Producciones del espacio / lugares de construcción: paisaje y arquitectura en el cine contemporáneo latinoamericano

June 19, 2017 | Autor: Jens Andermann | Categoría: Architecture, Film Studies, Landscape Architecture, Cultural Landscapes, Latin American Cinema
Share Embed


Descripción

Producciones del espacio / lugares de construcción: paisaje y arquitectura en el cine contemporáneo latinoamericano

En su estudio exploratorio del cine argentino contemporáneo, Gonzalo Aguilar esboza una relación entre ‘nomadismo y sedentarismo’ en tanto modos complementarios de habitar los entornos espaciales compuestos por diferentes constelaciones de cuerpos, objetos y afectos.1 El sedentarismo y el nomadismo son, para Aguilar, diferentes maneras de escenificar lo social desde el punto de vista espacial: el sedentarismo es a menudo equivalente a una crítica de la tradición y del peso paralizador de las instituciones, costumbres y tabúes morales que los personajes son incapaces de superar. El ‘nomadismo’, en cambio, describe situaciones de anomia social en las las referencias de pertenencia afectiva, de rutina profesional o de valores comunitarios compartidos han sido erosionadas hasta el punto de dejar a los personajes en un estado de desarraigo permanente. Quiero proponer que el par conceptual acuñado por Aguilar para pensar las relaciones de cuerpos, entornos y temporalidades en el cine argentino contemporáneo también podría proveer una perspectiva más general para reflexionar acerca de las maneras en las que se componen y entraman espacios interiores y exteriores en el cine latinoamericano. En tanto formas diferentes pero complementarias del orden narrativo, de los ritmos actorales e incluso de la composición del encuadre, el nomadismo y el sedentarismo podrían ser asociados productivamente con el paisaje y con la arquitectura: con las construcciones de un dominio espacial abierto e ilimitado por el que los personajes se mueven, por un lado, y con la habitación (o edificación) de lugares rutinizados o consuetudinarios, por el otro. Por supuesto que estas formas simultáneamente contrastantes y complementarias de organización espacial le son comunes tanto al cine ficcional como al documental; además de que no están adscritas a ningún ambiente físico en particular. Un río puede ser un lugar, un entorno para su habitación sedentaria, como en Los muertos (2006) de Lisandro Alonso, o un espacio de divagación y desarraigo, como en El chacal de Nahueltoro (1969) de Miguel Littín; una casa o una ciudad pueden transformarse en un espacio discontinuo, abierto, como en São Paulo, Sociedade Anônima (1965) de Luis Sérgio Person. El espacio edificado puede asímismo convertir en paisaje por medio del encuadre. Hitos del cine latinoamericano clásico tales como Ganga Bruta (1933) de Humberto Mauro, La casa del ángel (1957) de Leopoldo Torre Nilsson o Memorias del subdesarrollo (1968) de Tomás

1

Gonzalo Aguilar, Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino (Buenos Aires: Santiago Arcos, 2006), 41.

2 Gutiérrez Alea, no solamente hacen que sus cámaras se demoren en los interiores de un edificio y en la relación de este con la ciudad o el campo con el fin de ilustrar el estado de ánimo de sus personajes o para alegorizar su aprisionamiento dentro de las limitaciones de la sociedad urbana, burguesa. Aunque (como en todo cine ‘sedentario’) estas funciones connotativas están presentes aquí, hay también un discurso paralelo y casi autónomo sobre el espacio edificado, su materialidad y sus correspondencias internas, en el que la mirada de la cámara –y también la nuestra– se ven tentadas a prescindir de los personajes y de la temporalidad diegética de las relaciones humanas. En cambio, en los momentos cuando la arquitectura pasa a ocupar un lugar preponderante en la imagen, atrae el interés de las películas como una suerte de doble del cine mismo: un modo de encuadrar, cortar y editar dentro del espacio que es semejante a la manera en la que el cine divide y redispone el dominio de lo visible, y que fascina a la cámara como una oportunidad para el metacomentario autorreflexivo. En lo que sigue, exploro brevemente algunas de las nuevas modulaciones que ha producido el tratamiento del espacio tanto edificado como ‘natural’ por parte del cine latinoamericano a lo largo de los últimos quince años, tanto en el ámbito de la ficción como en el del documental. A modo de ejemplo, analizo primero la trilogía ‘naturalista’ de Lisandro Alonso, en la que figuran personajes solitarios en rincones remotos de la Argentina. Posteriormente, paso de la insistencia de Alonso en un aplazamiento de la forma paisajística a varios documentales recientes que exploran de maneras muy diferentes las analogías entre cine y arquitectura en tanto producciones del espacio.

La naturaleza en escena En la trilogía de Lisandro Alonso sobre héroes solitarios y taciturnos que habitan márgenes lejanos de la Argentina –La libertad (2001), Los muertos (2006) y Liverpool (2008)– cualquier acceso visual directo al espacio ‘natural’ como paisaje es obstruido por el cuerpo del protagonista ocupando el centro del plano. La relación entre el héroe y su entorno es aquí la de una opacidad compartida, efecto no solo de las actuaciones lacónicas y de la locación remota sino, además, de una forma particular de composición de la toma. La cámara de Alonso casi siempre permanece a una distancia media, reclamando nuestra observación detenida de la interacción entre el protagonista y su entorno inmediato. Así como nunca se acerca tanto como para revelar la afectividad del personaje, tampoco se aleja lo suficiente como para inscribir sus actos en un contexto mayor. La otredad de la locación y del protagonista es así efecto de una retórica visual que los vincula de un modo inextrincable,

3 forzándonos a inferir la ‘verdad’ del uno de su relación con la otra ya que casi nunca se revelan por fuera de esa misma relación. La libertad narra en planos extensos y tranquilos la jornada laboral de un hachero, desde la selección y preparación de los árboles hasta el hachar y transportarlos al aserradero, la compra de provisiones en una estación de servicio y el retorno al monte, donde caza y asa una mulita que, finalmente, cena junto al fuego. Alonso no especifica la configuración espacial o temporal de esa trama mínima; incluso el nombre del protagonista (o más bien, del actor que hace de sí mismo: Misael Saavedra) solo se revela al final de los créditos, del mismo modo que la fecha y lugar de la diegesis: ‘Argentina, 2001’. Sin embargo, esa inscripción de la acción en el presente de la nación es aquí más proposicional qe afirmativa, invitándonos a reflexionar sobre la medida en que la existencia de Misael en el límite exterior de la sociedad puede participar todavía –o más bien liberarse– de los destinos de la nación. La pregunta es de carácter tanto ético como político: ¿qué modo de contemporaneidad – pregunta Alonso– puede incluir hoy en día, tanto a los espectadores como al hachero que ven en la pantalla? La representación misma, parece ser su respuesta, al inscribir el material ‘documental’ del trabajo de Misael en un orden narrativo ficcionalizado. La jornada de trabajo de Misael está narrada en la forma de un ‘viaje’ del monte al aserradero y a la estación de servicio –de la ‘naturaleza’ al ‘mercado’– de ida y vuelta, que es simultáneamente un desplazamiento dl ‘documental’ a la ‘ficción’. La primera media hora de La libertad consiste por entero de un diálogo mudo entre, por un lado, Misael y los árboles y, por el otro, entre su trabajo manual y la cámara de Alonso, siempre buscando el plano justo. Así, una serie de planos móviles a media distancia lo muestran a Misael como también al árbol sobre el que trabaja con un hacha, una pala o una motosierra, subordinando el encuadre, la profundidad de campo y la duración casi por entero a ritmo de trabajo del hachero. En cambio, en la segunda parte, con la aparición de la voz, la actuación y la ficción pasan a un primer plano, justo en el momento en que el valor de cambio del trabajo de Misael está en juego: ‘No me sirve esto,’ dice el duenño del aserradero en referencia a los resultados de una jornada de trabajo en el monte, para justificar un pago eximio que, como vemos en la secuencia siguiente, apenas alcanza para unos cigarrillos, un poco de pan y una gaseosa en el almacén de la estación. Si la parte intermedia del film está más cerca, sin salirse de su marco minimalista y lacónico, de un cine narrativo clásico, incluyendo secuencia de plano-contraplano que muestran cuerpos en diálogo o tensión, la parte final tiende más hacia un cine del afecto. Aquí, Alonso interrumpe por primera vez el plano medio para unos close-ups de la mulita agonizante y de la

4 cara de Misael cenando. Pero la mirada furtiva que éste dirige hacia la cámara en uno de los planos finales corta bruscamente cualquier posibilidad de identificación empática, redirigiendo la atención hacia el terreno documental de la primera parte. Cámara, voz y mirada –las formas elementales de composición cinematográfica– mantienen en La libertad un precario equilibrio entre realidad y ficción, tan frágil como la relación entre naturaleza y trabajo que, como muestra el film, siempre ya se encuentra sometida al valor de cambio y al mercado.2 Al igual que su protagonista, Alonso extrae a partir de esta tensión momentos de autonomía: al replicar la reducción de la existencia de Misael a sus necesidades mínimas, Alonso plantea la posibilidad de un minimalismo radical que libere los poderes de observación del cine. Ese afán de autonomía se manifiesta de manera notable en la secuencia onírica que cierra la primera parte, donde la cámara sale a explorar el monte por su propia cuenta (mientras Misael se va a dormir la siesta), en una extraña danza o vuelo entre los árboles y la maleza, como si se tratara de un animal más en la comunidad de la selva. Los muertos retoma desde el principio este plano literalmente ‘espectacular’, pero cambiando radicalmente su significado y función. Aquí, además de la espesura de la selva subtropical, esta mirada incorpórea y sinuosa se encuentra como por acceidente con los cadáveres ensangrentados de varios niños y, perdiéndose en la distancia, una mano empuñando un machete. La secuencia termina con un fundido a verde, seguido por un plano medio fijo de Argentino Vargas (interpretado, una vez más, por un lugareño del mismo nombre) preso en la cárcel, al despertarse y salir de la cama. Los muertos narra la salida de Argentino de la cárcel y su viaje de retorno al hogar familiar en el fondo del laberinto de islas del río Paraná, con una curiosidad distante similar a la de La libertad. Alonso nos niega cualquier indicio que pudiera reinsertar la secuencia inicial en la narrativa, como una pesadilla o un flashback, decepcionando de manera sistemática las expectativas asociadas al género carcelario y su obsesión con la culpa, la penitencia y la venganza. Pero aún si es dejada en suspenso, esa referencia al género le infunde a la película un clima de tensa expectación al observar la gradual reinmersión de Argentino en la naturaleza: conversaciones breves con los isleños, su destreza en la recolección de miel silvestre o en matar y carnear una cabra extraviada. Como en La libertad, sin embargo, la naturaleza en Los muertos nunca está afuera de lo político, y esta dimensión política es asociada también aquí a su estatuto ambíguo de objeto de observación y a la vez como escenario de ficción.

2

On relations between documentary and fiction in Alonso’s cinema, see Silvina Rival and Domin Choi, ‘Última tendencia del cine argentino,’ Kilómetro 111 2 (2001), 154-159.

5 Mientras, en la película anterior, el movimiento que iba de la mirada documental a la narración y la actuación corría en paralelo al movimiento de la ‘naturaleza’ al ‘mercado’, aquí la secuencia está invertida. Ahora, es el escenario selvático el que carga la imagen documental de un exceso ficcional como origen de una violencia ominosa, latente. Así, un plano fijo de la selva nocturna que entra y sale de foco, editado tras otro de Argentino durmiendo en el rancho de la familia de un compañero de prisión, no solo señala el paso del tiempo sino que también invoca un vago sentido de amenaza que reenvía a la secuencia inicial: no solo por el recuerdo que evoca de los inocentes asesinados, sino por su modo de introducir un punto de vista sin relación alguna con la diégesis, una mirada de alguna manera exterior a los asuntos humanos. Mientras que, al igual que en La libertad, la forma predominante del encuadre sigue siendo el de una respetuosa distancia media permitiendo que nos permite aproximarnos de Argentino y al mismo tiempo registrar el entorno con el que interacciona, este plano de la selva desprovisto de función narrativa también inscribe la acción en lo que, con Deleuze, podríamos llamar una imagen-pulsión.3 Para Alonso, como para Deleuze, el tiempo ‘prehistórico’, propio de un ‘mundo originario’, que corresponde a ese tipo de imagen, sigue siendo radicalmente político: su ‘primitivismo’ es el de un mundo marginal que el Estado mantiene en condición de abandono, no un modo presocial, o ‘natural’, de sociabilidad. En Los muertos, ese cruce del umbral de la polis a la ‘naturaleza’ está bellamente escenificado por la forma en que Argentino –después de haberse arreglado y planchado la camisa parasu reingreso a la vida civil– gradualmente se va despojando de su ropa hasta volver a quedarse casi desnudo. La naturaleza adquiere en Los muertos las características de un escenario porque permanece inscripta en lo político como el sitio de una exclusión originaria. Su carácter enigmático y ominoso nos pone delante de una cuestión sobre el origen del poder y su relación con la justicia y la violencia. Es precisamente al dejar atrás la sociedad y regresar al mundo silvestre –en el momento del arribo de Argentino a la orilla para abordar una canoa– cuando es desafiado por un viejo pescador a revelar el misterio (‘¿Andan diciendo que mataste a tus hermanos?’). Argentino, sin embargo, alega olvido y pasa del español al guaraní (de la lengua del estado a la de los márgenes), antes de desaparecer remando en la distancia, todo en un mismo paneo largo. Ese ritmo composicional de la deriva es clave en Los muertos, no solo en tanto ofrece un movimiento espacio-temporal que se confunde con el propio cronotopo diegético, sino además como un modo de reanudar la historia de Argentino una y otra vez a su misterioso escenario natural. En una de las tomas más bellas de la película, la cámara flota a

3

Gilles Deleuze, Cinéma I. L’image-mouvement (Paris: Minuit, 1983), 174.

6 la par de Argentino en su canoa, apartándose finalmente al dejarse llevar por la corriente hacia otro brazo fluvial, y brindándonos así una imagen autónoma del río y de la selva. De un modo similar, al final del film, la cámara permanece atrás cuando Argentino y su nieto entran al rancho familiar, en un lento paneo descendente hasta reencontrar en el polvo el juguete que Argentino acaba de manosear (un pequeño jugador de fútbol de plástico, junto a los restos de una bicicleta en miniatura). Más que una alegoría –de la nación, de la infancia, de la pobreza– la relación de esta toma con la diégesis es la misma que en las imágenes ‘a la deriva’ del entorno natural, al mismo tiempo que extiende el poder enigmático que emana de ese entorno al pequeño objeto, revistiéndolo de una calidad fetichista o talismánica. Por otra parte, esta toma también señala un cambio de punto de vista, un afán por permanecer una vez que el protagonista ha abandonado el encuadre, que Alonso radicaliza todavía en Liverpool. El tercer film de la trilogía concluye y radicaliza así el viaje paradójico hacia la narración y, simultáneamente, hacia lo real en el que Alonso había embarcado en los films anteriores. El cambio no es solo uno de entorno, aunque el paso de la selva exuberante y rumorosa de La libertad y Los muertos tiene un impacto profundo en la película, en particular en la banda de sonido, donde en lugar del denso tapiz de sonidos asistimos a un silencio imponente, casi tangible. Una vez más, la historia gira en torno al viaje de un personaje enigmático y taciturno: el marinero Farrel (Juan Fernández) quien, mientras su barco está atracado en el puerto de Ushuaia, pide unos días de licencia para visitar a su madre. Al llegar a la aldea, Farrel pasa la noche a la intemperie en la puerta del boliche local, y casi muere congelado antes de ser rescatado de mala gana por un anciano que ha tomado a su cargo a la madre de Farrel, postrada en su cama, así como a su hija mentalmente discapacitada. El anciano lo manda al carajo – y Farrel obedece, tras un intento a medias de reanudar la relación con su madre e hija. La cámara de Alonso, en un plano secuencia característico, lo mira alejarse atravesando una barranca cubierto de nieve, para cortar y regresar enseguida a la aldea con la casa familiar, el aserradero, el bosque donde el viejo y la niña van a revisar sus trampas para zorros. Es decir, vuelve (o más bien descubre) una realidad social, cotidiana que el film elige sobre el mundo solitario de su protagonista. Se trata de una elección ética tanto como estética, como lo demuestran las escenas finales que sugieren un tejido de relaciones complejas de ternura, angustia y miseria: las mismas, probablemente, que lo hicieron huir a Farrel. A pesar de estar situadas a cielo abierto, entonces, las películas de Alonso –para volver a las categorías de Aguilar introducidas al comienzo– terminan preocupandose más con el habitar sedentario que con el deambular nomádico: solo Farrel comparte parcialmente las características del forastero y su mirada inquisidora, pero incluso su modo de actuar es propio

7 de alguien familiarizado con el lugar y sus habitantes. Las películas de Alonso son anti road movies en su constelación de mirada, locación y cuerpos: en vez de llevarnos hacia ‘la naturaleza’ a cuestas de una mirada exploradora e intrusa que comparte nuestra extranjería, aquí se nos incumbe, por el contrario, observar a un cuerpo plenamente habituado a su entorno; des-conexión entre cuerpo y mirada que Alonso –a diferencia de films ‘etnoficcionales’ como Brava gente brasileira (Lúcia Murat, 2000) o Terra Vermelha (Marco Bechis, 2009)– no hace el menor esfuerzo en suturar. Al negarse a satisfacer el deseo epistofílico que subyace a la forma paisaje y a la mirada que solicita, la obra de Alonso (como también la de otros cineastas ‘neo-regionalistas’ latinoamericanos como Carlos Reygadas, Paz Encina o Alejandro Fadel) realiza un cuestionamiento radical del género paisajista y su producción de lo natural, demostrando que ahí donde el régimen visual del paisaje cinematográfico consignaba una ‘naturaleza’ estamos ante un lugar en estado de crisis, un hábitat social cuyo abandono y marginación es ante todo una cuestión política.

El arte de la construcción Mientras Alonso y otros han salid hacia la ‘naturaleza’, hacia los márgenes espaciales de la nación, solo para encontrar allí lugares de habitación, una serie de documentales recientes han dirigido su atención hacia la arquitectura y el urbanismo bajo el signo del desplazamiento y el desarraigo. La arquitectura moderna de Latinoamérica conllevaba tradicionalmente una promesa utópica de transformación espacial y de mejoramiento social, desde los proyectos de escuelas públicas y viviendas sociales de Juan O’Gorman y Carlos Raúl Villanueva en México y Venezuela hasta la planificación a gran escala de Brasilia como la nueva ciudad capital de Brasil por parte de Lúcio Costa y Oscar Niemeyer,4 El cine documental somete dichas disposiciones espaciales de unidades y volúmenes a su propia gramática temporal de encuadre, corte y (re)edición: por medio de este contrarritmo emerge una arqueología que se torna crítica de la manera arquitectónica de componer lugares, ya sea por un trabajo de memoria que devela en el espacio edificado una sedimentación de capas de significado y afecto, o contrapunteando las diferentes etapas del proceso material y social de la construcción con la temporalidad del montaje cinematográfico. De hecho, la combinación de tomas largas estáticas y de diferentes tipos de paneo que exploran las dimensiones exteriores de los edificios o la experiencia de inmersión en ellos, constituye ya una gramática elemental 4

Para la arquitectura modernista en Latinoamérica y su promesa de mejoramieno social, véase Valerie Fraser, Building the New World. Studies in the Modern Architecture of Latin America, 1930-1960 (London: Verso, 2000).

8 de esta interrogación crítica de la arquitectura a través del cine. En El predio (2010) de Jonathan Perel, la cámara se sirve de incómodas tomas largas sin voice-over o diálogo para focalizar elementos particulares de las fachadas y de los espacios interiores de la ex-Escuela de Mecánica de la Armada —el campo de concentración más notorio durante la dictadura militar en Argentina, entregado a partir de 2004 a un abanico de organizaciones de derechos humanos en tanto lugar de memoria— o se sirve de los planos lentos de un dolly que se arrastra por las calles y por los caminos del terreno, imponiéndole de esta manera una sutil temporalización al espacio material. Mediante la duración de la imagen, el cine obliga a los edificios a revelar capas de experiencia ubicadas más allá del aquí y ahora de su materialidad: mientras las estáticas tomas largas destacan las marcas, manchas y rastros que apuntan hacia experiencias del pasado simultáneamente irrecuperables y fantasmáticamente presentes, los lentos planos de paneo o dolly que alternan con estos tiempos muertos entablan un trabajo de memoria en el espacio, buscando desesperadamente indicios, tratando de adjuntar nuevamente al entorno material el paso de aquellos cuerpos que la violencia del terror dictatorial había querido obliterar. Asimismo, otras películas recientes indagan las tensiones entre presencia y ausencia, construcción y supresión, en ambientes menos cargados y sin embargo complejos cuyas constelaciones en capas espaciales y afectivas también les brindan a los documentalistas la oportunidad de efectuar una temporalización narrativa. Construcción de una ciudad (2006) de Néstor Frenkel, Avenida Brasília Formosa (2010) de Gabriel Mascaró y A cidade é uma só? (2011) de Adirley Queirós inquieren, todas ellas, en la tensión que provoca la modernización desarrollista entre la producción y la destrucción de espacio, entre la construcción de ambientes modelo y el desarraigo disfuncional e incluso traumático de poblaciones. Recurriendo a las memorias de entrevistados locales y co-narradores, a sus actos cotidianos de resistencia y complicidad, y desplegando también un intrincado trabajo de edición paralela que alterna entre filmaciones propias y found footage (procedente tanto de archivos oficiales como de cineastas amateurs, incluyendo grabaciones en Super 8 o en video), estas películas no simplemente ‘documentan’ sino que además colaboran activamente en deshacer actos materiales de supresión. Construcción de una ciudad narra la extraña historia de Federación, ciudad provincial de Argentina que fue totalmente demolida por parte de la dictadura militar a finales de los 70 con el objetivo de construir la represa de Salto Grande en el Río Uruguay, y cuyos habitantes fueron reasentados en un una nueva ciudad modelo, localizada a pocas millas de distancia, planeada y construida según preceptos neorracionalistas. Después de largos años de declive —en gran medida a causa del deterioro material de las casas y de los

9 servicios públicos— la nueva Federación pasó a mejor suerte a finales de los 90 gracias al descubrimiento de fuentes termales en su cercanía. No obstante, muchos residentes aún retornan a los lodosos cimientos de la vieja ciudad que el lago libera durante la temporada seca: las expediciones, en las que chapotean por el lodo buscando fragmentos de viejos edificios o de artículos domésticos entre los escombros de sus viejos hogares y de las calles, son filmadas desde arriba por medio de una grúa para así enfatizar el aspecto topográfico de este mapeo nemónico de lugares cuyos rastros han sido casi suprimidos por décadas de inundaciones, componiendo así algunas de las imágenes más impresionantes de la película. Mientras la gente de Federación escarba literalmente el fondo lodoso del lago, Frenkel se abre paso a través de otra sedimentación de capas temporales al trabajar con la edición paralela que alterna sus propias tomas de la vieja y de la nueva ciudad (enfatizando irónicamente su relación fantasmática a través de superposiciones que llevan a los peatones, los animales y los vehículos a aparecer y evaporarse como si estuvieran viajando en el tiempo) con filmaciones de archivo. Las diferentes materialidades de estas memorias audiovisuales que abarcan más de treinta años —noticieros de televisión y películas amateur en Super 8 de la vieja ciudad, de su destrucción y de los primeros días y semanas en una nueva Federación aún sin terminar, posteriormente videos en VHS y finalmente videos digitales de ceremonias municipales (incluyendo el intento de un cinéfilo local de filmar un corto distópico de ciencia ficción en las ruinas de la vieja ciudad)— se corresponden con capas de experiencia histórica tanto íntima como pública. De hecho, la transición material de analógico a digital que es perceptible en el grano, los colores desvanecidos y la pixelación de sucesivas muestras de filmaciones encontradas, también corresponde en términos políticos a la difícil y parcialmente frustrada transición de la dictadura a la democracia. La ciudad sumergida y su re-aparición periódica, ruinosa, así como el poder afectivo que todavía mantiene sobre los residentes a pesar de los recientes beneficios debidos al turismo termal, también es una impresionante alegoría —tanto más poderosa porque Frenkel se resiste a hacerla explícita—de la difícil relación de la sociedad argentina con su pasado traumático de terror y desaparición. Found footage y otros materiales audiovisuales de diversa índole también ocupan un lugar destacado en las películas de Mascaró y Queirós, las cuales aportan un contraste interesante a la arqueología cinematográfica de Frenkel. Pues, mientras que en Construcción de una ciudad los planos medios estáticos de los vecinos frente a sus casas modélicas casi idénticas (aprovechando sus fachadas rectangulares, similar a la forma de la propia pantalla) enfatizan la naturaleza artificial y e inmovilizante del espacio urbano planeado, en Avenida Brasília Formosa y A cidade é uma só? la cámara adopta la mirada móvil de los vecinos. Frente a la

10 perspectiva vertical y omnisciente del arquitecto y urbanista, Mascaró y Queirós asumen la mirada horizontal de los residentes que deambulan, conducen y recorren en bicicleta el espacio urbano: Dildu, Nancy y Zé Antônio, residentes de la destartalada y expandiente ciudad-satélite brasiliense de Ceilândia, en A cidade; el pescador Pirambú, el camarero Fábio, la manicurista Débora y el pequeño Cauan, en Avenida Brasília. Estos cuatro vecinos del barrio de Brasília Teimosa en Recife están diversamente afectados por las transformaciones de la antigua favela, gracias a la construcción de una nueva carretera principal y a la extensión de las líneas de transporte, instalaciones y servicios públicos. Mientras la cabaña playera de Pirambú ha sido arrasada por el paso de la nueva avenida, y él mismo es reubicado en un remoto complejo de viviendas sociales lejos de su bote y su entorno, el video-aficionado Fábio (cuyas cintas VHS sobre la demolición son incluidas por Mascaró) hace dinero ofreciendo sus servicios a los vecinos que aspiran a los deleites de la sociedad clasemediera: el video de una fiesta de cumpleaños para Cauan, una cinta de presentación al concurso Gran Hermano para Débora. Editados en paralelo con el ritmo cuidadosamente coreografiado del Reality Show en los videos caseros de Fabio, las tomas fly-on-the-wall de Mascaró sobre situaciones cotidianas en el barrio son una crónica de la "integración" parcial y contradictoria en la sociedad urbana de consumo de un espacio hasta entonces excluido de la ciudad "formal". La adaptación incómoda de muchos residentes a la nueva realidad que poco a poco coloniza el espacio de las viviendas a través de muebles de cocina, sofás de TV e incluso una piscina en la azotea, es ahí visible en las aparentemente caóticas y mutuamente permeables relaciones entre interiores y exteriores, espacios públicos y domésticos (reforzadas por la edición discontinua de Mascaró). En la película de Queirós, la cámara móvil, a menudo paneando desde las ventanas de coches y autobuses, sigue las rutinas diarias de los residentes de Ceilândia, la remota ciudad satélite de Brasília, donde en la década de 1960 las autoridades municipales reubicaron a las familias de los constructores que se habían asentado en terrenos cercanos a la nueva capital. El empleado de limpieza Dildu, después de un día de trabajo y un interminable viaje en autobús de vuelta a casa, se embarca en una solitaria campaña para las elecciones municipales; su primo Zé Antônio lo conduce por los alrededores a distribuir sus folletos, mientras él mismo busca oportunidades de propiedades baratas en la periferia. Nancy, una cantante y activista local, graba para una emisora local el jingle que había cantado cuando niña, actuando en una campaña de promoción municipal para el reasentamiento en Ceilândia, efectivamente un proyecto deportación masiva: ‘A cidade é uma só’ - un sola ciudad para todos. La película de Queirós desacredita la canción – o mejor dicho, se re-apropia de ella siguiendo los ensayos de

11 Nancy y un grupo de escolares ceilândenses para su re-presentación, en un montaje paralelo con la grabación de un rap promocional que Dildu compone para su divulgación radial. Las dos canciones también destacan la forma en la que A cidade é uma só yuxtapone imágenes de archivo de la construcción de Brasilia y el período de reasentamiento de los ‘invasores de la tierra’ a Ceilândia con material actual del propio Queirós, recorriendo el proliferante cinturón de pobreza de la capital, donde –para pesar de Zé Antônio– casi ya no quedan terrenos para construir. Aquí, como en Avenida Brasília Formosa, los espacios limpios y cuidadosamente planeados de la ciudad formal brillan por su ausencia: lo que vemos en pantalla es la otra cara de la planificación urbanística, los espacios improvisados por aquellos para quienes los arquitectos no hicieron disposición alguna pero quienes, como Dildu, efectivamente mantienen esa ciudad en marcha. Al igual que la de Frenkel, estas dos películas brasileras indagan sobre el impacto a largo plazo de las intervenciones urbanísticas en la vida de los individuos y las comunidades. En cambio, el proceso de construcción en sí es el tema de 74m2 (2013), de Paola Castillo y Tiziana Panizza, y de Tekton (2009), de Mariano Donoso, aunque desde perspectivas muy diferentes. La película de Castillo y Panizza sigue durante más de siete años la lucha de unas dirigentes mapuches que tratan de convertir en realidad un proyecto de vivienda comunitaria en las afueras de Valparaíso, basado en la idea de participación por parte de los residentes en el acabado de las unidades construidas con fondos públicos. Esa idea de ‘urbanización participativa’ es ensayada en una reunión comunitaria donde se invita a las familias a colorear y decorar modelos de papel de sus nuevos hogares, y arroja prestigiosos premios en el extranjero a los arquitectos. Castillo y Panizza ponen el concepto a prueba observando la realidad cotidiana de las mujeres en su negociación de los obstáculos que se van acumulando: fondos inuficientes, la hostilidad de los vecinos de clase media y, una vez finalizado el complejo, los conflictos dentro de la comunidad sobre si se debe invertir en la impermeabilización de los techos o más bien en las vallas de seguridad. El film entrecruza hábilmente estas cuestiones prácticas, que a menudo ponen la comunidad bajo tensión existencial, con los planos elaborados por los arquitectos, intercalados en el material documental como secuencias de animación que brindan a la película una línea rítmica de base. A partir de estos espacios abstractos proyectados en la mesa de dibujo, Castillo y Panizza cortan hacia los múltiples y contradictorios actos sociales en la conformación del lugar que estos dibujos desencadenan: desde la ceremonia comunitaria del Nguillatún, en la que se inaugura y bendice el suelo, hasta a las alarmas anti-robo que proliferan entre las cases de clase media y las improvisadas tiendas que comienzan a aparecer en el nuevo complejo de

12 viviendas. El objeto de la película, entonces, no es tanto la relación entre la proyección arquitectónica y la construcción de un espacio vital según el impulso individual de los usuarios –ambos momentos de trabajo físico de construcción son referidos apenas brevemente– sino más bien la forja de una comunidad, un compromiso afectivo y de pertenencia dentro del nuevo barrio residencial. Al tratarse de tareas mucho más arduas y exigentes temporal y emocionalmente que la albañilería, la carpintería y el enyesado, sugieren Castillo y Panizza, este aspecto del asentamiento confiado fundamentalmente a las mujeres, se está devaluando sistemáticamente en una sociedad patriarcal. Esa dimensión de género se hace evidente también al contrastar 74m2 con el elenco exclusivamente masculino de Tekton, testimonio lírico de Mariano Donoso sobre la finalización del Centro Cívico, la intendencia de su ciudad natal de San Juan, Argentina, cuya construcción había comenzado en 1973 para ser abandonada unos años más tarde. Este perennemente inacabado y casi instantáneamente ruinoso monumento del Estado desarrollista –iniciado en el año del regreso de Juan Perón a la presidencia y en sí una promesa de una segunda ‘reconstrucción’ como la que daría paso a la Edad Dorada del peronismo después del terremoto de San Juan en 1944– había aparecido en el primer largo de Donoso, Opus (2005), como un emblema de la crisis terminal del Estado moderno. ¿Qué significa, pregunta Donoso regresando al lugar poco después, para este edificio haber sido efectivamente ‘completado’ más de treinta años después de su creación? En vez de embarcarse en una etnografía peregrina en busca de respuestas, como en Opus, Donoso esta vez fija su atención sobre la construcción de la obra misma, en su intrincada coreografía de maquinaria pesada, de hombres y materiales que desafían la gravedad y traen de vuelta memorias icónicas de una era industrial que parecía remota. Tekton dibuja hábilmente estos ecos visuales, como cuando la secuencia de los obreros abandonando el sitio al atardecer recuerda al cortometraje de los hermanos Lumière sobre los trabajadores saliendo de la fábrica; o cuando los pintores colgando de largas cuerdas y los carpinteros colocando vigas en lo alto de la construcción invocan la iconografía de los rascacielos (y sus versiones cinematográficas en Harold Lloyd o Buster Keaton) en la década de 1930. Donoso hace hincapié en estas referencias de época colocando la mayor parte de sus imágenes –muchas de ellas en blanco y negro– en dialogo con fragmentos musicales extradiegéticos de Fauré, Ravel y Debussy, usando intertítulos y acelerando la velocidad de proyección, en un pastiche del Querschnittfilm constructivista de la era del cine silente alemán y soviético (Walter Ruttmann, Dzviga Vertov). El documental replica de modo autoconsciente en sus propias formas compositivas los ritmos mecánicos de la construcción que parecen traer de vuelta a una época pasada: en uno de los intertítulos, Donoso cita a

13 Schopenhauer sobre la identidad fundamental entre los constructores de hoy día que realizan tareas de mantenimiento en edificios egipcios antiguos y sus predecesores en tiempos faraónicos. La preocupación de la película, sin embargo, no es tanto por las implicaciones políticas de esta inesperada reaparición de un Estado hacedor, sino más bien con la continuada validez del idioma modernista en arquitectura – y, por ende, en el cine: cómo proyectar la construcción de este monumento funcionalista tardo-corbusiano sino a través de una estética ‘constructivista’ que responde a sus proposiciones formales? Donoso pasea cuidadosamente el ritmo de su narración de acuerdo a las etapas sucesivas de la construcción, cada una de las cuales adquiere la forma de un acto teatral -o quizá mejor dicho, de acto operático-, con su decoración escenográfica, su clímax dramático, y su telón. De esta manera, la película también va en contra de las ‘críticas antropológicas’ de la arquitectura realizadas por los otros documentales (parafraseando la influyente polémica de James Holston contra Brasilia y la arquitectura alto-modernista).5 En su lugar, Donoso re-introduce la dimensión de lo estético en arquitectura, cuestión afin a la de la belleza en el cine. En un momento particularmente delicado (y afortunado), la cámara de Donoso capta la subida de unidades de aire acondicionado al techo, cuyas vigas de hierro, a medida que navegan a través del aire, parecen reflejar la estructura de las nubes en el cielo, como si el paisaje dialogara con las estructuras erigidas en él. Donoso registra esta correspondencia con sutil ironía (expresada a través de la partitura de piano que subyace a la secuencia), pero concede a la arquitectura su momento de gracia: ‘El edificio está terminado,’ reconoce uno de los últimos intertítulos de la película. Tal vez, Donoso parece implicar, todavía hay lugar, después de todo, para realizar algunas de las promesas de la modernidad.

5

James Holston, The Modernist City. An Anthropological Critique of Brasília (Chicago: University of Chicago Press, 1989)

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.