¿Populismo es hegemonía es política? La teoría del populismo de Ernesto Laclau (revisado y ampliado 2015)

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¿Populismo es hegemonía es política? La teoría del populismo de Ernesto Laclau. 1 Benjamin Arditi Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM [email protected] El trabajo de muchos de nosotros nunca hubiera sido igual sin la influencia intelectual de Ernesto Laclau, uno de los pensadores políticos más lúcidos de su generación. Es difícil no dejarse cautivar por su prosa —los giros de lenguaje, la elegancia de su coreografía conceptual, el uso frecuente de ejemplos o la facilidad con la que ensamblaba sus argumentos nutriéndose del trabajo de filósofos, lingüistas, psicoanalistas e historiadores. Tenía un talento especial para atraer a sus críticos a su terreno conceptual e interpretar los argumentos de éstos a través de los lentes de su propia terminología. Cuando esto no parecía ser viable, era igualmente hábil para debilitar o desechar las críticas con respuestas que parecían tener la fuerza de silogismos. En esto Laclau seguía los pasos de Louis Althusser, un pensador que también se movía a sus anchas en el terreno de la intertextualidad y que siempre buscó presentar sus argumentos como si fueran conclusiones evidentes por sí mismas. Althusser no es ningún extraño para él dado que sus teorías están presentes en su primer libro de ensayos, Política e ideología en la teoría marxista (1978). Laclau abandonó gradualmente las tesis althusserianas de la autonomía relativa de las superestructuras y la determinación en última instancia por la economía en los escritos que fueron abonando el terreno para Hegemonía y estrategia socialista (1987). Lo que aún resuena en Hegemonía así como en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (1993) y en La razón populista (2005) es el talento de Althusser para darle a su discurso la semblanza de un razonamiento que no parece dejar hilos sueltos. La razón populista (de aquí en adelante RP) está escrito de una manera tal que su tema de estudio parece ser una continuación y confirmación de su teoría postgramsciana de la hegemonía. La hegemonía es el medio a través del cual el populismo se despliega y, como veremos, a menudo es difícil diferenciar entre aquella y éste salvo por el hecho de que el populismo enfatiza la división del espacio político en dos campos antagónicos. En los tres primeros capítulos del libro Laclau revisa las teorías de Margaret Canovan, Kenneth Minogue y varios de los trabajos incluidos en la conocida compilación de Ghita Ionescu y Ernest Gellner sobre el populismo. También discute lo que plantean Gustave Le Bon, Gabriel Tarde, William McDougall y Sigmund Freud acerca de grupos, multitudes y líderes. Esto prepara al lector para lo que será su propia interpretación acerca del populismo. 1

Traducción modificada y ampliada de un artículo publicado originalmente en la revista Constellations, Vol. 17, No. 2, 2010, pp. 488-497.



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Si bien esta revisión bibliográfica y conceptual es instructiva, me parece más interesante examinar las secciones subsecuentes pues es en ellas donde Laclau formula su propia posición de manera explícita. No quiero distraer al lector con múltiples glosas didácticas cerca de lo que el autor entiende por discurso, diferencia, articulación y tantos otros términos de su léxico. Prefiero concentrarme en algunas tensiones que percibo en sus argumentos sobre el populismo (o sobre la política-como-populismo). Parafraseando algo que decía Gastón Bachelard, la mejor manera de honrar a un gran pensador es polemizando con sus ideas. Demandas, equivalencia, antagonismo y pueblo Laclau elabora su argumento en dos movimientos. En el primero de ellos nos presenta una serie de supuestos simplificadores que abandonará después para arribar a lo que describe como su “noción desarrollada del populismo” (RP, 219). El paso de una fase a la otra se lleva a cabo, entre otras cosas, mediante la introducción de significantes flotantes en un discurso que hasta ese entonces se había concentrado en significantes vacíos. Los significantes vacíos le sirven para explicar la construcción de las identidades populares cuando las fronteras entre un colectivo y su entorno son estables. En la versión más desarrollada de su reflexión los significantes flotantes le permiten contemplar el desplazamiento de esas fronteras cuando las fuerzas populistas están embarcadas en guerras de posiciones. Sin embargo, la impresión que uno tiene al leer RP es que se trata menos de dos versiones que de diferentes modulaciones de un mismo núcleo conceptual. Esto se debe a que las ideas —y a menudo la estructura de las oraciones y las síntesis teóricas que el propio Laclau ofrece en varias partes del libro— son similares en las dos fases de su argumento, la simplificada y la más elaborada. Laclau desarrolla su teoría del populismo en seis pasos que valen para cualquiera de las dos fases o modulaciones de su argumento. La secuencia es como sigue: (1) cuando las demandas sociales no pueden ser absorbidas diferencialmente por los canales institucionales (2) ellas se convierten en demandas insatisfechas que entran en una relación de solidaridad o equivalencia entre sí y (3) cristalizan alrededor de símbolos comunes que (4) pueden ser capitalizados por líderes que interpelen a las masas frustradas y por lo tanto comienzan a encarnar un proceso de identificación popular que (5) construye al pueblo como un actor colectivo para confrontar el régimen existente con el propósito de (6) exigir el cambio de éste. Se trata de una narrativa gobernada por la tesis de que la política-comopopulismo divide el escenario del conflicto en dos campos y produce una frontera o relación antagónica entre ambos, y también por referencias continuas a significantes flotantes, la idea de carencia o falta constitutiva que toma prestada del psicoanálisis, la heterogeneidad, la distinción entre nombrar y conceptos, y la primacía de la representación.2 2

A veces Laclau coloca la palabra pueblo entre comillas y a veces sin ellas. No explica por qué. Presumiblemente es para evitar que se confunda con el uso sociológica del término. Aquí he optado por colocarlo sin comillas pues el contexto sirve para clarificar cuándo se usa en un sentido y cuándo en otro.



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La noción de demanda, o, más precisamente, de demanda social, opera como la unidad mínima de su análisis. El término significa una petición y un reclamo. El tránsito de aquella a éste constituye una de las características definitorias del populismo: para éste las demandas son un reclamo (RP, 98). Laclau luego distingue entre demandas intra- y antisistémicas, esto es, entre demandas que pueden ser acomodadas dentro del orden existente y demandas que representan un desafío a éste. A las primeras las denomina demandas democráticas y se satisfacen cuando son absorbidas y posicionadas como diferencias dentro del orden institucional. En la terminología de Antonio Gramsci que Laclau usaba en el pasado, las demandas democráticas son propias de una hegemonía que absorbe las disidencias como diferencias internas de su discurso. Por ejemplo, cuando las luchas obreras en demanda del sufragio para los asalariados es finalmente reconocida por el sistema liberal existente: la incorporación de los trabajadores como ciudadanos electores constituye una absorción diferencial de su demanda, que por cierto no deja intacto el terreno pre-existente dado que conduce a la democratización del Estado liberal para salvaguardar la economía capitalista de mercado. Las antisistémicas, en cambio, son demandas populares o demandas que permanecen insatisfechas. Estas últimas son el embrión del populismo: es a partir de ellas que se puede empezar a constituir el pueblo que confrontará al status quo (RP, 99, 161). La operación clave en este último proceso es la convergencia de múltiples demandas sociales en una cadena de equivalencias y la consecuente división de la sociedad en dos campos antagónicos. La identidad que resulta de esta operación de equivalencia es más amplia que la de los particularismos que la componen, pero no anula la naturaleza diferencial de las demandas e identidades que se articulan entre sí en el campo popular. Es más bien su denominador común. Esta identidad más amplia o supraordinal se desprende de la propuesta de Gramsci acerca de la hegemonía: a diferencia de una alianza política circunstancial, que deja intacta la identidad de los conglomerados que participan en ella, la hegemonía modifica la identidad de las fuerzas intervinientes a través de valores e ideas compartidos que les permiten configurar un bloque histórico. La construcción del campo popular está íntimamente ligada con la manera en que Laclau concibe al pueblo. Se refiere al trabajo de Jacques Rancière en términos muy elogiosos e incluso compara su noción de pueblo con la de demos de aquel. Para Rancière, el demos no es una categoría social preexistente sino el nombre de los parias, “de aquellos a quienes se niega una identidad en un determinado orden de policía”. El demos es un “entremedio”: aparece en el intervalo que se abre entre su de-clasificación del lugar que les asignaron en un orden existente y su simultánea identificación con aquello en lo que desean convertirse (Rancière 2000: 149). Es la parte de los que no tienen parte en la comunidad y a su vez la parte que identifica su nombre con el nombre de la comunidad (Rancière 1996: 22-23, 2006 66). Laclau usa una terminología de origen romano (populus y plebs), pero las ideas de Rancière reverberan igualmente en su concepción de pueblo. Lo vemos al leer que la constitución del pueblo es una tarea política y no un dato de la estructura social (RP, 278), lo cual coincide con la insistencia de Rancière de evitar la confusión entre el demos y un grupo sociológico ya identificado, o porque, al igual que el demos, el pueblo está escindido internamente —entre populus y plebs, el todo y la parte— y el modo populista de



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construcción del pueblo requiere una operación que presente a la plebs como la totalidad del populus (RP, 107, 122 y sigs.) Pero Laclau y Rancière difieren, entre otras cosas, con respecto al papel de la legitimidad. Para Rancière la política surge cuando el pueblo aparece como suplemento de toda cuenta empírica de las partes de la comunidad (Rancière 2006: 69). La legitimidad no juega un papel en su conceptualización del ruido introducido por el demos en la partición de lo sensible, o, más bien, la legitimidad de esta perturbación de lo dado es algo que está en juego en un desacuerdo o es simplemente irrelevante para que aparezca esa diferencia evanescente que Rancière llama “política”. Laclau, en cambio, sostiene que “a fin de concebir el pueblo del populismo necesitamos algo más: necesitamos una plebs que reclame ser el único populus legítimo” (RP, 108). La cita es bastante elocuente en la medida en que presenta la legitimidad como un rasgo distintivo de la plebs populista. ¿Cómo podemos entender la legitimidad y su rol en el desafío populista? ¿Qué hace que una demanda o conjunto de demandas insatisfechas genere a un demandante legítimo? Es difícil saberlo pues Laclau introduce este calificativo de la plebs sin desarrollarlo. Es una lástima que no lo haya hecho dado que la legitimidad puede ser un camino potencialmente productivo para estudiar el populismo. Un indicio de esto es la distinción clásica entre país real y país formal: en las controversias políticas los populistas invariablemente se sitúan del lado del país real pues dan por sentado que la legitimidad genuina radica en éste. La unificación de la plebs como efecto de su identificación con un líder Antes de decir algo más acerca de la parte que reclama para sí el nombre de la comunidad quiero referirme al papel del líder en esta teoría del populismo. Laclau lo concibe casi como una derivación lógica de su discusión sobre el nombrar y la singularidad. Su punto de partida son las situaciones en las que el sistema institucional experimenta sacudidas que le impiden desempeñar la tarea de mantener unida a la sociedad. Cuando esto sucede, “el nombre se convierte en el fundamento de la cosa”, a lo que añade que “Un conjunto de elementos heterogéneos mantenidos equivalencialmente unidos sólo mediante un nombre es, sin embargo, necesariamente una singularidad” (RP, 130). Este es el preludio de una secuencia argumentativa que nos lleva de la equivalencia al nombre del líder. En palabras de Laclau, “la lógica de la equivalencia conduce a la singularidad, y ésta a la identificación de la unidad del grupo con el nombre del líder” (RP, 130). No se está refiriendo a personas realmente existentes sino al nombre del líder como función estructural, al líder como un significante vacío o puro de la unidad. Pero cuando invoca a dos íconos del canon occidental para dar más sustento a esta idea rápidamente pasa del nombre y la singularidad a los individuos de carne y hueso. Primero menciona a Hobbes, según el cual sólo un individuo puede encarnar la naturaleza indivisible de la soberanía, y luego a Freud, diciendo que “la unificación simbólica del grupo en torno a la individualidad —y aquí estamos de acuerdo con Freud— es inherente a la formación de un pueblo” (RP, 130). Sea un soberano o un individuo, el corolario de esta personalización del principio de unidad es que sin un líder no puede haber pueblo y por consiguiente tampoco puede haber política. Esto tal vez explique por qué los lectores de Laclau que han



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incursionado en política en Argentina, España, Venezuela y otras partes insistan en el papel preponderante del líder. Gente más cercana a las propuestas de Gilles Deleuze y Félix Guattari disputaría la conclusión de Laclau acerca del papel de líder. Recordaría, por ejemplo, el provocativo pasaje de Mil mesetas en el que los autores señalan que no siempre se necesita un general para que un conjunto n de individuos dispare al unísono (Deleuze y Guattari 1988: 22). Para Deleuze y Guattari puede haber acción concertada sin un director de orquesta y se puede hablar de un sistema sin que haya un centro articulador del conjunto. El nombre que le dan a este tipo de sistema es rizoma, que coincide con los sistemas red o de comunicación distribuida. Antonio Negri, Michael Hardt, Paolo Virno y otros teóricos de la multitud también objetarían el papel que Laclau le otorga a los líderes pues la multitud es un sujeto colectivo cuya unidad cae fuera de la lógica de la equivalencia. Ella es refractaria al n + 1 de una identidad supraordinal forjada mediante cadenas de equivalencias debido a que ese tipo de identidad devalúa la especificidad e los muchos que la componen. No se trata de una distinción entre una multitud dispersa y la cohesión de la singularidad tal y como la concibe Laclau. La multitud también es un sujeto colectivo, sólo que de otro tipo. Como dice Virno, “multitud indica una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva … sin converger en un Uno, sin desvanecerse en un movimiento centrípeto. Multitud es la forma de existencia social y política de los muchos en tanto muchos” (Virno 2003: 21-22). La multitud se desmarca de las cadenas de equivalencias que le imprimen una identidad supraordinal (agregándole el +1) al “n” de los muchos. Por lo mismo, ella también es refractaria a la tesis de Laclau de que la unidad, o singularidad política, necesariamente tiene que ser concebida sobre la base de la identificación con un líder. Quienes participaron en insurgencias tales como las de los indignados del 15M en España, Occupy Wall Street en Estados Unidos, #YoSoy132 en México o el Movimento Passe Livre en Brasil se negaron a construir su unidad política de la manera como la propone Laclau. Podemos discutir acerca de si estas experiencias fueron efectivas o ineficaces en su accionar, pero no dudamos en calificarlas como políticas. El fuerte apego al líder —que realmente es el apego a un líder fuerte— sigue siendo discutible incluso si uno es reacio a reivindicar la multitud o sucumbir a la fascinación por las asambleas en experiencias como OWS o el 15M. Esto se debe a que el líder no es simplemente un significante vacío sino también una persona, lo cual abre toda una serie de preguntas acerca del posible reverso de “la unificación simbólica del grupo en torno a la individualidad”. El análisis de Laclau se centra en la mecánica a través de la cual la individualidad genera cohesión en su visión de la política-como-populismo. No se detiene a examinar las objeciones de quienes ven una serie de rasgos poco edificantes en la unificación del pueblo sobre la base del personalismo. Por ejemplo, la pretendida infalibilidad del líder, su rol como árbitro supremo en las disputas entre diferentes facciones, la percepción de que un cuestionamiento al líder es una traición o que ataques al mismo se tomen casi como casus belli, la tendencia a suprimir el disenso en el nombre de la unidad del pueblo, o la posibilidad de que el aprecio al líder termine transmutándose en el culto a su personalidad. Este reverso del personalismo convierte al empoderamiento



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populista de la plebs en algo frágil y aleatorio pues es un empoderamiento cuya validez depende de que el pueblo no dispute los dictados del líder. Laclau tampoco examina la fragilidad del proceso sucesorio en un esquema personalista como el que opera en el populismo. La plebs se identifica con el nombre del líder, que es visto como un significante de la unidad, pero sabemos que ese líder es una persona realmente existente. Si el populismo monta un desafío al sistema institucional con el propósito de re-instituirlo y si lo nuevo siempre nace con huellas de las fuerzas que le dieron vida, es de suponerse que la nueva institucionalidad va a llevar el sello del líder con el que se identifica la plebs. Esto genera problemas. Según Claude Lefort, una de las características de la democracia es que el espacio del poder es un lugar vacío. No lo dice porque la democracia implique un vacío de poder sino porque el lugar puede ser ocupado por cualquiera sin que nadie lo encarne (Lefort 1991: 26). Por lo que sabemos acerca del papel del individuo en la política-como-populismo que propone Laclau es difícil decir que el lugar que ocupa el líder en la nueva institucionalidad está vacío. Aquél es su arquitecto e inquilino original, por lo que el diseño del espacio es a la medida del líder. Esto reduce las chances de que el espacio del poder pueda ser ocupado por cualquiera, pro sabemos que tarde o temprano todos deben ser reemplazados, sea por limitaciones constitucionales o porque la muerte les alcanza. ¿Cómo evitar el trauma del recambio del líder cuando el esquema institucional lleva su impronta? ¿Cómo impedir que el líder saliente designe a su sucesor, a menudo ignorando el sentir de la sociedad y de su propio movimiento? Tal vez esto explique por qué en América Latina los líderes fuertes detrás de los procesos constituyentes hayan apostado, no siempre con suerte, por la reelección indefinida, y por qué cuando esta no es una opción su salida del gobierno ponga en riesgo sus logros y revele la fragilidad de un esquema populista de construcción de orden. No podemos desechar estas objeciones diciendo que se aplican a encarnaciones conservadoras o autoritarias del populismo. La sombra proyectada por un modelo de unidad basada en individuos alcanza también a los gobiernos progresistas que logran mejorar la distribución del ingreso. Ellos no son inmunes al personalismo, al problema de la sucesión y al tratamiento de los críticos como virtuales traidores. Estas consideraciones alimenta las dudas acerca de si la política-como-populismo puede realmente generar lo que Laclau denomina “formas de democracia fuera del marco simbólico liberal” (RP, 211). Tal vez sí lo haga, aunque habría sido bueno saber qué entiende él por democracia postliberal. Esto are la pregunta de si lo que la democracia que propone la política-como-populismo es preferible a la liberal, o incluso si es a priori democrática. Hegemonía = populismo = política En la visión laclauiana de la política-como-populismo las fronteras entre hegemonía, política y populismo son borrosas. Esto se debe a que La razón populista aborda su objeto de estudio con bloques conceptuales similares y a menudo idénticos a los que Laclau usó para desarrollar su teoría postgramsciana de la hegemonía en Hegemonía y estrategia socialista, el libro que escribió en colaboración con Chantal Mouffe. En ambos nos encontramos con articulación, diferencia, equivalencia, antagonismo y tantos otros términos



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familiares del lenguaje de Laclau, aunque resulta llamativo que la dislocación, probablemente el concepto central que acuñó en Nuevas reflexiones, es mencionado sólo de pasada. Si en Hegemonía y estrategia socialista se tiende a identificar hegemonía y política, en RP es el populismo el que se entremezcla con la política (o por lo menos con la política radical) a través del lenguaje y la práctica de la hegemonía. En RP Laclau propone una convergencia entre la política-como-hegemonía y la política-como-populismo, y eventualmente termina reivindicando al populismo como la verdad de lo política o como el camino privilegiado para entenderla. Veamos cómo ocurre esta convergencia. En Hegemonía y estrategia socialista la hegemonía “es, simplemente, un tipo de relación política; una forma, si se quiere, de la política” (Laclau y Mouffe 1987: 160). Esta es una manera de decir que la forma hegemónica de la política tiene un estatus óntico y no ontológico. Pero en las líneas finales del libro los autores describen al “campo de la política como espacio de un juego que no es nunca ‘suma-cero’, porque las reglas y los jugadores no llegan a ser jamás plenamente explícitos. Este juego, que elude al concepto, tiene al menos un nombre: hegemonía” (217). La cita es bastante lapidaria: nos dice que los campos semánticos de política y hegemonía terminan superponiéndose, o por lo menos que en el campo político hay sólo un juego, el de la hegemonía. También nos permite comprender por qué Laclau no puede concebir una política de la multitud. Esta última, entendida como un conjunto de singularidades que subsisten como singularidades sin necesidad de agregarles el n + 1 de una identidad común, no tiene una instancia de agregación por encima de las singularidades que la componen. La cohesión de la multitud no requiere —y de hecho rechaza— las cadenas de equivalencia y la identidad supraordinal que éstas suponen. Dicho de otro modo, y al margen de los méritos de una crítica de la multitud, ella cae fuera del terreno de la teoría de la hegemonía y del populismo de Laclau. Esto demuestra que hay formas de acción colectiva fuera del marco de la hegemonía, aunque éstas no tienen por qué agotarse con la multitud. Al igual que en Hegemonía, en RP hay una secuencia progresiva que va de una forma específica de la política a la política en cuanto tal, sólo que allí el eje argumentativo sugiere una convergencia entre política y populismo en vez de entre política y hegemonía. Laclau comienza diciendo que “El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político” (RP, 11). Posteriormente añade que “el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político como tal” (RP, 91) y que “por ‘populismo’ no entendemos un tipo de movimiento […] sino una lógica política” (RP, 150). Estas tres citas describen al populismo como una posibilidad de la política entre otras, y por ende dejan la puerta abierta para concebir formas no populistas de lo político. Es una visión óntica del populismo como política. La distancia entre ambos comienza a acortarse cuando dice que “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista” (RP, 195), algo que Laclau repite casi textualmente cuando hace suya la afirmación de Yves Mény e Yves Surel de que no hay una política que no tenga una veta populista (Laclau 2006b: 57). El populismo es un componente de toda política. Y por si quedar a alguna duda, la distancia entre política y populismo se desvanece por completo cuando Laclau declara que la razón populista, en la medida en que es la lógica misma de la construcción del pueblo, “equivale […] a la razón política tout court” (RP, 279). Aquí el



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populismo ha dejado de ser una manera de concebir a la política o una manera de construir el pueblo: ha pasado a ser análogo de una y otro.3 Tal vez sea injusto extraer una conclusión tan fuerte a partir de una sola observación. Pero Laclau plantea exactamente lo mismo en otros escritos. Por ejemplo, cuando dice: “Si el populismo consiste en la postulación de una alternativa radical dentro del espacio comunitario, una elección en la encrucijada de la cual depende el futuro de una determinada sociedad, ¿no se convierte el populismo en sinónimo de la política? La respuesta solo puede ser afirmativa” (Laclau 2009: 68-69). Dada esta sinonimia, hay que preguntarse por qué se necesita dos nombres, populismo y política, para describir el mismo tipo de fenómeno — fundamentalmente la construcción del pueblo— o por qué Laclau titula su libro La razón populista si el tema de estudio es la razón política o, por lo menos, aquella que opera en las variantes radicales de la política. En RP también se puede construir el nexo entre hegemonía y populismo como una relación entre género y especie. Laclau lo hace a través de la figura retórica de la catacresis, que describe como “un desplazamiento retórico [que ocurre] siempre que un término literal es sustituido por uno figurativo” (RP, 95). Usa la catacresis para nombrar una plenitud ausente —en el caso de la política, la plenitud de la comunidad. Esta ausencia no es una deficiencia empírica sino una insuficiencia o carencia constitutiva en el sentido lacaniano de un “vacío del ser” o un “ser deficiente” (RP, 145, 148) que es experimentado, por ejemplo, cuando una demanda permanece insatisfecha (RP 112-113). La falta y la catacresis operan como dos aspectos de un mismo argumento. Por un lado, si la catacresis describe “un bloqueo constitutivo del lenguaje que requiere nombrar algo que es esencialmente innombrable como condición de su propio funcionamiento” (RP, 96), entonces la hegemonía es una operación esencialmente catacrésica porque consiste en la “operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable” (RP, 95). La identidad hegemónica resultante de esta operación será del orden de un significante vacío porque la particularidad en cuestión busca encarnar la totalidad/universalidad que es, en última instancia, un objeto imposible. De ahí la fórmula paradójica que propone Laclau: la plenitud es inalcanzable y a la vez necesaria (RP, 95). Y por otro lado, describe la falta siguiendo la caracterización del objet petit a que propone Joan Copjec: se trata de un objeto que eleva el objeto externo del deseo a la dignidad de la Cosa (RP 147, 152-153, 2006a: 27). La conclusión a la que llega Laclau es contundente. Dice: “En términos políticos, esto es exactamente lo que hemos denominado una relación hegemónica: una cierta particularidad que asume el rol de una universalidad imposible” dado que “[L]a lógica del objeto a y la lógica hegemónica no son solo similares: son simplemente idénticas”(RP, 147-149; también pp. 280-281). La identidad entre estos tres elementos permite hablar de la fórmula hegemonía = catacresis = lógica del objet petit a. Estos componentes son intercambiables en la medida en que todos ellos buscan lidiar con 3

Menciono de pasada que Laclau es consciente de la distinción entre la política y lo político pero a menudo utiliza ambos términos de manera indistinta. Aquí yo hago lo mismo.



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una carencia constitutiva y producir el objeto necesario aunque en última instancia imposible: la plenitud de la comunidad. El populismo replica este esquema. Su construcción del pueblo se basa en la catacresis porque busca nombrar la plenitud ausente de la comunidad (RP, 110). La plebs (una parte) del populismo aspira a convertirse en el único populus (el todo) legítimo y aborda la cuestión del ser deficiente “introduciendo ‘ordenamiento’ allí donde existía una dislocación básica” (RP, 155). Siguiendo la narrativa psicoanalítica de Copjec, la construcción populista del pueblo eleva un objeto parcial a la dignidad de Cosa/Totalidad. La diferencia específica que introduce el populismo vis-à-vis la hegemonía es la división de la sociedad en dos campos con la finalidad de producir una relación de equivalencia entre demandas y construir una frontera o relación antagónica entre ellas. Esta es la razón por la que se puede decir que el populismo es una especie del género hegemonía, la especie que cuestiona el orden existente con el propósito de construir otro orden (RP, 156-167). La otra especie es el anverso de la anterior: es el discurso institucionalista cuya esencia es mantener el estatus quo y funciona como el blanco de la política populista. El abordaje del populismo que nos ofrece Laclau puede ser interpretado entonces como una reelaboración de la teoría de la política-como-hegemonía. O tal vez como un proyecto intelectual en el cual el populismo funciona como telón de fondo e instigador de su pensamiento político. Los lectores de Laclau notarán de inmediato el giro argumentativo que se dio entre HES y RP en lo que respecta a la deseabilidad de dividir el campo del antagonismo en dos campos, algo que Laclau y Mouffe asociaban en HES con la distinción entre posiciones de sujeto democrático y popular y con el tipo de luchas que éstas posiciones engendran. En HES se describía a la posición popular de sujeto como aquella “que se constituye sobre la base de dividir al espacio político en dos campos antagónicos” (Laclau y Mouffe 1987: 152). Laclau se resistía a generalizar la validez explicativa de las luchas populares porque veía a la posición de sujeto popular como algo propio de la periferia de la modernidad capitalista. Junto con Mouffe sostenían que el capitalismo avanzado se caracterizaba por posiciones democráticas de sujeto que multiplicaban los puntos de antagonismo e impedían la división dicotómica del campo del conflicto. La posición popular de sujeto, en la medida en que sus luchas dividían el espacio político en dos campos, aparecía como un modo de hacer política residual, tal vez periférico o por lo menos excepcional en relación con Europa y el norte desarrollado. El contraste entre posición popular y posición democrática en HES también le servía a Laclau para diferenciarse de Gramsci. Lo cito: “La guerra de posición gramsciana supone el tipo de división del espacio político que antes caracterizáramos como propio de las identidades populares” debido a que ella opera “siempre sobre la base de la expansión de la frontera al interior de un espacio político dicotómicamente dividido. Este es el punto en que la concepción gramsciana resulta inaceptable” (Laclau y Mouffe 1987: 157, itálicas en el original). La concepción gramsciana de la hegemonía les “resulta inaceptable” a Laclau y a Mouffe para pensar la política contemporánea porque divide el espacio político en dos campos. Su rechazo a esta manera de entender la acción política transformadora es uno de

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los ejes de su visión post-gramsciana de la hegemonía. Lo es a tal punto que concluyen este cuestionamiento de Gramsci diciendo lo siguiente: la proliferación de los espacios políticos y la complejidad y dificultad de su articulación son unas de las características centrales de las formaciones sociales del capitalismo avanzado. Retendremos, pues, de la concepción gramsciana, la lógica de la articulación y la centralidad política de los efectos de frontera, pero eliminaremos el supuesto de la unicidad del espacio político como marco necesario para la verificación de esos fenómenos. Hablaremos pues de luchas democráticas en los casos en que éstas supongan una pluralidad de espacios políticos, y de luchas populares, en aquellos otros casos en que ciertos discursos construyen tendencialmente la división de un único espacio político en dos campos opuestos. Pero está claro que el concepto fundamental es el de “lucha democrática”, y que las luchas populares sólo constituyen coyunturas específicas, resultantes de una multiplicación de efectos de equivalencia entre las luchas democráticas (Laclau y Mouffe 1987: 158). El decir que “está claro que el concepto fundamental es el de ‘lucha democrática’, y que las luchas populares sólo constituyen coyunturas específicas” confirma que para Laclau y Mouffe las luchas populares y la división del espacio político en dos es algo excepcional y no necesariamente deseable, por lo menos en el capitalismo avanzado. Las cosas no podían ser más diferentes en RP. En parte porque Laclau abandona la oposición entre capitalismo avanzado y la periferia del mismo, pero también, y principalmente, porque lo que en HES era catalogado como un aspecto inaceptable de la concepción gramsciana de la hegemonía se transforma en el corazón de la política-comopopulismo. Lo vemos cuando Laclau sostiene que “el populismo requiere la división dicotómica de la sociedad en dos campos —uno que se presenta a sí mismo como parte que reclama ser el todo—, que esta dicotomía implica la división antagónica del campo social, y que el campo popular presupone, como condición de su constitución, la construcción de una identidad global a partir de la equivalencia de una pluralidad de demandas sociales” (RP, 110). Y nuevamente, cuando afirma, casi como si fuera un axioma, que “el populismo supone la división del escenario social en dos campos” (RP, 114). En otras palabras, en RP los efectos de frontera característicos de las posiciones populares de sujeto, es decir, las que dividen el espacio político en dos campos antagónicos, se generalizan para convertirse en elementos constitutivos del populismo. Este pasa a ser el eje de una política emancipatoria que subvierte el orden institucional para fundar uno nuevo. La teorización de la políticacomo-populismo de Laclau aparece entonces como una revisión y re-elaboración ad hoc de la narrativa de la hegemonía para ajustarla a la temática de RP, lo cual genera un deslizamiento continuo entre populismo y hegemonía, y entre éstas y la política. La crisis, ¿es una condición o un efecto de la política/populismo? Laclau describe el discurso institucionalista como “aquel que intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad” (RP, 107). Lo



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institucional es lo dado, aquello que funciona como el lugar y objeto de las pulsiones disruptivas de los desafíos populistas. En el populismo una parte busca identificarse con el todo: es la plebs que se presenta a sí misma como el único populus legítimo para así desestabilizar la pretensión del discurso institucionalista de haber logrado una coincidencia entre la formación discursiva y la comunidad, o entre la institución y lo instituido. Este efecto desestabilizador parece confirmar el rol constitutivo de lo político en el razonamiento de Laclau, pero, ¿es eso lo que ocurre realmente en su manera de concebir el populismo? Una comparación con Rancière es útil para explorar este asunto. Para Rancière, la acción política o, más precisamente, la subjetivación política, consiste en nombrar un sujeto para revelar un daño y crear una comunidad en torno a una disputa particular. La parte de los que no tienen parte busca demostrar que la comunidad no existe porque no todos son contados como partes de ésta, o al menos no cuentan como iguales. Por eso la política inscribe al disenso en el espacio de lo dado: la parte de los sin parte busca mostrar la presencia de dos mundos en uno y modificar la partición de lo sensible u orden existente (Rancière 2006: 71-74). La política es la práctica del disenso y lo único que requiere es un modo de subjetivación, esto es, “la producción mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en el campo de experiencia dado, cuya identificación, por lo tanto, corre pareja con la nueva representación del campo de experiencia” (Rancière 1996: 52). La de- y re-estructuración del campo de experiencia ocurre a través de la subjetivación política independientemente de si ese campo ha experimentado una sacudida previamente. Laclau concuerda con que lo político es constitutivo: “tiene un papel primariamente estructurante porque las relaciones sociales son en última instancia contingentes, y cualquier articulación que prevalezca proviene de una confrontación antagónica cuyo resultado no está predeterminado” (Laclau 2006a: 20). Lo reitera en RP al decir que el populismo interrumpe lo dado presentándose a sí mismo “como subversivo del estado de cosas existente y también como punto de partida de una reconstrucción más o menos radical de un nuevo orden una vez que el anterior se ha debilitado” (RP, 221). La pregunta es cómo hemos de leer la frase “una vez que el anterior se ha debilitado”. Si ese debilitamiento es un efecto de la práctica subversiva del populismo no cabe duda de que la política populista es una práctica destituyente y constituyente. Pero la evidencia textual sugiere que esto no es así, pues para Laclau la situación de desorganización es más un prerrequisito que un efecto de la política populista. Lo podemos ver en su distinción entre la función ontológica de producir orden y la realización óntica de ese orden. Nos dice: “cuando la gente se enfrenta a una situación de anomia radical, la necesidad de alguna clase de orden se vuelve más importante que el orden óntico que permita superarla” (RP, 116). Laclau no explica en qué se basa esta necesidad. Deja que la fuerza evocativa de la frase —con sus imágenes de hiperinflación, filas en supermercados, criminalidad incontrolable, judicatura sin recursos, corrupción, ingobernabilidad y, en el límite, el infierno de estar atrapados en el caos de Estados fallidos— sea suficiente para convencer al lector.



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Pero la explicación es necesaria porque detrás del tono descriptivo de su observación hay un subtexto que puede ser leído de dos maneras. Una es que se trata de un supuesto normativo, a saber, que la gente tiene una preferencia por el orden al margen del contenido de ese orden. La otra opción es que Laclau ve el deseo por el orden como algo inherente a nuestra naturaleza humana. Sea como principio normativo o rasgo ontológico, el deseo por el orden subvierte la contingencia de lo que significa ser humano. También lo acerca a Carl Schmitt en la medida en que Laclau da por sentada la bondad del orden y la necesidad de restaurarlo y/o transformarlo cuando éste ha sido perturbado. La diferencia es que Schmitt concibe las amenazas al orden como señal de peligro mientras que para Laclau la anomía radical abre una oportunidad: las crisis operan como condiciones de posibilidad para el éxito de las intervenciones populistas. Las situaciones en las que la comunidad ha sido debilitada crean una brecha a través de la cual puede comenzar a tomar forma la promesa populista de una plenitud futura. Este razonamiento sobre el valor productivo de la anomía reaparece de manera explícita cuando Laclau afirma que “cierto grado de crisis de la antigua estructura es necesaria como precondición del populismo” (RP, 222) y, contrario sensu, cuando dice que si “tenemos una sociedad altamente institucionalizada, las lógicas equivalenciales tienen menos terreno para operar y, como resultado, la retórica populista se convierte en una mercancía carente de toda profundidad hegemónica” (RP, 238). La crisis es una precondición del populismo y cuando el orden existente es exitoso la política populista es básicamente irrelevante. Laclau toma eso prácticamente como un axioma. Tal es así que alega que a menos que haya algún tipo de des-institucionalización que perturbe el orden existente la lógica de la equivalencia no puede prosperar; sin ella, el populismo queda encerrado en una “demagogia trivial” (RP, 238). La conclusión es que las coyunturas críticas brindan oportunidades para impulsar una relación de equivalencia entre demandas insatisfechas y por lo tanto para que florezca el populismo. Pero, ¿cómo podemos sostener que la política, y más precisamente la política-comopopulismo, tiene una fuerza destituyente y estructurante —que tiene la capacidad de subvertir y reconstruir lo dado— cuando simultáneamente se afirma que las intervenciones populistas dependen de una crisis previa del orden existente? Esto subordina lo político a las coyunturas críticas y le imprime el sello de una experiencia derivada en vez de constitutiva. Se podrá objetar que este no es un problema real ya que en cuestiones prácticas algunas condiciones son más propicias que otras para el éxito de un emprendimiento. Esto es cierto y sería absurdo negarlo, pero Laclau no está describiendo la práctica populista. Está construyendo una teoría de la política-como-populismo. Si lo político efectivamente tiene un papel estructurante, entonces también debe ser capaz de desencadenar la des-institucionalización del orden existente en lugar de confiar en que haya una crisis previa para generar sus efectos subversivos y reconstructivos. En el caso de Rancière hay una apuesta explícita por el carácter destituyente-constituyente de la política. Su noción de subjetivación política genera identidades en tránsito porque se des-identifican del lugar asignado y asumen el nombre de la igualdad que aún no tiene cabida en el orden existente. La subjetivación requiere una práctica de re-partición del



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sistema institucional, con o sin una crisis previa. Esto es precisamente lo que la gente siempre ha hecho para generar un cambio de régimen, sean los chilenos en su lucha para deshacerse de Pinochet o los sudafricanos del Congreso Nacional Africano que se enfrentaron con el gobierno racista para desmantelar el apartheid. Los activistas siempre buscan coyunturas favorables para su acción pero no esperan que aparezcan fisuras en el sistema para montar sus desafíos. Todo esto indica que lo político no puede tener el rol configurador primario que Laclau le asigna si se mantiene subordinado a las oportunidades abiertas por la des-institucionalización —cuyo surgimiento, por lo demás, no es explicado sino presentado como algo que simplemente ocurre. La paradoja es que el requisito de una crisis sistémica previa para que prospere un desafío populista expone a Laclau al tipo de crítica que él y Mouffe le hicieron a los pensadores de la Segunda Internacional. En HES sostienen que cuando el marxismo se convirtió en una teoría dogmática, la Internacional ya había hecho suya la tesis acerca de las leyes necesarias de la historia que privilegiaba la lógica de la necesidad de la teoría a expensas de la lógica de la contingencia de la política. Como resultado de ello, la política socialista languideció al subordinar el cambio radical a las condiciones objetivas (aún inexistentes) especificadas por la doctrina. El esfuerzo de Laclau por vincular la política-como-populismo con coyunturas críticas tendría un efecto similar. Habría que esperar que se den las condiciones de anomía antes de embarcarse en una política de cambio. O tal vez simplemente habría que caracterizar al populismo como una política parásita, incluso oportunista, en la medida en que requiere una crisis como su condición de posibilidad. Vive de la crisis. Esto, claro, chocaría con el esfuerzo de Laclau por dignificar la política populista como experiencia creativa en vez de reactiva. Algunos temas adicionales Quiero referirme ahora a otros aspectos de la teoría del populismo de Laclau, comenzando por algunos cuestionamientos acerca de su uso autocomplaciente de los ejemplos. Jon Beasley-Murray menciona que éstos a menudo funcionan menos como medios para explicar o aclarar argumentos complejos que como una manera de corroborar la verdad de las afirmaciones de Laclau. Los casos citados por Laclau, dice, son tratados como anécdotas o parábolas “para confirmar un sistema cuyos principios son desarrollados de manera endógena” (Beasley-Murray 2006: 365). Slavoj Žižek sugiere algo parecido, pero en relación con el aparato conceptual. Su teoría, dice, es “un ejemplo de autoreferencialidad debido a que la lógica de la articulación hegemónica también vale para la oposición conceptual entre populismo y política: el populismo es el objeto a de la política, la figura particular que ocupa el lugar de la dimensión universal de la política, lo cual explica por qué es el camino privilegiado para entender lo político” (Žižek 2006: 553). La hegemonía es el puente que le permite a Laclau salvar la brecha entre populismo y política y hacer que aquél coincida con ésta. No me parece demasiado preocupante que use ejemplos seleccionados de manera discrecional, algo que es habitual en la práctica académica y política, pero es difícil ignorar por completo la objeción acerca del argumento autorreferencial. Tomo como ejemplo lo



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que dice acerca del trabajo de Surel y Andreas Schedler sobre populismo. Laclau concuerda con ellos pero dice también que el sistema de alternativas que proponen es restringido: la teoría de estos autores pone el énfasis en los aspectos subversivos del populismo más que en su tarea de reconstrucción del orden existente. Esto hace que la visión de Surel y Schedler sea válida para Europa occidental pero no para otras experiencias populistas. Para Laclau su propia perspectiva es más amplia pues le permite incluir la periferia del capitalismo. Lo ilustra mediante una breve discusión acerca del fracaso del proyecto populista del general Boulanger en la Francia del siglo XIX. Describe las cuatro características políticas e ideológicas del boulangismo: la agregación de fuerzas y demandas heterogéneas que exceden el marco del sistema institucional, la relación de equivalencia entre esas demandas en virtud de compartir el mismo enemigo, la cristalización de una cadena de equivalencias alrededor del significante vacío “Boulanger” y la reducción de “Boulanger” a un nombre que funda la unidad del objeto (RP, 225-226). Su conclusión es que estas cuatro características “reproducen, casi punto por punto, las dimensiones definitorias del populismo establecidas en la parte teórica de este libro” (225). Alguien como Silvio Berlusconi, dice Laclau, podía jugar con la ambivalencia y operar a medio camino entre el orden institucional y el uso del lenguaje populista como herramienta política. Boulanger, en cambio, no podía darse el lujo de simplemente subvertir el orden existente tomando el Elysée; debía intentar recrear uno nuevo debido a que era empujado continuamente hacia afuera del sistema institucional (RP, 226). Como esto es precisamente lo que dice Laclau en las secciones previas del libro, las conclusiones que extrae del ejemplo de Boulanger parecen ser una mera constatación de la verdad de su teoría del populismo. De hecho, la secuencia argumentativa de su discusión del boulangismo es característica de Laclau: plantea un marco teórico, introduce un ejemplo y luego extrae las consecuencias del ejemplo de manera tal que pueda concluir que éstas encajan “casi punto por punto” con lo que predice su teoría. Este es el tipo de razonamiento que refuerzan la crítica acerca de la veta autorreferencial en su trabajo. ¿Toda política supone demandas? En segundo lugar quiero mencionar lo que dice Laclau acerca de que la demanda (en el sentido de solicitud pero más que nada como reclamo) es la unidad mínima de análisis del populismo y, por implicación, de la política. A primera vista esto parece ser algo evidente: si no planteamos lo que queremos, nadie sabrá qué pretendemos o terminarán pensando que somos parte de un happening y no de una acción política. Pero si la demanda fuera realmente esa unidad mínima de la política tendríamos que excluir a una buena cantidad de experiencias que han desplazado nuestros marcos cognitivos acerca de lo que significa hacer política. Me refiero a insurgencias como las del 15M, Occupy Wall Street o #YoSoy132 en México. Quienes participaban en ellas pedían democracia, que se vayan los políticos corruptos que no nos representan, decían que somos el 99% y que queremos un cambio de rumbo, y así por el estilo. Pero nada de esto cuenta como una demanda formulada. Son alusiones a un anhelo por algo diferente por venir dado que lo que motivaba a la gente a protestar era su insatisfacción con el estado de cosas existente. Manuel Castells lo pone muy bien cuando dice que la fuerza de una protesta como OWS radica en que



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“exigía todo y nada al mismo tiempo” porque se trataba de movilizaciones para las cuales la idea misma de “plataforma política” no era realmente aplicable (Castells 2012: 184-185). OWS funcionó como una superficie de inscripción de anhelos y no como plataforma para la elaboración de demandas o para la expresión de demandas insatisfechas. Era criticado por intelectuales de izquierda por no tener reivindicaciones específicas, agrega Castells, pero OWS “era popular y atractivo para muchos porque estaba abierto a todo tipo de propuestas y no presentaba posiciones políticas específicas” (185). Algo parecido vale para los indignados del 15M. Según Castells, no tenían un programa porque la transformación radical de la sociedad no se daría a partir de objetivos programáticos sino de las experiencias de sus actores (147). Podemos discutir si la presencia de reivindicaciones específicas fortalece a una movilización o si su éxito es independiente de ellas. Lo que es claro es que hay política con o sin el requisito mínimo de demandas formuladas, especialmente si se trata de una política radical que busca cambiar la vida. ¿No es esto precisamente lo que dice Laclau acerca de la política populista, a saber, que no pretende sólo subvertir sino también reconfigurar el sistema existente? Žižek cree que sí, y por eso ve en la noción de demanda de Laclau una invocación solapada a la política habitual, no un preludio o un detonante de la transformación radical del sistema. Dice: “el término demanda implica una escena teatral en la que un sujeto presenta su demanda a un Otro que se supone que puede responder a ella. Pero cuando hablamos de una política propiamente revolucionaria o emancipatoria, ¿no debemos acaso movernos más allá del horizonte de las demandas? El sujeto revolucionario no demanda algo de quienes están en el poder; quiere más bien destruirlos” (Žižek 2006: 558). En otras palabras, y a diferencia de lo que sostiene Laclau, una política (populista) que se construye a partir de demandas, sean o no satisfechas, supone una relación de interlocución y por consiguiente se ubica dentro del sistema institucional. La radicalidad del esfuerzo reconstructivo de esa política queda suspendida o por lo menos en entredicho. Del vago sentimiento de solidaridad a identidades estables El tercer punto también tiene que ver con la noción de demanda, pero en otro sentido. Cuando Laclau se refiere a ellas dice que “la unificación de estas diversas demandas — cuya equivalencia, hasta ese punto, no había ido más allá de un vago sentimiento de solidaridad— en un sistema estable de significación” (RP, 99) es una de las precondiciones estructurales para el populismo. Lo plantea de nuevo unas páginas más adelante al hablar de “la consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales” (RP, 102). Reflexionemos un poco acerca de las expresiones que usa Laclau en estas citas. Una de ellas es el tránsito de un sentimiento vago de solidaridad a un sistema de significación estable. La otra es la descripción de la identidad popular como algo que es cualitativamente más que la suma de los vínculos que intervienen en su formación, algo que resuena como un guiño a la idea fuerza del estructuralismo de que el todo es más que la suma aritmética



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de sus partes. Al igual que en su teoría de la hegemonía, lo que está en juego en la identidad popular es la creación de una identidad supraordinal compartida por los sujetos y las demandas que entran en una cadena de equivalencias. Damos por sentado que la diferencia y la equivalencia se mezclan y que ninguna equivalencia puede borrar por completo el elemento diferencial de las demandas participantes. También sabemos —pues el propio Laclau se encarga de recordárnoslo— que su narrativa sobre el populismo se desarrolla en dos etapas y que los presupuestos simplificadores de los argumentos en torno a los significantes vacíos abandonan el escenario una vez que su noción desarrollada del populismo entra en escena. Por ejemplo, cuando los significantes flotantes y algo análogo a una guerra de posiciones de corte gramsciano (algo cuestionado en HES pero retomado en RP) comienza a desestabilizar la pureza de las fronteras antagónicas. Lo que Laclau no menciona es cómo determinamos si esta condición estructural ha sido alcanzada. Me refiero a cuán estable debe ser un sistema de significación para generar una identidad popular propiamente dicha. Hay un silencio similar acerca de qué significa que una identidad popular debe ser “cualitativamente más” que la suma de sus vínculos. ¿En qué radica esta diferencia? ¿Cuándo es lícito decir que ya ha ocurrido el paso de una solidaridad vaga a una etapa cualitativamente diferente? Tal vez podemos responder usando calificativos borrosos como “más allá de cierto punto” (RP, 205) y “más o menos” (RP, 221). Pero esto constituye, cuando mucho, una solución ad hoc y no una respuesta sustantiva como la que se espera de una teoría desarrollada. Sería injusto pedirle a Laclau un criterio capaz de exorcizar el carácter polémico de estas distinciones. Su pensamiento cae fuera del universo cartesiano de cosas claras y distintas. Pero esto no lo exime de precisar cómo debemos entender el paso de una condición vaga a una que ya es estable. Más aún dado que el no hacerlo conlleva un doble riesgo. Por un lado, que pensemos que la decisión acerca de cuándo una equivalencia efímera se ha transformado en un sistema de significación estable es una potestad del líder político o del intelectual cercano al proyecto populista. Por otro lado, al no tener algún criterio de distinción, se puede diluir la línea que separa a la multitud, o conjunto de singularidades, de la cadena de equivalencias entre demandas insatisfechas requeridas para la construcción populista del pueblo. Con ello las críticas de Laclau a la teoría y la política de la multitud pierden algo de sustento.4 Laclau tal vez respondería que esta convergencia entre multitud y equivalencia no es tal dado que Negri y otros teóricos insisten en la inmanencia de la multitud y con ello sacrifican el momento de negatividad propio de la política. En las cadenas de equivalencia las cosas son diferentes pues hay un antagonismo que separa a un nosotros de un ellos y el adversario es visto como obstáculo y negación de nuestra identidad. Pero una respuesta post hoc como esta no resuelve el problema planteado: que en RP Laclau guarda silencio acerca de cómo hemos de verificar el paso de un sentimiento vago de solidaridad a una identidad popular estable. Reconocimiento y desconocimiento del carácter mítico de la plenitud 4

Guillermo Pereyra me sugirió esta ambivalencia entre la multitud y el pueblo en una conversación sobre el trabajo de Laclau.



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El último punto que quiero tocar nos lleva de vuelta a la cuestión de la anomia y la plenitud. Me refiero a que la plenitud de la comunidad —otro nombre para una sociedad reconciliada— puede ser un objeto imposible pero Laclau cree que cuando la gente enfrenta una anomia radical va a pedir un orden, cualquier orden, independientemente de su contenido. Esto presupone una división implícita entre quienes están dispuestos a aceptar lo que sea si ello resuelva la situación de anomia y quienes saben muy bien que el deseo de restaurar la plenitud de la comunidad es —y sólo puede ser— algo mítico. En otras palabras, se trata de una división entre el pueblo y los políticos e intelectuales populistas. Si la movilización populista requiere que el pueblo desconozca lo que está en juego en sus acciones, entonces una de las condiciones para el desafío populista del estatus quo es que la gente no sepa lo que hace. No lo digo en el sentido que Žižek le da a la frase del nuevo testamento (“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”) que aparece en el título de uno de sus libros más leídos. Me interesa más bien identificar dos modos de no saber lo que se hace, el del sentido común que mencioné arriba y el que se conecta con el proceso de constitución del Yo en el psicoanálisis. Freud dice que el Yo no existe desde un comienzo y hay que configurarlo. El narcicismo primario es una agencia constitutiva en este proceso. Jacques Lacan reelabora el argumento de Freud (Lacan 2009: 99-105) diciendo que en la formación del Yo operan mecanismos de reconocimiento y desconocimiento que son característicos de la identificación narcisista. Dice que esta identificación es imaginaria no porque ocurra en nuestras cabezas, descolgadas de toda realidad, sino porque se construye mediante una identificación con una representación o conjunto de representaciones de quienes somos. Esa identificación generar sus efectos formativos del Yo sólo si nos olvidamos (o si desconocemos) que no nos identificamos con nosotros sino con representaciones de quienes somos. Lacan agrega que la identificación narcisista no sólo precipitará la formación de Yo sino que sus efectos serán repetidos mucho después de que tengamos acceso al lenguaje. Lo importante aquí es que reconocimiento y desconocimiento operan en tándem, como cuando mostramos fotografías tomadas durante las vacaciones y decimos: “Ése soy yo acostado en una hamaca”. El enunciado funciona sólo si ignoramos el hecho de que no soy yo en una hamaca sino una representación de mí acostado en ella. Michel Foucault juega con este doble mecanismo en un pequeño libro donde discute el conocido cuadro de René Magritte, “La traición de las imágenes”, donde se ve la pintura de una pipa acompañada por la leyenda Ceci n’est pas une pipe en el margen inferior. La primera reacción del observador es que se trata de un sinsentido dado que esta viendo una pipa, pero luego comprende que Magritte está siendo muy literal en esta composición dado que no es una pipa sino su representación. Para Lacan no hay un afuera de este doble mecanismo de reconocimiento y desconocimiento: todos estamos inmersos en él. Cundo digo todos me refiero tanto al pueblo como a sus líderes. Pero la narrativa del populismo que nos propone Laclau sugiere una escisión. Por un lado tenemos algo análogo a lo que Lacan y luego Jacques-Alain Miller denominan un Sujeto supuesto Saber, a quien investimos con la presunción del saber. En este caso es un intelectual o el líder que sabe que no hay la menor posibilidad de que la sociedad futura sea efectivamente una sociedad

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plena, reconciliada. Por el otro lado está la plebs que se embarca en un proyecto presentado como espacio de inscripción de toda demanda social y como escenario donde esas demandas realmente serán satisfechas. Aquí la escisión entre plebs y dirigentes (e intelectuales) se manifiesta en el hecho de que unos no saben lo que hacen y otros saben que aquellos no lo saben.5 No estamos discutiendo si la plenitud es alcanzable o no, pues Laclau tiene toda la razón en describirla como mítica. Estoy cuestionando el instrumentalismo que se filtra en su teoría de la política-como-populismo. Las masas creen en un sueño de plenitud y los líderes, que entienden como son las cosas, no hacen nada para cuestionar esa creencia, probablemente porque ella les resulta útil. Es un concepción de la política como proceso que ocurre en dos niveles cognitivos diferenciados y asimétricos, el de líderes e intelectuales que entienden el mundo y el de las masas que necesitan creer en la promesa de plenitud. Esto refuerza los argumentos de quienes siempre criticaron a la política populista como empresa de líderes sin escrúpulos que buscan impulsar su propia agenda. Es básicamente lo que solemos decir acerca de lo que hacen los Berlusconi, Le Pen o los propulsores del Tea Party estadounidense. **** ¿Qué podemos concluir de esta lectura? RP nos permite revisar la trayectoria intelectual de Laclau en las últimas décadas. Para sus seguidores, el aparato conceptual que ofrece en este libro —uno que combina hegemonía, significantes vacíos, objet petit a, afecto, jouissance y pueblo en una narrativa sobre el populismo— es una contribución importante a sus discusiones acerca de qué es la política radical y cómo desarrollar alternativas de izquierda. Yo soy más cauteloso en mi evaluación de los logros de RP. No sólo porque es difícil sustraerse de la impresión de que la teoría de la política-como-populismo que propone Laclau es realmente una variante de su teoría de la política-como-hegemonía. Es también por otro motivo. Al igual que el trabajo de Canovan y otros investigadores, RP contribuye a dignificar la experiencia populista luego de décadas en las que el pensamiento político y el sentido común la reducían al oportunismo de manipuladores que prometían el cielo y la tierra a sus seguidores. Pero este rescate también puede cegarnos ante los peligros de una política que divide el espacio en dos campos antagónicos y construye la cohesión de la colectividad en torno a la singularidad de un nombre. Recordemos que el nombre es realmente el nombre de un líder fuerte.

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Paul Bowman (2007) sostiene algo parecido en relación con la ambigüedad de Laclau acerca de que toda identidad u objetividad es necesariamente incompleta. Dice que si el cierre o la plenitud de un objeto cualquiera es una respuesta a la demanda por una intervención política decisiva y, a su vez, si esa intervención está condenada a acercarse a su meta más nunca alcanzarla, Laclau no puede afirmar que lo político y la hegemonía están “perfectamente teorizados en mi trabajo”. Para Bowman esa perfección es inconsistente. Laclau no puede plantear la imposibildad estructural de alcanzar la plenitud identitaria —resultante de la carencia o falta constitutiva— y luego eximir a su propia teoría de esa condición (Bowman 2007: 108-117).



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Con esto no estoy celebrando el consenso; eso sería una anti-política. Tampoco pretendo desconocer que los proyectos de cambio radical deben enfrentar las resistencias de los sectores conservadores, clasistas y racistas que quieren mantener sus privilegios. Mi cautela se debe a que lo que podría parecer un dispositivo táctico de la política populista para subvertir y reconstruir lo dado (la afirmación de las fronteras entre dos campos, la voluntad de enfrentar a los adversarios continuamente, la exaltación del líder, etc.) puede y suele impregnar las prácticas, las leyes y las instituciones de la constelación ganadora. Cuando eso ocurre se va cerrando la ventana hacia la emancipación y comenzamos a transitar hacia el infierno de una permanente creación de enemigos donde los críticos, incluso entre los simpatizantes, son sospechosos de traición. Ese es el momento en el que hay que apostar por la utopía negativa de Walter Benjamin jalando los frenos de emergencia de la locomotora de la política-como-populismo. Fuentes Beasley-Murray, Jon (2006), “On Populist Reason and Populism as the Mirror of Democracy”, Contemporary Political Theory, Vol. 5, No. 3, pp. 362-367. Bowman, Paul (2007), Post-Marxism versus Cultural Studies, Edimburgo: Edinburgh University Press. Castells, Manuel (2012), Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era del Internet, Madrid: Alianza Editorial. Deleuze, Gilles y Félix Guattari (1988), Mil Mesetas, Valencia: Pre-Textos. Lacan, Jacques (2009), “El estadio del espejo como formador de la función del yo”, Escritos 1, México: Siglo XXI, pp. 95-102. Laclau, Ernesto (1978), Política e ideología en la teoría marxista, México: Siglo XXI. Laclau, Ernesto (1993), Nuevas reflexiones acerca de la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires: Nueva Visión. Laclau, Ernesto (2005), La razón populista, México: Fondo de Cultura Económica. Laclau, Ernesto (2006a), “Por qué construir un pueblo es la tarea principal de la política radical” Cuadernos del CENDES, Vol. 23, No. 62, pp. 1-36 Ernesto Laclau (2006b), “La deriva populista y la centroizquierda latinoamericana”, Nueva Sociedad 205, pp. 56-61. Laclau, Ernesto (2009), “Populismo: ¿qué nos dice un nombre?”, en Francisco Panizza (ed.), El populismo como espejo de la democracia, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, pp. 51-70.



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Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe (1987), Hegemonía y estrategia socialista, Madrid: Siglo XXI. Lefort, Claude (1991), “La cuestión de la democracia”, Ensayos sobre lo político, México: Universidad de Guadalajara, pp. 17-29. Rancière, Jacques (2000), “Política, identificación y subjetivación”, en Benjamin Arditi (ed.), El reverso de la diferencia. Identidad y política, Caracas: Nueva Sociedad, pp. 145152. Rancière, Jacques (1996), El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires: Nueva Visión. Rancière, Jacques (2006), “Diez tesis sobre la política”, en Iván Trujillo (ed.) y María Emilia Tijoux (trad.), Política, policía, democracia, Santiago: LOM Ediciones, pp. 59-79. Žižek, Slavoj (2006), “Against the Populist Temptation”, Critical Inquiry 32, pp. 551-574.

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