Propiedad

June 30, 2017 | Autor: J. Ormeño Karzulovic | Categoría: Political Philosophy, Moral Philosophy, Social Theory and Critique
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Propiedad Paper presentado al coloquio de Filosofía Política organizado por los estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, 25 de agosto del 2010. Juan Ormeño Karzulovic Profesor asistente Facultad de Derecho U Chile Profesor asociado Instituto de Humanidades Universidad Diego Portales

La literatura crítica acerca de la propiedad se remonta, quizás, más atrás en el tiempo. Pero uno de sus precedentes ilustres, por ambiguo que sea, puede rastrearse en la República de Platón, cuando Sócrates, haciendo de legislador de la ciudad idealmente justa, prohíbe a los guardianes –pero no a la clase de hierro y de bronce, compuesta de campesinos y artesanos- tener algo en propiedad1. El argumento de Platón presenta una curiosa y equívoca analogía con la tesis de Hume, según la cual quienes se dedican al servicio público como parte del gobierno deben encontrar su bien privado en el cuidado del interés común. Los guardianes, dedicados a la conservación de la ciudad, no deben poseer ningún bien particular (salvo la ropa y ese tipo de cosas). Esta especie de comunismo de la élite guerrera –y habrá que suponer, también, de los gobernantes que son escogidos de entre los mejores de ellos- es particularmente ambiguo, pues tiene un parentesco indesmentible con las costumbres de las poleis aristocráticas –vgr. Creta y Esparta- en las que los nobles celebran las comidas en común o usan indistintamente tanto las propias cosas o los propios esclavos como los de otro. Ciertamente, ningún aristócrata u oligarca realmente existente habría consentido en la prohibición de tener propiedad (la queja tradicional de los aristócratas y los oligarcas, según la cual la democracia era un sistema por medio del cual los pobres expoliaban sistemáticamente a los ricos, no parece ser compatible con las ideas platónicas expuestas en la República. El Platón anciano, el de las Leyes, parece haber abandonado esa opinión). El caso es que la posesión particular de bienes distraería a los guardianes de la preocupación por lo universal. Platón parece haber presentido que la institución de la propiedad privada fomentaba el egoísmo y una cierta subjetividad reflexiva que podía distanciarse, más o menos irónicamente, al modo de los sofistas, del verdadero bien, de la virtud y de la práctica de la justicia (esto es, del cumplimiento cabal de la obra o función propias de

1

La discusión de Platón al respecto empieza al final del libro III (416 a y ss.), donde se prohíbe a los guerreros tener nada como propiedad privada para que “no vayan a parecerse a amos salvajes en vez de asistentes benefactores” (416 b), y es complementada en el libro IV con otras provisiones al respecto.

guerreros y gobernantes, diversa de la de campesinos y artesanos que piensan, básicamente, en la cama y la mesa). Puede parecer exótico –es decir, totalmente fuera de lugar- comenzar una exposición ‘crítica’ acerca de la propiedad- refiriéndose a Platón. Creo, sin embargo, que esta referencia tiene el buen sentido de hacernos ver, de modo inmediato, que la propiedad es una institución cualificada tanto conceptual como históricamente (es decir, no hay propiedad “a secas”). Para empezar por la cualificación histórica de la propiedad, consideremos brevemente cuáles son las razones por las que Aristóteles –en los dos primeros capítulos del segundo libro de la Política- se opone a la tesis de Platón concerniente a la ‘propiedad común’. Si los guardianes no tienen propiedad no pueden ejercer la virtud de la generosidad ni cultivar la amistad en toda su amplitud, pues al no tener lo suyo, no pueden ponerlo a disposición de los amigos ni ejercer una benevolencia eficiente para con ellos. Además, hace imposible la pluralidad sin la cual no hay vida política, sino tan sólo vida familiar y doméstica. La defensa aristotélica de la propiedad es, en primer lugar, de orden pragmático (me preocupo más de lo que es mío que de lo que es común; las disputas serían inevitables y difíciles de solucionar si las cosas se poseyeran en común); en segundo lugar, de orden moral (porque impide el cultivo de ciertas virtudes), y en tercer lugar, de orden político. Pero sería engañoso creer que el argumento en relación a la pluralidad que debe constituir la asociación política –en contraposición con la, para Aristóteles, excesiva unidad preconizada por Platón- esté directamente emparentado con el argumento moderno, según el cual la propiedad privada es necesaria para la conservación de la libertad. Por el contrario, la defensa de la pluralidad que hace Aristóteles está relacionada con la mayor autosuficiencia de la polis en relación a los individuos y las familias que la componen. De hecho, Aristóteles, en el marco de su justificación de la esclavitud como institución de derecho natural, hace una distinción que no tiene mucho sentido en nuestro mundo social: que hay un arte adquisitivo natural, que es el destinado a procurarse todo lo que es necesario para la vida (lo que incluye a los esclavos), y un arte adquisitivo no-natural, que es el que se ejerce en el comercio y en el préstamo a interés. Este último es ilimitado y hace imposible la virtud de la moderación. Esto sugiere que la propiedad privada es juzgada según cánones que poco tienen que ver con sus justificaciones modernas (libertad, eficiencia, etc.) y que el papel que juega es más el de ser una parte del status del ciudadano libre (aunque no exclusivo, salvo en el caso de la tenencia de la

tierra). [Permítanme agregar, de paso, que Aristóteles, al criticar la comunidad de las mujeres y, por tanto, la de los hijos de los guardianes platónicos, llega tan lejos como para afirmar que la propiedad es la base del amor y la afección, adelantando un argumento que hoy es usado por varios neo-darwinistas.]

La tesis histórica sugerida por este rápido esbozo, que aquí solo puedo enunciar, es que la institución de la propiedad privada, por importante que pueda haber sido en sociedades pre-capitalistas, no puede cumplir el rol que tiene entre nosotros ni tener el mismo peso social, pues en tales sociedades los trabajadores no son formalmente libres, no existe un mercado en que se transen todo tipo de mercancías (en particular, la mercancía “fuerza de trabajo”), ni una organización de unidades productivas orientada hacia la valorización de la propiedad productiva (esto es, del “capital”). Dicho en otras palabras, la propiedad privada característica de la “antigüedad” o del “medioevo” es específicamente distinta de la propiedad privada burguesa. Esto no equivale a negar que la propiedad en la antigüedad no haya provisto, a quienes la poseían en cantidad apreciable –en particular, en el caso de la propiedad de la tierra- de status social y de poder, pero nos obliga a preguntarnos por el modo específico en el que la posesión privada de ciertos bienes otorga, a quienes los poseen, capacidad de disponer de otras personas (sea una disposición sobre las mismas, como en el caso de la esclavitud u otras formas de servidumbre personal; sea sobre las acciones de otras personas, como en el caso de la clientela romana; sea sobre la capacidad de crear valor, en el caso del capitalismo industrial). Por lo que un enfoque crítico acerca de la “propiedad” (a secas) tiene que ser siempre una crítica de alguna forma de propiedad históricamente cualificada. Si consideramos ahora las cualificaciones conceptuales de la “propiedad” a secas, podemos distinguir de modo inmediato, la necesidad de que existan reglas que regulen el acceso, control y distribución de bienes, sobre cuyo uso pueda haber conflicto entre distintos individuos, familias u otros tipos de organización social, por un lado, y reglas que consagren algún tipo específico de arreglo en estas materias, por otro. Como tiposideales o como abstracciones de distintos tipos de arreglos actual o históricamente existentes, podría distinguirse entre propiedad privada, propiedad colectivo-estatal y propiedad comunitaria. La primera entrega el control de recursos y bienes a distintos individuos particulares; la segunda lo entrega a la administración del Estado, sea por su

alto costo, su alto impacto social o porque se trata de bienes y recursos cuyo control no puede o no debe estar en manos de particulares (como, por ejemplo, el poder coactivo necesario para hacer cumplir la ley); la tercera, en cambio, establece que ningún individuo pueda ser excluido del disfrute de un recurso o de un bien (debo estas distinciones a don Héctor Valladares que, en su tesis de grado, me introdujo al análisis que Waldron hace de la propiedad). Por útil que esta taxonomía pueda ser, no nos dice aún nada acerca de si debiéramos preferir alguna de ellas a las demás o, si es que coexisten, cómo deberíamos jerarquizarlas. Tal discriminación ulterior no puede hacerse sin que determinemos, primero, cuál es el propósito para el que estos arreglos específicos debieran servir. Por ejemplo, si el propósito de la propiedad privada fuese consagrar un ámbito en el que el arbitrio individual pueda ejercerse discrecionalmente y si, adicionalmente, valoramos nuestra libertad individual para hacer u omitir, para perseguir nuestros fines privados bajo nuestra propia cuenta y riesgo, más de lo que valoraríamos, digamos, la seguridad en la satisfacción de un grupo definido de necesidades (cuestión para la que podría servir cualquiera de los otros tipos de arreglo), entonces tendríamos un conjunto de razones para privilegiar la propiedad privada. Sin embargo, me parece obvio que semejante línea de argumentación asume que ser libre es una especie de “propiedad” natural de los seres humanos, adjunta a cierta capacidad psicológica que se expresa en la conciencia de “haber podido obrar de otra manera”, que no tiene en cuenta que para que esa conciencia sea más o menos real se requiere de un conjunto de condiciones de naturaleza básicamente social (que incluye, por ejemplo, las limitaciones necesarias a la libertad individual que posibilitan la coordinación entre los distintos arbitrios). Por otro lado, la propia valoración de la libertad individual no es insensible a esas condiciones sociales: en alguna parte de su monumental Teoría de la justicia –en la que, dicho sea de paso, no se incluye ninguna teoría de la propiedad-, Rawls afirma que quienes no poseen recursos, o los tienen en una medida substantivamente menor a la media de los mejor situados, pueden hacer muchas menos cosas con su libertad que estos últimos y, en consecuencia, la valorarán mucho menos que aquellos. De modo que, mutatis mutandis, habría también razones ligadas a la libertad para limitar el alcance de la propiedad privada (por ejemplo, por medio de mecanismos redistributivos públicos, a través de los cuáles quienes tienen menos puedan valorar su libertad y hacer el mejor uso de ella que sea posible), o incluso para abolirla (es decir, para reemplazar el tipo de arreglo que el privilegio de la propiedad privada conlleva, por otra forma de regulación propietaria).

La tesis conceptual sugerida por estas rápidas consideraciones, que también sólo voy a enunciar, es que disputas significativas en torno a la existencia de la propiedad sólo pueden tener lugar entre distintas concepciones acerca de los propósitos a los que determinados arreglos propietarios supuestamente sirven. Es decir, que un determinado arreglo propietario nos parece justificado cuando (a) se presenta como el mejor medio para (b) un propósito valorado socialmente. Poner las cosas de este modo muestra que la discusión acerca de la propiedad (apropiadamente cualificada, tanto histórica como conceptualmente) no es sólo acerca de a qué agencia debe confiarse el control de distintos tipos de recursos, sino también acerca de ciertos valores socialmente relevantes y del modo en que los ponderamos recíprocamente. Y parece evidente que podemos estar en desacuerdo en todas estas cosas (por ejemplo, si valoramos más la libertad o el bienestar o si, acaso, la producción social de bienes es más “eficiente” –una vez más, respecto de qué- cuando está entregada a particulares que al Estado o algún otro tipo de agencia pública) o, como dije antes, podemos estar en desacuerdo sólo en una (por ejemplo, cómo entendemos la libertad o cómo entendemos que cierto arreglo propietario afecta las libertades de todos o de muchos), para que tengamos una disputa acerca de una determinada institución de la propiedad. [Sólo para mencionar algunas disputas en las que la cuestión de la propiedad es central: el conflicto entre el pueblo mapuche –o un sector de él- y el Estado chileno –y algunos ciudadanos del mismo- puede redescribirse, en parte, como una disputa en torno a dos diferentes concepciones de la propiedad; una serie de servicios públicos deficientes (Transantiago), o demasiado caros e ineficientes (energía eléctrica, salud, educación, fondos previsionales) están relacionados con distintas concepciones de lo que un bien público debe ser y quién debe ser el titular de esos bienes y a qué limitaciones debería estar sujeto o qué riesgos puede, legítimamente, afrontar; por último, en un país donde existen negocios en los que la competencia prácticamente no existe (prensa escrita, supermercados, farmacias y un largo etcétera) es imposible no pensar en que es la propiedad de esos bienes y recursos lo que les da a los titulares de esos bienes enormes cuotas de poder sobre el resto de los ciudadanos.]

Ahora bien, para delinear mi propia posición al respecto, permítanme caracterizar lo que, creo, es específico del derecho de propiedad privada específicamente moderno o burgués en contraste con el derecho de propiedad privada romano (me excuso de antemano con los romanistas entre Uds. por las inexactitudes que voy a cometer –

bueno, también debería excusarme con los juristas en general): en el caso del derecho romano, no todos los seres humanos tienen el status de “persona” –no todos son libres, no todos son sujetos de derechos, y, en consecuencia, no todos pueden adquirir propiedad; en el derecho moderno, en cambio, todos los individuos son personas, sujetos de derecho y, en esa medida, nada obsta –en principio- para que adquieran propiedad. En el primer caso, el dominio es una relación de la persona con las cosas o personas que le pertenecen; en el segundo, la reivindicación de un título propietario es una pretensión normativa dirigida a todas las otras personas (es decir, a todos los potenciales propietarios), a saber: que se abstengan de usar lo que es mío sin mi consentimiento. En la medida en que esta última pretensión es de tipo jurídico y no de tipo moral, va acompañada de la posibilidad de poner a otros bajo la obligación de respetar lo que es mío, lo que puede redescribirse como un derecho para excluirlos de ello. Dado que esta posibilidad debe ser recíproca -esto es, universalmente aplicableno puede estar fundada en consideraciones que no puedan generalizarse (a saber, las necesidades, fines y proyectos concretos que yo o Ud. tengamos), sino en la capacidad general de proponerse fines y la necesidad igualmente general de poder ocupar medios para alcanzar esos fines, realizar esos proyectos o cubrir esas necesidades. [Permítanme sugerir cómo esta noción del derecho de propiedad podría ser concebida desde uno de los lados de la barricada en las disputas en torno a la propiedad privada burguesa. Según Hayek, elaborando sobre una idea que ya puede encontrarse en Hume, en Adam Smith y en de Mandeville, esta regla general de conducta (vgr. el derecho en general y el derecho a la propiedad privada, en particular), aplicada a todos los agentes por igual, genera una suerte de coordinación “automática” o, si Uds. prefieren, “impersonal” de las acciones de los individuos orientadas a lograr su propio bien, cuyo resultado es un orden social espontáneo, que una vez puesto en marcha requiere una mínima dirección (básicamente, el aparato coactivo que asegura el cumplimiento general de las normas). Este sistema es “justo”, porque, en la medida en que depende de las acciones humanas, no hace excepciones. Naturalmente, el orden no garantiza qué tan exitosos serán los emprendimientos de éste o aquél individuo, pero mantiene las reglas del juego social, de modo que todos los agentes puedan ajustar sus expectativas o reclamar su derecho apelando a ellas. Cualquier intervención redistributiva que trate de inclinar la balanza a favor de quienes no han tenido “suerte” o compensar sus pérdidas en alguna medida (digamos, por que no supieron invertir bien sus recursos o por alguna contingencia totalmente ajena a la voluntad humana) alteraría esa igualdad, introduciría injusticias y

desequilibrios que, a la larga, o bien empobrecerían a la sociedad, colocando mal los incentivos que permiten el crecimiento económico, o bien socavarían la autoridad de las leyes, fomentando la aparición de externalidades negativas como la evasión de impuestos o el mercado negro.]

Otros liberales, como Rawls por ejemplo, concientes tanto de la distribución desigual de los recursos sociales disponibles entre las distintas clases de la sociedad como de la injusticia de hacer cargar con los costos asociados a quienes simplemente se han limitado a nacer en el seno de una familia de la clase obrera, suelen proponer medidas compensatorias o de igualación que tengan un carácter estructural –es decir, que no tengan el carácter de una intervención “parcial” o ad hoc. Esta consideración, sin embargo, aunque “justa”, no es estrictamente jurídica, sino de naturaleza política: tiene que ver con la mantención de la igual dignidad de los ciudadanos de una democracia constitucional (que puede verse afectada por el menoscabo del autorrespeto de los más desaventajados de la sociedad) y con la preocupación por la estabilidad de un régimen democrático justo (potencialmente menoscabado por la disminución, para los desfavorecidos, del valor que le asignan a la libertad). Esta posición supone lazos de obligación recíproca entre los miembros de una “sociedad bien ordenada” que van más allá de la mera capacidad de poner a otro bajo una obligación.

En las sociedades reales, que sólo son parcialmente justas, el sentido de esas obligaciones recíprocas entre miembros de distintas clases es, por decir lo menos, dudosa. De hecho, por lo general, la sola apelación al derecho –esto es, a lo que podemos exigirnos unos a otros- suele dejar a quienes no tienen propiedad sin más alternativa que la apelación a la violencia. Permítanme citar dos imágenes, contenidas en textos del siglo XIX, para ilustrar y modificar este punto. El primero es de PierreJean Proudhon: “¿Podrían ampararse en el derecho de propiedad los pobladores de una isla para rechazar violentamente a unos pobres náufragos que intentasen arribar a la orilla? Sólo ante la idea de semejante barbarie se subleva la razón. El propietario, como un Robinson en su isla, aleja a tiros y a sablazos al proletario, a quien la ola de la civilización ha hecho naufragar, cuando pretende salvarse asiéndose a las rocas de la propiedad. «¡Dadme trabajo! -grita con toda su fuerza al propietario- no me rechacéis, trabajaré por

el precio que queráis.» «No tengo en qué emplear tus servicios», responde el propietario presentándole la punta de su espada o el cañón de su fusil. «Al menos, rebajad las rentas.» «Tengo necesidad de ellas para vivir.» «¿Y cómo podré pagarlas si no trabajo?» «Eso es cosa tuya.» Y el infortunado proletario se deja llevar por la corriente o, si intenta penetrar en la propiedad, el propietario apunta y lo mata”.

Noten Uds. que la fuerza retórica de la imagen propuesta por Proudhon reside en cómo redescribe la apelación de los patronos al derecho de propiedad para rechazar los reclamos del proletario. La situación, según Proudhon, es análoga al rechazo de la fuerza apelativa del derecho de necesidad. El texto fuerza la cuestión, sin embargo, porque en realidad el reclamo del proletario parece fundarse, más bien, en la equidad: el derecho protege las necesidades y proyectos del patrón, pero de modo generalizable; nadie tiene derecho a forzar a otro para que le de trabajo o a exigirle que postergue su necesidad para satisfacer la de otro. El proletario, en cambio, hace reclamos no generalizables: quiere que se le de trabajo o que se le rebajen las rentas sólo porque lo necesita (en realidad cree tener derecho a hacer esa exigencia en nombre de la equidad, pues, piensa, si el propietario puede satisfacer sus necesidades, ¿por qué yo no? Pero la equidad es, según Kant, una deidad muda, porque el proletario no podría, en derecho estricto, poner al patrón bajo la obligación (coactiva) de tener que socorrerlo). La violencia que ejerce el propietario sobre el proletario-náufrago, pese a ser horrenda, se presenta como conforme a derecho. Eso es lo que la hace aún más execrable. Consideremos, ahora, en una vena similar, esta otra imagen, propuesta por Samuel Taylor Coleridge: “No es inusual para 100.000 operativos (nota esta palabra, pues las palabras en este sentido son cosas) quedarse simultáneamente sin empleo en los distritos del algodón, y, abandonados por el [antiguo] alivio parroquial, depender de capataces duros de corazón para conseguir comida. La doctrina malthusiana proporcionaría, en efecto, cierto remedio, si no se tratase de una doble cuestión. Si cuando le dices a un hombre –‘No tienes ninguna exigencia que hacerme; a ti te tocó en suerte un rol que jugar en el mundo, lo mismo que a mí. En un estado de naturaleza, ciertamente, si tuviese comida, debería ofrecerte una parte por simpatía, por humanidad. Pero en este estadio avanzado y artificial de la sociedad, no puedo proporcionarte alivio; debes morir de hambre.

Viniste al mundo, cuando éste no podía sustentarte’. ¿Cuál sería la respuesta de este hombre? Diría – ‘Desconoces toda conexión conmigo. ¿No puedo exigirte nada? Entonces no puedo tener ningún deber para contigo, y esta pistola me pondrá en posesión de tu riqueza. Puedes dejar tras de ti una ley que habrá de colgarme, pero ¿qué hombre que ve asegurada delante de él la hambruna ha temido alguna vez ser colgado?’ “Es esta costumbre maldita de considerar siempre sólo lo que parece ser más expeditivo para la ocasión, separado de todo principio o de sistemas más amplios de acción, [la costumbre maldita] de nunca escuchar a los verdaderos e infalibles impulsos de nuestra mejor índole, la que ha llevado a hombres de corazón helado al estudio de la economía política, la que ha convertido nuestro parlamento en un verdadero comité de seguridad pública. En él todo el poder se halla protegido por la ley; y en unos pocos años estaremos o bien gobernados por una aristocracia o, lo que es aún más probable, por una despreciable oligarquía democrática de economistas locuaces, comparada con la cual la peor forma de aristocracia sería una bendición.2”

La imagen propuesta por Coleridge es un poco más densa que la propuesta por Proudhon: la cuestión entre el propietario (un economista maltusiano por naturaleza) y el operativo (el obrero) se presenta, nuevamente, en el contexto del derecho de necesidad: el obrero sin trabajo difícilmente puede conseguir comida en un contexto en el que la tasa de los individuos y sus necesidades progresan en razón geométrica mientras que la capacidad de satisfacer esas necesidades lo hace en proporción aritmética. Sin embargo, el momento de apelar a un derecho de necesidad, a una interpelación al otro en nombre de la nuda necesidad vital, ya ha pasado. La caridad tradicional (o, si se quiere, el mayor valor que, tradicionalmente, se asigna a la vida por sobre otras consideraciones) no puede ayudar ya al obrero necesitado, sea porque ésta era eficiente sólo en contextos locales (la parroquia rural desde la que el obrero ha emigrado en dirección a los distritos del algodón), sea porque los pozos de la solidaridad premoderna se han secado. El consuelo que la doctrina malthusiana podría ofrecer es meramente teórico: saber que si no te pasaba a ti podría haberle pasado a cualquier otro; saber que si no te pasó hoy podría pasarte mañana. El obrero se halla en esta situación de necesidad, pero no por causa de otros hombres; no a causa de la mala voluntad, sino de modo puramente aleatorio (esta representación de la dureza de 2

Texto de Coleridge de “Tabletalk”, reproducido en The Nonesuch Coleridge, 476-7, citado por Raymond Williams, Culture and Society 1780-1950, Penguin Books, 1968, p. 73.

corazón del propietario, en el texto de Proudhon, como mala voluntad pura y simple pero amparada por el derecho, es la que subleva a la razón. Lo mismo pasa aquí con los capataces. Pero la gracia de la doctrina malthusiana consiste en mostrar que ese es un mero epifenómeno). Ese es el contenido del discurso del propietario. La respuesta del obrero parece dictada por el derecho de necesidad: es la respuesta de quien, para no perder la vida, ejerce coacción sobre quien nada le ha hecho (por lo que, según Kant, tampoco puede ser, en sentido estricto, un derecho). En realidad, sin embargo, la respuesta del obrero se presenta como una segunda coacción: como la respuesta apropiada a una primera violencia por parte del otro. Si tú, amparado en consideraciones puramente técnicas, dices que no puedo exigirte nada, entonces tú tampoco puedes exigirme nada a mí. La reciprocidad, contenida en la propia noción burguesa del derecho, y en particular en el derecho de propiedad, está del todo ausente en esta situación. La respuesta del obrero es la contraparte del desconocimiento originario de la reciprocidad por parte del malthusiano y es, también, la contraparte de una tercera violencia: la del castigo legal. La conclusión que parece sugerir Coleridge –contra los economistas locuaces, contra la concepción puramente técnica de las cuestiones sociales y políticas, que podría redescribirse como una concepción platónica de la democraciaes que, simplemente, en tal concepción no es posible reconocer derecho alguno: “todo el poder se halla protegido por la ley”. [Esta es una conclusión afín a la tesis del joven Marx, que sostenía que el carácter eminentemente revolucionario –no meramente reformista- del moderno proletariado industrial reside en que la burguesía (la clase de los capitalistas) no comete un agravio especial contra el proletariado, sino un agravio universal contra él. Por el modo en que están estructuradas las relaciones sociales de producción en el capitalismo, del que la institución de la propiedad privada no es más que la expresión jurídica, la burguesía priva al proletariado de todo derecho (y lo hace, precisamente, a través de formas jurídicas que reconocen la igual libertad de propietarios y proletarios). Este “desafuero” global del proletariado, según Marx, es estructural. Dicho con otras palabras: Marx habría coincidido con Rawls en la tesis según la cual tanto las libertades del propietario como las del proletario son iguales; habría coincidido también con él en que dada la diferencia de recursos que cada uno tiene para estructurar sus planes de vida las valoran de maneras distintas. Pero no habría coincidido con él en pensar que esa distinta valoración de la libertad es meramente subjetiva.]

Muchos de Uds. pensarán que todo esto es añejo; que las nuevas formas de control y dominación no pasan ya por el control de la propiedad de los medios de producción; que el fracaso de los “socialismos reales” sugiere fuertemente que el reconocimiento del derecho a la propiedad privada (a la posibilidad de contar con un ámbito de acción en el que hacer y deshacer sin interferencia externa) es un resguardo de la libertad; que la pretensión de construir concientemente nuevas relaciones sociales que, en lugar de trabas de la libertad, permitan transacciones entre los seres humanos liberadas de imposiciones ajenas, es una ilusión peligrosa, una arrogancia fatal, etc. Con todo, la importancia actual de la propiedad intelectual, sobre todo en un área tan sensible como la industria farmacéutica o las licencias de nuevos programas computacionales, o el uso de marcas, siguen decidiendo acerca de las capacidades de los pueblos sin tomar en cuenta sus necesidades elementales, sin reconocer su derecho a vivir bien.

Hubiese querido terminar esto citando el texto que Recabarren escribiera para el centenario de la independencia, pues en estas materias, creo, no se puede pretender imparcialidad. Pero no me fue posible consultarlo. En su lugar, permítanme terminar leyéndoles dos estrofas de una de las más ilustres hijas de Recabarren que resume lo que he tratado de sugerir, pero que lo hace mucho mejor que yo: “Cuando vide los mineros dentro de su habitación me dije: mejor habita en su concha el caracol, o a la sombra de las leyes el refinado ladrón, y arriba quemando el sol. Me volví para Santiago sin comprender el color con que pintan la noticia cuando el pobre dice no, abajo, la noche oscura, oro, salitre y carbón, y arriba quemando el sol”. Violeta Parra

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