Prácticas y sentidos funerarios en Quito. Siglo XX

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Descripción

XV Encuentro Iberoamericano de Valoración y Gestión de Cementerios Patrimoniales I Jornadas de Espacios Funerarios Chilenos “Un padrenuestro y un avemaría: otras dimensiones de las prácticas, ritualidades y sentidos funerarios en el Quito del siglo XX.”

Leonardo Zaldumbide

A manera de introducción Algo grande está pasando. Una visita al hospital donde yacía la abuela enferma se convirtió en una sorpresa, cuando menos, extravagante: junto a su lecho reposaban coloridos avisos que ofertaban exequias en los más vanguardistas cementerios quiteños. La abuela que sabía de mis intereses investigativos, aunque no a profundidad, me pidió que le recomiende el mejor cementerio para enterrarse. Uno de los volantes me sorprendió sobremanera; su texto rezaba: “Mimándote en vida, administrando tu muerte”. El cementerio en cuestión es un holding funerario que entre sus asociados tiene aseguradoras, servicios médicos, empresa de repatriaciones y sucursales en toda América Latina, Europa y Estados Unidos. Luego de ver las “opciones” de inhumación en una ciudad donde ninguno de sus más de sus 50 cementerios urbanos y 53 rurales es realmente público la respuesta para mi abuela fue un lacónico “no sé”. La afirmación con la que empecé este ensayo se convirtió en una de esas interrogantes que regresan continuamente y que debe ser analizada con mayor profundidad. Más allá de la evidente presencia de un gran número de cementerios o empresas funerarias que han ido definiendo y copando el llamado “mercado exequial” desde inicios de la década de los setenta, propongo pensar el papel que cumplían y cumplen las ritualidades funerarias que, cada vez de manera más generalizada, son homogenizadas bajo la administración del mercado funerario. Quito, como muchas otras capitales latinoamericanas, es una ciudad que se ha formado en base a crecientes olas de migración interna que han dado lugar a la morfología actual de la ciudad. Por tanto, contrario a lo que algunos puristas “quitólogos” piensan, quizá la característica más importante de Quito, es justamente su diversidad y la imposibilidad de encontrar lo “genuino” en una ciudad que se construye cotidianamente en sus contradicciones. Este criterio 1

homogeneizador, basado en la aplicación de normas higienistas y de control arrancó en las primeras décadas del siglo XX y se consolidó mediante la inserción de elementos salubristas en las prácticas de administración de la vida y la muerte. (Kingman, 2008) Las transformaciones que van a suceder en la administración de la muerte desde el siglo XIX, no serán inmediatas como sostiene Ariès (2005: 11-19), sino que se tratará de procesos en los que pueden subsistir elementos del antiguo régimen entremezclados con nuevas formas de administración de los cuerpos. Si esta dimensión de movilidad en la muerte y sus fenómenos propuesta por Ariès es trasladada al pensamiento foucaultiano se tendrá como resultado que se puede hablar de la coexistencia temporal de distintos regímenes de administración de la vida y la muerte bajo la lógica del bio-poder: “El nuevo derecho no cancelará al primero, pero lo penetrará, lo atravesará, lo modificará. Tal derecho, o más bien, tal poder, será exactamente contrario al anterior: será el poder de hacer vivir y dejar morir” (Foucault, 1992: 249). El siglo XX aparece como una temporalidad de diversidades; las técnicas de poder, aparecidas en el siglo XIX, van a estar centradas especialmente en el cuerpo y en la vida social, es decir, se tratará por vez primera de sistematizar las relaciones sociales en las que se desenvuelve la vida de la población mediante herramientas, sobretodo, sanitarias y estadísticas: “Se trata de aquellos procedimientos mediante los cuales se aseguraba la distribución espacial de los cuerpos individuales […] y la organización – alrededor de estos cuerpos- de todo un campo de visibilidad” (Foucault, 1992: 250). Kingman sostendrá que, en el caso quiteño, se puede hablar de la construcción de este aparataje tecnológico de administración de la vida de la población en dos momentos: en principio con el aparecimiento de la primera generación de higienistas centrados en la idea de “salud” y, luego, mediante la segunda generación de higienistas – entre los que destacó Pablo Arturo Suárez- que sostenían la idea de “medicina social” como un campo autónomo que pretendía influir en las condiciones de vida de la población, sobretodo, urbana (2008: 302 -303). Surgirá en el país, dentro de un discurso nacionalista ampliamente extendido, la idea de superación de los “vicios sociales” mediante la realización de importantes esfuerzos “civilizatorios” relacionados al aparecimiento del urbanismo, la aplicación de la estadística social, la idea de ornato y la salud pública (Kingman, 2008: 345- 350). Por primera vez se aplicarán en Quito procesos destinados a la administración de la vida desde el nacimiento hasta el aparecimiento de enfermedad y la muerte, teniendo en cuenta que a la luz de Foucault: 2

“objetos de saber y objetivos de control de la bio-política eran pues, en general, los problemas de la natalidad, de la mortalidad, de la longevidad” (1992: 251). La aplicación en Quito de las tecnologías descritas va a producir, no solamente un impacto severo en la vida cotidiana de la población, sino la continua re significación

y

transformación de las condiciones en que se desenvuelve la vida misma en las comunidades. Tal como sostiene Kingman, a principios del siglo XX se darán elementos que permitirán la autodefinición de las élites y la propia desclasificación de los sectores populares en tanto se insertan, física y simbólicamente, al nuevo proyecto urbano (2008, 249). Con el surgimiento de una sociedad altamente determinada por el campo médico ―sociedad farmacológica o medicalizada− se establece un punto de inflexión en la manera como se entiende a la enfermedad y a la muerte. El enfermo y el muerto son tenidos como estados indeseables, por tanto, deben ser recluidos y sanitariamente administrados: “En el homo sapiens, “saludable” es un adjetivo que califica acciones éticas y políticas” (Ilich, 2006: 538). Desde mediados del siglo XX las prácticas bio-políticas van a posicionar al campo médico como el administrador de la enfermedad y la muerte, es decir, ocupando el espacio otrora legado a los sacerdotes y a la Iglesia Católica (Baudrillard, 1980; Ilich, 2006). La administración médica de la vida va a ser aceptada por la población debido al éxito que, durante el siglo, va a tener la medicina en la lucha contra las más grandes pandemias que asolaron a la especie. El desarrollo médico va a superar con creces a nuevos tipos patológicos como el SIDA y las variadísimas formas de cáncer, situación que va a propiciar el cada vez mayor envejecimiento de las poblaciones alrededor del mundo. Esta situación motivará a que cada vez sea más común “la muerte fuera del hogar” debido al trato patológico de la ancianidad, a las regulaciones hospitalarias sobre el cuerpo, a las técnicas para el control del dolor, al aparecimiento de departamentos de gerontología, a la especialización de unidades de cuidados intensivos y a la administración hospitalaria y su vinculación con grupos económicos como aseguradoras y financistas. En tal sentido, se entiende que la administración clínica del proceso de la muerte conduzca a la transformación de los elementos simbólicos tradicionales ligados a la misma y a la administración del cuerpo del difunto (Thomas, 1991: 84). La vida, planificada bajo esta perspectiva, inicia “con el chequeo prenatal” y termina con una señal en un diafragma para ordenar que la resucitación se suspenda” (Ilich, 2006: 597). Como se puede intuir, este meticuloso proceso de gestión clínica de la vida ha afectado de 3

manera importante, a las prácticas y rituales tradicionales ligados a la muerte, en tanto, aparecen como elementos heredados del antiguo régimen. Dirá al respecto Norbert Elias:

Nunca antes en toda la historia de la humanidad, se hizo desaparecer a los moribundos de modo tan higiénico de la vista de los vivientes para esconderles la vida social; jamás anteriormente se transportaron los

tras las bambalinas de

cadáveres

humanos,

sin

olores y con tal perfección técnica desde la habitación mortuoria hasta la tumba (2010: 49). Este proceso, que siguiendo a Bourdieu, llamo “profesionalización del campo funerario” ha producido, sobre todo desde fines de la década de los sesenta profundos impactos en las prácticas funerarias de la población quiteña. El control del cuerpo de los difuntos y su disposición ulterior se convierte, a fines del siglo XX, en un campo especializado en el que el tanatólogo trata con el cuerpo difunto mientras que el vendedor trata con los deudos. Se trata, bajo esta perspectiva, de alejar a los vivos del proceso de administración de los cuerpos de los difuntos que “se muestra por ejemplo en la forma de tratar a los cadáveres y en el cuidado de las sepulturas. Ambas cosas las han dejado hoy en gran medida los familiares, parientes y amigos, y han pasado a manos de especialistas a los que se les paga por hacerlo” (Elías, 2010: 47). En la contemporaneidad, las prácticas funerarias, en muchos casos, se alejan de manera rápida de las esferas de lo espiritual y se acercan a la administración física del cuerpo de difunto y a la administración social de la muerte con los deudos. El velatorio, bajo estas circunstancias puede aparecer como “un acto social y, profano que mantiene cohesionada a la sociedad de los creyentes, de los amigos, de los afectos y los hábitos” (Marí, 2005: 46). De alguna forma, este proceso de secularización propuesto por el campo funerario y regulado por prácticas bio-políticas responde a la pretensión social de que es posible planificar la vida y con ella a la muerte. Los conceptos sobre los que funciona este sistema son, a mi entender, la “previsión social” y el “paradigma preventivo” propuesto por (Ilich, 2006) ya que detrás de esta aparente preocupación por los que quedan vivos luego de la muerte de un familiar o ser querido ―que es como generalmente se publicitan los planes de las empresas funerarias o aseguradoras− se puede entrever la necesidad que han tenido las empresas exequiales más grandes por fidelizar en vida a

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sus futuros usuarios, sin que esto signifique, que piensen a la muerte como una posibilidad cercana.

Sin embargo, tal como se ha mencionado, este proceso de administración de la vida y la muerte no se produce de manera inmediata; en el caso del campo funerario quiteño puede ser leído en tres tempralidades distintas: una primera etapa parte de la instalación de los primeros cementerios extra muros –San Diego y El Tejar a medidos del siglo XIX- y se extiende hasta las primeras décadas del siglo XX. Estos primeros decenios del siglo de estudio estarán caracterizados

por la fuerte presencia que la Iglesia Católica tiene en los procesos de

administración de la muerte aunque ya haya, a inicios del siglo XX, mucha influencia del pensamiento higienista de primera generación. Un segundo periodo estará fuertemente influenciado por la expansión urbana y la migración extensiva desde el espacio rural hacia la ciudad. Este periodo se extenderá desde los años 30 hasta fines de los sesenta del siglo XX y estará caracterizado por la edificación de criptas modernas y por la profesionalización del sector funerario. Una tercera etapa comienza, a mi entender, a inicios de los años setenta y se extenderá hasta la contemporaneidad. Inicia con la llegada al país de las primeras franquicias funerarias internacionales y la idea de “parques cementerios” en conjunción con la expedición de la normatividad formal para el campo funerario.1 Esta temporalidad

sirve

como referente

metodológico ya que los elementos presentes en cada una de las etapas convivirán, en mayor o menor medida con otros del pasado. En cada una de estas etapas las prácticas rituales y los sentidos con los que las comunidades van a “enfrentar” a la muerte sufrirán transformaciones importantes. Más allá de una enumeración de la interminable ritualidad funeraria que ha desaparecido y o se mantiene hasta la actualidad me interesa comprender ciertos elementos políticos y simbólicos que subyacen a la experiencia comunitaria de la muerte que se enfrenta a la administración aséptica e individualizada que se da desde fines del siglo XX y que es propuesta por los nuevos emporios de la muerte. En definitiva, pienso que con la homogenización sistemática del fenómeno funerario se pierden ciertos elementos con los que la comunidad se reconstituye luego de una

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Reglamento de salas de velación, empresas funerarias, cementerios, criptas, inhumaciones, exhumaciones, cremación, embalsamamiento, formolización y transporte de cadáveres humanos, Quito, 1974.

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pérdida y que, por lo general, toman forma de compleja ritualidad funeraria. (Bell, 1997; Turner, 2012)

Dos muertes en un espacio

En octubre de 2012 las vidas de dos seres humanos se extinguían en la sala de cuidados intensivos del Hospital Carlos Andrade Marín del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) en Quito. Uno de ellos era Federico Chungandro, líder comunitario de La Merced que en los años setenta, luego de la parroquialización del poblado, luchó junto a su comunidad por la dotación de la cancha de fútbol y del cementerio que se llamaría Camposanto La Merced. Don Federico, con su trabajo de peluquero en el Centro Histórico de Quito, se había afiliado al Seguro Social y gracias a ello podía calmar sus achaques de octogenario con los servicios de salud del IESS. Luego de haber departido en algunas ocasiones con don Federico, perdí contacto con él y con el resto de amigos de La Merced. Dos años después, la casualidad me llevó a encontrarme con Federico, aunque él ya no tuviera conciencia de este nuevo encuentro. Sus familiares lo habían trasladado al Hospital del Seguro luego de haber sufrido una falla cardiaca fulminante. Ahí lo encontré, entubado e inconsciente, atado a un respirador artificial y con hordas de enfermeras que monitoreaban sus escasos signos vitales. Yo no fui a visitar a Federico sino a mi suegro que era la otra persona sobre la que relaté. Había sufrido una potente crisis neurológica a sus 54 años y había sido trasladado a cuidados intensivos de la misma casa de salud luego de que las finanzas familiares menguaron al intentar tratar en el sistema de salud privado un estado de inconciencia que podría, según decían los médicos, durar días, semanas o años. Federico murió esa misma semana, mi suegro sobrevivió un mes más. La familia de mi suegro, luego de acaecida su muerte, empezó una suerte de negociación familiar que abarcaba temas tan variados como el tipo y características del servicio funerario, el debate entre inhumación o cremación, la misas de mes y, claro está, las herencias. El proceso posterior a la muerte de una persona está tan plagado de trámites y formalidades que muchas de las empresas funerarias contemporáneas se encargan de todo, incluso de cobrar y administrar el fondo funerario que provee el IESS. Para muchas familias quiteñas, el tema de la muerte se 6

convierte en un tema oneroso —puede bordear los 7000 dólares americanos−, pero que reviste altísima significación social al ser un elemento de distinción. Por tanto, el cementerio y la administración del cuerpo del difunto se convierten en procesos de distinción cada vez más rápidos y asépticos (Bourdieu, 2001: 10-11). Gran cantidad de la población quiteña no puede costear estos gastos, sin embargo, se ve socialmente presionada a acceder a este tipo de servicios funerarios. Federico fue enterrado por su comunidad en el Camposanto La Merced. Los costos del féretro y de la funeraria fueron repartidos entre la vecindad, mientras que las prácticas funerarias, que incluyen juegos, rezos y representaciones se las realiza por gestión de la comunidad misma. El costo de un espacio de inhumación en La Merced bordea los 20 dólares, aunque para Federico, en su calidad de líder comunitario, fue gratuito. A pesar de que estas dos vidas se extinguieron casi al mismo tiempo y en el mismo hospital, los procesos de administración de la muerte y las prácticas rituales relacionadas resultan absolutamente distintos. El desarrollo de la biopolítica y sus conceptualizaciones relacionadas (Foucault, 2007; Foucault, 2010; Foucault, 2012; Esposito, 2007) como salida para la explicación contemporánea a la administración de las vidas y las muertes no alcanza, en rigor, a explicar las fugas y alternativas al sistema de administración de las muertes que supuso el dominio de la gestión médica o la implantación de la previsión como categorías deseables y “civilizadas” bajo las que se debía morir en la sociedad del siglo XX. El siglo XX se presenta, por tanto, como una temporalidad sumamente compleja para estudiar Quito si se tiene en cuenta , más allá de la importancia simbólica que tiene la ciudad en su condición de capital, que los procesos estructurales y demográficos que se han producido durante el siglo han obligado sistemáticamente a la redefinición continua de la dimensión política y cultural de lo que significa morir, es decir, que en Quito se muere, se ritualiza y se representa a la muerte de maneras muy diversas. Me pregunto, teniendo en cuenta esta diversidad de manifestaciones tan cercanas: ¿cuándo y bajo qué circunstancias las muertes –diversas- han sido estudiadas y evidenciadas académicamente? ¿Cómo las categorías género, raza y clase pueden dar luces

sobre la

diversidad de procesos políticos y culturales que tienen lugar en las prácticas de muerte y de administración de los cuerpos? ¿Qué usos sociales, culturales y políticos puede tener la muerte de un vecino en diversas comunidades quiteñas? 7

Encuentro, siguiendo a Rancière (2007: 252), que la muerte al nivel de la historiografía general

ha sido evidenciada

solamente bajo ciertas circunstancias de heroicidad o

excepcionalidad como podría ser la muerte de Eloy Alfaro, los muertos de la “Guerra de los cuatro días”, la muerte de Jaime Roldós o los caídos de Tiwintza (Ayala, 1996; Pareja Diescanseco, 2009; Salvador Lara, 2009; Espinosa, 2011). La muerte, generalmente, aparece en estos estudios como un elemento estructural que tiene lugar en el devenir de los hechos históricos y que puede ser consecuencia de los mismos. En la historiografía médica la muerte tiene otros matices; aparece bien sea como el límite de la existencia humana o como el elemento anti civilizador contra el que se establece una lucha continua basada en el desarrollo científico y tecnológico (Guarderas, 2003; Estrella y Burgos, 2009). La antropología y sus antecesores también han tratado acerca de las prácticas y ritualidades de la muerte, sobretodo, aquellas relacionadas con el mundo indígena al que se considera heredero de elementos ancestrales significativos. Hasta los años sesenta

se

recopilaron, con técnicas descriptivas y etnográficas, una serie de prácticas funerarias indígenas consideradas exóticas, pero fundamentales para la construcción de ciertos elementos relacionados con la identidad nacional (Carvalho Neto, 1964; Rivet, 1977). La antropología contemporánea también ha aportado con nuevas interpretaciones acerca de las prácticas rituales, sobretodo, indígenas explorando temas como la cohesión social y política detrás de los ritos funerarios (Ferraro, 2004; Salomon, 2010). Sin embargo, ningún acercamiento anterior se ha centrado en las prácticas y sentidos de muerte como procesos que se producen dentro de las estructuras políticas y que, en este caso, tienen como marco al espacio urbano concebido como un complejo sistema de negociaciones, mixturas y disputas de todo orden en el que la muerte puede reflejarse en variadísimos regímenes de administración cultural y política. En este sentido es posible encontrar procesos sociales complejos, como la administración de la muerte, relacionados con prácticas cotidianas que se naturalizan en la dimensión lingüística y que se configuran en la dimensión política sin ser comprendidos en profundidad por las comunidades. Los hechos políticos, sociales y económicos serán definidos bajo una idea dominante de modernidad que desconoce, siguiendo a Echeverría, no solamente la posibilidad de existencia de “modernidades alternas” sino también de procesos de constitución de lo social alrededor de múltiples elementos simbólicos que escapan a las configuraciones dominantes (Echeverría, 1998). 8

A lo largo del siglo XX estos procesos de configuración de lo político se han relacionado, como nunca antes, con una dimensión tácita, pero sobretodo fáctica, de administración de la vida y los cuerpos. La muerte y su administración a lo largo del siglo XX, por ejemplo, es bajo esta óptica un terreno de lo social que ha sido, si se quiere, domesticado por la presencia de la asepsia médica en el imaginario político, pero también, por la folclorización sistemática de elementos significativos lejanos al afán civilizador de la modernidad occidental dominante. La muerte y el morir aparecen, por tanto, en ese oscuro espacio de lo que no debe ser definido, pues o bien no reviste importancia aparente dentro del mundo de lo político o sus funciones y significación han sido ocultadas para el funcionamiento del sistema capitalista contemporáneo. Bajo esta perspectiva que busca aportar a la re significación de las prácticas sociales y políticas de las comunidades al preguntar si es posible rastrear en la conformación de distintos regímenes, entendidos como espacios institucionales y culturales de ejercicio de lo político, el funcionamiento de las distintas prácticas sociales que han dado sentido al acto de morir durante el siglo XX en la ciudad de Quito. Me pregunto, teniendo en cuenta lo anterior, si es posible comprender a través de la historiografía tradicional, la antropología o el folclore, ciertos elementos que permitan entender la manera en que la muerte, en sus distintas formas y prácticas ha sido leída y significada a lo largo del siglo XX en Quito, y a su vez cómo este proceso de construcción política de la muerte dentro la modernidad, entendida como un proceso unificador y civilizador, ha ido dejando de lado múltiples formas alternativas vigentes mediantes las cuales distintas comunidades quiteñas comprenden la muerte y cohesionan su sentido social. Procuro entender estas dinámicas siguiendo a Rosanvallon (2002) en tanto entiende que lo político también engloba una modalidad de existencia de la vida comunitaria y una forma de acción colectiva que se diferencia de la política. En ese sentido lo político concierne a todo aquello inherente a la polis (prácticas, poder, ley, estado nación, justicia, identidad, etc.) que va más allá de la competencia partidaria por el ejercicio del poder. En este ejercicio, por tanto, planteo identificar mediante ejemplos puntuales las maneras en que los individuos y grupos han elaborado su comprensión de las situaciones y cómo la polis ha buscado encontrar su forma legítima. Teniendo en cuenta lo expuesto, considero útil para explorar el campo de los regímenes históricos de muerte y su significación social y política, la exploración de alternativas que permitan comprender las maneras en que las comunidades

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quiteñas configuraron y configuran sus prácticas rituales funerarias y los procesos de administración social de la muerte durante el siglo XX.

Ejemplificando con algunas prácticas de muerte y vida “La muerte es un problema de los vivos. Los muertos no tienen problemas” (Norbert Elias, 2009: 22)

Basta ver detenidamente algún noticiero en horario estelar para comprender que buena parte de las noticias tienen directa o indirectamente referencias a la muerte. Lo mismo sucede en muchos otros campos de la vida cotidiana: videojuegos, periódicos, películas, música, etc. Esto demuestra la existencia de espacios donde, no sólo se puede hablar de la muerte, sino que se constituye en un elemento central. La muerte ajena, es decir, la que no afecta directamente puede ser exhibida, mostrada e incluso ridiculizada, sin embargo, la muerte propia o la muerte cercana debe ser ocultada incluso como posibilidad. De cierta manera, se habla, se escribe y se piensa todo el tiempo acerca de la muerte aunque la evidencia de la propia muerte se mantenga velada. La muerte ha sido desde tiempos inmemoriales un elemento central en la cotidianidad humana, sin embargo, esta idea de centralidad de la muerte siempre se ha manifestado en forma de sentidos, rituales y prácticas diversísimas. La muerte y aquello que está relacionado a ella pueden ser considerados desde siempre elementos distintivos de la humanidad ya que el trato a la muerte ha determinado históricamente

formulaciones culturales, sociales e incluso

geográficas fundamentales para los conglomerados humanos (Morin, 2007). Gran parte de los elementos arqueológicos que conocemos y gran parte de los monumentos que decoran pueblos y ciudades se presentan como potentes evocaciones relacionadas a la muerte: “Memoria, comunidad y relato o preservación del pasado han estado ligados desde siempre en la construcción de monumentos, especialmente funerarios […] Más aún, muerte y monumento, memoria y comunidad, pasado y relato del pasado han sido materia permanente de las más diversas sociedades a lo largo de la historia” (Achugar, 2003, 198).

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La muerte está, por tanto, presente siempre en la vida humana, constituye el acto liminar por excelencia, pero esa condición de excepcionalidad no significa de ninguna manera que la muerte sea un elemento inmutable. Las prácticas y percepciones relacionadas a la muerte y las maneras de morir han cambiado radicalmente con el paso del tiempo y se han adaptado a las necesidades de los distintos grupos humanos (Ariès, 2005; 2011). Desde la antigüedad y hasta la actualidad, las comunidades humanas han buscado sentidos en la muerte y en el destino de los muertos de múltiples maneras, siendo la dimensión política de la muerte una de las que más se ha visibilizado por la historiografía tradicional o por las expresiones monumentales y artísticas bajo la forma de “culto político a los muertos” (Rader, 2006: 14; Ranciere, 2007). Una de las líneas de pensamiento más prolíficas desarrolladas por Michel Foucault tiene que ver, justamente,

con las nociones de biopoder y biopolítica; formas tecnológicas de

administración del poder que, especialmente desde el siglo XIX, se introducen en los cuerpos como una manera de administrar las relaciones vitales y productivas en la población: “Me parece que uno de los fenómenos fundamentales del siglo XIX es aquel mediante el cual el poder – por así decirlo- se hizo cargo de la vida. Se trata de una forma de poder sobre el hombre en tanto ser viviente, es decir una especie de estatalización de lo biológico […]” (Foucault, 1992: 247). Esta aproximación a la idea contemporánea de administración de la muerte suele analizarse como si de un poder omnímodo se tratase, sin embargo, incluso el mismo Foucault reconocía que dentro de las urdimbres del poder había posibilidad de liberación o escape. Las prácticas rituales pueden ser leídas como espacios de fuga o como elementos que ocurren entre las porosidades que se presentan en los regímenes de administración de la vida. Por tanto, las prácticas funerarias, más allá de meros hechos de carácter simbólico e incluso más allá de su importancia como ritos de paso2, revisten y han revestido importancia en tanto formas que permiten la cohesión cultural, social y política de las comunidades. En el caso quiteño, y teniendo en cuenta las transformaciones temporales que se han planteado, las ritualidades funerarias han cumplido interesantes papeles dentro de las negociaciones culturales y políticas que se han establecido dentro del tejido social urbano. Por citar un ejemplo, mientras en el tejido urbano de los años 30 se consolidaba la idea de la administración médica y hospitalaria de la 2

Turner dirá al respecto que: “Los objetos, los actos, en el proceso ritual no son meras cosas abstractas sino que participan de los poderes y virtudes que representan” (Turner, 2012: 3) En tal sentido se entiende que los ritos de paso relacionados con la muerte siempre aparezcan revestidos de gran solemnidad y respeto debido al carácter liminar y simbólico de la muerte.

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muerte, en otros cementerios cercanos a la ciudad se dan prácticas de control poblacional ajenas a la planificación estatal. En comunidades cercanas al casco urbano se practicaron hasta mediados del siglo XX prácticas eugenésicas que respondían a formas alternativas de gestión de la enfermedad y la muerte. En Perucho, por ejemplo, comentan: “Al que iba a morir se le dejaba en el cementerio para que agonice. Acá se tenía miedo a la enfermedad porque estábamos lejos de los hospitales, entonces en el cementerio mismo se les dejaba a que mueran.” (Entrevista a N.Z julio de 2013). Un caso similar, pero aún más sorprendente sucedía en Checa hasta mediados del siglo XX, según lo relata el doctor Nelson Montenegro: "En los tiempos que corren se habla con frecuencia de la eutanasia o muerte piadosa que se aplica, al margen de la ley, a los enfermos terminales. Este procedimiento trae a la memoria lo que ocurría en el anejo de Chilpe [la actual parroquia de Checa] en el lejano pasado cuando las curanderas practicaban una eutanasia a la criolla con enfermos que sufrían una larga y dolorosa agonía. En tales casos se daba de beber al paciente el “agüita del descanso”, pócima que producía la muerte inmediata. ¿Qué contenía aquella misteriosa poción, cuya preparación se mantenía en secreto? Versiones de viejas abuelas afirmaban que se ponía fin a la agonía con una preparación que contenía zumo de perejil, leche materna y una tercera substancia que se mantenía en rigurosa reserva. Entonces, tomada la decisión de abreviar el sufrimiento del enfermo, se llamaba a la ejecutora de la operación que se presentaba en la casa con la receta preparada y lista para la aplicación. Entraba a la habitación acompañada de otra persona que le ayudaría a enviar al más allá al sufrido paciente. Instaladas las dos mujeres en el lecho, rezaban una oración por el alma que está a punto de partir y luego con mucho cuidado vertían todo el contenido del vaso en la boca del difunto. En minutos y entre convulsiones cesaban los ronquidos y llegaba la muerte." (Entrevista , agosto de 2010). Ambos ejemplos dan cuenta de la dificultad que tuvo el sistema sanitario para controlar aquellas prácticas consideradas bárbaras, sin embargo, al indagar en la población se descubre que el rito de muerte vinculado a la idea eugenésica tenía razón de ser en parroquias abandonadas y pobres en las que la reproducción de la vida era desfavorable. En estas tramas rituales también se pueden leer las distintas cosmovisiones culturales que convivieron y conviven en la actualidad quiteña. El campo funerario contemporáneo desconoce, en gran medida, la importancia ritual que la muerte reviste para comunidades indígenas enclavadas en la ciudad, tal es el caso de la comunidad de La Merced en la cual el Aia marcai o 12

celebración de difuntos andina es un espacio fundamental para la consolidación de la vida comunitaria. En esta población, por ejemplo, existen elementos que son compartidos por muchas comunidades como la concepción circular del tiempo que hace que los funerales no sean percibidos únicamente como despedidas, o la organización social que permite que se generen formas alternativas de administración de la muerte en los diversos territorios comunitarios en los que, para citar un ejemplo, las mujeres adquieren un rol fundamental al ser las matronas las administradoras de la muerte en el poblado. Uno de los aspectos más interesantes que existe en La Merced está relacionado con la dimensión lúdica presente en los entierros. Gustavo Gualle, encargado de cultura de la Junta Parroquial, comenta: "Se suelen poner ciertas cosas en los ataúdes para que el difunto recuerde su vida terrenal. Me acuerdo de una señora que era tendera y en su ataúd le pusieron una librita de harina, una librita de fréjol, un pan, así, para que recuerde las cosas que hacía cuando administraba su tienda y siga vendiendo a los otros muertos en el más allá.” (Entrevista, julio de 2010) Don Neptalí Mejía, hombre de buen humor, cuenta que los velorios en La Merced no son para llorar sino para recordar y ayudarse. Neptalí comenta acerca de un juego muy particular que tiene lugar en la parroquia y que tiene como fin el ayudar a los deudos: "Los familiares del difunto donaban un borrego, al borreguito lo esconden. Luego mandan a los que están participando a buscar al borrego y la consigna es encontrarle. Cuando lo encuentran se lo trae y se lo mata. Ese borrego es para cocinar para las personas que están participando. Con el borreguito se hacen unas papitas. Caldo hacen, caldo de borrego." La tradición, además de lúdica, tiene un fuerte componente solidario que hace que los vecinos se sientan respaldados en los momentos de dolor que se contrapone a las prácticas empresariales de trato a la muerte. (Entrevista, septiembre de 2013) La relación entre vivos y muertos no acaba con la muerte, de hecho, se reconstituye y transforma continuamente. Los ritos de inhumación cierran un ciclo para el difunto y reintegran a los deudos a su comunidad (Bell, 1997; Panizo, 2005; Turner, 2012). Por tanto, los ritos de muerte, pueden entenderse, siguiendo a Raymond Williams dentro lo que él concibe como elementos de las estructuras de sentimiento o experiencia, en tanto revelan la tensión existente entre elementos pertenecientes a la conciencia oficial (control poblacional) y aquellos pertenecientes a la conciencia práctica de las poblaciones. (Williams, 1985). Estas prácticas complejas pueden ser comprendidas por su carácter ambivalente dentro de las políticas de 13

administración de la vida y la muerte, es decir, por una parte mediante el sentido que la población construye alrededor de la experiencia de la muerte que se adapta a la realidad estructural del entorno social, pero que por otro lado resiste y coexiste frente a las prácticas de la sociedad de control. Estos espacios de fuga al control político sobre los cuerpos de los vivos y los muertos toman la forma de las estrategias de solidaridad esbozadas por Danilo Martuccelli, que sin enfrentarse directamente a las tecnologías de control coexisten en forma de prácticas y sentidos comunitarios frente a la muerte (Martuccelli, 2007). De ahí la importancia de comprender la función de los rituales funerarios, no solo como elementos sanadores e integradores sino como espacios donde tienen lugar complejos procesos de construcción política de las comunidades.3 Para explicar la afirmación tomaré ejemplos de la segunda división temporal, es decir la que corresponde a la expansión urbana a partir de los años 30 hasta los 70. En este periodo Quito no solamente creció debido a las migraciones y al abandono del centro por parte de las élites, sino también debido a un intenso proceso de conurbación de antiguas poblaciones cercanas, tal es el caso de La Magdalena, Chillogallo, Cotocollao, El Inca, Conocoto, entre muchas otras, las cuales al ser absorbidas por el tejido urbano aportaron con sus espacios de inhumación ancestral. Estos cementerios, no públicos sino más bien comunales, funcionan bajo antiguos dictámenes comunitarios incluso hasta el día de hoy y a pesar de estar enclavados, en muchos casos, cerca del centro geográfico de la ciudad y, por tanto, de los emporios contemporáneos de la muerte. La Magdalena es uno de muchos antiguos poblados indígenas que fue absorbido por la ciudad e integrado a su trama en uno de los primeros intentos de gestión urbana planteada por el plan de Guillermo Jones Odriozola (1941).4 Este plan generó las condiciones para que el crecimiento urbano atrapara a otrora centros poblados lejanos y a sus infraestructuras. La

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El trabajo de Laura Panizo en torno al funcionamiento de los ritos de muerte en las comunidades con casos de desaparición es aleccionador. Explica la autora, que el hecho de no tener el cuerpo físico del difunto como evidencia de su muerte y la imposibilidad de llevar a cabo las exequias fúnebres de los muertos tiene un efecto nefasto en dos niveles: por un lado el difunto no puede integrarse a la comunidad de los ancestros, pero por otro lado, los deudos tampoco pueden superar el duelo y reintegrarse a la comunidad. He ahí uno de los profundos sentidos que tienen las prácticas rituales de la muerte. (Panizo, 2005: 18-20) 4 El llamado “Plan Jones” de 1941 constituyó el primer esfuerzo sistemático de ordenamiento urbano y entre sus componentes fundamentales estaba la división de la ciudad en zonas especializadas generando una ciudad obrera hacia el sur y una residencial y opulenta al norte. Esta división también puede ser rastreada en la ubicación de los cementerios y espacios de inhumación; en el sur, más poblado, pero considerado popular no se instaló, hasta el siglo XXI ningún cementerio, mientras que en el norte se desplegaron no sólo las modernas criptas administradas por la iglesia sino los parques cementerios más lujosos.

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Magdalena, dada su cercanía, junto a su cementerio, fueron absorbidos por Quito. En este cementerio se han conservado tradiciones inmateriales de alto valor como la “minga” mensual para adecuar los espacios funerarios y la llamada Procesión de las Almas del primero de noviembre. Esta procesión luctuosa, la más importante de su tipo en el caso urbano de Quito, tiene como centro a la patrona de las Almas del Purgatorio: la Virgen del Carmen. En un vehículo se coloca el cuadro de la Virgen y detrás del automotor van los líderes de la comunidad a los que sigue la población con velas y antorchas. La procesión se realiza entre cantos luctuosos y sagrados, que luego de recorrer el barrio, regresa al cementerio para recibir la bendición de la Virgen. Luis Tacuri, Presidente del Comité Pro Mejoras del Cementerio de la Magdalena, comentó: “Guardamos los cuadros de la Virgen del Carmen desde hace algunos años, cuando la población se hizo cargo del cementerio. Hay gente que hace novenas por las almas de los difuntos, otros participan en la Procesión de las Almas y así se aseguran que sus difuntos descansen en paz.” (Entrevista, agosto de 2013). La administración comunitaria del cementerio y el respeto de prácticas rituales ancestrales son considerados como elementos centrales en la conformación cultural de la población, al indagar sobre la posibilidad de que el cementerio sea reubicado o desaparezca sus representantes son enfáticos en señalar: “No permitiremos que nos quiten nuestro cementerio. Es parte de nuestra identidad acá reposan nuestros antepasados […] Lo que pasa es que quieren que nosotros también vayamos a los cementerios pagados, no lo permitiremos, cada comunero ya tiene su espacio acá.” Más allá del sentido de pertenencia que las comunidades mantienen con sus espacios funerarios, son conscientes que muchas veces en éstos y en las prácticas funerarias llevadas a cabo en su interior se representan complejos juegos por la administración del poder en el espacio urbano. En Quito, hasta hace treinta años era común encontrar gran variedad de funerarias tanto con plantas como para alquiler, sin embargo, ahora es muy difícil encontrar alguna en el área central aunque todavía la costumbre de velar en las casas animados por juegos, chistes o “canelazos”5 permanece en los barrios populares. Atrás van quedando los antiguos cortejos fúnebres que recorrían la Ciudad, cada vez es más común un funeral planificado a la medida de las posibilidades y, casi siempre, rápido. Las prácticas funerarias tradicionales son tachadas como elementos de mal gusto en base a la construcción de imaginarios artificiales donde cierta 5

Bebida alcohólica con base de aguardiente y jugo de naranjilla con canela.

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estética es impuesta a poblaciones cada vez más hambrientas de estatus. Los cementerios contemporáneos, que han encontrado también espacio en el otrora mercado popular del sur de Quito, envían a decenas de vendedores que cada día invaden hospitales, morgues y casas particulares para ofrecer las ventajas de los funerales “todo incluido” que, no en pocas ocasiones, terminan quebrando a familias enteras. Al respecto afirma la encargada de marketing

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Memorial Necrópoli, el cementerio vertical más vanguardista de la ciudad: “Acá ofrecemos servicios distinguidos a nuestros clientes. El cementerio es bello y cada espacio ha sido diseñado para que los deudos no se entristezcan, acá todo es blanco y hermoso […] nuestros funerales no son tristes, las personas saben que acá su familiar está en paz y pueden seguir con su vida. Si no tienen tiempo pueden ingresar y visitar nuestro cementerio virtual.” (M.M Entrevista, noviembre de 2010) El cementerio en sí se convierte en el espacio de memoria ya no el recuerdo del difunto, y en tal sentido vale la pena preguntarse: ¿con este tipo de prácticas rituales controladas y administradas por las empresas pueden los difuntos cumplir su tránsito hacia el mundo de los muertos, pero más importante, pueden esos deudos reincorporarse sanamente al mundo de los vivos? Todo parece indicar que los procesos rituales vinculados a la muerte no solamente son necesarios sino que se constituyen en importantes espacios donde entran en juego elementos que afianzan el sentido comunitario de grandes porciones poblacionales de la Ciudad. Si debe entenderse de alguna forma a la noción de “patrimonio funerario” ésta deberá partir de la comprensión de la profunda significación social que las comunidades dan a las estructuras fúnebres y no al revés.

Conclusión: un padrenuestro y un avemaría En Puéllaro, parroquia ubicada al nororiente del Distrito Metropolitano de Quito, las noches previas a “Difuntos” son especiales: “Nueve días antes de la víspera [es decir, nueve días antes del primero de noviembre], sale el Animero, Enrique Angulo, a recorrer toda la parroquia, acompañado de las almas que reposan en el Camposanto". El Animero, antes de cumplidas las doce de la noche, va a la iglesia y se viste con una túnica de color blanco; además toma una campanilla que es la que le sirve para que la población sepa por donde va el recorrido con las almas. Luego de haber tomado la campanilla y de haberse colocado el atuendo respectivo, camina hacia el cementerio en el más lúgubre de los silencios. 16

Entonces, comentó uno de los habitantes, “la gente se refugiaba en sus casas porque nadie podía salir a ver caminar al Animero, y cuando se lo escuchaba pasar la gente se arrodillaba en sus casas a rezar”. Cuando el Animero se encuentra en el cementerio, se arrodilla en la cruz central del sitio y reza. Pide permiso a Dios y a la Virgen para sacar a recorrer por la parroquia a quienes descansan en el camposanto. Su rezo estremece, pues como él mismo asegura, llegó a ser animero porque hace tiempo perdió a su tierna hija y son sus oraciones la manera de sentirla cerca. Cuenta don Enrique que cuando le vinieron a informar que había la posibilidad de ser el Animero de la parroquia, debido al fallecimiento de su predecesor, su alma se alegró pues estaba convencido de que ésta oportunidad sería la manera en la que podría estar más cerca de su hija fallecida. Desde entonces, y hasta el día de hoy, nueve días antes de Difuntos se lo oye gritar en las madrugadas de Puéllaro: "Un Padre Nuestro y un Ave María por el descanso y alivio de las benditas almas del santo purgatorio. Por el amor de Dios” (Entrevista, noviembre de 2011) El crecimiento urbano, sin embargo, ha convertido a Puéllaro, otrora emporio agrícola de la Ciudad, en un centro para la producción industrial de flores y aves de corral. La parroquia ha duplicado en cinco años su población, en gran medida gracias a la incorporación de nuevos vecinos que llegan a trabajar en las granjas avícolas. El Animero en este espacio ya no tiene sentido, el poblado vive hasta altas horas de la noche entre bares y nigth clubs, la presencia del ritual funerario, otrora sagrado, hoy causa risa a los jóvenes que ven pasar a un “loco que sale del cementerio”. Como todo lo que tiene dimensión temporal, esta práctica ritual, como todas las demás, está condenada a transformarse y morir. Sin embargo, la población de la parroquia ha luchado para que esta práctica sea declarada patrimonio inmaterial de la parroquia, quizá entendiendo que detrás de ella hay más que una procesión lúgubre. De todas formas también en Puéllaro circulan volantes con propaganda de los cementerios contemporáneos de Quito, dirá Manuel Hidalgo, vecino de la parroquia: “Dicen que son lindos y cuestan mucho. Pero, allá no hay cómo ir a velarles el primero de noviembre. Yo prefiero que me entierren no más acá cerquita.” (Entrevista, noviembre de 2011).

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Fotografías

Cortejo fúnebre en San Diego en los años sesenta. Foto de Luis Mejía.

Pambamesa en San Diego, el cementerio de las élites resignificado por el uso popular en la contemporaneidad. Noviembre de 2013.

La “Procesión de las almas” el 1 de noviembre de 2011 en el Cementerio Comunal de La Magdalena – Morada Santa. En este espacio ubicado en el centro de la ciudad en una otrora parroquia rural se pueden observar elementos rituales de altísima significación cultural y política para la población.

El Animero recorre las calles de Puéllaro en noviembre de 2012.

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Funeraria San Vicente, una de las últimas del Centro Histórico de Quito, cerró sus puertas a fines de 2013. No pudo con la competencia.

La homogenización del rito: ala de columbarios de Necrópoli. Agosto de 2013.

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