PRIVATIZACIÓN DE LA JUSTICIA (SEGURIDAD JURÍDICA Y ABANDONO DEL PROCESO

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PRIVATIZACIÓN DE LA JUSTICIA (SEGURIDAD JURÍDICA Y ABANDONO DEL PROCESO. Teresa Armenta Deu Catedrática de Derecho Procesal, UdG [email protected] INTRODUCCIÓN1 Las líneas que siguen pretenden abrir una reflexión sobre varios fenómenos que convergen en múltiples reformas legales y posiciones políticas y científicas cuyo fin es el progresivo abandono del proceso. Objetivo quizás plausible para algunos en términos de lectura económica y gestión, pero que resulta altamente preocupante si pone de manifiesto una correlativa restricción del acceso a la justicia y lo que sería peor a una notable privatización de la justicia.

1. EFICACIA, RAPIDEZ Y ABANDONO DEL PROCESO ¿PRIVATIZACIÓN DE LA JUSTICIA O CONTRACTUALIZACIÓN DEL PROCESO? La legítima búsqueda de una justicia más eficaz -fiada fundamentalmente a la aceleración de los procesos o a un importante número de mecanismos que conducen a hacerlo de más difícil acceso, a abandonarlo o a excluirlo- presenta importantes interrogantes entre los que destaca el relativo a la seguridad jurídica que éste contribuye a garantizar y puede conducir, en último término, a un cambio de paradigma en la aplicación del derecho. Esta tendencia se multiplica y extiende en el marco del proceso civil pero también del proceso penal y tanto en las diversas legislaciones de nuestro entorno geográfico y cultural, como de Europa y América. En el marco del proceso penal, a través de incrementar desorbitadamente el ámbito de aplicación de principio de oportunidad y el de la negociación en sus múltiples manifestaciones, en todos los países, como según parece, único o principal método de alcanzar, una vez más, una "justicia eficaz". Tendencia a la que se ha incorporado más recientemente la implementación de la mediación penal como parte de la justicia reparadora y sobre la que conviene llevar a cabo una reflexión más en profundidad de la que ahora resulta posible. En el del proceso civil, mediante una batería de reformas: ley de tasas judiciales o ampliación del ámbito de competencia de los órganos colaboradores de la administración de justicia (secretarios judiciales, procuradores), a lo que se una la 1

Este trabajo ha sido realizado disfrutando del I+1D: “Seguridad jurídica y eficacia de la justicia (puntos críticos de las reformas procesales con la perspectiva añadida de derecho comparado)” Referencia DER201342159-P 1

resolución de conflictos sobre diversas materias fuera de la jurisdicción: remitiéndolas a la jurisdicción voluntaria, a la mediación o a entes de carácter privado y lego (subastas.... desahucios....), o a otros “colaboradores de la administración de justicia” (Notarios o Procuradores). En todos los supuestos mencionados la tendencia se justifica apelando una crisis económica que parece obligar a adelgazar el Estado deshaciéndose de muchas de las competencias que había adquirido como “Estado prestacional”. En efecto, la llamada “crisis de la justicia” se enmarca en otra más general que en realidad afecta al Estado, o por mejor expresarlo, a las prestaciones que el “Estado Social” ha alcanzado. En palabras de Foucault se está pasando de “la razón de Estado” a la “razón de reducir el Estado”, tendencia que no significa necesariamente debilitamiento, sino “cambio de estrategia”. El neoliberalismo imperante abre la justicia a una concepción donde predomina la gestión (justice managériale) y a la que, en último término, las reglas del mercado no son ajenas (ESTEVE, GARAPON). Aparece así un fenómeno que cabría denominar de "contractualización" de la justicia y que obliga a plantearse si obedece tan sólo a la concurrencia de las citadas circunstancias económicas y/o sociales o responde a un cambio de paradigma semejante al que acontece en otros materias como la educación, la sanidad o incluso la seguridad, incorporando "agentes" o "agencias" de las que se presume o requiere una mayor eficacia (ley concursal, subastas, mediaciones, resoluciones notariales y de los procuradores etc..) y a las que cabe aplicar sin mayores dificultades las leyes del mercado. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Volviendo brevemente la vista atrás, en un apretadísimo resumen, tras el periodo de posguerra en Europa se desarrolla una posición del Estado que garantiza el disfrute de múltiples derechos sociales (a la educación, a la protección de la salud, al acceso a la cultura, al trabajo, a una vivienda digna, etc.), se llega así al “Estado prestacional”, que justifica el dominio del Estado y el servicio público como título de intervención social, pero que ha conducido posteriormente a su crisis y a la necesidad de una reestructuración para garantizar su sostenibilidad. Situados en este contexto y proyectándolo sobre la justicia, las reacciones han sido muchas y en muy diversos planos; en lo que atañe al tema que centra nuestra atención, una de las tendencias más recientes se ha enfocado hacia una perspectiva que interpreta el papel de los jueces, pero también de los fiscales, secretarios judiciales, abogados, etc. en el desarrollo del proceso, como un instrumento básico de la llamada “administración de justicia”, examinada esta última a su vez como una función gestionada, de la que el Estado es responsable y en la que todos deben colaborar, pero que también debe ser objeto de ese recorte que procure su sostenibilidad. A dicho punto de vista, subyace inevitablemente la continua apelación de una justicia más ágil y con ella de la consecución de un “proceso debido” o de una justicia mejor, según parámetros de eficacia/celeridad. En este orden de cosas, no 2

se trata simplemente de que el propio proceso civil logre sus objetivos alcanzando, por ejemplo, la tutela del crédito y con él la efectiva satisfacción del derecho del acreedor, sino que el propio desarrollo del proceso, a partir del derecho de acceso hasta su desarrollo trascienden su función de instrumento procesal al servicio de la satisfacción de un derecho (en el caso civil, privado y por ende disponible para las partes) para pasar a ser examinado con criterios que van, desde una perspectiva eminentemente de derecho público (social) a otra de cariz funcional (empresarial) y de gestión. Consecuentemente, la configuración de la justicia como administración del Estado obligada a “ser encogida” se puede alcanzar mediante diversos instrumentos, entre la cuales figuran: incrementar las facultades coercitivas en manos del juez en aras a la mayor efectividad del proceso a la hora de proteger, no sólo el derecho de fondo sino el propio proceso, como instrumento de realización del derecho, pero casi más aún, como servicio público que presta el Estado y por cuyo uso debe velar en términos de eficacia y rentabilidad. Esta idea enlazaría con la llamada “concepción social del proceso”, en atención al cual, el incremento de facultades judiciales en el desarrollo del proceso se corresponde con la correcta administración de justicia, con la atención a un interés general en el buen funcionamiento de la justicia civil, en su conjunto y en cada proceso, fundamentada en que, aún en el uso legítimo de las facultades procesales, puede existir un freno en aras a la eficiencia y funcionalidad. Ocurre, que como en tantas otras cuestiones el equilibrio no es sencillo y los riesgos se perciben, singularmente en lo que se ha venido a conocer como la "deconstrucción del Estado"; fenómeno paralelo a las crecientes líneas neoliberales que crecen por puro efecto pendular tras un periodo de incremente del Estado Social prestacional, refrendadas tanto por la falta de sostenibilidad de éste cuanto por la crisis que ha puesto al descubierto descarnadamente dicha dificultad. La convergencia de la crisis económica y su innegable efecto sobre toda la política legislativa parece exigir que la justicia afronte y resuelva la repetida tensión: celeridad-eficacia y seguridad jurídica. Y no tan sólo en el reiterado ámbito de las reformas procesales en el correspondiente marco interno, sino en otros como el de la construcción de un espacio judicial europeo al que me refiero únicamente a título de ejemplo por resultar asimismo palpable idéntica tensión entre eficacia de la justicia y seguridad jurídica como trasfondo. En efecto, la cooperación en materia de proceso civil a nivel europeo ha incorporado como uno de los principales instrumentos: los procesos rápidos y la remisión a la mediación, el monitorio o el proceso acelerado de escasa cuantía. Frente al panorama que dibujan los desafíos que una legítima búsqueda de eficacia a través de la aceleración y los efectos que proyectan sobre la seguridad jurídica en las tendencia privatizadores más actuales, se requiere una mínima reflexión sobre temas asumidos con excesiva ligereza, o no, pero que en todo caso exigen un contraste y delinear algunos límites, como como aquellos inherentes al principio de 3

legalidad, que si bien puede verse limitado por el reconocimiento de ciertos ámbitos de discrecionalidad, no puede quedar prácticamente arrumbado sin al menos la suficiente justificación, que no parece centrarse en una tasa de criminalidad creciente o incontrolable; argumento recurrente para justificar el incremento desmesurado de manifestaciones del principoio de oportunidad que puede acarrear, dejar la previsón legal del Código Penal vacío de contenido real ( “nullum pena sine proceso”). Reconociendo de antemano que otorgar determinados ámbitos de discrecionalidad es cohonestable con el respeto a la seguridad jurídica, se abre otra línea de interrogantes al proyectarla sobre otras manifestaciones cuales son la incidencia que tenga sobre el acceso a la justicia, no en lo relativo a la defensa de posiciones concretas, sino en lo relativo a la defensa de la legalidad. 2. LA JUSTICIA COMO ADMINISTRACIÓN PARA CONSEGUIR UNA MAYOR EFICACIA En el seno de las repetida tendencia referidas a una perspectiva que interpreta el papel del Estado y más concretamente, de los jueces, pero también de los fiscales, secretarios judiciales, abogados, etc., en el desarrollo del proceso, como un instrumento básico de la llamada “administración de justicia”, se examina esta última a su vez fundamentalmente como una función gestionada, de la que el Estado es responsable. Perspectiva que no resulta ajena a recientes a la creación de "entes" como la Oficina Judicial, a la continua apelación de una justicia más ágil y con ella a la consecución de un “proceso debido” o de una justicia mejor cuanto más eficaz, por ser más rápida. Centrándonos ahora en el proceso penal, la idea fundamental en esta dirección es aquella que enlaza la persecución de una determinada política criminal como uno de los objetivos de los responsables de la administración de justicia, justificación que fundamenta, por ejemplo, requerir la dirección de la instrucción para el fiscal, desde el momento que éste resulta ser su principal brazo ejecutor. Pero sirve, además, para que en dicho orden de cosas, la investigación se enderece a fundamentar la acción penal que debe plasmar dicha política legislativa. Un enfoque de mayor trascendencia de lo que parece a primera vista y que bien pudiera justificar el modelo norteamericano, en el que la instrucción policial y la actuación discrecional del fiscal obedecen al citado fundamento, con mayor coherencia que las apelaciones a un adversativo que no se está dispuesto a adoptar desde el momento en que no se garantiza la igualdad de partes en la fase de investigación. Volviendo al proceso civil se constata una línea de actuación semejante. La configuración de la justicia como administración se cohonesta mejor con una percepción del proceso como método de resolución de controversias, que incide más en el cómo de dicha administración que en el qué, de manera que se supedita la “justicia” de la resolución final a la disponibilidad de sus derechos sustantivos, y 4

en una teorización extrema, de sus derechos procesales. Con arreglo a la misma, el proceso es tanto más justo cuanto más se basa en el libre juego de las partes, exigiendo como mucho preservar la corrección del proceso que le precede. Este punto de vista no es nuevo. Ya se percibió en los EEUU de Norteamérica, también al hilo de la constante apelación de un proceso más rápido, eficaz y por tanto más justo, siendo contestado por otras voces alarmadas que denunciaban lo que dio en llamarse “managerial judging” (LANGER). Fenómeno que a partir de los años ochenta suscitó la atención de la doctrina, predominantemente en el ámbito del proceso penal, en relación con la función de los tribunales internacionales de Yugoslavia y Ruanda, percibiendo la “oficialización” como una “inquisitorialización del proceso”, por más que se justificara en aras a una mayor economía procesal y económica. Importa destacar en esta valoración que este punto de vista nace en el seno de una filosofía adversativa, mediante la que se busca preservar la imparcialidad del juez, garantizando su situación de tercero y de árbitro de la controversia entre las partes. Idéntico fundamento ha servido además, no por casualidad, para valorar positivamente la capacidad de la decisión individual a la hora de resolver el conflicto en mucho menor tiempo, conduciendo, entre otros aspectos imposibles de tratar aquí y ahora, al notable incremento de los métodos negociados. Estas tendencias, que abarcan un amplio abanico geográfico y objetivo amplio, encuentra mejor justificación en épocas de crisis, qué duda cabe, pero también desde posiciones de eficacia. En uno y otro caso, debe evaluarse ponderando los riesgos y ventajas de sus manifestaciones más extremas, pero también desde una mirada global, abarcando las convergencias y paradojas que a título de ejemplo significativo se señalan en las líneas que siguen.

3. REFORMAS EN EL PROCESO CIVIL Y POSICIÓN DEL JUEZ: SU EVENTUAL SIGNIFICADO JURÍDICO Y POLÍTICO Si las eventuales connotaciones políticas parecen haber resultado fácilmente perceptibles en las reformas del proceso penal, tampoco han faltado en torno a la influencia política que podían detectarse en las del proceso civil. En esta dirección se ha hablado de “reformas liberales” y “reformas autoritarias”, atendiendo fundamentalmente a si contemplan mayor disponibilidad de las partes o un incremento de las funciones del juez. No es mi intención añadir ni una palabra más a todas las vertidas al respecto. Simplemente manifestaré mi acuerdo con algún autor que se opone a lo que denomina una taxonomía ideológica o política fundada en la citada opción, que deduce una posición neoliberal en el código procesal que opte por un papel judicial de espectador pasivo o por el contrario una ideología autoritaria en el supuesto contrario (De la OLIVA). Baste recordar ahora, que en la concepción del proceso civil de los códigos del siglo XIX, conocida generalmente como “liberal”, las facultades correspondían a las partes (ne proceda iudex ex officio), tanto en lo relativo al inicio del proceso cuanto a 5

la determinación del objeto, al igual que se imponía al juez pronunciarse sobre lo pedido y debatido conforme a la vigencia del brocardo (ne eat iudex ultra petita partium). De este modo, ni el juez podía aportar hechos al proceso, ni practicar pruebas no propuestas por las partes, así como le estaba vedado pronunciarse sobre la falta de algún presupuesto procesal si el demandado no había interpuesto la correspondiente excepción. No faltaron ya entonces críticas a esta tendencia centradas en considerar que se otorgaba excesiva capacidad de decisión a las partes en detrimento del juez, llegando a controlar incluso el impulso procesal y suprimiendo las manifestaciones de la actividad del Estado a través del juez en el proceso; imponiendo de esta forma el razonamiento lógico-deductivo que el derecho positivo suele acoplar a la función de la convicción psicológica judicial, junto a la consiguiente limitación del imperio del principio dispositivo tal como interpreta la concepción liberal. En el transcurso del siglo XX se ha producido una publicistización del proceso, caracterizada sustancialmente por trasladar al juez el control sobre los presupuestos procesales y el impulso procesal, sin negar a las partes la facultad de inicio del proceso y la determinación del objeto, así como la facultad de ponerle o suspenderlo con el límite de la caducidad. Delimitado así este reparto de funciones, a partir de entonces las discusiones se han trasladado a la interpretación del brocardo “iudex iudicare secundum allegata et probata partibus”, entre dos posturas: aquella que en una interpretación literal defiende que el juez no debe apartarse en modo alguno de lo alegado por las partes, incluyendo la aportación de los medios de prueba para fijar los hechos; y otra tesis que aboga por diferenciar entre la extensión que comporta el principio dispositivo y el de aportación de parte, respetando una lectura estricta del primero, pero propiciando que en cuanto al segundo el juez pueda acudir a cualquier medio de prueba aunque no haya sido aportado por las partes cuando resulta la única forma de resolver “en justicia”. Una variante de este parecer es aquel que distingue entre el campo de los principios, en el que se incluye el dispositivo, y las cuestiones “de mera técnica procesal”, cuya elección corresponde al juez conforme al principio de oportunidad. Ha sido precisamente ese calificativo de “técnico” el que ha suscitado un amplio debate, al interpretar un sector doctrinal que a través del mismo se quiere incorporar una mayor intervención judicial en el proceso civil, evitando simultáneamente el reproche de ser una manifestación oficialista o inquisitiva, es decir, una calificación de contenido político; dicotomía que se repite como veremos al acometer el principio dispositivo y el de aportación de parte. Cabe una última perspectiva, con arreglo a la cual la intervención judicial proviene más bien de oponer la necesidad de preservar la “calidad de la decisión final” conforme a las teorías de la “social justice”, a diferencia de las defendidas por las de la “procedural justice”, a tenor de la cuales, la justicia de la decisión no depende de la corrección del procedimiento que le precede, sino que es el fruto de una confrontación entre las partes cuya calidad es irrelevante para evaluar la justicia o acierto. 6

La reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil española en 2000 fue objeto de críticas sin acertarse a comprender cuando el calificativo de liberal o autoritario se compadecía o no con una mayor intervención jurisdiccional, ya fuera en la dirección del proceso, ya en el uso de facultades coercitivas. A juicio de algunos autores determinados aspectos, incluso más allá de las siempre debatidas materias de dirección procesal o de iniciativa probatoria, resultaban y son manifestación clara de una orientación autoritaria que coarta la libre disposición de las partes sobre todos los aspectos del proceso, tal como se percibe, por ejemplo, en el caso del régimen legal de la prescripción, de los límites a la acumulación de acciones y de autos o del ejercicio implícito de determinadas causas de la pretensión (art. 400 LEC). Otros autores defendieron, por el contrario, que la LEC parte de una concepción claramente liberal y en la que el principio dispositivo es su elemento determinante ya que son las partes quienes determinan el objeto del proceso y la clase de tutela y en quienes recae la carga de alegar y probar los hechos, mientras que al juez no le incumbe investigar y comprobar la veracidad de los hechos. Para poder valorar las calidades y defectos de los sistemas en función de su capacidad de conducir a decisiones justas, así como de dilucidar cuál debe ser el alcance de la intervención del juez a tal efecto resulta útil revisar brevemente dos teorías recurrentes: la llamada “procedural justice” y la “justicia de la decisión”. El modelo de “procedural justice” requiere que la solución justa se fundamente en el proceso ecuánime, y la ecuanimidad en que las partes tengan todas las iniciativas. Conforme al mismo, la comprobación de la verdad de los hechos es irrelevante, difícil o incluso contraproducente, y viene supedita a la disponibilidad de las partes para alcanzar la “mejor verdad posible”. Dicha configuración liberal excluye al juez de las facultades materiales en el desarrollo del proceso (iudex iudicare debet secudum allegata et probata partius), de manera que el máximo apartamiento del juez de aquello que pueda influir en el contenido de la sentencia acarrea, no sólo que no pueda aportar hechos al proceso, sino también que no pueda practicar prueba no propuesta por las partes. Por el contrario, el enfoque al que apela la “justicia de la decisión” defienden que la resolución justa sólo se alcanzará si pueden comprobarse verazmente los hechos, fundándolos en criterios legales y racionales? En términos de uno de sus partidarios: un proceso en el que existan varias reglas de pruebas legales y muchas reglas de exclusión de prueba relevantes aparecería como singularmente inadecuado para permitir la formulación de decisiones justas, mientras que aparecería como más funcional a este objetivo un proceso en el que todas las pruebas relevantes que se asumieran fueran valoradas por el juez según criterios racionalmente válidos? (TARUFFO) Así, la “justicia de la decisión” advierte sobre la “necesidad de la verdad”, por una parte, y por la ya referida necesidad de que toda decisión judicial, para considerarse legal y racionalmente correcta, y por lo tanto justa, debe comprobar verazmente los hechos, lo que explica y justifica que el juez debe poder velar por la consecución de dicha verdad completando las iniciativas probatorias. Coherentemente requiere que la 7

citada resolución legal y razonablemente correcta y sus fundamentos en criterios legales y racionales no se dejen al albur de la disposición de las partes. 4. LA DECISIÓN INDIVIDUAL, LOS ACUERDOS Y EL ABANDONO DEL PROCESO Señalaba al inicio de estas reflexiones cómo una mayor celeridad entendida como inherente a la justicia, ha servido, no por casualidad, para valorar crecientemente la capacidad de decisión individual, ya que precisa de mucho menor tiempo y puede ser utilizada e incentivada como forma de abandono del proceso, argumento reiterado a la hora de requerir la adopción de métodos negociados. En efecto, la decisión individual sustenta la configuración del proceso civil en la vigencia del principio dispositivo, pero sirve asimismo para dejar de iniciarlo, así como para ponerle fin de manera adelantada, llegando a un acuerdo que homologará el juez (transacción) o simplemente abandonarlo por remitir la cuestión a arbitraje o mediación. A partir del siglo XIX se han observados imparables aproximaciones en el proceso civil y penal en los que se detecta como nota común corresponder a los efectos de acuerdos en uno y otro campo. Con la llegada del siglo XX su uso se incrementa exponencialmente en el marco del proceso penal a través del “absprache”, el “pattegiamentos” o las “conformidades” y otras denominaciones de un mismo fenómeno. Claro que al referirse a un proceso sustentado en un interés público como es la persecución de los delitos y la realización del derecho penal, la falta de vigencia de los citados principios dispositivo y de aportación de parte ocasiona valoraciones muy diversas cuando no frontalmente opuestas, en tanto el fundamento más reiterado para su adopción se reduce a recordar la imposibilidad de alcanzar las finalidades señaladas salvaguardando el principio de legalidad, es decir, apelando más a defectos propios que a virtudes ajenas. Las críticas son comunes en la doctrina de muchos países con parecidos argumentos; hasta allí donde la negociación ha alcanzado un mayor desarrollo se debate que otro sistema es posible, incluso desde el punto de vista económico y de eficacia” (NOTE). Este fenómeno global enfrenta a la doctrina norteamericana y a la de otros países, entre detractores que advierten sobre el riesgo evidente que suponen para el proceso adversativo, y defensores, a juicio de quienes no resulta sino una vuelta a los orígenes de la justicia, impartida primitivamente a través de instrumentos como la negociación. Se aprecia así que el legislador, no sólo insta e incentiva el acuerdo de las partes, cuestión perfectamente cohonestada con su función, sino que, sin apartarse de ésta, tiene singular interés en “derivar” la resolución de conflictos fuera de la administración de justicia; lo que encaja mejor en aquella mentalidad de gestión, una de cuya finalidades más relevantes es reducir gastos y procurar una más rápida solución del conflicto. Ocurre, sin embargo, que puede que así suceda desde el punto de vista del Estado, pero no está en absoluto demostrado que la 8

remisión a la mediación y mucho menos al arbitraje redunde en una mayor economía de gastos para las partes. O por referirme el otro “caballo de batalla”, los plazos o la duración del proceso, aspecto reiterado y al que se apela continuamente remitiéndose al derecho contemplado en el art. 6 CEDDHH cuando cita la necesidad de someter la resolución “a un plazo razonable”, o la condena del TEDDHH a diversos países europeos que han violado el citado precepto por la excesiva duración de algunos procedimientos, conviene no olvidar tampoco que aún en la hipótesis de métodos como el arbitraje o la mediación, puede originarse idéntico obstáculo, ya sea por el uso de prórrogas en el seno del arbitraje o la mediación, ya por la vuelta al proceso tras el fracaso mediador o mediante la interposición de recurso de nulidad contra el laudo, por ejemplo. 5. ALGUNA PRECISIÓN EN TORNO A LOS LLAMADOS ADR; ALGUNA CRÍTICA Y EL “VANISHING TRIAL” La repetida globalización también ha incidido en la expansión de métodos complementarios (conocidos como ADR), concretamente, en tres sentidos: a) culturalmente ha provocado la expansión de costumbres orientales y africanas, lo que implica que parte de la población asuma los medios de resolución de conflictos propios de dichas culturas; b) la "progresiva pérdida de valor de los modelos rígidos y predeterminados" supone una mayor aceptación general de aquellos procesos menos flexibles frente a la rigidez predicada del judicial; y c) en cuestiones relacionadas con el comercio internacional y el comercio a través de internet su auge es absoluto, como pone de manifiesto la creciente intervención en éste ámbito de la OMC (Organización Mundial del Comercio), cada vez más activa resolviendo y previniendo disputas, "aunque el sistema esté lejos de ser perfecto” (GARAPON). El éxito del modelo no puede negarse: en algún caso por razones esencialmente mediáticas y en otros por la materia a la que se aplica (la ya citada del comercio internacional o los conflictos familiares), y en muchos, finalmente, porque que la resolución de conflictos mediante fórmulas compositivas puede ser la primera a la que convenga recurrir, ya que si resulta eficaz implica un ahorro innegable de esfuerzos y costos, comportando una vía de escape para unos jueces sobrecargados y un Estado deseoso de liberarse de determinadas funciones. Con todo, no resulta exento de puntos críticos. En primer término, la falta de garantías de estos procesos, inferior a la que ofrece el modelo judicial, y en segundo, las diferencias económicas entre las partes, que adquiere una especial importancia, singularmente para la parte más débil; sin olvidar, last but not least, dos argumentos, cuales son: a) la renuncia al derecho de acceso que resulta generalmente irretractable como en el caso del arbitraje o muy difícil en el de la mediación; y b) la irrenunciable necesidad de la concurrencia de la autonomía de la voluntad, libre, voluntariamente manifestada, y con conocimiento informado, cuestiones cuya revisión corresponde en último término al juez, requiriendo asimismo de un procedimiento más o menos formalizado. La confidencialidad en el 9

caso de la mediación y la muy diferente posición de las partes en la conformidad arrojan una sombra de duda sobre la concurrencia y el efectivo control de este último aspecto. A la hora de efectuar una valoración crítica, en las circunstancias actuales de crisis económica y tentación tecnocrática, parece perfectamente razonable propiciar una justicia autogestionada y “low cost”, que en clara conexión con la perenne tendencia a la aceleración a toda costa, propicia el incremento de los llamados métodos negociados, ofreciendo una visión claramente atractiva de los mismos. Esta se sitúa en cuestiones como las siguientes: situar a los diferentes protagonistas del proceso en una posición específica, activa para las partes, pasiva y de mero control procesal para el juzgador y y ofrecer una solución favorable para ambas partes que lo acuerdan y para los abogados y jueces que desde diferentes perspectivas lo refrendan evitando, asimismo, la estigmatización al evitar la publicidad. En el otro plato de la balanza, no cabe olvidar desventajas innegables: como preterir a la víctima o reducirla a perceptora de daños; procurar una "justicia de ricos", que resultan claramente favorecidos, y otros elementos más cuestionables y sobre los que, por ende, debe ponderarse previamente para reequilibrar los efectos en caso de adoptarse un método negociado, cuales son: 1) la desigualdad inherente tanto a la quiebra del principio de legalidad, cuanto a las circunstancias personales y económicas en las que se accede a la negociación; 2) el abandono de la determinación de la verdad, sustituido por el objeto de acuerdo, y la renuncia al proceso, como ideal para la consecución de tutela estatal y paradigma de protección y garantías jurisdiccionales para los ciudadanos; y, 3) la erradicación de logros como la publicidad y la trasparencia con su correlato de efectos beneficiosos: prevención y estabilidad social, siendo como es la confidencialidad un elemento de suma importancia en el proceso de negociación, desde diferentes perspectivas como la ética y responsabilidad de los abogados en su calidad de representantes y negociadores, o la utilización como medio de prueba en un juicio de algunos extremos de la negociación. Finalmente, habrá que diferenciar los ámbitos del proceso civil y penal, ya que: -en éste último la vía contractual encaja mal con la materia penal, donde se carece de capacidad dispositiva; la acción sobre la que se negocia no pertenece a ninguna de las partes y resulta altamente cuestionable la libertad de consentimiento que puede predicarse de aquél que negocia con su libertad. En efecto, en el proceso penal resulta obligado aceptar la dificultad inherente a la falta de disponibilidad del objeto, pero además, la derivada de que una de las partes se encuentra sometida a la amenaza de la imposición de una pena y aunque cupiera suponer que si llega a un acuerdo será siempre a cambio de la obtención de un beneficio, cabría que no fuera así y ese es el riesgo que está obligado a obviar el órgano que garantiza el acuerdo. 10

Un último elemento para la reflexión es que el abandono del proceso no va acompañado de una correlativa disminución de normas en torno a las que puede surgir el conflicto. No parece que sea así en una sociedad más compleja y en la que afortunadamente se facilita el acceso a la justicia. El ejemplo de la supresión de las tasas judiciales en España, tras su fracaso en todos los frentes, incluido el recaudatorio se ha convertido en un buen argumento. En dicho contexto, determinadas tutelas existen realmente para aquellos que disponen de más medios, como sucede de hecho en materia de arbitraje, lo que de paso amplia el margen de utilización del proceso para quienes no podrían asumir aquellos costes. Este es el argumento claramente manifestado en el ámbito de la justicia penal en los Estados Unidos de América al referirse al incremento desorbitado de las diversas formas de “bargaining” (Si todos los acusados buscaran el ejercicio de sus derechos el sistema “colapsaría”, lo que propicia que la renuncia de muchos permita cumplir a unos pocos las garantías que les conceden la Constitución, Brady v.United States, 397 US 742 (1972) y Santobello v. New York, 404 US 257) Con la plástica expresión “the Vanishing Trial” varios estudios norteamericanos ilustran sobre el fenómeno de un mayor número de leyes y un espectacular decrecimiento de juicios que se pone en conexión con el incremento de mecanismos complementarios anteriormente ciados y se describe gráficamente como: The promise of fublown adjudication in a public forum, a "day in court" is increasingly redeemed by "bargaining in the shadow of the law. Aunque una primera impresión pudiera fundamentar dicho aserto, lo cierto es que la deriva hacia los métodos complementarios, al igual que la correlativa pérdida de confianza en el proceso, no constituyen la única explicación. En efecto, en los EEUU de Norteamérica a partir de los años setenta, al incremento de los derechos civiles se unió la proliferación de juristas y sociólogos que conformaron una doctrina científica crítica con el sistema y que actuaron como respuesta al contexto social y a la situación de los Tribunales, provocando un alto sentimiento de intolerancia hacia las injusticias y un correlativo aumento de asuntos sometidos a los Tribunales que derivó en una auténtica “explosión judicial”. Dicho fenómeno condujo, en una típica reacción pendular, a denunciar los claros perjuicios económicos que acarreaba el acceso a la justicia, y como consecuencia, a la utilización de cláusulas de renuncia a la jurisdicción y al tan repetido incremento de ADR. Hoy en día la situación merece que se hable incluso de que las Cortes de justicia han devenido un lugar de bargaining, mediation and treaty-making, y de que indefectiblemente se está produciendo una privatización de la justicia penal a través de acuerdos previos o de acuerdos producidos en el proceso, que en buena medida lo hacen innecesario, lo que gráficamente ha sido descrito como “the death of the american trial” (BURN). Fenómeno al que se añaden los llamados “negocios sobre la justicia” (Deals de justice) sobre el que lamentablemente no puedo extenderme ahora (GARAPON).

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A MODO DE REFLEXIÓN FINAL Todos los aspectos enumerados se perciben con temor por algunos sectores de diversos países, pero resulta a la vez aplaudido por algunas administraciones que ven en la huida del proceso un alivio de trabajo y responsabilidad. El fenómeno, no episódico, puede extenderse perfectamente con mayor rapidez de la que cabría pensar, por lo que conviene estar atento a aquellas voces que se alzan recordando el valor histórico, social, cultural, y como no jurídico, que el proceso tiene y la terrible pérdida que supondría su erradicación cuando todavía se está a tiempo. Reflexionemos recordando que el proceso y todo el entramado de garantías que lo componen son el efecto decantado de toda una evolución social y jurídica que el paso de los años ha consagrado como el medio más depurado de resolución de conflictos en términos de igualdad para erradicar la ley del más fuerte cuando no la absoluta arbitrariedad.

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