Propuestas teóricas y metodológicas para el estudio de las élites hispanas. Un ensayo de aproximación

June 15, 2017 | Autor: Miguel Esteban Payno | Categoría: Anthropology, Iberian Studies, Diplomacy, Iron Age Iberian Peninsula (Archaeology), Hispania, Antropología
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Descripción

Universidad Autónoma de Madrid Facultad de filosofía y Letras Grado Ciencias y Lenguas de la Antigüedad Curso académico 2014/2015

Trabajo de Fin de Grado

PROPUESTAS TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS PARA EL ESTUDIO DE LAS ÉLITES HISPANAS: UN ENSAYO DE APROXIMACIÓN

Miguel Esteban Payno [email protected]

Tutores: Prof. Dr. Eduardo Sánchez Moreno Departamento de Historia Antigua, Medieval y Paleografía y Diplomática

Prof. Dr. Fernando Quesada Sanz Departamento de Prehistoria y Arqueología

Madrid, 2015

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Universidad Autónoma de Madrid Facultad de filosofía y Letras Grado Ciencias y Lenguas de la Antigüedad Curso académico 2014/2015

Trabajo de Fin de Grado

PROPUESTAS TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS PARA EL ESTUDIO DE LAS ÉLITES HISPANAS: UN ENSAYO DE APROXIMACIÓN

Miguel Esteban Payno [email protected]

Tutores: Prof. Dr. Eduardo Sánchez Moreno Departamento de Historia Antigua, Medieval y paleografía y Diplomática

Prof. Dr. Fernando Quesada Sanz Departamento de Prehistoria y Arqueología

Madrid, 2015

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AGRADECIMIENTOS: Conviene, acometida esta empresa, dar los merecidos agradecimientos a quienes han posibilitado la elaboración de este trabajo. En primer lugar a mis dos tutores, Eduardo Sánchez y Fernando Quesada, por sus recomendaciones y correcciones como codirectores del presente y por su aportación a la ciencia del pasado como investigadores. A los departamentos de Filología Clásica, Historia Antigua, Medieval y Paleografía y Diplomática, Prehistoria y Arqueología de la U.A.M., y cuantos profesores han guiado mi instrucción académica a lo largo del grado. A la Biblioteca de Filosofía y Letras de la U.A.M. por su excelente colección bibliográfica. Finalmente, a Diego Lantero Señán, por sus aportaciones inestimables, sin el cual la aproximación bajo la perspectiva sociológica y politológica jamás se me hubiera ocurrido.

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ÍNDICE: 1- Introducción y planteamiento………………………………………………….……p.5 2-La conceptualización de los interlocutores locales. ¿Pueblos bárbaros y pasivos?....p.6 3-El papel de las élites en la comunidad: planteamiento teórico-antropológico.…….p.15 4-Las élites hispanas prerromanas: autorrepresentación y realidad social……...……p.23 5-La reelaboración del discurso de poder bajo dominio romano…………...……..…p.30 6-Conclusiones………………………………………………………………….……p.35 Bibliografía………………………………………………………….………………..p.37 Anexo gráfico: Esquema. Las élites en el seno de una comunidad……………….….p.44

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1- Introducción y planteamiento Este proyecto pretende abordar de manera sintética algunos de los aspectos del complejo panorama social de la Península Ibérica en aquellos siglos de transición entre su independencia y su anexión al dominio romano en un momento de importantes transformaciones internas. ¿Cómo operaron las élites peninsulares en un momento de profundas transformaciones históricas? Dado el amplísimo abanico de posibilidades que semejante empresa ofrece y debiéndonos ceñir a los requisitos establecidos para este trabajo, optamos por ofrecer uno de carácter general: un estado de la cuestión con ciertas aportaciones propias –en el enfoque de estudio más que en los datos–, abordando como marco territorial no la totalidad de Hispania, sino el Mediodía y el Levante peninsular sobre todo, especialmente en torno al mundo ibérico, como escenarios en los que plantear ejemplos oportunos para el paradigma que proponemos. Así tomaremos Iberia como marco de interacción en múltiples aspectos: política, militar, social, etnográfica y culturalmente. Hay que tener por ello en cuenta desde el comienzo un punto fundamental; y es que, aunque aspiremos a tratarlo como un conjunto, las Hispanias prerromana y romana son una realidad verdaderamente heterogénea y que por ello se hace preciso reducir el análisis a cuestiones de carácter muy general, huyendo de localismos, pero abriendo el enfoque para poder captar así más fácilmente las esencias antropológicas más profundas. El marco cronológico será más amplio, pues consideramos que se hace necesario remontarse a las épocas anteriores como requisito fundamental, pues sólo conociendo los inmediatos antecedentes podemos evaluar el impacto que el elemento romano tuvo sobre las élites hispanas. Dada, pues, la naturaleza del objetivo que nos imponemos, los recursos empleados para poder cumplirlo beberán de diversas disciplinas que –por qué no decirlo–, siendo todas de fuerte carácter humanista, ciertamente no puede ser menos su voluntad de comprender al ser humano. Así se hará alusión a las fuentes literarias y a la huella arqueológica –registros ambos fundamentales para la investigación histórica–, pero también a teorías de carácter antropológico, sociológico y politológico que aspiran igualmente a dar una explicación para entendernos a nosotros mismos. Creemos ciertamente que es, pues, una propuesta adecuada al marco del Grado en Ciencias y Lenguas de la Antigüedad, al pretender una aproximación interdisciplinar.

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2-La conceptualización de los interlocutores locales. ¿Pueblos bárbaros y pasivos? La historiografía tradicional vino caracterizándose durante la mayor parte de las épocas pasadas, en cuanto a su narración del avance de la expansión romana, por atenderla como un proceso unilateral en el que el genio romano se impuso, ante todo militarmente, sobre los distintos territorios a los que acabó sometiendo y dominado . Sin embargo, a lo largo de las últimas décadas la continua revisión (TORREGARAY PAGOLA, 2011: 17 y ss.) del fenómeno y las dinámicas históricas sugirió una reformulación de esta tesis proponiendo no limitar el enfoque del estudio sólo sobre la propia Roma si no también, y no en menor medida, sobre los distintos pueblos participantes; los cuales, lejos de ser una amalgama de gentes catalogables bajo la generalidad de “bárbaros”, se revelaban como un complejo mosaico caracterizado por la heterogeneidad y la diversidad cultural con intereses propios y, a menudo, contradictorios (SÁNCHEZ MORENO, 2011: passim). Este cambio en la perspectiva significaba, consecuentemente, una necesidad de variación en los puntos de partida. Así, los diversos pueblos, las comunidades políticas habían de ser comprendidas como elementos en absoluto pasivos, sino como participantes activos en virtud de sus objetivos propios, a su vez condicionados, como la propia Roma, por sus dinámicas internas y externas no sólo en relación a los invasores itálicos, sino al resto de vecinos circundantes, con los cuales –cabe decir que a menudo se olvida– ya existían relaciones amistosas u hostiles antes de la entrada en escena del elemento romano; y por lo tanto centrados en buscar en cada caso y momento, una posición beneficiosa para ellos mismos. Aun teniendo en cuenta esto, se hace preciso superar otro escollo con el cual –si no es eliminado– nos habría de ser imposible lograr una verdadera aproximación a la tan compleja realidad del proceso. Este es: cada comunidad indígena ha de ser entendida como tal, es decir, como un conjunto de personas interrelacionadas en una trama sociocultural. Ello implica, inherentemente, factores a tener en cuenta como la pluralidad de grupos y segmentos sociales con intereses distintos y no rara vez divergentes, la multiplicidad de caracteres y voluntades; en fin, una suma de individuos particulares y no una sólida unidad homogénea que funciona en bloque. Si bien sí se ha prestado atención a esto, insistentemente además, en el estudio de la historia de pueblos “más civilizados” como pudiera ser la propia Roma o las poleis griegas; no ha constituido parte del análisis histórico de estos “pueblos bárbaros” hasta hace poco tiempo. Este 6

aspecto ha de ser especialmente tenido en cuenta en estudios como el que nos ocupa, en los que las cuestiones sociales –estatus, jerarquía, poder– son el elemento axial. La realidad es múltiple, como decimos, en todos sus planos. Basta hacer un breve y acaso superficial recorrido por todo el panorama peninsular antes de centrarnos en el ámbito delimitado para encontrar sobrados ejemplos de ello. Numerosos son los estudios que plasman cuán diferentes y diversos eran los elementos que componen lo que, por pura tradición historiográfica heredada de las fuentes clásicas, se ha venido a tratar bajo la denominación unitaria y generalista de Hispania o Hispaniae. Basta decir que los distintos pueblos peninsulares hasta donde sabemos jamás tuvieron una concepción de macroidentidad “hispana” hasta la conquista romana y que ésta vino dada sin duda de la propia influencia de los conquistadores (BELTRÁN LLORIS, 2011: 5557). En palabras del profesor Beltrán Lloris, “Hispania fue una creación romana que brindó tanto a la propia Roma como a los habitantes de la heterogénea Península Ibérica un referente distintivo respecto a otras comunidades del Imperio como los itálicos, los galos, los africanos o los griegos” (BELTRÁN LLORIS, 2011: 57). Una identidad, en definitiva, creada por oposición a aquella Iberia o Hiberia acaso más desconocida y remota, ahora dominada y sometida al orbe romano. Nosotros nos limitaremos aquí a bosquejar mediante unos pocos ejemplos lo complejo del panorama étnico-cultural peninsular en sus tres planos: el macro-regional, el regional y el local1. Sirva como referencia ilustrativa de lo primero las aportaciones realizadas por Ferrer Albelda y Prados Pérez con respecto a la complejidad étnica del sureste de Iberia (FERRER ALBELDA, et al. 2001-2002), cuyo estudio se hace más difícil en tanto que las fuentes de las que disponemos –muy limitadas– han sufrido los relativamente aleatorios procesos de desaparición y conservación propios de las obras de la Antigüedad. Unas fuentes cuyos autores: o bien eran profundos desconocedores de una Iberia que, relegada en época Arcaica a los extremos de la ecúmene sólo era atendida por la literatura periegética y periplográfica, proporcionando un conocimiento relativo de las costas pero no del interior; o bien eran conocedores de un panorama etnográfico posterior a la conquista y, por tanto, sin duda, alterado y modificado por ésta. Cuando se introducen las fuentes arqueológicas el panorama parece esclarecerse parcialmente; no obstante, se evidencia a la vez la existencia de una intensa interrelación entre culturas y 1

Sabiendo, de hecho, que esta división es puramente artificial, y que sólo es válida como metodología de estudio; conocedores del riesgo de caer en los mismos errores de los que arriba hablábamos.

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ethne que acaso intensifica esta complejidad; siendo en ocasiones verdaderamente difícil dibujar los límites territoriales de cada grupo étnico2. Cabe señalar aquí la dificultad que entraña una aproximación a esta materia a través de las fuentes literarias. Cruz Andreotti señala acertadamente varios aspectos de éstas que funcionan como obstáculos objetivos para el estudio etnográfico y que podrían resumirse a grandes rasgos en una tendencia al aglutinamiento simplista de grupos menores en grandes unidades a las que son adscritos para hacerlos reconocibles y, a su vez, la simplificación de los límites territoriales y su extensión (CRUZ ANDREOTTI, 2002-2003: 37-38). En cuanto al plano a menor escala, por poner un mero ejemplo aunque trascienda los límites del mundo ibérico, nos decantamos por ilustrarlo mediante los estudios de la Universidad de Huelva relativos al proceso de romanización del territorio onubense (CAMPOS CARRASCO et al. 2011-2012); o, dentro del mundo ibérico, los relativos a la comarca del curso bajo del Ebro (GARCIA I RUBERT, 2000). Como ha sido tratado ya por numerosos autores, la edificación de la estructura organizativa romana vino siempre condicionada por el panorama con el que se encontraban los romanos en los diversos territorios –es decir, ni existió un modelo único de implantación universal, ni se acometió una política que negase los sustratos previos–. Partiendo de tal premisa se presenta con claridad el hecho de que donde Roma estableció (o impuso) mecanismos y sistemas diversos debían existir previamente realidades sociopolíticas diferentes. Con respecto al plano local, no podíamos desaprovechar una oportunidad como esta: un trabajo en el que entran en juego el elemento romano, el indígena y otras aportaciones exógenas, en confluencia con la heterogeneidad misma en el seno de una comunidad, para referirnos al paradigmático y no poco abordado caso de Arse-Sagunto. Caso, como decimos, bien tratado por recientes estudios y tema siempre de interés y debate al ser un elemento principal en la secuencia histórica de la Segunda Guerra Púnica –episodio de gran relevancia, tanto a nivel general, como particular por lo que significa con respecto a la inmersión de Hispania en el orbe romano–. A pesar de que la 2

Sirva como ejemplo las diversas propuestas acerca de la localización de las diversas ethne del sur peninsular. vid. FERRER ALBELDA, et al. 2001-2002: 275, figuras 1, 2 y 3.

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literatura al respecto es muy abundante, consideramos suficientemente ilustrativa la aportación del profesor Domínguez Monedero al respecto por su propuesta interpretativa y su enfoque (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 2011-2012)3. Noticia interesante, además, porque aborda una cuestión fundamental a tener en cuenta como es la presencia de elementos exógenos en la realidad “indígena” que se encuentran los romanos. Presencia griega en el litoral levantino catalán y valenciano –más o menos intensa y aún fruto de debates (vid., por ejemplo, ARANEGUI GASCÓ, 2010)– y fenicio-púnica en la región meridional. Hecho que no pasó desapercibido ya a autores antiguos como Estrabón, quien afirma: “estas [gentes: los turdetanos] llegaron a estar tan completamente sometidas a los fenicios que la mayor parte de las ciudades de la Turdetania y de los lugares cercanos están hoy habitados por aquellos” (III, 2, 13). Estos pueblos, por tanto, no están aislados del resto del orbe. La Península Ibérica, como es bien conocido, se halla ininterrumpidamente inserta en las dinámicas mediterráneas, comerciales y culturales, al menos desde el s VIII a.C. –si somos conservadores en la datación de los primeros establecimientos fenicios, remontándose los primeros intercambios incluso al X a.C.4–. A partir de finales del s V a.C. pero sobre todo a partir del IV a.C. y en adelante, la Península Ibérica está plenamente inmersa en la ecúmene mediterránea. Intercambios comerciales, movilizaciones mercenarias, influjos y adopciones culturales, etc.; como bien sintetiza Domínguez Monedero (2015), desde el Ibérico Pleno (ca. IV-III a.C.) en adelante el mundo íbero en plena consolidación ideológica y social no es ajeno al resto del “mundo conocido” ni a la inversa. En cualquier caso, ciertamente no es éste un trabajo orientado a desglosar pormenorizadamente el estado de la cuestión acerca de la atomización político-étnica de Hispania y por ello consideramos que con lo expuesto supra queda el escenario lo suficientemente bosquejado para poder proseguir. Nos topamos pues con que Hispania es un término que no tiene reflejo en la realidad histórica previa al menos a los siglos II- I a.C. Por el contrario ante nosotros se 3

No obstante, deseamos aludir a una serie de reflexiones que divergen en parte de las expuestas por el profesor Domínguez en torno a la dualidad Arse-Sagunto, en ARANEGUI GASCÓ, 2001-2002: 19 y ss. 4 Las investigaciones recientes apuntan en esta línea de subir la fecha de las primeras interacciones con los actores fenicios al siglo X a.C. Vid. por ejemplo: MEDEROS MARTÍN, 2006; 2008.

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nos muestra un panorama extremadamente intrincado donde no podemos desestimar la importancia que cada uno de los elementos juega a su respectivo nivel y con su correspondiente impacto. Creemos oportuno invitar a la reflexión sobre estos aspectos a partir de ciertos interrogantes planteados por algunos de los autores mencionados, en tanto que consideramos que estas preguntas dibujan las líneas de investigación en el actual estado de la cuestión en torno a los fenómenos de interacción entre los pueblos endógenos y exógenos. A propósito de la provincialización y municipalización puesta en práctica por Roma sobre los territorios ocupados: “¿para qué modificar un modelo que funciona” (CAMPOS CARRASCO et al. 2011-2012: 548) y por otra parte “incluso cabría preguntarse, ¿querrían estos núcleos [los indígenas] tal promoción” (CAMPOS CARRASCO et al. 2011-2012: 549). Un interrogante acaso más interesante para el caso que nos ocupa es el que lanza el profesor Domíngez Monedero acerca del panorama saguntino justo en los albores del casus belli que motivó la Segunda Guerra Púnica: “¿podríamos pensar que los griegos residentes en (alguna parte del territorio de) Sagunto, ante la fundación de Cartago Nova, hubieran podido presionar, dentro incluso de la ciudad ibera, para facilitar la alianza con Roma? ¿Pudo eso haber provocado un conflicto interno dentro de la ciudad entre partidarios de esa decisión y los contrarios?” (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 2011-2012: 401). Más allá de su carácter circunscrito al tema que se aborda en el ensayo del que provine esta pregunta, ofrece los elementos clave: influencia del contexto externo, multiplicidad de posiciones y participación de elementos ajenos a la comunidad. La elección de tales preguntas, aun suponiendo fragmentos descontextualizados, no ha sido gratuita porque contemplan el papel activo que juegan todos los elementos que componen el complejo mosaico hispano entre los siglos III y I a.C. De la narración de Polibio parece desprenderse una concepción de espacios o entidades complementarias, el de Megalópolis hace referencia tanto a ethne como poleis (Plb. III, passim); términos que probablemente reflejan realidades distintas pero complementarias. En realidad, un análisis detallado de las fuentes de las que disponemos, apartado el velo del prejuicio emanado de la historiografía tradicional, nos revela un panorama muy lejano al “bárbaro indígena”. Cierto es que Roma se proyecta y se ve a sí misma como “el principal pueblo del mundo” (Liv. XLII, 39) y por lo tanto su discurso a partir del s III a.C. siempre se basará en la premisa de su superioridad (TORREGARAY PAGOLA, 2011: 23; cf. SÁNCHEZ MORENO & AGUILERA 10

DURÁN, 2013); sin embargo ésta no deja de ser la concepción romana desde la cual el resto de pueblos –excluyendo a los civilizados griegos y, tal vez, a los egipcios– son contemplados bajo el estereotipo de la barbarie5. Sin embargo el estudio desmitificado de estos pueblos –pues hay que recordar que tan acientífica como es la visión romana y la historiografía heredada de ésta, también lo es la emanada del ideal romántico de la “resistencia indígena” patrocinada por las corrientes nacionalistas decimonónicas– nos lleva a dos conclusiones clave. En primer lugar no se puede generalizar sobre la actitud de los pueblos indígenas en tanto que cada uno de ellos desarrolla unas actitudes particulares y concretas, vinculadas a sus intereses. En segundo, se hace preciso reformular la naturaleza de estas gentes. Las reacciones postcolonialistas a la construcción imperialista de la historia han pretendido huir de términos tales como “indígena” por considerarlos peyorativos; por nuestra parte no creemos que estos sean inapropiados pues cumplen con su cometido de identificar a una parte de los interlocutores, no obstante, se hace preciso aclarar que nos limitaremos en su uso a la definición pura del término (del lat. indigĕna: inde + gens) sin valoraciones añadidas. Como bien han reflejado algunos autores, la posición de estos pueblos dista mucho de ser unilineal, rígida e inamovible; al contrario se caracterizan por la constante adaptación a los cambios de contexto. En palabras de Sánchez Moreno “en líneas generales, las comunidades locales se mueven más en un horizonte de ambivalente y mutable negociación que de abierta y estanca oposición a Roma” (SÁNCHEZ MORENO, 2011: 99). Pero es que además, la contemplación de aspectos internos de estas sociedades revelan una realidad distinta al tópico de bárbaro por antonomasia; el análisis de sus estructuras internas, de sus mecanismos de interlocución, de su praxis bélica, de su desarrollo urbanístico y de su cultura material demuestra que “las guerras que Roma desarrolla en la Península Ibérica […] son, en esencia, una pugna contra ciudades, no contra tribus” (SÁNCHEZ MORENO, 2011: 101). Es decir, se trata de comunidades en un nivel de desarrollo avanzado que cuentan con una organización y una estrategia coherente. De hecho algunos investigadores apuntan a que existen síntomas locales de inminente protoestatalización –o al menos de sociedades de jefatura

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Concepto entendido aquí bajo su significado del periodo republicano, directamente heredado de la concepción griega del término. Es decir, entendiendo como “bárbaros” aquellos pueblos extranjeros ajenos por lengua y ordenamiento socio-político a la cultura romana –o mejor dicho, latina–. No se trata, pues, aún del tópico de bárbaro que adquirirá especial fuerza en época imperial, sobre todo a partir del s. II d.C.

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complejas– en un territorio tradicionalmente no vinculado a las más tempranas colonizaciones como es la actual costa catalana en épocas tan remotas como la Primera Edad del Hierro (s VII-VI a.C.), aunque sin duda de manera aislada (GARCIA I RUBERT et al., 2015: 447-448); por lo que, creemos, debemos dejar definitivamente de lado la visión cada vez más superada de Iberia / Hispania como territorio incivilizado hasta la llegada de los colonizadores-conquistadores6. En el s IV a.C., la institución de la clientela que había operado como elemento esencial en las relaciones comunitarias y gentilicias de los íberos se expande ahora también a un ámbito mayor, afectando a las relaciones entre los oppida (RUÍZ, 1998b: 297); esto unido al afianzamiento de las estructuras de dependencia en torno a las élites que definen una “organización social de clases” pone las bases para la génesis de los estados arcaicos que se definen a partir de la segunda mitad del siglo III a.C. (SANTOS VELASCO, 1998: 403). No obstante, no cabe duda de que la presencia de gentes exógenas, especialmente de la potencia púnica intensificó enormemente la evolución interna de estas comunidades. Que los pueblos íberos no acabasen cristalizando en estados de corte helenístico no quita que entre los s III y I a.C. fueran recibiendo una serie de aportes culturales importantes que incidieron sobre aspectos abstractos (concepción del poder, milicia) y materiales (iconografía de la autoridad, arquitectura representativa, elementos suntuarios de prestigio) (QUESADA, 2002-2003: 89). El estudio del caso lusitano en tiempos de Viriato, por ejemplo, revela la existencia de unas complejas estructuras entre la symmachía y el protoestado insertas sin lugar a dudas en las mecánicas de actuación pan-mediterráneas y conocedoras de las instituciones y mecanismos del derecho internacional (ius gentium). Tal complejidad no parece tener un surgimiento local aislado, sino que ha de ser contemplado en el marco de una fuerte influencia bajo la etapa Bárquida durante la cual las élites lusitanas habrían experimentado un aprendizaje por aculturación. La conclusión resultante es que la guerra viriática no es “una pugna contra bizarros bandoleros lusitanos”, sino un “enfrentamiento de la Res Publica con una liga de resistencia […] tan nutrida como heterogénea” (SÁNCHEZ MORENO et al., 2012: 1253) y que la Lusitania de entonces 6

Al respecto creemos interesante señalar aquí, aunque sin entrar en ello, la propuesta interpretativa de desarrollo basada en el Modelo Complejo de Interacción (Complex Interaction Model), en oposición al Modelo Centro-Periferia. vid. FERRER ALBELDA et al., 2001-2002: 280, nota 5; GRACIA ALONSO, 1995.

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no era un territorio poblado por gentes desordenadas, bárbaras o inclinadas al caos ya la revuelta, sino que estaba complejamente articulado en un entramado en el que distintas entidades (a saber: ciudades-estado, ethne y symmachíai) actuaban como interlocutores activos posicionándose y actuando conforme a sus intereses particulares, en fin siendo protagonistas del fenómeno histórico en el cual estaban imbuidos: el proceso de integración en la órbita helenístico-romana. Lo prolongado y costoso del proceso de conquista7 de la Península Ibérica sólo se puede asumir y entender considerando que Roma topó con una oposición –o mejor dicho, múltiples– relativamente bien organizada y con capacidad suficiente de acción, negociación y defensa de, y a partir de, unas estructuras sociopolíticas eminentemente autónomas pero capaces, a su vez, de constituir confluencias de notoria magnitud (symmachíai) (SÁNCHEZ MORENO, 2011: 102; para el caso celtíbero cf. PÉREZ RUBIO et al., 2013). Estas unidades políticas, de mayor o menor escala, están relacionadas entre sí y no siempre por vínculos amistosos. En el siglo IV a.C., momento de consolidación de las estructuras culturales ibéricas, asistimos a un panorama de inestabilidad y episodios violentos en los cuales los oppida se encuentran en pleno proceso de definición territorial8. No en vano la visión tradicional de la resistencia hispana vino condicionada por el tópico polibiano de ἔθνος πολεμικόν9. Creemos importante tener esto en cuenta porque cuando Cartago y Roma hagan acto de presencia en la Península, la actitud de las diferentes comunidades no responderá a meros caprichos ante el invasor, sino que, sin duda alguna, habrá de estar condicionada también por un largo historial de intereses heridos o conflictos irresueltos. Los hechos que nos relatan las fuentes son contados por unos autores que no pueden escapar a pesar de los intentos –si es que los hay– de una visión filorromana y helénica –por no decir abiertamente “romanocentrista”10–. Pero esta dificultad metodológica en la aproximación histórica no nos puede hacer obviar el hecho de que cada comunidad procurase en cada momento aquello que más le conviniese, del mismo modo en que lo harían las comunidades de otras regiones (véase 7

No obstante hay que indicar que también jugaron un papel decisivo en ello las complejas dinámicas de la aristocracia republicana romana: las pugnas entre las factiones, las aspiraciones de la nobilitas, los esfuerzos llevados a cabo en otras regiones de mayor interés, especialmente en el Oriente, etc. 8 Baste como ejemplo el caso de Contestania y Edetania, vid. ARANEGUI GASCÓ, 2010: 690 y ss. 9 Denominación a propuesta de Andreotti (2002-2003: 40) 10 Ya supra hemos hablado del epíteto que da Livio al pueblo romano, populi principis terrarum ómnium (Liv. XLII, 39).

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Italia, Grecia o la Galia11). Aun sin trasladarse de marco espacial, bastaría contemplar la actitud de las comunidades púnicas en Iberia; el revisionismo de autores como Ferrer Albelda invita a pensar en que la presencia cartaginesa en la Península no habría de ser entendida como resultado de un imperialismo expreso (no al menos hasta época Bárquida), sino más bien bajo un concepto como “epicracia, entendido como influencia, hegemonía” (FERRER ALBELDA et al., 2013: 110), teniendo en cuenta que “la idea principal no es que Cartago fuera el único interlocutor interesado en el área meridional de Iberia, sino que las propias ciudades-estado púnicas estaban especialmente motivadas en no prescindir de la protección que dichos tratados [los polibianos entre Roma y Cartago] les proporcionaban”(FERRER ALBELDA et al., 2010: 536). Por nuestra parte creemos que esta visión es asimismo homologable a la relación de la propia potencia púnica con las comunidades indígenas por una parte, y de éstas con la potencia latina a partir del s III a.C. El objetivo que nos hemos impuesto es, como ya hemos señalado, hacer una aproximación al potencial de las élites hispanas en esta interacción con Roma. Se hace preciso, en esta tesitura, hablar de diplomacia. Antes de nada hay que señalar que para el mundo antiguo no existe ningún término que actúe como significante de tal acepción12. La referencia en lengua latina más parecida a la actividad diplomática es la de legatio, pero su significado es tan amplio que su validez es relativa. Nos decantamos, de acuerdo con la profesora Torregaray (2011), por el término castellano, mas es preciso señalar que mientras lo usemos hará referencia a una realidad doble: en tanto que interacción “pacifica”, por un lado, entre Roma y las entidades socio-políticas con las que tuvo contacto (y entre estas últimas entre sí); y a la vez como forma de comunicación política entre los interlocutores señalados. Además se hace preciso puntualizar que la diplomacia en la Antigüedad operaba de una manera profundamente distinta a como funciona en la actualidad y, de hecho, podríamos hablar de praxis “diplomáticas” entre comunidades insertas en el mismo Estado –algo impensable hoy en día–. Así podemos definir la diplomacia en el mundo antiguo como cualquier actividad 11

Caso particular además para el que contamos con un relato directo de estas cuestiones en el De bello Galico cesariano, y que no creemos insensato tomarlo como referente –con todas las pertinentes cautelas– para satisfacer en parte ese vacío que sufrimos en el caso de la Península, como propone García Riza (2009: 48). 12

Los términos latinos o griegos empleados no reflejan de hecho una metodología concreta, comparable a la actual. A propósito de esta cuestión vid. TORREGARAY PAGOLA, 2011: 15-17.

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que rige la comunicación entre dos comunidades: bien a nivel internacional, bien entre el centro de poder y las comunidades dependientes. Se hace preciso tener presente que el mundo romano carece, al menos durante la República, de una teoría política concreta sobre las relaciones internacionales; y, en paralelo, no existe un término abstracto en particular para referiste a la actividad diplomática, en contraste con otros ámbitos (bellum, religio, Res Publica). Frente a Oriente, el mundo helenístico, con una tradición diplomática mucho más consolidada, el Mediterráneo Occidental se inserta entre los s. III y I a.C. en unas dinámicas en las que la diplomacia se encuentra en un estado embrionario, hecho que no será distinto en el caso de Roma y de las comunidades que con ella se relacionan. Hay que tener presente además, que son las élites las que detentan en todo momento el control y dominio directo sobre las relaciones diplomáticas –esto es, políticas–. Es más, por nuestra parte creemos que en gran medida puede aseverarse que la diplomacia en el mundo antiguo consiste en la actividad comunicativa e interactiva entre las pertinentes clases dominantes de las comunidades13. Y que, por lo tanto, la praxis diplomática, como cualquier otra, estará regida por las mismas pautas y principios que rigen el resto de la actividad oligárquica. 3- El papel de las élites en la comunidad: planteamiento teórico-antropológico. Robert Michels habría de formular entre las consideraciones finales de su obra magna la siguiente conclusión: “La ley sociológica fundamental […] puede formularse más o menos así: la organización es lo que da origen a la dominación de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegantes. Quien dice organización dice oligarquía.” (MICHELS, 1972: 189) A lo largo de su obra Los partidos políticos, el sociólogo y politólogo alemán desarrolló una serie de argumentos orientados a enunciar lo que ha venido a considerarse la ley de hierro de la oligarquía (Iron Law of Oligarchy), la cual “es la única que, en el ámbito de las ciencias sociales, se cumple con la misma fatalidad con que se cumplen las leyes 13

Es esta una cuestión discutible para aquellas culturas en el que el que la concepción abstracta de “Estado” o “Soberanía" está desarrollada en un notable grado (poleis griegas, Cartago, Roma); sin embargo parece evidente en el caso de comunidades con un índice de desarrollo estatal menor o aún embrionario. Los episodios aludidos por Polibio y Tito Livio especialmente referentes a las relaciones entre los reyezuelos íberos y los respectivos generales púnicos y romanos evidencian una naturaleza personalista en los tratos, los vínculos son eminentemente de naturaleza privada (ROLDÁN HERVÁS, 1993: 25; OLMOS, 2002-2003: 265-269; SÁNCHEZ MORENO et al., 2012: 1255).

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propias de las ciencias naturales” (CAPARROS VALDERRAMA, 2008: 212). Pues aunque como evidencia el título del ensayo, Michels centró su análisis en el funcionamiento interno de los partidos políticos, él mismo asegura que el fenómeno “es común tanto en el partido como en el Estado” (MICHELS, 1972: II, 29). Por lo que respecta al trabajo que nos ocupa, a pesar del carácter y la naturaleza de su obra y de los enfoques y objetivos que mantenía Robert Michels, creemos que las teorías sociológicas de este autor son válidos instrumentos de gran utilidad para el estudio de las sociedades antiguas y de su funcionamiento interno; siempre previo requerido esfuerzo de extraer las tesis esenciales de un estudio orientado al análisis de la democracia moderna. Duda no nos cabe de que la aproximación sería mucho más evidente en aquellas sociedades que conocemos en mayor profundidad; sin embargo no le resta utilidad el carácter protohistórico de las sociedades que son objeto de este trabajo. Es más, nos decantamos por creer que la elaboración de un supuesto teórico como marco de interpretación antropológica puede resultar una aportación interesante y complementaria para la lectura del resto de fuentes: arqueológicas y literarias de las que disponemos. Hemos de partir de la premisa, la obviedad no resta lugar a la conveniencia, de que las sociedades antiguas son esencialmente de estructura oligárquica14, es decir el organigrama social se caracteriza por estar jerarquizado piramidalmente, en cuya cúspide se halla un reducido grupo –más o menos amplio, en función del caso– de individuos en una proporción muy menor en comparación al resto del conjunto poblacional. En sociedades de este tipo operan múltiples dinámicas que la antropología ha tratado de sistematizar en principios o “leyes” más o menos generales. En nuestro caso nos centraremos en algunas de aquellas que tienen su incidencia sobre la cúspide social, especialmente en la mencionada ley de hierro de la oligarquía. Esta ley aborda amplias cuestiones las cuales, para tratarlas con el detalle que se merecen, requerirían de una amplia disertación que no ha lugar. No obstante podemos sintetizarlas en la siguiente premisa: en toda organización se tiende –de una forma más o menos natural e inconsciente–, por una confluencia de factores técnicos y psicológicos, a la paulatina concentración de poder en un grupo reducido de individuos,

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Conviene apuntar que nos ceñimos en el uso de este término a su significado etimológico, no adscribiéndole las connotaciones peyorativas que adquiriría de la interpretación aristótélica del concepto como deformación de la aristocracia (Arist. Política, III, 1279a-1280a).

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los cuales tienden a monopolizarlo de una manera crecientemente hermética dándose un proceso de vinculación personal entre dicho individuo y dicho poder. Por nuestra parte creemos que es posible aseverar que la ley de hierro de la oligarquía, si bien hace en principio expresa referencia a las dinámicas del poder –en particular–, puede comprenderse como uno de los elementos que operan en el complejo juego de dinámicas sociales –en general– internas de una comunidad jerarquizada. En toda comunidad no igualitaria operan tendencias contradictorias de equiparación (homogenización) y distinción (heterogenización). Del primer tipo es la que se ha venido a llamar “teoría de la emulación social” o “emulación social” sin más; la cual plantea que en todo grupo social o comunidad en el que exista una estratificación, existirá una serie de elementos de diversa índole o naturaleza –generalmente es más apreciable en objetos (cultura material)– que operarán como motor dinamizador de esos grupos sociales, generando unas fluctuaciones culturales en base a su valor inherente o atribuido (prestigio) en tanto que funcionan o son utilizados como elementos segregadores y diferenciadores. Así las élites sociales se apropian de, y hacen símbolo suyo, un determinado objeto o actitud; de esta forma el grupo superior se distingue del resto. Las clases inmediatamente inferiores tenderán, en su afán de promoción social, a apropiarse también de este elemento, y hacerlo asimismo suyo con el fin de equipararse a las élites. Cuando esta actitud se generaliza y el elemento pasa a estar presente de manera generalizada en amplias capas de la sociedad, éste pierde su valor segregador. Entonces se hace preciso para las élites procurarse de un nuevo elemento de prestigio, que sustituya al anterior en sus funciones significativas15. Esta fluctuación es habitualmente más rápida en ciertos aspectos o patrones culturales que en otros, y posiblemente la ética aristocrática, es decir, el ethos que rige la actitud del grupo superior y lo distingue –en su proyección particular en cada lugar, momento y cultura–, es de los elementos más resistentes a su asimilación por parte de agentes ajenos a aquellos por y para la que ha sido gestada. Y es que toda élite tiende a desarrollar para sí un código ético que regule sus pautas de actuación y que, al mismo 15

Este fenómeno es especialmente visible en el estudio diacrónico de los ajuares funerarios, por ejemplo. Para un desarrollo y reflexión del tema vid. MORRIS, 1987: 15 y ss. Particularmente y como ilustrativa explicación gráfica de la teoría: op. cit..: 16, figura 5.

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tiempo, sirva como elemento diferenciador frente al resto del cuerpo social. Más allá de la autorrepresentación, proyectada para reconocerse en el semejante y distinguirse del otro a través de cierto tipo de vestimenta, accesorios, objetos decorativos, armas e incluso del propio discurso político y el programa iconográfico artístico; existe un segundo plano, centrado en un discurso teorético, que combina el factor de legitimación con el de la segregación. Si recorremos brevemente el tiempo y el espacio no nos faltarán ejemplos que verifiquen esta premisa; con mayor o menor intensidad toda clase o estamento privilegiado ha desarrollado un discurso que acapara y hace propios y definitorios una serie de patrones culturales, siendo más exigentes y herméticos generalmente cuando se trata de grupos cerrados y menos propensos a la movilidad social y a la inclusión de nuevos miembros en el grupo superior. Desde el bushidō de la tradición japonesa hasta la moral victoriana de la Inglaterra del XIX, pasando por la areté griega o el ideal de caballería medieval, no es raro encontrarse en cada sociedad un código ético reservado – y acaparado– por y para la clase dominante. El discurso teorético de la aristocracia, el ethos, es uno de los instrumentos que operan en mayor medida en sentido opuesto a la tendencia de la emulación social, y de hecho componen parte sustancial del discurso legitimador de las élites y de su posición dominante. De hecho este discurso opera como expresión –y justificación– de las cuestiones técnicas que aboga R. Michels como causa de la tendencia a la oligarquía (MICHELS, 1972: I, 67-89, passim). Evidentemente se hace harto complicado, si no imposible, estudiar este discurso teorético en el caso de sociedades ágrafas o cuya escritura no llegamos a comprender, como es el caso del mundo ibérico en particular y de los distintos pueblos hispanos en general. Se hace preciso entonces una aproximación a este discurso a través de los restos materiales y representaciones conservados; tarea, sin duda, difícil que la arqueología ha tratado de abordar con más o menos éxito. Sin embargo, remitimos a las palabras de García Cardiel para justificar que en absoluto es un despropósito pretender una aproximación a través de la huella material pues se ha “demostrado hasta qué punto la ideología se materializa, esto es, se plasma en una serie de artefactos materiales que contribuyen a difundirla y a consolidarla; y hasta qué punto son los propios artefactos, la propia iconografía, la que no sólo difunde sino que crea mensajes ideológicos. La vieja tesis de que la ideología es consecuencia del orden material y se crea para justificarlo debe ponerse, pues, en entredicho. La materialidad crea ideología, y la 18

ideología crea materialidad. Y, por consiguiente, el historiador puede acceder a la ideología de las sociedades estudiadas a través de su materialidad, incluso aunque estas no nos hayan legado textos, incluso si sus textos, como los ibéricos, no pueden traducirse por el momento” (GARCÍA CARDIEL, 2014b: 641). No obstante, esta aproximación limitada prácticamente desde la perspectiva arqueológica dificulta sensiblemente la tarea y proporciona unos resultados que no pueden observarse más que como hipotéticos (QUESADA SANZ, 1997: 209). En el caso particular de los estudios ibéricos se da la paradoja de que no se estudia cómo las artes plásticas reflejan una determinada concepción de poder, sino qué concepción de poder existió deduciéndolo a partir de las manifestaciones plásticas disponibles. Toda sociedad funciona como un cuerpo orgánico relacionado con el entorno y el contexto en el que se encuentra16. De tal forma, el marco cronológico y espacial define unas circunstancias que condicionan –si no determinan– la estructura interna de una comunidad. Este marco cronológico-espacial implica una serie de elementos (legado cultural precedente, aportaciones exógenas, innovaciones emanadas por evolución interna, etc.) que operan y actúan sobre las estructuras existentes. Aludimos aquí a las oportunas palabras de Cerdeño et alii: “Es evidente que todas las sociedades evolucionan por sí mismas con mayor o menor rapidez, pero también es cierto que las relaciones y contactos exteriores mantenidos por cualquier grupo contribuyen a activar y agilizar esos procesos de cambio” (CERDEÑO et al., 1999: 263). Los citados elementos generan unas determinadas estructuras sociales, o modifican las existentes. Ha lugar aquí retornar a nuestra premisa fundacional: las sociedades antiguas son esencialmente de estructura oligárquica. Toda sociedad jerarquizada implica una organización y esta organización pivota en torno a la cúspide social conformada por las élites. Éstas pueden haberse desgajado del cuerpo social por diversas causas: segregación económica, militar, etc. En las sociedades antiguas parece que se da una confluencia de ambas17. Sin embargo, “una estructura de poder no puede sustentarse simplemente sobre el pilar de la coacción, sino que necesita convencer a una parte de su base social” (GARCÍA CARDIEL, 2014: 160); para esta tarea las élites han de construir un discurso que las legitime y a la vez las defina frente al resto de la sociedad –la élite 16

Vid. Anexo: Esquema. “Las élites en el seno de una comunidad”, p. 44 No es oportuno entrar a valorar la cuestión de la hipotética relación necesaria entre ambos: si son los poseedores de la riqueza los únicos capaces de detentar –es decir, costear– el ejercicio de las armas. 17

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no deja de ser una construcción en gran medida identitaria, para lo que se hace preciso oponer una alteridad–. Este discurso consiste en una autorrepresentación con, al menos, una doble proyección: por una parte un discurso interno, orientado a la propia comunidad que justifique la jerarquización social, el orden de cosas y el ejercicio del poder por parte de esa élite; por otra, un discurso externo orientado a los elementos ajenos a la comunidad y destinado a proyectar una imagen de sí mismos hacia fuera, imagen que representa a las élites pero que se proyecta como imagen por extensión de toda la comunidad18. Este último se hace más significativo en tanto que son las élites las que regulan y controlan las relaciones de índole “diplomática” como ya hemos señalado arriba. No obstante no creemos que se trate de dos discursos diferentes –el interno y el externo– tanto como de dos proyecciones del mismo discurso, las dos caras de una misma moneda. Este discurso consta de una secuencia lógica en la cual una serie de premisas se articulan confeccionando un todo unitario por lo que es difícil encontrar un punto concreto de partida. Creemos, a pesar de estas dificultades, en que se puede establecer el principio en la lectura de la memoria social, entendida como la expresión de la experiencia colectiva. Este “pasado” ha de concordar con el estado de cosas, por lo tanto se hace preciso reinterpretarlo y reconstruirlo constantemente para que ambos (presente y “pasado) encajen, en tanto que es una herramienta “ineludible para el poder político” (GARCÍA CARDIEL, 2014: 161). La memoria social, en fin, alberga la cosmovisión de la comunidad porque ese “pasado” explica el statu quo y lo legitima. Se hace preciso en el discurso definir unos límites para cada uno de los elementos que lo componen y que – creemos– se pueden resumir en: Yo, Nosotros, lo Otro. Estas percepciones identitarias surgen evidentemente por contraposición: por una parte, el Yo (referido al aristócrata poseedor del discurso) frente al resto que no son aristócratas; por otra, el Yo acaba fusionándose con el resto frente a la alteridad: lo Otro. El discurso identitario de una comunidad siempre se constituye sobre la base de la xenofobia entendida como el rechazo, el miedo a todo lo ajeno a la comunidad; ello no implica una concepción peyorativa del extraño, ni una repulsa en el sentido que guarda la palabra hoy en día. Sin embargo todos los elementos ajenos a la comunidad se supeditan –al menos a priori– a

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A este respecto aludimos como magnífico ejemplo al caso de Roma. Vid. TORREGARAY PAGOLA, 2009.

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la abstracción de la alteridad misma: todo lo que no es Nosotros19. Esta alteridad por ser contraposición inherente a la comunidad es entendida como un riesgo, una amenaza. El discurso por lo tanto se construye en torno al miedo, “una de las fuerzas más poderosas de cuantas condicionan el comportamiento humano” (GARCÍA CARDIEL, 2014: 161). Frente a esta amenaza el aristócrata (el Yo del discurso) se proyecta a sí mismo, se autorrepresenta, como el único capaz de dar una solución; es, en fin, el protector, el salvador de la comunidad. Este discurso no admite una colegialidad, es decir no puede haber “dos (grupos de) protectores”, ni puede asimismo haber un discurso alternativo que contradiga éste. Por lo tanto se hace preciso que la élite monopolice la capacidad discursiva y, a la vez, que patrocine su discurso hasta hacerlo incuestionable; es decir, la ideología dominante no ha de ser meramente aceptada, sino compartida, asumida, aprehendida hasta quedar completamente integrada en el habitus de los individuos y, en suma, en el imaginario colectivo de la comunidad. El resultado ha de ser una cosmovisión que se asuma como necesaria, es decir que sea inconcebible que pueda no ser, o ser de otra forma. A la vez que se da este monopolio en el discurso, la élite monopoliza también “la información y los conocimientos (técnicos), […] se hace permanente, sin que parezca posible una renovación frecuente de sus miembros, lo que significa la profesionalización del liderazgo” (CAPARRÓS VALDERRAMA, 2008: 212; vid. también ELIADE, 1972: 53). Hemos expuesto supra lo que creemos que puede tomarse como las directrices fundamentales y esenciales de un discurso de legitimación oligárquica. Su imprecisión es lo que posibilita precisamente su adaptación a las necesidades: cualquier suma de individuos puede ser entendida como el Nosotros en medida más agregativa o excluyente en virtud de la coyuntura contextual; la Alteridad puede ser –como veremos infra– más o menos abstracta, más o menos “peligrosa”; el “Yo” puede ser más o menos restrictivo, adecuándose a un régimen monárquico u oligárquico; etc.

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Al respecto, y aunque se escapa ciertamente del ámbito de nuestro trabajo, no podemos dejar de aludir a ciertas reflexiones en torno a los pactos de hospitalidad en la arcaica República romana: “en cualquier caso hay que tener en cuenta que las nociones de enemigo, extranjero y huésped, que para nosotros designan tres realidades bien diferenciadas, presentan no sólo en latín sino en todas las lenguas indoeuropeas, estrechas conexiones: al hombre libre, nacido en un grupo, se opone el extranjero que es a priori un enemigo, aunque susceptible de convertirse en huésped si se establecen con él relaciones de hospitalidad, o en esclavo si se le captura en la guerra” (BALBÍN CHAMORRO, 2006: 217).

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“Una clase, considerada en su conjunto, nunca cede espontáneamente sus posiciones ventajosas”, aun sin negar que “en los diversos estratos de las clases dominantes y pudientes hay diferencias considerables en el grado en que se desarrolla este egoísmo de clase” (MICHELS, 1972: II, 43). Partiendo de tal premisa –a menudo verificada por la Historia misma– no es de extrañar que, ante un cambio en el contexto, busquen permanentemente su supervivencia de clase, es decir el mantenimiento de su posición acomodada y sus privilegios. “Quien tiene el cargo de delegado adquiere un derecho moral a ese cargo”, sentencia R. Michels, “una lección realizada para un propósito definido adquiere una trascendencia vitalicia. La costumbre se hace un derecho. Quien ha desempeñado durante cierto tiempo el cargo de delegado termina por considerar que ese cargo es propiedad suya” (op cit.: I, 90). Obviemos por un segundo que el sociólogo alemán está hablando de representantes en el seno de partidos políticos del s. XX –ya arriba hemos mencionado la necesidad de extraer las cuestiones esenciales eliminando los velos de la naturaleza de su obra–. Más allá de la autopercepción de las aristocracias ibéricas de su legitimidad –y hablamos de su percepción sincera–, lo que está claro es que alterado el statu quo, cuando el discurso teóricopolítico ya no sirve para legitimar su posición, el aristócrata es incapaz de asumir un cambio de estado en su posición; no puede tolerar ni moral ni anímicamente la pérdida de su distinción de su exclusividad y privilegio. Llegado ese momento ha de reinventarse, o mejor dicho, reinventar su discurso. La maleabilidad de éste se lo permite. Es más, no es de extrañar que durante algún tiempo ambos discursos (el viejo y el nuevo) convivan; hasta que el más reciente cale completamente en el habitus colectivo y sustituya al anterior. Además las oligarquías acaban por equiparar, en un proceso complejo de asimilación, sus intereses con los intereses de la organización (MICHELS, 1972: II, 29; CAPARRÓS VALDERRAMA, 2008: 210-212) –esto es, en el tema que nos ocupa: la comunidad en su conjunto–, por extensión podemos aducir que interpolan el bienestar de la comunidad con el suyo propio. Es decir, el posicionamiento del aristócrata estará motivado y orientado a garantizar la permanencia del statu quo social, o como mínimo, de un ordenamiento en el que se mantengan la mayor parte de sus privilegios. Desde su posición de liderazgo las élites, pues, dirigirán una política diplomática de acuerdo con lo que desde su perspectiva entiendan como mejor para su posición y por extensión para el conjunto de la comunidad. Cierto es, no obstante, que existe una cierta 22

fundamentación en absoluto ciega o corta de miras a la hora de asimilar el interés de su grupo social –llamémoslo interés de clase– con el de la comunidad por una serie de cuestiones evidentes que, sin embargo pueden por obvias ser pasadas por alto. Se hace preciso, primero, que, en efecto, el posicionamiento de la comunidad (resistencia, enfrentamiento, negociación, pacto) dé garantías de conservar no sólo la propia seguridad de la élite, sino del resto del cuerpo social sobre el que la aristocracia ejerce su poder e influencia y sin la cual su preeminencia social es –por razones obvias– inexistente; es decir, debe asegurar la supervivencia de la comunidad en su conjunto. Por otra parte es necesario que este posicionamiento garantice además el mantenimiento más o menos inalterado de las estructuras sociales teniendo en cuenta que es un pilar fundamental de toda comunidad y Estado la voluntad de perpetuar éstas. “Wagner (G. WAGNER et al., 1996: 141) define el estado como „el marco que alberga los mecanismos de control destinados a impedir el desmembramiento social germinado en los conflictos de clase‟, lo cual supone la existencia de clases y de una coerción física e ideológica, teniendo en cuenta que „la ausencia de ciudades no implica la ausencia de estado‟ ” (GARCÍA CARDIEL, 2008: 20). Expuesto lo anterior, vemos adecuado proceder a aplicar este supuesto antropológico al estudio de las élites ibéricas. 4- Las élites hispanas prerromanas: autorrepresentación y realidad social. No pretendemos dar una visión diacrónica, pero sí asumiremos la propuesta –la presentada por Almagro-Gorbea (1996) y la más generalizada, creemos, a día de hoy entre los investigadores– sobre las sucesivas concepciones de poder en el mundo ibérico que establece una transformación de la monarquía de tipo sacro del Periodo Orientalizante, a otra de tipo heroico (s. V a.C.) y posteriormente su sustitución por una aristocracia guerrera (s. IV a.C. en adelante); abordando concretamente las dos últimas. Se nos presenta tarea harto imposible exponer aquí adecuadamente, con la profundidad y detalle que tal empresa requeriría, todos los aspectos concernientes en torno a la autorrepresentación de las élites ibéricas. Amplia y exhaustiva es la bibliografía al respecto20. Por ello nos limitaremos en este apartado a bosquejar de modo muy sintético algunos de los aspectos que creemos fundamentales de esta autorrepresentación.

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Cf., por ejemplo, ARANEGUI GASCÓ, 1996; 1997; OLMOS, 1998; 2002-2003; QUESADA SANZ,1997; RUÍZ RODRÍGUEZ; UROZ RODRÍGUEZ, 2013.

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Como hemos expuesto en el apartado anterior esta autorrepresentación se proyecta en un doble discurso. Por una parte, el aristócrata aspira a distinguirse del resto de la comunidad, aquellos que no son sus iguales. “La imagen comienza siendo, pues, un medio de comunicación entre príncipes y aristócratas. Es signo distintivo y exclusivo de una alta clase, un modo de relacionarse, de identificarse los poderosos, primero entre sí; luego, como afirmación de privilegio frente a los demás. Aglutina, sanciona sacralmente, distingue, prolonga el alto status de

” (OLMOS, 1997:

257). Por otra, se comunica como elemento necesario, imprescindible. El aristócrata ibérico se presenta a sí mismo como defensor de la comunidad frente al Mal. Este mal como concepto abstracto de la Alteridad –aquello que no es la comunidad– se materializa, según el momento, en diversas realidades: la Naturaleza, el rival, la comunidad enemiga, el invasor, etc. (GARCÍA CARDIEL, 2014). En el primer caso el aristócrata pasa a ser un salvador, una suerte de “héroe civilizador”, un evergeta –no en esta ocasión por una aportación económica o material, sino por su entrega bajo propio riesgo de enfrentarse al peligro–. En el segundo, es aquel que presenta batalla ante los ejércitos enemigos. Es en ambos casos un guerrero –siendo la guerra una actividad muy vinculada a la consideración y prestigio de la persona social (QUESADA SANZ, 2009: 126)–. Ambas representaciones son habituales y más o menos sincrónicas a lo largo del periodo ibérico. Tenemos ejemplo de ello en los grandes conjuntos escultóricos pertenecientes a distintos periodos: Pozo Moro, Porcuna, Huelma, etc. Sin embargo sí parece que los comunicantes se decantaban en mayor o menor medida por una de ambas según el contexto, como veremos más adelante. No obstante el carácter limitado, disperso y fragmentario de fuentes arqueológicas –incomparablemente menor al de otras culturas, ya no sólo como Grecia o Roma, sino también como Asiria, Egipto, o incluso el mundo etrusco– nos ha de hacer mantener cierto grado de prudencia –que no escepticismo– en torno a unas consideraciones que no pueden transgredir lo hipotético. Por citar un aspecto, sólo podemos suponer qué consideraciones encerraba la memoria social vinculada a un lugar tal como, por ejemplo, el conjunto escultórico de Cerrillo Blanco de Porcuna (Jaén): ¿Cuál era su capital simbólico? ¿Por qué se destruyeron? ¿Qué significado guardaba o de qué forma se recordaba? (GARCÍA CARDIEL, 2012b: 289-290)21. Afortunadamente la acumulación bibliográfica que se ha venido dando durante las tres últimas décadas 21

A propósito de este caso particular vid. ZOFIO FERNANDEZ, S. & CHAPA BRUNET, T., 2005

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sumada a la reflexión colectiva y los aportes de numerosos autores hacen posible acometer el atrevimiento de la tarea que nos ocupa por estar, como decía Bernard de Chratres, “a hombros de gigantes”. La iconografía ibérica no puede contemplarse desde nuestros parámetros cognoscitivos. No podemos por tanto tratar de interpretar lo que vemos a partir de los prejuicios y concepciones de nuestra época (OLMOS, 1997). Hay que tener en cuenta varios aspectos. En primer lugar la imagen figurativa, que es patrimonio exclusivo de las élites, no se destina a representar situaciones anecdóticas o episodios eventuales, sino que representa arquetipos: “lo modélico, lo legendario y ahistórico” (GARCÍA CARDIEL, 2014: 162). No es una iconografía destinada a reproducir la realidad inocentemente –a modo de espejo– sino que la crea. Por otra, la interpretación de los elementos representados no puede realizarse encajándolos en nuestras categorías: a saber, por ejemplo, la ambigüedad de los signos (¿vegetación o mar?), su continuidad y contigüidad sin límites precisos entre los distintos elementos, etc. Seguimos a Olmos cuando propone que la relación interna de los elementos que conforman la plástica ibérica de piezas tales como los vasos singulares evoca “metamorfosis” y que éstas a su vez remiten a una relación estrecha entre el surgimiento de la naturaleza y la historia de los antepasados y la comunidad (OLMOS, 1998: 151-154); es decir constituirían esencialmente reminiscencias de un mito fundacional (ELIADE, 1972: 30 y ss.). Tesis que no se muestra incoherente si tenemos en cuenta el carácter y la funcionalidad de los vasos singulares; destinados seguramente a ser mensajeros de la legitimidad de las élites en un momento en que éstas debían reinterpretar su discurso legitimador. La importancia de la autorrepresentación en el mundo antiguo en general y en el mundo ibérico en particular reside en que de ella depende verdaderamente la posición aristocrática del individuo, y por extensión su pertenencia a los círculos oligárquicos. “El aristócrata arcaico no es un personaje que se representa a sí mismo, no es algo que ya „es‟ de por sí, sino que es aristócrata en tanto que se representa” (GARCÍA CARDIEL, 2014: 160). Y su manera de representarse no es sino adscribirse a una simbología mítica; adquiere su realidad de aristócrata en tanto que repite –o aparenta repetir– los arquetipos de héroe, porque sólo puede adquirir realidad mediante la participación en estos arquetipos (ELIADE, 1972: 15-64, passim, especialmente 48 y ss.).

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La base de su posición social se halla en la autorrepresentación. Ciertamente su persona puede verse determinada favorablemente por ciertas condiciones tales como la preponderancia económica sobre sus “conciudadanos” o vecinos, pero la posición social por causas económicas22 no deja de ser, de facto, una edificación ideológica sustentada sobre unos parámetros definidos en tácito consenso por la comunidad23. No existe una necesitad absoluta –aunque en la práctica material se dé– de que el aristócrata sea rico; sino que son los ricos los que, al detentar los instrumentos y soportes de comunicación, erigen la idea de que así ha de ser. Son los poseedores de la riqueza aquellos capaces de acceder y controlar los mecanismos de construcción discursiva, y por ende, de edificar un discurso que les beneficie. Pero en cualquier caso su preeminencia social no viene determinada ni por “sus riquezas, ni su control de las armas, ni su sangre” sino por “el discurso legitimatorio que naturalizaba su preeminencia” (GARCÍA CARDIEL, 2008: 160). No obstante, creemos oportuno al menos citar aquí también la relevancia que tenían las instituciones de dependencia del mundo ibérico a la hora de generar poderes oligárquicos (vid. RUÍZ RODRÍGUEZ, 1998b; para una visión de conjunto de cómo operaban estas complejas tramas clientelares ver: op. cit.: 296, figura 4). Hacia el s. IV a.C. se da en el mundo ibérico una desacralización de las élites, en paralelo a –siendo difícil establecer si es una causa o una consecuencia directa– la isonomía de éstas (TALAVERA COSTA, 1998-199: 117-118). Sin lugar a dudas el grupo dominante sigue siendo reducido numéricamente en proporción al resto del cuerpo social pero sí se hace, o así parece, menos restringido que en el caso de la monarquía sacra y la monarquía heroica. No obstante las dinámicas de transformación que se experimentan no alteran únicamente la estructura de las élites sino que afectan transversalmente a la sociedad. Parece que las diferencias económicas entre las distintas capas se hacen menos evidentes. El aumento en el tipo y composición de las panoplias en las tumbas aporta, creemos, una doble información: por un lado que la actividad guerrera se convierte en símbolo de estatus social o, al menos, que la persona social del guerrero ha adquirido una relevancia suficiente como para compensar el coste de amortizar las valiosas unidades de riqueza como ajuar; por otro, y en estrecha relación con lo anterior, que se produce un mayor equilibrio, si no una apertura, en la actividad 22

Es decir, que exista una relación directamente proporcional entre la consideración social y la riqueza Baste el ejemplo de la Media República romana para ilustrar que una mayor riqueza no siempre va adscrita al mayor rango social; véase el caso del ordo equester frente al ordo senatorius. 23

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guerrera –es decir el combate de tipo “heroico” característico de la época anterior hasta el s. V a.C. da paso a una manera distinta de entender la guerra: en formaciones de combate de orden cerrado (QUESADA SANZ, 2009: 119-122), siendo éstas propias de cuerpos ciudadanos–. Es éste un fenómeno que no debería resultarnos en absoluto extraño, transformaciones de esta índole son las que se dan también en sociedades que conocemos en mayor medida gracias a su carácter histórico como son la griega y romana arcaicas24. A pesar de este cambio en la actividad militar, que hacía menos restringido el ejercicio de las armas, la significación del guerrero no pierde su valor; el aristócrata sigue representándose como tal. Y dado que la persona social de guerrero, al perder su condición de monopolio en mano de las élites, no puede basarse ya en la excelencia de la cualidad acude a la acumulación como instrumento de segregación y distinción social. (QUESADA SANZ, 1998: 89 y ss.)25. No obstante estos cambios sociales (los ocurridos en la transición del s. V al IV a. C.), las nuevas élites no desaprovecharon la oportunidad de valerse de los discursos previos. Hay que hacer una serie de puntualizaciones sobre esta aseveración. Primero, aunque digamos nuevas élites no somos defensores de postular que hubo una renovación completa de la cúspide social. Por más que se produjeran transformaciones – más o menos convulsas, no podemos saberlo– que hubieron de afectar al conjunto de la sociedad de forma transversal pero cuyos resultados debieron observarse especialmente en los sectores dominantes; no pensamos que se diera una circulación de las élites, sino más bien una su reunión, su confluencia y su amalgama. La lucha entre los sectores que pugnan por alcanzar la posición dominante nunca acaba con la derrota total de una de ellas (CAPARRÓS VALDERRAMA, 2008: 211). No se trataría, pues, de “un simple remplazo de un grupo de élites por otro, sino un proceso continuo de mezcla, donde los antiguos elementos atraen, absorben y asimilan a los nuevos de manera incesante” (MICHELS, 1972: II, 165)26. Por nuestra parte creemos que este fenómeno sólo se da 24

Aunque no estamos diciendo con esto que la evolución experimentada en el mundo ibérico sea comparable en grado de complejidad a aquellas. 25

Recuérdese lo expuesto supra sobre las dinámicas internas de una sociedad en base a la emulación social. Otro ejemplo de la acumulación como herramienta de distinción en DE LA BANDERA ROMERO & MOLINA POYATO, 2001-2002: 185). 26 Un ejemplo de la adaptabilidad lo tenemos en la Dama de Torres (DE LA BANDERA ROMERO & MOLINA POYATO2001-2002: 185-186.).

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cuando la situación es ya insostenible, porque, de lo contrario, las élites precedentes procurarían por todos los medios contrarrestar la aproximación de las élites venideras de acuerdo con la ley de hierro que imperaría en su seno. Segundo, que la nueva cúspide social se valga de los discursos previos no parece tan incoherente si tenemos en cuenta lo expuesto justo arriba. No obstante, ello no implica que esta reutilización se limite a su repetición tal cual. Somos conscientes de que en la transición social se produce un fenómeno tan llamativo y enigmático –tema frecuente en los debates arqueológicos en torno al mundo ibérico– como es el de la destrucción generalizada de la escultura monumental27. Destrucciones, como en el caso del conjunto de Porcuna, que precisan discurso validatorio para hacerlo; son obras que están en ámbito sagrado y se necesita la sanción de la divinidad bajo riesgo de cometer, si no, sacrilegio (ZOFIO FERNÁNDEZ, et al., 2005: 119) A pesar de estas destrucciones28, como recogen numerosos autores (ZOFIO FERNANDEZ & CHAPA BRUNET, 2005; GARCÍA CARDIEL, 2012b), en algunos casos –que no en todos– observamos una reutilización de los restos destruidos –de ambos tipos: los fortuitos (cf. Pozo Moro29) y los deliberados (cf. Porcuna)– de las más diversas maneras. En algunos de estos casos parece claro que se está procediendo a una apropiación del capital simbólico que tienen estos restos materiales, legado que representa y ampara la memoria colectiva, la cual contempla el recuerdo –positivo o negativo– de la antigua clase. “Apropiarse de las imágenes de los antiguos gobernantes resultaría sin duda un acto de importantes connotaciones sociopolíticas” (GARCÍA CARDIEL, 2012b: 296). La reutilización del legado material, como es el caso de la escultura, por ejemplo, sirve para expresar la identidad o alteridad con respecto a un pasado cuyo recuerdo, cuya memoria, quedaba vinculado a dichas estatuas (GARCÍA CARDIEL, 2008: 31 y ss.; 2012: 100-101; 2012b: 297). Se reutilizan los espacios: 27

Tema como decimos con abúndate bibliografía disponible y que no podemos abordar bajo riesgo de desviarnos en exceso del tema. Aquí nos limitaremos a remitir al trabajo de S. Zofio Fernández y T. Chapa Brunet. (2005) en el cual se sintetizan y recogen las diversas propuestas interpretativas así como una visión de conjunto. 28

Aunque algunos autores proponen que la transformación ideológica debió acaecer justo antes del levantamiento y posterior destrucción de estos conjuntos escultóricos y no después (GARCÍA CARDIEL, 2008: 20), por lo que las destrucción voluntarias no podrían interpretarse exactamente como una reacción, en el sentido de damnatio memoriae, contra las antiguas élites como se había postulado generalmente. 29 No existe un completo consenso en este asunto. Por nuestra parte seguimos las hipótesis postuladas por Almagro-Gorbea (1975: 5) y Alcalá-Zamora (2003: 34)

28

muchas de las necrópolis “(re)fundadas” en el s V a.C. se asientan sobre antiguos monumenta; y se reutilizan simbologías: en tanto que ciertos individuos, no los más ricos en base a su ajuar, se hacen enterrar con fragmentos escultóricos con el fin de reivindicar su estatus en virtud del prestigio de un linaje al que se adscribe (GARCÍA CARDIEL, 2012b: 298). Las élites se sirven además de ciertos elementos, objetos de prestigio, que permitan que se les reconozca como aristócratas. Estos elementos físicos aparecen recurrentemente en la escultura y en las representaciones cerámicas y hemos de pensar que no era distinto en la vida real: pendiente anular en la oreja, cinta cruzada a cuello, armas y caballos con respecto al varón; la mujer es representada más que con cosas en situaciones: ritos, boda, en el “cuadro de tocador”; este último tipo correspondería a la voluntad de presentarse en un entorno de otium como prueba de su posición acomodada (ARANAGUI GASCÓ, 1996: 115). No obstante las llamadas “damas” suponen precisamente el caso contrario: una figura femenina revestida de atributos de prestigio y estatus30. Es el caballo uno de los elementos aludidos más fundamentales. Elementos recurrentes en la huella material, tales como las representaciones escultóricas como las de la necrópolis de Los Villares o los arreos de caballo hallados como parte de ajuares en la necrópolis de La Serreta han inclinado a algunos investigadores a suponer una categoría social de poderosos, capaces de mantener un bien suntuario como es un caballo, como signo expresivo de su estatus al modo de los hippeis atenienses o de los equites latinos (QUESADA SANZ 1997: 219; 1998b; GARCÍA CARDIEL 2014c: 124). Hemos de pensar, además, que no sólo la materialidad iconográfica a través de los monumenta o los ornamenta a los que tal vez sólo las élites tenían derecho (QUESADA SANZ, 1997: 227) eran herramientas empleadas por las aristocracias. Sin duda circunstancias como la comensalía habrían de operar como instrumentos de jerarquización social. El vino –el banquete, en general– actúa como distintivo social de las élites (QUESADA SANZ, 1994; GARCÍA CARDIEL, 2008: 16). Paulatinamente deja de ser un elemento segregador, de distinción social de la élites por su condición de 30

Por no recurrir a las archiconocidas Dama de Baza y de Elche, proponemos aquí un caso menos conocido: la Dama de Torres cuyo análisis y valoración aportan datos no menos útiles (DE LA BANDERA ROMERO & MOLINA POYATO, 2001-2002.

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suntuario, para pasar a ser un instrumento de cohesión del grupo. Ello no implica que su consumo se abriera a todas las capas de la sociedad, pero sí se generaliza o mejor dicho cambia su uso (QUESADA SANZ, 1994: 116 y ss.); su producción y posesión sigue recayendo sobre las élites pero llegado un punto –hacia el s. V a.C.– éstas se valdrían de él haciendo distribuciones colectivas31 “generando una deuda ante la imposibilidad de reciprocidad por parte de los invitados”. Los elementos y aspectos arriba citados van consolidándose a lo largo del Ibérico pleno colaborando como soportes de unas estructuras sociopolíticas que especialmente a lo largo del s III a.C. consuman su cristalización, en gran medida, de mano de los influjos emanados de la presencia púnica –incluso antes del desembarco de Amílcar en el 237 a.C.–. La reestructuración de los territorios, y las definiciones de unos “terrenos neutrales” que ya no pertenecen a una cultura o a otra con claras delimitaciones (GARCÍA CARDIEL, 2012c: 112-113) conforman el panorama con el que habrá de toparse la potencia latina a su llegada. Las élites hispanas, especialmente las meridionales, reciben entonces unas herramientas enormemente beneficiosas para acentuar su control sobre un territorio (GARCÍA CARDIEL, 2012c: 114); articulación que venía definiéndose desde el s. V a.C. según diversos modelos (RUÍZ RODRÍGUEZ, 1998; GARCIA I RUBERT, 2000); a este proceso de integración definitiva del mundo ibérico en las dinámicas mediterráneas corrientes el profesor Bendala Galán lo ha bautizado en una obra de reciente publicación, en la que madura aproximaciones previas en esta líena, como “helenistización” (2015). 5- La reelaboración del discurso de poder bajo dominio romano Cuando los romanos desembarcan en Ampurias en el 218 a.C. se inicia una fase decisiva para la historia de la Península Ibérica y las comunidades que en ella habitaban. No se trata aquí de reproducir el relato de la conquista romana ni tampoco de penetrar en el debate de la “romanización”. No obstante no podemos esquivar este último aspecto en virtud del tema que estamos tratando. Prácticamente ningún autor admite ya la unidireccionalidad que originalmente se le atribuyó al concepto “romanización”, por el contrario se interpreta como múltiples vías de influencias recíprocas en las que ambas partes (la romana y las autóctonas) interactuaron activamente en la difusión y fusión de 31

Al respecto el profesor Quesada plantea una interesante reflexión en torno a la concepción públicocolectivo-privado en el mundo íbero (QUESADA SANZ, 1994: 117).

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nuevas realidades. Pretender que la cultura romana se impusiera sobre la autóctona erradicándola es una ficción que como veremos no resiste al primer contacto con las pruebas arqueológicas (infra citaremos algunos ejemplos). No abordaremos el caso de los régulos de los que nos hablan las fuentes en particular. Preferimos hablar de élites y aristócratas en general por diversos motivos. Por un lado porque las élites tienden a funcionar con sentimiento de clase y aunque existan diferencias de múltiples caracteres en su seno, su actitud con respecto a los estratos ajenos suele ser unitaria –lo que se ha venido a llamar solidaridad de grupo–. Además hay que unir a ello la cuestión intrínseca del carácter de estos reguli, mencionados en las fuentes siempre adscritos a ámbitos militares. No es de extrañar, pues, que algunos autores hayan relegado su papel a jefe de las tropas –negando taxativamente la categoría regia– (COLL I PALOMAS et al., 1998: 440; cf. MORET, 2002-2003). Si analizamos las fuentes observamos que en las zonas meridionales aparecen adscritos a ciudades, mientras que en el levante a populi (op. cit: ibid.; RUÍZ 1998: 99-100). Incluso aunque estos régulos existieran como tal detentadores de una institución monárquica bien definida somos conscientes de que per se no bastarían como cúspide social, e igualmente habrían de estar apoyados por el grupúsculo aristocrático que operaría en conjunto a modo de oligarquía dominante. No obstante sí parece que se da un proceso de tendencia a acaparar mayor poder (COLL I PALOMAS et al., 1998: 445), lo cual no nos sorprende si mantenemos la perspectiva de la ley de hierro de la oligarquía. No se puede decir, como hemos visto supra, que la Península Ibérica hubiera permanecido inerte hasta finales del s III a.C., o que meramente hubiera actuado como un componente pasivo en las complejas dinámicas mediterráneas. Sin embargo, la experiencia púnica, especialmente durante la etapa bárquida en los albores de la Segunda Guerra Púnica y la definitiva intromisión del elemento romano a partir de ésta modifican decisivamente el panorama del mundo hispano. Como en este trabajo nos estamos limitando al estudio de las élites, hemos de dejar de lado otras cuestiones no menos interesantes relativas a los procesos que en este contexto tuvieron lugar en la Península. Retomemos por ahora lo que comentamos arriba (apartados 2 y 3); las comunidades hispanas prerromanas jugaron un papel activo –y aún más, decisivo– en las contiendas que tuvieron lugar en territorio peninsular 31

desde el casus belli de Sagunto hasta el final de la conquista romana. Su actitud, comentábamos, no se limitó a una terca y generalizada resistencia; sino que, al contrario, en el complejo mosaico hispano cada elemento se posicionaba en virtud de sus intereses. Hemos expuesto también que, esencialmente, son las élites las que gestionan la actividad diplomática en particular y el gobierno de las comunidades en general; es decir, son las aristocracias ibéricas las que eligen en cada momento y circunstancia qué postura tomar y con quién establecer alianzas o pactos. Estas élites son conocedoras –hasta cierto grado– del derecho internacional: la suma del ius gentium, ius in bello y el ius bellum, que por nuestra parte consideramos una suerte de verdadera “koiné ideológica”, si se nos permite la expresión, en tanto que opera en toda la cuenca mediterránea, desde Siria hasta Iberia y desde las Galias a Numidia. Aunque el principal transmisor de estas nociones sean las fuentes romanas y conozcamos ya su nivel de validez objetiva, no podemos obviar el hecho de que son múltiples los ejemplos que tenemos de desavenencias y quejas formales de distintos pueblos ante irregularidades contra esta consuetudo (MARTÍNEZ MORCILLO, 2011). Y también parece generalizada la asunción de las “normas” tácitas de la guerra, tales como las condiciones reservadas a las determinadas fórmulas de amicitia, deditio y oppugnatio (GARCÍA RIAZA, 2011: 42 y ss.). La narraciones dadas por Polibio, Tito Livio y Apiano nos comunican numerosos casos de colaboración hispana a favor de Roma, sin embargo estos comportamientos “colaboracionistas” no se explican únicamente atendiendo a la correspondiente compensación romana –como puede desprenderse del Bronce de Lascuta–, sino que han de contemplarse inmersos en las tensiones propias de un mundo hispano ya complejo de por sí y aún más convulsionado con la entrada de elementos exógenos como fueron la potencia cartaginesa primero y la República romana después (SÁNCHEZ MORENO, 2011: 101). Lo que está claro es que, en un contexto de violencia generalizada como supone el traumático conflicto romano-púnico, la irrupción de las legiones romanas fractura unos marcos indígenas de precaria estabilidad. El tópico de ἔθνος πολεμικόν (ANDREOTI 2002-2003: 40) al que nos referíamos arriba, aunque en gran medida debe ser una construcción más literaria que objetiva, ha de sustentarse sobre una cierta base real de enfrentamientos más o menos frecuentes entre las distintas. 32

En este contexto las élites, hasta entonces acomodadas en un statu quo que se había afianzado en los dos últimos siglos y que para mediados del s. III a.C. había definido una estructuras solventes, se ven en la necesidad de reconstruir o reinterpretar su discurso de legitimación. A lo largo del siguiente siglo la situación va a cambiar profundamente en gran parte del territorio peninsular, especialmente en las regiones costeras y del tercio levantino-meridional, es decir, esencialmente el ámbito del mundo ibérico, que serán las primeras provincializadas. En un primer momento la urgencia, la necesidad coyuntural del conflicto obliga a adoptar un discurso mucho más mundano, más vinculado a la realidad tangible del inminente peligro. Así el aristócrata ha de proyectarse como guerrero, de manera generalizada32. Sin embargo, conjurado el peligro o resuelta definitivamente la circunstancia de conflicto –de forma diplomática o violenta–, es decir cuando se ha alcanzado una situación de “paz”33, generalmente previa imposición del gobierno romano–, el discurso ha de transformarse, adaptándose al cambio de realidad; se hace preciso adoptar una simbología más abstracta en tanto que el contexto material, tangible, no ofrece ya, tal vez, suficiente sustrato para edificar un discurso legitimador completo. Se da, pues, un retorno al discurso transcendente; se renueva o actualiza su significación mítica (ELIADE, 1972: passim). Decimos “retorno”, pero sin duda, es probable que este discurso nunca se hubiera perdido del todo, al contrario, al igual que aquel construido sobre la apremiante necesidad del peligro bélico tampoco habrá de desaparecer por completo una vez establecida la más o menos estable pax romana –que no será tal hasta Augusto–. No obstante, sí parece, sin embargo, que se da una fluctuación en la que, en cada momento, tiende a primar el discurso que ofrece una mejor respuesta a la necesidad de satisfacer la legitimación de la posesión del poder; según el elemento que representa la alteridad –a saber: el Mal como concepto abstracto materializado en la naturaleza salvaje circundante o los guerreros de una comunidad enemiga (GARCÍA CARDIEL, 2014: 117; 2014b) – sea más o menos tangible. La propia praxis, los hechos, el propio fenómeno histórico condiciona y aun determina la transformación de la ideología y la iconografía como respectivas caras –trascendente y material– de la misma realidad ética. Esta fluctuación en la representación queda 32

Tendencia que ya venía dándose desde finales del siglo IV, principios de II a.C. con los más tempranos “vasos singulares”, vid. GARCÍA CARDIEL, 2014: 162 y ss. 33 Entendido desde la visión romana y que, sin embargo, refleja un claro eufemismo de situaciones de rendición, sometimiento y sumisión.

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plasmada en la representación figurada de los llamados “vasos singulares”, piezas fabricadas ex profeso con la deliberada intención de ser expuestas y operar como transmisores de un mensaje concreto (UROZ RODRÍGUEZ, 2013: 51 y ss.; ARANEGUI GASCÓ, 1997: 172-175) restringidas a capas muy limitadas de la sociedad (MATA PARREÑO, 1997: 42-48), cuya iconografía transmite valores de evidente carácter aristocrático (ARANEGUI GASCÓ, 1997: 60 y ss.). La génesis de este tipo de piezas se remonta a periodo prerromano pero su uso continúa incluso cuando las regiones de Edetania y Contestania se hallan ya completamente sumidad en el orbe provincial romano. Las aristocracias de entones no eran ya “unas jefaturas políticamente independientes, sino que nos encontramos ante élites cívicas que gobiernan sus respectivas comunidades por delegación del poder provincial romano” (GARCÍA

CARDIEL,

2014:

171);

ahora

bien,

siguen

proyectándose

y

autorrepresentándose como las responsables de garantizar el bienestar de sus convecinos. Estas élites han de moverse entonces en un juego de ambigüedad. De cara a su promoción social han de mostrarse frente al poder dominante como individuos romanizados34. Pero de cara a sus comunidades estos individuos no podían permitirse el riesgo de desprenderse de toda vinculación con sus gentes, tradiciones y memoria cultural. De hecho asistimos a un nuevo reaprovechamiento del legado anterior, evidentemente bajo reinterpretaciones que no podemos conocer en toda su dimensión y que este trabajo no puede pretender abordar. Así, por citar breves ejemplos, conocemos casos de reutilización de esculturas arcaicas por parte de las aristocracias en sus viviendas (GARCÍA CARDIEL, 2014c: 123); numerosas necrópolis ibéricas del ámbito contestano siguen utilizándose bien entrada la época romana, nos sorprende especialmente el caso de Pozo Moro en el que se documentan enterramientos incluso a finales de la época altoimperial (GARCÍA CARDIEL, 2012: 100); o reminiscencias de la iconografía ibérica combinada con la nueva ideología en estatuaria romana de época imperial (ORIA SEGURA, 2000: 139). Una cuestión fundamental a tener en cuenta, como bien ha reflejado la profesora Rodá de Llanza, es la dificultad a partir del s. III y sobre todo del II a.C. de establecer 34

Sí usamos aquí el término en su consideración más unidireccional, pues de cara al poder de la república latina es cuestionable que el individuo indígena quisiera mostrar orgulloso de su “hispanidad”. Mucho queda aún para Marcial.

34

claras diferencias entre lo íbero, lo ibero-romano y lo romano. El proceso de “romanización” supone no sólo la importación y progresiva readaptación de productos materiales, sino la profunda transformación de las estructuras sociales. El resultado no es en absoluto la desaparición radical de todo el sustrato cultural indígena, al contrario la consecuencia resultante será el desarrollo de una o, mejor dicho, múltiples particularidades locales que convertirán lo íbero en ibero-romano y esto en hispanoromano, sin unos claros hitos que establezcan los límites de cada uno de ellos. Baste para probar esta ambivalencia la dificultad para distinguir la escultura “genuinamente” ibérica de la “romana” en los primeros siglos de ocupación peninsular romana (RODÁ DE LLANZA, 1998). Por nuestra parte creemos que esta dificultad reside esencialmente en que no existen tales límites. Como expusimos supra, las élites han de proyectar un doble discurso con su vertiente interna y externa sin poder prescindir teóricamente de ninguna de ellas. Se hace pues necesaria la confluencia de ambas tendencias: la incorporación de unos parámetros y lenguajes nuevos por aculturación romanos y el mantenimiento de una iconografía transmisora de un mensaje tradicional que mantenga vigente el vínculo con la comunidad propia. De acuerdo con Michels, se da una tendencia psicológica –no sólo por parte de los líderes, sino también de la masa– a la estabilidad del liderazgo (1972: I, 139 y ss.); sobre ello el aristócrata mientras le sea posible, es decir, mientras no sea depuesto (id.: I, 90), por Roma en este caso, sólo habrá de hacer un pequeño esfuerzo por readaptar su discurso de preeminencia que le legitima al frente de su comunidad. 6- Conclusiones Hemos ofrecido un panorama muy general sobre el estado de las élites hispanas, especialmente del Sureste ibérico, en los momentos previos y posteriores a la irrupción de la potencia romana. Previa exposición de un supuesto antropológico acerca del funcionamiento de las élites en las dinámicas internas de una comunidad, proponemos que no se da un cambio sustancial en las fórmulas de discurso legitimatorio. Cambian los elementos que componen ese discurso, sí; el aristócrata debe enfrentarse en cada momento a un tipo de oponente distinto: bien la comunidad vecina, bien el invasor púnico o romano, bien la Naturaleza como significante de un Mal abstracto. No obstante, sigue proyectándose en esencia como salvador y garante de la comunidad. 35

Este discurso es el que legitima a las élites en su posición dominante y el que las hace capaces de convertirse en cabezas líderes de su comunidad. Desde tal posición son ellas las que conducen los destinos de sus gentes; son las oligarquías de los oppida las que establecen, controlan y regulan las relaciones diplomáticas en un mundo complejo, muy lejano al sistema binario que tradicionalmente había supuesto la historiografía clásica. Son estas élites las que posicionan su comunidad como aliada o rival de otra – autóctona o invasora– y las que resuelven los tratados y rendiciones de uno u otro tipo. Estas disposiciones vienen condicionadas por su naturaleza oligárquica. Las aristocracias son grupos minoritarios poseedores de unos privilegios frente al resto de miembros de su comunidad. Privilegios que desean mantener a pesar de las cambiantes circunstancias, por lo que han de ser capaces de ejercitar una cierta adaptabilidad que les permita en cada momento segregarse del conjunto y mantener su preeminencia y liderazgo. Las élites ibéricas operaron también en este sentido. La irrupción del elemento romano no supuso en absoluto la desaparición de las aristocracias prerromanas. Al contrario, éstas lograron adaptar su discurso; iniciando por una parte su paulatina integración en los modelos provinciales romanos, y por otra conservando – reelaborados– elementos de su tradición autóctona. La aproximación al problema bajo la colaboración de un enfoque no necesariamente habitual en la disciplina histórico-arqueológica, éste es las teorías sociopolitológicas de Robert Michels, proporciona, creemos, aire oxigenado y nuevas fuerzas al estudio de las élites hispanas. Asimismo prueba la utilidad del estudio interdisciplinar como herramienta válida y provechosa; siempre bajo previa precaución de tamizar los distintos “instrumentos” de estudio, pertenecientes a disciplinas distintas, para que sean compatibles y no generen mayor confusión que orden. No obstante, somos conscientes de la naturaleza tan limitada de este trabajo y sabemos de lo mucho que aún queda por indagar en el asunto. Además se hace preciso contrastar una ingente cantidad de datos que no hemos podido abordar aquí por limitaciones de espacio. Sin embargo, aspiramos, eso sí, a que esta humilde aportación, abra futuras vías de investigación propias y ajenas.

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ANEXO GRÁFICO: ESQUEMA. “Las élites en el seno de una comunidad” (elaboración propia).

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