PREVISIBILIDAD DEL DERECHO Y CULTURA

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Descripción





Conferencia dictada en las Jornadas de Derecho Procesal, Santiago, Chile, 2014.

Véase Sanford Levinson, Constitutional Faith, Princeton: Princeton University Press, 1988.
Fernando Rey Martínez, La ética protestante y el espíritu del constitucionalismo, Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2003, p. 55 y ss.; Gordon Wood advierte que, «del mismo modo que todos los ingleses, los colonos estaban familiarizados con documentos escritos como barreras al poder ilimitado» (Gordon S. Wood, The Creation of the American Republic: 1776 – 1787, North Carolina: The University of North Carolina Press, 1998, p. 268).
La Declaración de Independencia, adoptada por el Congreso Continental el 4 de julio de 1776, ya en el primer párrafo se refiere a las «leyes de la naturaleza» como fundamento para el acto de separación política entre las colonias norteamericanas e Inglaterra. A continuación considera «verdades autoevidentes» el hecho de que «todos los hombres son creados en igualdad, que poseen ciertos derechos inalienables atribuidos por el Creador, que entre dichos derechos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que para asegurar dichos derechos, se instituyen los gobiernos entre los hombres, que derivan sus poderes del consenso entre los gobernados. Que siempre que alguna forma de gobierno se vuelva destructiva con esos derechos, es derecho del pueblo cambiar o abolir el gobierno e instituir un nuevo gobierno». La aceptación de principios iusnaturalistas, es explícita, en concreto en la formulación de John Locke: «Cuando una persona o varias tomen para sí la elaboración de leyes, personas a las que el pueblo no haya autorizado para que actúen de ese modo, entonces dichas personas elaboran leyes sin autoridad, que el pueblo, en consecuencia, no está obligado a obedecer; en estas condiciones, el pueblo queda nuevamente sin obligación de sujeción y podrá constituir un nuevo legislativo según estime conveniente, con absoluta libertad para resistir a la fuerza a quienes, sin autoridad, quieran imponerle cualquier cosa». (John Locke, Second Treatise of Government. Hackett: Indianápolis, 1980 [1690] p. 80).
Fernando Rey Martínez, La ética protestante y el espíritu del constitucionalismo, cit., p. 57-61.
Los Framers, aunque hayan tenido experiencia con los precedentes de common law, en realidad no conocían precedentes de naturaleza constitucional, es decir, precedentes interpretativos de normas constitucionales. La jurisdicción constitucional era algo absolutamente nuevo. La teorización de los precedentes constitucionales debe haber exigido al menos el inicio del debate sobre la interpretación constitucional. En 1958, en el caso Cooper contra Aaron, el Tribunal Supremo decidió que «la interpretación de la 14.ª Enmienda anunciada por este Tribunal en el caso Brown es ley suprema del país y el art. VI de la Constitución hace que esta decisión tenga efecto vinculante ("binding effect") sobre los Estados». Véase Michael J. Gerhardt, The power of precedent, New York: Oxford University Press, 2008, p. 48 y ss.
Max Weber, A ética protestante e o «espírito» do capitalismo (edición de Antônio Flávio Pierucci), São Paulo: Companhia das Letras, 2004.
Max Weber, A ética protestante e o «espírito» do capitalismo (edición de Antônio Flávio Pierucci), cit; Max Weber, Essais de Sociologie des Religions, Paris: Gallimard, 1996.
Antero de Quental, en un discurso pronunciado en Lisboa, en 1871, argumentó que el catolicismo del Concilio de Trento no solo fue uno de los principales responsables de la decadencia de los pueblos peninsulares durante los siglos XVII, XVIII y XIX, sino que también tuvo una influencia nefasta sobre la colonización en suelo americano. (Antero de Quental, Causas da decadência dos povos peninsulares nos últimos três séculos, Discurso pronunciado en la sala del Cassino Lisbonense, en Lisboa, el 27 de mayo de 1871, durante la 1.ª jornada de las Conferencias Democráticas).
Con un sugerente análisis, David Landes, profesor emérito de Economía de Harvard University, destaca el diferente impacto que los valores protestantes y católicos tuvieron sobre el comportamiento social y los relaciona con el desarrollo económico de las naciones (David S. Landes, The Wealth and Poverty of Nations: Why Some Are So Rich and Some So Poor , New York: W. W. Norton, 1999).
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, São Paulo: Companhia das Letras, 1995 [1936].
Para Weber, los tipos ideales, delineados con base en exageraciones deliberadas de características del fenómeno investigado, son instrumentos que sirven para analizar realidad.
Antonio Candido, O significado de «Raízes do Brasil», in: Raízes do Brasil (Sérgio Buarque de Holanda), São Paulo: Companhia das Letras, 1995, p. 13.
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit.; Sérgio Buarque de Holanda, O Homem Cordial, São Paulo: Companhia das Letras y Penguin Group, 2012.
Max Weber, Economia e sociedade, v. 1, Brasília: Editora UnB, 2000, p. 141.
«En el caso de la dominación basada en estatutos, se obedece la orden impersonal, objetiva y legalmente establecida y a los superiores que esta determina, en virtud de la legalidad formal de sus disposiciones y dentro de su ámbito de vigencia. En el caso de la dominación tradicional, se obedece a la persona del señor nombrada por la tradición y vinculada a ella (dentro de su ámbito de vigencia), en virtud de devoción a los hábitos consuetudinarios» (Max Weber, Economia e sociedade, v. 1, cit., p. 141).
Aristeu Portela Júnior, Florestan Fernandes e o conceito de patrimonialismo na compreensão do Brasil, Revista do Programa de Pós-Graduação em Sociologia da USP, v. 19.2, 2012, p. 12.
«Los tipos primarios de la dominación tradicional son los casos en los que falta un cuadro administrativo personal del señor: a) la gerontocracia y b) el patriarcalismo primario. Se denomina gerontocracia la situación en la que, habiendo alguna dominación dentro de la asociación, esta la ejercen los más ancianos (originalmente, en el sentido literal de la palabra: por la edad), al ser ellos los mejores conocedores de la tradición sagrada. La gerontocracia con frecuencia se encuentra en asociaciones que no son primordialmente económicas o familiares. Se llama patriarcalismo a la situación en la que, dentro de una asociación (doméstica), muchas veces primordialmente económica y familiar, la dominación la ejerce un individuo determinado (normalmente) según reglas fijas de sucesión» (Max Weber, Economia e Sociedade, v. 1, cit., p. 151).
«Con la aparición de un cuadro administrativo (y militar) personal del señor toda dominación tradicional tiende al patrimonialismo y en el caso extremo de poder señorial, al sultanato» (Max Weber, Economia e Sociedade, v. 1, cit., p. 151).
«Llámese dominación patrimonial a toda dominación primariamente orientada por la tradición, pero ejercida en virtud de un derecho propio, y es sultanista la dominación patrimonial que se mueve, en la forma de su administración, en primer lugar, dentro de la esfera del arbitrio libre, desvinculado de la tradición. La distinción es completamente fluida» (Max Weber, Economia e Sociedade, v. 1, cit., p. 151).
Rubens Goyatá Campante, O patrimonialismo em Faoro e Weber e a sociologia brasileira, Revista de Ciências Sociais, v. 46, n.º 1, 2003, p. 162 y 190.
Aristeu Portela Júnior, Florestan Fernandes e o conceito de patrimonialismo na compreensão do Brasil, Revista do Programa de Pós-Graduação em Sociologia da USP, v. 19.2, 2012, p. 13.
Max Weber, Economia e sociedade, v. 2, Brasília: Editora UnB, 2004, p. 255.
«El hecho de que ninguno de los tres tipos ideales, que se examinarán de forma más detallada a continuación, suele existir históricamente en una forma realmente "pura", no debe impedir en momento algún la fijación del concepto en la forma más pura posible» (Max Weber, Economia e Sociedade, v. 1, cit., p. 141, nota de pie de página 2)
Afirma Sérgio Buarque de Holanda que el carácter del brasileño admite fórmulas de reverencia, siempre que no supriman la posibilidad de convivencia del tipo familiar. «La manifestación normal del respeto en otros pueblos tiene aquí su réplica, por regla general, en el deseo de establecer intimidad» (Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit., p. 148).
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit., p. 146.
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit., p. 146.
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit., p. 146.
El «jeito» o «arranjo» es un modo suave, muchas veces incluso conmevedor o desesperado, de relacionar lo impersonal con lo personal, de forma que se permita la yuxtaposición de un problema personal a un problema impersonal, para solucionar este utilizando aquel como puente o palanca. Normalmente se invoca una relación personal, relativa a la regionalidad, al gusto, la religión y otros factores ajenos al problema formal/legal burocrático que debe enfrentarse, mediante el que se obtiene la simpatía del representante del Estado y, en consecuencia, una solución satisfactoria. La distancia entre el derecho escrito y su aplicación práctica hizo del «jeito» una institución paralegal muy valorada en Brasil, una parte integrante de nuestra cultura, al punto de, en muchos ámbitos del derecho, constituir la regla. El «jeito», para aplacar el rigor de la ley, se ve potenciado por el sentimentalismo, probablemente fundado en la ética católica del perdón, en la tendencia cultural a la conciliación y en la proverbial «cordialidad» del brasileño. El «jeito» es la variante cordial del «sabe con quién está hablando», pues ambos se fundan en la red de relaciones personales que dan amparo a las pretensiones del granuja, ya sea cordial (que se sirve del «jeito») o arrogante (que puede ser la misma persona una vez frustrado su intento de «arranjo»). En los dos casos, se promove superar la estructura formal igualitaria e impersonal, por ejemplo, mencionando a parientes («jeito») o a autoridades («sabe con quién está hablando») y la burla a la ley asume aires de «honrosa excepción». En definitiva, la aplicación diferenciada de la ley se da al son del «jeito» y la red de relaciones personales de cada uno. (Cf. Luiz Guilherme Marinoni y Laércio A. Becker, A influência das relações pessoais sobre a advocacia e o processo civil brasileiros, Trabajo presentado en el XX World Congress of Procedural Law, México DF, 2003). Véase Keith S. Rosenn, O jeito na cultura jurídica brasileira, Rio de Janeiro: Renovar, 1998; Roberto Damatta, Carnavais, malandros e heróis. 6.ª ed. Rio de Janeiro: Rocco, 1997; Roberto Damatta, O que faz o brasil, Brasil? 12.ª ed. Rio de Janeiro: Rocco, 2001.
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit., p. 32-40.
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit., p. 37-38.
«Por tanto, el concepto de Beruf traduce el dogma central de todas las confesiones protestantes que rechaza la distinción católica de los imperativos morales en "praecepta" y "consilia" y reconoce que el único modelo de vida grato a Dios no consiste en la superación de la moralidad terrena por medio de la ascesis monástica, sino precisamente el cumplimiento de los deberes que a cada cual impone la posición que ocupa en la vida, y que por lo mismo se convierte para él en "vocación profesional"» (Max Weber, A ética protestante e o "espírito" do capitalismo, cit., p. 72).
«Lo que, por tanto, de la moral católica distingue esencialmente el moralismo puritano es que el celo activo del calvinista es estimulado por la única e inquebrantable certeza de que está salvado por el único y soberano decreto de Dios, mientras que el católico cree que debe obrar moralmente para influenciar el decreto final de Dios. Y lo que de ese ascetismo distingue el ascetismo medieval es que el creyente de entonces buscaba la fidelidad en una rígida moral que no debería dejarse corromper por las actividades del siglo; Lutero había suprimido completamente las barreras del convento; su ascetismo, no obstante, mantiene el tradicional rechazo a las actividades de un determinado mundo político y profesional. El calvinismo, por el contrario, introdujo un ideal ascético en el interior del siglo (innerhalb des weltlichen Berufslebens), y hasta en actividades profesionales las más profanas. Llega incluso más lejos: es en la prueba de las actividades temporales que la fe se verifica. Si él es un réprobo, aparecerá el hombre visiblemente como tal en su manera de comportase en las tareas profanas; por el contrario, si él es elegido, todas sus actividades exteriorizarán la marca de las bendiciones divinas». (André Biéler, O pensamento econômico e social de Calvino, São Paulo: Editora Cultura Cristã, 2012, p. 590).
Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, cit., p. 39.
La falta de previsibilidad, derivada de la falta de respeto a los precedentes, es un estimulo a la «cordialidad» y, por ende, en lo mínimo a la proliferación de lobistas disfrazados de abogados.
Max Weber, A ética protestante e o 'espírito' do capitalismo, cit.
Luiz Guilherme Marinoni, Precedentes Obrigatórios, 3.a ed., São Paulo: Ed. Revista dos Tribunais, 2013; Luiz Guilherme Marinoni, O STJ enquanto Corte Suprema, 2.a ed., São Paulo: Ed. Revista dos Tribunais, 2014; Daniel Mitidiero, Cortes Superiores e Cortes Supremas, 2.a ed., São Paulo: Revista dos Tribunais, 2014.
PREVISIBILIDAD DEL DERECHO Y CULTURA


Luiz Guilherme Marinoni
Catedrático de la Universidad Federal de Paraná. Postdoctor por la Università degli Studi di Milano. Visiting Scholar en Columbia University.


SUMARIO: 1. Falta de racionalidad y previsibilidad en el derecho brasileño. 2. El impacto de los valores de la contrarreforma en los países ibéricos y la colonización de América. 3. El «patrimonialismo» en la formación de la cultura brasileña: de Weber a Buarque de Holanda. 4. Cultura del personalismo, falta de cohesión social y debilidad de las instituciones. 5. ¿A quién le interesa la irracionalidad? 6. Patrimonialismo frente a generalidad del derecho y sistema de precedentes. 7. Autoridad de los precedentes, respeto al derecho y responsabilidad personal.


1. Falta de racionalidad y previsibilidad en el derecho brasileño

Cuando se analiza la realidad de la justicia civil brasileña, es fácil constatar que el ciudadano tiene una gran dificultad para prever cómo se resolverá una cuestión de derecho. Esto se debe al hecho de que los jueces y tribunales no observan modelos mínimos de racionalidad a la hora de decidir. No hay duda de que la utilización de cláusulas generales y la adopción de principios constitucionales para interpretar las reglas legales, por sí solas, ampliaron el poder del juez, o más precisamente, su espacio de subjetividad a la hora de definir los litigios. Así, en unos casos, el juez puede concretar lo que no fue decidido por el legislador y, en otros, tiene poder para negar validez a las reglas legales frente a la Constitución o, incluso, para adaptarlas a las normas constitucionales. No obstante, aún cuando tan solo tiene que aplicar una regla, el juez se encuentra ante la necesidad de valorar y decidir u optar, lo que significa que tiene que trazar, en cualquiera de los casos, un razonamiento argumentativo dotado de racionalidad. Solo la argumentación racional constituye una justificación aceptable.

Sucede que con frecuencia no se observa —tampoco en las decisiones judiciales que se limitan a aplicar reglas legales— ninguna preocupación con la explicación de las razones que, por ejemplo, podrían justificar una determinada directriz interpretativa. En realidad, a menudo faltan razones que justifiquen las opciones valorativas utilizadas en el razonamiento judicial. Es como si, a pesar de estar decidiendo a partir de valoraciones, el juez pudiera encubrirlas mediante una fundamentación que aluda solo a la letra de la ley y a fragmentos de obras doctrinales y de jurisprudencia que no dicen nada sobre las opciones valorativas implícitas en la decisión. Falta una argumentación convincente, capaz de hacer que la decisión sea racionalmente aceptable. No hay duda de que esta aceptabilidad se relaciona con la opinión pública, en particular con los litigantes implicados en el caso.

En realidad, la práctica judicial brasileña muestra que, pese a partir de la premisa de que decidir no es simplemente señalar la norma que contiene el texto legal, aún no se ha transformado el acto de fundamentar en una actividad de argumentar racionalmente para justificar las opciones de decisión —incluida la decisión final— adoptadas en el curso del razonamiento decisorio. Valga decir que, si el juez tiene poder para extraer el derecho del texto legal mediante la interpretación, también es necesario caminar para que el derecho se convierta en práctica argumentativa y, en esta dimensión, tenga racionalidad y legitimidad.

De cualquier forma, la argumentación dotada de racionalidad no suple otra forma de racionalidad, que es la que se refiere a la aplicación del derecho por el Poder Judicial. El sistema judicial cuenta con órganos encargados de eliminar las dudas interpretativas, pues es incoherente e irracional aplicar «varios derechos» a casos en conflicto. Le corresponde al Superior Tribunal de Justicia, en el ámbito del recurso especial, definir el sentido del derecho federal infraconstitucional y formular una norma dotada de autonomía frente a la ley, que, de esta forma, se incorpore al orden jurídico. Ahora bien, un sistema judicial que, a pesar de la intervención del Tribunal Supremo, admita interpretaciones diferentes es completamente incapaz de administrar su función de repartir «justicia» en casos concretos. Este sistema no fomenta la coherencia del orden jurídico, la igualdad ante el derecho, la libertad y la previsibilidad. No respetar los precedentes de los tribunales supremos es una puerta abierta para el reparto desigual y aleatorio de la «justicia», con todas las consecuencias negativas que ello implica.

En Brasil, una parte significativa de los jueces de primera instancia, así como de los tribunales de justicia y regionales federales, no respetan los precedentes del Superior Tribunal de Justicia. En realidad, estos jueces y tribunales ni siquiera argumentan la no aplicación de una decisión del Supremo. El Superior Tribunal de Justicia ha seguido distintas orientaciones en casos iguales. Esto sucede no solo cuando una sección del tribunal discrepa de otra, sino, también, dentro de una misma sección, pues, con cierta frecuencia, en su seno no se mantiene la misma decisión. Así, se puede decir que se ha llegado a esta situación porque el Superior Tribunal de Justicia aún funciona como un tribunal de corrección de las decisiones de los tribunales ordinarios. Aún no se configura como un tribunal de precedentes, que defina la interpretación o la norma que debe regular los casos futuros, incluidos los que lleguen a su conocimiento.

Por otro lado, a pesar de que el recurso extraordinario para el Supremo Tribunal Federal esté sometido al requisito de la «repercusión general» de la cuestión constitucional —indicio de que se trata de un tribunal de precedentes—, todavía se discute sobre la eficacia obligatoria —también llamada vinculante— de las decisiones adoptadas en el marco de un recurso extraordinario. Se ha llegado a argumentar que la eficacia vinculante sería un privilegio de las decisiones adoptadas en las acciones relacionadas con el control directo de constitucionalidad, lo que obviamente es un absurdo, en particular, cuando la eficacia vinculante, para quienes así lo defienden, se circunscribe a la parte dispositiva de la decisión.

Es interesante comparar el sistema brasileño de control difuso de constitucionalidad, unido a la falta de vinculación a los precedentes constitucionales, con el sistema estadounidense. Bien es verdad que en Estados Unidos la idea de precedente constitucional no surgió en el mismo instante en el que se concibió la tesis del judicial review of legislation. No obstante, en Brasil, el control de constitucionalidad, además de no haber sido objeto de profundos debates en el seno de la comunidad jurídica —deriva del empeño personal de Rui Barbosa—, la sociedad ha ignorado su significado y consecuencias. De esta forma, al contrario de lo que sucedió en Estados Unidos, la idea de control de constitucionalidad no debe nada a los valores de la sociedad.

La afirmación de que all laws which are repugnant to the Constitution are null and void no revela un resultado obtenido de un simple ejercicio de lógica estructurado a partir de la idea piramidal, puesto que la Constitución, para los colonizadores y los fundadores del constitucionalismo americano, tenía un significado que transcendía del límite de lo jurídico. El constitucionalismo estadounidense es el primer constitucionalismo escrito, junto a algunas experiencias inglesas de inspiración calvinista. Como afirma Fernando Rey Martínez, el tradicional énfasis americano en una Constitución escrita debe mucho a la insistencia de los puritanos de que el derecho superior (higher law) debe ser un derecho escrito (written law). Los colonos puritanos no solo reprodujeron la teoría de Calvino, en el sentido de que el derecho tenía que ser escrito, la lex scripta —vista como prueba de la ley natural—, sino que tenían presente la experiencia de la Reforma, caracterizada por la afirmación del texto de la Biblia, como medio para la liberación del hombre frente al «poder divino» creado por la Iglesia católica. Cabe recordar que una de las más importantes victorias puritanas en suelo inglés se produjo en 1628, cuando se impuso a Carlos I la célebre Petition of Rights, que claramente rozaba la teoría calvinista de un derecho superior que sometía tanto al legislador como al juez.

Esto quiere decir que, si la idea de precedentes constitucionales demoró un cierto tiempo para surgir en los Estados Unidos, probablemente ello se debiera al celo con el que se aplicaba el texto constitucional. La Constitución, dada su naturaleza de ley suprema de carácter casi sagrado, debía aplicarse literalmente, sin dar ocasión al Poder Judicial para aplicar una regla que entrara en conflicto con ella. No obstante, cuando aparecen indicios de dudas interpretativas surge la lógica de la autoridad de los precedentes del Tribunal Supremo, incluso porque el control judicial de la constitucionalidad de las leyes posee, intrínsecamente, la fuerza unificadora del derecho, en la justa medida en que, en un sistema de control recíproco entre los poderes —checks and balances—, no se puede concebir la fragmentación de lo que dice el Poder Judicial, es decir, que haya distintas decisiones judiciales sobre la validez de las leyes—.

En Brasil, muchos jueces aún consideran que pueden, según su criterio, atribuir significado a los textos que consagran derechos fundamentales —como si la Constitución fuera una válvula de escape para liberar sus valores y deseos personales— y, de esta forma, decidir sin ninguna vinculación con los precedentes constitucionales, en una demostración clara de falta de comprensión institucional.

Como fundamento de la falta de respeto a los precedentes se esgrimen argumentos retóricos de naturaleza jurídica, valores culturales e, incluso, un claro interés en un sistema judicial incoherente y abierto a cambios repentinos. Es importante observar que la falta de autoridad de las decisiones de los tribunales supremos no deriva solo del rechazo teórico de la idea de que sus decisiones deben definir el sentido del derecho y, por ende, orientar a los demás tribunales, sino también de la falta de interés de posiciones sociales significativas para racionalizar la distribución del derecho en el país.

Bien vistas las cosas, varias posiciones que están en el mercado, así como gobiernos, cuerpos de jueces y parte de los abogados pueden tener más interés en la incoherencia y la irracionalidad que en lo contrario. Este punto, a pesar de que nunca ha sido escudriñado, tiene una gran relevancia en los países de civil law, marcados por culturas contrarias a la racionalidad y la impersonalidad en la administración pública, incluida la administración de la justicia.

2. El impacto de los valores de la contrarreforma en los países ibéricos y la colonización de América

La Reforma, liderada por Lutero y más tarde por Calvino, demostró los desvíos de la Iglesia católica, que, de ser un lugar para la propagación de la fe, se había transformado en un lugar de manipulación del poder político y económico. La Reforma enfatizó, entre otros puntos, sobre la necesidad de leer la Biblia como forma de desmitificación de los dogmas de la Iglesia, al destacar la invalidez de los sacramentos de salvación, así como de las obras como medio de salvación, los cuales servían para dar fuerza política y económica a la Iglesia.

Recuérdese que el calvinista acabó entendiendo que la comprobación de la salvación se daría mediante el control racional de los actos de la vida intramundana. Los sacramentos de salvación y las obras se vieron como magificación. En este sentido, la Reforma contribuyó a que el hombre racionalizara su vida y, en consecuencia, se racionalizaran los grupos de los que formaba parte. Al igual que la propia vida en sociedad. Por ello, la Reforma dio origen —como demostró Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo— a un modo de vivir centrado en la ascesis intramundana, de la que deriva la comprensión del trabajo como deber religioso, que propicia el desarrollo del capitalismo y la necesidad de un derecho dotado de racionalidad formal, al que era inherente la previsibilidad.

Roma y los pueblos latinos que eran sus aliados sintieron la necesidad de responder a los ataques de la Reforma protestante. La resistencia del papado a una conciliación llevó a Roma a manipular un concilio que se hizo inevitable —el Concilio de Trento—, donde surgió la llamada contrarreforma, una opción absolutista que fortaleció la ortodoxia y endureció la disciplina de la Iglesia, al instituir valores que fueron los responsables de la decadencia de los pueblos peninsulares.

El catolicismo del Concilio de Trento, en sustancia, negó la gran conquista de la Reforma: la libertad moral, que llevó al examen de la conciencia individual, responsable del fuerte acento sobre la responsabilidad personal, todo ello imprescindible para la posición que el protestante asumió frente a su vida. Ahora bien, el Concilio de Trento condenó la razón humana y el pensamiento libre, revelándolos como un delito contra Dios. La prohibición de leer la Biblia, por ejemplo, no es más que calificar como pecado la razón humana o sospechar de la capacidad cognitiva del hombre, obligándole a tener una forma de vida pautada en el «entendimiento» de algunos pocos iluminados.

Cabe advertir que la imposibilidad de cuestionar los dogmas religiosos y la solución mágica derivada de los sacramentos de salvación, como la confesión, no estimulan el examen de conciencia para averiguar la responsabilidad personal y, de esta forma, eliminan el motivo para una vida guiada por una pauta racional.

Los valores del catolicismo tridentino no solo son distintos de los del calvinismo. Sus respectivos impactos sobre el modo como el hombre dirige su vida personal y, por consiguiente, sobre el desarrollo de la sociedad fueron opuestos. Mientras el catolicismo prohibió el pensamiento libre e hizo al hombre depender de la Iglesia —por ejemplo, con la confesión obligatoria con el sacerdote, como se subraya en la sesión 14 del Concilio de Trento—, el calvinismo, fundado en la voluntad soberana de Dios y en la predestinación, le obligó a buscar señales de salvación en los actos cotidianos, en particular en el ejercicio de la profesión, lo que exigió la racionalización de su modo de vida, con la investigación metódica de la conciencia y un sentimiento muy acentuado de responsabilidad personal.

3. El «patrimonialismo» en la formación de la cultura brasileña: de Weber a Buarque de Holanda

Sérgio Buarque de Holanda, en el clásico Raízes do Brasil, analiza las bases y los fundamentos de nuestra historia a partir del criterio tipológico de Max Weber. Buarque de Holanda siempre utiliza dos tipos ideales (trabajador y aventurero, impersonalidad e impulso afectivo, etc.) para, mediante su relación y contraposición, extraer la aclaración de puntos de gran importancia para la comprensión de nuestro destino histórico. Se sirve de los conceptos weberianos de patrimonialismo y burocracia para demostrar el significado de «hombre cordial», un modo de comportamiento personal típico de la formación de la cultura brasileña, contrario a la impersonalidad y a la racionalidad formal, claramente relacionado con el modelo de las instituciones y la administración pública brasileñas —que aún permanece en la cultura del país—.

Importa recordar que Weber, al tratar de la legitimidad de las relaciones de dominación, presenta tres fundamentos —vistos como tipos ideales— para su legitimación, que se clasifican como 1) racional o burocrático-legal, 2) tradicional y 3) carismático. La dominación tradicional se funda en la creencia en la «santidad de las tradiciones vigentes desde siempre y en la legitimidad de quienes, en virtud de esas tradiciones, representan la autoridad (dominación tradicional)». Esta forma de dominación, cuando se compara con la dominación racional, presenta unas características muy claras. Como señala Weber, la dominación racional se asienta en estatutos, de modo que se obedece la orden impersonal, establecida de forma objetiva en la ley, y a los superiores que dicha orden reconoce. No obstante, en la dominación tradicional, la obediencia se debe al señor, reconocido como tal por la tradición, lo que se hace por respeto a las costumbres.

En la dominación tradicional no importa la impersonalidad y la racionalidad de la forma de dominación, al contrario de lo que sucede en la dominación racional o burocrático-legal, ni la calificación carismática del líder que la ejerce —dominación carismática—, puesto que se obedece a la persona que designa la tradición y los hábitos consuetudinarios.

Cuando trata de la dominación tradicional, Weber indica como tipos primarios la gerontocracia y el patriarcalismo. En ninguno existe un cuadro administrativo para el señor. En la gerontocracia, la dominación dentro de la asociación la realizan los más ancianos, que presumiblemente conocen mejor la tradición. En el patriarcalismo primario, la dominación se atribuye a un sujeto, de acuerdo con reglas de sucesión.

Indicar los tipos patriarcalismo primario y gerontocracia es importante para comprender la noción de patrimonialismo. Para Weber, solo cuando el señor pasa a contar con un cuadro administrativo y militar personal, la dominación tiende al patrimonialismo y, cuando el poder del señor es extremo, para el sultanato. La diferencia entre patrimonialismo y sultanato es fluida y Weber designa como patrimonial la dominación ejercida «de derecho propio».

La nota esencial de este tipo ideal es el carácter personalismo de las decisiones del señor, derivado de la expresión «de derecho propio», que utiliza Weber. Por ello, se puede afirmar que el patrimonialismo es la forma de dominación en la que el señor actúa mediante consideraciones personales, sin someterse a criterios objetivos o impersonales sacados de estatutos.

En el patrimonialismo, la legitimidad —fundamento para la obediencia— se basa en una autoridad sacralizada, que existe desde tiempos inmemoriales. «Su arquetipo es la autoridad patriarcal. Por reflejarse en el poder atávico y, al mismo tiempo, arbitrario y compasivo del patriarca, se manifiesta de modo personal e inestable, sujeta a los caprichos y la subjetividad del dominador. La comunidad política, expandiéndose a partir de la comunidad doméstica, toma de esta, por analogía, las formas y, sobre todo, el espíritu de "piedad" [el espíritu de devoción puramente personal al pater o al soberano, relacionado a la reverencia a lo sagrado y lo tradicional] que une a dominantes y dominado» .

Como ha quedado demostrado, al contrario de la gerontocracia y del patriarcalismo primario, el patrimonialismo exige un cuadro administrativo, puesto que, cuando la comunidad doméstica —fundamento del patriarcalismo— es descentralizada, es decir, cuando los miembros de la comunidad pasan a residir en propiedades dependientes de la ayuda del patriarca, empieza a ser necesaria una administración organizada y un grupo de funcionarios —el funcionalismo patrimonial—. Sin embargo, este no observa la separación entre las esferas privada y oficial, dado que la administración, en la dominación patrimonial, es un problema exclusivo —es patrimonio— del señor. Le cabe, con base en criterios puramente subjetivos, elegir a los funcionarios y delimitar las competencias. En el funcionalismo patrimonial, como el cargo se cumple en función de relaciones personales y de confianza, no importa la capacidad del beneficiado ni la previa definición de realización de determinada tarea. Como afirma Weber, «todas las órdenes de servicio que según nuestros conceptos son "reglamentos" constituyen, por tanto, así como todo el orden público de los Estados patrimonialmente gobernados en general, en última instancia, un sistema de derechos y privilegios puramente subjetivos de determinadas personas, los cuales se originan en la concesión y en la gracia del señor. Falta el orden objetivo y la objetividad dirigida a fines impersonales de la vida estatal burocrática. El cargo y el ejercicio del poder público están al servicio de la persona del señor, por un lado, y del funcionario agraciado con el cargo, por otro, y no de tareas "objetivas"».

Es importante insistir en que el patriarcalismo primario, la gerontocracia, el patrimonialismo y el sultanato son tipos ideales, que no se hallan en la realidad histórica, como señala el propio Weber. Se trata, como todos los tipos ideales, de instrumentos para la observación de la realidad. Así, cuando se habla de «patrimonialismo» se hace referencia a una forma de dominación basada en el personalismo y, en consecuencia, en la falta de objetividad y generalidad. En el patrimonialismo, las decisiones siguen criterios personales del señor, completamente ajenos a la impersonalidad que prepondera en la dominación racional.

Por tanto, cuando se vincula el patrimonialismo al Poder Judicial, se hace referencia al carácter personal de las decisiones, estimulado en un sistema en que no se respetan los precedentes de los tribunales supremos. Sérgio Buarque de Holanda alude a varios puntos de gran relevancia para comprender cómo el patrimonialismo y, en particular, el «hombre cordial» se introducen en la cultura brasileña.

Acostumbrado al modo de vivir del círculo familiar —en la tipología weberiana patriarcalismo primario, convertido en patrimonialismo tras la implantación de un cuadro administrativo—, en el que rigen las relaciones de afecto y de mera preferencia, el brasileño, al depararse con el mundo exterior, no consigue verlo de forma impersonal y racionalizada, de forma que busca amoldar todas las relaciones y lugares, en particular la administración pública, con base en criterios afectivos y de personalidad. De esta forma, se proyecta como un «hombre cordial», es decir, como alguien que no soporta la impersonalidad e intenta reducirla a costa de un comportamiento de mera apariencia afectiva, no sincera, que siempre busca simpatía, beneficios personales y facilidades.

Recuerda Sérgio Buarque de Holanda que a los depositarios de las posiciones públicas de responsabilidad, formados a partir del entorno del tipo primitivo de la familia patriarcal, no les resultaba fácil comprender la distinción fundamental entre los ámbitos de lo privado y lo público, motivo por el que «se caracterizan justamente por lo que separa al funcionario "patrimonial" del puro burócrata según la definición de Max Weber». En definitiva, prosigue el autor que, «para el funcionario "patrimonial", la propia gestión política se presenta como asunto de su interés particular; las funciones, los empleos y los beneficios que de ellos obtiene se relacionan con derechos personales del funcionario y no con intereses objetivos, como sucede en el verdadero Estado burocrático, en el que prevalecen la especialización de las funciones y el esfuerzo para asegurar garantías jurídicas a los ciudadanos. La elección de los hombres que ejercerán funciones públicas se hace más de acuerdo con la confianza personal que merecen los candidatos y menos según sus capacidades propias. A todo ello le falta la ordenación que caracteriza la vida en el Estado burocrático. El funcionalismo patrimonial puede, con la progresiva división de las funciones y con la racionalización, adquirir rasgos burocráticos», pero en esencia este tipo de funcionalismo se aleja del funcionalismo burocrático cuanto más caracterizados estén los dos tipos.

Así, el entorno familiar, cuando se traslada a la esfera pública, lleva al funcionario y a quienes con él deben establecer relaciones a comportarse en detrimento de la impersonalidad y sin que pueda prevalecer la racionalidad legal. La esfera pública es invadida por el ambiente del círculo familiar, de lo privado, de forma que el funcionario pasa a comportarse como si tuviera un cargo que debe disfrutar, llegando incluso a favorecer a sus íntimos y estos, a reivindicar beneficios, así como, curiosamente, sus derechos reales, siempre con base en artificios de cordialidad, animados por gestos de simpatía y búsqueda de intimidad.

Afirma Sérgio Buarque de Holanda que «puede decirse que solo excepcionalmente tuvimos un sistema administrativo y un cuerpo de funcionarios puramente dedicados a intereses objetivos y fundados en dichos intereses. Por el contrario, se puede ver, a lo largo de nuestra historia, el predominio constante de las voluntades particulares que encuentran su ambiente propio en círculos cerrados y poco accesibles a una ordenación impersonal. Entre esos círculos, fue, sin duda, el de la familia el que se expresó con más fuerza y desenvoltura en nuestra sociedad. Y uno de los defectos decisivos de la supremacía incontestable, absorbente, del núcleo familiar —la esfera, por excelencia de los llamados "contactos primarios", de los lazos de sangre y afecto— está en que las relaciones que se crean en la vida doméstica siempre habían proporcionado el modelo obligatorio de cualquier composición social entre nosotros. Esto sucede incluso donde las instituciones democráticas, fundadas en principios neutros y abstractos, pretenden asentar la sociedad en normas antiparticularistas».

Todo ello realmente penetró en la administración de justicia, lo que, por ejemplo, llevó a la formación de los famosos «grupos» en los tribunales, cuando pasa a prevalecer la ética del todo a favor del colega que está en la misma línea y, lo que es aún peor, la manipulación de las decisiones a favor de aquellos —incluso de los gobiernos y las personas y corporaciones vinculadas al poder político— que mantienen relaciones con quienes ocupan los «cargos». Sin duda, no hay motivo para suponer que la administración de la justicia no sería contaminada por la lógica y los impulsos que, desde los orígenes de nuestra historia, hacen suponer que el espacio público deba ser aprovechado no solo a favor del funcionario, sino también de los que merecen su confianza, o mejor dicho, su estima y simpatía.

También ahí tuvo y aún tiene lugar el «hombre cordial», el juez y el promotor que actúan basándose en los viejos motivos que presidían la familia patriarcal, cuando todo giraba en torno a la personalidad. El abogado también está investido de esta figura, convirtiéndose en el «adulador» que deja de ser defensor de los derechos para convertirse en lobista de intereses privados, para lo que son más efectivas las relaciones propias del llamado «jeitinho» o «jeito» que el conocimiento técnico-jurídico o capacidad de convicción del juez.

Producto del patrimonialismo brasileño, el «hombre cordial», revestido de parte, abogado o juez, evidentemente imposibilitó la aplicación igualitaria de la ley, puesto que esta debería ser neutra y abstracta solo para quien no tuviera «buenas razones», es decir, para quien no formara parte del «círculo íntimo» para ser tratado de forma individualizada. En realidad, la lógica de la aplicación de la ley, en una cultura marcada por el patrimonialismo y dominada por el ciudadano que le corresponde —el «hombre cordial»—, solo puede ser la de la manipulación de su aplicación e interpretación, bien sintetizada en la conocida y popular expresión: «A los amigos todo, a los enemigos la ley». Cabe advertir que dicha expresión, cuya autoría es controvertida, pero que realmente desde hace mucho expresa el contexto brasileño, además de confirmar la aversión de nuestra cultura por la impersonalidad y la racionalidad, evidencia que la igualdad y, más clara y concretamente, la aplicación uniforme del derecho siempre fueron fantasmas para quien se acostumbró a vivir en un mundo sin fronteras entre lo público y lo privado, creyendo en la lógica de las relaciones «personales».

No obstante, si la universalidad de las reglas es algo indispensable para una sociedad que quiere desarrollarse y no favorecer a unos pocos, hay que pararse a pensar a quién siempre le ha interesado la irracionalidad y qué hacer para eliminar el caos en el que nuestra administración de justicia está sumergida. Sin más dilaciones, es necesario decidir si queremos renunciar al «jeito» y favorecer la universalidad del derecho y la autoridad del Poder Judicial. Si queremos ser una «familia» o una nación.

4. Cultura del personalismo, falta de cohesión social y debilidad de las instituciones

Una de las características de los pueblos ibéricos es el personalismo: la exaltación de la autonomía o la preocupación exclusiva con la afirmación individual y la falta de compromiso con objetivos que no se relacionen con intereses específicamente personales.

La cultura del personalismo es lo opuesto a aquella marcada por el asociacionismo, en la que los intereses de la comunidad prevalecen y congregan el esfuerzo de sus partícipes en nombre de la consecución de objetivos comunes. El asociacionismo se ve fomentado por el valor de la solidaridad, que, por algún motivo, estimula al individuo a preocuparse por sus semejantes y un entorno común.

La visión comunitaria, orientada a la realización de objetivos comunes, colabora naturalmente con la cohesión social y, en consecuencia, exige la organización de las voluntades de los individuos en el seno del grupo. Es decir, la relación que se establece es entre solidaridad, cohesión social y organización.

Señala Sérgio Buarque de Holanda que españoles y portugueses siempre vieron con desconfianza y antipatía las teorías que niegan el libre arbitrio (de la predestinación, calvinistas), pues, en la medida en que niegan la capacidad del individuo para cambiar lo que Dios ha predestinado, una cultura definida por el personalismo no podían dejar de rechazarlas. Esta mentalidad personalista, propia de españoles y portugueses, «habría sido el mayor obstáculo al espíritu de organización espontánea, tan característica de los pueblos protestantes y, en particular, los calvinistas. En las naciones ibéricas, a falta de dicha racionalización de la vida, que tan pronto experimentaron algunas tierras protestantes, el principio unificador siempre estuvo representado por los gobiernos. En ellas predominó, sin cesar, el tipo de organización política artificialmente mantenida por una fuerza exterior, que, en los tiempos modernos, encontró una de sus formas características en las dictaduras militares».

Además, cabe recordar que la ascesis protestante, esto es, la preocupación con la corrección de los actos que se llevan a cabo en la vida diaria, dieron al trabajo una configuración peculiar, puesto que su ejercicio de forma digna y adecuada era un deber y representaría una demostración de elección. No obstante, la ascesis intramundana no estaba relacionada solo con una forma de trabajo orientada a lograr la realización personal. En definitiva, lo que importaba era el cumplimiento de los deberes (entre ellos, el trabajo) indispensables para la demostración de la predestinación. Estos deberes, relacionados con la vida diaria, no podrían dejar de estar unidos al esfuerzo necesario para lograr los intereses del grupo o la comunidad. El trabajo, al importar como valor, se vincula a la solidaridad, que estimula la cohesión social y requiere organización y orden.

Como subraya Buarque de Holanda, un hecho que no se puede dejar de tener en cuenta en el examen de la psicología de los pueblos ibéricos es el invencible rechazo que siempre les ha inspirado toda moral fundada en el culto al trabajo. De ese desdén al valor del trabajo deriva una capacidad de organización social reducida. «En efecto, el esfuerzo humilde, anónimo y desinteresado es un agente poderoso de la solidaridad de los intereses y, como tal, estimula la organización racional de los hombres y mantiene la cohesión entre ellos. Donde prevalezca una forma de moral del trabajo difícilmente faltará el orden y la tranquilidad entre los ciudadanos, porque ambos son necesarios para lograr la armonía de los intereses. Lo cierto es que, entre españoles y portugueses, la moral del trabajo representa siempre un fruto exótico. No sorprende que fueran precarias, entre estas gentes, las ideas de solidaridad».

La cultura del personalismo, al no dejar margen para acuerdos y compromisos a favor de la comunidad, y el rechazo al valor del trabajo, al desincentivar la organización racional en provecho de «todos», obstaculizaron la solidaridad y la ordenación social. Inhibieron la cohesión social, imposibilitando el asociacionismo en pro de la realización de intereses comunes.

En la administración pública, en la que el cargo se ejercía en provecho del funcionario y para beneficiar a quienes tenían relación con él, no había ninguna posibilidad de conjugar esfuerzos para la consecución de los intereses objetivos de la institución. Además de verse como un lugar privado, la conjugación de esfuerzos tan solo podía darse para lograr los deseos de quienes de forma episódica se organizaban para realizar sus intereses personales, que obviamente no tenían que ver con el interés general que debería guiarlos.

5. ¿A quién le interesa la irracionalidad?

En una cultura patrimonialista y marcada por la personalidad, los jueces tienden a tratar de modo diferente casos iguales. Como es obvio, aquí no se pretende acusar a nadie de desvío de conducta o cualquier cosa de esa naturaleza. Al igual que se afirma teóricamente la necesidad de garantizar el derecho de que el litigante participe de forma adecuada en el proceso —para que, en consecuencia, no se fortalezca el oscurantismo y el arbitrio—, ahora se pretende dejar claro que, para evitar la manipulación de las decisiones, es imprescindible otorgar la debida y natural autoridad a los precedentes de los tribunales supremos, de forma que los jueces y tribunales ordinarios no tengan la «opción» de no tomarlos en consideración a la hora de decidir los casos conflictivos.

En verdad, al tenerse en cuenta los motivos que conspiraron contra el respeto a los precedentes de los tribunales supremos, no se puede ignorar la obviedad de que un juez que no tenga una pauta impersonal de conducta no se siente cómodo en un sistema en el que existe una previa definición de criterios de decisión. Está claro que, en dicha situación, el margen subjetivo y, por ende, de arbitrio del juez es limitado. Al menos en lo que se refiere a la aplicación del derecho, no tiene cómo actuar para favorecer a cualquiera de los litigantes.

Como es evidente, puede obviarse un precedente cuando el caso concreto tiene particularidades que lo distinguen del caso que originó su publicación. No obstante, sobre el juez o el tribunal recae una pesada carga argumentativa si quiere no aplicar un precedente que, según la argumentación de una de las partes, en principio se aplica al caso en cuestión.

Además, el Tribunal Supremo no puede dejar de aplicar un precedente cuando no se dan los criterios que justifiquen su derogación. Cabe recordar que la falta de acuerdo con una determinada interpretación o solución de una cuestión de derecho no da lugar a la derogación de un precedente. En definitiva, lo que importa es que la lógica de los precedentes obligatorios impide que se manipulen las decisiones o se favorezca a uno de los litigantes.

Por otro lado, también es verdad que los abogados pueden no sentirse cómodos en un sistema en el que la solución de los casos no puede variar en lo que respecta a las cuestiones de derecho ya resueltas por el Tribunal Supremo. No hay duda de que tendrán menos espacio —cuando tengan— para apoyar la posición de sus clientes. No obstante, esto, al contrario de lo que supone una visión corporativa, de defensa viciada de la profesión, es absolutamente racional y ético.

Ahora bien, el Tribunal Supremo existe justamente para dar unidad al derecho, de modo que, tras su intervención y decisión, los abogados tienen la obligación de informar a sus clientes sobre el precedente del tribunal, explicándoles los riesgos de un eventual conflicto judicial. Les corresponde advertir de los perjuicios de instar una demanda o de oponerse a una pretensión fundada, con lo que naturalmente se estimulan acuerdos y se frena el aumento de litigios y sus consecuencias negativas.

A ello se suma que reservar un espacio de trabajo al abogado a costa de la imprevisibilidad de las decisiones judiciales no es racional ni ético —como debería ser evidente—. La previsibilidad, además de constituir un resultado natural de la unidad del derecho y del debido ejercicio de la función constitucional de los tribunales supremos, no solo es un factor de gran importancia para optimizar la administración de la justicia, sino, también, algo imprescindible para el desarrollo de la sociedad en un contexto de respeto al derecho.

Esto no significa que no existan posiciones sociales interesadas en la falta de previsibilidad, o más concretamente, en la irracionalidad del reparto de la justicia. Es verdad que hay litigantes que no se preocupan de la previsibilidad. Prefieren creer en las relaciones de simpatía, estima e influencia personales, reproduciendo la «mentalidad cordial» que marcó al sujeto que, proviniendo de la familia patriarcal, pasó a ocupar el espacio público sin abandonar sus hábitos.

Cabe recordar que la trayectoria del «hombre cordial» comienza cuando se percata de la dificultad de vivir en un espacio racional e impersonal, en el que las relaciones personales no importan para su inserción en el entorno social. Su miedo ante este lugar, le llevó a servirse de la apariencia afectiva para seducir y buscar intimidad que le ayudasen a alcanzar sus propósitos. Esta cordialidad aparente, que le caracteriza, obviamente no pudo propiciar ninguna forma de asociacionismo o congregación ni de respeto al derecho, puesto que reveló solo un interés individual que, como consecuencia, generó un rechazo a cualquier ley que le lleve la contraria. La ley, dada su naturaleza impersonal, «no es para el hombre cordial»; este supone un mundo que, como la familia, tiene que estar presidido por la personalidad y, por tanto, permitirle que de forma natural que se aleje de las reglas que le perjudican.

De esta forma, el hombre cordial es la antítesis de la idea de que la ley es igual para todos y, como mera consecuencia, el patrimonialismo que se incorporó a la cultura brasileña es completamente antagónico a un orden jurídico coherente y un sistema racional de reparto de justicia. Los gobiernos autoritarios, las posiciones sociales que siempre han sido favorecidas, los ambientes deformados de la magistratura y la abogacía, no solo no necesitan la previsibilidad, sino que no quieren igualdad y mucho menos coherencia y racionalidad. Por ello, fingen no ver que es imprescindible una teoría que favorezca la autoridad de la función desempeñada por los tribunales supremos.

6. Patrimonialismo frente a generalidad del derecho y sistema de precedentes

Los sujetos protagonistas de una cultura patrimonialista, contraria a la impersonalidad, consideran la «generalidad de la ley» como un obstáculo para el desarrollo de sus aspiraciones. En esta cultura, el sujeto no se siente obligado a comportarse de acuerdo con el derecho y, por ende, apoyado en sus relaciones, debe escapar de la ley que le perjudica. Este es el espacio del «hombre cordial», del sujeto incapaz de vivir en organizaciones e instituciones caracterizadas por la racionalidad y la impersonalidad.

Existe una clara conexión entre la incapacidad de convivir con la impersonalidad —y, de este modo, con la generalidad de la ley— y la irracionalidad del reparto de la justicia. Todo lo que pueda comprometer la uniformidad en el trato que se da a los casos es bien recibido por quienes tienen interés en que prevalezcan las relaciones personales. Bien vistas las cosas, la máxima de que «los casos similares deben tratarse de la misma forma» les resulta insoportable a quienes consideran que tienen el derecho de que sus reivindicaciones reciban un trato individual.

Valga decir que, si hay una clara asociación entre la generalidad del derecho y el trato que se da a casos similares, del mismo modo, también hay una nítida relación entre la personalidad y la irracionalidad del derecho. Una cultura patrimonialista no solo renuncia a la previsibilidad o la calculabilidad, sino que también se beneficia de una práctica judicial que compromete la racionalidad. Aplicar una misma norma legal de formas distintas o decidir casos similares de modo diferente es coherente con la lógica de dicha cultura.

La cultura del «hombre cordial» no solo no tiene interés en un sistema de precedentes, sino que, sobre todo, recela de él. Esta cultura no ve la unidad del derecho, la generalidad o incluso la igualdad ante el derecho como ideales o valores. En definitiva, el «hombre cordial» es el sujeto del jeitinho, especialista en manipular, sin ninguna ética de conducta, que no le preocupa el fortalecimiento de las instituciones, la previsibilidad, la racionalidad de las conductas, la racionalización económica y los beneficios de una sociedad en la que los hombres sean conscientes de sus responsabilidades.

Un sistema judicial caracterizado por el respeto a los precedentes está lejos de ser un sistema dotado de una mera característica técnica. Respetar precedentes es una manera de preservar valores indispensables para el Estado de derecho, así como de posibilitar un modo de vivir en el que el derecho asume su debida dignidad, en la medida en que, además de ser aplicado de modo igualitario, puede determinar conductas y generar un modo de vida marcado por la responsabilidad personal.

7. Autoridad de los precedentes, respeto al derecho y responsabilidad personal

La incertidumbre sobre la interpretación de un texto legal o la solución de una cuestión de derecho diluye el sentimiento de responsabilidad personal. Nadie se siente responsable de una conducta cuando hay dudas sobre su ilicitud. Cuando el Estado, mediante los órganos encargados de aplicar el derecho, se muestra inseguro y contradictorio, bien porque ahora afirme una cosa bien porque ahora declare otra, se hace imposible desarrollar una conciencia social pautada en el sentimiento de responsabilidad o el respeto al derecho.

Una vida regulada por el derecho, en la que el sujeto se sienta responsable de sus conductas, presupone un derecho identificable, que no deje lugar a dudas y, por ende, a justificaciones personales absolutorias. Las decisiones contradictorias eliminan el derecho de autoridad, es decir, niegan al derecho su fuerza intrínseca de estimular y evitar conductas y, así, su capacidad de hacer que los hombres se sientan responsables. No hay duda de que una eventual sanción, cuando se aplica sin compromiso con la unidad del derecho, suena más como arbitrio que como responsabilización, pero la circunstancia más grave, cuando se tiene en cuenta la responsabilidad como ética de comportamiento, es la de que nadie puede dirigir su vida basándose en un derecho que no puede identificar o que los tribunales aplican de modo contradictorio.

Es interesante recordar que, como demostró Weber, la ascesis protestante dio origen a un modo de vida en el que los actos cotidianos, en particular, los vinculados al ejercicio del trabajo, debían tener un contenido que dignificase a Dios. En especial, los calvinistas, que creían en la doctrina de la predestinación del hombre, se sentían obligados a realizar valoraciones introspectivas para comprobar si realmente se estaban comportando como elegidos. Esta exigencia del hombre por el propio hombre a partir de contenidos bíblicos, dio origen a una responsabilidad personal dotada de enorme peso, en el que las figuras de la acusación, la defensa y el juez se concentraban en una única persona. La ética protestante, además de haber convertido el trabajo en un deber religioso, puso el acento sobre la responsabilidad personal, de modo que cabía confundir comportamiento protestante con comportamiento pautado en una casi insoportable responsabilidad personal.

Cabría preguntarse qué tiene que ver esto con un comportamiento pautado en el derecho. Realmente es necesario dejar claro que una vida pautada en el derecho obviamente está lejos del comportamiento del hombre que vive de una forma tal que el derecho no le afecte. Este último, en vez de dar valor a una vida basada en el derecho, está únicamente interesado en disfrutar la vida de una manera tal que el derecho no le sorprenda. El calvinista, bien es verdad, tenía miedo de no salvarse, pero vivía de acuerdo con los preceptos de la Biblia para, convenciéndose a sí mismo —y a nadie más—, sentirse digno ante Dios. El hombre que decide pautar su vida en el derecho no está preocupado por no sufrir sanciones, sino que desea tener una vida acorde al derecho por un imperativo de orden moral y personal. Tiene un modo de vida que, para ser digna para sí mismo, solo puede estar en consonancia con las reglas estatales que regulan la vida en sociedad.

De esta forma, una vida conforme al derecho y, en consecuencia, impregnada de la responsabilidad, solo es posible en un Estado que protege la coherencia del orden jurídico. La multiplicidad de decisiones diferentes para casos iguales impide la postura de respeto al derecho, con lo que pierde fuerza o desaparece la responsabilidad sobre el sujeto.

Aún cuando se piensa en las ventajas de un comportamiento que respete el derecho por temor a la sanción, queda claro que, cuanto más difieren las decisiones sobre una cuestión de derecho, menor es la carga de presión psicológica sobre el sujeto. Aquí ya no importa si el hombre puede tener un comportamiento éticamente orientado, sino solo si el derecho tiene capacidad para inhibir conductas y, de esta forma, autoridad para hacerse respetar.

No hay duda de que el derecho pierde autoridad en relación directa a su indeterminación. La fluidez del sentido del derecho conspira contra su autoridad, pudiendo quitarle fuerza para la regulación social. El derecho, como amenaza, es menos efectivo cuanto más permita que el sujeto lo considere como no aplicable. En este sentido, está claro, despoja de autoridad al derecho para evitar que se desvirtúe el comportamiento social. Además, aunque el sujeto pueda sentirse obligado por uno de los sentidos que los tribunales reconocen al derecho, aun así, puede preferir no observarlo y correr el riesgo de que eventualmente ese sea aplicado.

Así, tanto para tener una vida pautada en el derecho, como para que el derecho tenga fuerza para regularla, es fundamental la unidad del derecho y, de esta forma, que los tribunales supremos funcionen como tribunales de precedentes. La individualización del derecho, indispensable para su autoridad, contribuye al desarrollo de la responsabilidad personal, aunque de maneras distintas, en cualquiera de esos casos.

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