empoderamiento. En efecto, falta en el presente lo más característico de la cesura entre pueblo y plebe: su dimensión como conceptos que no remiten a grupos sociales definidos ni concretos sino a fundamentos de soberanía, por abstractos que puedan llegar a ser, y por tanto insertos de manera natural en el lenguaje políticoconstitucional. Al emplear el lenguaje de las clases, los nuevos populismos se ven impelidos a centrar su crítica en colectivos sociales específicos. Una parte de esta orientación discursiva es sin duda positiva, pues a la vez que señala los abusos y excesos de las grandes fortunas y los oligopolios empresariales y financieros ilumina la realidad de exclusión y precariedad en que han empezado a situarse segmentos enteros de la sociedad española, desprotegidos y desatendidos por las instituciones en sus derechos ciudadanos y en los servicios que la titularidad de estos les venían garantizando. Pero el sesgo sociológico deja en sombra la cuestión esencial que marca las imágenes 14

tricotómicas sobre el orden social, y que aparece exacerbada en el caso español: que la clase baja es un referente derivado de la definición misma de clase media, y que la centralidad que ocupa en el imaginario social posfranquista la condena de plano a la marginalidad o la subalternidad. Si a esto sumamos que la clase media sigue en la práctica ocupando el espacio de la categoría de pueblo soberano, el cuadro se completa: al venir a equipararse a una suerte de plebe, la clase baja española no puede representarse a sí misma, y solo existe en la medida en que es representada, en este caso por los líderes e ideólogos llamados populistas, que figuran así en la España del siglo XXI como los valedores únicos de un no-sujeto excluido que carece incluso de nombre.

IV A modo de resumen, no hay una representación instituida de pueblo en la modernidad sin otra de plebe que la hace posible y que funciona como su contraconcepto definido por exclusión respecto de la condición de sujeto colectivo soberano. La plebe carece de categoría moral reconocida, de manera que no puede representarse a sí misma: alguien entre los ciudadanos reconocidos como parte del pueblo soberano ha de representarla, bien sea para reproducir su exclusión, bien para promover su integración en la categoría de pueblo. El populismo en el siglo XXI y la demagogia en el XIX son discursos que acompañan la lucha por el reconocimiento de alguna suerte de plebe. Consisten esencialmente en darle la vuelta al esquema instituido de exclusión, apropiarse de la dicotomía y volverla sobre sus promotores: los excluidos pasan a ser la clase moral y virtuosa frente a una minoría de privilegiados parásitos. Los efectos institucionales de este tipo de procesos han comportado históricamente un doble efecto: la inclusión de la plebe en el pueblo y la emancipación del pueblo redefinido respecto del marco constitucional preestablecido, por considerarse restrictivo y no inclusivo, y por tanto sometido a la corrupción del interés colectivo. Este contexto genérico deviene, sin embargo, más complejo en el caso de la democracia española posfranquista debido a que la representación del pueblo ha estado aquí previamente moldeada sobre un imaginario mesocrático, y la dicotomía entre pueblo y plebe se ha visto suavizada hasta quedar desdibujada por un esquema tricotómico de categorías sociales, alta-media-baja. En un marco como este la re-

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integración del pueblo y su emancipación dejan de estar garantizadas incluso triunfando una coalición populista. Un buen contra-ejemplo cuya comparación resulta ilustrativa en este punto es América Latina. En el subcontinente americano una larga trayectoria de regímenes autoritarios y gobiernos representativos intermitentes había deparado allí en el largo plazo tanto la exclusión de amplias mayorías sociales como la postergación en la definición constitucional de los derechos ciudadanos y la participación. En ese escenario heredado ha sido posible en los últimos años reunir en diversos experimentos políticos la emancipación con la integración en un marco de ciudadanía renovada, con la justicia social como trasfondo común (García Linera 173-193). Pero esto ha sido posible en gran medida debido, no solo a que la exclusión afectaba a minorías mayoritarias indígenas, distinguibles en términos étnico-culturales más allá –o más acá- de las identidades de tipo clasista, sino sobre todo a la constatación de una mucho más marcada desigualdad social de partida, que ha impedido a lo largo del siglo XX consolidar salvo en muy contadas excepciones –tal vez Chile- la hegemonía de un imaginario mesocrático en la cultura nacional de los países latinoamericanos. En la España del siglo XXI la situación es otra, pues no solo la mesocracia continúa siendo el imaginario social dominante sino que las desigualdades de clase no tienen facilidad para expresarse en un lenguaje que contenga una cierta dimensión jurídico-constitucional, como pueda ser la etnia o la cultura. En un contexto así, la disyuntiva del nuevo liderazgo populista está entre re-ingresar a los excluidos en la clase media del pasado o definir una nueva comunidad política a partir de una imagen de pueblo inclusivo que desborde a la clase media heredada del franquismo. El problema es que dependemos de unos líderes e ideólogos populistas que para empezar pueden ser ellos mismos ciegos a que existe una tensión entre tres elementos, no dos, en el lenguaje de la democracia posfranquista. En esas condiciones, existe el riesgo de que la emancipación colectiva quede cortocircuitada y el proceso se reduzca a una simple re-integración de la clase baja en una clase media en declive (Rodríguez López 171188). Este marco de opciones permite distinguir de manera más rigurosa entre opciones populistas que la que simplemente trata de re-introducir el eje izquierdaderecha en el contexto, distinguiendo así entre un populismo progresista, que no solo aspira a mejorar las condiciones de vida de los desposeídos o desclasados sino a redefinir el contrato social, y un emergente dextero-populismo que ofrece la integración 16

solo a determinadas minorías mayoritarias de tipo nacional, cultural o incluso racial. Pero en realidad el asunto en juego es menos la componente ideológica de los discursos y más la posibilidad de realmente imaginar una comunidad política inclusiva sin modificar sustancialmente los contornos establecidos de la clase media. Una política populista radical pasa en cambio por identificar en la clase media una parte importante de los problemas que producen y reproducen la exclusión hacia una clase baja, lo cual en este caso implica redefinir el sujeto de la desigualdad legítima de cara a una democracia post-régimen del 78. En ese sentido, la retórica dirigida solo contra las clases altas en cierta medida viene a difuminar la crisis de la clase media como factor de integración y sujeto soberano vicario. Puede que en esto hayamos perdido recursos respecto del siglo XIX. La demagogia del viejo liberalismo era una cosa más profunda: por mucho que la plebe solo pudiera mimetizarse con el pueblo, se jugaba realmente la emancipación de todos los de abajo, no la simple negociación entre las clases y la movilidad social. Si no existe siquiera un lenguaje instituido de plebe no puede darse un poder de esta como tal, siguiendo una de las acepciones de demagogia del viejo liberalismo; lo único que quedará entonces será la otra acepción, primitiva, de demagogia en el diccionario de la lengua del siglo XIX: el ejercicio de poder de los líderes y representantes populistas sobre los excluidos, en este caso con vistas a su integración en una clase media que ejerce como concepto sucedáneo de pueblo. Se perderá entonces la posibilidad de esa extraña pero poderosa síntesis acuñada en la definición de demagogia de 1884, y que tanto espanto causaba entre las elites de la Restauración: la transmutación del poder sobre la plebe de sus representantes en poder plebeyo capaz con su movilización de modificar drásticamente el ordenamiento constitucional. Esto es algo que, al hacerse eco de la política del mundo antiguo, no pierde de vista Rafael Sánchez Ferlosio. Cuando se le plantea que el populismo es para muchos sinónimo de demagogia, niega la mayor: “la demagogia es algo más. El demagogo es el conductor del pueblo. Su origen está en un verbo que tiene que ver con los pastores. `Demagogo´ dice algo pero `populismo´ no dice nada”.

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